6º - EL ARCAICO

Al principio no había nada, ni siquiera espacio o tiempo.
John Gribbin,

Genesis

La vida empezó hace mucho tiempo. La fecha de este acontecimiento no se conoce, por lo menos ocurrió tres mil seiscientos millones de años antes de que naciéramos. Los números tan grandes como estos son anestesiantes y paralizan la imaginación.

 

Es necesaria una escala diferente de tiempo para llegar a las bacterias, nuestros primeros abuelos. En ciencia, la manera usual de domesticar números tan monstruosos consiste en expresarlos en potencias de diez. Hacer cada paso diez veces mayor o menor que el anterior. Nigel Calder describe la historia de la Tierra de esta manera en su libro Timescale: An Atlas of the Fourt Dimension [Escala de tiempo: Un atlas de la cuarta dimensión].

 

Nos recuerda qué fácil es que esta transformación logarítmica nos impida darnos cuenta del tiempo tan largo en que la vida ha ocupado la Tierra. Decir que la vida empezó hace 3,6 x 109 no nos sirve. En una escala lineal de medida, el origen de la vida es mil veces más remoto que el origen del hombre. En este libro utilizaré una escala de eones, que representa miles de millones de años. La vida empezó por lo menos hace 3,6 eones, durante un período que los geólogos llaman el Arcaico.

 

El período que comprende desde la formación de la Tierra, hace 4,5 eones, hasta el período en que el oxígeno empezó a dominar la química de la atmósfera, hace 2,5 eones.


Gaia es tan vieja como la vida. Efectivamente, si el Big Bang tuvo lugar hace 15 eones, entonces es tan vieja como un cuarto de la edad del universo. Es tan vieja que su nacimiento se produjo en la región del tiempo donde la ignorancia es un océano, y el territorio del conocimiento se limita a pequeñas islas. En este capítulo te invito, lector, a unirte a mí para especular acerca de la niñez de Gaia y los problemas que tuvo que abordar cuando se hizo cargo de su herencia, la Tierra. Cuando contemplamos el Arcaico a la luz de la teoría de Gaia, vemos un planeta totalmente diferente a descrito por el conocimiento convencional de la ciencia actual. Es un planeta donde la vida no sólo se adapta a la Tierra, sino que también adapta la propia Tierra para su regeneración y mantener una casa para sí.

La mejor manera de poner de manifiesto la poderosa presencia de Gaia consiste en considerar qué Tierra hubiera existido sin vida. Se dirá que la Tierra actual sería un sitio árido como Marte o como Venus, en los que no ha aparecido la vida. No podemos hacer esta comparación para el Arcaico porque sabemos demasiado poco de la Tierra en esta época.

 

Por tanto lo que debemos hacer es la mejor estimación posible de las condiciones de la Tierra antes de la vida, y luego considerar los cambios que habría habido cuando la vida se estableció. Preguntándonos cómo era la Tierra antes de que empezase la vida, de alguna manera estamos colgando un trozo de tela neutra y negra antes de que los cambios llenos de colorido provocados por la vida puedan ser claramente observados.

El problema que conlleva hacer esto es que la pieza de tela antigua es tan vieja que se ha enmohecido. Mirar atrás en el tiempo es como usar un telescopio para ver los límites del universo. Podemos ver objetos luminosos débiles. Los astrónomos expresan con argumentos convincentes que la distancia de estos objetos es tan grande que la luz que ahora vemos empezó su viaje hacia la Tierra hace 3,8 eones. Es parecido al tiempo en que los geólogos creen que empezaron a existir las primeras células bacterianas.

 

Probablemente tienen razón, pero la única certeza de la que disponemos acerca de tiempos y lugares tan remotos proviene de la segunda ley de la termodinámica. De forma enigmática ésta dice que el principio y el final del universo no pueden ser conocidos. A medida que el tiempo y la distancia aumentan, la cara del conocimiento, bien definida a su inicio, crece marcada por una cantidad creciente de cráteres de ignorancia. Al final ya no pueden reconocerse los rasgos.

La teoría de la información enseña que, en presencia de una cantidad constante de ruido, la energía necesaria para enviar una señal a través de un intervalo espacial y temporal crece exponencialmente con la distancia que tiene que ser atravesada. En palabras sencillas, cuando la distancia o el tiempo se alargan hace falta mucha más energía para transmitir el mensaje.

 

Los sucesos de la Tierra de hace sólo 5.000 años están lejos de ser conocidos con certeza. Imaginemos cuán grande debe haber sido una señal para transmitir información acerca del principio del universo hace 15 eones. Esta puede ser la razón que explica por qué la teoría del Big Bang según la cual el universo empezó con una explosión de una partícula inicial es inevitable. Nada excepto la explosión del universo hubiera podido enviar una señal desde hace tanto tiempo.

 

Todo lo que ahora queda es el débil rumor de las microondas cósmicas de la radiación de fondo. Todas las demás teorías acerca del origen se encuentran faltas de evidencia.

Sin embargo, hay un sistema inteligente de compilar información acerca de acontecimientos tan antiguos como el inicio de la vida que evita la tendencia general de los mensajes a envejecer y morir. Este proviene de la propiedad casi milagrosa de la materia viva para vencer la tendencia amortiguadora del tiempo. Gaia no sólo ha estado viva desde el principio; también ha proporcionado un canal de mensajes químicos libre de ruido sobre aquellos tiempos antiguos.

Si subes a una cima de una colina y gritas no serás oído más allá de un kilómetro. Si usas un altavoz puedes ser capaz de enviar un mensaje a 8 kilómetros. Incluso con la explosión de una bomba H sólo llamarías la atención a una distancia de unos pocos centenares de kilómetros. Un sistema alternativo es decírselo a un amigo, quien tomará el mensaje y lo transmitirá oralmente, de boca en boca.

 

De este modo el mensaje puede viajar sin dificultad hasta los confines de la Tierra. De manera semejante, los organismos vivos pasan los programas de las células de una generación a la siguiente. Podemos pensar que con toda probabilidad compartimos una química común con la bacteria primitiva más antigua. Las restricciones naturales a la existencia de aquellas bacterias antiguas nos dicen cómo era el medio ambiente de aquella Tierra primitiva. Mediante la transmisión de mensajes codificados en el material genético de las células vivas la vida actúa como un repetidor. En cada generación se recupera y renueva el mensaje de las especificaciones de la química de la Tierra primitiva.

 

Es un canal de información mucho mejor que el registro de las rocas. Es preciso, aunque desgraciadamente inexacto en la medida que un mensaje que pasa de boca en boca cambia inevitablemente.

 

Existe un chiste sobre la guerra que esconde una verdad: el mensaje que pasó de boca en boca «Envía refuerzos, vamos a avanzar» (Send reinforcements, we are going to advance) se transformó en «Envía tres o cuatro peniques, vamos a un baile» (Send three and four pence, we are going to a dance). Si queremos conocer los orígenes de la vida a partir de la información genética debemos estar preparados para reconstruir la verdad a partir de errores de este tipo.

Por otra parte, una porción sustancial de la información geológica sobre la Tierra primitiva proviene de otro Big Bang. Tuvo que ser grande para enviar una señal tan lejos. Fue la explosión de una bomba nuclear del tamaño de una estrella, una supernova. Tendemos a olvidar que nosotros, seres excéntricos que utilizamos la combustión como fuente de energía, vivimos en un universo impulsado por la energía nuclear.

 

Las centrales de energía, las estrellas, han funcionado durante miles de millones de años con una fiabilidad máxima. Sin embargo, del mismo modo que los sistemas más fiables pueden tener un accidente ocasional, algunas estrellas explotan ocasionalmente. Por suerte para nosotros una de ellas lo hizo, y dio lugar a la estrella que ahora tenemos. También por fortuna nuestro Sol no es del tipo explosivo, no es ni suficientemente grande ni suficientemente viejo.

¿Cómo podemos estar seguros de que el origen de la Tierra está asociado con la explosión de una supernova?

 

Estamos seguros porque incluso hoy en día la Tierra es radioactiva y también porque la Tierra está constituida de elementos como el hierro, el silicio y el oxígeno que no pueden ser fabricados en el proceso normal de la evolución estelar. En el Sol y en estrellas similares se fusiona hidrógeno para generar helio, y la reacción genera un gran flujo de calor que nos mantiene en un clima templado incluso a 160 millones de kilómetros de distancia. Sin embargo, ningún proceso de fusión ordinario puede dar lugar a elementos como el hierro, y mucho menos como el uranio, que todavía es más pesado. Hace falta mucha energía para fabricar estos elementos.

 

Alimentar una estrella fusionando hierro para generar uranio es como intentar utilizar hielo en un horno como combustible. No es éste el lugar para exponer detalles concretos sobre la síntesis de elementos en estrellas en explosión; únicamente cabe decir que en un tipo de explosión la parte crucial del suceso es el colapso gravitatorio de la estrella. Las regiones internas soportan la presión fantástica de toda la masa estelar que tiende a caer hacia adentro. En su vida activa, el calor generado por las reacciones nucleares en el centro de la estrella mantiene una presión suficiente para compensar la fuerza gravitatoria hacia adentro.

 

Es como un cohete espacial en el momento de despegar; el peso del vehículo se aguanta gracias a la ráfaga de la llama. Pero las capas exteriores de la estrella no pueden escapar al tirón gravitatorio y el sistema se hunde cuando se acaba el combustible. Es entonces cuando se produce la síntesis de los elementos pesados. Una parte de ellos es expulsada violentamente cuando explotan las capas exteriores de la estrella que todavía no se han consumido.

Todavía no sabemos cómo se constituyeron el sistema solar y la Tierra como resultado de aquella supernova, ni qué cantidad de su residuo radiactivo pasó a formar parte de nuestro planeta. Sin embargo, la radiactividad es un reloj maravillosamente exacto y ha medido el tiempo desde aquella explosión hace 4,55 eones. Estamos tan acostumbrados a pensar en la radiactividad como algo artificial que fácilmente ignoramos el hecho de que nosotros mismos somos radiactivos de forma natural.

 

En cada uno de nosotros se desintegran radiactivamente unos cuantos millones de átomos de potasio por minuto. La energía que impulsa estos pequeños sucesos atómicos explosivos se ha mantenido encerrada en los átomos de potasio desde aquella explosión estelar tan antigua. El elemento potasio es radiactivo pero también es esencial para la vida. Si fuera eliminado y reemplazado por un elemento muy semejante, el sodio, moriríamos instantáneamente. El potasio, como el uranio, el torio y el radio, es un residuo radiactivo de larga vida de la supernova. Cuando los átomos de potasio se desintegran se transforman en átomos de calcio y del gas noble argón.

 

El uno por ciento de argón que ha contribuido a la formación de la atmósfera, a lo largo de la historia de la Tierra, proviene en su mayor parte de potasio por este mecanismo. En las rocas, los elementos radiactivos uranio y torio están presentes en la concentración de algunas partes por millón. Su velocidad de desintegración es tan lenta que la mayor parte de la cantidad que había originalmente todavía se encuentra en la actualidad, excepto en lo que respecta al uranio 235, que se ha desintegrado en su mayor parte.

 

El calor generado por la desintegración de los elementos radiactivos es lo que mantiene el interior de la Tierra caliente e impulsa el movimiento de la corteza.

Los registros de las rocas sugieren que la vida empezó entre 0,6 y 1 Eón después de que la Tierra se hubiera agregado en forma de cuerpo planetario reconocible. Estos registros muestran una diferencia en las proporciones de los átomos del elemento estable carbono. Los átomos de carbono existen en la Tierra bajo tres formas: la forma más común pesa 12 unidades atómicas, una proporción pequeña pesa 13 unidades atómicas y se encuentran trazas de carbono radiactivo, que pesa 14 unidades.

 

Estos átomos de pesos diferentes se denominan isótopos.

 

La proporción de los isótopos de 12 y 13 unidades atómicas en el carbono de las rocas formadas en ausencia de vida se puede distinguir claramente de la proporción correspondiente al carbono de las rocas acumuladas en presencia de vida..Ello se debe al hecho de que la química de la materia viva segrega los isótopos. Midiendo la composición isotópica de las rocas antiguas es posible distinguir aquéllas que se formaron cuando la vida ya existía de aquellas que se formaron antes. Las rocas que con mayor certeza corresponden a una situación de ausencia de vida no provienen de la Tierra, sino de la Luna y los meteoritos. Su antigüedad es 4.55 eones.

 

La composición isotópica de estas rocas de materia muerta es fácilmente distinguible de aquéllas sedimentadas en la Tierra hace 3,6 eones. Las rocas sedimentarias más antiguas de la Tierra que se conocen hasta el momento tienen una edad de 3,8 eones, y proceden de un lugar llamado Isua en Groenlandia. Recuerdo al geoquímico alemán Manfred Schidlowski describiendo estas rocas antiguas en una conferencia en 1973, y especulando sobre los átomos de carbono encontrados en su interior, cuya distribución isotópica sugería la presencia de vida.

El período anterior a la vida no ha dejado rocas a partir de las cuales podamos reconstruir los detalles del medio ambiente en que se formaron. Cuatro eones de erosión y desmenuzamiento han borrado el registro. Es posible que haya habido un tiempo de violencia inimaginable, con la caída de asteroides sobrantes de la formación del Sistema Solar (el impacto de un asteroide de sólo 10 kilómetros de diámetro puede dejar un cráter de 320 kilómetros de anchura, y arrojar roca fundida y gas a grandes distancias en el espacio).

 

Este lapso de tiempo dejó una Tierra tan llena de cráteres como la Luna. Fue el período llamado, de forma acertada, Hadiano es decir infernal.

Sobre la, física y la química del período inmediatamente anterior al origen de la vida sólo pueden hacerse especulaciones. Es interesante contemplar cómo florecen las conjeturas acerca de la historia sorprendente y turbulenta de los principios de la Tierra. Sin embargo, puede comprenderse la dificultad de tejer el trozo de tela negra neutra al que aludíamos anteriormente. Por tanto, tenemos que hacerlo con la mejor información de que dispongamos, empezando por la atmósfera.

La atmósfera es la cara del planeta y muestra, como muestran nuestras caras, cuál es su estado de salud e incluso si está vivo o muerto. Como vimos en el capítulo primero, la vida planetaria está obligada a utilizar cualquier medio fluido -es decir el aire o los océanos- para el transporte de materiales básicos y el vertido de productos de desecho. El empleo de estos medios fluidos da lugar a alteraciones profundas en su composición química y produce el alejamiento del estado estacionario de cuasi-equilibrio característico de un planeta no vivo.

 

Dian Hitchcock y yo utilizamos la ausencia de tales alteraciones en la atmósfera de Marte y Venus como evidencia de su carencia de vida mucho antes de que las naves exploradoras Viking y Venera la buscasen y no la encontrasen. Estos planetas muertos son química y visiblemente como un fondo neutro en contraste con el cual la Tierra, planeta vivo, brilla como un zafiro moteado.

Hay muchas razones por las cuales la atmósfera es mejor indicadora de la presencia de vida que el océano o las rocas de la corteza. Esta es una región de transformaciones químicas rápidas bajo la influencia de la luz del Sol. No hay mezcla de gases susceptible de reacción que pueda permanecer mucho tiempo sin alteración en la atmósfera. Si encontramos un gas combustible como el metano junto con oxígeno en una atmósfera iluminada por el Sol, sabemos con certeza que algo los está regenerando constantemente.

 

No se podría sacar la misma conclusión a partir de aire aislado en una cueva subterránea. Es la luz del Sol la que constantemente mantiene encendidas todas las combustiones químicas posibles. Por otra parte, la atmósfera tiene la menor masa de todos los compartimientos ambientales con los que la vida se encuentra.

 

Excepto en lo que se refiere a las pequeñas concentraciones de gases raros, como el argón y el helio, todos los demás gases del aire han existido recientemente como una parte de los sólidos y los líquidos de las células vivas. La atmósfera también tiene un efecto inmediato tanto sobre el clima como sobre el estado químico de la Tierra, aspectos de crucial importancia para la vida. Un intercambio similar se produce también entre la vida y los océanos y las rocas.

 

Sin embargo, es mucho más lento y los ciclos de la vida resultan retardados por la existencia de materiales utilizados hace mucho tiempo y ahora desechados.


Justo antes de que se convirtiese en el hábitat para la vida, la Tierra debía ser un planeta muerto cuya atmósfera se encontraba cerca del equilibrio. En este tiempo preciso anterior a la vida, antes de Gaia, la atmósfera debía de estar en lo que los científicos llaman «el estado estacionario abiótico». Esta frase ingeniosa permite distinguir el planeta real -que tiene huracanes y tornados, volcanes y torbellinos- de la ficticia tranquilidad absoluta de un planeta en equilibrio.

Se supone que la Tierra primitiva contenía en su superficie los compuestos químicos a partir de los cuales se formó la vida, compuestos denominados «orgánicos» -tales como los aminoácidos (las subunidades de las proteínas), nucleósidos (las subunidades de las moléculas celulares que transportaban la información genética), los azúcares (las subunidades de los polisacáridos) y muchas otras partes esenciales, todas ellas esperando para el acto final del ensamblaje.

 

Es importante notar que estas sustancias químicas que consideramos características de la vida, también son producto del estado estacionario abiológico. La mera presencia de estos compuestos en un planeta libre de oxígeno no es por sí misma indicadora de vida. Sólo indica la posibilidad de su formación.

No sólo la química de la Tierra era apropiada para que empezase la vida, el clima también tenía que ser favorable. Algunas rocas antiguas muestran evidencias de haberse formado por sedimentación de partículas. Su estructura laminar sugiere un origen asociado a un lago o a un mar somero y, por tanto, a la presencia de agua libre. La existencia de los compuestos químicos de la vida y pre-vida requiere un intervalo de temperatura entre 0 y 50 °C. Por tanto, la Tierra no podía estar helada ni podía estar tan caliente como para que hirvieran las aguas.

En un importante trabajo de 1979, tres químicos de la atmósfera y climatólogos, T. Owen, R.D. Cess y V. Ramanathan, publicaron ciertos cálculos para determinar la temperatura media de la Tierra en el momento en que empezó la vida. Utilizaron una idea generalmente aceptada por los astrofísicos, según los cuales las estrellas se tornan más calientes cuando envejecen, y supusieron que la producción de calor del Sol era un 25 por ciento menor que ahora.

 

Estimaron los valores de la cantidad aproximada de dióxido de carbono gaseoso que había escapado (o emanado) del interior de la Tierra. A partir de aquí fueron capaces de calcular que la temperatura media de la superficie de la Tierra era de 23 °C, que es la característica de los trópicos actuales. Sus cálculos requerían la presencia de una cantidad de dióxido de carbono 200 a 1.000 veces superior a la de ahora.

 

Un factor importante era la cantidad presente de nitrógeno. Si entonces, como ahora, el nitrógeno era el gas atmosférico principal, la presión de dióxido de carbono más baja sería suficiente. Otro aspecto importante, según mi amiga, la climatóloga Ann Henderson-Sellers, debía de haber sido la distribución de agua en los océanos, nieve, hielo, nubes y vapor de agua. No es sorprendente que el clima existente en el origen de la vida todavía sea objeto de debate.

 

Los cálculos realizados por el climatólogo R.J. Dickinson en 1987 sugieren que el planeta podría haber sido unos grados más frío; en otras palabras, tal como es ahora.

La idea principal en estos cálculos consiste en que la falta de calor de un Sol más frío podría haber sido contrarrestada por una manta de gas que proporcionara un «efecto invernadero». Los gases con más de dos átomos en sus moléculas presentan la interesante propiedad de absorber el calor radiante, la radiación infrarroja, que escapa de la superficie de la Tierra. Estos gases, tales como el dióxido de carbono, el vapor de agua y el amoníaco, son transparentes a las radiaciones visible e infrarroja cercana, que representan la mayor parte de la energía del espectro solar. De esta forma el calor radiante penetra en el aire y calienta la superficie.

 

Estos mismos gases son opacos a la luz infrarroja de longitud de onda larga, que es irradiada por la superficie de la Tierra a la atmósfera inferior. La acumulación del calor, que de otra manera escaparía al espacio, produce el «efecto invernadero», llamado así porque viene a ser lo mismo que el efecto de calentamiento de las paredes de cristal de un invernadero. La primera sugerencia de que un invernadero gaseoso calentó la Tierra fue hecha por el distinguido químico sueco, Svante Arrhenius, en el siglo pasado.

H.D. Holland, en The Chemical Evolution of the Atmosphere and the Oceans [La evolución química de la atmósfera y los océanos] da una descripción clara y amena del estado probable de la Tierra justo antes de que Gaia se despertase. En resumen, propone una Tierra con una atmósfera rica en dióxido de carbono, con presencia de nitrógeno pero ausencia de oxígeno, y con trazas de gases como sulfuro de hidrógeno e hidrógeno libre.

 

Los océanos estaban cargados con hierro y otros elementos; y con compuestos que sólo en ausencia de oxígeno pueden existir en solución. Entre éstos podrían encontrarse especies reducidas de azufre y nitrógeno. La presencia de estos gases y sustancias es importante porque son agentes reductores -fácilmente reaccionan con oxígeno y por tanto lo eliminan-. Esta Tierra habría tenido una amplia capacidad de absorber oxígeno y evitar su aparición en forma libre.

 

Esta proposición parece tan razonable que la consideraré un hecho y la utilizaré como clave para la comprensión de la evolución del período Arcaico de la historia de la Tierra.

Otro aspecto ambiental ligado a la naciente Gaia consiste en que el planeta producía tres veces más calor interno que ahora. La Tierra era más radiactiva, había pasado menos tiempo desde la supernova que la originó y la desintegración radiactiva todavía era importante. Sin embargo, sería un error suponer que este calor interno habría tenido un efecto apreciable sobre la temperatura de la superficie de la Tierra. El flujo de calor desde abajo era trivial con relación al calor recibido por el Sol.

 

El efecto principal de una mayor producción de energía interna sería un vulcanismo más vigoroso, una emanación mayor de gases al aire, y una reactividad mayor de las rocas volcánicas con las aguas del océano. Una de estas reacciones, la que se desata entre el hierro ferroso de las rocas basálticas y el agua, puede producir hidrógeno. La producción continua de hidrógeno tendría dos consecuencias importantes. La primera, el mantenimiento de una atmósfera libre de oxígeno y una superficie favorable para la acumulación de los compuestos químicos de la vida.

 

La segunda, la pérdida de hidrógeno hacia el espacio. El campo gravitatorio de la Tierra no es suficientemente fuerte para retener los átomos ligeros de hidrógeno. Si la fuga de hidrógeno hubiera continuado, podríamos haber perdido una gran parte de los océanos e incluso llegado al estado árido de Marte y Venus.

 

Esta fuga no puede ocurrir ahora porque el hidrógeno reacciona bioquímicamente en los océanos y con el abundante oxígeno atmosférico para formar agua. El agua, aunque lleva dos átomos de hidrógeno, es demasiado pesada para escapar directamente al espacio. Otra propiedad que limita la pérdida directa de agua al espacio desde la Tierra es su tendencia a congelarse y caer cuando se forman cristales de hielo en las capas de aire más frías.

Así era la Tierra antes de la vida. Podemos aceptar como razonable que la vida empezó a nivel molecular a partir de procesos equivalentes a las turbulencias y torbellinos. La energía que los impulsaba provenía del Sol y también de la energía libre de una Tierra caliente y joven. Prigogine y Eigen han formulado de manera plausible los mecanismos físicos por los cuales productos químicos y reacciones cíclicas se combinan como estructuras disipativas de la protovida.

 

La evolución escalonada de la protovida a la primera célula viva mediante un proceso de selección natural no me parece una píldora intelectual muy difícil de tragar. Sería interesante conocer si la protovida estaba fuertemente asociada a su medio ambiente y tenía capacidad de regulación.

 

Alternativamente, dos geoquímicos, A.G. Cairns-Smith y Leila Coyne, han sugerido que los sólidos del medio ambiente tuvieron un papel crucial en el origen de la vida.

 

Sus ideas me han ayudado a definir la importancia de las soluciones supersaturadas, aunque los detalles sean objeto de controversia. El problema de las estructuras disipativas fluidas es que se disipan demasiado pronto. Si tienen que evolucionar hacia estructuras más permanentes se necesita algo sólido a modo de anclaje o algún lugar donde acogerse. De nuevo, la imagen mental de un instrumento de viento como una flauta es útil en este tema confuso. Soplar en él produce un siseo de turbulencias disipativas incoherentes.

 

Sin embargo, cuando el flautista sopla a través del agujero principal, las turbulencias quedan atrapadas y domesticadas dentro de los límites sólidos de los tubos huecos resonantes y emergen como notas musicales coherentes.

Los organismos vivos, en su evolución, también parece que hayan utilizado la seguridad del estado sólido de la materia para almacenar y pasar a sus descendientes el mensaje de la existencia. El estado sólido especial de los cristales aperiódicos de DNA almacena los programas de la célula y proporciona a los organismos una duración mucho más larga que la correspondiente a una turbulencia o a una reacción cíclica.

Las primeras células vivientes pueden haber utilizado como alimento los abundantes productos químicos orgánicos que se encontraban a su alrededor, junto con los cuerpos muertos de los competidores menos afortunados y los cuerpos de los afortunados que murieron por causas naturales. Posiblemente los aportes de materia prima y energía se hicieron rápidamente escasos y en alguna época temprana los organismos descubrieron cómo explotar la abundante e inagotable energía de la luz solar para fabricar su propio alimento.

 

Se cree que los primeros fotosintetizadores utilizaron la disociación fotoquímica del sulfuro de hidrógeno, que demanda menos energía. Sin embargo, pronto se desarrolló la mejor solución, consistente en el uso de la energía luminosa para romper los fuertes enlaces que combinan el oxígeno con el hidrógeno y el carbono. Lo consiguieron las bacterias ahora llamadas cianobacterias debido a su color azul-verdoso, y ellas son los predecesores de todas las plantas verdes que existen en la actualidad.

En el Arcaico existía un sistema planetario completo. En la superficie -a la luz del Sol- estaban los productores primarios, las cianobacterias (ancestros de las mostradas en la figura 4.1) que utilizaban la luz del Sol para fabricar compuestos orgánicos y replicarse a sí mismas. También producían oxígeno, pero la abundancia de productos químicos inorgánicos reactivos en el medio ambiente mantuvo este gas próximo a su lugar de producción.

 

También estaban presentes en los ecosistemas primitivos los metanógenos, que obtenían materia y un poco de energía a partir del reordenamiento de los compuestos moleculares de los productores. La presencia de estos organismos «carroñeros» probablemente aseguraba la recolección continua de los residuos y cadáveres de fotosintetizadores y el retorno a las zonas de fotosíntesis del carbono esencial en forma de metano y dióxido de carbono.

 

Los metanógenos no podían, como hacen los animales, comer las cianobacterias y utilizar el alimento que éstas habían sintetizado; para hacerlo hubieran necesitado del oxígeno.

Sospecho que la génesis de Gaia ocurrió separadamente al origen de la vida.

 

Gaia no se despertó realmente hasta que las bacterias ya habían colonizado la mayor parte del planeta. Una vez despierta, la vida planetaria resistiría asidua e incesantemente a los cambios que pudieran ser adversos y actuaría para mantener el planeta adecuado para la vida.

 

Formas de vida dispersas y agrupadas en oasis nunca hubieran tenido el poder de regular u oponerse a los cambios desfavorables que son inevitables en un planeta yermo. Probablemente sólo encontraríamos vida dispersa en los períodos de nacimiento o muerte de un sistema gaiano.

La exitosa evolución de los fotosintetizadores habría conllevado la primera crisis ambiental en la Tierra y, me gusta suponer, la primera evidencia del despertar de Gaia. Para obtener su energía los fotosintetizadores habrían utilizado como fuente de carbono el dióxido de carbono del aire y los océanos. Del mismo modo que ahora tenemos un problema con el dióxido de carbono, también lo debieron tener ellos.

 

Estamos empezando a darnos cuenta de que los beneficios de quemar combustibles fósiles para obtener energía se ven contrarrestados por los peligros inherentes a la acumulación del dióxido de carbono, que podría dar lugar a un sobrecalentamiento. El peligro al que se enfrentaron los fotosintetizadores era el inverso. Las cianobacterias utilizan el dióxido de carbono como alimento.

 

Devoraban la capa que mantenía la Tierra caliente. Durante un tiempo los volcanes pudieron proporcionar una vigorosa cantidad de dióxido de carbono, pero la capacidad potencial del sumidero bacteriano habría sobrepasado ampliamente el aporte de este origen. Si sólo hubiera habido fotosintetizadores su florecimiento abundante en los océanos y en la superficie hubiera reducido el dióxido de carbono a niveles peligrosamente bajos en unos pocos millones de años.

 

Mucho antes de que las cianobacterias agotasen el dióxido de carbono para comer, la Tierra se habría enfriado hasta un estado de congelación y la vida sólo habría perdurado en los sitios en que el calor proveniente del subsuelo hubiera podido fundir el hielo, o bien el medio ambiente terrestre se hubiera desplazado a un ciclo de congelación y deshielo en la medida que el dióxido de carbono de los volcanes se acumulase y fuese eliminado de nuevo. Creo que ninguna de estas calamidades sucedió nunca.

 

La presencia persistente de rocas sedimentarias desde hace 3,8 eones hasta ahora sugiere que el agua líquida siempre ha estado presente y que la Tierra nunca se ha congelado totalmente. Lo que me gustaría proponer es una interacción dinámica entre los primeros fotosintetizadores, los organismos que procesaban sus productos, y el medio ambiente planetario. A partir de ésta se puede desarrollar un sistema estable auto-regulado, un sistema que mantiene la temperatura de la Tierra constante y adecuada para la vida.

Antes de aventurarse más en esta reconstrucción imaginaria de la vida con Gaia en el Arcaico, debo insistir en que no será más que un relato imaginario. La evidencia sólida del Arcaico es muy escasa, y se pueden construir diversos modelos sobre ella.

 

El eminente geólogo Robert Garrels me recuerda a menudo que en su modelo de la Tierra primitiva el dióxido de carbono era abundante (alrededor de un 20 por ciento en volumen) y que la Tierra era caliente (40°C o más).

 

La idea de mi modelo no es discutir uno u otro de los ecosistemas arcaicos globales sino de ilustrar cómo la teoría de Gaia proporciona un conjunto diferente de reglas para los modelos planetarios. Las climatologías y geologías posibles de un planeta vivo son totalmente diferentes de las de un planeta muerto que transporta la vida como un simple pasajero. Dicho esto continuemos con el «supongamos».

Los fotosintetizadores utilizaban dióxido de carbono y lo convertían en materia orgánica y oxígeno o su equivalente arcaico, tal como lo hacen las plantas hoy en día.

 

El oxígeno habría sido absorbido inmediatamente por la materia oxidable del medio ambiente, el hierro y el azufre en los océanos. No había una población significativa de consumidores oxidativos paciendo sobre los fotosintetizadores y devolviendo carbono al medio ambiente en forma de dióxido de carbono. No había oxígeno para que los consumidores respirasen; sólo se encontraba el producido y eliminado en yuxtaposición con los fotosintetizadores.

 

En lugar de los consumidores oxidativos existían los metanógenos, carroñeros y descendientes de los descomponedores originales de los productos químicos. Estas bacterias primarias, sólo capaces de existir en ausencia de oxígeno, obtenían la energía para vivir a partir de la descomposición de la materia orgánica, convirtiendo el carbono en dióxido de carbono y metano que devolvían al aire.

 

En el Arcaico éstas sirvieron, como los consumidores de hoy, para devolver al aire casi todo el carbono que había sido eliminado por los fotosintetizadores.

Sin embargo, ¿qué ocurría con el metano?

 

El metano es un gas que produce efecto invernadero como el dióxido de carbono aunque es menos estable en la atmósfera. Se descompone bajo la luz solar ultravioleta y reacciona con radicales hidroxilo, pequeñas moléculas formadas por un átomo de hidrógeno y otro de oxígeno, que son sorprendentemente reactivas y que eliminan del aire casi todas las otras moléculas a excepción de las más estables.

 

En el Arcaico es razonable suponer que esta zona de reacción fotoquímica se encontraba en la alta atmósfera, pero en un nivel en que el aire todavía era suficientemente denso como para absorber radiación ultravioleta. Cuando la radiación ultravioleta rompe el metano, los productos se combinan y recombinan con otras moléculas para formar una serie de compuestos químicos orgánicos complejos. Suspendidos en la alta atmósfera estos productos podrían incluir pequeñas gotas y partículas, un smog en la alta atmósfera.

 

Esta capa podría haber modificado profundamente el medio ambiente arcaico. Las radiaciones ultravioleta y visible del Sol habrían sido absorbidas en su presencia, y la región en que se produjera la absorción se habría hecho más caliente. La presencia de esta capa caliente en la atmósfera habría actuado como capa de «inversión» en la baja atmósfera, y habría invertido la tendencia normal de un descenso de temperatura a medida que se asciende desde la superficie.

 

En otras palabras, el smog de metano hubiera sido el equivalente arcaico de la capa de ozono, y habría actuado, tal como lo hace el ozono, tanto para estabilizar la estratosfera como para filtrar la radiación ultravioleta.

La existencia de una cubierta, la “tropopausa”, por encima de la atmósfera inferior habría reducido el flujo de metano hacia las regiones en que era destruido por los rayos ultravioleta. Ello constituye un proceso semejante a la manera en que el aire contaminado queda atrapado bajo la capa de inversión en los smogs por contaminación atmosférica del presente siglo.

 

De esta manera, la concentración de metano podría haber aumentado lo suficiente como para intervenir en el efecto invernadero.

Los productos de descomposición del metano en la estratosfera, vapor de agua incluido, habrían tenido una función parecida. La eliminación de radiaciones ultravioleta por la capa de smog habría preservado otros gases inestables como el amoníaco y el sulfuro de hidrógeno y hasta cierto punto habría permitido su acumulación en la atmósfera inferior.

 

La radiación solar intermedia descompone habitualmente el sulfuro de hidrógeno y otros gases similares, tanto de manera directa como mediante las reacciones fotoquímicas que generan los radicales hidroxilo. Puede suponerse que la atmósfera inferior, protegida por el smog de metano, contendría algo de oxígeno libre junto a un exceso de metano, de manera semejante a la existencia de metano libre en pequeñas cantidades junto al exceso de oxígeno en el aire que respiramos en la actualidad.

 

Ello todavía sería más probable si los fotosintetizadores existiesen en la superficie agrupados en comunidades autosuficientes. Entonces una parte del oxígeno que producirían se difundiría en el aire y persistiría durante un tiempo mucho más largo que en el caso de su emisión dentro de las aguas hambrientas de oxígeno de los océanos. En un modelo completamente detallado, deberíamos incluir gases tales como el óxido nitroso, sulfuro de carbonilo y cloruro de metilo, todos ellos componentes de nuestra atmósfera actual. Sin embargo, en relación con este modelo es suficiente considerar esta posibilidad junto con la sorprendente e intrincada serie de reacciones, así como las consecuencias que podrían derivarse de su existencia.

¿Hasta qué punto sería estable un ecosistema planetario formado a partir de fotosintetizadores que utilizasen dióxido de carbono y organismos heterótrofos que reconvirtiesen la materia orgánica en dióxido de carbono y metano? Los fotosintetizadores son en muchos aspectos como las margaritas blancas; su crecimiento enfría la Tierra eliminando dióxido de carbono.

Los descomponedores metanógenos son como las margaritas negras; su crecimiento calienta la atmósfera mediante la adición de gases de efecto invernadero en el aire. No es difícil hacer un modelo del mundo simplificado que acabo de describir, construido a la manera del modelo de las margaritas de los capítulos 2 y 3. Este se ilustra en la figura 4.2 donde se muestra la evolución temporal de la temperatura media de la Tierra, de los gases atmosféricos, y de la población del ecosistema bacteriano.

El modelo utilizaba la estimación de H.D. Holland del aporte de dióxido de carbono de los volcanes, aunque se consideró que el sumidero de dióxido de carbono debido a la meteorización de las rocas aumentaba según se desarrollaba el ecosistema.

 

Basé la regulación climática fundamental en la capacidad del dióxido de carbono y el metano de actuar como gases de efecto invernadero. Se consideró además un pequeño efecto adicional -la colonización de superficies terrestres tendería a incrementar la nubosidad y, por tanto, tendería a incrementar la reflexión de la luz del Sol hacia el espacio exterior.

La parte superior de la figura 4.2 muestra la evolución de la temperatura en este mundo anóxico con y sin la presencia de vida. La línea a trazos corresponde al incremento esperado de temperatura en un planeta sin vida que contiene suficiente dióxido de carbono para originar una presión atmosférica de 100 milibares, cerca de una décima parte de la presión atmosférica actual.

Se consideró que la mayor parte de la atmósfera estaba formada por nitrógeno, como sucede ahora en la Tierra. Se consideró que la estrella era de un 25 a un 30 por ciento menos luminosa de lo que es ahora, pero que se calentaba a lo largo del tiempo al igual que el Sol. La línea continua representa la temperatura del modelo del mundo en el que los fotosintetizadores coexisten con los metanógenos.

Obsérvese la caída abrupta y repentina de temperatura de unos 28 °C a 15 °C tras el origen de la vida. Ello es consecuencia de la rápida disminución de dióxido de carbono debido a que los fotosintetizadores lo utilizan para crear sus cuerpos. La caída no continúa hasta la congelación del planeta porque un nuevo gas de efecto invernadero, el metano, y una parte del dióxido de carbono, son devueltos al aire por los metanógenos.

 

Una vez que se establece el estado estacionario, este mecanismo cibernético simple regula la temperatura planetaria a lo largo del Arcaico.

4.2.

Modelo del Arcaico antes y después de la vida. El cuadro superior muestra el clima con y sin vida y el cuadro inferior la abundancia de los gases atmosféricos y poblaciones de bacterias a lo largo de la evolución del sistema. La escala para la abundancia de los gases atmosféricos es logarítmica; la escala para la población es en unidades arbitrarias.

La brusca caída de temperatura hace 2,3 eones marca el final del Arcaico en el modelo y la aparición de un exceso de oxígeno libre en el aire. Este acontecimiento habría dado lugar a una disminución del metano hasta niveles cercanos a los de la atmósfera contemporánea, haciendo imperceptible su papel en el efecto invernadero.

El modelo encaja con la historia antigua de la Tierra. No hay evidencia de cambios inusuales de temperatura durante el Arcaico, y hubo un período glacial frío hace 2,3 eones que pudo haber coincidido con la aparición del oxígeno atmosférico. La parte inferior de la figura 4.2 muestra cómo la población total de bacterias y la abundancia de dióxido de carbono y metano cambian con el tiempo. Se ve que el origen de la vida coincide con la caída del dióxido de carbono y el ascenso del metano. El final del Arcaico está señalado por la desaparición del metano.

Este modelo sencillo, como el modelo del mundo de las margaritas, es resistente y no se distorsiona fácilmente por cambios en la radiación solar, poblaciones de bacterias o aportes de dióxido de carbono de fuentes volcánicas.

 

Es sensible a cambios en el rango o tipo de relación entre el crecimiento de las bacterias y la temperatura ambiente. El modelo está basado en la suposición de que el crecimiento del ecosistema bacteriano cesaba en el punto de congelación, era máximo a 25 °C, y cesaba de nuevo a temperaturas por encima de 50 °C.

 

Como en el mundo de las margaritas, hay un abrupto cambio de temperatura cuando empieza la vida. Los organismos vivos crecen rápidamente hasta que se llega a un estado estacionario en que crecimiento y muerte se compensan. Esta tendencia rápida, casi explosiva, a expandirse para ocupar un nicho ambiental actúa como un amplificador. El sistema evoluciona rápidamente en realimentación positiva hasta aproximarse a un equilibrio. Pronto se alcanza la estabilidad y el planeta se mantiene en una homeostasis adecuada.

De acuerdo con el modelo, existe un gran contraste en la composición de la atmósfera arcaica antes y después de la vida. La tabla 4.1 muestra las proporciones de los' principales gases en estas dos etapas. Se observa un incremento del nitrógeno tras el' origen de la vida. Me preguntaba si hasta entonces una parte del nitrógeno habría estado presente como ión amonio (NH4+) en los océanos.

 

El mar era más ácido debido al exceso de dióxido de carbono y era rico en ión ferroso. En estas circunstancias, el ión ferroso podría haber secuestrado una proporción importante de amonio para formar un complejo ferro-amónico estable, en cuya forma se encontraría una parte importante del nitrógeno. Tanto la caída del dióxido de carbono como la utilización del nitrógeno por la vida habrían modificado el balance eh favor del nitrógeno gaseoso.

Aunque el nitrógeno no interviene en el efecto invernadero por sí mismo, el incremento de nitrógeno habría duplicado la presión atmosférica y esto habría incrementado el efecto invernadero del dióxido de carbono y el metano.

 

La razón de ello es un poco recóndita y está relacionada con un incremento en la absorción de radiación infrarroja por los gases del efecto invernadero cuando la presión atmosférica es más alta.

Es importante observar que hay otros modelos del Arcaico igualmente plausibles. Los conocimientos convencionales se expresan en el libro de Holland: considera que el medio ambiente anterior a la vida transcurría sin cambios. Robert Garrels prefiere caracterizar este período por altas temperaturas sostenidas por altas concentraciones de dióxido de carbono en el aire.

 

Probablemente pasará mucho tiempo antes de que estemos seguros de la historia antigua de la Tierra. Sin embargo, el propósito de este capítulo no es hacer una descripción firme de las condiciones reinantes durante el Arcaico, sino mostrar cómo la teoría de Gaia se puede usar para construir un cuadro diferente de aquellos tiempos.

Me gusta imaginar que un químico extraterrestre hubiera llegado al sistema solar hace mucho tiempo y hubiera visto la atmósfera de la Tierra antes de la vida. El espectrofotómetro infrarrojo de su nave espacial hubiera reconocido un planeta en el estado estacionario abiológico -un planeta que todavía no está vivo pero con el potencial para contener vida-.

 

En una segunda visita muy posterior, cuando la vida ya se hubiera desarrollado, un análisis semejante hubiera mostrado un grado de desequilibro imposible de mantener en un planeta sin vida. El dióxido de carbono, el metano, el sulfuro de hidrógeno y el oxígeno no pueden coexistir en las proporciones mostradas en la tabla 4.1 en presencia de la luz solar. Debido a los efectos destructivos de la radiación ultravioleta en el metano, oxígeno y sulfuro de hidrógeno, el extraterrestre se hubiera dado cuenta de que existía una fuente que regeneraba constantemente estos gases. Ninguna fuente volcánica concebible podría mantener una atmósfera semejante.

 

El extraterrestre hubiera llegado a la conclusión de que la Tierra estaba ahora viva.

A menudo me pregunto cuánto se parecía la Tierra arcaica a la nuestra. Sospecho que desde una nave espacial orbital no parecería la esfera familiar azul y blanca con la tierra y el mar asomando bajo la capa nubosa. Más probablemente, la Tierra habría sido un planeta nublado marrón-rojizo, como Venus o Titán, demasiado opaco para poder ver la superficie subyacente. El cielo que ahora vemos tan azul y claro es consecuencia de la abundancia de oxígeno. El oxígeno es la lejía permanente que limpia y refresca el aire.


En una playa al borde de un continente arcaico contemplaríamos olas rompiendo en la fina arena y detrás una pendiente de dunas. Sería familiar excepto por los colores. El Sol en lo alto tendría un color rojizo como el que ahora tiene al atardecer. El cielo tendría un color rosáceo y el mar, el gran imitador, sombras marrones. No habría conchas ni rastros de cosas moviéndose por la arena. En la marea baja las olas grandes romperían a lo lejos dejando expuestos extraños arrecifes provocados por estromatolitos en forma de seta, creados por el carbonato cálcico segregado por las colonias vivas de cianobacterias.

Tierra adentro, detrás de la arena y la zona de dunas, habría aguas estancadas con manchas verdes y negras correspondientes a espesas proliferaciones bacterianas. Aparte del viento y de las olas, el único sonido audible sería el «plaf» de las burbujas de metano explotando al romper su encierro en el barro. Más allá de la laguna y la superficie continental se hubiera repetido el mismo paisaje en cualquier sitio en que se hubieran podido encontrar depresiones someras con agua.

 

En la tierra más seca de las laderas de las colinas, un barniz de vida microbiana hubiera trabajado incesantemente en la meteorización de las rocas, aportando nutrientes y minerales a las corrientes de agua de lluvia y eliminando continuamente dióxido de carbono del aire. Este paisaje tranquilo habría durado a lo largo de la mayor parte del Arcaico.

 

Sin embargo, habría habido interrupciones violentas durante la caída de asteroides desde el espacio. Por lo menos hubo diez catástrofes de este tipo, cada una suficiente como para destruir más de la mitad de toda la vida planetaria. Estas habrían alterado el medio ambiente físico y químico lo bastante como para poner en peligro la existencia de la vida durante cientos, o quizá miles, de años después de cada episodio.

Debemos rendir homenaje a la fuerza de Gaia por el hecho de que nuestra casa planetaria se recuperase de manera tan rápida y eficiente después de estos sucesos.


El paisaje sin vida hubiera sido muy diferente. Las fuerzas ineludibles que gobiernan la evolución química y física conducen a los pequeños planetas interiores a un estado oxidado a causa de la pérdida de hidrógeno. Venus puede haber contenido algo de agua al principio. Estimaciones a partir de las proporciones de los gases nobles no reactivos indican que cuando los planetas se formaron Venus podría haber tenido al menos un tercio del agua que hay en la Tierra.

 

¿Adónde fue?

 

Lo más probable es que el hierro y el azufre de las rocas superficiales secuestraran el oxígeno presente en las moléculas de agua. Estas reacciones habrían liberado hidrógeno gaseoso, que había escapado al espacio. La radiación ultravioleta en los límites de la atmósfera podría también haber escindido una parte del vapor de agua en hidrógeno y oxígeno. En cualquier caso, el hidrógeno, y en consecuencia el agua, se perdieron para siempre y el planeta evolucionó a un estado más oxidado. Ahora Venus, con su calor de horno y su aire cargado de azufre, es un modelo del infierno. En comparación, gracias a la vida que soporta, la Tierra es el cielo.

¿Cómo persistieron nuestros océanos?

 

Parece probable que la presencia de vida haya tenido algún papel. Robert Garrels me dijo que sus cálculos sugieren que en ausencia de vida la Tierra se hubiera desecado en aproximadamente 1,5 eones, la mitad del Arcaico. Hay varias maneras de retener el hidrógeno en un planeta. Una es introducir oxígeno en la atmósfera o el medio ambiente para que capture hidrógeno formando agua.

 

La vida, en la fotosíntesis, divide el dióxido de carbono en carbono y oxígeno. Si una parte del carbono queda sepultado en las rocas de la corteza resulta un incremento neto de oxígeno. Por cada átomo de carbono enterrado se obtienen dos átomos de oxígeno. Por tanto, cuatro átomos de hidrógeno o dos moléculas de agua.

 

También hay que considerar las reacciones que ocurren en el fondo del océano entre el agua y el ión ferroso de las rocas basálticas. El hidrógeno libre producido constituiría un alimento para aquellas especies bacterianas que pudiesen obtener energía transformándolo en metano, sulfuro de hidrógeno y otros compuestos menos volátiles que el hidrógeno.

 

El metano descompuesto en la estratosfera por la radiación ultravioleta podría estratificar la atmósfera y retardar así la difusión de los gases procedentes de la atmósfera inferior, lo que también retardaría la fuga de hidrógeno al espacio. De ésta y otras maneras más sutiles la presencia de la vida arcaica habría salvado a nuestro planeta de una muerte polvorienta.

Elso Barghoorn y Stanley Tyler descubrieron por primera vez las bacterias fósiles que llevaron al reconocimiento de las primeras formas de vida en tiempos arcaicos. Una vez visité los laboratorios de Barghoorn en la Universidad de Harvard y comprobé por mí mismo las refinadas técnicas instrumentales que empleaba para cortar, con sierras de diamante, duras rocas en láminas finas y transparentes. De esta manera, él y Tyler encontraron microfósiles de bacterias en el antiguo peñasco del Glunflint, en la región de los Grandes Lagos de América del Norte.

 

Sin embargo, estos antiguos fósiles pertenecen a lugares húmedos; todavía no sabemos si había vida en la tierra seca. Encuentro difcil de creer que una forma de vida tan emprendedora como las bacterias hubiera desaprovechado las superficies terrestres. En este momento quiero dejar claro lo que considero que es una hipótesis falsa acerca -de aquellos tiempos primitivos. Ahora estamos aplicando una nueva teoría para describir el paisaje que permite explicar coherentemente las pocas evidencias genuinas de que disponemos.

La imagen falsa, que se desvanece como un espejismo, es la creencia del “frágil escudo de la Tierra”. De alguna manera, los meteorólogos L.V. Berkner y L.C. Marshall fueron quienes la encendieron hace treinta años, cuando introdujeron su famosa teoría de la evolución del oxígeno atmosférico. Un aspecto crucial de la misma era la consideración de que existía un flujo de radiaciones ultravioletas letales antes de que existiera oxígeno en el aire y que esto impidió que la vida pudiera colonizar las superficies terrestres.

 

Se sostenía, además, que la vida anterior al oxígeno tenía que estar obligada a existir en las profundidades del mar, donde no podía penetrar la radiación ultravioleta. Fue sólo después que apareciese el oxígeno en el aire que pudo formarse ozono y éste pudo actuar como un escudo protector contra los rayos ultravioleta impidiendo que alcanzasen la superficie. Después de esto, el camino quedaba abierto para que una vida abundante pudiera colonizar la tierra firme y posibilitar el aumento de la concentración de oxígeno hasta su nivel actual del 21 por ciento mediante un incremento de la fotosíntesis.


Ahora sospechamos que algunos detalles de esta teoría, tales como que el oxígeno fue en ocasiones más abundante que ahora, estaban equivocados. Esto no debe entenderse como un demérito, pues los autores no disponían entonces de la información necesaria para contrastar sus teorías. Tenemos una inmensa deuda con Berkner y Marshall por el efecto estimulante que sus ideas tuvieron en el desarrollo de las ciencias de la Tierra.

Antes que ellos hubo otros científicos como Vernadsky y Hutchinson que presentaron un modelo del mundo en el que la vida también tenía un papel activo y no sólo era un espectador obligado a adaptarse a los caprichos químicos y climáticos de un mundo puramente físico y químico. La comunidad científica recibió sus ideas con entusiasmo. Entre estas ideas se encontraba el postulado menor de que la presencia de una capa de ozono estratosférica es un requerimiento esencial para la vida en la superficie. Casi todos los científicos aceptan hoy esta idea como si fuese un hecho probado por la ciencia.

Podría no haber existido capa de ozono en los orígenes de la vida y durante el Arcaico. Los gases dominantes en la química de la atmósfera eran el hidrógeno y el metano. Incluso si hubiera habido algo de oxígeno en la atmósfera no habría podido producirse ozono. (El ozono se produce cuando la radiación ultravioleta en la estratosfera escinde las moléculas de oxígeno en dos átomos separados, que entonces se combinan con otras moléculas de oxígeno para formar una especie de oxígeno de tres átomos: 03.)

 

La intensidad de la radiación ultravioleta sobre la superficie de la Tierra en ausencia de ozono sería 30 veces mayor que la actual. Se dice que semejante irradiación habría esterilizado la superficie terrestre. Los creyentes más comprometidos en la energía de la radiación ultravioleta mantienen que se necesitan de 10 a 30 metros de agua oceánica para filtrar la radiación mortal. Sostienen que la vida no hubiera podido existir en las aguas someras ni en la superficie.

Lo más probable es que «el escudo frágil de la Tierra» sea un mito. Efectivamente, la capa de ozono existe hoy en día, pero es una fantasía creer que su presencia sea esencial para la vida. Mi primer trabajo como graduado fue en el National Institute of Medical Research en Londres. Mi jefe era el amable, y distinguido generalista, Robert Bourdillon. Tuve el privilegio de observar, y luego participar, en experimentos que él y mi colega, Owen Lidwell, realizaron cuando intentaban matar bacterias por exposición a radiación solar no filtrada.

 

Nuestro objetivo práctico era la prevención de infecciones recurrentes en salas de hospital y quirófanos. Buscábamos una manera de matar las bacterias del aire y prevenir de este modo la extensión de la infección. Algunas especies de bacterias lavadas y desnudas eran destruidas fácilmente por radiación ultravioleta cuando eran suspendidas en el aire, incluidas en gotas finas. Sin embargo, era impresionante observar cómo una pequeña película de materia orgánica podía proteger de forma casi completa hasta las especies más sensibles.

En el mundo real fuera del laboratorio las bacterias no se encuentran suspendidas en agua destilada o soluciones salinas. En sus hábitats normales las bacterias están revestidas de protecciones mucosas fabricadas con componentes orgánicos y minerales tomados de su medio ambiente. Ya no están desnudas como en nuestros experimentos. Se hicieron muchos ensayos hasta que se concluyó que la radiación ultravioleta no era un método efectivo para la eliminación de los delicados y frágiles patógenos del ambiente hospitalario.

 

Apenas se necesitan prendas para parar la radiación ultravioleta. (*)

(*) Aquellos que permanezcan escépticos quizá se convenzan mediante los informes estos experimentos en el Medical Resarch Council's Special Report número 262, titulado Studies in Air Hygiene, publicado en 1948. (N. del A.)

El recuerdo de estos experimentos me inclinó a no aceptar que la radiación en las superficies terrestres arcaicas por luz ultravioleta natural, mucho más débil, hubiera podido evitar su colonización. Los organismos que entonces se encontraban allí estaban acostumbrados a vivir al aire libre y disponían de millones de años para adaptarse ellos mismos o acondicionar la Tierra. También es erróneo considerar que entre todos los gases atmosféricos sólo el ozono puede filtrar la luz ultravioleta.

Muchos otros compuestos absorben y eliminan radiación ultravioleta. Los candidatos más probables en el Arcaico serían los productos análogos al smog generados por la descomposición del metano o del sulfuro de hidrógeno.

 

En el océano hay incluso más posibilidades. Los abundantes iones de elementos de transición tales como hierro, manganeso y cobalto tienen una intensa capacidad de absorción de luz ultravioleta, así como las sales del ácido nitroso y diversos ácidos orgánicos. Pero aún en el caso de que luz solar ultravioleta sin filtrar de ningún modo hubiera brillado en la superficie, la vida no se hubiera resentido demasiado. Los organismos son esencialmente oportunistas.

 

Probablemente habrían transformado la energía ultravioleta dura para su uso en forma de fuente de energía de alto rendimiento. Es un insulto a la versatilidad de los sistemas biológicos suponer que una débil penetración de radiación como la luz solar ultravioleta podía constituir un obstáculo insuperable para la vida en la superficie. Incluso los seres humanos de piel negra son casi inmunes a sus efectos, y esta radiación es empleada en la piel de todos nosotros para la producción fotobioquímica ocasional de vitamina D.

La aceptación del criterio de que la radiación ultravioleta es incondicionalmente mortal para la vida ha mantenido una concepción equivocada del Arcaico y de otros períodos en la evolución de Gaia. Sin embargo, este es un criterio profundamente arraigado en el pensamiento científico. Me daba cuenta de que era común entre los científicos que buscaban vida en Marte.

 

No podía ayudarles planteando cómo era posible que pensasen que había vida en la superficie intensamente irradiada de Marte y al mismo tiempo creyeran que la Tierra, detrás de la espesa y turbia atmósfera arcaica, era estéril. ¿Cómo podían encajar en sus mentes dos ideas tan contradictorias?

Creo que una amenaza más seria para la salud de las comunidades terrestres de aquellos tiempos sería la necesidad de lluvia. La lluvia en las masas continentales del presente es en gran medida una consecuencia de la evapotranspiración: el bombeo de los árboles y plantas de grandes cantidades de agua desde el suelo a sus hojas, donde se evapora.

Las plumas ascendentes de vapor de agua sobre los bosques actúan como montañas invisibles y fuerzan al aire que entra desde el océano a derramar su carga de agua. Incluso en el caso de que la vida bacteriana creciese hasta formar estromatolitos es improbable que estas estructuras coloniales que destacaban por encima de la superficie fuesen tan eficientes en la producción de lluvia como los árboles.

 

Sin embargo, a pesar de su tamaño, las bacterias tienen sus tácticas para producir lluvia. Recientemente se ha encontrado que bacterias del género pseudomonas sintetizan una macromolécula que puede inducir la congelación de gotas de agua superenfriadas por debajo de 0 °C.

Aunque un volumen de agua se congela cuando la temperatura cae por debajo de 0 °C, como ocurre en una piscina o en un cubito de hielo, las gotas de agua que se han condensado dentro de una nube pueden no congelarse hasta que la temperatura desciende por debajo de -40 °C. Este superenfriamiento tiene lugar en ausencia de núcleos de partículas sólidas sobre las que puedan formarse y crecer cristales microscópicos de hielo.

 

El agua pura es reacia a congelarse. Lo hace en nuestras neveras porque en las masas de agua siempre hay alguna partícula que permite iniciar el proceso de agregación. Algunos compuestos químicos, como el ioduro de plata, tienen formas cristalinas similares al hielo. Si se esparcen estos cristales en una nube superenfriada desencadenarán el proceso de congelación y eventualmente la caída de agua.

La macromolécula que sintetizan los pseudomonadinos da lugar a que se congelen las gotas enfriadas a sólo -2°C. Son, por tanto, mucho más eficientes que el ioduro de plata. Estas propiedades han sido estudiadas desde un punto de vista comercial para desarrollar métodos de generación de lluvia. Los cristales de ioduro de plata sólo sirven tras un cierto tratamiento y la producción de la eficiente macromolécula de los pseudomonadinos está en curso.

 

Sin embargo, algunos ecologistas piensan que el robo de lluvia es socialmente indeseable, pues ésta podría haber caído sobre los que quizá la necesitan más.

Los pseudomonadinos tienen una historia antigua y quizá su truco para la nucleación del hielo se remonta al Arcaico. En tal caso ¿son ellos los generadores de lluvia que lideraron la conquista de la tierra firme? Una pregunta que surge siempre en este punto de la especulación es ¿cómo ocurrió? Probablemente las bacterias no decidieron fabricar una sustancia nucleadora de hielo.

 

En este momento los microbiólogos serios se ponen nerviosos y temen la proximidad de otra herejía teleológica. Afortunadamente, podemos construir fácilmente un modelo plausible de la evolución, en donde se acopla un efecto ambiental de gran escala y la actividad local de los microorganismos -además un modelo libre de toda mancha de previsión.

Es probable que los sistemas fisiológicos regionales y globales de Gaia tengan sus orígenes en la competencia e interacciones locales entre especies. Una forma primitiva del generador de hielo puede haber encontrado alguna ventaja en la congelación del rocío en sus lugares de crecimiento. Mediante ésta, puede haber destruido a un competidor o a un predador, roto la piel dura de un organismo que le servía de alimento, o producido rupturas mecánicas en rocas para liberar nutrientes o incrementar la cantidad de partículas del suelo. Cualquiera de estos efectos, solo o en combinación, daría ventaja al generador de hielo y, lo que es más importante, daría ventaja al mayor o mejor nucleador.

 

Como consecuencia de ello se obtendría una distribución ubicua del mejor nucleador posible. Por razones puramente locales, estas bacterias continuarían su actividad congeladora en cualquier sitio donde esto les reportase alguna ventaja. Por otra parte, no es difícil comprender que los ecosistemas superficiales que transportasen generadores de hielo estarían en ventaja con respecto a los incapaces de producir agentes nucleadores. El polvo del suelo agitado por el viento o levantado por torbellinos podría inducir la congelación de gotas en las nubes y luego la lluvia.

Un aspecto que se conoce con detalle es el de la interrelación entre la congelación de las gotas de las nubes y la caída subsiguiente de lluvia. Cuando se congela el agua se libera una gran cantidad de calor. En otras palabras, la congelación de la mitad del agua en una gota superenfriada a -40°C libera calor suficiente para aumentar la temperatura de la mezcla de agua y hielo 40°C hasta el punto de congelación. Si se congela una gran proporción de gotas superenfriadas de una nube, el calor latente liberado calienta la nube y la hace ascender.

 

Ello da lugar a que más vapor de agua se condense y congele, de manera que el hielo y la nieve añadidos dan lugar a que la nube gane agua y peso, y se produzca la precipitación. Por tanto, cualquier producto de un organismo vivo que nuclee gotas superenfriadas de una nube favorecerá la lluvia.


Por otra parte, la condensación de vapor de agua supersaturado es todavía más importante para la regulación climática que la congelación de gotas de agua superenfriada. El aire que se encuentra por encima del océano a menudo está supersaturado de vapor de agua. Sin embargo no se pueden formar nubes ni gotas sin la presencia de partículas finas, los núcleos de condensación de las nubes.

 

El climatólogo Robert Charlson ha indicado que las emisiones de compuestos de azufre por el biota han tenido un papel importante en la provisión de núcleos de condensación de nubes tanto en la actualidad como en el pasado reciente. Sin embargo se requiere la presencia de oxígeno atmosférico para la oxidación del azufre a ácidos sulfúrico y metanosulfónico, los agentes nucleantes.

 

Ello no podría haber ocurrido en el Arcaico, pero otras especies moleculares pueden haber cumplido esta función. El aerosol de sal marina formado al romperse las olas tiene alguna capacidad de nucleación, pero es pequeña en comparación con las microgotas de ácido sulfúrico.

Aunque la lluvia es esencial para el crecimiento en la tierra, también conlleva problemas porque elimina nutrientes. (Un buen ejemplo de este problema lo constituyen las tierras altas de la costa oeste de las islas Británicas cuya baja productividad se debe a que son lavadas constantemente por la lluvia.)

 

En la actualidad, los ríos transportan al océano elementos que son utilizados o requeridos por la vida marina -como por ejemplo nitrógeno, fósforo, calcio y silicio-. Sin embargo, los ríos también llevan al mar otros elementos más raros -azufre, selenio y iodo-, y la tierra se empobrece.

 

Ello nos conduce a otro mecanismo geofisiológico de gran escala: la transferencia de elementos esenciales o nutrientes desde el océano, donde son abundantes, a la tierra, donde son escasos. El proceso requiere que la vida marina sintetice compuestos químicos específicos que actúen como transportadores de elementos a través del aire. El azufre, por ejemplo, es transportado del océano a la tierra mediante el sulfuro de dimetilo, un producto de las algas marinas.

En el Arcaico, el medio ambiente estaba libre de oxígeno o bien los gases reductores predominaban sobre éste. En semejante atmósfera no es posible la síntesis de sulfuro de dimetilo, que sólo parece tener lugar en ambientes oxidantes. Sin embargo, la vida terrestre arcaica habría necesitado un menor aporte de azufre que el actual. Para esta finalidad habrían podido servir compuestos tales como el sulfuro de hidrógeno y disulfuro de carbono, que son inestables en nuestro aire actual oxidante.

El sulfuro de hidrógeno es ubicuo en Lonas anóxicas y reacciona con muchos metales -como el plomo, la plata y el mercurio- que en caso contrario podrían acumularse hasta niveles tóxicos. El resultado de este proceso son sulfuros insolubles en agua que se depositan como sólidos. El geoquímico Wolfgang Krumbein ha mostrado que los lechos minerales de estos elementos expuestos hoy día en o cerca de la superficie son los vertederos de desechos de algún ecosistema anóxico del pasado.

 

Los organismos anaerobios que convierten los elementos, potencialmente tóxicos, mercurio y plomo en sus metil derivados volátiles proliferaron con éxito y proporcionaron al ecosistema un mecanismo para eliminar residuos tóxicos. Las zonas anóxicas son atravesadas continuamente por un flujo de gas metano que serviría para llevarse lejos estos materiales volátiles.

 

Una parte de esta actividad metilante es beneficiosa a escala regional o incluso global. La producción de selenuro de dimetilo, descubierta por primera vez por el químico atmosférico F.S. Rowland, es útil para compensar de una manera sutil la toxicidad del dimetil mercurio. También sirve para el reciclado del selenio, elemento esencial, a escala mundial (o planetaria).

La tasa de deposición del carbono durante el Arcaico no era significativamente diferente a la de hoy. Como vimos anteriormente, el carbono presente en la roca sedimentaria más antigua muestra una pequeña diferencia en la proporción de sus isótopos con respecto a la de las rocas lunares que nunca han sido expuestas a la vida. Esta diferencia proporciona evidencia de la presencia de fotosintetizadores. El geólogo Euan Nisbet me dice que hay depósitos arcaicos ricos en carbono en Sudáfrica.

 

Son como los yacimientos de carbón almacenados a partir de los bosques del período Carbonífero, eones después. Estos depósitos de carbono constituyen todo lo que queda de los cuerpos muertos de los microorganismos que una vez vivieron en el Arcaico. Tanto en este período como en la actualidad, los volcanes descargaron dióxido de carbono.

 

Las bacterias fotosintéticas utilizaron este dióxido de carbono para elaborar los compuestos orgánicos de sus células; dichos organismos también pueden haber facilitado la reacción del dióxido de carbono con el calcio y otros iones divalentes disueltos en el mar y en las superficies terrestres.

Estas dos reacciones constituían los sumideros de dióxido de carbono y lo mantenían a un nivel constante en la atmósfera. Tal como se ha indicado anteriormente, ello forma parte del sistema de regulación climática ilustrado en la figura 4.2. Además de este efecto de consecuencias climáticas, los sistemas arcaicos habrían depositado una proporción pequeña, pero constante, del carbono orgánico que habría dado lugar a un suministro estable de oxígeno.

 

Sin embargo, éste habría sido utilizado en la oxidación de los compuestos reducidos de los ambientes oceánicos y de la superficie, y de los emitidos por los volcanes. Algo parecido a uno de estos experimentos de los estudios de bachillerato, en que se añade de forma progresiva una solución oxidante a una solución reductora hasta que un indicador cambia de pronto de color para señalar el cambio repentino de reductor a oxidante al final de la valoración.

 

La deposición de una proporción pequeña de carbono y azufre, procesados por bacterias que existieron en algún momento, dio lugar a la valoración del material oxidable del medio ambiente hasta que se agotó el excedente. Se continuó añadiendo material reductor al océano y la atmósfera, pero la velocidad de adición era menor que la de deposición de carbono.

 

El oxígeno libre empezó a encontrarse en el aire a niveles más que suficientes para vencer la tendencia reductora del metano, y marcó el final de la época.

Parece probable que el final del período en que el metano dominaba la química de la atmósfera fuera abrupto. Sin embargo, sería erróneo considerar un salto repentino desde un mundo carente de oxígeno a uno en que el oxígeno se encontraba en forma libre en el aire. Es mucho más probable una proliferación gradual de organismos aeróbicos en la superficie de la Tierra durante el último período arcaico.

 

Estos podrían haberse encontrado principalmente en la superficie, donde los fototróficos expuestos al Sol habrían producido localmente suficiente oxígeno para mantenerlos. Consistirían en un ecosistema separado y encapsulado sobreviviendo en un sistema letal, de manera semejante a la supervivencia de los anaerobios en el mundo venenoso y rico en oxígeno de la actualidad.

 

En este ecosistema oxidante habría consumidores que vivirían de los productos orgánicos de las cianobacterias, y también organismos capaces de explotar un medio ligeramente oxidante y llevar a cabo habilidades como la desnitrificación (usando iones nitrato y nitrito en lugar de oxígeno de manera que el nitrógeno escaparía al aire como nitrógeno gaseoso y óxido nitroso).

De forma gradual, a medida que se agotaban los compuestos del mar capaces de eliminar oxígeno, no se absorbería el oxígeno liberado por los fototrofos. Entonces, la relación entre el flujo de metano y oxígeno se desplazaría hacia un exceso de oxígeno. Se extenderían los ecosistemas oxidantes que probablemente habrían cubierto la mayor parte de los océanos justo antes de que el oxígeno libre aumentase para convertirse en el oxidante dominante. El cambio fue más bien una dominación que un genocidio.

 

Extraños escenarios son incluso probables si las comunidades de la superficie hubiesen generado óxido nitroso antes de que el mismo oxígeno apareciese. Este gas es estable en la troposfera y pudiera haber permitido persistir al metano durante más tiempo. También es en cierta medida un gas de efecto invernadero y pudiera haber compensado la disminución de metano. Ahora es sintetizado por bacterias y es probable que entonces hubiera bacterias que lo fabricasen.

En geofisiología, el final del Arcaico coincidió con el gran acontecimiento marcado por la presencia del oxígeno libre en el aire. Sin embargo, para las bacterias arcaicas la era nunca acabó.

 

Ellas medran en cualquier ambiente que esté libre de oxígeno. Ellas son el motor de los vigorosos y extensos ecosistemas de las zonas anóxicas del fondo marino, de las zonas húmedas y marismas, y de los intestinos de casi todos los consumidores, incluyendo a nosotros mismos. En un sentido geológico estricto, el período finalizó hace 2,5 eones y el oxígeno puede haber venido después. La aparición del oxígeno en el aire y en la superficie de los océanos no eliminó los ecosistemas anóxicos, sólo los segregó a las aguas estancadas y los sedimentos.

 

Como consecuencia, las rocas que se formaron a partir de estos sedimentos pueden no haber registrado la presencia de oxígeno libre en el aire.

Este es, por tanto, un relato de unos pocos aspectos del Arcaico contemplados a través de la teoría de Gaia. Era un período en que el sistema funcional de la Tierra estaba totalmente dominado por bacterias. Fue un período largo, en que los constituyentes vivos de Gaia se habrían podido considerar de forma acertada como pertenecientes a un único tejido.

 

Las bacterias son móviles y mótiles y se podrían haber desplazado por todo el mundo arrastradas por los vientos y las corrientes oceánicas. También pueden intercambiar fácilmente información en forma de mensajes codificados en las cadenas de ácidos nucleicos de bajo peso molecular llamadas plásmidos. Toda la vida en la Tierra estaba por tanto ligada por una red de comunicación lenta, pero precisa.

 

La visión de Marshall McLuhan de la «aldea global», con seres humanos ligados en una red parlante de telecomunicaciones, es una reedición de este mecanismo arcaico.

 

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