9º - GAIA Y EL MEDIO AMBIENTE CONTEMPORÁNEO

“Un día como hoy comprendí aquello que te he contado un centenar de veces, que no hay nada equivocado en el mundo. La equivocación está en nuestra manera de contemplarlo.”

Henry Miller

Un camino agreste y pedregoso transcurre a través de la hierba fina del marjal y luego cae dentro del lecho pelado repleto de piedras del río Lydd. Frente a él se levanta la pequeña montaña de Widgery Tor, una especie de torrecita en las paredes de Dartmoor, aquel macizo cuadrado en forma de castillo. En los días claros y soleados este paisaje ofrecía una amplia y romántica perspectiva que compensaba el pequeño esfuerzo de un paseo por el campo.

El segundo día de agosto de 1982 también era un día soleado, pero la visión del marjal se había perdido en una neblina marrón, densa y sucia. El aire estaba corrompido por los humos de los omnipresentes millones de coches y camiones. Sus gases flatulentos eran transportados por el viento del este proveniente del continente; la química ineluctable empujada por la luz del Sol transformó los humos en un brebaje de brujas que marchitó las hojas verdes.

 

Incluso mis ojos, a pesar de ser lavados por el flujo de lágrimas, empezaban a escocer; mi incomodidad personal pronto atrajo mi atención hacia la observación de la máscara de smog fotoquímico que oscurecía el brillo iluminado del paisaje del campo en el oeste. Un visitante de Los Ángeles instantáneamente hubiera reconocido de qué se trataba, pero los europeos; que todavía se encontraban en su últimas etapas de luna de miel con el transporte personal, no podían admitir que sus queridos coches despedían algo tan sucio como el smog.

Ésta visión de un fastidioso día de verano de alguna manera delimita el conflicto entre las buenas y blandas intenciones de los sueños humanistas y las terribles consecuencias de su realización incompleta. Dejamos que cada familia sea libre de conducir por el campo de modo que pueda disfrutar del aire fresco y de la belleza del paisaje; pero cuando lo hacen, todo se desvanece dentro de la sucia neblina que ocasiona su presencia colectiva motorizada.

 

Cuando subí a la Tor y tuve estos pensamientos también me di cuenta de que al conducir hasta el pie de la colina para empezar el paseo había añadido una cantidad pequeña, pero culpable, de hidrocarburos y de óxidos de azufre y nitrógeno al aire contaminado. También me percaté de que mi desagrado por este tipo de contaminación atmosférica obedecía a un juicio de valor, que además era minoritario.


Son muy pocos los que de una manera u otra no contribuyen a la demolición incesante del medio natural. Típicamente, arrogantemente, nos quejamos de la tecnología en lugar de quejarnos de nosotros mismos. Somos culpables, pero ¿cuál es el delito? Muchas veces en la historia de la Tierra han aparecido nuevas especies con alguna capacidad poderosa de cambiar el medio ambiente y han hecho cosas parecidas, y aun más importantes. Aquellas bacterias simples que utilizaron por primera vez la luz del Sol para vivir y emitir oxígeno fueron los antecedentes de los árboles de hoy en día.

 

Sin embargo, por el sólo hecho de vivir y de llevar a cabo su transformación fotoquímica, alteraron el medio ambiente de manera tan profunda que grandes cantidades de sus especies vecinas fueron destruidas por el oxígeno venenoso que se acumuló en el aire. Otros microorganismos simples han actuado en sus comunidades de manera que se han formado cadenas de montañas y continentes que se han puesto en movimiento sobre la superficie de la Tierra.

Contemplado desde la escala de tiempo de nuestras breves vidas, el cambio ambiental puede parecer fortuito, incluso maligno. Desde el punto de vista del tiempo gaiano la polución del medio ambiente se caracteriza por períodos de estabilidad interrumpidos por inesperados cambios abruptos. El medio ambiente nunca ha sido tan inhóspito como para amenazar la existencia de la vida en la Tierra, pero durante estos cambios bruscos las especies residentes sufrieron catástrofes cuya escala puede haber sido tan enorme que puede haber hecho que algo como una guerra nuclear total se parezca a una brisa dentro de un huracán. Nosotros mismos somos un producto de esta catástrofe.

 

¿Es posible que inadvertidamente estemos precipitando otra interrupción que altere el medio ambiente que van a heredar nuestros sucesores?

En 1984 se reunieron un grupo de científicos de todo el mundo en Sao José dos Campos en Brasil. El encuentro se celebró bajo los auspicios de la Universidad de las Naciones Unidas y se planteaba la siguiente pregunta: ¿De qué modo la intervención humana sobre los ecosistemas naturales de los trópicos puede afectar a las selvas, las regiones a su alrededor y al mundo entero?

 

Pronto se puso en evidencia que los especialistas, cualquiera que fuese su especialidad, tenían poco que ofrecer aparte de una manifestación clara y franca de ignorancia.

 

Pregunté:

«¿Cuándo conoceremos los efectos de la eliminación de las selvas de la Amazonía?»; sólo pudieron contestar: «No antes de que las selvas hayan desaparecido».

Parecía como si estuviéramos en una etapa de comprensión de la salud de Gaia análoga a la de un médico antes de que existiese la medicina.

En The Youngest Science [La ciencia más joven], Lewis Thomas nos comparó con un joven aprendiz de médico cuyas primeras experiencias se llevaron a cabo en los años treinta. Incluso para aquellos que entonces sabían medicina era sorprendente comprobar las pocas cosas que un médico podía curar en un paciente. La práctica de la medicina consistía en la administración de fármacos que proporcionasen un alivio sintomático e intentar asegurar que el ambiente que rodease al paciente fuese el más favorable posible para los potentes procesos naturales de autocuración que todos poseemos.

Al principio de este libro, se comentó que la ciencia médica se desarrolló como resultado de la observación sutil y por ensayo y error. El descubrimiento del valor curativo de fármacos como la quinina, o de esta panacea maravillosa contra el dolor y la incomodidad, el opio, no provino de ningún laboratorio brillantemente agudo.

 

Por el contrario, fueron los experimentos iniciales o las observaciones de un genio pueblerino los que revelaron los beneficios que se obtenían al mascar aquella corteza amarga del árbol de la quina o el alivio real que se encontraba implícito en el látex seco proveniente de las cabezas de adormidera: La fisiología, la ciencia de los sistemas de la gente y los animales, era al principio una amalgama de conocimientos indefinidos que posteriormente experimentó un progreso adicional. El descubrimiento de Paracelso de que «el veneno es la dosis» es un invento geofisiológico que todavía tiene que ser descubierto por los que buscan el objetivo inalcanzable y absurdo de contaminación nula.

 

El descubrimiento por William Harvey de la circulación de la sangre añadió una cantidad considerable de conocimiento a la medicina, de manera semejante a como el descubrimiento de la meteorología permitió incrementar de manera importante nuestro grado de compresión de la Tierra.

Las ciencias especializadas como la bioquímica y la microbiología se desarrollaron mucho más tarde, y transcurrió mucho tiempo hasta que sus nuevas contribuciones permitieron mejorar la práctica de la medicina. Tal como dije anteriormente, por los años en que redactaba este libro, apareció en la revista Nature un trabajo que describía la estructura molecular del virus responsable del síndrome de inmunodeficiencia adquirida, pero transcurrirá mucho tiempo antes de que este logro impresionante de la bioquímica pueda rescatar a quienes ahora mueren de SIDA y consuele a aquellos que temen esta mortal y extraña enfermedad.

Parecía particularmente apropiado encontrarse en Brasil como si se tratase de galenos al viejo estilo intercambiando opiniones junto a la cama de un paciente con una enfermedad incurable. Nos dimos cuenta de nuestro inadecuado nivel de conocimientos y de la necesidad de una profesión nueva: la medicina planetaria, una clínica general para la diagnosis y tratamiento de enfermedades planetarias. Pensamos que se desarrollaría a partir de la experiencia y el empirismo, tal como lo ha hecho la medicina.

 

También nos pareció a algunos que la geofisiología, la ciencia de los sistemas de la Tierra, puede servir, tal como lo hizo la fisiología en la evolución de la medicina, como guía científica para el desarrollo de esta profesión putativa.

Por tanto este capítulo consistirá en una descripción de los problemas reales e imaginarios de Gaia a través de los ojos de un practicante contemporáneo de la medicina planetaria. Los conocimientos científicos de referencia, la geofisiología, ya han sido desarrollados en los capítulos precedentes. Consideraremos los indicios físicos, la sintomatología clínica, característica para ver si se puede realizar algún diagnóstico.

 

En el caso de Gaia hay que decir que las quejas no vienen del paciente, sino de las moscas inteligentes que lo infestan.

 

Sin embargo, no hay nada que nos impida realizar un examen rutinario de los registros de temperatura y de los análisis bioquímicos de los fluidos corporales.

 

 

 

La fiebre del dióxido de carbono

«El dióxido de carbono es un gas incoloro con un olor débilmente acre y gusto ácido. Se encuentra de forma natural en la atmósfera de la Tierra, sirve como un elemento esencial en la nutrición de las plantas y es un elemento que determina de forma importante el balance térmico del planeta.

 

Las actividades humanas liberan dióxido de carbono a la atmósfera a través de la combustión de madera, carbón, petróleo gas natural y otros materiales orgánicos. Debido en parte a estas actividades, la concentración de dióxido de carbono ha crecido alrededor de un 7 por ciento en las últimas dos décadas. Ha habido un gran debate acerca de cómo y cuándo la Tierra reaccionará y qué impacto va a tener esto en la humanidad.»

Así empieza el primer capítulo de ese libro espléndido, Carbon Dioxide Review 1982 [Dióxido de carbono. Resumen 1982], editado por William Clark. Excepto en el caso de que se hayan realizado algunos descubrimientos nuevos e importantes entre el tiempo de su publicación y cuando usted lea estas páginas, sospecho que este libro todavía se encontrará entre las mejores fuentes de información acerca de este tema tan complejo.


Desde los principios de la vida, el dióxido de carbono ha desempeñado un papel contradictorio en la Tierra. Es el alimento para la fotosíntesis y por tanto para toda la vida, el medio mediante el cual la energía de la luz solar se transforma en materia viva. Al mismo tiempo ha servido de manta que ha mantenido la Tierra caliente cuando el Sol era frío, una manta que, ahora que el Sol es caliente, se está haciendo delgada.

 

Sin embargo, hay que tener cuidado porque también es nuestro sustento. Antes hemos visto cómo el biota en todas las partes del mar y de la tierra trabaja para bombear dióxido de carbono del aire de manera que el dióxido de carbono que emerge de los volcanes no nos ahogue. Sin este bombeo constante, este gas aumentaría su concentración en unos centenares de miles de años hasta niveles que harían de la Tierra un sitio tórrido e inhóspito para la mayor parte de la vida actual.

 

El dióxido de carbono es para Gaia como la sal para nosotros. No podemos vivir sin ella pero en exceso es un veneno.

Para los seres humanos, unos cuantos cientos de miles de años es algo casi indistinguible del infinito para Gaia, que tiene alrededor de 3,6 eones, es un tiempo equivalente a tres de nuestros meses. Gaia tiene razones para preocuparse por este descenso a largo plazo del dióxido de carbono. Ahora bien, el incremento de dióxido de carbono como consecuencia de la combustión de productos fósiles solamente es para ella una perturbación menor que dura sólo un instante de tiempo. En cualquier caso ella tiende a compensar la disminución.

Antes de que apartemos a Gaia de nuestras preocupaciones debemos tener en cuenta que, entre las cosas que pueden suceder en un instante, se encuentra el impacto de una bala en pleno vuelo. Por pequeña que sea y por breve que sea el contacto, sus consecuencias pueden ser desastrosas. Así puede ocurrir con Gaia y el dióxido de carbono.

 

La humanidad puede haber elegido un momento muy inconveniente para añadir dióxido de carbono al aire. Creo que el sistema de regulación del dióxido de carbono está cerca del final de su capacidad estabilizadora. El aire de los tiempos recientes ha tenido una concentración inadecuadamente baja en dióxido de carbono para la mayor parte de la vegetación.

 

Tal como se indicaba en el capítulo anterior, están evolucionando nuevas especies con una bioquímica diferente. Estas especies nuevas, las plantas C4, pueden vivir con niveles muy bajos de dióxido de carbono y dentro de un tiempo puede que reemplacen a los modelos C3 viejos y obsoletos, a medida que este gas prosigue en su paulatina disminución. La progresión no es suave, sino que sigue la marcha renqueante y espasmódica de los viejos.

 

Sabemos que el dióxido de carbono ha disminuido en su concentración a lo largo de la historia de la Tierra, pero subió desde 180 a cerca de 300 partes por millón en unos cientos de años al final de la última glaciación. Una subida rápida como ésta sólo puede haber sido originada por una avería súbita de las bombas. No se puede explicar a partir de los procesos lentos de la geoquímica.

La velocidad y la proporción de la subida del dióxido de carbono que ahora está en curso, como resultado de nuestras actuaciones, es comparable con la del incremento natural que sucedió al final de la última Edad de Hielo. Parece ser que en algún momento del siglo que viene el incremento que causaremos será probablemente igual al causado por el fracaso de las bombas hace 12.000 años.

 

Por tanto, el cambio climático sobre el que tenemos que pensar es posiblemente tan importante como el ocurrido entre la última Edad de Hielo y ahora. Un cambio que transformaría el invierno en primavera, la primavera en verano y el verano en algo habitualmente tan caliente como el verano más caliente del que podamos acordarnos. Para entender la importancia de este cambio a escala personal imaginemos que uno es un ciudadano de una ciudad continental como Chicago o Kíev.

 

El cambio es tan grande como entre el frío más intenso del invierno que ha pasado al fuerte calor del verano que pronto vendrá.

En su libro, William Clark compara las predicciones de los economistas del crecimiento desde ahora hasta mediados de la próxima centuria. Entre ellas se incluye la predicción de Amory y Hunter Lovins que argumentan que el crecimiento podría ser probablemente cercano a cero en el futuro predecible. Esta predicción es muy diferente de la del grande y anticuado Herman Kahn, quien vio el mundo entero del próximo siglo bajo la forma de un desarrollo suburbano vasto y saludable.

 

Hay una fuerte evidencia objetiva a partir del registro de la producción industrial que indica que la predicción de Lovins está más cercana a la verdad. Desde el año 1974 el ciclo de la energía y materiales de la humanidad se encuentra en un estado estacionario. Incluso en esta situación, a no ser que disminuyamos drásticamente la tasa de combustión de productos fósiles, el dióxido de carbono de la atmósfera continuará aumentando hacia su propio estado estacionario y duplicará su concentración entre los años 2050 y 2100.

Sólo puedo imaginar los detalles que pueden sobrevenir como consecuencia de este calentamiento. ¿Desaparecerán bajo las aguas Boston, Londres, Venecia y los Países Bajos? ¿Se extenderá el Sahara a través del Ecuador? Las respuestas a estas preguntas probablemente provendrán de la experiencia directa. No existen expertos capaces de predecir cual será el futuro clima global.

Tenemos algunos criterios provenientes de la geofisiología, que nos recuerda que la Tierra es un sistema activo y reactivo y no sólo una esfera de roca húmeda y nebulosa. Los sistemas en homeostasis compensan las perturbaciones y trabajan para mantenerse en un estado adecuado. Quizá si la dejásemos a su aire Gaia podría absorber el exceso de calor y dióxido de carbono que le llega.

 

Sin embargo, no se deja a Gaia actuar por sí sola; además de los incrementos de dióxido de carbono también estamos ocupados eliminando una parte de la vida vegetal, las selvas y los bosques, que mediante una respuesta de crecimiento extra podrían contrarrestar el cambio.

Las consecuencias de la distorsión de un sistema que está balanceado precariamente, en los límites de su estabilidad, son probablemente mucho más importantes que los efectos directos y predecibles de la adición de dióxido de carbono a un sistema estable. Tanto la teoría de control como la geofisiología nos indican que la perturbación de un sistema que se encuentra cerca de una inestabilidad puede dar lugar a oscilaciones, cambios caóticos, o colapso.

 

Paradójicamente, un animal que se encuentre a punto de morir de frío, cuya temperatura interna media es de 25 °C, morirá si lo introducimos en un baño caliente. El intento bien intencionado de devolverle el calor sólo sirve para calentar la piel hasta el punto que su consumo de oxígeno resulta superior al que pueden proporcionar sus pulmones y el lento latir de su corazón, todavía frío.

 

En estos casos se produce un círculo vicioso de retroalimentación positiva que comienza con la dilatación de los vasos sanguíneos de la piel, lo que reduce la presión sanguínea y la muerte sobreviene rápidamente a partir del fracaso del corazón en hacer circular la sangre que se encuentra demasiado baja en oxígeno para las necesidades del sistema. Un animal hipotérmico se recuperará si se calienta suavemente o si se le proporciona calor internamente, por diatermia.

Sabemos demasiado poco acerca del sistema climático del dióxido de carbono para ser capaces de proporcionar una predicción detallada de las consecuencias del incremento actual. Sin embargo hay una serie de hechos seguros fruto de la observación de los que podemos sacar algunas consecuencias. La temperatura media de la Tierra se encuentra claramente por debajo de la temperatura óptima para la vida vegetal.

 

Hay oscilaciones climáticas periódicas que corresponden a los ciclos de las glaciaciones y los períodos interglaciares y durante las glaciaciones el dióxido de carbono disminuye hasta cerca de su límite inferior posible. Todos estos aspectos son sintomáticos de un sistema en el límite del colapso.

Al igual que nuestro médico de antes, nos encontramos con que el diagnóstico es más fácil que la cura. Quedamos con el desasosiego de pensar que añadir ahora dióxido de carbono a la Tierra podría ser tan imprudente como calentar la superficie de nuestro hipotético paciente hipotérmico.

 

No resulta de mucho alivio pensar que si por descuido precipitamos una interrupción climática la vida continuará en unas nuevas condiciones de estabilidad. Es casi seguro que un nuevo estado estacionario será menos favorable para la humanidad que el que disfrutamos ahora.
 

 


Un caso de acidez

El efecto invernadero del dióxido de carbono no es el único problema que resulta de la combustión de productos fósiles. En las regiones templadas del hemisferio norte existe un incremento de la mortalidad y morbilidad de los ecosistemas. Los árboles y la vida de los lagos y ríos se encuentran particularmente afectados.

 

Los síntomas parecen estar relacionados con el incremento de la precipitación de sustancias ácidas. Se dice que la combustión es la causa de la precipitación ácida y de todo el daño que hace a los ecosistemas forestales.

 

¿La geofisiología da un punto de vista diferente?

Se podría decir que toda la culpa es del oxígeno. Si aquellos dioses paternales, las cianobacterias, no hubieran contaminado la Tierra con este gas nocivo no habría óxidos de nitrógeno ni de azufre que molestasen en el aire, y por tanto no habría lluvia ácida. El oxígeno, el acidificador, la droga gaseosa que tanto nos da vida como nos acaba matando. No fue por un criterio trivial que los químicos franceses del siglo XVIII le llamaron el principio acidificador.

 

En su tiempo no había muchos productos químicos en que experimentar; los que tenían por ejemplo azufre, carbono y fósforo, todos producían ácidos cuando se combinaban con oxígeno: sólo después, cuando el descubrimiento de la electricidad permitió a los químicos aislar elementos como el sodio y el calcio, se encontró que la combustión también produce productos alcalinos.

 

Más tarde aún, se dieron cuenta de que un ácido era una sustancia que daba libremente átomos de hidrógeno cargados positivamente, y se vio que en estos protones se encontraba el verdadero principio de la acidez. Después de eso, el gran químico G.N. Lewis observó que era la carga eléctrica lo que importaba, no el átomo que la acarreaba. Mostró que los ácidos pueden ser sustancias que atraen los electrones, los transportadores fundamentales de la carga negativa.

 

En cierto modo el mismo oxígeno es uno de estos ácidos «de Lewis».

No es sorprendente que haya oxígeno libre en el aire como resultado de las transacciones químicas de la vida. El catálogo de elementos presentes en los compuestos químicos de la corteza terrestre tiene más oxígeno que otra cosa; el 49 por ciento de la composición elemental es oxígeno. Tal como observó Lavoisier, entre todos los elementos ligeros fundamentales que constituyen la vida -carbono, nitrógeno, hidrógeno, azufre y fósforo sólo el hidrógeno no da lugar a ácidos cuando se combina con oxígeno. Mucho antes de que los seres humanos pisasen el planeta la lluvia que caía era ácida.

 

La acidez natural de la lluvia era debida al ácido carbónico, el responsable del suave burbujeo del agua carbonatada, al ácido fórmico, uno de los productos finales de la oxidación del metano, y a los ácidos nítrico, sulfúrico: metanosulfúrico y clorhídrico. Aunque estos cuatro últimos son fuertes y corrosivos la lluvia que caía no causaba daño porque se encontraban muy diluidos.

 

Básicamente estaban producidos a partir de la oxidación de los gases emitidos por los seres vivos; algunos también procedían de los gases que salían de los volcanes o eran formados por procesos de alta energía, como las tormentas eléctricas o los rayos cósmicos que hacen reaccionar al nitrógeno con el oxígeno. Los precursores biológicos de los ácidos -por ejemplo el metano, el óxido nitroso, el sulfuro de dimetilo y el cloruro de metilono son ácidos, pero se oxidan en el aire para dar lugar a la lista de ácidos mencionada anteriormente.

De nuevo, la contaminación por lluvia ácida es un problema de dosis: la polución se produce debido a un incremento hasta niveles intolerables de ácidos que antes estaban a concentración benigna. En este sentido, la destrucción de los ecosistemas por los ácidos y los oxidantes es un aspecto separado de la reducción de la calidad de vida debida a este tipo de contaminantes.

 

El smog y la neblina del que me quejaba en los párrafos introductorios de este capítulo, y que enmascaran una buena parte del verano del hemisferio norte, es en su mayor proporción una niebla de gotas de ácido sulfúrico.

Cualquier observador distante del odioso debate europeo o norteamericano sobre la lluvia ácida puede tener la impresión de que ésta se debe a la combustión de productos fósiles ricos en azufre en las centrales térmicas, hornos industriales y sistemas de calefacción doméstica. Tanto el carbón como el petróleo contienen alrededor de un uno por ciento de azufre. Este elemento abandona los tubos de las chimeneas en forma de dióxido de azufre, gas que se oxida en ácido sulfúrico y se condensa en gotas que atraen el vapor de agua del aire para formar una niebla o neblina ácida.

 

Esta finalmente sedimenta o es arrastrada por la lluvia. Cuando cae en tierras ricas en rocas alcalinas como las calizas, y particularmente en los casos de zonas con escasez de azufre, su contribución es bienvenida. Por el contrario, cuando cae sobre tierra que ya es ácida de por sí su contribución es inoportuna y potencialmente destructiva. Canadá, Escandinavia, Escocia y muchas otras regiones norteñas están constituidas por rocas antiguas, los residuos duros e insolubles de eones de erosión. Los ecosistemas que sobreviven en estos terrenos poco prometedores y a menudo ácidos tienen menos capacidad de resistir el efecto de la acidificación.

 

Desde los países de estas regiones surge una queja justificada de que sus vecinos industriales los están destruyendo. Para los canadienses y los escandinavos la necesidad de que cese la emisión de dióxido de azufre desde los países situados a «sotavento» es incuestionable. Son pocos los que pueden dudar de la justificación de sus quejas, pero lógicamente los agresores son reticentes a gastar las grandes cantidades de dinero necesarias para parar los escapes de dióxido de azufre de sus industrias y centrales térmicas.

 

La contribución geofisiológica a este debate consiste en hacer notar que esta acidez puede tener otro origen además del vinagre sulfúrico de los vecinos. La adaptación de eliminadores de dióxido de azufre a las chimeneas puede aligerar pero no remediar el problema. La fuente menospreciada de ácido es el transportador natural de azufre, el sulfuro de dimetilo.

 

Durante los dos últimos años, Meinrat Andreae y Peter Liss (oceanógrafos químicos que trabajan, respectivamente, en Florida y el Reino Unido) han mostrado que la emisión de este gas por parte de floraciones fitoplanctónicas en la superficie de los océanos alrededor de Europa occidental es tan grande que puede ser comparada con las emisiones totales de azufre por la industria de esta región.

 

Además, las emisiones de fitoplancton son estacionales y parece que coinciden con los episodios de máxima precipitación ácida.

En tal caso puede preguntarse, con razón, ¿por qué no se ha observado contaminación hasta ahora? Si el sulfuro de dimetilo marino es la fuente de ácido sulfúrico ¿por qué Escandinavia no ha sufrido siempre los efectos nocivos de la precipitación ácida? De hecho, dos cambios ocurridos en los años recientes pueden haber convertido la transferencia natural de azufre del mar a tierra en una maldición en lugar de una bendición.

 

Antes de que Europa se industrializase in- tensamente, el sulfuro de dimetilo probablemente era transportado desde el mar hasta distancias lejanas tierra adentro por el viento del oeste y dejaría caer su azufre de manera diluida sobre una vasta área. La industrialización no sólo ha incrementado la carga total de ácido sino que también a aumentado de manera muy importante la abundancia de óxidos de nitrógeno y otras especies químicas provenientes de la combustión.

 

Estas pueden reaccionar bajo la luz del Sol y producir hidroxilo, el potente oxidante. La fuente más importante de estos productos es la máquina de combustión interna que mueve el transporte individual y público. Los radicales hidroxilo en la actualidad se encuentran en una abundancia por lo menos diez veces superior a la correspondiente antes de que el transporte privado fuera ubicuo.

 

Debido a ello, el sulfuro de dimetilo que se solía oxidar lentamente sobre toda Europa puede ahora verter su carga ácida rápidamente en las regiones cercanas a la costa en que el aire del mar se encuentra con el aire contaminado.

Además de este incremento en la tasa de oxidación, y por tanto de producción ácida, probablemente la emisión de sulfuro de dimetilo ha aumentado por sí misma en los últimos años. Patrick Holligan, del Laboratorio de Biología Marina de Plymouth, me explicó que fotografías de satélite han mostrado la presencia de floraciones densas de algas que se congregan alrededor de los deltas fluviales continentales de Europa.

 

Peter Liss y sus colegas han encontrado que estas floraciones de algas emiten sulfuro de dimetilo, aparentemente estimuladas por los aportes ricos en nutrientes provenientes de los ríos de Europa. El uso excesivo de fertilizantes nitrogenados, y el incremento de aguas residuales urbanas en los ríos que descargan en el mar del Norte y en el canal de la Mancha han sobrealimentado el mar que se encuentra encima de la plataforma continental europea tendiendo a transformarlo en algo parecido a un estanque de patos.

 

El incremento relativo de ácido que proviene de esta fuente todavía no se conoce. Puede que resulte insignificante. Sin embargo, los legisladores prudentes preocupados por las lluvias ácidas deben recomendar a sus asesores científicos que investiguen la importancia relativa de las diversas fuentes de ácido. Mi simpatía personal se encuentra con aquellos que demandan acción inmediata sobre la base de que el principal culpable se encuentra en las emisiones de dióxido de azufre. Sin embargo me pregunto qué pasaría si reducirlas no sirviese de nada.

 

Entonces, si éste fuese el mejor sistema para prevenir la precipitación de lluvias ácidas, ¿estarían los gobiernos dispuestos a emprender las acciones más caras de reforma de alcantarillado o de control de emisiones de óxido de nitrógeno?

El asunto de la lluvia ácida es un tema que tiene mucho más de político y económico que de ciencia ambiental. Antes de aceptar como inevitable la larga y costosa batalla que in lucra intereses nacionales e internacionales es interesante volver atrás y reexaminar lo ocurrido con la batalla del ozono. Se encuentran algunos paralelismos interesantes y quizás algunas lecciones que aprender.

 

 


El dilema de los dermatólogos: ozonemia

A finales de los años sesenta desarrollé un aparato sencillo capaz de detectar los clorolluorohidrocarburos (CFC) en la atmósfera hasta niveles de partes por trillón en volumen. Esta sensibilidad es primorosa, pues a semejantes concentraciones incluso los productos químicos más tóxicos podrían ser inspirados o tragados indefinidamente sin originar daño alguno.

 

En 1972 utilicé este aparato en el viaje a la Antártida y de regreso a bordo del Ry Shackleton (véase capítulo 6).

 

Las medidas que hice en este barco mostraron que los CFC se encontraban distribuidos por todo el medio ambiente. Se encontraban unas 40 partes por trillón en el hemisferio sur y entre 50 y 70 en el norte. Cuando di a conocer estos descubrimientos en un trabajo publicado en la revista Nature en 1973 estaba preocupado por el hecho de que algún fanático utilizase estos datos como base para una historia catastrófica. Tan pronto como se asocian números a un resultado estos números parecen darle una importancia falsa.

 

Lo que antes era una simple traza se convierte en un peligro potencial. Cuando los hipocondríacos se enteran de que su presión sanguínea es 110/60 se preocupan:

«Doctor, ¿seguro que no es demasiado bajo?».

En calidad de médico planetario putativo sentí la necesidad de añadir al principio del trabajo la frase, «la presencia de estos compuestos no constituye ningún peligro potencial». Esta frase se ha convertido en uno de mis mayores desatinos.

 

Por supuesto, tendría que haber dicho,

«en su concentración actual estos compuestos no constituyen ningún peligro concebible».

Incluso entonces sabía que si las emisiones continuaban sin control se acumularían hasta que algún día cerca del final del siglo constituirían un peligro. No sabía nada acerca de la amenaza a la capa de ozono, pero sabía que estos gases se encontraban entre los de mayor efecto invernadero potencial y que si llegaban a concentraciones de partes por billón las consecuencias climáticas de su presencia podrían ser serias. Esta opinión se encuentra registrada en las actas de una reunión sobre clorofluorohidrocarburos celebrada en Andover, Massachusetts, en octubre de 1972.

Durante los años setenta existía el temor a una catástrofe inminente.

 

«El frágil escudo de la Tierra», la capa de ozono, se decía estar en inminente peligro de destrucción como consecuencia de la emisión de óxido nítrico a la estratosfera asociado a los gases de las toberas de los aviones supersónicos. El químico atmosférico Harold Johnson fue el primero en alertarnos de esta amenaza particular.

 

Entonces Ralph Cicerone y su colega Kichard Stolarski atrajeron nuestra atención, al principio a modo de tentativa, hacia el cloro como otro peligro para el ozono.

 

Luego, en 1974, apareció en la revista Nature un trabajo de Sherry Rowland y Mario Molina que argumentaba con gran claridad y fuerza que, como consecuencia de la fotoquímica estratosférica, los CFC eran una fuente importante de cloro y, por tanto, una amenaza a la capa de ozono. Este trabajo sigue siendo una cita de obligada referencia, un sucesor natural del libro de Rachel Carson La primavera silenciosa.

 

Anunció el principio de la batalla del ozono. En su entusiasmo por la ciencia y la pelea los científicos, de modo poco característico, convencieron al público v a sí mismos de la necesidad de acciones inmediatas para prohibir las emisiones de CFC. A mí, cogido a contrapié por mi primer aserto de que los CFC no eran nocivos, la amenaza me parecía remota e hipotética.

 

Sin embargo, me encontraba en minoría y los legisladores de muchas partes del mundo se convencieron de la necesidad de actuar precipitadamente y redactar leyes prohibiendo los gases CFC como propelentes de los aerosoles. Es interesante preguntarse qué hay de especial en relación con el ozono que hizo que los legisladores actuasen de esta manera. Nadie moría por los efectos de las emisiones de CFC, las cosechas y la ganadería no se veían afectados por su presencia, los mismos productos se encontraban entre los más benignos que pueden entrar en nuestras casas, no son tóxicos, ni corrosivos ni inflamables.

 

Ciertamente serían indetectables excepto por el instrumento que utilicé para su detección. Su presencia a niveles de entre 40 y 80 partes por trillón no representaba un peligro para la capa de ozono, incluso para el ecologista más comprometido. La preocupación venía del hecho de que las emisiones crecían exponencialmente y si la velocidad de crecimiento de los años sesenta continuaba hasta el final de la centuria habría una disminución de ozono entre un 20 y un 30 por ciento.

 

Lo cual sería desastroso.

El ozono es un gas azul oscuro, explosivo y muy venenoso. Es sorprendente que tanta gente lo haya considerado como si se tratase de una de esas especies hermosas en peligro de extinción. Sin embargo, la moda de los años setenta consistía en protestar por los peligros ambientales de la misma manera que en generaciones anteriores consistía en la afición por los sortilegios. No era fácil oponerse a la creencia general de que sólo una acción inmediata por parte de científicos y políticos podía salvarnos a nosotros y a nuestros hijos de una inevitable disminución de la capa de ozono y las consecuencias espantosas de un flujo siempre creciente de radiación ultravioleta cancerígena.

 

En esta época fue también cuando la palabra «producto químico» se convirtió en algo peyorativo y todos los productos de la industria química se consideraban como malos, a no ser que se probase su inocuidad. En una atmósfera más objetiva podríamos haber contemplado las predicciones catastróficas como muy exageradas - algo para controlar de cerca pero no algo que requiriese una legislación inmediata. Sin embargo, los años setenta no eran un tiempo para contemplar las cosas a largo plazo y de una manera fría.


Los principales científicos y abogados preocupados por el tema de los fluorohidrocarburos se encontraron en 1976, en la Universidad de Logan, la pequeña ciudad de las Montañas Rocosas. Entre los presentes se encontraba Ralph Cicerone, quien lanzó en primer lugar la hipótesis de que el cloro de la estratosfera podía catalizar la destrucción del ozono, y Mario Molina y Sherry Rowland, los que desarrollaron la secuencia de reacciones complejas que explican por qué los CFC podían constituir la fuente de cloro y esbozaron los detalles intrincados del mecanismo de destrucción.

 

También había científicos de la industria y de las agencias de control estatal, y por supuesto abogados y legisladores. La reunión podía haber consistido en un debate razonable tratando de ponerse de acuerdo acerca del límite superior de CFC a la luz de los conocimientos actuales. En lugar de ello se trató de una especie de consejo de guerra tribal en que se tomó la decisión de luchar. Cualquiera que no estuviera de acuerdo con la prohibición inmediata de los CFC era claramente un traidor a la causa.

 

Nunca olvidaré la disputa entre el Comisionado R.D. Pittle y el doctor Fred Kaufman, quien representaba a la Academia de Ciencias de Estados Unidos. El comisionado había olvidado que no se encontraba en el juzgado y pedía una respuesta afirmativa o negativa acerca de si se debía prohibir los CFC. En cierto modo me recordó otra disputa celebrada hacía mucho tiempo: la celebrada entre Galileo y las autoridades de su tiempo.

Los procesos científicos son muy diferentes a los jurídicos. Ambos han evolucionado para satisfacer las necesidades de sus usuarios. Las hipótesis científicas se evalúan por la exactitud de sus predicciones; el establecimiento de un hecho científico no afecta de manera apreciable al universo, sólo modifica el conocimiento científico.

 

Por el contrario, los hechos legales se evalúan en un debate controvertido y se establecen por sentencia. El establecimiento de un hecho legal cambia la sociedad desde el momento en que se dicta. En el mejor de los casos, casi con toda certeza, ciencia y ley no encajan bien. En Logan se intentaron formular sentencias legales basándose en hipótesis científicas no comprobadas. No es sorprendente que los resultados fuesen poco dignos de crédito para cualquiera de los participantes.


Otra vez se olvidó el criterio de Paracelso de que el veneno es la dosis y se colocó en su lugar el santo y seña de «cero».

 

El grito fue:

«No hay nivel seguro de radiación ultravioleta. La radiación ultravioleta, como los otros cancerígenos, debería ser reducida a cero».

De hecho la radiación ultravioleta es parte de nuestro ambiente natural y ha estado en él tanto tiempo como la vida misma. La esencia de los seres vivientes es el oportunismo. La radiación ultravioleta, aunque es potencialmente dañina, también puede ser utilizada por los organismos vivos para la fotosíntesis de la vitamina D. Cuando se convierte en una amenaza puede ser evitada sintetizando pigmentos como la melanina para absorberla.

Todavía existe una laguna de conocimiento acerca de las relaciones entre los ecosistemas naturales y la radiación ultravioleta a la que están expuestos. Sin embargo, sabemos que la radiación ultravioleta varía siete veces (700 por ciento) en intensidad entre el Ártico y los trópicos mientras que la luz visible sólo varía 1,6 veces (160 por ciento) en el mismo rango de latitud. A pesar de este amplio intervalo de intensidad, no hay ninguna región en que el crecimiento de la vegetación esté limitado por la luz ultravioleta.

 

Por el contrario, un cambio del orden de siete veces en la tasa pluviométrica es lo que determina la diferencia entre bosques y desiertos. No hay desiertos ultravioleta en la Tierra y la vida parece estar bien adaptada a la radiación a lo largo de todo el rango de intensidades. Los daños parecen circunscribirse a algunas especies emigrantes desde latitudes altas a bajas. Tampoco hay ninguna evidencia de que una carencia de radiación ultravioleta pueda ser dañina para las especies que migran desde los trópicos a las regiones templadas.

La exposición a cualquier radiación cuántica de alta energía que penetra en la piel puede dañar el material genético de nuestras células y degradar sus programas de instrucciones.

 

Entre los efectos adversos se encuentra la transición desde el crecimiento normal al maligno. Este es un tema aterrador, pero podemos mantener la calma si recordamos que estas consecuencias carcinogénicas no son diferentes de las derivadas de respirar oxígeno, que también es un cancerígeno. Respirar oxígeno es quizá lo que pone límite a la duración de la vida de la mayoría de los animales, aunque no respirarlo es letal de manera incluso más rápida. Existe un nivel de oxígeno adecuado, el 21 por ciento; más o menos de esta cantidad puede resultar dañino.

 

Fijar a nivel cero el oxígeno para prevenir el cáncer sería algo totalmente equivocado.

En general, las guerras no empiezan por un incidente aislado y éste era también el caso de la guerra del ozono. Las bases históricas se encontraban, tal como se ha indicado en el capítulo 4, en la propuesta de Berkner y Marshall de que la colonización de las superficies terrestres del planeta no tuvo lugar hasta que el oxígeno y su alótropo, el ozono, no entraron en la atmósfera.

 

Ellos sostenían que el ozono impide la penetración de radiación ultravioleta dura, que en caso contrario mantendría la tierra estéril e inhabitable para la vida. Era una hipótesis científica razonable y evaluable. En realidad fue evaluada por mi colega Lynn Margulis quien la refutó mostrando que las algas fotosintéticas pueden sobrevivir cuando se exponen a radiación ultravioleta equivalente a la de la luz del Sol no filtrada por la atmósfera.

 

Sin embargo esto no impidió que la hipótesis se convirtiera en uno de los grandes mitos científicos del siglo, aunque es ciertamente falsa y únicamente sobrevive debido a la división que separa las ciencias. Los físicos contemplan la biología como algo extraterritorial y la misma opinión tienen los biólogos de la física. Los miembros de cada disciplina tienden a aceptar de manera acrítica las conclusiones de los otros.

 

Esta compartimentación es un triunfo de la especialización sobre la ciencia y se manifiesta con suma inocencia cuando los científicos tienden a explicar separadamente los aspectos físicos y biológicos de sus resultados como una consecuencia necesaria de su especialización. Los biólogos que están preocupados por los efectos de los rayos ultravioleta saben que éstos son tanto beneficiosos como dañinos. hasta ahora no tenían razones para dudar de la experiencia de sus colegas físicos, y por tanto sólo consideraban las consecuencias del decrecimiento del ozono.

 

Por otra parte, la mayoría de físicos no son conscientes de que la radiación ultravioleta también puede reportar beneficios. En consecuencia, tienden a pensar en el incremento de la capa de ozono como un beneficio. Sin embargo, las enfermedades por falta de vitamina D -raquitismo y osteomalacia- están asociadas a una exposición reducida a la radiación ultravioleta.

 

También parece ser que la incidencia de esclerosis múltiple varía con la latitud de manera recíproca al cáncer de piel. La variación del color de piel con la latitud sugiere que nos hemos adaptado, en ausencia de migración, a los niveles de radiación ultravioleta de nuestros hábitats.

Una vez más el ozono es noticia. J.C. Farman y B.G. Gardiner, del British Antaretic Survey, han descubierto una disminución de la capa de ozono en las regiones subpolares. Además, esta disminución ha aumentado rápidamente cada año hasta que ahora casi es un agujero. Este acontecimiento es inesperado y contrasta con el hecho de que en la mayor parte del mundo el nivel de ozono no ha cambiado o incluso ha crecido ligeramente. Sin embargo se trata de un tema interesante e inquietante.

 

¿Qué pasaría si el agujero se extendiese y amenazase regiones pobladas?

 

Antes de comprometerse profundamente vale la pena preguntarse cuáles fueron los beneficios del primer conflicto sobre el ozono. ¿Quién ganó y quién perdió? Los únicos perdedores claros fueron las industrias pequeñas y sus empleados que dependían del uso de los CFC en los productos que fueron prohibidos. Por razones diversas y complejas, los fabricantes de CFC no se vieron afectados de manera importante.

 

La pérdida de la dudosamente rentable sección de propelentes-CFC de su mercado, junto con la racionalización de su industria, no modificó sensiblemente su economía. Los políticos y los movimientos ecologistas perdieron un poco de su credibilidad pero la memoria de la gente tiende a ser de corta duración. Los vencedores claros fueron la ciencia y los científicos.

 

Se desembolsaron vastas sumas para la investigación atmosférica que nunca hubieran estado disponibles sin la guerra del ozono. Ahora sabemos mucho más acerca de nuestra atmósfera y este conocimiento será esencial para entender otros problemas atmosféricos. Entre ellos se encuentra el efecto invernadero de los gases atmosféricos minoritarios.

 

Hay tres propiedades de los CFC que los hacen peligrosos.

  • primero, sus tiempos de vida media atmosférica tan largos, que les permiten acumularse sin control

  • segundo, su capacidad para transportar su carga de cloruro directamente y sin pérdidas a la estratosfera

  • tercero, la intensidad con que absorben radiación infrarroja de onda larga

Su presencia en la atmósfera es un factor adicional al del efecto invernadero del dióxido de carbono.

 

Ello representa un peligro potencialmente mucho más serio que el de la disminución de ozono. Tenemos razón en estar agradecidos a uno de los pioneros acerca de la preocupación por los CFC, Ralph Cicerone, por haber centrado la atención en el problema ciertamente más grave de su efecto invernadero.

Es posible que estuviera equivocado al oponerme a los que demandaban leyes inmediatas para parar las emisiones de CFC. Me parece que el extraño fenómeno sobre las regiones del Polo Sur puede constituir una advertencia con sorpresas todavía más serias de aparición próxima. Parece posible que otras alteraciones, incluyendo el incremento concomitante de COZ y metano debido a la industria humana y a la agricultura, sean responsables del efecto extra de los compuestos clorados en las regiones polares.

 

En este sentido albergo pocas dudas de que sin el cloro derivado de los gases industriales no hubiera habido adelgazamiento de la capa de ozono en el Polo Sur. Los CFC y otros halohidrocarburos se han incrementado en un 500 por ciento desde que los medí en 1971. Entonces eran inocuos, pero ahora hay demasiados gases halohidrocarbonados en el aire. Ahora se notan los primeros síntomas de envenenamiento y me uno a aquellos que querían regular las emisiones de CFC y otros transportadores de cloro a la estratosfera.


Para volver a nuestra analogía clínica, podríamos decir que el miedo al cáncer de piel como consecuencia de la disminución de ozono dio lugar al principio a una hipocondría global, algo adquirido de una manera demasiado fácil debido a la identificación de nuestros temores con el relato plausible de síntomas descritos en un libro de texto. Los buenos médicos saben que la hipocondría puede ser una llamada de socorro y que oculta la existencia de una enfermedad real, quizás ello también es verdad con respecto al estado de salud global.

 

Estos temores sobre los CFC y la capa de ozono ¿pueden haber presagiado el descubrimiento del agujero de ozono y el efecto invernadero climático amenazante de los CFC?

 


Una dosis de radiación nuclear

Carl Sagan hizo notar una vez que si un astrónomo extraterrestre mirase hacia el sistema solar en la región de radiofrecuencias del espectro electromagnético, observaría un objeto muy notable. Dos estrellas eclipsándose la una a la otra: una de ellas normal, pequeña, correspondiente a la secuencia principal, y la otra muy pequeña pero intensamente luminosa con una temperatura superficial aparente de millones de grados: nuestra Tierra.

 

Este científico distante que nos observase podría especular acerca de la naturaleza de la fuente de energía que alimenta lo que parecería ser uno de los objetos más calientes de la galaxia. Me pregunto cuán arriba en la lista de fuentes probables de energía se situaría la energía química. ¿Se incluiría energía proveniente de la reacción entre combustibles fósiles y el oxígeno de las plantas?

Es fácil ignorar el hecho de que somos algo anómalo. La energía natural del universo, la que enciende las estrellas del cielo, es nuclear. La energía química, el viento y las norias son, desde el punto de vista de un gestor del universo, tan raros como una estrella que queme carbón. Si ello es así, y si el universo de Dios está alimentado por energía nuclear, ¿por qué hay tantos individuos prestos a manifestarse en protesta contra su utilización para proporcionarnos energía eléctrica?

Los temores se alimentan de la ignorancia, y se abrió un gran hueco para el miedo cuando la ciencia empezó a hacerse incomprensible para aquellos que no la practican. Cuando se descubrieron los rayos X y los fenómenos nucleares al final de la última centuria, fueron considerados como algo muy beneficioso para la medicina -la visión casi mágica del esqueleto viviente y los primeros sistemas para paliar, e incluso a veces curar, el cáncer. Roentgen, Becquerel, y los Curie son recordados con afecto por lo que hicieron de bueno sus descubrimientos. Con toda seguridad también había una cara oscura, y demasiada radiación es un veneno lento y desagradable. Sin embargo, incluso el agua puede matar si se ingiere en exceso.

En general se admite que el cambio de actitud hacia la radiación provino de nuestra reacción contra la primera mala utilización de la energía nuclear en Hiroshima y Nagasaki.


Pero la cosa no es tan sencilla. Me acuerdo bien de que las primeras plantas nucleares eran una especie de orgullo nacional porque liberaban tranquilamente su beneficio de energía sin la gran contaminación de los quemadores de carbón que reemplazaban. Había una gran fascinación inocente entre el final de la segunda guerra mundial y el principio de los movimientos de protesta de los sesenta.

 

¿Qué es lo que fue mal?

En realidad nada fue mal, lo que ocurre es que la radiación nuclear, los pesticidas y los depresores de ozono comparten la propiedad común de que son fácilmente medibles y controlables. La asignación de un número a cualquier cosa le proporciona un sentido que antes no tenía. A veces, como pasa con el número de teléfono, es realmente valioso.

 

Sin embargo, algunas observaciones - por ejemplo que la abundancia de perfluorometilciclohexano atmosférico es 5,6 x 10-25 o que durante la lectura de esta línea de texto por lo menos se han desintegrado dentro del lector un centenar de miles de átomos - aunque son científicamente interesantes no proporcionan ningún beneficio ni tienen ninguna importancia para la salud. No son de interés para la opinión general.

Sin embargo, cuando se asocian números a una propiedad ambiental la gente de la calle encuentra pronto justificada su medida y en poco tiempo se crea una base de datos con información acerca de la sustancia X o la radiación Y. Tras el pequeño paso de comparar los contenidos de diferentes bases de datos, dentro de la naturaleza de las distribuciones estadísticas, se encontrará una correlación entre la sustancia X y la incidencia del mal Z. No es una exageración indicar que cuando un investigador curioso encuentra una vía abierta a un espacio semejante, éste se rellenará por el crecimiento oportunista de profesionales hambrientos y sus predadores.

 

Un nuevo subconjunto de la sociedad se ocupará del negocio de vigilar la sustancia X y la enfermedad Z, no digamos de los que fabricarán los instrumentos para llevarlo a cabo. También habrá abogados que establecerán la legislación para que la apliquen los burócratas, y así sucesivamente. Tengamos en cuenta el tamaño y la complejidad de las agencias de control de radiaciones, de la industria que fabrica aparatos de medida y protección y de la comunidad académica que se dedica a los efectos de la radiación sobre los seres vivos.

 

La disipación del fuerte miedo público a la radiación no contribuiría a la continuidad de sus puestos de trabajo. Podemos observar que existe una retroalimentación muy biológica, gaiana, en las relaciones de nuestra comunidad can el medio ambiente. No es una conspiración o una actividad motivada egoístamente. No hace falta nada de ello para mantener la curiosidad incesante de los exploradores y los investigadores, y siempre hay oportunistas esperando para alimentarse de sus descubrimientos.

Por si todo esto no fuese suficiente, están los medios de comunicación para distraernos. En la industria nuclear tienen un culebrón permanente sin que les cueste ni un duro. Incluso se puede experimentar la excitación de un desastre verdadero, como el de Chernobyl, en el que, como en la ficción, sólo mueren unos pocos héroes.

 

Es verdad que se han hecho estimaciones de las muertes por cáncer que podrían producirse en toda Europa como consecuencia del suceso de Chernobyl, pero para ser coherente también hay que preguntarse acerca de las muertes por cáncer por respirar los smogs de humo de carbón de Londres y contemplar un trozo de carbón con el mismo terror que ahora se reserva para el uranio.

 

Cuán diferente es el miedo a morir por accidentes nucleares en comparación con los lugares comunes del registro aburrido de muertes en las carreteras, fumar cigarrillos, o trabajos de minería -que tomados todos juntos son equivalentes a miles de sucesos como el de Chernobyl por día.

Fue Rachel Carson, con su libro oportuno y sugerente, Primavera silenciosa, quien empezó el movimiento ecologista y nos hizo ser conscientes del daño que podemos causar tan fácilmente al mundo que se encuentra a nuestra alrededor. Sin embargo, no creo que hubiera podido elaborar su denuncia contra el envenenamiento por pesticidas sin el descubrimiento anterior de que los pesticidas de uso agrícola estaban distribuidos de manera ubicua por toda la biosfera. Incluso se podían asociar números a las cantidades de pesticidas totalmente insignificantes en la leche de las madres que amamantan o en la grasa de los pingüinos del Antártico.

 

En tiempos de Rachel Carson, los pesticidas eran un peligro real y el ciego incremento exponencial de su uso ponía en peligro nuestro futuro. Sin embargo, se ha respondido adecuadamente y esta experiencia no debería ser extrapolada a todos los riesgos ambientales, reales o imaginarios.


Los párrafos subsiguientes no pretenden ser una defensa de la energía nuclear, ni implican que soy un enamorado de ella. Mi preocupación consiste en que la discusión sobre este tema, tanto a favor como en contra, nos distrae del problema serio y real de vivir en armonía con nosotros mismos y el resto de la biosfera. Estoy lejos de ser un admirador incondicional de la energía nuclear.

 

A menudo tengo la visión de pesadilla del invento de una fuente de energía basada en la fusión nuclear que fuera simple y ligera. Sería una caja pequeña, del tamaño de una guía de teléfonos con cuatro enchufes ordinarios empotrados en su superficie. La caja inspiraría aire y extraería hidrógeno a partir de su humedad, el cual alimentaría una fuente de energía de fusión nuclear calibrada para proporcionar un máximo de 100 kilovatios. Seria barata, fiable, fabricada en Japón, y disponible en cualquier parte.

 

Sería la fuente de energía perfecta, limpia y segura. Nunca se escaparía ningún residuo nuclear ni radiación, y nunca podría fallar peligrosamente.

La vida se transformaría. Energía gratis para uso doméstico; no seria necesario ni pasar frío en invierno ni calar en verano. Transporte privado sencillo, elegante y libre de contaminación estaría disponible para cualquiera. Podríamos colonizar los planetas e incluso desplazarnos más allá para explorar el sistema de estrellas de nuestra galaxia.

 

Así es como se podría vender el producto, pero la realidad ciertamente se varía ominosamente descrita por la famosa frase de Lord Acton,

«El poder - la energía - tiende a corromper y el poder - la energía - absoluto corrompe absolutamente».(*)

 

(*) El autor juega con el doble sentido de power, que en inglés puede significar <,poder> o «energía». (N. del T.)

El pensaba en el poder político pero la frase también podría ser plenamente válida para la electricidad. En la actualidad ya estamos transformando los hábitats de nuestros compañeros en Gaia con monocultivos agrícolas que utilizan combustibles fósiles baratos. La hacemos más deprisa del tiempo que tenemos para pensar acerca de las consecuencias. Imaginemos lo que podría pasar con energía gratis e ilimitada.

Si no podemos desinventar la energía nuclear espero que se mantenga tal cual es.

 

Las centrales de energía son grandes y lentas de construir y el bajo costo de la energía misma se ve compensado por la gran inversión de capital requerida. Los temores generales, a pesar de que no sean razonables, a veces actúan en forma de retroalimentación negativa sobré el crecimiento desbocado. Nadie, gracias a Dios, puede inventar una sierra eléctrica movida por una fuente de energía nuclear de fusión que pudiera cortar una selva tan deprisa y tan descuidadamente como cortamos un árbol.

Estas opiniones pueden parecer una traición a mis colegas ecologistas, muchos de los cuales han estado al frente de las protestas contra la energía nuclear. De hecho nunca he considerado la radiación o la energía nuclear como algo diferente a una parte normal e inevitable del medio ambiente.

 

Nuestros ancestros procarióticos evolucionaron en una masa del tamaño de un planeta formada a partir de los residuos de una explosión nuclear del tamaño de una estrella, una supernova que sintetizó los elementos que luego constituyeron nuestro planeta y nosotros mismos. No somos las primeras especies en experimentar con reactores nucleares, tal como ya ha sido descrito antes en este libro.


Estoy en deuda con el doctor Thomas de las Universidades Asociadas de Oak Ridge quien me describió un nuevo punto de vista acerca de la naturaleza de las consecuencias biológicas de la radiación nuclear. Cuando escuché sus palabras, expresadas en la calmosa intimidad de su habitación, sentí la misma emoción descrita por Keats en sus versos acerca de la primera vez que leyó el libro de Chapman, Homero. Lo que el doctor Thomas decía puede que no sea más que una hipótesis, pero para mí era un material muy sugerente.

 

Consideremos su planteamiento:

«Supongamos que los efectos biológicos de la exposición a la radiación nuclear no son diferentes de los resultantes de respirar oxígeno».

Hace tiempo que sabemos que los agentes dañinos dentro de la célula viva tras el paso de un fotón de rayos X o de algún fragmento atómico que se mueve rápidamente, son un surtido de productos químicos quebrados; cosas llamadas radicales libres que son compuestos químicos reactivos y destructivos.

 

Cuando un fotón de rayos X pasa a través de la célula, la radiación corta los enlaces químicos de la misma manera que una bala puede partir venas y nervios. En gran medida la mayor parte de su destrucción afecta a moléculas de agua ya que ésas son las más abundantes en la materia viva. Las piezas rotas de una molécula de agua en presencia de oxígeno forman una sucesión de productos destructivos que comprende el hidrógeno y los radicales hidroxilo, el ión superóxido y peróxido de hidrógeno.

 

Todos ellos son capaces de dañar de manera irreversible los polímeros genéticos que contienen las instrucciones de la célula. Todo lo descrito no es más que un resumen de los conocimientos convencionales. El nuevo punto de vista del doctor Thomas consiste en recordarnos que los mismos productos químicos destructivos están siendo sintetizados todo el tiempo, en ausencia de radiación, debido a pequeñas ineficiencias dentro del proceso normal del metabolismo oxidativo.

 

En otras palabras, por lo que concierne a nuestras células, los daños causados por la radiación nuclear y los daños debidos a la respiración de oxígeno son casi indistinguibles.

El valor especial de esta hipótesis consiste en que sugiere una regla simple para comparar estas dos propiedades dañinas del medio ambiente. Si el doctor Thomas tuviese razón, entonces los daños provenientes de la respiración serían equivalentes a una dosis de radiación en todo el cuerpo de 100 roentgens por año. Acostumbraba a preguntarme acerca de la relación entre riesgo-beneficio de un examen médico por rayos X.

 

Una radiografía en un hospital normal en el pecho o en el abdomen podría liberar 0,1 roentgens, lo suficiente para ennegrecer la película de un monitor de radiación personal y causar terror a los habitantes de Three Mile Island. Ahora, gracias al doctor Thomas, veo esta cantidad como algo no superior a una milésima del efecto de respirar durante un año. O, para expresarlo de otra forma, respirar es cincuenta veces más peligroso que la suma total de radiaciones que normalmente recibimos de todas las fuentes.

De nuevo se nos aparecen las batallas ancestrales al final del Arcaico contra la porción planetaria del oxígeno. Los sistemas vivos han inventado contramedidas ingeniosas: antioxidantes como la vitamina E para eliminar los radicales hidroxilo, superóxido dismutasa para destruir el ión superóxido, y otros medios numerosos para disminuir los efectos destructivos de la respiración.

 

Sin embargo, parece probable que el tiempo de vida de la mayoría de animales venga dado por el límite superior de la cantidad de oxígeno que pueden utilizar sus células antes de que sufran un daño irreversible. Animales como el ratón tienen una tasa metabólica específica mucho más rápida que la nuestra y más o menos viven sólo un año, aún en el caso de estar protegidos contra la predación.

 

El oxígeno mata de forma parecida a como lo hace la radiación nuclear, destruyendo las instrucciones acerca de la reproducción y reparación que se encuentran dentro de nuestras células. Por tanto el oxígeno es mutagénico y carcinógeno, y respirarlo fija el límite de nuestro tiempo de vida. Sin embargo, el oxígeno abrió a la vida una amplia gama de posibilidades que no estaban al alcance del humilde mundo anóxico.

 

Sólo para mencionar una de ellas: se necesita oxígeno molecular libre para la biosíntesis de los aminoácidos estructurales hidroxilisina e hidroxiprolina. Estos son elementos de los componentes estructurales que constituyen los árboles y animales.

Paul Crutzen, un químico de la atmósfera, fue el primero en llamar nuestra atención hacia las consecuencias geofisiológicas a largo plazo de una guerra nuclear a gran escala, el «invierno nuclear». A menudo necesitamos que se nos recuerde lo malo que puede ser el castigo final para que permanezca como una amenaza.

 

Sin embargo, de modo parecido al oxígeno, la energía nuclear nos proporciona oportunidades y desafíos para aprender a vivir con ella.
 



La enfermedad real

Cuando las cosas van mal, o cuando contemplamos una parte particularmente negativa del proceso de destrucción ambiental, a menudo decimos que la humanidad es como el cáncer del planeta. Los seres humanos crecen en un número incontrolado y son capaces de destruir lo que se pone en contacto con ellos.

 

¿Fue el miedo al cáncer, el gran tema de referencia de todos los ecologistas demagogos, lo que agitó nuestras preocupaciones sobre la Tierra?

 

Si es así, podemos dejar de preocuparnos. La vida existe en formas muy diversas y entre ellas ni los organismos unicelulares ni Gaia padecen esta forma única de rebelión que es el cáncer. Este problema se encuentra circunscrito a los metafitos y metazoos, aquellas formas de vida, tales como los árboles y los caballos, que consisten en grandes comunidades celulares altamente organizadas.

 

La gente no es, de ninguna manera, como un tumor. El crecimiento maligno en un animal requiere la transformación de las instrucciones registradas en los genes de la célula. Así, los descendientes de la célula transformada crecen de forma independiente del sistema animal. Sin embargo, la independencia nunca es completa; incluso las células cancerosas responden y contribuyen hasta cierto punto al sistema. Para ser como el cáncer primero necesitaríamos convertirnos en una especie diferente y luego constituir una parte de algo mucho más organizado que Gaia.

La longevidad y la fuerza de Gaia proviene del grado de informalidad de la asociación de los ecosistemas y especies que la constituyen. Durante un tercio de su vida trabajó estando poblada únicamente de bacterias procariotas y todavía funciona debido principalmente a la acción de éstas, el sector más primitivo de la vida terrestre.

 

Las consecuencias para Gaia de los cambios ambientales que hemos provocado no son nada en comparación con lo que el lector o yo podemos experimentar debido al crecimiento descontrolado de una comunidad de células malignas. Aunque Gaia puede ser inmune a las excentricidades de alguna especie díscola como nosotros o los productores de oxígeno, ello no implica que nosotros como especie estemos protegidos contra nuestra locura colectiva.
 

Cuando escribí el primer libro sobre Gaia, hace casi diez años, me parecía que podían existir ecosistemas críticos cuya transformación o eliminación podía tener consecuencias serias para el conjunto de organismos que ahora habitan la Tierra y la encuentran confortable.

Las selvas de los trópicos húmedos y los ecosistemas acuáticos de las plataformas continentales parecían ser vitales para mantener el statu quo ambiental. En la actualidad nos encontramos ya con ejemplos de disfunción, en la forma de lluvia demasiado ácida como consecuencia de la proliferación de algas en las aguas sobrealimentadas de la costa de Europa.

 

Del mismo modo, el deterioro general de los ecosistemas en algunas partes de África puede ser una consecuencia general de la eliminación de los árboles que allí crecían en su día.

Las enfermedades de Gaia no duran mucho respecto a su lapso de vida. Cualquier cosa que hace el mundo incómodo para vivir tiende a inducir la evolución de aquellas especies que pueden conseguir un medio ambiente nuevo y más hospitalario. Si el mundo se hace poco habitable por nuestra causa, existe la posibilidad de un cambio a otro régimen que será mejor para la vida, pero no necesariamente mejor para nosotros. En el pasado, los cambios de este tipo, tales como el salto de una glaciación a un período interglaciar, han tendido a ser interrupciones revolucionarias en lugar de evoluciones graduales.

Las cosas que le hacemos al planeta no son dañinas ni plantean una amenaza geofisiológica a no ser que las hagamos a gran escala. Si sólo fuésemos unos 500 millones de personas los que viviésemos en la Tierra casi nada de lo que ahora hacemos al medio ambiente perturbaría a Gaia.

 

Por desgracia para nuestra libertad de acción vamos a convertirnos en 8.000 millones de personas con más de 10.000 millones de cabezas de ganado y 6.000 millones de aves de corral. Utilizamos la mayor parte del suelo productivo para hacer crecer un número muy limitado de especies cultivables y transformamos de manera ineficiente, en forma de ganado, una parte demasiado grande de esta comida.

 

Además, nuestra capacidad de modificar el medio ambiente se ve fuertemente incrementada por el uso de fertilizantes, productos químicos ecocidas, y maquinaria para mover la tierra y cortar los árboles. Cuando se toma todo ello en cuenta se concluye que verdaderamente estamos en peligro de desplazar la Tierra del estado adecuado en que antes se encontraba. No se trata solamente de un problema de población; la población densa de las regiones templadas del hemisferio norte puede representar una perturbación menor que la de los trópicos.

Para nosotros no hay supervivencia sin agricultura, pero parece que hay una diferencia enorme entre buena y mala agricultura. A mí me parece que este es el cambio geofisiológico mayor y más irreversible que hemos provocado.

  • ¿Sería posible utilizar la tierra para alimentarnos y también mantener su papel climático y geofisiológico?

  • ¿Podrían los árboles proporcionarnos nuestras necesidades y también servir para mantener los trópicos húmedos de lluvia?

  • ¿Se podría bombear con nuestros cultivos el dióxido de carbono de forma parecida a los ecosistemas que sustituyen?

Tendría que ser posible pero no sin un cambio drástico de sensibilidad y actitudes. Me pregunto si nuestros nietos serán vegetarianos, y si el ganado sólo vivirá en zoos y en parques de animales vivos domesticados.

En la medida que crece nuestra comprensión de los peligros inherentes a las actividades agrícolas se refuerza el criterio de los modelos convencionales. Así, los cambios a gran escala de los usos de la tierra, incluso en una sola región, tienen unos efectos que no se encuentran limitados a esa región exclusivamente.

 

Desde un punto de vista geofisiológico ello nos recuerda que los efectos de la eliminación de bosques probablemente se suman a los del dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero. Incluso los modelos climáticos más complejos de la actualidad no pueden predecir las consecuencias de estos cambios. Un modelo completo requiere que se incluya el biota de manera que se reconozca su presencia activa y su preferencia por un intervalo estrecho de variables ambientales. Colocar al biota en una caja con entradas y salidas, como los modelos biogeoquímicos, no es posible.

 

Por analogía, necesitamos la fisiología para comprender cómo mantenemos una temperatura propia constante cuando nos encontramos expuestos al frío o al calor; la bioquímica sólo puede decirnos qué reacciones producen calor en nuestros cuerpos, no cómo se regula nuestra temperatura.

Todavía no hay respuesta acerca de qué proporción de tierra de una región se puede transformar para actividades agrícolas o forestales sin perturbar de manera significativa el medio ambiente local o global. Es como preguntarse acerca de la cantidad de piel que se puede quemar sin producir la muerte. Esta pregunta fisiológica ha sido contestada a partir de la observación directa de las consecuencias de las quemaduras accidentales.

 

No ha sido modelizada, por lo menos que yo sepa. Puede que un modelo geofisiológico detallado permita responder a una pregunta ambiental paralela. Sin embargo, si los conocimientos obtenidos acerca de fisiología humana son una guía de actuación, debemos concluir que probablemente la información que queremos provendrá de las conclusiones empíricas derivadas del estudio preciso de las consecuencias climáticas locales correspondientes a los cambios regionales en el uso de la tierra.

Un ecosistema como, por ejemplo, una selva en los trópicos húmedos es de alguna manera parecido a una colonia humana en la Antártida o en la Luna. Sólo se automantiene hasta cierto punto, y su existencia a largo plazo depende del transporte de nutrientes y otros elementos esenciales desde otras partes del mundo. Al mismo tiempo los ecosistemas y las colonias tienden a minimizar sus pérdidas conservando el agua, el calor y los nutrientes esenciales; a esta escala se autorregulan. Es conocido que las selvas tropicales se conservan húmedas porque modifican su medio ambiente para favorecer la lluvia. Tradicionalmente la ecología ha tendido a considerar los ecosistemas como algo aislado.

 

La geofisiología nos recuerda que todos los ecosistemas se encuentran interconectados. Como analogía podemos decir que el hígado de todos los animales tiene una cierta capacidad de regulación de su medio ambiente interno y las células del hígado pueden crecer aisladas. Sin embargo, ningún animal puede vivir sin hígado ni ningún hígado puede mantenerse independientemente por sí solo; cada uno depende de la interconexión entre los dos. No sabemos si existen ecosistemas vitales para la Tierra aunque sería difícil imaginar que la vida continúe sin la presencia ubicua de las antiguas bacterias que viven en lugares oscuros y malolientes tales como el barro y las heces.

 

Aquellas bacterias desarrolladas hace 3,5 eones cuyo sistema de vida perfecto consistía en la transformación del carbono usado en gas metano y que han continuado haciendo lo mismo desde entonces. Los ecosistemas de las aguas de las plataformas continentales transfieren elementos como el azufre y el iodo al aire, y de allí a la tierra.

 

Las selvas de los trópicos actúan a escala global bombeando grandes cantidades de agua al aire (evapotranspiración) lo que tiene el poder de afectar al clima local causando la condensación de nubes. La parte superior blanca de las nubes refleja la luz del Sol, que en caso contrario calentaría y secaría la región. La evapotranspiración del agua a partir de su estado líquido absorbe una gran cantidad de calor, y el clima de regiones distantes que se encuentran fuera de los trópicos es calentado considerablemente cuando las masas de aire húmedo liberan su calor latente durante la precipitación de lluvia.

 

La transferencia de nutrientes y productos resultantes de la erosión por los ríos tropicales es evidentemente un aspecto de su interconexión y también tiene que tener un significado global.


Si la evapotranspiración o las contribuciones de los ríos tropicales al océano son vitales para el mantenimiento de la homeostasis planetaria actual, ello sugiere que su sustitución por una agricultura alternativa o un desierto no sólo negaría aquellas regiones a sus habitantes supervivientes sino que también amenazaría al resto del sistema.

 

Todavía no lo sabemos, sólo podemos suponer que los sistemas de las selvas tropicales son vitales para la ecología mundial. También podría pasar que sean como los bosques de las zonas templadas, que parecen ser eliminables sin que se resienta todo el sistema en su conjunto. Los bosques templados han experimentado destrucciones masivas durante las glaciaciones y durante la expansión reciente de la agricultura.

 

Por tanto parece que el punto de vista ecológico tradicional de examinar el sistema forestal aisladamente es tan importante como la consideración de su interdependencia con el sistema global. Desde un punto de vista geofisiológico nos encontramos en la etapa de recopilación de información, como lo estaba la biología cuando los científicos victorianos iban a las remotas junglas a recoger especimenes.

Debemos identificar cuáles son las necesidades de la Tierra, incluso si nuestro tiempo de respuesta es lento. Podemos ser altruistas y egoístas a la vez en una especie de interés propio inconscientemente inteligente. Ciertamente no somos el cáncer de la Tierra, ni la Tierra es una especie de ingenio mecánico que requiera los servicios de un mecánico.

Si es cierto que la teoría de Gaia proporciona una descripción bastante ajustada del sistema operativo de la Tierra, entonces con toda seguridad hemos estado visitando a los especialistas equivocados para el diagnóstico y la cura de nuestros males globales.

 

Hay algunas preguntas que tienen que ser contestadas:

  • ¿Hasta qué punto es estable el sistema presente?

  • ¿Qué puede perturbarlo?

  • ¿Se pueden invertir los efectos de una perturbación?

  • Sin los ecosistemas naturales en su forma presente ¿puede el mundo mantener su clima y composición?

Todas estas preguntas se encuentran dentro del dominio de la geofisiología. Necesitamos un experto en medicina planetaria.

 

¿Hay algún doctor allá afuera?

 

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