3º - INTRODUCCIÓN

Durante toda mi adolescencia tuve la convicción profunda de que yo no era bueno, de que malgastaba mi tiempo arruinando mis talentos, cometiendo desatinos monstruosos y travesuras, y manifestando ingratitud.


Todo ello me parecía inevitable porque vivía entre leyes que eran absolutas, como la ley de la gravedad, que a mí no me es posible cumplir.
George Orwell

A Collection of Essays

De entre todos los privilegios que se le otorgan a uno cuando sobrevive más de cincuenta años, el mejor es el de la libertad de ser excéntrico. Poder explorar los límites físicos y mentales de la existencia de forma confortable y segura, sin molestarse en considerar si uno parece o suena tonto, da una alegría inmensa. Los jóvenes a menudo se encuentran con que las convenciones son demasiado pesadas para escapar de ellas, excepto cuando forman parte de un culto. Las personas maduras no tienen tiempo para el ocio fuera del que dedican a ganarse la vida. Sólo los viejos pueden tontear alegremente.

La idea de que la Tierra está viva se encuentra fuera de los límites de la credibilidad científica. Empecé a pensar y a escribir sobre ella al llegar a los cincuenta. Era suficientemente viejo como para ser radical sin la mancha culpable de la senilidad. Mi contemporáneo y paisano el novelista William Golding sugirió que cualquier cosa viva merece un nombre. Qué mejor para un planeta vivo que Gaia, me dijo, el nombre que los griegos usaron para la diosa de la Tierra.

El concepto de que la Tierra es mantenida y regulada de forma activa por la vida de la superficie tuvo sus orígenes en la búsqueda de vida en Marte. Todo empezó una mañana durante la primavera de 1961, cuando el cartero me trajo una carta que estaba tan llena de promesas y excitación como la primera carta de amor. Era una invitación de la NASA para ser un investigador experimental en su primera misión instrumental lunar. La carta era de Abe Silverstein, director de operaciones de los vuelos espaciales de la NASA.

El espacio se encuentra a sólo unos cuantos kilómetros de distancia y es ahora un lugar común. Sin embargo, 1961 se encontraba a sólo cuatro años después del lanzamiento del primer satélite Sputnik. Lo escuché cuando emitía su simple mensaje de bip-bip anunciando que podíamos escapar de la Tierra. Sólo seis meses antes un astrónomo distinguido dijo, cuando se le preguntó si había pensado acerca de la posibilidad de un satélite artificial, que se trataba de una tontería extrema.

 

Recibir una invitación oficial para unirse a la primera exploración de la Luna era una legitimización y un reconocimiento a mi mundo privado de fantasía. Las lecturas de mi infancia siguieron un camino bien determinado con un inicio en Los cuentos de hadas de los Grimm, el paso a través de Alicia en el país de las maravillas y la llegada a Julio Verne y H.G. Wells. A menudo había dicho en tono de broma que la tarea de los científicos era llevar la ciencia ficción a la práctica.

 

Alguien lo había oído y se acordó de mi farol.

Mi primer encuentro con la ciencia espacial de la NASA fue la visita a la catedral de la ciencia y la ingeniería, el Jet Propulsion Laboratory, que se encontraba justo en las afueras de Pasadena, en California. Poco después de empezar a trabajar en la sonda lunar fui destinado a la tarea todavía más interesante de diseñar instrumentos sensibles para el análisis de superficies y atmósferas de planetas. Sin embargo, mis conocimientos de base estaban relacionados con la biología y la medicina, y desarrollé un interés creciente acerca de los experimentos que permitiesen detectar vida en otros planetas.

 

Esperaba encontrar biólogos ocupados en el diseño de experimentos e instrumentos tan maravillosos como la misma nave espacial. La realidad supuso una decepción que marcó el fin de mi euforia. Tuve la impresión de que los experimentos tenían pocas posibilidades de encontrar vida en Marte, incluso en el caso de que en el planeta se encontrase un enjambre de ella.

Cuando una gran organización se enfrenta a un problema difícil, el procedimiento usual consiste en contratar algunos expertos y la NASA lo hizo así. Este sistema es adecuado si lo que se necesita es el diseño de un motor mejor para un cohete. Sin embargo, si el objetivo es la detección de vida, en la Tierra no existen expertos para ello. No había catedráticos especializados en el estudio de vida en Marte, por tanto fue la NASA quien tuvo que determinar quién era experto sobre vida en Marte.

 

Estos especialistas tendían a ser biólogos familiarizados con el limitado grupo de seres vivos con los que trabajan en sus laboratorios terrestres. No había ninguna razón para suponer que semejantes formas de vida existieran en Marte, incluso en el caso de que la vida estuviese allí muy desarrollada.

Desde el principio al final, los experimentos de detección de vida en Marte tenían un marcado aire de irrealidad. Déjenme ilustrarlo con una fábula. El doctor X, un biólogo eminente, me mostraba su detector de vida marciana, una caja cúbica de acero inoxidable, hermosamente construida, de un centímetro de lado. Cuando le pregunté de qué modo trabajaba me dijo:

«Es un atrapamoscas, las moscas son atraídas por un cebo en su interior y no pueden escapar, espero».

Y cuando pregunté cómo podía estar seguro de que habría moscas en Marte su respuesta fue:

“Marte es el mayor desierto del sistema solar, un planeta lleno de desiertos. En cualquier parte donde haya desierto habrá camellos y no hay animal con tantas moscas como un camello. En Marte mi detector no fallará a la hora de encontrar vida”.

Creo que los demás científicos del Jet Propulsion Laboratory me toleraban como abogado del diablo. Se encontraban bajo una gran presión para cumplir con el trabajo y por tanto tenían poco tiempo para pensar de qué se trataba el trabajo. Contemplaban mis preguntas acerca de las moscas marcianas con divertido escepticismo.

Estaba seguro de que había un sistema mejor.

 

En aquella época, Dian Hitchcock, una filósofa, visitó el Jet Propulsion Laboratory, donde había sido contratada por la NASA para asesorar sobre la coherencia lógica de los experimentos. Juntos decidimos que la manera más segura de detectar vida en otros planetas sería el análisis de su atmósfera. Publicamos dos trabajos sugiriendo que la vida de un planeta se vería obligada a utilizar la atmósfera y los océanos para el transporte de materias primas y la deposición de los productos de su metabolismo. Ello modificaría la composición química de la atmósfera hasta convertirla en algo claramente diferente de la atmósfera de un planeta sin vida.

El módulo de aterrizaje del Viking podría no haber encontrado vida incluso en la Tierra si hubiese aterrizado en el hielo antártico. Por el contrario, un análisis atmosférico pleno para el que el Viking no estaba equipado, hubiera proporcionado una respuesta clara. Ciertamente, incluso en los años sesenta, existían análisis de la atmósfera marciana realizados con telescopios de infrarrojos. Estos demostraban que la atmósfera estaba dominada por dióxido de carbono y que se encontraba cerca del equilibrio químico. Por el contrario, los gases de la atmósfera terrestre se encuentran en un permanente estado de desequilibrio. Eso nos sugería de manera aplastante que Marte no tenía vida.

Esta conclusión no era popular entre nuestros patrocinadores en la NASA.

 

De cualquier modo tenían que encontrar argumentos que apoyasen el coste de la expedición a Marte y ¿qué objetivo podía ser más interesante que el descubrimiento de vida allí?

 

Un tal senador Proxmire, firme guardián de la hacienda pública, había aguzado los oídos al saber que la NASA estaba insistiendo en un aterrizaje en Marte, con grandes gastos, incluso cuando algunos científicos dentro de la organización habían dicho que no se podía encontrar ninguna vida. Dicho senador se podría haber sentido muy molesto si hubiera descubierto que en nuestra investigación, pagada con los fondos de la NASA, Hitchcock y yo habíamos orientado nuestro telescopio hacia nuestro propio planeta para mostrar que la Tierra contenía vida en abundancia.

Durante aquellos días apasionantes a menudo argumentábamos acerca de qué tipo de vida podía existir en Marte y acerca de la extensión superficial que podía cubrir. A finales de los sesenta la NASA envió su nave Mariner para contemplar la superficie desde una órbita alrededor del planeta. El paisaje observado mostró que Marte, como la Luna, tenía una superficie llena de cráteres y tendía a confirmar la predicción decepcionante que habíamos hecho Dian Hitchcock y yo a partir del estudio de su composición atmosférica, según la cual probablemente no contenía vida.

 

Recuerdo la amable discusión con Carl Sagan, quien pensaba que todavía era posible que existiese vida en algunos oasis en los que las condiciones locales fuesen más favorables. Mucho antes de que el Viking partiese de la Tierra yo intuía que la vida en un planeta no podía existir de modo disperso. No podría mantenerse en unos pocos oasis, excepto al principio y al final de su existencia. A medida que desarrollaba la teoría de Gaia esta intuición crecía y ahora la contemplo como un hecho.

Existía una gran polémica acerca de la necesidad de esterilizar la nave espacial antes de enviarla a Marte. Nunca pude entender por qué debía considerarse tan negativamente correr el riesgo de sembrar artificialmente Marte de vida; incluso podía significar la única posibilidad de, transmitir vida a otro planeta. A veces la discusión era intensa y arrogante, llena de orgullo adolescente.

 

En cualquier caso, sintiendo como sentía que Marte estaba muerto, no se podía establecer una analogía entre esta siembra y una violación, tal como a veces se planteaba. Como mucho, el acto hubiera consistido sólo en la lúgubre y solitaria aberración de la necrofilia. Bromas aparte, como diseñador de instrumentos sabía que el acto de esterilización complicaba sobremanera la tarea ya excesiva de construir el Viking y amenazaba la integridad de su homeostasis interna finamente diseñada.

Hasta hoy he apreciado la tolerancia y la generosidad de mis colegas en el Jet Propulsion Laboratory y en la NASA, especialmente la amabilidad personal de Norman Horowitz, quien entonces era el jefe del equipo de biólogos espaciales. A pesar de los «malos augurios» que les había traído, continuaron apoyando mis investigaciones hasta que las misiones Viking a Marte estaban listas para partir.

 

El aterrizaje suave en Marte en 1975 de estos dos robots intricados y casi humanamente inteligentes fue un éxito. Su misión era encontrar vida en Marte, pero los mensajes que enviaron en forma de señales de radio sólo consistían en las frías noticias de su ausencia. Marte, excepto en los días de verano, era un sitio de implacable frigidez, e implacablemente hostil a la cálida y húmeda vida de la Tierra. Los Vikings ahora están allí meditando silenciosamente, sin poder ya transmitir información desde el planeta, impelidos hacia su destrucción final por el viento con su carga abrasiva de polvo y ácido corrosivo. Hemos aceptado que el Sistema Solar es yermo.

 

La búsqueda de vida en el espacio exterior ya no es un objetivo científico urgente, pero la confirmación por el Viking de la extrema esterilidad de Marte ha establecido un negro telón de fondo que contrasta con los nuevos modelos e imágenes de la Tierra. Ahora nos damos cuenta de que nuestro planeta es muy diferente de sus dos homónimos muertos, Marte y Venus.

Así es como empezó la hipótesis de Gaia.

 

Mirábamos hacia la Tierra desde nuestra imaginación y por tanto con ojos inexpertos, y encontramos muchas cosas, incluyendo la radiación emitida desde la Tierra de una señal infrarroja característica de la anómala composición química de su atmósfera. Esta canción incesante de vida es audible para cualquiera que tenga un receptor, incluso fuera del Sistema Solar. En los capítulos sucesivos intentaré mostrar que, excepto cuando la vida se hace cargo de su planeta y lo ocupa de manera extensiva, no se cumplen las condiciones necesarias para su persistencia. La vida planetaria tiene que ser capaz de regular su clima y estado químico.

 

Períodos parciales, ocupación incompleta o visitas ocasionales no son suficientes para vencer las fuerzas ineludibles que gobiernan la química y física de un planeta. El ejercicio imaginario de sembrar Marte con vida, o incluso de llevar vida a Marte, se describe en el capítulo 8. Este trata acerca del esfuerzo necesario para llevar Marte a un estado adecuado para la vida y mantenerlo en tal estado hasta que la vida se haga cargo.

 

Lo que permite ilustrar hasta qué asombroso punto la mayor parte de nuestro media ambiente en la Tierra se mantiene siempre en un estado perfecto y confortable para la vida. La energía del Sol está tan bien distribuida que la regulación no representa efectivamente ningún gasto.

La hipótesis de Gaia supone que la Tierra está viva y considera los datos que existen a favor y en contra de esta suposición. La presenté por primera vez a mis colegas científicos en 1972 en forma de una nota titulada «Gaia vista desde la atmósfera».

 

Era un escrito breve, que sólo ocupaba una página de la revista Atmospheric Environment. Los datos que la apoyaban se habían obtenido principalmente a partir de la composición atmosférica de la Tierra y su estado de desequilibrio químico. Estos se resumen en la tabla 1.1 donde se comparan con la composición actual de las atmósferas de Marte y Venus, y con la hipótesis de cuál sería ahora la atmósfera de la Tierra si nunca hubiera tenido vida. Después de largas e intensas discusiones, Lynn Margulis y yo publicamos unos argumentos más detallados y concisos en las revistas Tellus e Icarus.

 

Luego, en 1979, Oxford University Press publicó mi libro: “Gaia: Una nueva visión de la vida sobre la Tierra”, que recogió todas las ideas desarrolladas por nosotros hasta aquel momento. Empecé a escribir este libro en 1976, cuando las naves Viking de la NASA estaban a punto de aterrizar en Marte. Utilicé su presencia allí como exploradores planetarios para establecer el escenario para el descubrimiento de Gaia, el organismo vivo más grande del Sistema Solar.

Han pasado diez años y ha llegado el tiempo de escribir de nuevo, esta vez describiendo Gaia y descubriendo de qué tipo de vida se trata. La manera más simple de explorar Gaia es a pie. ¿Qué otra manera hay más fácil de ser una parte de su ambiente? ¿De qué otra manera se la puede conocer con todos los sentidos?

 

Por ello, hace algunos años me gustaba leer acerca de otro hombre que gozaba de pasear por el campo y que también creía que la Tierra estaba viva.

Yevgraf Maksimovich Korolenko vivió hace 100 años en Kharkov, Ucrania.

 

Era un científico independiente y un filósofo. También se encontraba en los sesenta cuando empezó a expresar y discutir ideas que eran demasiado radicales para los que sólo eran hombres maduros.

 

Korolenko era un hombre instruido; aunque se había educado a sí mismo conocía los trabajos de los grandes naturalistas de su tiempo. No reconocía ninguna autoridad, filosófica, religiosa o científica sino que intentaba encontrar repuestas por sí mismo. Uno de aquellos con los que compartió sus paseos por el campo y sus ideas radicales era su joven primo, Vladimir Vernadsky.

 

Este, que se convertiría en un eminente científico soviético, estaba profundamente impresionado por la afirmación del anciano de que «la Tierra es un organismo vivo». Sin embargo, para el biógrafo de Vernadsky, .R.K. Balandin, éste,

«es otro de los aforismos de Korolenko. Es dudoso que el joven Vladimir Vernadsky hubiera recordado este aforismo media centuria después. Sin embargo, la ingenua analogía de Korolenko de la Tierra como un organismo vivo no pudo despertar otra cosa que el interés de su joven amigo».

La idea de que la Tierra está viva probablemente es tan antigua como la humanidad. Sin embargo, la primera expresión de ello como un hecho científico fue impartida por el científico escocés James Hutton. En 1785 dijo, en una reunión de la Royal Society de Edimburgo, que la Tierra era un superorganismo y que su disciplina de estudio apropiada tendría que ser la fisiología. Continuó su discurso comparando los ciclos de los elementos nutrientes en el suelo y el movimiento del agua de los océanos hacia la tierra con la circulación de la sangre.

 

James Hutton es recordado con justicia como el padre de la geología, pero su idea de que la Tierra estaba viva cayó en el olvido. Dentro de la profunda corriente reduccionista del siglo XIX esta idea fue incluso rechazada, excepto en las mentes de filósofos aislados como Korolenko.

Hoy en día todavía utilizamos la palabra “biosfera” reconociendo raramente que fue Eduard Suess quien en 1875 utilizó primero el término de forma circunstancial, cuando redactaba su trabajo sobre la estructura geológica de los Alpes. Vernadsky desarrolló la idea y desde 1911 la utilizó con su significado actual.

 

Vernadsky decía:

“La biosfera es la cubierta de la vida, es decir, el área ocupada por la materia viva... se puede contemplar la biosfera como el área de la corteza terrestre ocupada por organismos transformadores que convierten las radiaciones cósmicas en energía terrestre efectiva: eléctrica, química, mecánica, térmica, etcétera”.

Cuando formulé la primera hipótesis de Gaia ignoraba completamente las ideas de estos científicos anteriores, especialmente Hutton, Korolenko y Vernadsky. También desconocía las ideas similares al respecto expresadas en los últimos años por muchos científicos tales como Alfred Lotka, el fundador de la biología de poblaciones, Arthur Redfield, un oceanógrafo químico, y J.Z. Young, un biólogo.

 

Sólo agradecía la inspiración de G.E. Hutchinson, un limnólogo distinguido de la Universidad de Yale, y de Lars Sillén, un geoquímico sueco. Sin embargo no me encontraba solo en mi ignorancia. Entre las vigorosas objeciones o apoyos a la idea de Gaia provenientes de mis colegas de todos los campos científicos, nadie observó que lo que se había dicho era una continuación natural de la visión del mundo de Vernadsky.

 

Incluso en fechas tan posteriores como las de 1983, la obra monumental Earth's Earliest Biosphere [La biosfera más antigua de la Tierra], editada por el geólogo J.W. Schopf, que incluía contribuciones de veinte de los especialistas en ciencias de la Tierra americanos y europeos más importantes, no hizo mención de Hutton ni de Vernadsky.

La sordera, demasiado común, de los angloparlantes a cualquier otra lengua mantuvo fuera de nuestro conocimiento la ciencia cotidiana del mundo ruso-hablante. Sería fácil atribuir la poca consideración a las contribuciones de Vernadsky a las divisiones políticas actuales. Sin embargo, aunque algo puede haber de ello, creo que se trata de un aspecto menor en comparación con los efectos malignos de la separación de la ciencia en compartimentos definidos en el siglo XIX, compartimentos en los que especialistas y expertos pudieran ejercer sus profesiones sin complicaciones.

 

¿Cuántos físicos se encuentran satisfechos de su ignorancia de lo que llaman las «ciencias blandas»? ¿Cuántos bioquímicos pueden nombrar las flores silvestres de su región?

 

En semejante clima de opinión no es extraño que el biógrafo de Vernadsky encontrase la frase de Korolenko, «la Tierra es un organismo vivo», como algo ingenuo. La mayoría de científicos del mundo actual estarían de acuerdo con Baladin. Sin embargo, pocos serían capaces de ofrecer una definición satisfactoria de la vida como entidad o como proceso.

En ciencia, una hipótesis no es nada más que un «supongamos».

 

El primer libro sobre Gaia era hipotético y estaba escrito rápidamente: un tosco esbozo a lápiz que intentaba proporcionar una visión de la Tierra desde una perspectiva diferente. Las críticas más clarividentes a este libro dieron lugar a intuiciones nuevas y más profundas sobre Gaia. Desde un punto de vista fisiológico la Tierra estaba viva. Se han acumulado nuevas evidencias y he realizado nuevos modelos teóricos. Ahora pueden describirse algunos de los detalles más concretos, aunque por fortuna parece que no es muy necesario borrar las líneas originales.

 

Como consecuencia, este segundo libro es un manifiesto de la teoría de Gaia, la base de un punto de vista nuevo y unificado de las ciencias de la Tierra y de la vida. Debido a que Gaia se ve desde fuera como un sistema fisiológico he llamado geofisiología a la ciencia de Gaia.


¿Por qué desarrollamos las ciencias de la Tierra y de la vida de forma conjunta? Más bien tendría que preguntar: ¿Por qué han sido separadas por una disección inmisericorde en disciplinas distintas y aisladas?

 

Los geólogos han tratado de convencernos de que la Tierra sólo es una bola de roca mojada por los océanos; que nada, excepto una tenue capa de aire, la aísla del duro vacío del espacio, y que la vida simplemente es un accidente, un pasajero tranquilo que ha subido en autostop para realizar un trayecto en la bola de roca a lo largo de su viaje a través del espacio y del tiempo.

 

Han afirmado que los organismos vivos son tan adaptables que se han ajustado a todos los cambios materiales que han ocurrido durante la historia de la Tierra. Sin embargo, supongamos que la Tierra está viva. Entonces no hace falta contemplar la evolución de las rocas y de las cosas vivas como ciencias separadas para su estudio en edificios separados de la universidad. En su lugar, una ciencia evolutiva describe la historia del planeta entero. La evolución de las especies y la evolución del medio ambiente están fuertemente acopladas en un proceso singular e inseparable.

La ciencia no está excesivamente preocupada con que las cosas sean verdaderas o falsas. La ciencia en la práctica consiste en ensayar suposiciones, caminando indefinidamente en torno a ellas y hacia la absoluta e inalcanzable verdad. Para los científicos Gaia es una conjetura nueva que ha sido presentada para su evaluación, o un nuevo «bioscopio» mediante el cual observar la vida en la Tierra.

 

Para algunas ciencias las ideas gaianas son adecuadas, incluso cuando no son bienvenidas, porque la visión del mundo a través de viejas teorías ya no es definida y clara. Ello es especialmente cierto para la ecología teórica, la biología evolutiva y, en general, las ciencias de la Tierra.


Durante cuarenta años, los ecólogos teóricos -desde que Alfred Lotka y Vito Volterra hicieron sus modelos simples de un mundo poblado únicamente por conejos y zorros- han intentado comprender las interacciones complejas que hay entre un bosque real y su amplia diversidad de especies. Sus modelos matemáticos, aunque son buenos en casos de patologías interesantes, fallan en la explicación de la gran estabilidad a largo plazo de los ecosistemas complejos de las selvas tropicales. Parece que sus modelos van contra la intuición, pues sugieren que la fragilidad de los ecosistemas aumenta con su diversidad.

 

Plantean que el granjero que rota sus cultivos y que mantiene sus setos y zonas arboladas no sólo es menos eficiente sino menos estable, desde un punto de vista ecológico, que el granjero que explota un monocultivo.


Recientemente, los biólogos evolucionistas se han enzarzado en una fuerte discusión. Las páginas usualmente plácidas de las revistas Nature y Science han ardido como una manzana de casas, pues los defensores conservadores del cambio gradual y ordenado han reaccionado contra una revolución por el derecho a interpretar las grandes ideas de Darwin.

 

La evolución, ¿fue gradual o transcurrió, como proponen Stephen Jay Gould y Niles Eldredge, mediante períodos largos de estabilidad interrumpidos por cambios catastróficos?


Los geólogos interesados en la evolución de las rocas, océano y atmósfera empiezan a considerar el por qué de la persistencia de los océanos en la Tierra cuando Marte y Venus son tan secos. Por otra parte, existe la perplejidad de la constancia del clima a pesar del incremento siempre uniforme del calor radiado por el Sol.


Estos y otros aspectos que parecen oscuros dentro de campos separados de la ciencia se convierten en claros cuando se consideran como fenómenos de un planeta vivo. La teoría de Gaia predice que el clima y la composición química de la Tierra se conservan homeostáticamente durante largos períodos hasta que algún conflicto interior o fuerza externa provoca un salto a un nuevo estado estacionario. Veremos que la evolución a saltos y la presencia de abundantes océanos son de esperar en un planeta de estas características.


Como teoría de una Tierra viva, este libro no es ni holístico ni reduccionista. No hay secciones de climatología, geoquímica, etcétera. Los dos próximos capítulos son una descripción de la teoría de Gaia. Luego siguen tres capítulos que exponen el punto de vista del geofisiólogo sobre la historia de la Tierra, desde el origen de la vida hasta el tiempo presente.

 

Estos se siguen cronológicamente; en lugar de pasar de un modo caótico de una disciplina científica a otra. La secuencia empieza con el comienzo de la vida, el Arcaico, cuando los únicos organismos de la Tierra eran las bacterias, y cuando la atmósfera estaba dominada por metano y el oxígeno sólo era un gas traza. Después sigue la edad intermedia, que los geólogos llaman Proterozoico, desde la aparición por primera vez del oxígeno como gas atmosférico dominante hasta el tiempo en que las comunidades celulares se agruparon para formar colectivos nuevos, cada uno con su identidad propia.

 

Luego sigue un capítulo acerca del Fanerozoico, el tiempo de las plantas y los animales. en cada uno de ellos se interpreta el registro geológico a través de la teoría de Gaia y se comparan las nuevas interpretaciones con el criterio convencional de las ciencias de la Tierra y de la vida. Los capítulos finales se refieren al presente y futuro de Gaia, haciendo énfasis en la presencia humana tanto en la Tierra como quizá puede existir algún día en Marte.

 

¿Qué representaría llevar vida a Marte?


Incluso una división cronológica implica una arbitrariedad que es subrayada por la persistencia del biota del Arcaico; su mundo nunca se extinguió del todo, sino que vive aún en nuestros intestinos. Aquellas bacterias han estado con Gaia durante casi cuatro mil millones de años, y todavía viven en todas las partes de la Tierra, en fangos, sedimentos e intestinos, en cualquier parte en que se puedan mantener lejos de su veneno mortal, el oxígeno.

Cualquier teoría nueva sobre la Tierra no puede mantenerse como un secreto de la ciencia. Está destinada a atraer la atención de humanistas, medioambientalistas, y de aquellos con creencias y convicciones religiosas. La teoría de Gaia desentona tanto con el amplio mundo humanista como con la ciencia establecida. En Gaia sólo somos otra especie, no los propietarios ni los administradores del planeta. En gran parte, nuestro futuro depende mucho más de una relación correcta con Gaia que con el inacabable drama del interés humano.


Cuando nuestra familia vivía en el pueblo de Bowerchalke, en Wiltshire, Helen y yo pasábamos las mañanas de primavera buscando especies raras de orquídeas salvajes. En aquellos días, antes de su destrucción por los vándalos del negocio agrícola, la campiña inglesa era un jardín celestial. Las orquídeas crecían con profusión en los prados, pero las especies más raras podían ser increíblemente difíciles de encontrar. Se necesitaba una gran preparación mental previa para encontrar una orquídea perfumada en la hierba.

 

Era un pasatiempo esotérico. Mucha ciencia se hace de esta manera; puede ser divertido descubrir compuestos nuevos o antiguos, o conceptos matemáticos, en sitios extraños. Sin embargo, estos descubrimientos generalmente requieren una preparación mental y física y, a menudo, el aprendizaje de un lenguaje nuevo.


La teoría de Gaia se remonta a los fundamentos, a la génesis. Incluso la geofisiología es una ciencia demasiado nueva como para tener un lenguaje. Por tanto este primer libro se ha escrito como el primero, de manera que cualquier interesado en la idea de que la Tierra está viva pueda leerlo. No es ni un libro de texto ni el manual de trabajo de un ingeniero planetario; es el punto de vista de un hombre acerca del planeta al que pertenecemos. Una buena parte de este libro está dedicada a mi entretenimiento y al de los lectores.

 

Se escribió como parte de un estilo de vida que reserva su tiempo para ir de paseo por el campo y para hablar con los amigos, como hizo Korolenko, acerca de que la Tierra está viva.

 

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