4. Cibernética


Fue Norbert Wiener, el matemático norteamericano, quien puso en circulación el término "cibernética" (derivado del griego kybernetes, timonel) para describir la ciencia que estudia los sistemas de comunicación y control autorreguladores en los seres vivos y en las máquinas. El vocablo parece apropiado, porque la función primaria de muchos sistemas cibernéticos es mantener el rumbo óptimo a través de condiciones cambiantes para arribar a un puerto predeterminado.

La experiencia nos indica que los objetos estables son los de base ancha y centro de gravedad bajo, y sin embargo raramente sentimos asombro ante nuestra propia postura erecta, sostenidos tan sólo por unas piernas articuladas y unos pies estrechos.

 

El mantenernos derechos hasta cuando nos empujan o la superficie en la que nos sustentamos se mueve, como sucede en un autobús o en un barco; la capacidad de andar o correr sobre terreno irregular sin caer; el que nuestra temperatura corporal se mantenga dentro de unos estrechos límites con independencia de la exterior, son ejemplos todos ellos de procesos cibernéticos, procesos exclusivos de los seres vivos o de las máquinas altamente automatizadas.

Si, con un poco de práctica, somos capaces de mantenernos de pie en la cubierta de un barco, es gracias al conjunto de sensores nerviosos que, enterrados en el espesor de nuestros músculos, piel o articulaciones, suministran al cerebro un constante flujo de información concerniente a los movimientos y localización espacial de las diferentes partes de nuestros cuerpos, así como de las fuerzas exteriores que en cada momento actúan sobre ellos.

 

Poseemos además una pareja de órganos asociados al oído interno, cada uno de los cuales está provisto de una burbuja que, como la de un nivel, se mueve en el seno de un fluido registrando cualquier cambio en la posición de la cabeza. No olvidemos nuestros ojos, que nos informan de nuestra postura con relación al horizonte. El cerebro procesa todo este caudal de datos, normalmente a nivel inconsciente, y los compara con la postura que conscientemente pretendemos.

 

Si hemos decidido permanecer erguidos a pesar del movimiento del barco, quizá para contemplar a través de unos prismáticos el puerto que se aleja, esta postura es el punto de referencia utilizado por el cerebro para determinar de qué forma y en qué grado el balanceo del navío afecta a nuestra posición. Los órganos sensoriales envían al cerebro un continuo torrente de información y éste, a través de los nervios motores, manda señales a los grupos musculares adecuados que, mediante contracción o relajación, corregirán nuestras desviaciones de la vertical.

Si nos mantenemos erguidos es, pues, mediante un proceso que compara la intención con la realidad, un proceso que detecta las divergencias entre una y otra y las corrige mediante la aplicación de las fuerzas oportunas. Caminar o balancearse sobre una pierna es más difícil de realizar y más largo de aprender y, aunque los problemas de montar en bicicleta son todavía mayores, el mismo proceso de control activo que nos permite la bipedestación pronto hace de ello una segunda naturaleza.

 

Merece la pena que nos detengamos un poco más en los sutiles mecanismos gracias a los cuales podemos realizar algo tan sencillo como es permanecer de pie. Si, volviendo al barco, cuando la cubierta se inclina aplicamos una fuerza correctora demasiado grande, nos inclinaremos excesivamente en sentido opuesto y, si queremos compensar esta nueva desviación de la posición de referencia con demasiada brusquedad, nos veremos precipitados en el sentido de la oscilación original, lo que dará con nuestros huesos en la cubierta y nos hará abandonar el deseo de seguir de pie.

 

Estos "bandazos" aparecen con gran frecuencia en los sistemas cibernéticos: el "temblor intencional", signo importantísimo de ciertos estados patológicos humanos*, es una exacerbación de esta característica que conlleva grandes trastornos de la motilidad voluntaria.

 

* De las cerebelopatías y de la esclerosis diseminada, entre otros (N. del T.).

 

Si uno de estos infortunados pacientes intenta, por ejemplo, coger un lápiz, exagera a su pesar la intensidad del movimiento, lo que va seguido de una corrección también forzada que frustra en última instancia el propósito mencionado. No se trata por tanto, simplemente, de oponernos a una fuerza que intenta apartarnos de nuestra meta, sino que hemos de hacerlo con suavidad, precisión y firmeza.

 

Y todo esto, ¿qué relación tiene con Gaia?

 

Posiblemente muy importante. Una de las propiedades más típicas de los seres vivos, del más pequeño al mayor, es su capacidad para desarrollar, utilizar y conservar sistemas que tienen a su cargo una determinada función y la realizan mediante un proceso cibernético de tanteo. El descubrimiento de un sistema de este género, que operase a escala planetaria y cuya función fuera la instauración y el mantenimiento de las condiciones físicas y químicas óptimas para la vida, sería una convincente prueba de la existencia de Gaia.

Los sistemas cibernéticos se sirven de una lógica circular que quizá resulte extravagante en ocasiones a quienes están habituados a pensar en términos de la lógica lineal tradicional, de la lógica de causa y efecto. Empecemos, pues, por examinar algunos sistemas ingenieriles sencillos que utilizan la cibernética para mantener un estado elegido; una temperatura determinada, por ejemplo.

 

La mayoría de los hogares poseen actualmente cocinas y planchas eléctricas, sistemas de calefacción y otros ingenios para los que es fundamental mantener un nivel térmico prefijado. El calor de la plancha ha de ser el suficiente para alisar sin quemar; el horno ha de calentar lo necesario, sin socarrar los guisos o dejarlos crudos, y la calefacción debe mantener una temperatura agradable en la casa, evitando tanto el excesivo frío como el demasiado calor.

 

Examinemos el horno más de cerca.

 

Consiste en un espacio más o menos paralepipédico, diseñado para conservar el calor, un cuadro de mandos y los elementos caloríferos encargados de transformar energía eléctrica en calor. En su interior hay un termostato, que es una clase especial de termómetro donde, a diferencia de los ordinarios, no se lee la temperatura en una escala visual, sino que, al alcanzar ésta un determinado nivel — fijado previamente desde un dial del cuadro de mandos conectado directamente con el termostato— provoca el salto de un interruptor.

 

Una característica esencial y quizá sorprendente de un horno bien construido en su capacidad de alcanzar temperaturas muy superiores a las necesarias para cocinar porque, de no ser así, el tiempo necesario para situarse en el nivel térmico preciso sería excesivamente largo. Si, por ejemplo, el dial se lleva a los 300° y se conecta el horno, los calefactores se ponen casi inmediatamente al rojo vivo y la temperatura del interior sube a toda velocidad hasta que llega a los 300° predeterminados: el termostato reconoce la cifra y corta el suministro de energía.

 

La temperatura, sin embargo, sube un poco más debido al calor que escapa de los elementos aún al rojo. Al enfriarse éstos, la temperatura desciende; cuando el termostato detecta que ha caído por debajo de los 300°, el interruptor salta nuevamente y la energía vuelve a fluir. Hay un breve período de ulterior enfriamiento mientras las resistencias se calientan de nuevo y el ciclo recomienza.

 

Vemos, por consiguiente, que la temperatura del horno oscila algunos grados por encima y por debajo de la temperatura deseada; este pequeño margen de error es un rasgo típico de los sistemas cibernéticos. Como los seres vivientes, buscan la perfección y se acercan a ella, pero nunca la alcanzan del todo.

¿Y qué tiene todo esto de especial?

 

La abuela realizaba platos suculentos sin necesidad de utilizar estos artilugios equipados con termostatos, ¿no? En la época de nuestras abuelas, los hornos eran calentados mediante carbón o leña y con toda seguridad que si la abuela no se hubiera encargado de realizar las funciones del termostato, las tartas, en lugar de resultar esplendorosas obras de arte, habrían quedado siempre o bien quemadas, o bien amazacotadas y tristonas.

 

La abuela sabía reconocer e interpretar los signos que indicaban una temperatura adecuada a cada plato, sabía cuándo debía avivarse el fuego o cuándo era preciso amortiguarlo. El oído, el gusto, el olfato y el tacto le indicaban cuándo todo iba saliendo según lo previsto o si era necesario introducir algún cambio. Si los ingenieros quisieran realizar hoy un horno tan eficiente como ella tendrían que diseñar un robot abuelita a cuyo cargo quedara la vigilancia de los aspectos mencionados.

Para cualquiera que intente utilizar un horno sin la imprescindible supervisión mecánica o humana se hacen pronto patentes unos resultados que distan mucho de ser satisfactorios. Mantener la temperatura necesaria durante, digamos, una hora, exige compensar exactamente toda pérdida de calor: una corriente de aire frío procedente del exterior, un cambio en el voltaje eléctrico o en la presión del gas, el tamaño del plato en preparación, el que estén o no encendidas otras partes de la cocina son factores que pueden impedirnos obtener una determinada temperatura de cocción durante un tiempo prefijado.

La realización correcta de cualquier actividad, ya sea cocinar, pintar, escribir, andar o jugar al tenis es siempre un asunto de cibernética. En todas estas actividades intentamos acercarnos lo más posible a la perfección, cometer el mínimo número de errores: comparamos nuestros resultados con este ideal y aprendemos por experiencia, esforzándonos continuamente por mejorar hasta sentir la certidumbre de estar tan cerca del óptimo como nuestras aptitudes permiten. A este proceso se le denomina, apropiadamente, aprendizaje por tanteo.

Es interesante señalar que, en la década de los treinta, ya se utilizaban técnicas cibernéticas, aunque los hombres y mujeres que las empleaban no fueran conscientes de ello. Los ingenieros y los científicos las incorporaban al diseño de instrumentos y mecanismos complejos, aunque en casi ningún caso existía entendimiento formal o definición lógica del principio implicado.

 

Se trataba de una situación muy parecida a la de monsieur Jourdain, el aspirante a caballero de Moliere, que hablaba en prosa sin él saberlo. El larguísimo retraso del entendimiento de la cibernética es probablemente otra infeliz consecuencia de nuestro legado de procesos de pensamiento clásicos. En cibernética, la causa y el efecto dejan de ser patrón universal; es imposible establecer cuál se produce antes que el otro, y hasta la cuestión misma deja de tener importancia.

 

Los filósofos griegos abominaban de los argumentos circulares tan firmemente como creían que la naturaleza abominaba del vacío. Su rechazo de los razonamientos circulares, la clave para entender la cibernética era tan erróneo como su suposición de que el Universo estaba lleno de aire respirable.

Volvamos a nuestro horno provisto de termostato. ¿Es el suministro de energía el que lo mantiene a la temperatura adecuada? ¿Se trata, más bien, del termostato, o es el interruptor controlado por éste? ¿Es, quizá, el "programa" fijado por nosotros cuando elegimos un determinado punto en la escala del dial exterior?

 

Es evidente: cuando queremos entender el modo de funcionamiento de un sistema cibernético —hasta de un sistema tan primitivo como es el horno— el método analítico, el método de dividir en partes y estudiar cada una por separado, la esencia del pensamiento lógico en términos de causa y efecto, no nos lleva a ninguna parte. La clave para el entendimiento de los sistemas cibernéticos es tener muy presente que, como en el caso de la vida, son siempre superiores a la simple suma de sus partes constitutivas. Sólo son inteligibles en cuanto sistemas en funcionamiento.

 

De las posibilidades funcionales de un horno desconectado o desarmado obtenemos una información equivalente a la que nos proporciona el cadáver de alguien sobre la persona que ese alguien fue una vez.

La Tierra gira frente a una fuente de calor no controlada, el Sol, cuyo rendimiento está muy lejos de ser constante. Sin embargo, la temperatura media de la superficie terrestre ha variado bien poco desde el comienzo de la vida —hace aproximadamente unos tres eones y medio— hasta ahora. Nunca ha tenido tan escasa o tan elevada como para impedir la continuidad de los fenómenos vitales, a pesar de los drásticos cambios experimentados por la composición de la atmósfera inicial y los altibajos en el rendimiento energético del Sol.

En el capítulo 2 pasábamos revista a la posibilidad de que la temperatura de la superficie terrestre fuera mantenida dentro de un margen óptimo por una entidad compleja denominada Gaia, que habría realizado esta función durante gran parte de la existencia del planeta: es ahora el momento de preguntarnos qué partes de sí misma emplea como termostatos. Parece en principio poco probable que un solo mecanismo de control de la temperatura planetaria sea lo bastante preciso como para poder encargarse de toda la función reguladora.

 

Lo que es más: tres eones y medio han sido sin duda período suficiente para desarrollar un sistema global de control altamente sofisticado. El examen del sistema regulador de la temperatura corporal nos preparará convenientemente para la clase de sutilezas que hemos de esperar, y debemos buscar, cuando desentrañemos los mecanismos de regulación de temperatura utilizados por Gaia.

El termómetro clínico es todavía un útil auxiliar del diagnóstico médico: la información que proporciona puede ser decisiva a la hora de descartar o confirmar una invasión microbiana.

 

La gráfica de la temperatura de un paciente suministra una reveladora aportación sobre la naturaleza de los invasores; determinados padecimientos poseen una pauta de temperaturas tan característica que su examen basta para formular el diagnóstico diferencial. Este es el caso, por ejemplo, de la fiebre ondulante, enfermedad cuyo nombre resulte sumamente expresivo. Aún hoy, sin embargo, los procesos mediante los cuales el cuerpo controla su temperatura son tan misteriosos para casi todos los médicos como para sus pacientes.

 

Tan sólo en los últimos años algunos fisiólogos, haciendo gala de gran valor y energía mental, han abandonado su práctica médica profesional para reeducarse como ingenieros de sistemas. De este nuevo enfoque deriva el parcial entendimiento que actualmente se tiene de los procesos, maravillosamente coordinados, que regulan la temperatura corporal.

Con buena salud, nuestra temperatura varía según las necesidades del momento, no permanece fija en ese mítico nivel normal de 37° C (98,4 F). Si realizamos una actividad física intensa y continuada subirá algunos grados, alcanzando valores de fiebre. En las horas nocturnas o si ayunamos, puede descender considerablemente por debajo del valor "normal" indicado.

 

Más aún: estos 37° C se aplican únicamente al conjunto cabeza-tronco, en cuyo interior se hallan casi todos los sistemas importantes de la economía. Nuestros pies, manos y piel han de soportar una amplia gama de temperaturas; hasta cuando se hallan próximos a la congelación, están diseñados para funcionar con poco más que algún estremecimiento de protesta.

T. H. Benzinger y sus colegas ampliaron la perspectiva con su descubrimiento de que la temperatura corporal es mantenida en un margen óptimo continuo mediante una decisión consensual tomada por el cerebro en consulta con las demás partes del cuerpo. La referencia no es tanto una escala de temperaturas cuanto el nivel de eficiencia de los diferentes órganos corporales en relación con las temperaturas. Se pretende y se pacta el funcionamiento óptimo para esa ocasión, no la temperatura óptima per se.

Se sospechaba desde hacía tiempo que el temblor indicaba algo más que el mero sufrimiento causado por la exposición al frío. Es realmente un medio de generar calor, ya que incrementa la tasa de actividad muscular y con ella la combustión de combustible celular. La sudoración, por contra, es útil para reducir la temperatura, dado que la evaporación de agua — incluso en muy pequeñas cantidades— disipa una gran cantidad de calor.

 

El descubrimiento decisivo, escondido bajo una avalancha de observaciones científicas rutinarias acerca de la sudoración, el temblor y de los procesos relacionados con ellos resultó ser que la valoración cuantitativa de estas actividades ofrecía una explicación completa y convincente de la regulación de la temperatura corporal.

 

Nuestra capacidad de sudar o de temblar, de quemar alimentos o reservas grasas, de controlar la cantidad de sangre que afluye a nuestra dermis y a nuestras extremidades son todas ellas parte de un sistema cooperativo de regulación de nuestra temperatura torácico-cefálica frente a una gama de temperaturas ambientales cuyos límites inferior y superior son 0° y 40,5° C, respectivamente.

Fig. 3.

Diagrama ingenieril que ilustra la potencia de funcionamiento de los cinco procesos reguladores de la temperatura corporal humana cuando un hombre desnudo es expuesto a diferentes temperaturas ambientales.

Cada animal se sirve de cada uno de estos procesos reguladores en medida diferente. Para el perro, por ejemplo, es la lengua el área principal de enfriamiento por evaporación, como cualquiera que haya visitado un canódromo puede confirmar. El hombre y otros animales se trasladarán de entornos más cálidos a otros de menor temperatura, o al revés, según convenga, en su incesante búsqueda del máximo bienestar. Si es necesario, se modifica el entorno local para reducir la exposición a límites soportables.

 

Nosotros construimos casas y nos cubrimos con ropas; otros animales están cubiertos de pelo y buscan o confeccionan madrigueras. Estas actividades constituyen un mecanismo adicional de control térmico, lo que es imprescindible cuando las condiciones externas sobrepasan los límites de los sistemas reguladores internos.

Consideremos por un momento la parte filosófica del asunto, centrándonos en el problema del dolor y la incomodidad.

Algunos de nosotros estamos condicionados de tal modo a recibir el frío, el calor o el sufrimiento de toda índole como una señal o castigo del cielo por eventuales pecados de acción u omisión, que tendemos a olvidar que todas estas sensaciones son componentes esenciales de nuestro instinto de supervivencia.

 

Si el frío y los temblores no fuesen desagradables no los estaríamos discutiendo, porque nuestros antepasados remotos habrían muerto de hipotermia; y si recordar esto parece demasiado obvio, merece la pena no olvidar que C.S. Lewis lo encontró lo suficientemente importante para nacerlo el tema de una de sus obras, The problem of Pain. Para mucha gente el dolor es un castigo en lugar de un fenómeno fisiológico normal.

Dijo Walter B. Cannon, célebre fisiólogo norteamericano:

"Los procesos fisiológicos coordinados que mantienen gran parte de los estados de régimen permanente en el organismo y en los que toman parte el sistema nervioso, el cardiopulmonar, el hepatoesplénico y otros (todos los cuales trabajan juntos, cooperativamente) son de tal complejidad y tan característicos de los seres vivos que he sugerido una especial designación para ellos: homeostasis."

Haremos bien en tener presentes estas palabras cuando pretendamos dilucidar si existe o no un proceso de regulación de la temperatura planetaria, mientras intentamos poner de manifiesto ese grupo, que no medio único, de mecanismos diseñados para controlar la temperatura global.

Fig. 4.

Comparación entre la temperatura del tronco de una persona viva (línea continua) y la temperatura calculada a partir de la información suministrada por la figura 3 (puntos). Comprobamos que es factible predecir con exactitud las variaciones de la temperatura corporal estableciendo un consenso entre las respuestas de los cinco sistemas separados.

Los sistemas biológicos son intrínsecamente complejos, pero hoy pueden ser entendidos en términos de ingeniería cibernética, cuya teoría ha ido mucho más lejos de los primitivos mecanismos que regulan la temperatura de los electrodomésticos. Impulsados por nuestra acuciante necesidad de ahorrar energía quizá lleguemos algún día a poner a punto sistemas mecánicos tan sutiles y flexibles como sus contrapartidas biológicas.

 

El sistema calefactor doméstico, por ejemplo, limitará su funcionamiento a las habitaciones donde haya gente, apagando y encendiendo partes de sí mismo sin intervención humana.

Volviendo a Gaia:

  • ¿Cómo reconocemos un sistema automático de control?

  • ¿Buscamos el suministro de energía, el panel regulador o quizá los complicados amasijos de piezas?

Como ya hemos dicho, para entender el funcionamiento de un sistema cibernético el análisis de sus partes por separado no suele ser de gran ayuda: a menos que sepamos qué buscar, los métodos analíticos están condenados al fracaso, ya sea en sistemas cibernéticos domésticos o planetarios.

Incluso aunque demos con pruebas de un sistema planetario de regulación de temperatura no será fácil desentrañar sus secretos si están tan profundamente interconectados como en el caso de la temperatura corporal. La regulación de la composición química no es menos importante: el control de la salinidad, por ejemplo, puede ser una de las funciones reguladoras claves de Gaia, y sus detalles son tan intrincados como los del funcionamiento de ese asombroso órgano, el riñón, podría costamos mucho establecerlos.

 

Sabemos actualmente que el riñón, de igual modo que el encéfalo, es un órgano especializado en procesar información. Tiene a su cargo la regulación de la salinidad de la sangre, entre otras tareas; para cumplir este cometido, reconoce y acepta o rechaza incontables iones por segundo. Obtener este conocimiento no ha sido fácil y todavía puede tener más dificultades desenredar el enrevesado sistema que cuida de la regulación global de la salinidad y la quimiostasis.

Hasta un sistema de control sencillo como el del horno puede realizar su función de diferentes maneras. Un extraterrestre totalmente ajeno a los últimos doscientos años de nuestro desarrollo tecnológico no tendría problemas para aprender el principio y el funcionamiento de un horno de gas, pero ¿cómo se las arreglaría ante uno de microondas?

Los especialistas en cibernética utilizan un enfoque general para reconocer los sistemas de control. Se le conoce como el método de la caja negra, y procede de la enseñanza de la ingeniería eléctrica, donde se pide a los estudiantes que describan la función de una caja negra —sin abrirla— de la que salen unos cuantos cables. Para ello conectan los cables a fuentes de energía, instrumentos de medida, circuitos especiales, etc.; las conclusiones que obtengan han de servirles para averiguar las características de la caja.

En cibernética se asume que la caja negra o su equivalente están funcionando con toda normalidad. Si se trata de un horno, está conectado y cocinando algo. Si es una criatura viva, vive y está consciente. El paso siguiente consiste en modificar alguna propiedad ambiental que puede estar controlada por el sistema en cuestión. Si, por ejemplo, estamos estudiando sistemas humanos, podemos hacer variar la inclinación del suelo sobre el que se yergue el sujeto con diferentes velocidades a fin de descubrir su capacidad para permanecer de pie cuando su base de sustentación está sometida a cambios bruscos; de experimento tan sencillo podemos obtener gran cantidad de datos sobre la capacidad que el sujeto tiene de mantener el equilibrio.

 

En cuanto al horno, podríamos modificar la temperatura ambiente conectándolo primero en una cámara frigorífica y luego en una cámara caliente, ambientes donde tendríamos oportunidad de determinar el punto en el que las condiciones externas empiezan a repercutir en la temperatura interior, viendo también hasta donde afectaban al suministro de energía estas modificaciones ambientales.

Este método de estudio de los sistemas cibernéticos —registrando las perturbaciones que un determinado cambio ambiental introduce en aquellos parámetros controlados por el sistema —es, obviamente, de carácter general. Puede y debe ser también un método blando: si se aplica correctamente no tiene por qué dañar al sistema investigado.

 

El desarrollo de esta técnica es equiparable a la evolución experimentada por los sistemas de estudio de las criaturas vivas. Hasta hace bien poco las matábamos y las disecábamos in situ; posteriormente, se llegó a la conclusión que era más conveniente capturarlas con vida y estudiarlas en los zoos. Hoy preferimos observarlas en sus habitats naturales.

 

Los métodos de esta índole, los más civilizados, no son aún generales, desgraciadamente. Quizá se utilicen en estudios de campo, pero la agricultura sigue perjudicando a los animales con demasiada frecuencia, porque aunque no los daña directamente, destruye sus habitats para satisfacer nuestras necesidades reales o imaginarias. Muchos a quienes repugnan los sangrientos resultados de la escopeta del cazador o de los dientes del sabueso, gentes sensibles y compasivas, se muestran indiferentes, o casi, ante el desahucio y la muerte que la excavadora, el lanzallamas y el arado acarrean a nuestros congéneres de Gaia al destruir sus habitats.

 

Tan normal es entre nosotros aceptar el genocidio mientras condenamos el asesinato, combatir contra los mosquitos y tragarnos los camellos, que bien podríamos preguntarnos si esta conducta híbrida constituye una característica paradójica que, como el altruismo, favorece la supervivencia de la especie.

Nuestras consideraciones sobre cibernética y teoría del control han sido, hasta aquí, muy generales. Queda fuera de alcance de este libro expresar los conceptos cibernéticos en el verdadero idioma de la ciencia, el lenguaje de las matemáticas; de su empleo se deriva inmediatamente un entendimiento completo. Podemos y debemos, sin embargo, adentrarnos un poco más en esta rama de la ciencia que tan eficazmente describe la compleja actividad de los seres vivientes.

Bien podría decirse que los ingenieros ejercen cibernética aplicada. Expresan sus ideas mediante notación matemática sirviéndose además de unas pocas palabras y expresiones claves que etiquetan los conceptos más importantes de la teoría de control. Son estos términos descriptivos realistas y sucintos; habida cuenta de que no existe aún mejor forma de poner en palabras lo que significan, intentaremos definirlos.

 

Reexaminemos, pues, nuestro horno eléctrico desde el punto de vista de un ingeniero, dado que la descripción de su funcionamiento ofrece el contexto adecuado para explicar el significado de términos cibernéticos tales como "realimentación negativa". Nuestro horno es una caja hecha de acero y cristal, envuelta en fibra de vidrio u otro material aislante similar para impedir que el calor escape demasiado rápidamente, al tiempo que asegura una temperatura moderada en sus paredes externas.

 

Las internas están recubiertas de calefactores eléctricos; el interior también alberga el correspondiente termostato. En el horno que describíamos antes, el termostato era muy tosco, no iba más allá de un interruptor diseñado para desconectar el aporte de corriente eléctrica cuando se alcanzaba la temperatura deseada. El que examinamos ahora es un modelo mejor, con un diseño que lo hace más apropiado para su utilización en un laboratorio que en una cocina.

 

En lugar de un interruptor de apagado-encendido para controlar el nivel térmico, tiene un sensor de temperatura, mecanismo que genera una señal proporcional al calor alcanzado. La señal no es otra cosa que una corriente eléctrica lo bastante potente para activar un relé térmico, pero ni por asomo lo suficiente para tener algún efecto sobre la temperatura del horno. Es un circuito que no transmite energía, sino información.

La débil señal emitida por este sensor es conducida hasta un amplificador que, de modo muy similar al de su homónimo de un receptor de radio o televisión, la magnifica hasta dotarla de potencia bastante para calentar el horno. Este amplificador no genera electricidad, sino que se limita a servirse del suministro de ésta utilizando una pequeña fracción para enjugar sus propias exigencias de funcionamiento.

 

Como la señal emitida por el sensor aumenta en proporción directa a la temperatura del horno no puede ser conectado directamente al amplificador; de hacerlo así, no habríamos obtenido un horno con control de temperatura, sino un horno candidato al más completo desastre cibernético, un ejemplo práctico de lo que los ingenieros denominan "realimentación positiva".

 

Al subir la temperatura del horno, los elementos calefactores generarían cada vez más calor, estableciéndose un círculo vicioso, que terminaría por convertir el interior en un infierno en miniatura si no se ha intercalado en el sistema algún tipo de fusible que cortara el suministro de electricidad.

La forma correcta de conectar el sensor de temperatura al amplificador o, como diría un ingeniero, de "cerrar el bucle", ha de realizarse de modo que, cuanto mayor sea la señal emitida por el sensor, menor sea la potencia generada por el amplificador. Esta forma de conexión se conoce como "realimentación negativa".

 

En el horno que estamos considerando, la realimentación negativa y la positiva vienen dadas, sencillamente, por el orden de los dos cables que salen del sensor de temperatura.

La rápida progresión hacia el desastre de la realimentación positiva o el preciso ajuste de la temperatura de la negativa dependen de una propiedad del amplificador denominada "ganancia": el número de veces que ha de multiplicar la débil señal procedente del sensor para aumentar o disminuir el flujo de energía llegado a los calefactores. Donde coexisten varios bucles, cada uno posee su propio amplificador, a cuya capacidad se denomina "ganancia del bucle". En muchos sistemas complejos, como nuestros cuerpos, coexisten bucles de realimentación positiva y negativa.

 

Es obvio lo conveniente de la realimentación positiva en ocasiones, cuando, por ejemplo, se trata de restablecer una temperatura normal tras un enfriamiento repentino. Cuando se ha logrado el propósito apetecido, la realimentación negativa vuelve a tomar las riendas. El horno de la abuela, que perdía temperatura cada vez que ésta abandonaba la cocina, se denomina de "bucle abierto".

 

No mentiríamos si afirmáramos que la parte más importante de nuestra búsqueda de Gaia está ligada a la elucidación de si una característica de la Tierra, tal como su temperatura de superficie, viene determinada por el azar o si bien la mano de Gaia se deja sentir a través de un control ejercido mediante realimentación positiva o negativa.

Es importante darse cuenta que lo que un sensor reenvía es información. Tal información puede ser transmitida mediante una corriente eléctrica, como en el caso de nuestro horno, donde el mensaje se transmite gracias a los cambios de la intensidad de la señal. Cualquier otro vehículo de información puede funcionar igualmente bien, la palabra hablada, sin ir más lejos.

 

Si alguien que viaja en coche tiene la sensación de que el conductor circula excesivamente deprisa y exclama "frena, vas demasiado rápido", utiliza realimentación negativa (suponiendo que quien conduce preste oídos al requerimiento del pasajero; si las relaciones entre ambos no son todo lo cordiales que debieran, a mayor insistencia del pasajero más acelerará el conductor, produciéndose, consiguientemente, un caso más de realimentación positiva).

La información es parte intrínseca y esencial de otros sistemas de control, los de la memoria, encargados de almacenar, buscar y comparar información constantemente, para que los errores puedan corregirse y se alcancen los propósitos elegidos. Diremos, finalmente, que se trate de un sencillo horno eléctrico, una cadena de comercios controlados por un ordenador, un gato dormido, un ecosistema o la mismísima Gaia, si comprobamos su naturaleza de entidades adaptativas, capaces de cosechar información y de almacenar experiencia y conocimiento, estamos estudiando realidades que competen a la cibernética, que pueden ser denominadas "sistemas" con toda propiedad.

El suave funcionamiento de un sistema de control en perfecto orden tiene un atractivo muy especial. La magia del ballet debe mucho al grácil control muscular que los bailarines ejercen sin esfuerzo visible.

 

El exquisito porte, la casi ingravidez que exhibe una "ballerina assoluta" derivan de la interacción precisa y sutil de fuerza y contrafuerza, interacción perfectamente ajustada en el tiempo y en el espacio. Un defecto corriente de los sistemas humanos es la aplicación retrasada o precoz del esfuerzo corrector de la realimentación negativa.

 

Pensemos, por ejemplo, en el aprendiz de conductor que, a consecuencia de percibir con retraso la necesidad de corregir su dirección, lleva el coche de lado a lado de la calzada a golpes de volante, en la tambaleante marcha del ebrio hacia el farol hasta que éste "salta y le golpea": el alcohol enlentece sus reacciones impidiéndole evitarlo a tiempo.

Cuando el cierre del bucle de un sistema de realimentación ostenta un retraso considerable, la corrección puede oscilar de realimentación negativa a positiva, especialmente cuando los acontecimientos tienen lugar en un lapso temporal breve. El fracaso, así pues, puede producirse a consecuencia de la oscilación, violenta a veces, del sistema dentro de sus límites. Tal posibilidad es aterrorizante cuando sus resultados son los bandazos de un coche, pero es también el origen del sonido de los instrumentos musicales de viento, cuerda y electrónicos, así como de una amplísima gama —en constante expansión— de mecanismos electrónicos de toda índole.

Salta ahora a la vista que el sistema de control ingenieril es una de esas formas de protovida mencionadas previamente que aparecen allí donde haya la suficiente cantidad de energía libre.

 

La única diferencia entre los sistemas vivos y los inertes reside en su grado de complejidad; según aumenta la complicación y las posibilidades de los sistemas mecánicos, esta distinción se difumina progresivamente. Si hemos logrado ya la inteligencia artificial o hemos de esperar todavía es materia de discusión. Entretanto, no podemos olvidar que, como la misma vida, los sistemas cibernéticos pueden constituirse a consecuencia de una cadena fortuita de acontecimientos: todo lo que se necesita para ello es abundancia de materias primas a partir de las cuales pueda construirse el sistema y de energía libre para hacerlo funcionar.

 

El nivel de agua de muchos lagos naturales es notablemente independiente del caudal de los ríos que a ellos llegan; tales lagos no son otra cosa que sistemas de control inorgánicos naturales. Existen porque el perfil del río que los drena es tal que una pequeña modificación de la profundidad produce un cambio considerable en el volumen de la corriente, lo que implica que la profundidad del lago está controlada por un bucle de realimentación negativa de elevada ganancia.

 

No debemos suponer que, aunque los sistemas abiológicos de esta clase puedan funcionar a escala planetaria, son productos deliberados de Gaia, ni descartar, por otra parte, que su aparición y desarrollo cumpla alguna función gaiana.

Este capítulo ha querido ser el bosquejo de cómo podría funcionar Gaia fisiológicamente. En este punto, donde Gaia aún no tiene una entidad muy definida, es simplemente una especie de mapa o diagrama de circuitos que comparemos con los hallazgos subsiguientes.

 

Si damos con pruebas bastantes de que existen sistemas de control planetarios cuyos componentes son los procesos activos de animales y plantas y que poseen la capacidad de regular el clima, la composición química y la topografía de la Tierra, estaremos en posición de substanciar nuestra hipótesis y formular una teoría.
 

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