Los
primeros rastros de vida hasta ahora identificados han aparecido en
rocas sedimentarias cuya edad se cifra en más de tres eones. Sin
embargo, como decía H.G. Wells, el registro geológico ofrece un tipo
de información sobre la vida en épocas remotas comparable al
conocimiento que de los miembros de una vecindad podría obtenerse
examinando los libros de un banco. Probablemente se cuenten por
millones las formas de vida primitivas de cuerpo blando que, si bien
florecieron en un momento dado, se extinguieron después sin dejar
huellas para el futuro ni, muchísimo menos, obviamente, esqueleto
alguno para el gabinete geológico.
Pero por lo que toca al entorno en el que se inició la vida — eventualmente Gaia— revisando lo que sabemos respecto a los comienzos de la Tierra en el contexto del Universo del que se formó, podemos por lo menos hacer suposiciones inteligentes. Por observaciones realizadas en nuestra propia galaxia sabemos que un conglomerado de estrellas se asemeja a una población humana en lo variado de las edades de sus componentes, que van de los más viejos a los más jóvenes.
Hay estrellas viejas que, como antiguos soldados, simplemente se desvanecen, mientras la muerte de otras, más espectacular, es un estallido inimaginablemente glorioso; cobran forma, entretanto, esferas incandescentes orbitadas por satélites que giran a su alrededor como polillas en torno a una vela. Cuando examinamos espectroscópicamente el polvo interestelar y las nubes gaseosas de cuya condensación surgen nuevos soles y nuevos planetas, hallamos gran abundancia de las moléculas simples y compuestas a partir de las cuales es posible construir el edificio de la vida.
Estas moléculas, en realidad, parecen estar dispersas
por todo el Universo. Los astrónomos informan casi semanalmente del
descubrimiento de alguna nueva substancia orgánica compleja hallada
en las profundidades del espacio. Se tiene a veces la impresión de
que nuestra galaxia es un almacén gigantesco donde se guardan los
componentes de la vida.
El incontable número de encuentros fortuitos entre moléculas, esenciales para la vida, la casi infinita variedad de combinaciones posibles, bien pudo haber resultado en el ensamblaje casual de una substancia capaz de efectuar una tarea de tipo biológico, por ejemplo acumular luz solar para utilizar la energía en la realización de algún cometido posterior que no hubiera sido posible de otro modo o que las leyes físicas no hubieran permitido.
El antiguo mito griego de Prometeo, que intentó robar el fuego de los dioses, y la historia bíblica de Adán y Eva, arrastrados por el deseo de saborear la fruta prohibida, quizá se hundan mucho más profundamente en nuestra historia ancestral de lo que sospechamos.
Al aumentar posteriormente el número de estos
compuestos, empezó a ser posible que algunos de ellos se combinaran
entre sí para formar nuevas substancias de mayor complejidad dotadas
de nuevas propiedades y poderes distintos, agentes a su vez de
idéntico proceso que se repetiría hasta la eventual llegada a una
entidad compleja cuyas propiedades eran, por fin, las de la vida:
fue el primer microorganismo capaz de utilizar la luz de sol y las
moléculas de su entorno para producir su propio duplicado.
Supongamos al menos que las cosas ocurrieron de esta forma en lugar de acudir a misteriosas siembras de semillas, esporas llegadas de no se sabe dónde o cualquier otro tipo de intervención externa.
Nuestro interés primordial, en cualquier caso, se centra en la relación surgida entre la biosfera que se forma y el entorno planetario de una Tierra todavía joven, no en el origen de la vida.
Antes de sugerir algunas respuestas a estas
intrigantes preguntas hemos de volver a las circunstancias que
rodearon la formación de la Tierra, hace aproximadamente cuatro
eones y medio.
Cuando la masa de este núcleo de elementos muertos que ha dejado de generar calor y presión excede con mucho a la de nuestro sol, la inexorable fuerza de su peso la colapsa, con lo que pasa a ser, en materia de segundos, un cuerpo cuyo volumen se cifra tan sólo en millares de millas cúbicas. El nacimiento de este extraordinario objeto, la estrella de neutrones, es una catástrofe de dimensiones cósmicas.
Aunque los detalles de este proceso y de otros semejantes son todavía oscuros es obvio que se observan en él todos los ingredientes de una colosal explosión nuclear. Las formidables cantidades de luz, calor y radiaciones duras que produce una supernova en pleno apogeo igualan al total de los generados por todas las demás estrellas de la galaxia.
Las explosiones raramente son cien por cien eficaces:
cuando una estrella se convierte en supernova, el material explosivo
nuclear, que incluye uranio y plutonio junto a grandes cantidades de
hierro y otros elementos residuales, es esparcido por el espacio
como si se tratara de la nube de polvo provocada por la detonación
de una bomba de hidrógeno. Lo más raro quizá sobre nuestro planeta
es que consiste sobre todo en fragmentos procedentes de la explosión
de una bomba de hidrógeno del tamaño de una estrella. Todavía hoy,
eones después, la corteza terrestre conserva el suficiente material
explosivo inestable para que sea posible la repetición, a muy
pequeña escala, del acontecimiento original.
Sí parece seguro que, ocurriera como
ocurriera, nuestro sistema solar se formó a resultas de la explosión
de una supernova. No hay otra explicación verosímil para la gran
cantidad de átomos explosivos aún presentes en la Tierra. El más
primitivo y anticuado de los contadores Geiger nos indica que
habitamos entre los restos de una vasta detonación nuclear. No menos
de tres millones de átomos inestables procedentes de aquel
cataclismo se fragmentan cada minuto dentro de nuestros cuerpos,
liberando una diminuta fracción de la energía proveniente de
aquellos remotos fuegos.
Al estar hoy tan de moda denigrar la tecnología, es fácil
olvidar que la fusión nuclear es un proceso natural. Si algo tan
intrincado como la vida puede surgir por accidente, no debe
maravillarnos que con un reactor de fusión, mecanismo relativamente
simple, ocurra algo parecido.
* Urey, Harold Clayton: Científico que en 1934 obtuvo el premio Nobel de Química por su descubrimiento del deuterio. Sus puntos de vista sobre la formación del sistema solar están contenidos en The Planets: Their Origin and Development (1952). (N. del T.).
Desconocemos cuanto tardó en producirse esta
atmósfera secundaria y la naturaleza de sus componentes originales,
pero suponemos que en la época del inicio de la vida los gases
procedentes del interior eran más ricos en hidrógeno que los que
ahora expulsan los volcanes. Los compuestos orgánicos, las partes
constituyentes de la vida, necesitan tener en su medio una cierta
cantidad de hidrógeno tanto para su formación como para su
supervivencia.
Es parte esencial de todo compuesto formado por los demás elementos claves de la vida. Es el combustible del que se sirve el Sol y, consiguientemente, la fuente primitiva de ese generoso flujo de energía solar gratuita que pone en marcha los procesos vitales y les permite un desarrollo normal. Constituye las dos terceras partes del agua, esa otra substancia esencial para la vida y que tendemos a olvidar de tan frecuente.
La abundancia de hidrógeno libre de un planeta configura el potencial de oxidación-reducción (redox), que mide la tendencia de un determinado entorno a oxidar o a reducir. Los elementos de un entorno oxidante incorporan oxígeno, razón de la herrumbre del hierro. En un ambiente reductor —rico en hidrógeno— un compuesto que contenga oxígeno tiende a cederlo. La abundancia de átomos de hidrógeno, cargados positivamente, determina también la acidez o la alcalinidad —el pH, diría un químico— de un medio.
El potencial
redox y el pH son dos factores ambientales claves para saber si un
planeta puede contener vida
o no.
En las lunas de los planetas exteriores pueden encontrarse todavía atmósferas similares a la descrita; si sus débiles campos gravitacionales las retienen es gracias a lo bajo de sus temperaturas. A diferencia de estas lunas y de sus planetas, la Tierra, Marte y Venus carecen de las temperaturas o de las fuerzas gravitatorias necesarias para retener indefinidamente su hidrógeno sin auxilio biológico.
El átomo de hidrógeno es el más pequeño y ligero de todos, por lo que, sea cual sea la temperatura, siempre es el de movimiento más veloz; pues bien, teniendo en cuenta que los rayos solares fragmentan las moléculas de hidrógeno gaseoso situadas en el límite externo de nuestra atmósfera convirtiéndolas en átomos libres, cuya movilidad les permite escapar de la atracción gravitatoria y perderse en el espacio, está claro que la vida en la Tierra habría tenido los días contados si el suministro de hidrógeno (incorporado a compuestos tales como amoníaco y metano) hubiera dependido sólo de los gases escapados del interior del planeta, incapaces de reponer las pérdidas indefinidamente.
Estos gases,
además, cumplían otra misión fundamental, la de "arropar" nuestro
planeta manteniendo su temperatura en una época en la que,
probablemente, la radiación solar era inferior a la actual.
Hay, por el contrario, pruebas sutiles derivadas de las proporciones entre las diferentes formas atómicas de oxígeno encontradas en los estratos geológicos cuya interpretación indica que el clima ha sido siempre muy parecido a como es ahora, con las salvedades de las glaciaciones y del período próximo al comienzo de la vida, donde se hizo algo más cálido.
Los períodos glaciales —suele denominárseles Edades de Hielo, frecuentemente exagerando— afectaron tan sólo las zonas terrestres situadas por encima de los 45° Norte y por debajo de los 45° Sur: el 70 por ciento de la superficie terrestre queda, sin embargo, entre estas dos latitudes.
Las así llamadas Edades de Hielo
afectaron únicamente a la flora y la fauna que habían colonizado el
30 por ciento
restante, que hasta en los períodos interglaciales suele estar
parcialmente helado. Como lo está hoy.
Nuestro Sol, estrella típica, se ha desarrollado según un patrón estándar bien establecido, por el cual sabemos que su energía radiante ha aumentado al menos en un 30 por ciento durante los tres eones y medio mencionados. Un 30 por ciento menos de calor solar implica una temperatura media para la Tierra muy por debajo del punto de congelación del agua.
Si el clima de la Tierra estuviera
exclusivamente en función de la radiación solar nuestro planeta
habría permanecido congelado durante el primer eón y medio del
período caracterizado por la existencia de vida, y sabemos por los
registros paleontológicos y por la persistencia misma de la vida que
jamás las condiciones ambientales fueron tan adversas.
Aunque podría pensarse que la intensa radiactividad de los primeros días habría bastado para mantener unos ciertos niveles de temperatura, un sencillo cálculo basado en la muy predecible naturaleza de la desintegración radiactiva indica que, aunque estas energías mantenían incandescente el interior del planeta, tuvieron escaso efecto sobre las temperaturas superficiales. Los científicos dedicados a cuestiones planetarias han sugerido varias explicaciones para lo constante de nuestro clima. Carl Sagan y su colaborador el doctor Mullen, por ejemplo, han señalado recientemente que, en épocas remotas, cuando el Sol brillaba con menos intensidad, la presencia en la atmósfera de gases como el amoníaco ayudaba a conservar el calor recibido.
Algunos gases, como el dióxido de
carbono y el amoníaco absorben la radiación térmica infrarroja que
desprende la superficie de la Tierra y retrasan su escape al
espacio: son los equivalentes gaseosos de la ropa de abrigo, aunque
tienen sobre ésta la ventaja adicional de ser transparentes a las
radiaciones solares que hacen llegar a nuestro planeta casi todo el
calor que recibe. Por esta razón, aunque quizá no del todo
correctamente, son a menudo denominados gases "invernadero".
Si, por el contrario, es completamente negra, absorbe dicha luz en su totalidad, con el consiguiente aumento de la temperatura. Es evidente que un cambio del albedo podría compensar el menor rendimiento térmico de un Sol más apagado. La superficie terrestre ostenta en nuestra época una adecuada coloración intermedia y está cubierta por masas de nubes en aproximadamente el 50 por ciento.
Refleja más o menos el 45 por ciento de la luz procedente del Sol.
De haber sucedido esto toda vida habría desaparecido del planeta, lo que también habría sucedido si las temperaturas hubieran seguido el curso intermedio marcado por la línea B, que muestra cómo habrían aumentado de haber seguido pasivamente el incremento de radiación solar.
Cuando la vida empezaba, pues, el clima era suave a pesar de la menor radiación solar. Las únicas explicaciones que se han dado a este fenómeno son a un "efecto invernadero" protector del dióxido de carbono y del amoníaco o un menor albedo originado por una distribución de las masas de tierra diferente a la actual. Ambas son posibles, pero únicamente hasta cierto punto: allí donde no llegan es donde vislumbramos por primera vez a Gaia o, al menos, la necesidad de postular su existencia.
Parece probable que las primeras manifestaciones de la vida se instalaran en los océanos, en las aguas someras, en los estuarios, en las riberas de los ríos y en las zonas pantanosas, extendiéndose desde aquí a todas las demás áreas del globo. Al cobrar forma la primera biosfera, el entorno químico de la Tierra comenzó inevitablemente a cambiar.
Del mismo modo que los nutrientes de un huevo de gallina alimentan al embrión, los abundantes compuestos orgánicos de los cuales surgió la vida suministraron a la joven criatura el alimento que su crecimiento requería. A diferencia del pollito, sin embargo, la vida más allá del "huevo" contaba únicamente con un suministro alimenticio limitado.
Tan pronto como
los compuestos clave empezaron a escasear, la joven criatura se
encontró frente a la disyuntiva de perecer de hambre o de aprender a
sintetizar sus propios elementos estructurales utilizando las
materias primas a su alcance y la luz solar como energía motriz.
La muerte y la natural descomposición de los organismos individuales liberaban componentes claves para el conjunto de la comunidad pero, para ciertas especies, pudo resultar más conveniente obtener estos compuestos fundamentales alimentándose de otros seres vivos. La ciencia de la ecología se ha desarrollado al punto de que actualmente puede demostrar, con la ayuda de modelos numéricos y computadores, que un ecosistema compuesto por una compleja red trófica, por muy diferentes relaciones depredador-presa, es mucho más sólido y estable que una sola especie autocontenida o que un pequeño grupo de interrelación escasa.
Si tales aseveraciones son ciertas, parece probable que la
biosfera se diversificara con rapidez según iba desarrollándose.
El carbono y el nitrógeno fijados descendían a los lechos marinos en
forma de detritos orgánicos o bien eran incorporados a los
organismos de los primitivos seres vivos como carbonato de calcio o
de magnesio. Parte del hidrógeno que la descomposición del amoníaco
liberaba se unía a otros elementos —principalmente al oxígeno para
formar agua— y parte escapaba al espacio en forma de hidrógeno
gaseoso. El nitrógeno procedente del amoníaco quedaba en la
atmósfera como nitrógeno molecular, forma prácticamente inerte que
no ha cambiado desde entonces.
Sagan y Mullen han propuesto que quizá fuera la biosfera la encargada de mantener el status quo climatológico aprendiendo a sintetizar y a reemplazar el amoníaco que utilizaba como nutriente. Si están en lo cierto, tal síntesis hubiera sido la primera tarea de Gaia. Los climas son intrínsecamente inestables; tenemos ahora la casi total certeza gracias al meteorólogo yugoslavo Mihalanovich de que los períodos de glaciación recientes fueron consecuencia de cambios muy leves experimentados por la órbita de la Tierra.
Para que se establezca una Edad de Hielo basta un decremento de tan sólo el 2% en el aporte calórico que recibe un hemisferio. Es ahora cuando empezamos a entrever las incalculables consecuencias que, para la joven biosfera, tuvo su propia utilización de los gases atmosféricos que arropaban al planeta, en una época donde el rendimiento calorífico del Sol era inferior al actual no en un dos, sino en un 30 por ciento.
Pensemos en lo que podría haber ocurrido de producirse alguna perturbación añadida, leve incluso, tal como ese 2 por ciento de enfriamiento extra capaz de precipitar una glaciación: el descenso de temperatura haría a su vez disminuir el grosor de la capa amoniacal debido a que, con el enfriamiento, la superficie de los océanos absorberían mayores cantidades de este gas, decreciendo consiguientemente la cantidad disponible para la biosfera; la menor tasa de amoníaco del aire facilitaría el escape del calor del espacio, estableciéndose un círculo vicioso, un sistema de realimentación positiva que provocaría inexorablemente ulteriores descensos de la temperatura.
Con la caída de ésta cada
vez habría menos amoníaco en el aire y entonces, para colmo,
llegando ya a temperaturas de congelación, la capa de nieve y hielo,
cada vez más extensa, incrementaría vertiginosamente el albedo del
planeta y por lo tanto la reflexión de la luz solar. Siendo ésta un
30 por ciento más débil se produciría de forma inevitable un
descenso mundial de las temperaturas muy por debajo del punto de
congelación. La Tierra habríase convertido en una helada esfera
blanca, estable y muerta.
Tal proceso no consistía
solamente en fabricar la cantidad necesaria de amoníaco para
restituir el consumido; era también preciso poner a punto medios
apropiados para apreciar la temperatura y el contenido de amoníaco
del aire a fin de mantener en todo momento una producción adecuada.
El desarrollo de este sistema de control activo —con todas sus
limitaciones—, por parte de la biosfera pudo ser quizá la primera
indicación de que Gaia había por fin surgido del conjunto de sus
partes.
Awramik y Golubic de la Universidad de Boston han observado que, en los pantanos salobres donde el albedo es habitualmente alto, los cambios estacionales provocan el ennegrecimiento de "alfombras" compuestas por incontables microorganismos. ¿Podrían estos parches oscuros, producidos por una forma de vida de antigua estirpe, ser recordatorios vivientes de un arcaico método para conservar el calor?
Y a la inversa: si el
problema fuera el sobrecalentamiento, la biosfera marina generaría
una capa monomolecular aislante que cubriría la superficie de las
aguas para controlar la evaporación. El neutralizar la evaporación
en las zonas más calientes del océano tiene por propósito impedir
una excesiva acumulación de vapor de agua en la atmósfera que
propicie una escalada de la temperatura originada por la absorción
de la radiación infrarroja.
Ciertos
elementos básicos resultaban necesarios en grandes dosis mientras
que, de otros, sólo se requerían cantidades vestigiales; en
ocasiones era preciso un rápido reabastecimiento de todos ellos.
Había que ocuparse de las substancias de desecho, venenosas o no,
aprovechándolas a ser posible; controlar la acidez, procurando el
mantenimiento de una media en conjunto neutro o alcalino; la
salinidad de los mares no debía aumentar en exceso, y así
sucesivamente. Aunque
estos son los criterios básicos, hay otros muchos involucrados.
Todas las criaturas vivientes celulares utilizan un extenso abanico de procesadores químicos —agentes catalíticos— denominados enzimas, muchas de las cuales requieren pequeñísimas cantidades de determinados elementos para desempeñar normalmente sus funciones. La anhidrasa carbónica, por ejemplo, enzima especializada en el transporte de dióxido de carbono desde y hacia el medio celular, tiene una composición donde entra zinc; otras enzimas precisan hierro, magnesio o vanadio.
En nuestra biosfera actual se dan actividades que exigen la presencia de muchos otros elementos vestigiales: cobalto, selenio, cobre, yodo y potasio. Indudablemente, tales necesidades surgieron y fueron satisfechas en el pasado. Al principio estos elementos se obtenían de la forma habitual, extrayéndolos simplemente del entorno. Con la proliferación de la vida la competencia por ellos fue aumentando, se redujo su disponibilidad y en algunos casos su falta fue el factor que limitó ulteriores expansiones.
Si, como parece probable, las aguas someras bullían de formas de vida primitivas, algunos elementos claves fueron apartados de la circulación porque, al morir, los organismos que los incorporaban se hundían, descendiendo hasta el depósito de lodo del lecho marino y, atrapados por otros sedimentos, no volvían a estar disponibles para la biosfera hasta que alguna conmoción de la corteza terrestre removía estos "cementerios" con la suficiente fuerza. En los grandes lechos de rocas sedimentarias hay sobradas pruebas de lo completo que podía llegar a ser este proceso de secuestro.
La vida, sin duda, fue resolviendo este problema mediante el proceso evolutivo de prueba y error, hasta que apareció una especie de carroñeros especializada en extraer estos elementos esenciales de los cadáveres de otros organismos, impidiendo su sedimentación. Otros sistemas posiblemente utilizados quizá se sirvieran de complejas redes fisicoquímicas usadas para llevar a cabo procesos de salvamento —siempre de dichas substancias claves— que, si bien al principio eran individuales, poco a poco fueron coordinándose en estructuras globales a fin de obtener un mayor rendimiento.
La más compleja ostentaba poderes y
propiedades superiores a la suma de sus partes, lo que la
caracterizaba como uno de los rostros de Gaia.
Como de costumbre, fue la selección natural la encargada de
solventar esta cuestión: existen actualmente sistemas de
microorganismos capaces de transformar el mercurio y otros elementos
venenosos en derivados volátiles mediante metilación; estas
asociaciones de microorganismos quizá representen la forma más
antigua de tratar residuos tóxicos.
La
crítica está justificada únicamente si somos incapaces de encontrar
respuestas limpias y satisfactorias a los problemas que, a más de
solventarlos, los pongan de nuestra parte. Para la hierba, los
escarabajos y hasta los granjeros, el estiércol de vaca no es
contaminación, sino don valioso. En un mundo sensato, los desechos
industriales no serían proscritos, sino aprovechados. Responder
negativa, destructivamente, prohibiéndolos por ley, parece tan
idiota como legislar contra la emisión de boñigas por parte de las
vacas.
Como la conversión de metano a dióxido de carbono y de sulfures a sulfatos significaba un incremento adicional de la acidez, ésta podría haberse hecho tan intensa como para impedir la vida. Desconocemos la solución concreta del problema, pero remontándonos todo lo atrás que nuestros sistemas de medida permiten, hay pruebas de que la Tierra ha estado siempre próxima a ese estado de neutralidad química. Marte y Venus, por el contrario, muestran un alto grado de acidez en su composición, a todas luces excesivo para permitir vida tal como se ha desarrollado en nuestro planeta.
En la actualidad, la biosfera produce hasta 1.000
megatoneladas de amoníaco cada año, cantidad cercana a la necesaria
para neutralizar los fuertes ácidos sulfúrico y nítrico derivados de
la oxidación natural de compuestos sulfurosos y nitrogenados. Quizá
se trate de una coincidencia, pero posiblemente sea otro eslabón en
la cadena de pruebas circunstanciales en favor de la existencia de
Gaia.
Pues bien, hay pruebas directas de una biota compleja y variada que ya contenía todos los ciclos ecológicos principales establecida antes de la aparición de los animales esqueléticos durante el primer período —el Cámbrico— de la Era Paleozoica.
Cierto es que la combustión celular de materia orgánica resulta una excelente fuente de energía para las criaturas móviles de gran tamaño como nosotros mismos y otros animales, pero no hay ya razón bioquímica por la cual la energía tenga que escasear en un entorno reductor, rico en hidrógeno y en moléculas porta doras de hidrógeno: veamos, por consiguiente, cómo el asunto de la energía pudo haber funcionado al revés.
Ciertas formas de vida muy primitivas han dejado unas impresiones fósiles denominadas estromatolitos; se trata de estructuras biosedimentarias, a menudo laminadas, con forma de cono o de coliflor y habitualmente compuestas de carbonato de calcio o sílice. Son considerados en la actualidad productos de actividad microorgánica.
Algunos se han encontrado en rocas pétreas cuya edad supera los tres eones; su forma sugiere que las producían fotosintetizadores como las algas azul-verdes de hoy, que convierten la luz solar en energía química potencial. Es prácticamente seguro que algunas de la primeras formas de vida realizaban fotosíntesis, ya que no existe una fuente de energía cuya intensidad, constancia y abundancia sean equiparables a las de la energía solar.
La fuerte
radiactividad entonces reinante tenía el potencial
necesario, pero su volumen era una simple bagatela comparándolo con
el
flujo de energía solar.
Para ciertas especies primigenias, las substancias nutritivas podrían haber sido oxidantes, no necesariamente oxígeno libre, del mismo modo que las células de hoy no se alimentan de hidrógeno, sino de substancias tales como los ácidos grasos poliacetilénicos, que liberan gran cantidad de energía cuando reaccionan con el hidrógeno. Ciertos microorganismos del suelo producen aún extraños compuestos de esta índole, que son los análogos de las grasas donde almacenan energía las células de hoy.
Esta hipotética bioquímica a la inversa quizá nunca tuviera
existencia real. Lo importante es que los organismos con capacidad
para convertir la energía solar en energía química almacenada
contaban después con potencia sobrada para, incluso en una atmósfera
reductora, realizar la mayor parte de los procesos bioquímicos.
Ycas,
en una carta a Nature, ha comentado oportunamente la necesidad de
recurrir a la intervención biológica para explicar las grandes
cantidades de hidrógeno escapadas de la Tierra.
Este fue probablemente el período más crítico de toda la historia de la vida sobre la Tierra: el abundante oxígeno gaseoso en el aire de un mundo anaerobio debe haber sido el peor episodio de contaminación atmosférica que este planeta ha conocido jamás. Imaginemos el efecto que sobre nuestra biosfera contemporánea produciría la colonización de los mares por un alga especializada en producir cloro gaseoso a partir del abundante ion de las aguas marinas y la energía de la luz solar.
El devastador efecto que sobre toda la vida contemporánea
tendría una atmósfera saturada de cloro no sería peor que el impacto
causado por el oxígeno sobre la vida anaerobia de hace unos dos
eones.
El oxígeno libre y el
amoníaco reaccionan en la atmósfera, limitando la máxima cantidad
posible del
segundo, cuya cantidad fue descendiendo hasta llegar a la
concentración actual, una parte por cada cien millones, porcentaje
demasiado pequeño para ejercer ninguna influencia útil sobre la
absorción infrarroja, aunque, como hemos visto, incluso en tales
cantidades neutraliza eficazmente la acidez, inevitable subproducto
de la oxidación; cumple, pues, la función de impedir que la acidez
del entorno aumente hasta niveles incompatibles con la vida.
l haber evitado por mera
casualidad una muerte que pudo llegar como consecuencia de la
ebullición, la congelación, el hambre, la acidez, las alteraciones
metabólicas graves y finalmente el envenenamiento parece demasiado;
pero si la joven biosfera era ya algo más que un simple catálogo de
especies y controlaba ya el entorno planetario, nuestra
supervivencia a despecho de las adversidades es menos difícil de
comprender.
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