V
De los doce medallones que adoman la hilera inferior del basamento,
diez recabarán nuestra
atención; hay, efectivamente, dos que han sufrido mutilaciones
demasiado profundas para que nos sea posible rehacer su sentido.
Prescindiremos, pues, mal que nos pese, de los restos informes del
quinto medallón (lado izquierdo) y del undécimo (lado derecho).
Cerca del contrafuerte que separa el pórtico central de la fachada
norte, el primer motivo nos
presenta un caballero
desarzonado agarrándose a la crin de un fogoso caballo (lámina
XVIII). Esta alegoría se refiere a
la extracción de las partes fijas, centrales y puras, por los
volátiles o etéreos en la Disolución
filosófica. Es, propiamente, la rectificación del espíritu obtenido
y la cohobación de este espíritu
sobre la materia pesada. El corcel, símbolo de rapidez y de
ligereza, representa la sustancia
espiritosa; el caballero indica la ponderabilidad del cuerpo
metálico grosero.
A cada cohobación,
el caballo derriba a su jinete, lo volátil abandona lo fijo; pero el
caballero vuelve inmediatamente
por sus fueros, y se aferra a ellos hasta que el animal, extenuado,
vencido y sumiso, consienta en
llevar su obstinada carga y no pueda ya desprenderse de ella. La
absorción de lo fijo por lo volátil
se efectúa lenta y trabajosamente. Para lograrla, hay que tener
mucha paciencia y mucha
perseverancia y repetir a menudo la afusión del agua sobre la
tierra, del espíritu sobre el cuerpo.
Y sólo mediante esta técnica -larga y fastidiosa, en verdad-se llega
a extraer la sal oculta del León rojo, con la ayuda del espíritu del
León verde. El corcel de Nótre-Dame es igual al Pegaso alado de la
fábula (raíz 7r7l’Y71,fuente). Como él, arroja al suelo a sus
jinetes, llámense Perseo o Belerofonte. Es él quien transporta a
Perseo por los aires hasta la morada de las Hespérides, y hace
brotar, de una coz, la fuente Hipocrene en el monte Helicón, fuente
que, según se dice, fue descubierta por Cadmo.
En el segundo medallón, el Iniciador nos presenta un espejo con una
mano, mientras sostiene con la otra el cuerno de Amaltea; a su lado,
vemos el Árbol de Vída (Iám. XIX). El espejo simboliza el comienzo
de la obra; el Arbol de Vida indica su final, y el cuerno de la
abundancia, el resultado.
Alquímicamente, la materia prima, la que el artista debe elegir para
empezar la Obra, se
denomina Espejo del Arte «Ordinariamente, es llamada Espejo del Arte
por los Filósofos -dice
Moras de Respour (1)-porque ha sido principalmente gracias a ella
que hemos aprendido la
composición de los metales en las vetas de la tierra... También se
dice que la sola indicación de
naturaleza puede instruirnos.» Es lo mismo que enseña el Cosmopolita
(2) cuando, hablando del
Azufre, nos dice:
(1) De Respour, Rares Expériences sur 1’Esprit minéra.l París,
Langlois et Barbin, 1668.
(2) Nouvelle Lumiére chymique. Traité du Soufre, pág, 78. Paris,
D’Houry, 1649.
«En su reino, hay un espejo en el cual se ve todo
el mundo. Quienquiera que mire
en este espejo puede ver y aprender las tres partes de la Sapiencia
de todo el mundo, y, de esta
manera, será sapientísimo en estos tres reinos, como lo fueron
Aristóteles, Avicena y otros varios,
los cuales, al igual que sus predecesores, vieron en este espejo
cómo fue creado el mundo.»
Basilio
Valentin dice también en su Testamentum
«El cuerpo entero de
Vitriolo debe reconocerse
únicamente mediante un Espejo de la Ciencia filosófica... Es un
Espejo en el que se ve brillar y
aparecer nuestro Mercurio, nuestro Sol y Luna, y mediante el cual
podemos mostrar en
un instante y probar al incrédulo Tomás la ceguera de su crasa
ignorancia.»
Pernety, en su Diccionario mito-hermético, no citó este
término, ya sea porque no lo conociese, o porque lo omitiese
deliberadamente. Este sujeto, tan vulgar y tan despreciado, se
convierte seguidamente en el Arbol de Vida, Elixir o Piedra
filosofal, obra maestra de la Naturaleza ayudada por el trabajo
humano, pura y rica joya de la alquimia. Síntesis metálica absoluta,
asegura al feliz poseedor de este tesoro el triple gaje del saber,
de la fortuna y de la salud. Es el cuerno de la abundancia, fuente
inagotable de las dichas materiales de nuestro mundo terrestre.
Recordemos, por último, que el espejo es el atributo de 1ª Verdad,
de la Prudencia y de la Ciencia según todos los poetas y mitólogos
griegos.
Veamos ahora la alegoría del peso natural el alquimista retira el
velo que cubría la balanza (lám.
XX).
La mayoría de los filósofos han sido poco prolijos en lo tocante al
secreto de los pesos. Basilio
Valentin se limitó a decir que había que «entregar un cisne blanco
al hombre doble ígneo» lo cual
parece corresponder al Sigillum Sapientum de Huginus de Barma, en
que el artista sostiene una
balanza, uno de cuyos platillos se inclina en una aparente
proporción de dos a uno con respecto al
otro. El Cosmopolita, en su Tratado de la Sal es todavía menos
preciso: «El peso del agua -dicedebe
ser plural, y el de la tierra rameada de blanco o de rojo debe ser
singular.» El autor de los
Aforismos basilianos, o Cánones herméticos del Espíritu y del Alma
(3), escribe en el canon
XVI:
(3) Impresos a
continuación de las OEuvres tani Médicinales que
Chymiques, del R. P. de Castaigne. París, de la Nove, 1681.
«Comenzamos nuestra obra hermética con la conjunción de los
tres principios preparados según determinada proporción, la cual
consiste en el peso del cuerpo, que debe ser casi igual a la mitad
del espíritu y el alma.»
Si Raimundo Lulio y Philaléthe
hablaron de ello, la mayoría prefirió guardar silencio; algunos
pretendieron que la Naturaleza, por sí sola, distribuía las
cantidades según una armonía misteriosa e ignorada por el Arte.
Estas contradicciones apenas si resisten al examen. En efecto,
sabemos que el mercurio filosófico resulta de la absorción de cierta
parte de azufre por una
cantidad determinada de mercurio; es, pues, indispensable conocer
exactamente las proporciones recíprocas de los componentes, si
operamos a la manera antigua. Huelga añadir que estas proporciones
aparecen envueltas en símiles y llenas de oscuridad, incluso en los
autores más sinceros.
Pero debemos recalcar, por otra parte, que es
posible sustituir con oro vulgar el azufre metálico; en este caso,
como el exceso de disolvente puede eliminarse siempre por
destilación, el peso queda reducido a una sencilla apreciación de
consistencia. La balanza constituye, como vemos, un indicio valioso
para la determinación del procedimiento antiguo, del cual parece que
debemos excluir el oro. Nos referimos al oro vulgar que no ha
sufrido la exaltación ni la transfusión, operaciones que, al
modificar sus propiedades y sus caracteres físicos, lo hacen propio
para el trabajo.
Uno de los cartones que estudiamos nos muestra una disolución
especial y poco empleada. Es la del azogue vulgar con el fin de
obtener el mercurio común de los filósofos, al cual llaman éstos
«nuestro» mercurio, para diferenciarlo del. metal fluido de que
procede. Aunque encontramos con frecuencia descripciones bastante
extensas sobre este tema, no ocultaremos que semejante operación nos
parece aventuradas si no sofisticado. Según los autores que han
hablado de ello, el mercurio vulgar, limpiado de toda impureza y
perfectamente exaltado, adquiriría una calidad ígnea que no posee y
podría convertirse a su vez en disolvente. Una reina, sentada en un
trono, derriba de un puntapié al paje que, con una copa en la mano,
ha venido a ofrecerle sus servicios (Iám.
XXI).
No debemos ver, pues, en esta técnica, suponiendo que pueda
proporcionar el disolvente
esperado, más que una modificación del sistema antiguo, y no una
práctica especial, puesto que el
agente sigue siendo el mismo. Ahora bien, no comprendemos qué
ventaja nos reportaría una
solución de mercurio con ayuda del disolvente filosófico, habida
cuenta de es el agente principal y
secreto por excelencia. Sin embargo así lo pretende Sabine Stuart de
Chevalier (4).
(4) Sabine Stuart de Chevalier, Discours philosophique sur les Trois
Principes, o la Clef du Sanctuaire philosophique. París, Quillau,
1781.
«Para obtener el mercurio filosófico -escribe este autor-hay que disolver el
mercurio vulgar sin que éste pierda nada de su peso, pues toda su
sustancia debe ser convertida en agua filosófica. Los filósofos
conocen un fuego natural que penetra hasta el corazón del mercurio y
que lo apaga interiormente; conocen también un disolvente que lo
convierte en agua argentina pura y natural; ésta no contiene ni debe
contener ningún corrosivo. En cuanto el mercurio se ha librado de
sus ligaduras y es vencido por el calor... toma la forma del agua, y
esta misma agua es la cosa más valiosa que puede haber en el mundo.
Se necesita muy poco tiempo para hacer tomar esta forma al mercurio
vulgar.»
Se nos perdonará que no seamos de la misma opinión, pues
tenemos buenas razones, apoyadas en la experiencia, para no creer
que el mercurio vulgar, desprovisto de agente propio, pueda
convertirse en agua útil para la Obra. El servus fugitivus que nos
hace falta es un agua mineral y metálica, sólida, cortante, con el
aspecto de una piedra, y de fácil licuefacción. Esta agua coagulada,
en fonna de masa pétrea, es el Alkaest y el Disolvente universal. Si
conviene leer los filósofos -según el consejo de Philaléthe- con un
grano de sal, tendríamos que utilizar la salina entera para el
estudio de Stuart de Chevalier.
Un anciano transido de frío, encorvado bajo el arco del medallón
siguiente, se apoya, cansado y desfallecido, en un bloque de piedra;
una especie de manguito envuelve su mano izquierda (Iám. XXII).
Es fácil reconocer aquí la primera fase de la segunda Obra, cuando
el Rebis hermético, encerrado en el centro del atanor, sufre la
dislocación de sus partes y tiende a mortificarse. Es el principio,
activo y suave, del fuego de rueda simbolizado por el frío y por el
invierno, período embrionario en que las semillas, encerradas en el
seno de la tierra filosofaL, experimentan la influencia fermentadora
de la humedad. Va a aparecer el reino de Satumo, emblema de la
disolución radical, de la descomposición y del color negro.
«Soy
viejo, estoy débil y enfermo -le hace decir Basilio Valentin-; por
esta causa me veo encerrado en una fosa... El fuego me atormenta en
gran manera, y la muerte quebranta mi carne y mis huesos.»
Un tal Demetrius, viajero citado por Plutarco -los griegos fueron maestros
en todo, incluso en la exageración-, refiere con toda seriedad que,
en una de las islas que visitó en la costa de Inglaterra, se
encuentra Satumo encarcelado y sumido en profundo sueño. El gigante
Briareo (Egeón) hace el papel de guardián de su prisión. ¡Y he aquí
cómo, con la ayuda de fábulas herméticas, escribieron la Historia
célebres autores!
El sexto medallón no es más que una reproducción fragmentaria del
segundo. Volvemos a encontrar en él al Adepto, quien, juntas las
manos, en actitud orante, parece dirigir su acción de gracias a la
Naturaleza, representada por los rasgos de un busto femenino
reflejado en un espejo. Reconocemos aquí el jeroglífico del tema de
los Sabios, el espejo en el que «vemos toda la Naturaleza al
descubierto» (Iám. XXIII).
A la derecha del pórtico, el séptimo medallón nos muestra a un
anciano disponiéndose a
franquear el umbral del Palacio misterioso. Acaba de arrancar el
velo que ocultaba la entrada a
las miradas de los profanos. Es el primer paso dado en la práctica,
el descubrimiento del agente capaz de producir la reducción del
cuerpo fijo, de recrudecerlo, según la expresión empleada, hasta
darle una forma análoga a la de su sustancia prima (lám. XXIV).
Los
alquimistas aluden a esta operación cuando nos hablan de reanimar
las materializaciones, es decir, de dar vida a los metales muertos.
Es la Entrada al Palacio cerrado del Rey, de Philaléthe, la primera
puerta de Ripley y de Basilio Valentin, puerta que es preciso saber
abrir. El anciano no es otro que nuestro Mercurio, agente secreto
del cual muchos bajo relieves nos han revelado la naturaleza, el
modo de actuar, los materiales y el tiempo de la preparación.
En
cuanto al Palacio, representa el oro vivo, o filosófico, oro vil,
despreciado por el ignorante, oculto bajo harapos que lo hurtan a
los ojos, aunque sea preciosísimo para el que conoce su valor.
Nosotros debemos ver en este motivo una variante de la alegoría de
los Leones verde y rojo, del disolvente y del cuerpo a disolver. En
efecto, el anciano, que los textos identifican con Saturno -el cual,
según se dice, devoraba a sus hijos-estaba antaño pintado de verde,
mientras que el interior visible del Palacio presentaba una
coloración purpúrea. Más adelante citaremos las fuentes a que
podemos acudir para averiguar, gracias al colorido original, el
sentido de Saturno, considerado como disolvente, es muy antiguo. En
un sarcófago del Louvre, que contuvo la momia de un sacerdote
hierogramático de Tebas, llamado Poeris, podemos observar, en el
lado izquierdo, al dios Shu, sosteniendo el cielo con ayuda del dios
Chnufis (el alma del mundo), mientras que, a su pies, se halla
tumbado el dios Seb (Saturno), cuya carne es de color verde.
El círculo siguiente nos permite presenciar el encuentro del anciano
y el rey coronado, del
disolvente y el cuerpo, del principio volátil y la sal metálica
fija, incombustible y pura. La alegoría tiene un gran parecido con
el texto parabólico de Bernardo Trevisano, en que «el sacerdote
anciano y viejo en años» se muestra tan buen conocedor de las
propiedades de la fuente oculta, de su acción sobre el «rey del
país», al que imanta, atrae y absorbe. En esta operación, y cuando
se produce la animación del mercurio, el oro o rey es disuelto poco
a poco y sin violencia; no ocurre lo propio en la segunda, en la
cual, contrariamente a la amalgama ordinaria, el mercurio hermético
parece atacar el metal con un vigor característico y que se parece
bastante a las efervescencias químicas.
Los sabios dijeron a este
respecto que, en la Conjunción, se producían violentas tormentas,
grandes tempestades, y que las olas de su mar ofrecían el
espectáculo de un «áspero combate». Algunos representaron esta
reacción por una lucha a muerte entre animales diferentes: águila y
león (Nicolás Flamel), gallo y zorra (Basilio Valentin), etc. Pero,
a nuestro entender, la mejor descripción -y, sobre todo, la más
iniciadora-es la que nos dejó el gran filósofo Cyrano Bergerac del
espantoso duelo que sostuvieron ante sus ojos la Rémora y la
Salamandra. Otros -y son los más numerosos-buscaron los elementos de
sus figuras en el génesis primario y tradicional de la Creación;
describieron éstos la formación del compuesto filosofal asimilándola
a la del caos terrestre, producto de las conmociones y de las
reacciones del fuego y del agua, del aire y de la tierra.
Aunque más humano y más familiar, no por ello el estilo de
Nótre-Dame es menos noble ni
menos expresivo. Las dos naturalezas están representadas en él por
niños agresivos y camorristas que, al venir a las manos, no
escatiman los puñetazos. En lo más fuerte del pugilato, uno de ellos
deja caer un pote, y el otro, una piedra (Iám. XXV). Imposible
describir con mayor claridad y sencillez la acción del agua póntica
sobre la materia grave: este medallón honra al maestro que lo
concibió.
De esta serie de temas con que terminaremos la descripción de las
figuras del pórtico central, se
infiere claramente que la idea rectora tuvo como objetivo la
agrupación de los puntos variables en la
práctica de la solución. Efectivamente, ella nos basta para
identificar el procedimiento seguido. La
disolución del oro alquímico por el Disolvente Alkaest caracteriza
el primer sistema; la del oro vulgar por nuestro mercurio indica el
segundo. Mediante ella, realizamos el mercurio animado.
Por último, una segunda solución, la del Azufre -rojo o blanco-por
el agua filosófica, constituye el objeto del duodécimo y último bajo
relieve.
Un guerrero deja caer su espada y se detiene, sobrecogido,
ante un árbol al pie del cual aparece un cordero, el árbol muestra
tres enormes frutos redondos, y, entre sus ramas, aparece la silueta
de un pájaro. Volvemos a encontrar aquí el árbol solar que describe
el Cosmopolita en la parábola del Tratado de la Naturaleza, el árbol
del cual hay que extraer el agua. En cuanto al guerrero, representa
al artista que acaba de cumplir el trabajo de Hércules que es
nuestra preparación. El cordero atestigua que aquél supo elegir la
estación favorable y la sustancia adecuada; el pájaro indica la
naturaleza volátil del compuesto «más celeste que terrestre».
Después, sólo tendrá que imitar a Satumo, el cual, dice el
Cosmopolita, «tomó diez partes de esta agua, y seguidamente cogió el
fruto del árbol solar y lo puso en esta agua... Porque esta agua es
el Agua de vida, que tiene poder de mejorar los frutos de este
árbol, de manera que, en lo sucesivo, no habrá ya necesidad de
plantarlo ni de injertarlo, porque ella podrá, con su solo olor, dar
a los otros seis árboles su misma naturaleza». Además, esta imagen
es una representación de la famosa expedición de los Argonautas, ya
que vemos en ella a Jasón junto al Vellocino de Oro y e1 árbol de
preciosos frutos del Jardín de las Hespérides.
En el curso de este estudio, hemos tenido ocasión de lamentar no
sólo las deterioraciones producidas por estúpidos iconoclastas,
sino también la completa desaparición del polícromo revestimiento
que antaño poseía nuestra admirable catedral. No nos queda ningún
documento bibliográfico capaz de ayudar al investigador y de
remediar, siquiera en parte, el daño de los siglos. Sin embargo, no
tenemos necesidad de compulsar viejos pergaminos, ni de hojear en
vano antiguas estampas: Nótre-Dame conserva dentro de ella misma el
prístino colorido de su pórtico central.
Guillermo de París, cuya perspicacia no nos cansaremos de alabar,
supo prever el considerable perjuicio que el tiempo habría de
infligir a su obra. Como maestro precavido que era, hizo reproducir
minuciosamente los motivos de los medallones en los vitrales del
rosetón central. El cristal viene así a completar la piedra, y,
gracias al auxilio de la materia frágil, el esoterismo recobra su
pureza primitiva.
Aquí descubriremos el sentido de los puntos dudosos de la
estatuaria. Por ejemplo, en la alegoría de la Cohobación (primer
medallón), el vitral nos presenta, no un jinete vulgar, sino un
príncipe coronado de oro, con vestidura blanca y medias rojas; de
los dos niños que riñen, uno es de color verde, y el otro, de un
gris violeta; la reina que derriba al Mercurio lleva corona blanca,
camisa verde y manto de púrpura. Incluso nos sorprende encontrar
aquí ciertas imágenes desaparecidas de la fachada, como la del
artesano, sentado a una mesa roja, que extrae grandes monedas de oro
de un saco; o la de la mujer de verde corpiño y brial escarlata, que
se alisa la cabellera ante un espejo; o la de los Gemelos, del
zodíaco inferior, uno de los cuales tiene el color del rubí, y el
otro, el de la esmeralda; etcétera.
¡Qué profundo tema de meditación nos ofrece la ancestral Idea
hermética, en su armonía y en su unidad! Petrificada en la fachada,
cristalizada en el círculo enorme del rosetón, pasa del mutismo a la
revelación, de la gravedad al entusiasmo, de la inercia a la
expresión viva. Borrosa, material y fría bajo la cruda luz del
exterior, surge del cristal en haces de colores y penetra en las
naves, vibrante, cálida, diáfana y Pura como la Verdad misma.
Y el alma no puede librarse de cierta turbación en presencia de esta
otra antítesis, todavía más
paradójica: «¡la antorcha
del pensamiento alquímico iluminando el templo del pensamiento
cristiano!»
VI
Dejemos el pórtico principal y pasemos al pórtico norte o de la
Virgen. En el centro del
tímpano, y en la cornisa de en medio, observad el sarcófago,
accesorio de un episodio de la vida de Cristo. Veréis en él siete
círculos: son los símbolos de los siete metales planetarios (Iám.
XXVI).
El sol indica el oro, y Mercurio, el azogue;
Venus es al bronce, lo que Saturno al plomo; la Luna es imagen de la plata; Júpiter, del estaño,
y Marte, del hierro (1).
El círculo central aparece decorado de una manera particular,
mientras que los otros seis se repiten a pares, cosa que jamás se
produce en los motivos puramente ornamentales del arte ojival.
Más aún: esta simetría se extiende desde el centro hacia las
extremidades, tal como enseña el
Cosmopolita.
«Contempla el cielo y las esferas de los planetas -dice
ese autor (2)-y verás que
Saturno es el más alto de todos,
al cual sucede Júpiter, y después Marte, el Sol, Venus, Mercurio y,
por último, la Luna. Considera
ahora que las virtudes de los planetas no suben, sino que
descienden; incluso la experiencia nos
enseña que Marte se convierte fácilmente en Venus, y no Venus en
Marte, pues ella es la esfera
más baja. De la misma manera, Júpiter se transmuta fácilmente en
Mercurio, porque Júpiter está
más alto que Mercurio; aquél es el segundo a partir del firmamento,
éste es el segundo encima de la
Tierra; y Saturno es el más alto, y la Luna la más baja; el Sol se
mezcla con todos, pero nunca es
mejorado por los inferiores. Advertirás, pues, que hay una gran
correspondencia entre Saturno y la
Luna, en medio de los cuales está el Sol, como también entre
Mercurio y Júpiter, y Marte y Venus,
todos los cuales tienen el Sol en el medio.»
(1) La Cabale Intellective. Mans. de la Bibi. del Arsenal, S. y A.
72, página 15.
(2) Nouvelle Lumière chymique. Traité du Mercure, cap. IX, pág. 41.
París, Jean d’Houry,
1649.
La concordancia de mutación de los planetas metálicos entre sí
aparece, pues, señalada, en el
pórtico de Nótre-Dame, de la manera más formal. El motivo central
simboliza el Sol; los florones de los extremos representan Saturno y
la Luna; después vienen, respectivamente, Júpiter y Mercurio; y, por
último, a los lados del Sol, Marte y Venus.
Pero hay algo todavía más curioso. Si analizamos la singular hilera
que parece unir las circunferencias de los rosetones, veremos que
está formada por una sucesión de cuatro cruces y tres báculos, uno
de los cuales es de espiral sencilla, y los otros, de doble voluta.
Obsérvese, de pasada, que si se tratase de un propósito ornamental,
los atributos hubieran debido ser, necesariamente, en número. de
seis o de ocho, a fin de obtener una simetría perfecta; sin embargo,
no es así, y la circunstancia de que uno de los espacios, el de la
izquierda, permanezca vacío, acaba de demostrar que se quiso dar al
conjunto un sentido simbólico.
Las cuatro cruces representan, al igual que en la notación,
espagírica, los metales imperfectos;
los báculos de doble es-piral, los dos metales perfectos, y el
báculo sencillo, el mercurio, semimetal
o semiperfecto.
Pero, si apartamos los ojos del tímpano y bajamos mirada hacia la
parte izquierda del basamento, dividido cinco nichos, observaremos
unas curiosas figuritas en el pacio existente entre las pequeñas
arcadas.
He aquí, yendo desde fuera hacia el pie derecho, el perro y las dos
palomas (Iám. XXVII),
que hallamos descritos en la animación del mercurio exaltado; el
perro de Corasceno, del que hablan Artephius y Philaléthe, al cual
hay que saber separar del compuesto en estado de polvo negro, y las
Palomas de Diana, otro enigma desesperante bajo el cual se ocultan
la espiritualización y la sublimación del mercurio filosofal.
El
cordero, emblema de la edulcoración del principio arsenical de la
Materia; el hombre doblado, magnífica representación del apotegma
alquímico solve et coagula, el cual enseña a realizar la conversión
elemental volatilizando lo fijo y fijando lo volátil (Iám. XXVIII):
Si lo fijo sabes disolver, Y lo disuelto volatilizar, Y lo volátil fijar luego en polvo, tienes motivo de consolación.
En esta parte del pórtico hallábase esculpido antaño el jeroglífico
principal de nuestra práctica:
se trataba del Cuervo.
Figura principal del blasón hermético, el cuervo de Nótre-Dame había
ejercido, desde siempre, una atracción muy viva sobre los
alquimistas; y es que una antigua leyenda lo designaba como única
señal de un depósito sagrado. Decíase, en efecto, que Guillerino de
París, «el cual -dice Victor Hugo ha sido sin duda condenado por
haber agregado tan infernal frontispicio al santo poema que canta
eternamente el resto del edificio», había escondido la piedra
filosofal en uno de los Pilares de la inmensa nave. Y el lugar
exacto de este escondrijo misterioso venía precisamente determinado
por el ángulo visual del cuervo...
De esta manera, pues, según la leyenda, el pájaro simbólico señalaba
antaño, desde fuera, el lugar ignorado del pilar secreto en que se
hallaba encerrado el tesoro.
En la cara externa de los pilares sin imposta que sostienen el
dintel y el arranque de las dovelas, se hallan representados los
signos del zodíaco. En primer lugar, empezando por abajo,
encontramos Aries, después, Tauro, y, en lo alto, Géminís. Son los
meses primaverales que señalan el comienzo del trabajo y el tiempo
adecuado para las operaciones.
Sin duda, objetarán algunos que e1 zodíaco puede no tener una
significación oculta y representar únicamente la zona de las
constelaciones. Es posible. Pero, en este caso, tendríamos que
encontrar el orden astronómico, la sucesión cósmica de las figuras
zodiacales, en modo alguno ignorada por nuestros antepasados. Sin
embargo, Leo sucede a Géminis, usurpando el lugar de Cáncer, que ha
sido desterrado al pilar opuesto. El imaginero, quiso, pues,
indicar, valiéndose de esta hábil transposición, la conjunción del
fermento filosófico –o León-con el compuesto mercurial, unión que
debe producirse hacia el final del cuarto mes de la primera Obra.
Observamos también, bajo este pórtico, un pequeño relieve
cuadrangular sumamente curioso. Sintetiza y expresa la condensación
del Espíritu universal, el cual forma, en cuanto se materializa, el
famoso Baño de los astros, en el cual el sol y la luna químicos
deben bañarse, cambiar la naturaleza y rejuvenecerse. Vemos en él a
un niño que cae de un crisol grande como una cuba y sostenido por un
arcángel en pie, nimbado, con un ala extendida, y que parece pegar
al inocente. Todo el fondo de la composición lo ocupa un cielo
nocturno y constelado (lám. XXXIX). Reconocemos en este tema una
simplificación de la alegoría de la Degollación de los Santos
Inocentes, tan cara a Nicolas Flamel y que pronto veremos en un
vitral de la Sainte-Chapelle.
Sin entrar detalladamente en la técnica de la operación -cosa que
ningún autor se ha atrevido a hacer-, diremos no obstante, que el
Espíritu universal materializado en los minerales bajo el nombre
alquímico de Azufre, constituye el principio y el agente eficaz de
todas las tinturas metálicas. Pero este Espíritu, esta sangre roja
de los niños, sólo puede obtenerse descomponiendo lo que la
Naturaleza había antes reunido en ellos. Es, pues, necesario que el
cuerpo perezca, que sea crucificado y que muera, si se quiere
extraer el alma, vida metálica y Rocío celeste, que aquél tenía
encerrada. Y de esta quintaesencia, trasvasada a un cuerpo puro,
fijo, perfectamente cocido, nacerá una nueva criatura, más
resplandeciente que cualquiera de aquéllas de quienes procede. Los
cuerpos no tienen acción los unos sobre los otros; sólo el espíritu
es activo y eficaz.
Por esto los Sabios, conocedores de que la sangre mineral que
necesitaban para animar el cuerpo fijo e inerte del oro no era más
que una condensación del Espíritu universal, alma de toda cosa;
sabedores de que esta condensación en forma húmeda, capaz de
penetrar y hacer vegetativos los cuerpos mixtos sublunares, sólo
podía producirse de noche, a favor de las tinieblas, del cielo Puro
y del aire tranquilo; sabedores, en fin, de que la estación durante
la cual se manifestaba aquélla con mayor actividad y abundancia
correspondía a la primavera terrestre; por todas estas razones
combinadas, los Sabios le dieron el nombre de Rocío de Mayo. Así,
Thomas Corneille (3) no nos sorprende cuando asegura que los grandes
maestros de la Rosa Cruz eran llamados Hermanos del Rocío Cocido*,
significación que ellos Mismos daban a las iniciales de su orden: F.
R. C.
Quisiéramos poder decir algo más sobre este tema de
extraordinaria importancia y mostrar cómo el Rocío de Mayo (Maya era
madre de Hermes) -humedad vivificadora del mes de María, la Virgen
madre-se extrae fácilmente de un cuerpo particular, abyecto,
despreciado y cuyas características hemos ya descrito; pero existen
límites infranqueables... Rozamos aquí el más alto secreto de la
Obra y deseamos cumplir nuestro juramento. Ahí está el Verbum
dimissum de Trevisano, la Palabra perdida de los francmasones
medievales, la que todas las Hermandades herméticas esperaban
descubrir de nuevo y cuya búsqueda constituía el fin de sus trabajos
y la razón de su existencia (4).
(3) Dictionnaire des Arts et des Sciences, art. Rose-Croix. París,
Coignard, 1731.
- El sentido simbólico-burlesco de esta denominación se comprende
mejor en el juego de palabras francés: Fréres de la Rose-croix y
Frères de 1ª Rosée Cuite (N del T)
(4) Entre los más célebres centros de iniciación de esta clase,
citaremos las órdenes de los lluminados, de los Caballeros del
Águila negra, de las Dos Águilas, del Apocalipsis; los Hermanos
iniciados de Asia, de Palestina, del Zodíaco; las Sociedades de los
Hermanos negros, de los Elegidos Coëns, de los Mopses, de las
Siete-Espadas, de los Invisibles, de los Príncipes de la Muerte.,
los Caballeros del Cisne, instituidos por Elías, los Caballeros del
perroy del Gallo, los Caballeros de la Tabla redonda, de la Jineta,
del Cardo, del Baño, de la Bestia muerta, del Amaranto, etc..
Post tenebras lux. No lo olvidemos. La luz sale de las tinieblas;
está difusa en la oscuridad, en la negrura, como el día lo está en
la noche. De la oscuridad del Caos fue extraídas la luz y sus
radiaciones reunidas, y si, el día de lá Creación, el Espíritu
divino se movía sobre las aguas del Abismo -Spiritus Dominiferebatur
super aquas-, este espíritu invisible no podía ser al principio
distinguido de la masa acuosa y se confundía con ella.
En fin, recordemos que Dios empleó seis días en realizar su Gran
Obra; que la luz fue separada el primer día, y que los días
siguientes se determinaron, como los nuestros, por intervalos
regulares y alternativos de oscuridad y de luz.
A medianoche, una Virgen madre, produce este astro lumínoso, en este momento milagroso
llamamos a Dios hermano nuestro.
VII
Volvamos sobre nuestros pasos y detengámonos ante la fachada sur,
llamada todavía pórtico de
Sainte-Anne. Éste nos ofrece un solo motivo, pero su interés es
considerable, por cuanto describe la práctica más breve de nuestra
Ciencia y merece, a este respecto, un lugar en la primera fila de
los paradigmas lapidarios.
«Mira -dice Grillot de Givry (1)-, esculpido en el pórtico derecho
de Nótre-Dame de París, el
obispo de pie sobre el
aludel en que se sublima, encadenado en el limbo, el mercurio
filosofal. Él te enseña de dónde
proviene el fuego sagrado, y el hecho de que el capítulo, siguiendo
una tradición secular, mantenga
esta puerta cerrada todo el año, te indica que aquí está el camino
no vulgar, ignorado por la multitud
y reservado al pequeño número de los elegidos de la Sabiduría (2).»
(1) Grillot de Givry, Le Grand Oeuvre. París, Chacomac, 1907, pág.
27.
(2) En San Pedro, de Roma, una puerta igual, llamada Puerta
santa o jubilar, es dorada y está tapiada,-el Papa la abre a golpes
de martillo cada veinticinco años, o sea, cuatro veces al siglo.
Pocos alquimistas se avienen a admitir la posibilidad de dos
caminos, uno breve y fácil, llamado
vía seca, y otro más largo y más ingrato, llamado vía húmeda. Esto
puede deberse a la
circunstancia de que muchos autores tratan exclusivamente
del procedimiento más largo, ya porque ignoran el otro, ya porque
prefieren guardar silencio a enseñar sus principios. Per nety se
niega a creer en esta duplicidad de medios, mientras que Huginus de
Barma afirma, por el contrario, que los maestros antiguos, los
Geber, los Lulio, los Paracelso, tenían, cada uno de ellos, un
procedimiento que les era propio.
Químicamente, nada se opone a que un método a base de la vía húmeda
pueda ser reemplazado por otro que utilice reacciones secas,
llegándose con ambos al mismo resultado. Herméticamente, el emblema
que nos ocupa constituye una prueba de ello. Otra prueba la
encontramos en la Enciclopedia del siglo XVIII, donde se afirma que
la Gran Obra puede lograrse por dos caminos, uno llamado vía húmeda,
más largo y más practicado, y otro, vía seca, mucho menos apreciado.
En éste, hay que «cocer la Sal celeste, que es el mercurio de los
Filósofos, con un cuerpo metálico terrestre, en un crisol y a fuego
simple, durante cuatro días».
En la segunda parte de una obra atribuida a Basilio Valentin (3),
pero que diríase más bien debida a la pluma de Senior Zadith, el
autor parece referirse a la vía seca cuando escribe que,
«para
llegar a este Arte, no se requiere gran trabajo ni esfuerzo, y los
gastos son pequeños, y los instrumentos de poco valor. Pues este
Arte puede ser aprendido en menos de doce horas, y, en el espacio de
ocho días, llevado a la perfección, cuando tiene en sí su propio
principio».
Philaléthe, en el capítulo XIX del Introitus, nos dice, después de
hablar del camino largo, que
afirma es enojoso y bueno solamente para las personas ricas:
«Pero,
siguiendo nuestro camino, no se
necesita más de una semana; Dios ha reservado esta vía rara y fácil
para los pobres despreciados y
para sus santos cubiertos de abyección.»
Y también Lenglet-Dufresnoy
en sus Observaciones a este
capítulo, opina que este camino emplea el doble mercuRio filosófico.
De este modo -añade-, la
Obra se realiza en ocho días, en vez de los casi dieciocho meses que
se requieren con el primero de
los caminos.»
Este camino abreviado, pero cubierto por tupido velo, ha
(3) Azoth, o Moyen de faire 1’Or caché des Philosophes. París,
Pierre Moët, 1659, página 140. sido llamado por los Sabios Régimen
de Satumo. La cocción de la Obra, en vez del empleo de un vaso de
vidrio, requiere únicamente la utilización de un simple crisol.
«Resolveré tu cuerpo en un vaso de tierra donde lo enterraré»,
escribe un autor célebre (4), quien añade más adelante:
«Haz un
fuego en tu vaso, es decir, en la tierra que lo tiene encerrado.
Este breve método, sobre el cual te hemos liberalmente instruido, me
parece el camino más corto y la verdadera sublimación filosófica
para alcanzar la perfección de esta grave labor.»
De este modo
podría explicarse esta máxima fundamental de la Ciencia: un solo
vaso, una sola materia, un solo hornillo.
Cyliani, en el Prefacio de su libro (5), relata los dos
procedimientos en estos términos:
«Creo que debo advertir aquí que jamás hay que olvidar que sólo se
necesitan dos materias del
mismo origen, una volátil y la otra fija; que hay dos caminos, la
vía seca y la vía húmeda. Yo sigo
este último, preferentemente, por deber, aunque el primero me sea
muy conocido: se hace con una
materia única.»
Henri de Lintaut aporta igualmente un testimonio favorable a la vía
seca cuando escribe (6):
(4) Salomón Trisrnosin, Le Toyson d´Or. París, Ch. Sevestre, 1612,
páginas 72 y 1 10.
(5) Cyliani, Hermès dévoilé. París, F. Locquin, 1832.
(6) H. de Lintaut, L´Aurore, Mans. de la Bibl. del Arsenal, S.A.F.
169, número 3.020. (7) J.-F. Henckel, Traité de l´Appropriation.
París, Thomas Hérissant, 1760, págs. 375 y 416.
«Este
secreto sobrepasa a todos los secretos del mundo,,pues podéis en
poco tiempo, sin gran cuidado ni
trabajo, alcanzar una gran proyección, sobre la cual ved a Isaac el
Holandés que habla de ello más
ampliamente.»
Desgraciadamente, nuestro autor no es más prolijo que
sus colegas.
«Cuando pienso escribe
Henckel (7)- que el artista Elías, citado por Helvetius, pretende
que la preparación de la
piedra filosofal se empieza y se termina en cuatro días de tiempo, y
que ha mostrado efectivamente
esta piedra todavía adherida a los cascos del crisol me parece que
no sería tan absurdo poner en
duda si lo que los alquimistas llaman muchos meses no serán otros
tantos días, lo cual sería
un espacio de tiempo muy reducido; y no habrá un método en el cual
toda la operación consista únicamente en mantener largo tiempo las
materias en mayor grado de fluidez, cosa que se obtendría mediante
fuego muy vivo, alimentado por la acción de fuelles; pero este
método no puede ejecutarse en todos los laboratorios, además, tal
vez no todos lo encontrarían practicable.»
El emblema hermético de Notre-Dame, que, ya en siglo XVII, había llamado la atención del
sagaz de Laborde (8), ocupa el entrepaño del pórtico, desde el
estilóbato al arquitrabe, y está detalladamente esculpido sobre los
tres lados del pilar empotrado. Es una alta y noble estatua de San
Marcelo, tocado con la mitra, bajo un dosel con torre desprovista, a
nuestro entender, de toda significación secreta. El obispo está en
pie sobre un nicho oblongo y finamente tallado, con cuatro
columnitas y un admirable dragón bizantino, todo ello sostenido por
un zócalo guarnecido con un friso y unido al basamento por una
moldura. Sólo el nicho y el zócalo tienen un verdadero valor
hermético (lám. XXX).
(8) De Laborde, Explications, de 1’Enigme trouvée á un pilar de
1’Eghe Nótre-Dame de Paris, París, 1636.
Desgraciadamente, este pilar, tan magníficamente decorado, es casi
nuevo: apenas doce lustros nos separan de su restauración, pues ha
sido reconstruido y... modificado.
No queremos discutir aquí la procedencia de tales reparaciones, ni
pretendemos sostener la necesidad de dejar crecer descuidadamente,
la lepra del tiempo sobre un cuerpo espléndido; sin embargo, como
filósofos, sólo podemos el desenfado de los restauradores cuando se
trata de creaciones ojivales. Si convenía reemplazar al obispo por
la intemperie y rehacer su base arruinada, la cosa era sencilla:
bastaba con copiar el modelo, con reproducirlo fielmente. Poco
hubiera importado que contuviese una significación oculta: la
imitación servil la habría conservado. Pero quisieron hacerlo mejor
y, si conservaron los rasgos del santo obispo y del bello dragón, en
cambio adornaron el zócalo con follajes y cenefas románicos, en vez
de las roelas y las flores que allí veíanse antaño.
Esta segunda edición, revisada, corregida y aumentada, es
ciertamente más rica que la primera; pero el símbolo ha quedado
truncado; la ciencia, mutilada; la llave, perdida, y el esoterismo,
extinto. El tiempo corroe, gasta, disgrega y desmorona la piedra
caliza; su limpieza resulta perjudicada, pero el sentido permanece.
Entonces surge el restaurador, el curandero de piedras; con unos
cuantos golpes de cincel, amputa, cercena, oblitera, transforma,
convierte una ruina auténtica en un arcaísmo artificial y brillante,
hiere y cura, suprime y añade, poda y desfigura en nombre del Arte,
de la forma o de la simetría, sin la menor preocupación por la idea
creadora. ¡Gracias a esta prótesis moderna, nuestras damas
venerables permanecerán eternamente jóvenes!
¡Ay! ¡Al tocar la envoltura, dejaron escapar el alma!
Id a la catedral, discípulos de Hermes, a ver el emplazamiento y la
disposición del nuevo pilar, y
seguid después la pista del original. Cruzad el Sena, entrad en el
museo de Cluny, y tendréis la satisfacción de encontrarlo allí,
junto a la escalera de acceso al frigidario de las Termas de
Juliano. Allí fue a parar el bello fragmento (9).
(9) Este itinerario no es actualmente valedero, ya que, hace unos
seis años, el pilar simbólico, objeto de tan justificada veneración,
volvió a Nótre-Dame, a un lugar no muy apartado del que ocupó
durante más de cinco siglos. Lo hallamos, en efecto, en una pieza de
alto techo y con arcos de medio punto de la torre norte, la cual,
tarde o temprano, será convertida en museo, y tiene su pareja en el
lado sur, a su mismo nivel y al otro lado de la plataforma del gran
órgano.
De momento, pues, no resulta ya tan fácil satisfacer la curiosidad,
sea del género que fuese, del
visitante; el cual se verá, no obstante, impulsado hasta el nuevo
refugio de la escultura imitativa. Pero, ¡ay!, le espera una triste
sorpresa. , que consiste en la amputación, infinitamente lamentable,
de casi todo el cuerpo del dragón, reducida ahora a su parte
anterior, aunque Provista aún de sus dos patas.
El monstruoso animal, con la gracia de un enorme lagarto, estrechaba
el atanor, dejando en sus
llamas al pequeño rey triplemedte coronado, que es el hijo de sus
obras violentas sobre la muerte adúltera. Sólo es visible el rostro
del niño mientras que sufre los «lavados ígneos» de que habla
Nicolas Flamel. Aquí aparece fajado y vestido según la moda
medieval, como podemos verlo todavía en la figurita de porcelana del
ditninuto «bañista» que se suele introducir en la galette del día de
Reyes. (Conf Alchimie, op. cít., página 89.)
Este enigma del trabajo alquímico, solucionado de una manera exacta
-al menos en parte-por François Cambriel, valióle a éste el ser
citado por Champfleury en sus Excéntricos, y por Cherpakof en sus
Locos literarios. ¿Mereceremos el mismo honor?
Observaréis en el zócalo cúbico, y en su lado derecho dos roeles en
relieve, macizos y circulares; son las materias o naturalezas
metálicas -sujeto y disolvente- con 1as que se debe empezar la Obra.
En la cara principal, estas sustancias, modificadas por las
operaciones preliminares, no aparecen ya representadas en forma de
disco, sino como rosas de pétalos soldados. Hay que admirar, de
paso, sin reserva alguna, la habilidad con que el artista supo
expresar 1ª transformación de los productos ocultos, libres de los
accidentes externos y de los materiales heterogéneos que los
envolvía en la mina. En el lado izquierdo, los roeles, convertidos
en rosetas, adoptan la forma de flores decorativas de pétalos
soldados, pero con el cáliz visible. Aunque muy corroídas y casi
borradas, es fácil, empero, descubrir en ellas el rastro del disco
central. Siguen representando los mismos objetos pero después de
adquirir otras cualidades; el gráfico del cáliz indica que las
raíces metálicas han sido abiertas y se hallan dispuestas a
manifestar su principio seminal. Tal es interpretación esotérica de
los pequeños motivos del zócalo. El nicho nos dará la explicación
complementaria.
Las materias preparadas y unidas en un solo compuesto deben sufrir
la sublimación o última
purificación ígnea. En esta operación, las partes que se consumen
con el fuego quedan destruidas, las
materias terrosas pierden su cohesión y se disgregan, mientras que
los principios puros,
incombustibles, se elevan en una forma muy diferente de la que
presentaba el compuesto. Ahí está la
Sal de los Filósofos, el Rey coronado de gloria, que nace en el
fuego y debe regocijarse en la boda
subsiguiente, a fin, dice Hermes, de que las ocultas se hagan
manifiestas. Rex ab igne veniet, ac
conjugio gaudebit et occulta patebunt.
En el nicho, vemos únicamente
la cabeza de este rey,
emergiendo de las llamas purificadoras. En el estado actual, sería
imposible afirmar que la esculpida sobre la frente de la figura
pertenece a una corona; igualmente podríamos ver en él una especie
de bacinete o capacete, dado el volumen y el aspecto del cráneo.
Pero, por fortuna, poseemos el texto de Esprit Gobineau de
Montluisant, cuyo libro fue escrito «el miércoles 20 de mayo de
1640, víspera de la gloriosa Ascensión de Nuestro Salvador
Jesucrito» (10), y que nos dice positivamente que el rey lleva una
triple corona.
Después de la elevación de los principios puros y coloreados del
compuesto filosófico, el residuo se halla ya en condiciones de
proporcionar la sal mercurial, volátil y fusible, a la cual dieron a
menudo los antiguos autores el epíteto de Dragón babilónico.
El artista creador del monstruo emblemático realizó una verdadera
obra maestra, y, aunque mutilado -el plumaje de la izquierda está
roto-, no deja por ello de constituir un notable fragmento
estatuario. El fabuloso animal emerge de las llamas, y su cola
parece salir del ser humano cuya cabeza envuelve en cierto modo.
Luego, en un movimiento de torsión que le hace combarse contra la
bóveda, estira las potentes garras para sujetar el atanor.
Si examinamos la ornamentación del nicho, observaremos unas
acanaladuras agrupadas, ligeramente huecas, curvilíneas en la parte
superior y planas en la base. Las de la pared izquierda van
acompañadas de una flor de cuatro pétalos separados, que representa
la materia universal, cuaternaria, de los elementos primeros, según
la doctrina de Aristóteles difundida en la Edad Media.
Inmediatamente debajo, el dúo de las naturalezas que trabaja el
alquimista y de cuya reunión resulta
el Saturno de los Sabios, denominación anagramática de naturas*. En
el intercolumnio frontal, cuatro
acanaladuras decrecientes, siguiendo la oblicuidad de la rampa
flameada, simbolizan el cuaternario de
los elementos segundos,-por último, a cada lado del atanor, y bajo
las garras mismas del dragón, las cinco unidades de la
quintaesencia, que comprenden los tres principios y las dos
naturalezas, más su totalización bajo el número diez, «en el que
todo fine y se termina.».
(10) Explication tres cuileuse des Enigmes et Figures
hiéroglyphiques, Physiqus, qui sont au gran portail de 1’Fglise
Cathédrale et Métropofitaine de Nótre-Dame de Paris.
* El anagrama, imperfecto en español, resulta exacto en francés: Natures-Sturne.
(N. del T)
L.-P. François Cambriel (11) sostiene que
la multiplicación del Azufre -blanco o rojo - no aparece indicada en
el jeroglífico estudiado; nosotros no nos atreveríamos a
pronunciarnos de manera tan categórica. En efecto, la multiplicación
sólo puede realizarse con ayuda del mercurio, que desempeña el papel
de paciente en la Obra, y mediante cocciones o fijaciones sucesivas.
(11) L.-P. François Cambriel, Cours de Philosophie hermétique ou
d´Alchimie en dix-neuf leçons. París, Lacour et maistrasse, 1843.
Es, pues, en el dragón, imagen del mercurio, donde deberíamos buscar
el símbolo representativo de la nutrición y de la progresión del
Azufre o del Elixir. Pues bien, si aquel autor hubiera tenido más
cuidado en el examen de las particularidades decorativas, con toda
seguridad habría observado:
1.º Una franja longitudinal que, partiendo de la cabeza, sigue la
línea de las vértebras hasta la extremidad de la cola. 2.º Dos franjas análogas, colocadas oblicuamente, sobre cada ala.
3.º Dos franjas más anchas, transversales, que ciñen la cola del
dragón, al nivel del plumaje la primera, y la otra encima de la
cabeza del rey. Todas estas franjas están adornadas con círculos
llenos y que se tocan en un punto de su circunferencia.
En cuanto a su significación, nos la darán los círculos de las
franjas caudales: el centro aparece
claramente indicado en cada uno de ellos. Ahora bien, los
hermetistas saben que el rey de los metales
es representado por el signo solar; es decir, por una
circunferencia, con o sin punto central. Nos
parece, pues, acertado pensar que si el dragón está profusamente
cubierto de símbolos áuricos incluso
los muestra en las garras de su pata derecha-, ello se debe a que es
capaz de transmutar
copiosamente; mas sólo puede adquirir este poder mediante una serie de cocciones ulteriores con el Azufre u Oro
filosófico, lo cual constituye las multiplicaciones.
Tal es, expuesto con la mayor claridad que nos ha sido posible, el
sentido esotérico que hemos creído descubrir en el hermoso pilar de
la puerta de Sainte-Anne. Tal vez otros, más eruditos o más sabios,
ofrecerán una interpretación mejor, pues no pretendemos imponer a
nadie la tesis que dejamos expuesta. Bástenos con decir que ésta
concuerda, en general, con la de Cambriel. En cambio, no compartimos
en modo alguno la opinión de este autor al querer extender, sin
ninguna prueba, el simbolismo del nicho a la propia estatua.
Ciertamente, resulta siempre penoso tener que censurar un error
manifiesto, y más enfadoso todavía sacar a relucir ciertas
afirmaciones para destruirlas en bloque. Sin embargo, debemos
hacerlo, mal que nos pese. La ciencia que estudiamos es tan
positiva, tan real y tan exacta como la óptica, la geometría o la
mecánica, y sus resultados, tan tangibles como los de la química. Si
el entusiasmo y la fe íntima le sirven de estimulantes y de valiosos
auxiliares; si intervienen, por una parte, en la dirección y en la
orientación de nuestras investigaciones, debemos, sin embargo,
evitar sus desviaciones, subordinarlos a la lógica, al razonamiento,
y someterlos al criterio de la experiencia.
Recordemos que sólo los
trucos de los falsos y codiciosos alquimistas, las prácticas
insensatas de los charlatanes y la inepcia de escritores ignaros y
sin escrúpulos, han arrojado el descrédito sobre la verdad
hermética. Es preciso ver claro y decir bien; ni una palabra que no
haya sido pensada, ni una idea que no haya pasado por el tamiz del
juicio y de la reflexión. La Alquimia requiere una depuración;
librémosla de las máculas con que incluso sus Partidarios la han
ensuciado a veces: después será más robusta y más sana, sin perder
ni un ápice de su encanto y de su misteriosa atracción.
François Cambriel, en la página 33 de su libro, se expresa en estos
términos:
«De este mercurio
resulta la Vida, representada por el obispo que está encima de dicho
dragón... Este obispo se lleva
un dedo a la boca, para decirles a los que van a verle y a enterarse
de lo que representa..., ¡callaos,
no digáis una palabra ... !»
El texto va acompañado de un grabado, sacado de un pésimo dibujo -lo
cual tendría poca importancia-ostensiblemente alterado -lo cual es
mucho más grave-. En él aparece san Marcelo sosteniendo un báculo
corto como el banderín de un guardabarrera; lleva la cabeza cubierta
con una mitra de ornamentación cruciforme, y, formidable
anacronismo, ¡el discípulo de Prudencio lleva barba! Un detalle
gracioso: en el dibujo de frente, el dragón tiene la boca de perfil
y muerde el pie del pobre obispo, el cual, por otra parte, parece
preocuparse muy poco por ello. Tranquilo y sonriente, se limita a
cerrarse los labios con el índice, en el. ademán de un obligado
silencio.
La comprobación es fácil, puesto que poseemos la obra.original, y la
superchería queda de
manifiesto al primer golpe
de vista. El santo, de acuerdo con la costumbre medieval, va
completamente afeitado; su mitra, muy sencilla, carece de todo
adorno; el báculo, que sostiene con la mano izquierda se clava, por
su extremo inferior, en las fauces del dragón.
En cuanto al famoso ademán de los personajes del Mutus Liber y de
Harpócrates, es enteramente fruto de la desmedida imaginación de
Cambriel. San Marcelo fue representado impartiendo la bendición, en
una actitud llena de nobleza, inclinada la frente, doblado el
antebrazo, la mano al nivel del hombro y alzados los dedos medio e
índice.
Resulta muy difícil creer que dos observadores pudieron ser juguete
de una misma ilusión. ¿Emanó
esta fantasia del artista, o le fue impuesta por el texto? La
descripción y la ilustración presentan una concordancia tal que nos
permite dar escaso crédito a las cualidades de observación
manifestadas en este otro fragmento del mismo autor:
«Al pasar un día ante la iglesia de Nótre-Dame de París, examiné con
mucha atención las bellas
esculturas que adornan
las tres puertas, y vi en una de estas tres puertas un jeroglífico
de los más hermosos, en el cual jamás
había reparado, y durante varios días seguidos fuí a consultarlo
para poder dar el detalle de todo
lo que representaba, cosa que conseguí. El
lector podrá convencerse de ello por lo que sigue, y mejor aún si se
traslada personalmente a aquel
lugar.»
Una actitud, en verdad, que no carece de audacia ni desfachatez. Si
el lector de Cambriel acepta
su invitación, no encontrará en el entrepaño de la puerta de
Sainte-Anne más que el exoterismo legendario de san Marcelo. Verá
allí al obispo dando muerte al dragón al tocarle con su báculo, tal
como cuenta la tradición. Que simbolice, como máximo, la vida de la
materia, es una opinión personal que el autor es muy libre de
expresar; pero que realice de hecho el tacere de Zoroastro, es falso
y siempre lo ha sido.
Tales despropósitos son lamentables e indignos de un espíritu
sincero, probo y recto.
VIII
Edificadas por los Frimasons medievales para asegurar la transmisión
de los símbolos y de la doctrina herméticos, nuestras grandes
catedrales ejercieron, desde su aparición, considerable influencia
sobre gran número de muestras más modestas de la arquitectura civil
o religiosa.
Flamel gustaba de revestir de emblemas y de jeroglíficos las
construcciones que levantaba por
doquier. El abate Villain nos informa de que el pequeño pórtico de
Saint-Jacques-laBoucherie, que el
Adepto hizo ejecutar en 1389, estaba lleno de figuras.
«En la jamba
occidental de la puerta -dice-,
vemos un angelito esculpido que tiene en las manos un círculo de
piedra; Flamel había hecho incrustar
en él un disco de mármol negro con un filete de oro fino en forma de
cruz ... » (1).
Los pobres debían
también a su generosidad dos casas que hizo construir para ellos en
la calle del Cometiérede-Saint-Nicolas-des-Champs, la primera en 1407, y la otra en 1410.
Estos
inmuebles presentaban, según
afirma Salmon, «gran cantidad de figuras grabadas en las piedras,
con una N y una F góticas a cada
lado». La capilla del hospital Saint-Gervais, reconstruida a su
costa, no tenía nada que envidiar a las
otras fundaciones.
«La fachada y la puerta de
(1) Abate Villain, Histoire critique de Nicolas Flamel. París,
Desprez, 1761. la nueva capilla -escribe Albert Poisson (2)- estaba
cubiertas de figuras y de inscripciones a la manera acostumbrada de
Flamel.»
(2) Albert Poisson, Histoire de l’Alchimie, Nicolas FlameL París,
Chacornac, 1893. Las Curiosidades de París, editadas en 1716 por
Saugrain, denominado el Viejo, añaden que, al lado de aquella
iglesia, se hallaban las escuelas del Doctor angélico.
El pórtico de Sainte-Geneviéve-des-Ardents, emplazado en la
calle de la Tixeranderie, conservó su interesante simbolismo hasta
mediados del siglo xviii; en esta época, la iglesia fue convertida
en vivienda, siendo destruidos los ornamentos de la fachada. Flamel
levantó también dos arcadas conmemorativas en el Chamier des
Innocents, una en 1389 y la segunda en 1407. Refiere Poisson que se
veía en la primera, entre otras placas jeroglíficos, un escudo que
el Adepto «parece haber imitado de otro atribuido a santo Tomás de
Aquino».
El célebre ocultista añade que figura al final de la Annonía Química de Lagneau. Véase a continuación la descripción que
hace de él:
«El escudo está dividido en cuatro partes por una cruz; ésta lleva
en el medio una corona de
espinas que encierra en su centro un corazón sangrante del que surge
una caña. En uno de los
cuarteles, vemos la inscripción IEVE en caracteres hebraicos, en
medio de una profusión de rayos
luminosos, debajo de una negra nube; en el segundo cuartel, una
corona, en el tercero, la tierra está
cargada de copiosas mieses, y el cuarto aparece ocupado por globos
de fuego.»
Esta relación, de acuerdo con el grabado de Lagneau, nos permite
sacar la conclusión de que éste hizo copiar su imagen de la arcada
del osario. No hay en ello nada imposible, puesto que, de cuatro
placas, quedaban tres del tiempo de Gohorry -es decir, hacia el año
1572-y que la Armonía Química fue editada por Claude Morel en 1601.
Sin embargo, hubiera sido preferible atenerse al escudo tipo,
bastante diferente del de Flamel y mucho menos oscuro.
Existía aún
en la época de la Revolución, en una vidriera de la capilla de
Saint-Thomas-d’Aquin, del convento de los dominicos. La iglesia de
los Dominicos -que moraban y se habían establecido allí alrededor
del año 1217- debió su fundación a Luis IX. Estaba emplazada en la
calle de Saint-Jacques colocada bajo la advocación de San Jaime el
Mayor.
El escudo, llamado de Santo Tomás de Aquino, fue dibujado y pintado
con gran precisión en 1787 y, según consta en el propio vitral, por
un hermetista apellidado Chaudet. Gracias a este dibujo, podemos
describirlo (Iám. XXXI).
El escudo francés, acuartelado, tiene como remate un segmento
redondeado que lo domina. En
esta pieza complementaria, vemos un matraz de oro boca abajo,
rodeado de una corona de espinas
de sinople sobre campo de sable. La cruz tiene tres esferas de azur
en la punta y en los brazos diestro
y siniestro, con un corazón de gules con ramo de sinople en el
centro. Unas lágrimas de plata caen del
matraz sobre este corazón, y se reúnen y fijan en él.
Al cuartel
superior derecho, dividido en una
parte de oro con tres astros de púrpura y otra de azur con siete
rayos de oro, se opone en la punta
izquierda una tierra de sable con espigas de oro sobre campo
tostado. En el cuartel superior
izquierdo, una nube violeta sobre campo de plata, y tres flechas de
este mismo color, con plumas de oro y apuntando al abismo. En la
punta derecha, tres serpientes de plata sobre campo de sinople.
Este bello emblema es tanto más importante para nosotros cuanto que
revela los secretos relativos
o la extracción del mercurio y a su conjunción con el azufre, puntos
oscuros de la práctica, sobre los cuales han preferido todos los
autores guardar un silencio religioso. La Sainte-Chapelle, obra
maestra de Pierre de Montereau, maravillosa urna de piedra erigida,
de 1245 a 1248, para guardar las reliquias de la Pasión, presentaba
también un conjunto alquímico muy notable. En la actualidad, si bien
lamentamos vivamente la reparación del pórtico primitivo, en el que
los parisienses de 1830 podrían admirar, con Victor Hugo, «dos
ángeles, uno de los cuales tiene la mano en un vaso, y el otro en
una nube», nos cabe aún la satisfacción de Poseer intactas las
vidrieras sur del espléndido edificio.
Sería difícil encontrar en
otra parte una colección más importante que la de la Sainte-Chapelle
sobre las fórmulas del esoterismo alquímico. Emprender, hoja por
hoja, la descripción de semejante bosque de cristal, sería tarea
ardua y suficiente para llenar varios volúmenes. Nos limitaremos,
pues, a ofrecer una muestra extraída del quinto vano, primer
crucero, y que se refiere a la Degollación de los Santos Inocentes,
cuya significación dejamos explicada más arriba (Iám. XXXII).
No nos cansaremos de recomendar a los amantes de nuestra antigua
ciencia y a cuantos sienten curiosidad por lo oculto, el estudio de
los vitrales simbólicos de la capilla alta; encontrarán mucho que
observar en ellas, así como en el gran rosetón, incomparable
creación de color y de armonía.
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