1. Preliminares
Mientras esto escribo, dos naves espaciales Viking orbitan alrededor
de Marte en espera de las órdenes que, procedentes de la Tierra, las
harán posarse sobre la superficie del planeta. Su misión consiste en
dilucidar la presencia de vida o, en su defecto, buscar pruebas de
su presencia en un pasado próximo o remoto.
El propósito de este
libro es efectuar una indagación equivalente: La búsqueda de Gaia es
el intento de encontrar la mayor criatura viviente de la Tierra.
Nuestro peregrinaje quizá no revele otra cosa que la casi infinita
variedad de formas de vida surgidas en el seno de la transparente
envoltura de aire que constituye la biosfera. Pero si Gaia existe,
sabremos entonces que los muy diferentes seres vivos que pueblan
este planeta, especie humana incluida, son las partes constitutivas
de una vasta entidad que, en su plenitud, goza del poder de mantener
las condiciones gracias a las cuales la Tierra es habitat adecuado
para la vida.
La búsqueda de Gaia comenzó hace más de quince años, coincidiendo
con los primeros planes de la NASA (National Aeronautics and Space
Administration) estadounidense encaminados a resolver la incógnita de
la existencia de vida en Marte. Resulta por consiguiente obligado
iniciar este libro rindiendo homenaje a la increíble expedición
marciana de esos dos vikingos mecánicos.
A principios de los sesenta solía hacer frecuentes visitas a los
Laboratorios de Retropropulsión del Instituto Tecnológico de
California en calidad de asesor de un equipo —posteriormente
dirigido por Norman Horowitz, biólogo espacial de la máxima
competencia— cuyo objetivo principal era la puesta a punto de
métodos y sistemas que permitieran la detección de eventuales formas
de vida en Marte y otros planetas. Aunque mi función específica era
el asesoramiento en ciertos problemas comparativamente simples de
diseño de instrumentos, me sentí cautivado —y cómo hubiera podido
ser de otro modo en alguien que había crecido deslumbrado por Verne
y Stapledon— por la posibilidad de estar presente en unas reuniones
donde el tema a discusión eran los planes del estudio de Marte.
En aquella época, la planificación de experimentos se basaba sobre
todo en el supuesto de que la obtención de pruebas de vida en Marte
tendría características muy similares a ese mismo proceso
desarrollado en la Tierra.
Por ejemplo: una de las series
experimentales propuestas habría de ser realizada por un ingenio que
era, a todos los efectos, un laboratorio automatizado de
microbiología, cuyo cometido consistiría en tomar muestras del suelo
marciano y estudiarlo, para dilucidar si su naturaleza permitía la
aparición de bacterias, hongos u otros microorganismos. Se habían
ideado experimentos edáficos adicionales para poner de manifiesto
los compuestos químicos indicativos de vida: las proteínas, los
aminoácidos y, en particular, las substancias ópticamente activas
que desviaran los rayos de luz polarizada en sentido antihorario,
tal como hace la materia orgánica.
Tras cosa de un año, y
posiblemente a causa de no estar involucrado de manera directa, mi
fervor inicial por el problema empezó a
remitir, comenzando al mismo tiempo a formularme preguntas de índole
sumamente práctica, como por ejemplo, "¿qué nos asegura que la vida
marciana, de existir, se nos revelará mediante unas pruebas
diseñadas según la vida terrestre?"; otras preguntas sobre la
naturaleza de la vida y su reconocimiento eran todavía más
conturbadoras.
Algunos de mis colegas aún entusiastas de los Laboratorios
confundieron mi creciente escepticismo con cínica desilusión y me
interrogaron razonablemente sobre mis alternativas. En aquellos años
mi respuesta era indicar vagamente que yo, en su lugar, me
preocuparía en especial de la disminución de la entropía, puesto que
es algo común a todas las formas de vida.
Esta sugerencia,
comprensiblemente, era considerada poco práctica en el mejor de los
casos; otros opinaban que era producto de la ofuscación pura y
simple, ya que pocos conceptos físicos han originado tanta confusión
y tantos malentendidos como el concepto de entropía.
Es casi sinónimo de desorden y, sin embargo, en tanto que medida de
la tasa de disipación de la energía térmica de un sistema dado,
puede expresarse pulcramente en términos matemáticos. Ha sido la
maldición de generaciones enteras de estudiantes y para muchos está
ominosamente asociada con la degradación y la decadencia, dado que
su expresión en la segunda ley de la termodinámica (indicando que
toda la energía se disipará más tarde o más temprano en forma de
calor y dejará de estar disponible para la realización de trabajo
útil) implica la inevitable y predestinada muerte térmica del
Universo.
A pesar del rechazo a mi sugerencia, la idea de la disminución o la
inversión de la entropía como signo de vida se había implantado en
mi mente. Fue madurando poco a poco, hasta que, con la ayuda de
muchos colegas (Dian Hitchcock, Sidney Eptonn, Peter Simmonds y
especialmente Lynn Margulis) se transformó en la hipótesis que
constituye el tema de este libro.
Cuando, después de las visitas a los Laboratorios de
Retropropulsión, volvía a casa (situada en la apacible campiña de
Wiltshire), dedicaba muchos ratos a leer y a reflexionar sobre la
auténtica naturaleza de la vida y sobre cómo podría reconocérsela
con independencia de lugares y de formas. Confiaba en que, revisando
la literatura científica, terminaría por encontrar en alguna parte
una definición de la vida como proceso físico que pudiera servir de
punto de partida para diseñar experimentos encaminados a detectarla;
para mi sorpresa pude comprobar que era muy poco lo escrito sobre la
naturaleza misma de la vida.
El interés actual por la ecología y la
aplicación del análisis de sistemas a la biología estaban en
mantillas; en aquellos días, sobre las ciencias de la vida pesaba un
academicismo inerte y polvoriento. Eran incontables los datos
acumulados sobre prácticamente cualquier aspecto de las distintas
especies de seres vivos, pero el aluvión de hechos ignoraba la
cuestión central, la vida misma. En el mejor de los casos, los
artículos científicos de otro planeta llegados a la Tierra en viaje
de estudios consiguieran un televisor y dictaminaran sobre él.
El
químico señalaría que en su confección entraban la madera, el vidrio
y el metal, mientras que para el físico sería una fuente de
radiación de luz y calor y el ingeniero haría notar que las
ruedecillas eran demasiado pequeñas y estaban mal colocadas para que
pudiesen rodar suavemente
sobre una superficie plana. Pero nadie diría nada sobre lo que era
en realidad.
Lo que aparentemente es una conspiración de silencio puede deberse,
en parte, a la fragmentación de la ciencia en disciplinas aisladas,
cuyos especialistas respectivos suponen que los demás se habrán
encargado de la tarea. Algunos biólogos pueden pensar que el proceso
de la vida queda adecuadamente descrito mediante la expresión
matemática de conceptos físicos o cibernéticos, al tiempo que
ciertos físicos dan por supuesta la descripción objetiva de dicho
proceso en los recónditos vericuetos de las publicaciones dedicadas
a la biología molecular, material cuya lectura siempre queda
relegada ante tareas más urgentes.
Pero la causa más probable de
nuestra cerrazón ante este problema es que entre nuestros instintos
heredados hay ya un programa muy rápido y eficiente destinado al
reconocimiento de la vida, una memoria "readonly", en la jerga de la
informática. Reconocemos automática e instantáneamente a los seres
vivos, ya sean animales o vegetales, característica que compartimos
con los demás miembros del reino animal; este eficaz proceso de
reconocimiento inconsciente se desarrolló, con toda certeza, como
factor de supervivencia.
Un ser vivo puede ser multitud de cosas
para otro: comestible, mortífero, amistoso, agresivo o pareja
potencial, posibilidades todas de primordial importancia para el
bienestar y la supervivencia. Nuestro sistema de reconocimiento
automático de lo vivo parece sin embargo haber paralizado la
capacidad de pensamiento consciente sobre qué define a la vida.
¿Por
qué habríamos de necesitar definir lo que, gracias a nuestro sistema
de reconocimiento innato, resulta obvio e inconfundible en todas y
cada una de sus manifestaciones?
Quizá por esa misma razón es un
proceso cuyo funcionamiento no depende de la mente consciente, como
el piloto automático de un avión.
Ni siquiera la reciente ciencia de la cibernética, con su interés
por los modos de funcionamiento de todo género de sistemas (desde el
complejo proceso de control visual que posibilita la lectura de esta
página a la simplicidad de un depósito de agua provisto de una
válvula) ha prestado atención al problema; aunque mucho ha sido lo
dicho y lo escrito sobre los aspectos cibernéticos de la
inteligencia artificial, continúa incontestada la pregunta de cómo
definir la vida en términos cibernéticos, cuestión, además,
raramente debatida.
En el transcurso del presente siglo, algunos físicos han intentado
definir la vida. Bernal, Schroedinger y Wigner llegaron los tres a
idéntica conclusión general: la vida pertenece a esa clase de
fenómenos compuestos por sistemas abiertos o continuos capaces de
reducir su entropía interna a expensas, bien de substancias, o bien
de energía libre que toman de su entorno, devolviéndolas a éste en
forma degradada. Esta definición es difícil de captar y
excesivamente vaga para que resulte aplicable a la detección
específica de vida.
Parafraseándola toscamente, podríamos decir que
la vida es uno de esos fenómenos surgidos allí donde haya un elevado
flujo de energía. El fenómeno de la vida se caracteriza por su
tendencia a la autoconfiguración como resultado del consumo de
substancias o de energía antedicho, excretando hacia el entorno
productos degradados.
Resulta evidente que esta definición es aplicable a los remolinos de
un arroyo, a los huracanes, a las llamas o incluso a ciertos
artefactos humanos como podrían ser los refrigeradores. Una llama
asume una forma característica, necesita de un aporte adecuado de
combustible y de aire para mantenerse y no podemos dejar de advertir
que el precio a pagar por una bella y agradable fogata al aire libre
es el derroche de energía calorífica y la emisión de gases
contaminantes.
La formación de llamas reduce localmente la entropía,
pero el consumo de combustible significa un incremento de la
entropía global.
A despecho de su amplitud y vaguedad, esta clasificación de la vida
indica al menos la dirección acertada. Sugiere, por ejemplo, que
existe una frontera o interfase entre el área "fabril" que procesa
el flujo de energía o las materias primas, con la consiguiente
disminución de la entropía, y el entorno que recibe los desechos
generados por este procesamiento.
Sugiere también que los procesos
de la vida —o los que a ellos se asemejan— requieren un aporte
energético por encima de un determinado valor mínimo para iniciarse
y para mantenerse. Un físico decimonónico, Reynolds, observó que las
turbulencias de líquidos y gases aparecían únicamente cuando el
flujo superaba un cierto nivel crítico en relación con las
condiciones locales. Para calcular la magnitud adimensional de
Reynolds basta conocer las propiedades del fluido en cuestión y sus
condiciones locales de flujo.
De modo semejante: para que aparezca
la vida, el flujo de energía ha de ser lo suficientemente
importante, no sólo en cuantía sino también en calidad, en
potencial. Si, por ejemplo, la temperatura de la superficie del Sol
fuera de 500° centígrados en lugar de serlo de 5.000° y su distancia
a la Tierra se redujera correspondientemente, de tal modo que
recibiéramos la misma cantidad de calor, las diferencias climáticas
respecto a las condiciones reales quizá fueran escasas, pero la vida
nunca habría hecho acto de presencia.
La vida requiere una energía
lo bastante potente como para romper las uniones químicas: la mera
tibieza no basta.
Si fuéramos capaces de establecer magnitudes adimensionales como la
de Reynolds para caracterizar las condiciones energéticas de un
planeta estaríamos en condiciones de construir una escala cuya
aplicación nos permitiría predecir dónde sería posible la vida y
dónde no. Aquellos que, como la Tierra, reciben un flujo continuo de
energía solar superior a los mencionados valores críticos estarían
en el primer supuesto, mientras que los planetas exteriores, más
fríos, caerían dentro del segundo.
En la época citada, sin embargo, poner a punto un medio experimental
de detección de la vida con validez universal basado en la
disminución de entropía aparentaba ser una tarea poco prometedora.
Asumiendo, a pesar de todo, que la vida habría de servirse siempre
de los medios fluidos —la atmósfera, los océanos o ambos—
utilizándolos como cintas transportadoras de materias primas o de
productos de desecho, se me ocurrió que parte de la actividad
asociada a las intensas reducciones de entropía características de
un sistema viviente pasaría al entorno empleado como vehículo de
transporte modificando su composición.
La atmósfera de un planeta en
el que hubiera vida sería por lo tanto netamente distinguible de la
atmósfera de otro desprovisto de ella.
Marte carece de océanos. La vida, de haber aparecido, habría tenido
que hacer uso de la atmósfera o estancarse. Por tal motivo, Marte
parecía un planeta apropiado para emplear un sistema de detección de
vida basado en el análisis químico de la atmósfera.
Tal enfoque
ofrecía además la nada desdeñable ventaja de que su realización no
se vería influenciada por el lugar de descenso del vehículo
espacial: la mayoría de las técnicas experimentales de detección de
vida son eficaces únicamente en el marco de una zona concreta. Ni
siquiera en nuestro planeta las técnicas locales de identificación
darían mucho fruto si el aterrizaje se produjera en el centro de un
lago salobre, en el desierto del Sahara o en el manto de hielo que
cubre la Antártida.
Habían alcanzado este punto mis reflexiones cuando Dian Hitchcock
visitó los Laboratorios. Su tarea era comparar y evaluar la lógica y
el potencial informativo de las muchas sugerencias suscitadas por el
problema de la detección de vida en Marte. La noción del análisis
atmosférico como medio de detectar la presencia de vida le resultó
atractiva y nos pusimos a desarrollar la idea juntos. Utilizando
nuestro propio planeta como modelo empezamos a examinar hasta qué
punto podíamos obtener indicaciones fiables de la presencia de vida
conjugando determinaciones tales como la composición química de la
atmósfera, la cuantía de la radiación solar y las masas oceánicas o
continentales.
Los resultados obtenidos nos convencieron de que la única
explicación factible de la atmósfera de la Tierra, altamente
improbable, era su manipulación diaria desde la superficie, y que el
agente manipulador era la vida misma. El significativo decremento de
la entropía —o, como un químico diría, el persistente estado de
desequilibrio entre los gases atmosféricos— era, por sí mismo,
prueba evidente de actividad biológica. Piénsese, por ejemplo, en la
presencia simultánea de metano y oxígeno en nuestra atmósfera.
A la
luz del sol estos dos gases reaccionan químicamente para dar dióxido
de carbono y vapor de agua. La tasa de reactividad es tan grande
que, para mantener constante el metano del aire, es necesario
introducir en la atmósfera 1.000 millones de toneladas de este gas,
cuando menos, cada año. Hay que contar también con los medios
requeridos para reemplazar el oxígeno gastado en la oxidación del
metano, teniendo en cuenta que ello exige al menos dos veces más
oxígeno que metano. Las cantidades de ambos gases necesarias para
mantener constante la extraordinaria mezcla atmosférica de la Tierra
tendrían, en un entorno inerte, un altísimo grado de improbabilidad.
Así pues, mediante una técnica comparativamente sencilla, era
posible obtener pruebas convincentes de la existencia de vida en la
Tierra, pruebas que además, eran obtenibles utilizando un telescopio
infrarrojo situado en un punto tan lejano como podría ser Marte. La
misma regla se aplica a los demás gases de la atmósfera,
especialmente al acoplamiento
o conjunto de gases reactivos que constituyen el grueso de su
volumen. La presencia en ella de óxido nitroso y de amoníaco es tan
anómala como la de metano. Hasta el nitrógeno gaseoso está fuera de
lugar, porque si pensamos en los vastos océanos terrestres,
parecería lógico el que este elemento se presentara bajo la forma,
químicamente estable, de ion nitrato disuelto en las aguas
oceánicas.
Estábamos a mediados de la década de los sesenta, sin embargo:
nuestros hallazgos y conclusiones disonaban chirriantemente en el
contexto de la geoquímica convencional. Con algunas excepciones
—especialmente Rubey, Hutchinson, Bates y Nicolet— los geoquímicos
consideraban la atmósfera como el producto final del desprendimiento
planetario de gases y mantenían que su estado presente era
consecuencia de reacciones subsiguientes acaecidas en el seno de
procesos abiológicos.
El oxígeno, por ejemplo, procedería únicamente
de la escisión del vapor de agua en sus componentes originarios: al
escapar el hidrógeno al espacio quedaba tras él un exceso de
oxígeno. La vida se limitaba a tomar prestados gases de la atmósfera
y a devolverlos a ella como los había recibido. Para nosotros, por
el contrario, la atmósfera era una extensión dinámica de la biosfera
misma. No resultó sencillo encontrar una publicación que quisiera
acoger en sus páginas una noción tan radical, pero tras diversos
rechazos dimos con un editor, Carl Sagan, que accedió a darle cabida
en su revista, Icarus.
Considerándolo tan sólo como un medio para detectar la presencia de
vida, el análisis atmosférico tuvo, no obstante, un gran éxito. Los
datos con que se contaba en aquellos años eran suficientes para
afirmar que la atmósfera marciana era básicamente dióxido de
carbono; no había signos de que sus características químicas fueran
tan exóticas como las de la Tierra.
Ello implicaba que Marte,
probablemente, fuera un planeta muerto, noticia no precisamente
grata para quienes patrocinaban nuestros proyectos de investigación
espacial. Para empeorar todavía más las cosas, el Congreso
estadounidense decidió, en septiembre de 1965, abandonar el primer
programa de exploración de Marte, denominado entonces Voyager.
Durante aproximadamente un año después de esa fecha, las ideas
relativas a la búsqueda de vida en otros planetas no recibirían la
mejor de las acogidas.
La exploración del espacio ha sido siempre un excelente blanco para
quienes buscan dinero para una causa u otra, aunque su coste es muy
inferior al de muchos fracasos tecnológicos pedestres y anticuados.
Por desgracia, los apologistas de la ciencia espacial parecen quedar
siempre sumamente impresionados por cosas tales como las sartenes no
adherentes y los rodamientos perfectos.
A mi modo de ver, el mejor
subproducto de la investigación espacial no es precisamente nueva
tecnología sino que, por primera vez en la historia de la humanidad,
hemos tenido oportunidad de contemplar la Tierra desde el espacio:
la información proporcionada por esta visión exterior de nuestro
planeta verde-azul, en todo el esplendor de su belleza, ha dado
origen a un nuevo conjunto de preguntas y respuestas.
De forma
semejante, el reflexionar sobre la vida marciana supuso la
adquisición de una nueva perspectiva desde la que considerar la vida
en la Tierra, lo que nos llevó a su vez a formular una nueva
explicación —o a revivir quizá una muy antigua— de la relación entre
la Tierra y su biosfera.
Por lo que a mí respecta, tuve la gran fortuna de recibir una
invitación de la Shell Research Limited a estudiar las posibles
consecuencias globales que sobre la contaminación atmosférica
tendrían causas tales como la tasa de consumo, siempre en aumento,
de los combustibles fósiles, invitación que llegaba en el nadir de
la investigación espacial, en 1966, tres años
antes de la formación de Amigos de la Tierra; ese colectivo, y otros
grupos de presión de parecidas características, se encargarían de
poner el problema de la contaminación en la vanguardia de las
preocupaciones de la opinión pública.
Los científicos independientes, como los artistas, necesitan de los
mecenas, aunque ello no tiene porqué implicar una relación de
posesión: la libertad de pensamiento suele ser la norma. No debería
hacer falta decir esto, pero hoy día muchas personas, por otro lado
inteligentes, están condicionadas para creer que toda labor de
investigación realizada bajo los auspicios de una multinacional es
sospechosa por naturaleza.
Otros están no menos persuadidos de que
todo trabajo de esta índole procedente de alguna institución
localizada en un país socialista ha de haber estado sometido al
corsé teórico del marxismo, siendo, por tal motivo, desdeñable. Las
ideas y opiniones expresadas en este libro muestran cierto grado de
influencia inevitable de la sociedad en cuyo seno vivo y trabajo,
debida sobre todo el contacto estrecho con numerosos colegas
científicos occidentales. Hasta donde se me alcanza, estas suaves
presiones son las únicas que se han ejercido sobre mí.
La conexión entre los problemas de la contaminación atmosférica y mi
trabajo anterior —utilización del análisis atmosférico como medio de
detección de vida— residía, naturalmente, en la idea de que la
atmósfera podría ser una extensión de la biosfera. Tenía la
impresión que todo intento de entender la contaminación de la
atmósfera sería incompleto y probablemente ineficaz si se pasara por
alto la posibilidad de una respuesta o una adaptación de la
biosfera.
Los efectos del veneno en un ser humano dependen
grandemente de la capacidad que éste tenga para metabolizarlo o
excretarlo; de igual modo, el efecto de lanzar grandes cantidades de
productos derivados de la combustión de combustibles fósiles a una
atmósfera controlada por la biosfera puede ser muy distinto del
efecto que estos gases tendrían sobre una atmósfera inorgánica y por
tanto, pasiva. Podrían producirse cambios adaptativos que
disminuyeran, por ejemplo, las perturbaciones provocadas por la
acumulación de dióxido de carbono.
Otra posibilidad sería que las
perturbaciones dispararan algún tipo de cambio compensatorio (quizás
en el clima) que resultara conveniente para el conjunto de la
biosfera pero perjudicial para la especie humana.
Al trabajar en un nuevo entorno intelectual pude olvidarme de Marte
y concentrarme en la Tierra y en la naturaleza de su atmósfera. El
resultado de esta aproximación menos dispersa fue el desarrollo de
la hipótesis siguiente: el conjunto de los seres vivos de la Tierra,
de las ballenas a los virus, de los robles a las algas, puede ser
considerado como una entidad viviente capaz de transformar la
atmósfera del planeta para adecuarla a sus necesidades globales y
dotada de facultades y poderes que exceden con mucho a los que
poseen sus partes constitutivas.
No es distancia pequeña la que separa el sistema plausible de
detección de vida y la hipótesis según la cual es la biosfera, el
conjunto de los seres vivos que pueblan la superficie de la Tierra,
la encargada de mantener y regular la atmósfera de ésta. A presentar
las pruebas más recientes en favor de tal hipótesis se consagra
buena parte de este libro.
Volviendo a 1967, las razones que
justificaban el salto del sistema a la hipótesis podrían resumirse como sigue:
La vida aparece en la Tierra hace aproximadamente unos 3.500
millones de años. Desde entonces hasta ahora, los fósiles muestran
que el clima de la Tierra ha cambiado muy poco a pesar de que, casi
con toda seguridad, la cantidad de calor solar que recibimos, las
características de la superficie de la Tierra y la composición de su
atmósfera han experimentado grandes variaciones durante ese lapso de
tiempo.
La composición química de la atmósfera no guarda relación con lo que
cabría esperar de un equilibrio químico de régimen permanente. La
presencia de metano, óxido nitroso y de nitrógeno incluso en nuestra
oxidante atmósfera actual representa una violación tan estrepitosa
de las reglas de la química que hace pensar que la atmósfera no es
un nuevo producto biológico sino, más probablemente, una
construcción biológica: si no viva, algo que, como la piel de un
gato, las plumas de un pájaro o el papel de un nido de avispas es
una extensión de un sistema viviente diseñada para conservar las
características de un determinado entorno.
La concentración
atmosférica, por ejemplo, de gases tales como el oxígeno o el
amoníaco es mantenida a unos niveles óptimos cuya alteración, por
pequeña que fuera, podría tener desastrosas repercusiones en los
seres vivos.
Tanto ahora como a lo largo de la historia de la Tierra, su
climatología y su química parecen haber sido en todo momento las
óptimas para el desarrollo de la vida. Que esto se deba a la
casualidad es tan improbable como salir ileso de un atasco de
tráfico conduciendo con los ojos vendados.
Pues bien, se concreta la hipótesis antedicha en una entidad de
tamaño planetario y propiedades insospechadas atendiendo a la simple
suma de sus partes. Fue William Golding, el escritor, vecino a la
sazón, quien solventó felizmente su carencia de nombre. Recomendó
sin vacilación que esta criatura fuera llamada Gaia en honor de la
diosa griega de la Tierra, también conocida como Gea, nombre de
donde proceden los de ciencias tales como la geografía y la
geología. A pesar de mi ignorancia de los clásicos, la oportunidad
de la elección me pareció evidente.
Era una palabra breve que se
anticipaba a alguna bárbara denominación del tipo de Sistema de
Homeostasis y Biocibernética Universal. Tenía, además, la impresión
de que en la Grecia antigua el concepto era probablemente un aspecto
familiar de la vida sin necesidad de expresarlo formalmente. Los
científicos suelen estar condenados a llevar vidas urbanas, pero he
tenido oportunidad de constatar el asombro que la gente de zonas
rurales, más próximas a la tierra, siente ante la necesidad de
proposiciones formales para enunciar algo tan evidente como la
hipótesis de Gaia.
La di a conocer oficialmente en unas jornadas científicas sobre los
orígenes de la vida en la Tierra celebradas en Princeton, New
Jersey, en 1969. Quizá la causa fuera una pobre presentación por mi
parte, pero lo cierto es que los únicos interesados por ella fueron
el malogrado químico sueco Lars Gunnar Sillen y Lyn Margulis, de la
Universidad de Boston, a
cuyo cargo corría la tarea de editar nuestras diversas
contribuciones. Lyn y yo volveríamos a encontrarnos en Boston un año
más tarde, iniciando una muy fructífera colaboración aún felizmente
prolongada que, gracias a su talento y a sus conocimientos, iba a
perfilar nítidamente los entonces todavía vagos contornos de Gaia.
Hasta aquí hemos definido a Gaia como una entidad compleja que
comprende el suelo, los océanos, la atmósfera y la biosfera
terrestre: el conjunto constituye un sistema cibernético
autoajustado por realimentación que se encarga de mantener en el
planeta un entorno física y químicamente óptimo para la vida. El
mantenimiento de unas condiciones hasta cierto punto constantes
mediante control activo es adecuadamente descrito con el término
"homeostasis".
Gaia continúa siendo una hipótesis, bien que, como ha sucedido en
otros casos, útil: aunque todavía no ha demostrado su existencia, sí
ha probado ya su valor teórico al dar origen a interrogantes y
respuestas experimentales de por sí provechosas. Si, por ejemplo, la
atmósfera es entre otras cosas una cinta transportadora de
substancias que la biosfera toma y expele, parecía razonable suponer
la presencia en ella de compuestos que vehicularan los elementos
esenciales a todos los sistemas biológicos, como lo son, entre
otros, el yodo y el azufre.
Fue muy gratificante encontrar pruebas
de que ambos son transportados por aire desde los océanos, donde
abundan, a tierra firme, donde escasean, y que los compuestos
portadores son el metil yoduro y el dimetil sulfuro respectivamente,
substancias directamente producidas por la vida marina. Habida
cuenta de la insaciable curiosidad que caracteriza al espíritu
científico, estas interesantes substancias habrían terminado por ser
detectadas y su importancia discutida aún sin el estímulo de la
hipótesis Gaia, pero fue precisamente ella la que provocó su
búsqueda activa.
Si Gaia existe, su relación con la especie humana, esa especie
animal que ejerce una influencia dominante en el complejo sistema de
lo vivo y el cambiante equilibrio de poder entre ambas, son
cuestiones de evidente importancia. Serán consideradas en capítulos
posteriores, pero quiero subrayar que este libro ha sido escrito
primordialmente para estimular y entretener.
La hipótesis Gaia es
para aquellos que gustan de caminar, de contemplar, de interrogarse
sobre la Tierra y sobre la vida que en ella hay, de especular sobre
las consecuencias de nuestra presencia en el planeta. Es una
alternativa al pesimista enfoque según el cual la naturaleza es una
fuerza primitiva a someter y conquistar.
Es también una alternativa
al no menos deprimente cuadro que pinta a nuestro planeta como una
nave espacial demente que, sin piloto ni propósito, describe
círculos eternos alrededor del Sol.
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