“En el momento
en que podamos escapar de la superficie de La Tierra y ver
todo el planeta desde fuera”, escribió el astrónomo Sir Fred
Hoyle en los años cuarenta,”cambiará nuestra concepción del
mundo.”
Ese cambio no se
haría esperar mucho. Lo que entonces parecía un sueño, más
propio de la ficción científica que de la vivencia cotidiana, se
hizo realidad en apenas veinte años. El 21 de diciembre de 1968,
a bordo de la cápsula Apollo 8, tres astronautas, James A. Lovell,
Frank Borman y William Anders, se dirigieron hacia lo
que sería el primer vuelo orbital alrededor de la Luna.
Pero mientras sus
compañeros tenían puesta su atención en el objetivo, el jefe de
la expedición, Lovell, se quedó mirando el punto de partida.
“Lo que mejor
recuerdo es lo rápidamente que se encogía la Tierra. De
hecho, podías poner tu pulgar en la escotilla y hacerla
desaparecer detrás de tu dedo. Ello te indicaba lo poco que
somos, porque todo lo que conocíamos, todo lo que amábamos,
todas nuestras experiencias y problemas, desaparecían detrás
de tu pulgar”
Y al dar la vuelta a la Luna, también por
primera vez, Lovell contempló la salida de nuestro planeta e
hizo la fotografía más impresionante que jamás se haya
tomado: la instantánea de la Tierra colgando en el espacio y
emergiendo sobre el horizonte lunar. Esa imagen, como
escribió Hoyle, nos ha cambiado para siempre.
Esa vivencia,
como dijo Novell,
“nos hace darnos cuenta de lo
insignificantes que somos en comparación con la vastedad del
universo”.
De una manera
comparable, podemos dividir en dos épocas nuestra concepción del
mundo vivo y de la Tierra. Antes de James E. Lovelock, nuestro
concepto de la vida consistía en individuos, poblaciones o
comunidades de seres vivos que residían en un mundo
esencialmente estable, de condiciones fisioquímicas permisivas y
determinado solamente por las leyes de la física y de la
química.
Un mundo, en fin,
que, por reunir ab initio unas condiciones adecuadas, habría
permitido que en él se dieran los fenómenos evolutivos de los
que nos hablan el registro fósil y la historia geológica del
planeta. Después de la revolución lovelockiana, la vida no
consiste ya sólo en un grupo de organismos adaptados a su
ambiente mediante una relación determinada sólo por las leyes
externas.
El ambiente
terrestre, en vez de ser un mundo físico regulado por las leyes
autónomas propias, es una parte de un sistema evolutivo que
contiene la vida y que debe a los fenómenos vitales parte de sus
reglas, sus mecanismos y sus componentes. Los seres vivos,
conectados entre sí y a la atmósfera, a la hidrosfera y a la
litosfera, fabrican y mantienen de continuo su ambiente,
formando un todo a nivel planetario. Al contrario de lo que
pensábamos antes de Lovelock, no es que las condiciones
especiales de la Tierra hayan permitido el desarrollo y
evolución de la vida sobre ella la Tierra), sino que es la vida
quien ha determinado el desarrollo y evolución de las
condiciones adecuadas para ella (la vida) sobre la Tierra.
Lovelock reconoce algunos de sus predecesores en la idea.
Mencionaremos tres. El primero, el geólogo escocés James Hutton
(1726-1797), del que hablaremos más adelante. Después, el
geólogo austriaco Eduard Suess (1831-1914); a pesar de
que no habla frecuentemente de “biosfera” (tres menciones al
principio del libro), Lovelock ha desarrollado este concepto a
partir de Suess, quien empezó a pensar a un nivel no sólo
transnacional sino planetario. Finalmente, el cristalógrafo y
proto-ecólogo ruso Vladimir I. Vernadsky (1863-1945),
cuyo concepto de vida como “mineral animado” es complementado
por la idea de Lovelock de que el ambiente es una parte activa
de la vida.
Diversas substancias
minerales (carbonato cálcico, magnetita, sílice, oxigeno y
nitrógeno en la atmósfera, óxidos de nitrógeno, etcétera) son
consecuencia de la actividad biológica. Diversas mezclas y
suspensiones (conservación del nivel de salinidad del mar,
composición del aire) se mantienen en un equilibrio inestable, o
en franco desequilibrio, gracias a la actividad de los
organismos.
Son, además,
consecuencia del extraño comportamiento de la vida, que, a
diferencia de los seres minerales que la precedieron en la
Tierra, crece, se reproduce, incorpora substancias y devuelve
gases.
Como dijo Vernadsky,
“la gravedad
hace que las cosas se desplacen hacia abajo, pero la vida
las transporta lateralmente, como hace el vuelo de un pájaro
o la carrera de un antílope.”
Gracias a Lovelock
tenemos una visión nueva de los organismos y de las ciencias de
la Tierra y de la vida. Geología, biogeoquímica, microbiología
ambiental, evolución, fisiología, ecología son todas aspectos
inseparables de la gran búsqueda por conocer el pasado y el
presente de la vida en y con nuestro planeta.
La hipótesis (en su primer libro, de 1979), o la teoría (en el
que tiene el lector en sus manos) de Gaia, es producto de la
imaginación fértil de Lovelock, pero también debe mucho al
esfuerzo internacional sobre investigación espacial,
principalmente el de la NASA, el único organismo científico que
se ha preocupado de estimular (y eso quiere decir subvencionar)
un tema tan poco “rentable” como los estudios sobre el origen de
la vida.
Desde 1961, en que
fue invitado a participar en la construcción de instrumentos
para las misiones lunares, hasta la preparación del programa
destinado a detectar la posible presencia de vida en Marte, Lovelock fue pensando en la influencia que impondría la vida, de
existir, sobre un determinado planeta. Los seres vivos
extraterrestres podrían pasar desapercibidos, indetectados, pero
sería imposible esconder todos sus efectos sobre un planeta: sus
desperdicios en forma sólida, líquida o gaseosa, deberían
recorrer la superficie para poder ser reincorporados al ciclo
vital.
Si no, en pocos años
(cientos o millones no tienen gran significado para el devenir
cósmico) se acabarían los materiales necesarios para construir
los organismos. Siempre hay indicios químicos de la presencia de
vida y, como Lovelock más que nadie ha dicho, estos indicios
(como el ruido de ciertas bandas de radio o la iluminación
mundial de las ciudades durante la noche) son imprescindibles y
detectables en determinados lugares del espectro
electromagnético.
Si seguimos las ideas de Lovelock, la búsqueda de vida en otros
planetas debería realizarse mediante análisis de los gases de la
atmósfera planetaria, que es un método más seguro, más barato y
que puede hacerse desde considerable distancia, en vez de
mediante ensayos basados en métodos microbiológicos, que son más
caros, tienen que hacerse en contacto directo con la superficie
del planeta, y que, como ocurrió con el proyecto Viking en 1976,
pueden dar resultados falsamente positivos.
Finalmente, una idea derivada directamente de la teoría de Gaia
es que la vida de existir, es un fenómeno automantenible de
nivel planetario (es decir, en el tiempo y en el espacio).
Una vez establecida
firmemente en un planeta, se extenderá por toda su superficie, y
solamente desaparecerá cuando el planeta sufra un cambio cósmico
trascendental o cuando la fuente original de energía (en nuestro
caso, y en el de Marte, una estrella llamada Sol) acabe su
existencia actual.
Lovelock, por
consiguiente, no sólo aporta Gaia como una teoría aplicable al
planeta que le da nombre (Gea y Gaia son la misma palabra el
término Gaia se lo sugirió a Lovelock su entonces vecino y
después Premio Nobel de Literatura William Golding), sino que
proporciona las ideas básicas que han de regir nuestra búsqueda
en otros planetas o satélites del sistema solar, en otros
sistemas estelares: la vida deja huellas químicas, reutiliza sus
productos, tiene ámbito global y se automantiene mientras las
condiciones cósmicas se lo permitan.
El trabajo de Lovelock nos sitúa en una revolución científica,
o, como definió el médico polaco Ludwik Fleck (1896-1961), en un
cambio del “estilo de pensamiento”. Cuando, en 1972, Lovelock
publicó su primer artículo sobre Gaia (Atmospheric
Environment, 6, 579-580), refiriéndose al planeta Tierra
como a un organismo vivo, con capacidad de homeostasis, muchos
creyeron que, con esta afirmación, el químico británico
intentaba provocar a la comunidad científica o gastar una broma
al ciudadano no versado en la materia.
Aún hoy en día,
cuando muchas de sus hipótesis han sido confirmadas
experimentalmente, hay quien considera paradójico que un
científico de la talla de Lovelock - inventor, entre otros
aparatos, del sistema captador de electrones, capaz de detectar
la presencia de un compuesto químico en cantidades mínimas, y
uno de los primeros que llamó la atención sobre el posible
efecto perjudicial de los compuestos clorofluorocarbonados
liberados a la atmósfera, descubridor de la presencia de sulfuro
de dimetilo en los océanos, pionero de los trabajos sobre
criobiología, etcétera- se dedique a fomentar ideas más propias
del esoterismo que de la ciencia ortodoxa.
También hay quien
tilda de teleológica y mística la teoría de Gaia, al presentar
una visión panteísta del planeta: “El inconformista y la diosa
Tierra” era la traducción del título de un artículo sobre Lovelock, publicado en 1981 por una revista científica de
prestigio.
Sin embargo, la idea propuesta por Lovelock no es nueva.
Como él
mismo manifiesta en este libro, en 1785 el científico británico
James Hutton calificó la Tierra de superorganismo e indicó que
debería ser estudiada por la fisiología. Hutton, a quien se
considera padre de la geología como disciplina científica, había
realizado estudios de medicina y, con la visión que le
proporcionaba aquella formación, comparaba el reciclado de
nutrientes y elementos en la Tierra con la circulación de la
sangre. Más recientemente, en 1925, Alfred Lotka manifestó que
la evolución de los organismos tenía que considerarse
conjuntamente con la evolución del medio físico en el que
vivían.
Algunos de los detractores de Lovelock lo acusan de
antidarwinista, cosa que es fácilmente refutable. En efecto, en
la teoría de Gaia la evolución de los seres vivos por selección
natural desempeña un papel importante en la autorregulación del
planeta; la evolución biológica y la geológica son contempladas
como dos procesos íntimamente relacionados. La continuidad misma
de la homeostasis de la biosfera no depende de unos organismos
concretos sino de la adaptación y la persistencia de las formas
más aptas (en sentido darwiniano) para conseguir unas
condiciones ambientales favorables para la propia evolución de
la vida.
Y esto viene
demostrado por el hecho de que desde el establecimiento de los
primeros ecosistemas, hace 3.500 millones de años, la vida sobre
la Tierra ha dependido mucho más de las relaciones existentes
entre los organismos disponibles que de las acciones
particulares de unos organismos concretos, lo que viene a decir
que las relaciones ecológicas (que son permanentes) predominan
sobre los esquemas taxonómicos (que son variables).
En Las edades de Gaia, como en los anteriores libros de Lovelock,
el gran protagonista es el planeta Tierra. A pesar de que el
tema ha sido expuesto por el autor en anteriores ocasiones, los
lectores encontrarán en esta obra otro enfoque del mismo. En
esta biografía del planeta, el autor narra los cambios que la
Tierra ha experimentado en su evolución hasta llegar a la
situación actual.
El desarrollo
industrial, la tecnología, los avances científicos que, por una
parte, contribuyen al bienestar de la humanidad, están al mismo
tiempo perjudicando el cuerpo planetario que nos alberga.
Siguiendo con su analogía (y analogía no implica identificación)
con un ser orgánico, Gaia está enferma: el calentamiento por el
efecto invernadero es considerado como un acceso febril; la
lluvia ácida, un problema digestivo; la disminución de la capa
de ozono, una afección dermatológica; el consiguiente aumento de
la radiación ultravioleta, un accidente de graves repercusiones.
Gaia (de nuevo la
analogía), con su capacidad de homeostasis, puede superar todas
esas enfermedades y achaques en un tiempo que, comparado con su
longeva edad, no será muy grande. Pero las nuevas condiciones
que lleven al equilibrio podrían no ser las adecuadas para la
persistencia de la especie humana en el planeta. Lovelock hace
una llamada a la sensatez. Si queremos que Gaia siga dándonos
cobijo, hemos de curarla de los males que la aquejan.
Lovelock, que, a sus 73 años, lleva una vida retirada en su casa
de campo en el condado inglés de Devon, es desde hace casi
treinta años un científico independiente. En alguna ocasión,
comentando cómo llegó a adoptar esa actitud, Lovelock ha
expresado que durante mucho tiempo su principal objetivo fue
trabajar como lo hace un pintor o un novelista; es decir,
dedicarse a tareas científicas creativas, sin restricciones
impuestas por jefes o clientes que normalmente, y a menudo con
la mejor intención del mundo, no hacen más que interferir en el
trabajo. En su caso, la práctica independiente de la ciencia ha
resultado muy fructífera.
El cree que de haber realizado su trabajo en una universidad no
habría podido dedicarse a elaborar la teoría de Gaia.
Probablemente ningún centro de investigación hubiese pagado un
proyecto de ese tipo, por considerarlo demasiado teórico y
especulativo.
Las revoluciones científicas, los cambios de “estilo de
pensamiento” (Fleck), o de “paradigma” (Kuhn), adolecen de una
inicial confusión, entre otras cosas, porque son consideradas
desviaciones o herejías de la ciencia anterior establecida. Las
nuevas ciencias, en general, suelen tener dificultades para
demostrar la conexión entre su teoría y los hechos u
observaciones que la hicieron alumbrar.
Así ocurre con Gaia.
Pero esta situación no difiere de lo que ha sucedido con otras
teorías biológicas novedosas. Así ocurrió también con la
“hipótesis” de la evolución por medio de la selección natural, o
con la “hipótesis” microbiana de la enfermedad. Darwin o Pasteur
tuvieron que enfrentarse a una gran oposición, tratar de
demostrar que sus ideas se conformaban perfectamente con las
observaciones disponibles, justificar los nuevos descubrimientos
que se iban haciendo, explicar en fin cualquier dato previo o
contemporáneo con más obligaciones demostrativas que las ideas
contrarias imperantes.
Aunque es imposible predecir el curso histórico de cualquier
ciencia, podemos aventurar que la teoría de Gaia, como la de la
evolución, será pronto una idea incorporada al cuerpo de
doctrina científico en general, no sólo por la ausencia o
debilidad de explicaciones alternativas, sino por la propia
coherencia y capacidad predictiva de la nueva y revolucionaria
teoría. Una teoría que se ha hecho doctrina porque ha encontrado
su propio Darwin.
Ricard Guerrero
Universidad de Barcelona
Vista desde la Luna, lo que más sorprende de la Tierra, tanto
que corta la respiración, es que está viva. Las fotografías
muestran la superficie de la Luna seca y molida, muerta como un
viejo hueso calcinado. Arriba, flotando libremente dentro de una
membrana húmeda y resplandeciente de brillante cielo azul, se
encuentra la Tierra naciente, la única cosa exuberante en esta
parte del cosmos.
Si pudieran verse
con suficiente detalle se verían los torbellinos de las grandes
corrientes de nubes blancas, cubriendo y descubriendo grandes
masas de tierra. Si se hubiese mirado durante mucho tiempo, a
escala geológica, incluso se habrían visto los continentes en
movimiento, deslizándose sobre sus placas tectónicas calentadas
por el fuego de debajo.
La Tierra tiene el
aspecto, organizado y autoestructurado de una criatura viva,
llena de información, maravillosamente diestra en manejar la luz
solar.
Lewis Thomas
“La vida de las
células”