Prefacio


El concepto de Madre Tierra o, con el término de los antiguos griegos, Gaia
* ha tenido enorme importancia a lo largo de toda la historia de la humanidad, sirviendo de base a una creencia que aún existe junto a las grandes religiones.

 

A consecuencia de la acumulación de datos sobre el entorno natural y de desarrollo de la ecología se ha especulado recientemente sobre la posibilidad de que la biosfera sea algo más que el conjunto de todos los seres vivos de la tierra, el mar y el aire.

 

* Según Hesiodo, ante todo fue el Caos; luego Gaia, la del ancho seno, eterno e inquebrantable sostén de todas las cosas (N. del T.).

 

Cuando la especie humana ha podido contemplar desde el espacio la refulgente belleza de su planeta lo ha hecho con un asombro teñido de veneración que es el resultado de la fusión emocional de conocimiento moderno y de creencias ancestrales. Este sentimiento, a despecho de su intensidad, no es, sin embargo prueba de que la Madre Tierra sea algo vivo. Tal supuesto, a semejanza de un dogma religioso, no es verificable científicamente, por lo que, en su propio contexto, no puede ser objeto de ulterior racionalización.

Los viajes espaciales, además de presentarnos la Tierra desde una nueva perspectiva, han aportado una ingente masa de datos sobre su atmósfera y su superficie, datos que están haciendo posible un mejor entendimiento de las interacciones existentes entre las partes orgánicas y las inertes del planeta. Ello es el origen de la hipótesis según la cual la materia viviente de la Tierra y su aire, océanos y superficie forman un sistema complejo al que puede considerarse como un organismo individual capaz de mantener las condiciones que hacen posible la vida en nuestro planeta.

Este libro es la narración personal de un recorrido por el espacio y el tiempo en busca de pruebas para substanciar tal modelo de la Tierra, una búsqueda que dio comienzo hace aproximadamente quince años y cuyas exigencias me han hecho penetrar en los dominios de muy diferentes disciplinas científicas, de la zoología a la astronomía.

Tal género de excursiones no está exento de sobresaltos, porque la separación entre las ciencias es empeño vehemente de sus respectivos profesores y porque cada una de ellas se sirve de un lenguaje secreto al que es necesario acceder. Por si esto fuera poco, un periplo de tal clase sería, en circunstancias ordinarias, extravagantemente caro y muy poco productivo en resultados científicos; sin embargo, del mismo modo que entre las naciones continúan los intercambios comerciales aun en tiempo de guerra, resulta posible para un químico adentrarse en terrenos tan lejanos de su propia disciplina como la meteorología o la fisiología si tiene algo que ofrecer a cambio, habitualmente en forma de instrumental o de técnicas.

 

En lo que a mí respecta, fue el denominado detector de captura de electrones, uno de los instrumentos que diseñé durante mi fructífera aunque breve época de colaborador con A. J. P. Martin, creador, entre otros importantes avances, de la técnica de analítica química conocida como cromatografía de gases.

 

Pues bien, el mencionado aparato es de una exquisita sensibilidad en la detección de rastros de determinadas substancias químicas, gracias a la cual pudo determinarse que los pesticidas están presentes en los organismos de todas las criaturas de la Tierra, que restos de estas substancias aparecen tanto en los pingüinos de la Antártida como en la leche de las madres lactantes norteamericanas.

 

Este descubrimiento propició la escritura del libro de Rachel Carson Silent Spring, obra enormemente influyente, al poner a disposición de la autora las pruebas necesarias para justificar su preocupación por el daño que estos ubicuos compuestos tóxicos infligen a la biosfera. El detector de captura de electrones ha seguido demostrando la presencia de minúsculas pero significativas cantidades de otras substancias venenosas en lugares que deberían estar absolutamente libres de ellas.

 

Entre estos intrusos se cuentan el PAN (peroxiacetil nitrato), uno de los componentes tóxicos del smog de Los Angeles, los PCB (policlorobifenilos), hallados hasta en los más remotos entornos naturales y, muy recientemente, los clorofluorocarbonos y el óxido nitroso de la atmósfera, substancias que resultan perjudiciales para la integridad del ozono estratosférico.

Los detectores de captura de electrones fueron indudablemente los objetos más valiosos de entre el conjunto de bienes canjeables que me permitió realizar mi búsqueda de Gaia a través de muy diversos territorios científicos y viajar, literalmente ahora, alrededor del mundo. Con todo, aunque mi disposición al intercambio hizo factible las excursiones ínterdisciplinares, su realización concreta no fue empresa fácil porque, en el transcurso de los últimos quince años, las ciencias de la vida han experimentado grandes convulsiones, particularmente en las áreas donde la ciencia se ha visto inmersa en los procesos del poder.

Cuando Rachel Carson nos advierte de los peligros que conlleva la utilización masiva de compuestos químicos venenosos, lo hace con argumentos que presentan al modo de un abogado, es decir: seleccionando un conjunto de hechos con el que justifica sus tesis. La industria química, viendo sus prerrogativas en entredicho, se defiende respondiendo con otro grupo de argumentos seleccionados.

 

Aunque esta forma de denuncia es un modo excelente de lograr que se haga justicia en los aspectos del problema que afectan globalmente a la comunidad (lo que en el caso citado quizá la haga científicamente disculpable) parece haberse constituido en modelo a seguir: gran parte de las discusiones o las argumentaciones científicas actuales relativas al medio ambiente dejan un intenso regusto a sala de tribunal o a encuesta pública. Nunca se repetirá demasiado que, si bien tal modo de hacer las cosas puede ser de provecho para el proceso democrático de la participación pública en los asuntos de interés general, no es la mejor forma de descubrir verdades científicas.

 

Se dice que, en las guerras, las primeras heridas las sufre la verdad: no es menos cierto que su utilización selectiva para justificar la formulación de veredictos la debilita considerablemente.

Cuando de asuntos medioambientales se trata, la comunidad científica parece estar dividida en grupos beligerantes colectivizados, en tribus enfrentadas cuyos miembros sufren fuertes presiones por parte de los dogmas oficiales respectivos para que se adecuen a ellos. Si bien los seis primeros capítulos del libro se ocupan de materias no —todavía no, al menos— socialmente conflictivas, los seis últimos, cuyo tema es la relación entre Gaia y la humanidad, se sitúan de lleno en la zona de hostilidades.

Sir Alan Parker decía en su obra Sex, Sciencie and Society que "la ciencia puede ser seria sin ser sacrosanta", sabia afirmación que he procurado tener presente a lo largo de todo el libro aunque, a veces, la tarea de escribir para el lector no especializado sobre temas cuyo lenguaje es normalmente esotérico pero preciso ha podido conmigo, por lo cual ciertos fragmentos pueden parecer infectados tanto de antropomorfismo como de teleología.

Utilizo a menudo la palabra Gaia como abreviatura de la hipótesis misma, a saber: la biosfera es una entidad autorregulada con capacidad para mantener la salud de nuestro planeta mediante el control el entorno químico y el físico. Ha sido ocasionalmente difícil, sin acudir a circunlocuciones excesivas evitar hablar de Gaia como si fuera un ser consciente: deseo subrayar que ello no va más allá del grado de personalización que a un navío le confiere su nombre, reconocimiento a fin de cuentas de la identidad que hasta una serie de piezas de madera y metal puede ostentar cuando han sido específicamente diseñadas y ensambladas, del carácter que trasciende a la simple suma de las partes.

Al poco de concluir este libro llegó a mis manos un artículo de Alfred Redfield publicado en el American Scientist de 1958 donde se formulaba la hipótesis de que la composición química de la atmósfera y de los océanos estaba controlada biológicamente, hipótesis basada en la diferente distribución de ciertos elementos.

 

Me alegra haber tenido noticia de la contribución de Redfield a la hipótesis de Gaia a tiempo de reconocerla aquí, aunque soy consciente de que muchos otros se habrán hecho reflexiones semejantes y algunos las habrán publicado. La noción de Gaia, de una Tierra viviente, no ha sido aceptable en el pasado para la corriente principal de la ciencia, por lo que las semillas lanzadas en época anterior han permanecido enterradas, sin germinar, en el profundo humus de las publicaciones científicas.

Un libro cuya materia tiene una base tan amplia como la de éste requirió amplias dosis de asesoramiento, generosamente prestado por gran número de colegas científicos que pusieron a mi disposición su tiempo para ayudarme; de entre todos ellos quiero hacer especial mención de la profesora Lynn Margulis de Boston, mi constante ayuda y guía. Estoy también en deuda con el profesor C. E. Junge de Mainz y el profesor Bollin de Estocolmo, los primeros en animarme a escribir sobre Gaia, así como con el doctor James Lodge de Boulder, Colorado, Sidney Epton de la Shell Research Ltd. y Peter Fellgett de Reading, que me instó a seguir investigando.

Deseo expresar mi especial gratitud a Evelyn Frazer, que transformó el borrador de este libro, abigarrado amasijo de párrafos y frases, en un texto legible, realizando tan competentemente esta tarea que el resultado final es aquello que era mi intención decir expresado del modo que yo hubiera elegido de haber sido capaz de ello.

Quiero, por último, dejar constancia de una deuda con Helen Lovelock que se encargó no sólo de realizar el borrador mecanografiado, sino también de crear el entorno que hizo posible tanto la reflexión como la escritura.

 

Al final del libro y agrupados por capítulos, incluyo la relación de las fuentes de información utilizadas y de lecturas adicionales, así como algunas definiciones y explicaciones sobre los términos y los sistemas de unidades y medidas empleadas en el texto.
 

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