Un camino agreste y pedregoso transcurre a través de la hierba fina
del marjal y luego cae dentro del lecho pelado repleto de piedras
del río Lydd. Frente a él se levanta la pequeña montaña de Widgery
Tor, una especie de torrecita en las paredes de Dartmoor, aquel
macizo cuadrado en forma de castillo. En los días claros y soleados
este paisaje ofrecía una amplia y romántica perspectiva que
compensaba el pequeño esfuerzo de un paseo por el campo.
Incluso mis
ojos, a pesar de ser lavados por el flujo de lágrimas, empezaban a
escocer; mi incomodidad personal pronto atrajo mi atención hacia la
observación de la máscara de smog fotoquímico que oscurecía el
brillo iluminado del paisaje del campo en el oeste. Un visitante de
Los Ángeles instantáneamente hubiera reconocido de qué se trataba,
pero los europeos; que todavía se encontraban en su últimas etapas
de luna de miel con el transporte personal, no podían admitir que
sus queridos coches despedían algo tan sucio como el smog.
Cuando subí a la Tor y tuve estos pensamientos también me di cuenta de que al conducir hasta el pie de la colina para empezar el paseo había añadido una cantidad pequeña, pero culpable, de hidrocarburos y de óxidos de azufre y nitrógeno al aire contaminado. También me percaté de que mi desagrado por este tipo de contaminación atmosférica obedecía a un juicio de valor, que además era minoritario.
Sin
embargo, por el sólo hecho de vivir y de llevar a cabo su
transformación fotoquímica, alteraron el medio ambiente de manera
tan profunda que grandes cantidades de sus especies vecinas fueron
destruidas por el oxígeno venenoso que se acumuló en el aire. Otros
microorganismos simples han actuado en sus comunidades de manera que
se han formado cadenas de montañas y continentes que se han puesto
en movimiento sobre la superficie de la Tierra.
¿Es posible que inadvertidamente estemos precipitando
otra interrupción que altere el medio ambiente que van a heredar
nuestros sucesores?
Pronto se puso en evidencia que los especialistas, cualquiera que fuese su especialidad, tenían poco que ofrecer aparte de una manifestación clara y franca de ignorancia.
Pregunté:
Parecía como si estuviéramos en una etapa de comprensión de la salud
de Gaia análoga a la de un médico antes de que existiese la
medicina.
Por el contrario, fueron los experimentos iniciales o las observaciones de un genio pueblerino los que revelaron los beneficios que se obtenían al mascar aquella corteza amarga del árbol de la quina o el alivio real que se encontraba implícito en el látex seco proveniente de las cabezas de adormidera: La fisiología, la ciencia de los sistemas de la gente y los animales, era al principio una amalgama de conocimientos indefinidos que posteriormente experimentó un progreso adicional. El descubrimiento de Paracelso de que «el veneno es la dosis» es un invento geofisiológico que todavía tiene que ser descubierto por los que buscan el objetivo inalcanzable y absurdo de contaminación nula.
El descubrimiento por William Harvey de la circulación de la sangre
añadió una cantidad considerable de conocimiento a la medicina, de
manera semejante a como el descubrimiento de la meteorología
permitió incrementar de manera importante nuestro grado de
compresión de la Tierra.
También nos pareció a algunos que la geofisiología, la ciencia de
los sistemas de la Tierra, puede servir, tal como lo hizo la
fisiología en la evolución de la medicina, como guía científica para
el desarrollo de esta profesión putativa.
En el caso de Gaia hay que decir que las quejas no vienen del paciente, sino de las moscas inteligentes que lo infestan.
Sin embargo, no hay nada que nos impida realizar un examen rutinario de los registros de temperatura y de los análisis bioquímicos de los fluidos corporales.
La fiebre del dióxido de carbono
Así empieza el primer capítulo de ese libro espléndido, Carbon Dioxide Review 1982 [Dióxido de carbono. Resumen 1982], editado por William Clark. Excepto en el caso de que se hayan realizado algunos descubrimientos nuevos e importantes entre el tiempo de su publicación y cuando usted lea estas páginas, sospecho que este libro todavía se encontrará entre las mejores fuentes de información acerca de este tema tan complejo.
Sin embargo, hay que tener cuidado porque también es nuestro sustento. Antes hemos visto cómo el biota en todas las partes del mar y de la tierra trabaja para bombear dióxido de carbono del aire de manera que el dióxido de carbono que emerge de los volcanes no nos ahogue. Sin este bombeo constante, este gas aumentaría su concentración en unos centenares de miles de años hasta niveles que harían de la Tierra un sitio tórrido e inhóspito para la mayor parte de la vida actual.
El
dióxido de carbono es para Gaia como la sal para nosotros. No
podemos vivir sin ella pero en exceso es un veneno.
La humanidad puede haber elegido un momento muy inconveniente para añadir dióxido de carbono al aire. Creo que el sistema de regulación del dióxido de carbono está cerca del final de su capacidad estabilizadora. El aire de los tiempos recientes ha tenido una concentración inadecuadamente baja en dióxido de carbono para la mayor parte de la vegetación.
Tal como se indicaba en el capítulo anterior, están evolucionando nuevas especies con una bioquímica diferente. Estas especies nuevas, las plantas C4, pueden vivir con niveles muy bajos de dióxido de carbono y dentro de un tiempo puede que reemplacen a los modelos C3 viejos y obsoletos, a medida que este gas prosigue en su paulatina disminución. La progresión no es suave, sino que sigue la marcha renqueante y espasmódica de los viejos.
Sabemos que el dióxido de carbono ha
disminuido en su concentración a lo largo de la historia de la
Tierra, pero subió desde 180 a cerca de 300 partes por millón en
unos cientos de años al final de la última glaciación. Una subida
rápida como ésta sólo puede haber sido originada por una avería
súbita de las bombas. No se puede explicar a partir de los procesos
lentos de la geoquímica.
Por tanto, el cambio climático sobre el que tenemos que pensar es posiblemente tan importante como el ocurrido entre la última Edad de Hielo y ahora. Un cambio que transformaría el invierno en primavera, la primavera en verano y el verano en algo habitualmente tan caliente como el verano más caliente del que podamos acordarnos. Para entender la importancia de este cambio a escala personal imaginemos que uno es un ciudadano de una ciudad continental como Chicago o Kíev.
El
cambio es tan grande como entre el frío más intenso del invierno que
ha pasado al fuerte calor del verano que pronto vendrá.
Hay una fuerte evidencia objetiva a
partir del registro de la producción industrial que indica que la
predicción de Lovins está más cercana a la verdad. Desde el año 1974
el ciclo de la energía y materiales de la humanidad se encuentra en
un estado estacionario. Incluso en esta situación, a no ser que
disminuyamos drásticamente la tasa de combustión de productos
fósiles, el dióxido de carbono de la atmósfera continuará aumentando
hacia su propio estado estacionario y duplicará su concentración
entre los años 2050 y 2100.
Sin embargo, no
se deja a Gaia actuar por sí sola; además de los incrementos de
dióxido de carbono también estamos ocupados eliminando una parte de
la vida vegetal, las selvas y los bosques, que mediante una
respuesta de crecimiento extra podrían contrarrestar el cambio.
Paradójicamente, un animal que se encuentre a punto de morir de frío, cuya temperatura interna media es de 25 °C, morirá si lo introducimos en un baño caliente. El intento bien intencionado de devolverle el calor sólo sirve para calentar la piel hasta el punto que su consumo de oxígeno resulta superior al que pueden proporcionar sus pulmones y el lento latir de su corazón, todavía frío.
En estos casos se
produce un círculo vicioso de retroalimentación positiva que
comienza con la dilatación de los vasos sanguíneos de la piel, lo
que reduce la presión sanguínea y la muerte sobreviene rápidamente a
partir del fracaso del corazón en hacer circular la sangre que se
encuentra demasiado baja en oxígeno para las necesidades del
sistema. Un animal hipotérmico se recuperará si se calienta
suavemente o si se le proporciona calor internamente, por diatermia.
Hay oscilaciones climáticas periódicas que
corresponden a los ciclos de las glaciaciones y los períodos
interglaciares y durante las glaciaciones el dióxido de carbono
disminuye hasta cerca de su límite inferior posible. Todos estos
aspectos son sintomáticos de un sistema en el límite del colapso.
No resulta de mucho alivio pensar que si por
descuido precipitamos una interrupción climática la vida continuará
en unas nuevas condiciones de estabilidad. Es casi seguro que un
nuevo estado estacionario será menos favorable para la humanidad que
el que disfrutamos ahora.
Los síntomas parecen estar relacionados con el incremento de la precipitación de sustancias ácidas. Se dice que la combustión es la causa de la precipitación ácida y de todo el daño que hace a los ecosistemas forestales.
¿La geofisiología da un punto de vista diferente?
En su tiempo no había muchos productos químicos en que experimentar; los que tenían por ejemplo azufre, carbono y fósforo, todos producían ácidos cuando se combinaban con oxígeno: sólo después, cuando el descubrimiento de la electricidad permitió a los químicos aislar elementos como el sodio y el calcio, se encontró que la combustión también produce productos alcalinos.
Más tarde aún, se dieron cuenta de que un ácido era una sustancia que daba libremente átomos de hidrógeno cargados positivamente, y se vio que en estos protones se encontraba el verdadero principio de la acidez. Después de eso, el gran químico G.N. Lewis observó que era la carga eléctrica lo que importaba, no el átomo que la acarreaba. Mostró que los ácidos pueden ser sustancias que atraen los electrones, los transportadores fundamentales de la carga negativa.
En cierto modo
el mismo oxígeno es uno de estos ácidos «de Lewis».
La acidez natural de la lluvia era debida al ácido carbónico, el responsable del suave burbujeo del agua carbonatada, al ácido fórmico, uno de los productos finales de la oxidación del metano, y a los ácidos nítrico, sulfúrico: metanosulfúrico y clorhídrico. Aunque estos cuatro últimos son fuertes y corrosivos la lluvia que caía no causaba daño porque se encontraban muy diluidos.
Básicamente estaban
producidos a partir de la oxidación de los gases emitidos por los
seres vivos; algunos también procedían de los gases que salían de
los volcanes o eran formados por procesos de alta energía, como las
tormentas eléctricas o los rayos cósmicos que hacen reaccionar al
nitrógeno con el oxígeno. Los precursores biológicos de los ácidos
-por ejemplo el metano, el óxido nitroso, el sulfuro de dimetilo y
el cloruro de metilono son ácidos, pero se oxidan en el aire para
dar lugar a la lista de ácidos mencionada anteriormente.
El smog y la neblina del
que me quejaba en los párrafos introductorios de este capítulo, y
que enmascaran una buena parte del verano del hemisferio norte, es
en su mayor proporción una niebla de gotas de ácido sulfúrico.
Esta finalmente sedimenta o es arrastrada por la lluvia. Cuando cae en tierras ricas en rocas alcalinas como las calizas, y particularmente en los casos de zonas con escasez de azufre, su contribución es bienvenida. Por el contrario, cuando cae sobre tierra que ya es ácida de por sí su contribución es inoportuna y potencialmente destructiva. Canadá, Escandinavia, Escocia y muchas otras regiones norteñas están constituidas por rocas antiguas, los residuos duros e insolubles de eones de erosión. Los ecosistemas que sobreviven en estos terrenos poco prometedores y a menudo ácidos tienen menos capacidad de resistir el efecto de la acidificación.
Desde los países de estas regiones surge una queja justificada de que sus vecinos industriales los están destruyendo. Para los canadienses y los escandinavos la necesidad de que cese la emisión de dióxido de azufre desde los países situados a «sotavento» es incuestionable. Son pocos los que pueden dudar de la justificación de sus quejas, pero lógicamente los agresores son reticentes a gastar las grandes cantidades de dinero necesarias para parar los escapes de dióxido de azufre de sus industrias y centrales térmicas.
La contribución geofisiológica a este debate consiste en hacer notar que esta acidez puede tener otro origen además del vinagre sulfúrico de los vecinos. La adaptación de eliminadores de dióxido de azufre a las chimeneas puede aligerar pero no remediar el problema. La fuente menospreciada de ácido es el transportador natural de azufre, el sulfuro de dimetilo.
Durante los dos últimos años, Meinrat Andreae y Peter Liss (oceanógrafos químicos que trabajan, respectivamente, en Florida y el Reino Unido) han mostrado que la emisión de este gas por parte de floraciones fitoplanctónicas en la superficie de los océanos alrededor de Europa occidental es tan grande que puede ser comparada con las emisiones totales de azufre por la industria de esta región.
Además, las emisiones de fitoplancton son estacionales y parece que
coinciden con los episodios de máxima precipitación ácida.
Antes de que Europa se industrializase in- tensamente, el sulfuro de dimetilo probablemente era transportado desde el mar hasta distancias lejanas tierra adentro por el viento del oeste y dejaría caer su azufre de manera diluida sobre una vasta área. La industrialización no sólo ha incrementado la carga total de ácido sino que también a aumentado de manera muy importante la abundancia de óxidos de nitrógeno y otras especies químicas provenientes de la combustión.
Estas pueden reaccionar bajo la luz del Sol y producir hidroxilo, el potente oxidante. La fuente más importante de estos productos es la máquina de combustión interna que mueve el transporte individual y público. Los radicales hidroxilo en la actualidad se encuentran en una abundancia por lo menos diez veces superior a la correspondiente antes de que el transporte privado fuera ubicuo.
Debido a ello, el
sulfuro de dimetilo que se solía oxidar lentamente sobre toda Europa
puede ahora verter su carga ácida rápidamente en las regiones
cercanas a la costa en que el aire del mar se encuentra con el aire
contaminado.
Peter Liss y sus colegas han encontrado que estas floraciones de algas emiten sulfuro de dimetilo, aparentemente estimuladas por los aportes ricos en nutrientes provenientes de los ríos de Europa. El uso excesivo de fertilizantes nitrogenados, y el incremento de aguas residuales urbanas en los ríos que descargan en el mar del Norte y en el canal de la Mancha han sobrealimentado el mar que se encuentra encima de la plataforma continental europea tendiendo a transformarlo en algo parecido a un estanque de patos.
El incremento relativo de ácido que proviene de esta fuente todavía no se conoce. Puede que resulte insignificante. Sin embargo, los legisladores prudentes preocupados por las lluvias ácidas deben recomendar a sus asesores científicos que investiguen la importancia relativa de las diversas fuentes de ácido. Mi simpatía personal se encuentra con aquellos que demandan acción inmediata sobre la base de que el principal culpable se encuentra en las emisiones de dióxido de azufre. Sin embargo me pregunto qué pasaría si reducirlas no sirviese de nada.
Entonces, si éste fuese el mejor sistema para
prevenir la precipitación de lluvias ácidas, ¿estarían los gobiernos
dispuestos a emprender las acciones más caras de reforma de
alcantarillado o de control de emisiones de óxido de nitrógeno?
En 1972 utilicé este aparato en el viaje a la Antártida y de regreso a bordo del Ry Shackleton (véase capítulo 6).
Las medidas que hice en este barco mostraron que los CFC se encontraban distribuidos por todo el medio ambiente. Se encontraban unas 40 partes por trillón en el hemisferio sur y entre 50 y 70 en el norte. Cuando di a conocer estos descubrimientos en un trabajo publicado en la revista Nature en 1973 estaba preocupado por el hecho de que algún fanático utilizase estos datos como base para una historia catastrófica. Tan pronto como se asocian números a un resultado estos números parecen darle una importancia falsa.
Lo que antes era una simple traza se convierte en un peligro potencial. Cuando los hipocondríacos se enteran de que su presión sanguínea es 110/60 se preocupan:
En calidad de médico planetario putativo sentí la necesidad de añadir al principio del trabajo la frase, «la presencia de estos compuestos no constituye ningún peligro potencial». Esta frase se ha convertido en uno de mis mayores desatinos.
Por supuesto, tendría que haber dicho,
Incluso
entonces sabía que si las emisiones continuaban sin control se
acumularían hasta que algún día cerca del final del siglo
constituirían un peligro. No sabía nada acerca de la amenaza a la
capa de ozono, pero sabía que estos gases se encontraban entre los
de mayor efecto invernadero potencial y que si llegaban a
concentraciones de partes por billón las consecuencias climáticas de
su presencia podrían ser serias. Esta opinión se encuentra
registrada en las actas de una reunión sobre clorofluorohidrocarburos celebrada en Andover, Massachusetts, en
octubre de 1972.
«El frágil escudo de la Tierra», la capa de ozono, se decía estar en inminente peligro de destrucción como consecuencia de la emisión de óxido nítrico a la estratosfera asociado a los gases de las toberas de los aviones supersónicos. El químico atmosférico Harold Johnson fue el primero en alertarnos de esta amenaza particular.
Entonces Ralph Cicerone y su colega Kichard Stolarski atrajeron nuestra atención, al principio a modo de tentativa, hacia el cloro como otro peligro para el ozono.
Luego, en 1974, apareció en la revista Nature un trabajo de Sherry Rowland y Mario Molina que argumentaba con gran claridad y fuerza que, como consecuencia de la fotoquímica estratosférica, los CFC eran una fuente importante de cloro y, por tanto, una amenaza a la capa de ozono. Este trabajo sigue siendo una cita de obligada referencia, un sucesor natural del libro de Rachel Carson La primavera silenciosa.
Anunció el principio de la batalla del ozono. En su entusiasmo por la ciencia y la pelea los científicos, de modo poco característico, convencieron al público v a sí mismos de la necesidad de acciones inmediatas para prohibir las emisiones de CFC. A mí, cogido a contrapié por mi primer aserto de que los CFC no eran nocivos, la amenaza me parecía remota e hipotética.
Sin embargo, me encontraba en minoría y los legisladores de muchas partes del mundo se convencieron de la necesidad de actuar precipitadamente y redactar leyes prohibiendo los gases CFC como propelentes de los aerosoles. Es interesante preguntarse qué hay de especial en relación con el ozono que hizo que los legisladores actuasen de esta manera. Nadie moría por los efectos de las emisiones de CFC, las cosechas y la ganadería no se veían afectados por su presencia, los mismos productos se encontraban entre los más benignos que pueden entrar en nuestras casas, no son tóxicos, ni corrosivos ni inflamables.
Ciertamente serían indetectables excepto por el instrumento que utilicé para su detección. Su presencia a niveles de entre 40 y 80 partes por trillón no representaba un peligro para la capa de ozono, incluso para el ecologista más comprometido. La preocupación venía del hecho de que las emisiones crecían exponencialmente y si la velocidad de crecimiento de los años sesenta continuaba hasta el final de la centuria habría una disminución de ozono entre un 20 y un 30 por ciento.
Lo cual sería
desastroso.
En esta época fue también cuando la palabra «producto químico» se convirtió en algo peyorativo y todos los productos de la industria química se consideraban como malos, a no ser que se probase su inocuidad. En una atmósfera más objetiva podríamos haber contemplado las predicciones catastróficas como muy exageradas - algo para controlar de cerca pero no algo que requiriese una legislación inmediata. Sin embargo, los años setenta no eran un tiempo para contemplar las cosas a largo plazo y de una manera fría.
También había científicos de la industria y de las agencias de control estatal, y por supuesto abogados y legisladores. La reunión podía haber consistido en un debate razonable tratando de ponerse de acuerdo acerca del límite superior de CFC a la luz de los conocimientos actuales. En lugar de ello se trató de una especie de consejo de guerra tribal en que se tomó la decisión de luchar. Cualquiera que no estuviera de acuerdo con la prohibición inmediata de los CFC era claramente un traidor a la causa.
Nunca olvidaré la disputa entre el
Comisionado R.D. Pittle y el doctor Fred Kaufman, quien representaba
a la Academia de Ciencias de Estados Unidos. El comisionado había
olvidado que no se encontraba en el juzgado y pedía una respuesta
afirmativa o negativa acerca de si se debía prohibir los CFC. En
cierto modo me recordó otra disputa celebrada hacía mucho tiempo: la
celebrada entre Galileo y las autoridades de su tiempo.
Por el contrario, los hechos legales se evalúan en un debate controvertido y se establecen por sentencia. El establecimiento de un hecho legal cambia la sociedad desde el momento en que se dicta. En el mejor de los casos, casi con toda certeza, ciencia y ley no encajan bien. En Logan se intentaron formular sentencias legales basándose en hipótesis científicas no comprobadas. No es sorprendente que los resultados fuesen poco dignos de crédito para cualquiera de los participantes.
El grito fue:
De hecho la radiación ultravioleta es parte de nuestro
ambiente natural y ha estado en él tanto tiempo como la vida misma.
La esencia de los seres vivientes es el oportunismo. La radiación
ultravioleta, aunque es potencialmente dañina, también puede ser
utilizada por los organismos vivos para la fotosíntesis de la
vitamina D. Cuando se convierte en una amenaza puede ser evitada
sintetizando pigmentos como la melanina para absorberla.
Por el
contrario, un cambio del orden de siete veces en la tasa
pluviométrica es lo que determina la diferencia entre bosques y
desiertos. No hay desiertos ultravioleta en la Tierra y la vida
parece estar bien adaptada a la radiación a lo largo de todo el
rango de intensidades. Los daños parecen circunscribirse a algunas
especies emigrantes desde latitudes altas a bajas. Tampoco hay
ninguna evidencia de que una carencia de radiación ultravioleta
pueda ser dañina para las especies que migran desde los trópicos a
las regiones templadas.
Entre los efectos adversos se encuentra la transición desde el crecimiento normal al maligno. Este es un tema aterrador, pero podemos mantener la calma si recordamos que estas consecuencias carcinogénicas no son diferentes de las derivadas de respirar oxígeno, que también es un cancerígeno. Respirar oxígeno es quizá lo que pone límite a la duración de la vida de la mayoría de los animales, aunque no respirarlo es letal de manera incluso más rápida. Existe un nivel de oxígeno adecuado, el 21 por ciento; más o menos de esta cantidad puede resultar dañino.
Fijar a nivel cero el oxígeno para prevenir
el cáncer sería algo totalmente equivocado.
Ellos sostenían que el ozono impide la penetración de radiación ultravioleta dura, que en caso contrario mantendría la tierra estéril e inhabitable para la vida. Era una hipótesis científica razonable y evaluable. En realidad fue evaluada por mi colega Lynn Margulis quien la refutó mostrando que las algas fotosintéticas pueden sobrevivir cuando se exponen a radiación ultravioleta equivalente a la de la luz del Sol no filtrada por la atmósfera.
Sin embargo esto no impidió que la hipótesis se convirtiera en uno de los grandes mitos científicos del siglo, aunque es ciertamente falsa y únicamente sobrevive debido a la división que separa las ciencias. Los físicos contemplan la biología como algo extraterritorial y la misma opinión tienen los biólogos de la física. Los miembros de cada disciplina tienden a aceptar de manera acrítica las conclusiones de los otros.
Esta compartimentación es un triunfo de la especialización sobre la ciencia y se manifiesta con suma inocencia cuando los científicos tienden a explicar separadamente los aspectos físicos y biológicos de sus resultados como una consecuencia necesaria de su especialización. Los biólogos que están preocupados por los efectos de los rayos ultravioleta saben que éstos son tanto beneficiosos como dañinos. hasta ahora no tenían razones para dudar de la experiencia de sus colegas físicos, y por tanto sólo consideraban las consecuencias del decrecimiento del ozono.
Por otra parte, la mayoría de físicos no son conscientes de que la radiación ultravioleta también puede reportar beneficios. En consecuencia, tienden a pensar en el incremento de la capa de ozono como un beneficio. Sin embargo, las enfermedades por falta de vitamina D -raquitismo y osteomalacia- están asociadas a una exposición reducida a la radiación ultravioleta.
También parece ser que la
incidencia de esclerosis múltiple varía con la latitud de manera
recíproca al cáncer de piel. La variación del color de piel con la
latitud sugiere que nos hemos adaptado, en ausencia de migración, a
los niveles de radiación ultravioleta de nuestros hábitats.
¿Qué pasaría si el agujero se extendiese y amenazase regiones pobladas?
Antes de comprometerse profundamente vale la pena preguntarse cuáles fueron los beneficios del primer conflicto sobre el ozono. ¿Quién ganó y quién perdió? Los únicos perdedores claros fueron las industrias pequeñas y sus empleados que dependían del uso de los CFC en los productos que fueron prohibidos. Por razones diversas y complejas, los fabricantes de CFC no se vieron afectados de manera importante.
La pérdida de la dudosamente rentable sección de propelentes-CFC de su mercado, junto con la racionalización de su industria, no modificó sensiblemente su economía. Los políticos y los movimientos ecologistas perdieron un poco de su credibilidad pero la memoria de la gente tiende a ser de corta duración. Los vencedores claros fueron la ciencia y los científicos.
Se desembolsaron vastas sumas para la investigación atmosférica que nunca hubieran estado disponibles sin la guerra del ozono. Ahora sabemos mucho más acerca de nuestra atmósfera y este conocimiento será esencial para entender otros problemas atmosféricos. Entre ellos se encuentra el efecto invernadero de los gases atmosféricos minoritarios.
Hay tres propiedades de los CFC que los hacen peligrosos.
Su presencia en la atmósfera es un factor adicional al del efecto invernadero del dióxido de carbono.
Ello representa un peligro potencialmente mucho
más serio que el de la disminución de ozono. Tenemos razón en estar
agradecidos a uno de los pioneros acerca de la preocupación por los
CFC, Ralph Cicerone, por haber centrado la atención en el problema
ciertamente más grave de su efecto invernadero.
En este sentido albergo pocas dudas de que sin el cloro derivado de los gases industriales no hubiera habido adelgazamiento de la capa de ozono en el Polo Sur. Los CFC y otros halohidrocarburos se han incrementado en un 500 por ciento desde que los medí en 1971. Entonces eran inocuos, pero ahora hay demasiados gases halohidrocarbonados en el aire. Ahora se notan los primeros síntomas de envenenamiento y me uno a aquellos que querían regular las emisiones de CFC y otros transportadores de cloro a la estratosfera.
Estos temores sobre los CFC y la capa de ozono ¿pueden haber
presagiado el descubrimiento del agujero de ozono y el efecto
invernadero climático amenazante de los CFC?
Este científico
distante que nos observase podría especular acerca de la naturaleza
de la fuente de energía que alimenta lo que parecería ser uno de los
objetos más calientes de la galaxia. Me pregunto cuán arriba en la
lista de fuentes probables de energía se situaría la energía
química. ¿Se incluiría energía proveniente de la reacción entre
combustibles fósiles y el oxígeno de las plantas?
¿Qué es lo que fue mal?
Sin embargo, algunas observaciones - por ejemplo que la
abundancia de perfluorometilciclohexano atmosférico es 5,6 x 10-25 o
que durante la lectura de esta línea de texto por lo menos se han
desintegrado dentro del lector un centenar de miles de átomos -
aunque son científicamente interesantes no proporcionan ningún
beneficio ni tienen ninguna importancia para la salud. No son de
interés para la opinión general.
Un nuevo subconjunto de la sociedad se ocupará del negocio de vigilar la sustancia X y la enfermedad Z, no digamos de los que fabricarán los instrumentos para llevarlo a cabo. También habrá abogados que establecerán la legislación para que la apliquen los burócratas, y así sucesivamente. Tengamos en cuenta el tamaño y la complejidad de las agencias de control de radiaciones, de la industria que fabrica aparatos de medida y protección y de la comunidad académica que se dedica a los efectos de la radiación sobre los seres vivos.
La
disipación del fuerte miedo público a la radiación no contribuiría a
la continuidad de sus puestos de trabajo. Podemos observar que
existe una retroalimentación muy biológica, gaiana, en las
relaciones de nuestra comunidad can el medio ambiente. No es una
conspiración o una actividad motivada egoístamente. No hace falta
nada de ello para mantener la curiosidad incesante de los
exploradores y los investigadores, y siempre hay oportunistas
esperando para alimentarse de sus descubrimientos.
Es verdad que se han hecho estimaciones de las muertes por cáncer que podrían producirse en toda Europa como consecuencia del suceso de Chernobyl, pero para ser coherente también hay que preguntarse acerca de las muertes por cáncer por respirar los smogs de humo de carbón de Londres y contemplar un trozo de carbón con el mismo terror que ahora se reserva para el uranio.
Cuán diferente es
el miedo a morir por accidentes nucleares en comparación con los
lugares comunes del registro aburrido de muertes en las carreteras,
fumar cigarrillos, o trabajos de minería -que tomados todos juntos
son equivalentes a miles de sucesos como el de Chernobyl por día.
En tiempos de Rachel Carson, los pesticidas eran un peligro real y el ciego incremento exponencial de su uso ponía en peligro nuestro futuro. Sin embargo, se ha respondido adecuadamente y esta experiencia no debería ser extrapolada a todos los riesgos ambientales, reales o imaginarios.
A menudo tengo la visión de pesadilla del invento de una fuente de energía basada en la fusión nuclear que fuera simple y ligera. Sería una caja pequeña, del tamaño de una guía de teléfonos con cuatro enchufes ordinarios empotrados en su superficie. La caja inspiraría aire y extraería hidrógeno a partir de su humedad, el cual alimentaría una fuente de energía de fusión nuclear calibrada para proporcionar un máximo de 100 kilovatios. Seria barata, fiable, fabricada en Japón, y disponible en cualquier parte.
Sería la fuente
de energía perfecta, limpia y segura. Nunca se escaparía ningún
residuo nuclear ni radiación, y nunca podría fallar peligrosamente.
Así es como se podría vender el producto, pero la realidad ciertamente se varía ominosamente descrita por la famosa frase de Lord Acton,
El pensaba en el poder político pero la frase
también podría ser plenamente válida para la electricidad. En la
actualidad ya estamos transformando los hábitats de nuestros
compañeros en Gaia con monocultivos agrícolas que utilizan
combustibles fósiles baratos. La hacemos más deprisa del tiempo que
tenemos para pensar acerca de las consecuencias. Imaginemos lo que
podría pasar con energía gratis e ilimitada.
Las centrales de energía son grandes y lentas de
construir y el bajo costo de la energía misma se ve compensado por
la gran inversión de capital requerida. Los temores generales, a
pesar de que no sean razonables, a veces actúan en forma de
retroalimentación negativa sobré el crecimiento desbocado. Nadie,
gracias a Dios, puede inventar una sierra eléctrica movida por una
fuente de energía nuclear de fusión que pudiera cortar una selva tan
deprisa y tan descuidadamente como cortamos un árbol.
Nuestros ancestros procarióticos evolucionaron en una masa del tamaño de un planeta formada a partir de los residuos de una explosión nuclear del tamaño de una estrella, una supernova que sintetizó los elementos que luego constituyeron nuestro planeta y nosotros mismos. No somos las primeras especies en experimentar con reactores nucleares, tal como ya ha sido descrito antes en este libro.
Consideremos su planteamiento:
Hace tiempo que sabemos que los agentes dañinos dentro de la célula viva tras el paso de un fotón de rayos X o de algún fragmento atómico que se mueve rápidamente, son un surtido de productos químicos quebrados; cosas llamadas radicales libres que son compuestos químicos reactivos y destructivos.
Cuando un fotón de rayos X pasa a través de la célula, la radiación corta los enlaces químicos de la misma manera que una bala puede partir venas y nervios. En gran medida la mayor parte de su destrucción afecta a moléculas de agua ya que ésas son las más abundantes en la materia viva. Las piezas rotas de una molécula de agua en presencia de oxígeno forman una sucesión de productos destructivos que comprende el hidrógeno y los radicales hidroxilo, el ión superóxido y peróxido de hidrógeno.
Todos ellos son capaces de dañar de manera irreversible los polímeros genéticos que contienen las instrucciones de la célula. Todo lo descrito no es más que un resumen de los conocimientos convencionales. El nuevo punto de vista del doctor Thomas consiste en recordarnos que los mismos productos químicos destructivos están siendo sintetizados todo el tiempo, en ausencia de radiación, debido a pequeñas ineficiencias dentro del proceso normal del metabolismo oxidativo.
En otras palabras, por lo que
concierne a nuestras células, los daños causados por la radiación
nuclear y los daños debidos a la respiración de oxígeno son casi
indistinguibles.
Una radiografía en un hospital normal en
el pecho o en el abdomen podría liberar 0,1 roentgens, lo suficiente
para ennegrecer la película de un monitor de radiación personal y
causar terror a los habitantes de Three Mile Island. Ahora, gracias
al doctor Thomas, veo esta cantidad como algo no superior a una
milésima del efecto de respirar durante un año. O, para expresarlo
de otra forma, respirar es cincuenta veces más peligroso que la suma
total de radiaciones que normalmente recibimos de todas las fuentes.
Sin embargo, parece probable que el tiempo de vida de la mayoría de animales venga dado por el límite superior de la cantidad de oxígeno que pueden utilizar sus células antes de que sufran un daño irreversible. Animales como el ratón tienen una tasa metabólica específica mucho más rápida que la nuestra y más o menos viven sólo un año, aún en el caso de estar protegidos contra la predación.
El oxígeno mata de forma parecida a como lo hace la radiación nuclear, destruyendo las instrucciones acerca de la reproducción y reparación que se encuentran dentro de nuestras células. Por tanto el oxígeno es mutagénico y carcinógeno, y respirarlo fija el límite de nuestro tiempo de vida. Sin embargo, el oxígeno abrió a la vida una amplia gama de posibilidades que no estaban al alcance del humilde mundo anóxico.
Sólo para mencionar una de ellas: se necesita oxígeno
molecular libre para la biosíntesis de los aminoácidos estructurales hidroxilisina e hidroxiprolina. Estos son elementos de los
componentes estructurales que constituyen los árboles y animales.
Sin embargo, de
modo parecido al oxígeno, la energía nuclear nos proporciona
oportunidades y desafíos para aprender a vivir con ella.
¿Fue el miedo al cáncer, el gran tema de referencia de todos los ecologistas demagogos, lo que agitó nuestras preocupaciones sobre la Tierra?
Si es así, podemos dejar de preocuparnos. La vida existe en formas muy diversas y entre ellas ni los organismos unicelulares ni Gaia padecen esta forma única de rebelión que es el cáncer. Este problema se encuentra circunscrito a los metafitos y metazoos, aquellas formas de vida, tales como los árboles y los caballos, que consisten en grandes comunidades celulares altamente organizadas.
La gente no
es, de ninguna manera, como un tumor. El crecimiento maligno en un
animal requiere la transformación de las instrucciones registradas
en los genes de la célula. Así, los descendientes de la célula
transformada crecen de forma independiente del sistema animal. Sin
embargo, la independencia nunca es completa; incluso las células
cancerosas responden y contribuyen hasta cierto punto al sistema.
Para ser como el cáncer primero necesitaríamos convertirnos en una
especie diferente y luego constituir una parte de algo mucho más
organizado que Gaia.
Las
consecuencias para Gaia de los cambios ambientales que hemos
provocado no son nada en comparación con lo que el lector o yo
podemos experimentar debido al crecimiento descontrolado de una
comunidad de células malignas. Aunque Gaia puede ser inmune a las
excentricidades de alguna especie díscola como nosotros o los
productores de oxígeno, ello no implica que nosotros como especie
estemos protegidos contra nuestra locura colectiva.
Cuando escribí el primer libro sobre Gaia, hace casi diez años, me
parecía que podían existir ecosistemas críticos cuya transformación
o eliminación podía tener consecuencias serias para el conjunto de
organismos que ahora habitan la Tierra y la encuentran confortable.
Del mismo modo, el deterioro
general de los ecosistemas en algunas partes de África puede ser una
consecuencia general de la eliminación de los árboles que allí
crecían en su día.
Por desgracia para nuestra libertad de acción vamos a convertirnos en 8.000 millones de personas con más de 10.000 millones de cabezas de ganado y 6.000 millones de aves de corral. Utilizamos la mayor parte del suelo productivo para hacer crecer un número muy limitado de especies cultivables y transformamos de manera ineficiente, en forma de ganado, una parte demasiado grande de esta comida.
Además, nuestra capacidad de modificar el medio
ambiente se ve fuertemente incrementada por el uso de fertilizantes,
productos químicos ecocidas, y maquinaria para mover la tierra y
cortar los árboles. Cuando se toma todo ello en cuenta se concluye
que verdaderamente estamos en peligro de desplazar la Tierra del
estado adecuado en que antes se encontraba. No se trata solamente de
un problema de población; la población densa de las regiones
templadas del hemisferio norte puede representar una perturbación
menor que la de los trópicos.
Tendría que ser posible
pero no sin un cambio drástico de sensibilidad y actitudes. Me
pregunto si nuestros nietos serán vegetarianos, y si el ganado sólo
vivirá en zoos y en parques de animales vivos domesticados.
Desde un punto de vista geofisiológico ello nos recuerda que los efectos de la eliminación de bosques probablemente se suman a los del dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero. Incluso los modelos climáticos más complejos de la actualidad no pueden predecir las consecuencias de estos cambios. Un modelo completo requiere que se incluya el biota de manera que se reconozca su presencia activa y su preferencia por un intervalo estrecho de variables ambientales. Colocar al biota en una caja con entradas y salidas, como los modelos biogeoquímicos, no es posible.
Por analogía, necesitamos la
fisiología para comprender cómo mantenemos una temperatura propia
constante cuando nos encontramos expuestos al frío o al calor; la
bioquímica sólo puede decirnos qué reacciones producen calor en
nuestros cuerpos, no cómo se regula nuestra temperatura.
No ha sido modelizada,
por lo menos que yo sepa. Puede que un modelo geofisiológico
detallado permita responder a una pregunta ambiental paralela. Sin
embargo, si los conocimientos obtenidos acerca de fisiología humana
son una guía de actuación, debemos concluir que probablemente la
información que queremos provendrá de las conclusiones empíricas
derivadas del estudio preciso de las consecuencias climáticas
locales correspondientes a los cambios regionales en el uso de la
tierra.
La geofisiología nos recuerda que todos los ecosistemas se encuentran interconectados. Como analogía podemos decir que el hígado de todos los animales tiene una cierta capacidad de regulación de su medio ambiente interno y las células del hígado pueden crecer aisladas. Sin embargo, ningún animal puede vivir sin hígado ni ningún hígado puede mantenerse independientemente por sí solo; cada uno depende de la interconexión entre los dos. No sabemos si existen ecosistemas vitales para la Tierra aunque sería difícil imaginar que la vida continúe sin la presencia ubicua de las antiguas bacterias que viven en lugares oscuros y malolientes tales como el barro y las heces.
Aquellas bacterias desarrolladas hace 3,5 eones cuyo sistema de vida perfecto consistía en la transformación del carbono usado en gas metano y que han continuado haciendo lo mismo desde entonces. Los ecosistemas de las aguas de las plataformas continentales transfieren elementos como el azufre y el iodo al aire, y de allí a la tierra.
Las selvas de los trópicos actúan a escala global bombeando grandes cantidades de agua al aire (evapotranspiración) lo que tiene el poder de afectar al clima local causando la condensación de nubes. La parte superior blanca de las nubes refleja la luz del Sol, que en caso contrario calentaría y secaría la región. La evapotranspiración del agua a partir de su estado líquido absorbe una gran cantidad de calor, y el clima de regiones distantes que se encuentran fuera de los trópicos es calentado considerablemente cuando las masas de aire húmedo liberan su calor latente durante la precipitación de lluvia.
La transferencia de nutrientes y productos resultantes de la erosión por los ríos tropicales es evidentemente un aspecto de su interconexión y también tiene que tener un significado global.
Todavía no lo sabemos, sólo podemos suponer que los sistemas de las selvas tropicales son vitales para la ecología mundial. También podría pasar que sean como los bosques de las zonas templadas, que parecen ser eliminables sin que se resienta todo el sistema en su conjunto. Los bosques templados han experimentado destrucciones masivas durante las glaciaciones y durante la expansión reciente de la agricultura.
Por tanto parece
que el punto de vista ecológico tradicional de examinar el sistema
forestal aisladamente es tan importante como la consideración de su
interdependencia con el sistema global. Desde un punto de vista geofisiológico nos encontramos en la etapa de recopilación de
información, como lo estaba la biología cuando los científicos
victorianos iban a las remotas junglas a recoger especimenes.
Hay algunas preguntas que tienen que ser contestadas:
Todas estas preguntas se encuentran dentro del dominio de la geofisiología. Necesitamos un experto en medicina planetaria.
¿Hay algún doctor allá afuera?
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