5. La atmósfera contemporánea


Uno de los puntos ciegos de la percepción humana ha sido la obsesión con los antecedentes. Hace tan sólo cien años, Henry Mayhew, hombre en otros aspectos sensible e inteligente, escribía sobre los pobres de Londres como si fueran miembros de otra raza. Cómo, si no, podrían ser tan diferentes de él, pensaba.

 

En la época victoriana, el trasfondo familiar y social tenía una importancia equivalente a la que hoy se da en ciertos lugares al CI. En la actualidad, si alguien habla de pedigrí, lo más probable es que sea un granjero o un miembro de algún club de cría caballar o perruna.

 

Es ésta la época, sin embargo, en la que a la hora de conseguir trabajo tanta importancia tiene el nivel educacional, la titulación universitaria, el curriculum académico. Son éstos los factores que suelen determinar la elección de un candidato entre el conjunto de solicitantes; pocas veces se intenta averiguar la valía real, el potencial auténtico de cada uno.

 

Hasta hace pocos años, la mayoría de nosotros manteníamos una actitud igualmente tendenciosa cuando reflexionábamos sobre el planeta que habitamos, concentrando toda nuestra atención en su más remoto pasado. Se escribían y publicaban montañas de monografías, de artículos y de libros de texto sobre el registro geológico, sobre la vida en los océanos primigenios; estas miradas atrás parecían poder explicarnos cuanto necesitábamos saber sobre las características y el potencial de la Tierra.

 

El resultado, tan bueno como seleccionar los aspirantes a un trabajo mediante el estudio de los huesos de los abuelos respectivos.

Gracias a todo el conocimiento que sobre nuestro planeta ha aportado y aporta aún la investigación espacial, gozamos, desde fecha bien reciente, de una perspectiva completamente nueva. Hemos podido contemplar desde la Luna a nuestro hogar planetario en su órbita alrededor del Sol y nos hemos dado cuenta repentinamente de que no somos ciudadanos de un planeta desdeñable, por despreciable y mezquina que, vista en primer plano, la contribución del hombre a este panorama pueda parecer.

 

Ocurriera lo que ocurriera en el pasado remoto, somos indudablemente una parte viva incluida en una anomalía extraña y bella de nuestro sistema solar. Nuestra atención se ha desplazado a la Tierra que ahora podemos estudiar desde el espacio, a las propiedades de su atmósfera en particular. Nuestros conocimientos sobre la composición y el comportamiento del tenue velo gaseoso que envuelve al planeta, cuyas capas más próximas a la superficie exhiben una curiosa mezcla de gases activos que, si bien en recombinación perpetua, nunca dejan de estar en equilibrio y cuyos jirones externos penetran miles de kilómetros en el espacio unidos a su anfitrión planetario por una atracción gravitatoria ya muy debilitada, nuestros conocimientos sobre todo esto, repito, superan hoy ampliamente a los que pudiera haber intuido el más lúcido de nuestros antepasados.

 

Antes, empero, de que imitando la acción de la bomba de hidrógeno nos proyectemos más allá de la atmósfera, ampliemos nuestras afirmaciones y establezcamos unos cuantos hechos.

En la atmósfera existen diversos estratos bien definidos. Un astronauta lanzado desde la superficie de la Tierra deja atrás, en primer lugar, la troposfera, la capa más densa y próxima al suelo. Región de unos diez kilómetros de profundidad, donde se producen casi todos los acontecimientos climatológicos y que constituye el "aire" para casi todas las criaturas de respiración aérea, es en ella donde interactúan las partes vivas y las gaseosas de Gaia.

 

Supone más de las tres cuartas partes de la masa total de la atmósfera. Ostenta una peculiaridad inesperada e interesante, de la que carecen los demás estratos atmosféricos: está dividida en dos partes, estableciéndose la línea divisoria entre ambas cerca del Ecuador. El aire de cada región no se mezcla libremente con el aire de la otra, como cualquiera que haya viajado en barco por regiones tropicales puede atestiguar; existe una nítida diferencia entre la claridad de los cielos meridionales y la relativa turbiedad de los septentrionales.

 

Hasta hace muy poco era opinión general que los gases de la troposfera reaccionaban muy levemente entre ellos, salvo quizás durante el intenso calor generado por descargas eléctricas o fenómenos equivalentes. Hoy, gracias a las investigaciones pioneras que en materia de química atmosférica han realizado sir David Bates, Christian Junge y Marcel Nicolet, sabemos que los gases de la troposfera reaccionan con la intensidad de una llama fría de tamaño planetario y combustión lenta.

 

Muchos de ellos se combinan con el oxígeno, desapareciendo como gases libres; tales reacciones son posibles en virtud de la energía solar que, mediante una compleja secuencia de acontecimientos, transforma las moléculas de oxígeno en compuestos de otro tipo —ozono, radicales hidróxilos y demás—; éstos, además de vehicularlos eficazmente, tienen más reactividad que él.

En alguna zona situada entre los diez y los dieciocho mil metros (según el punto de la corteza terrestre desde el que fuera lanzado) nuestro astronauta penetraría en la estratosfera, región cuyo nombre proviene de la dificultad que para mezclarse en sentido vertical tiene el aire en ella contenido, si bien soplan vientos cuyas velocidades alcanzan muchos centenares de kilómetros a la hora en sentido horizontal.

 

La temperatura es sumamente baja en su límite inferior, la denominada tropopausa, pero asciende según nos desplazamos hacia arriba. La naturaleza de los dos estratos hasta ahora atravesados por nuestro astronauta está íntimamente asociada con los gradientes de temperatura detectables en el interior de cada uno. En la troposfera, donde por cada centenar de metros de ascenso la temperatura desciende aproximadamente 1° C, es fácil el movimiento vertical del aire y la regla la formación de nubes.

 

En la estratosfera, donde la temperatura se incrementa con la altitud, el aire caliente muestra resistencia a subir, siendo norma, por tanto, la estabilidad estratificada. A la radiación solar ultravioleta más dura y poderosa corresponde la fragmentación de las moléculas de oxígeno en sus átomos constituyentes, aunque suelen tardar poco en recombinarse de nuevo, a menudo en forma de ozono. Este sufre también la acción separadora de los rayos ultravioletas, estableciéndose el equilibrio con una densidad máxima de ozono de cinco partes por millón.

 

El aire de la estratosfera no es mucho más denso que el de Marte: no existe forma de vida de respiración aérea que pueda sobrevivir en ella. Si se utilizara un entorno presurizado para solventar el problema de la baja presión no habría forma de vida que pudiera resistir el envenenamiento por ozono.

 

Como las tripulaciones y pasajeros de ciertas aeronaves que sirven trayectos largos y vuelan a gran altura han descubierto recientemente con riesgo para su salud y sensaciones muy desagradables, al aire estratosférico no puede respirarse aunque se le proporcione la temperatura y la presión adecuadas antes de hacerlo pasar el interior de la cabina. El smog, por comparación, resulta bastante más saludable.

La química de la estratosfera es asunto del mayor interés para los científicos académicos. Innumerables reacciones químicas tienen lugar bajo condiciones puramente abstractas de fase gaseosa, sin que, como en el caso de los recipientes del laboratorio, haya paredes que echen a perder la perfección del experimento. No es sorprendente, por lo tanto, que casi toda la labor científica relacionada con la química atmosférica se haya concentrado en la estratosfera y las zonas que quedan por encima de ella.

 

Esta especialidad tiene hasta una designación específica, aeronomía química, acuñada por Sidney Chapman, uno de sus más cualificados representantes. Y sin embargo, salvo por las repercusiones —aducidas, pero no probadas— de los cambios en la concentración de ozono, la relación entre la biosfera y las capas superiores de la atmósfera parece tener menos entidad que la establecida por los científicos que las convierten en su objeto de estudio. Si hago esta puntualización no es por afán crítico, sino para dejar constancia de que la ciencia tiende a concentrarse en lo que puede medirse y discutirse.

 

A consecuencia de esta actitud, la troposfera, que es la parte más voluminosa de la atmósfera y ciertamente la de mayor relevancia para Gaia, se conoce bastante menos. Por encima de la estratosfera está la ionosfera, donde la rarificación del aire es muy intensa; el ritmo de las reacciones químicas es también más vivo en razón de lo tenue del filtro que se interpone en el camino de los rayos solares. En estas regiones, la mayoría de las moléculas, no sólo el nitrógeno y el CO2, son escindidas en los átomos que las constituyen.

 

Algunos de éstos sufren ulterior fragmentación, convirtiéndose en iones positivos y electrones; ello da lugar a la formación de estratos eléctricamente conductores que, en la época anterior a los satélites de comunicaciones fabricados por el hombre, eran importantes por su capacidad para reflejar las ondas de radio, permitiendo la comunicación entre puntos alejados del planeta.

La capa más externa de todas, la exosfera, tan rarificada que contiene únicamente algunos centenares de átomos por centímetro cúbico, puede pensarse como algo que se prolonga sin solución de continuidad con la también tenue atmósfera externa del Sol. Solía decirse que al escape de átomos de hidrógeno desde la exosfera debe la Tierra su atmósfera oxigenada.

 

Hoy, sin embargo, nos parece dudoso que este proceso tenga lugar a escala suficiente para repercutir en la cantidad de oxígeno; parece, además, que el flujo de átomos de hidrógeno procedente del Sol compensa o supera incluso los que escapan de la exosfera. La Tabla 3 recoge los principales gases reactivos del aire, sus concentraciones, sus tiempos de permanencia y sus fuentes más importantes.

Como ya expliqué anteriormente, empecé a pensar en la posibilidad de que la atmósfera terrestre fuera un ensamblaje biológico y no sólo una colección inerte de gases mientras intentábamos validificar empíricamente la teoría de que era posible dilucidar la existencia o no de vida en un planeta estudiando la composición química de su atmósfera. Los experimentos que la confirmaron nos convencieron al mismo tiempo de que la atmósfera terrestre era una mezcla tan curiosa e improbable que su producción y mantenimiento no podían deberse al mero azar.

 

Aparecían por todas partes transgresiones a las normas del equilibrio químico y, sin embargo, en el seno de este desorden aparente se mantenían constantes, de alguna forma, unas condiciones favorables para la vida. Cuando acaece lo inesperado y no puede achacarse a la casualidad, lo procedente es buscar una explicación racional.

 

Veamos, pues, si la hipótesis de la existencia de Gaia nos sirve para explicar la extraña composición de nuestra atmósfera, dado que según ella es la biosfera la que mantiene y controla activamente el aire dentro del cual vivimos, suministrando de tal modo un entorno óptimo para la vida del planeta.

 

Para confirmar o negar este supuesto examinaremos la atmósfera de modo muy parecido a cómo el fisiólogo estudia los componentes de la sangre, cuando lo hace preguntándose de qué forma contribuye cada uno de ellos a mantener viva la criatura de la que proceden.
 

Tabla 3.

Algunos gases químicamente reactivos del aire.

Desde el punto de vista químico, aunque no en términos de abundancia, el gas dominante en el aire es el oxígeno. Es este elemento el que establece el nivel referencial de energía química a todo lo largo y ancho del planeta, nivel que hace posible encender fuego —dada una substancia combustible— en cualquier punto de la Tierra.

 

Ofrece una diferencia de potencial químico lo bastante amplia para que los pájaros puedan volar y nosotros podamos correr y mantener nuestra temperatura cuando la exterior desciende; quizá, incluso, hasta pensar. El nivel actual de la tensión de oxígeno representa para la biosfera contemporánea lo mismo que el suministro de electricidad de alto voltaje para nuestra sociedad de hoy. Las cosas pueden continuar sin electricidad, pero las potencialidades menguan substancialmente. La comparación es bastante exacta, porque en química, el poder oxidante de un entorno se expresa, por convenio, en términos de su potencial redox (potencial de oxidación-reducción), medido eléctricamente y cuya unidad es el voltio.

 

El potencial redox mediría en realidad el voltaje de una hipotética pila que tiene uno de sus polos conectado al oxígeno y el otro a las substancias nutritivas. Casi todo el oxígeno que genera la fotosíntesis de las plantas verdes se introduce en la atmósfera para ser utilizado en esa otra actividad fundamental de la vida, la respiración, en un lapso de tiempo relativamente corto.

 

Este proceso complementario, la respiración, jamás resultará, obviamente, en un aumento neto del oxígeno: ¿cómo se ha acumulado entonces este gas en la atmósfera?

 

Hasta fecha reciente se pensaba que la fuente principal era la fotolisis del vapor de agua en las capas superiores: las moléculas de agua escindidas liberan átomos de hidrógeno lo bastante ligeros para escapar al campo gravitatorio terrestre y átomos de oxígeno que se unen de dos en dos para formar moléculas de dicho gas o de tres en tres para dar moléculas de ozono.

 

Cierto es que este proceso produce un incremento neto del oxígeno pero, por muy importante que pudiera ser éste en el pasado, en la biosfera contemporánea es una fuente desdeñable. Parece haber pocas dudas sobre la identidad de la fuente principal del oxígeno atmosférico; a Rubey corresponde el honor de haber sido el primero en establecerla (1951). Las rocas sedimentarias contienen una pequeña proporción del carbono que los vegetales habían fijado en la materia orgánica de sus tejidos.

 

Aproximadamente el 0,1 por ciento del carbono fijado anualmente es enterrado con los restos vegetales que, procedentes de las masas terrestres, terminan en los cursos fluviales o en los mares. Cada átomo de carbono que de tal forma es extraído del ciclo fotosíntesis-respiración significa una molécula más de oxígeno en el aire. Si no fuera por este proceso, el oxígeno desaparecería gradualmente de la atmósfera al ir reaccionando con las substancias reductoras que la climatología, los terremotos y los volcanes hacen llegar a la superficie.

Se dice, un tanto cínicamente, que la eminencia de un científico viene dada por lo prolongado del tiempo que es capaz de impedir el progreso de su especialidad. Pasteur, por ejemplo, cuyo sitio está entre los más grandes, no ha sido la excepción de tal regla. A él se debe la noción de que, con anterioridad a la aparición del oxígeno en el aire, sólo eran posibles formas de vida de baja categoría.

 

Esta suposición ha sido popular durante mucho tiempo pero, como indicábamos en el capítulo 2, se cree actualmente que incluso los primeros organismos fotosintetizadores disponían de un potencial químico tan alto como el utilizado por los microorganismos actuales. En los primeros tiempos, el amplio gradiente de energía potencial actualmente suministrado por el oxígeno estaba disponible tan sólo en el espacio intracelular de los citados microorganismos.

 

Después, según se multiplicaban, se amplió a su microambiente y continuó extendiéndose más y más, marchando al mismo paso que la vida, hasta que se completó la oxidación de las substancias reductoras primigenias y el oxígeno pudo por fin aparecer en el aire.

 

Desde el principio, sin embargo, la diferencia de energía potencial entre los oxidantes de las células de los fotosintetizadores y el ambiente reductor externo era tan grande como la que hoy existe entre el oxígeno extracelular y los nutrientes intracelulares.

Fig. 5.

El diagrama muestra la probabilidad de incendios forestales en atmósferas con diferente contenido de oxígeno. Los fuegos naturales se inician por combustión espontánea o a consecuencia de la caída de rayos. Su probabilidad depende en gran medida del contenido de humedad de los combustibles naturales.

 

En la figura, cada línea corresponde a una humedad diferente, de sequedad completa(0%), a visiblemente mojado (45%). Con un porcentaje de oxígeno del 21% —el actual— los incendios no prenden cuando el contenido de humedad es superior al 15%. Cuando el contenido de oxígeno asciende al 25%, hasta los brotes empapados y la hierba de una pluvisilvia se inflamarían.

Las fuentes de potenciales altos, ya sean eléctricos o químicos, son peligrosas, y el oxígeno conlleva riesgos especiales. Nuestra atmósfera actual, cuyo nivel de oxígeno es del 21 por ciento, se halla en el límite superior del intervalo seguro para la vida. Por poco que aumentara esta cifra el peligro de incendio crecería vertiginosamente. La probabilidad de incendio forestal a consecuencia de la caída de rayos subiría un 70 por ciento por cada 1 por ciento de aumento del presente nivel.

 

Si éste sobrepasara el 25 por ciento, muy poca vegetación sobreviviría a los devastadores incendios, que arrasarían tanto la pluvisilvía tropical como la tundra ártica. Andrew Watson, de la Universidad de Reading, ha confirmado experimentalmente estos supuestos, estableciendo la probabilidad de incendio para diferentes concentraciones de oxígeno en unas condiciones muy semejantes a las existentes en las auténticas selvas. El diagrama adjunto (fig. 5) muestra los resultados.

 

El actual nivel de oxígeno está en un punto donde el riesgo y el beneficio se equilibran confortablemente. Claro que estallan fuegos forestales, pero sin que su frecuencia sea tan elevada como para estorbar la alta productividad que un nivel de oxígeno del 21 por ciento permite, y de nuevo nos hallamos ante una situación superponible a la del suministro eléctrico: si aumentamos el voltaje, la cantidad de energía disipada en el transporte y el cobre necesario para los cables disminuyen enormemente, pero por encima de los 250 voltios el peligro de incendio y de muerte por shock aumentaría de tal modo que las ventajas antedichas no serían justificables.

 

Los ingenieros de una central eléctrica no permitirían jamás que su equipo funcionara al buen tuntún; está diseñado para un funcionamiento preciso, para garantizar un suministro constante de energía eléctrica segura. ¿Cómo se controla entonces el nivel de oxígeno del aire?

Antes de pasar a discutir la naturaleza de este sistema de regulación biológica es necesario examinar más detalladamente la composición de la atmósfera. El estudio de un único gas a través de telescopios, microscopios u otros instrumentos nos dice poco de su relación con los restantes componentes atmosféricos; algo parecido a intentar comprender el significado de una frase escrutando una sola de sus palabras. Para extraer información de la atmósfera hay que considerarla en su conjunto; examinaremos, pues, el oxígeno, nuestro gas de referencia energética, aproximándolo a otros gases de la atmósfera con los que puede reaccionar y reacciona.

 

Empecemos por el metano.

Hutchinson fue el primero en señalar, hace treinta años, que el metano, conocido también como gas de los pantanos, era un producto biológico cuya fuente principal estaba en las ventosidades de los rumiantes.

 

Aunque no negaremos la importancia de esta contribución, sabemos actualmente que el origen de la fracción capital de este gas es la fermentación bacteriana de los fangos y sedimentos depositados en lechos marinos, ciénagas, terrenos anegados y estuarios fluviales, lugares todos donde tiene lugar enterramiento de carbono. La cantidad de metano producida de esta forma es asombrosamente grande: por lo menos 1.000 millones de toneladas anuales.

 

(El gas "natural" bombeado al interior de nuestros hogares es de estirpe bien distinta; se trata de gas fósil, del equivalente gaseoso del carbón y el petróleo. Presente en cantidades triviales a escala planetaria, sus pequeñas reservas se habrán agotado dentro de unos diez años.)

Dentro del contexto de una biosfera autorregulada y mantenedora activa del entorno gaseoso en el óptimo para la vida, resulta legítimo que nos preguntemos cuál es la función de un gas como el metano: no resulta más ilógico que interrogarnos sobre la función de la glucosa o de la insulina en la sangre. Si suprimimos el contexto Gaia la pregunta pierde todo su sentido, convirtiéndose en algo que podría ser rechazado como incoherente o circular, razón por la cual, probablemente, no ha sido formulada mucho antes.

¿Cuál es, pues, la función del metano y cómo se relaciona con el oxígeno? Cometido obvio es mantener la integridad de las zonas anaerobias de las que proviene.

 

Las incesantes burbujas de metano que ascienden hacia la superficie de los barros fétidos las limpian de substancias volátiles venenosas (los compuestos metílicos de arsénico y plomo, por ejemplo), además de librarlas del oxígeno, elemento venenoso para los microorganismos anaerobios. Cuando el metano alcanza la atmósfera, se comporta como un regulador bidireccional de oxígeno, capaz de retener a un nivel y de devolver a otro.

 

Parte llega a la estratosfera antes de que la oxidación lo convierta en dióxido carbónico y vapor de agua; es la fuente principal de éste en las capas altas de la atmósfera. El agua termina por disociarse en oxígeno, que desciende, e hidrógeno, que escapa al espacio. Este proceso asegura, a largo plazo, un pequeño incremento del oxígeno (pequeño pero posiblemente significativo).

 

Si la situación está equilibrada, el escape de hidrógeno siempre significa una ganancia neta de oxígeno.

Por el contrario, la oxidación del metano en las capas inferiores de la atmósfera significa la utilización de enormes cantidades de oxígeno, del orden de las 2.000 megatoneladas anuales. Este proceso se realiza pausada pero continuamente en el aire que nos rodea mediante una serie de reacciones complejas e intricadas, que el trabajo de Michael Me Elroy y sus colaboradores ha desentrañado en gran parte.

 

Un sencillo cálculo aritmético nos indica que, en ausencia de metano, la concentración de oxígeno crecería un 1 por ciento en 12.000 años, cantidad excesiva para tan pequeño lapso de tiempo: un cambio peligroso y, en la escala temporal geológica, demasiado rápido.

La teoría del equilibrio de oxígeno (Rubey), desarrollada por Holland, Broecker y otros científicos eminentes, afirma que la cantidad de oxígeno se mantiene constante gracias al equilibrio entre la ganancia consustancial al enterramiento del carbono, por una parte, y la pérdida que supone la reoxidación de los materiales reducidos procedentes de las profundidades de la Tierra, por otra.

 

La biosfera es, sin embargo, una máquina demasiado poderosa para dejar el control de su funcionamiento a cargo únicamente de lo que los ingenieros llaman un sistema de control pasivo, como si en la central eléctrica la presión de la caldera estuviera determinada por el equilibrio entre la cantidad de fuel quemado y la cantidad de vapor necesaria para mover las turbinas. Cuando la demanda descendiera —en los domingos soleados, por ejemplo— la presión aumentaría hasta poner a la caldera en peligro de explosión y, en los períodos de máxima demanda, la presión caería en picado, siendo imposible suministrar la energía pedida.

 

Por este motivo, los ingenieros utilizan sistemas de control activo que, como explicábamos en el capítulo 4, incorporan sensores. En el caso de la central, el sensor de presión o temperatura registraría cualquier desviación respecto a las condiciones óptimas empleando una pequeña cantidad de la energía del sistema para modificar el ritmo de quemado del combustible.

La permanencia del valor de la concentración de oxígeno señala, por lo tanto, la presencia de un sistema de control activo, provisto presumiblemente de algún mecanismo de detección y señalización de las desviaciones respecto a la concentración óptima, ligado quizá a los procesos de producción de metano y de enterramiento de carbono. Una vez que los materiales carbonáceos alcanzan las zonas anaeróbicas profundas, o se convierten en metano o son enterrados.

 

En la actualidad, la cantidad de carbono utilizado para producir esa cifra anual de 1.000 megatoneladas es veinte veces superior al carbono enterrado. De ello se desprende que cualquier mecanismo capaz de modificar esta proporción será un eficaz regulador del oxígeno.

 

Quizá, cuando la tasa de oxígeno atmosférico se hace excesiva, se genere algún tipo de señal que desencadene una mayor producción de metano; el paso de este gas regulador a la atmósfera pronto restablecería el amenazado equilibrio.

Fig. 6.

Representación esquemática de la circulación de oxígeno y carbono entre los principales depósitos de la atmósfera, los océanos y la corteza terrestre. Las cifras son de terramoles, que para el carbono equivale a 12 megatoneladas y para el oxígeno a 32. Las cifras del interior de los círculos indican flujos anuales.

 

Las cifras de los depósitos, la atmósfera y las rocas sedimentarias son índice de su tamaño. Observe cómo el carbono, que en sentido descendente marcha hacia los estratos sedimentarios que se hallan bajo mares y pantanos, es devuelto a la atmósfera, sobre todo, en forma de "gas de los pantanos", de metano.

Vemos, pues, cómo la energía aparentemente derrochada en la oxidación de metano es el precio inevitable de un regulador activo, constante y de acción rápida.

 

No deja de ser curioso pensar que, sin el auxilio de la microflora anaerobia cuya morada está en los malolientes barros de lechos marinos, lagos y estanques, quizá no existieran ni escritores, ni lectores, ni libros, porque sin el metano por ella generado la concentración de oxígeno ascendería inexorablemente hasta un nivel en el que todo incendio cobraría proporciones desmesuradas, haciendo imposible cualquier otra forma de vida diferente a la microflora de los terrenos pantanosos.

El óxido nitroso es otro desconcertante gas atmosférico. Es hoy un gas cuya concentración aérea es, como la del metano, baja; un tercio de parte por millón, cantidad que también como en el caso del metano, no guarda ninguna proporción con el volumen producido por los microorganismos terrestres y marinos, responsables de entre 100 y 300 megatoneladas por año, aproximadamente la cantidad de nitrógeno devuelto al aire.

 

Si hay abundancia de nitrógeno y escasez de óxido nitroso se debe a que el primero es un gas muy estable y se acumula, mientras el óxido nitroso es destruido rápidamente por la radiación ultravioleta del Sol.

Podemos tener la seguridad de que los derroches energéticos por parte de la biosfera son altamente improbables: si se destina una importante cantidad de energía a producir este extraño gas es porque cumple alguna función útil. Se me ocurren dos posibles usos, y de acuerdo con el tópico de que en biología una determinada substancia siempre sirve para más de una cosa, ambos podrían ser importantes. En primer lugar, podría estar implicado, como el metano, en la tarea de la regulación del oxígeno.

 

El volumen de oxígeno que desde el suelo y los lechos marinos transporta el óxido nitroso es dos veces la cantidad necesaria para equilibrar las pérdidas producidas por la oxidación de las materias reductoras llegadas constantemente a la superficie de la Tierra desde su interior. Podría actuar, por lo tanto, como contrapeso del metano. Es por lo menos verosímil que la producción de uno y otro sean complementarias; ambas podrían ser reguladores rápidos de la concentración de oxígeno.

La segunda función importante del óxido nitroso está relacionada con su comportamiento en la estratosfera donde se descompone, entre otras cosas, en óxido nítrico. Se ha señalado a este compuesto como responsable de una acción catalíticamente destructiva sobre la capa de ozono, situación aparentemente alarmante a la vista de las advertencias formuladas por muchos ecologistas respecto a que la peor amenaza para nuestro mundo es la destrucción de la capa estratosférica de ozono por la acción de las aeronaves supersónicas y los productos contenidos en los aerosoles.

 

De hecho, si los óxidos de nitrógeno destruyen el ozono, la naturaleza agrede a la antedicha capa desde hace mucho, pero que mucho tiempo. Un exceso de ozono sería tan malo como carecer de él; el ozono, del mismo modo que los demás componentes de la atmósfera, tiene también un óptimo deseable. Si se incrementara en cuantía superior al 15 por ciento se producirían repercusiones negativas en el clima.

 

Sabemos además, con toda certeza, que la radiación ultravioleta tiene aspectos útiles y beneficiosos, y una capa de ozono más densa podría impedir su llegada a la Tierra en dosis suficientes.

 

En los seres humanos, la vitamina D se forma en la piel a resultas de la acción ejercida sobre ella por los rayos ultravioletas. Si una radiación ultravioleta excesiva puede favorecer el cáncer de piel, su debilitamiento producirá raquitismo con toda seguridad. Aunque la producción de óxido nitroso por parte de los indicados microorganismos no nos beneficie directamente, la radiación ultravioleta de bajo nivel podría ser de importancia para otras especies en procesos aún por descubrir.

 

Como regulador al menos —junto a otro gas atmosférico de origen biológico recientemente descubierto, el cloruro de metilo— podría ser valioso. El sistema de control de Gaia incluiría también un medio para detectar la cantidad de ultravioleta filtrada a través de la capa de ozono, regulándose subsiguientemente la producción de óxido nitroso.

Otro gas nitrogenado que la atmósfera y los mares producen en abundancia es el amoníaco. Aunque es un gas de difícil medida, se calcula que su producción no es inferior a las 1.000 megatoneladas anuales, tarea para la cual la biosfera (el amoníaco es ahora exclusivamente de origen biológico) consume gran cantidad de energía. La función de este gas es, casi con toda seguridad, controlar la acidez ambiental.

 

Teniendo en cuenta los ácidos que la oxidación del nitrógeno y el azufre producen, el amoníaco generado por la biosfera es justamente el necesario para mantener alrededor de 8 el pH de la lluvia, cifra óptima para la vida. De faltar el amoníaco, este pH caería hasta un valor de 3, acidez comparable a la del vinagre; esto ya sucede en ciertas partes de Escandinavia y de Norteamérica, con efectos desastrosos para el desarrollo vegetal.

 

La causa de este fenómeno serían los humos desprendidos por la combustión de los combustibles industriales y domésticos en áreas densamente pobladas: la mayoría de estos combustibles contienen azufre que, expelido a la atmósfera, vuelve al suelo con la lluvia en forma de ácido sulfúrico.

La vida tolera una cierta acidez; de ello son prueba los jugos digestivos de nuestros estómagos. Un entorno tan ácido como el vinagre, sin embargo, se halla muy lejos de ser el ideal. Es verdaderamente una suerte que los ácidos y el amoníaco estén equilibrados, que la lluvia no sea ni demasiado ácida ni demasiado alcalina. Si aceptamos la hipótesis del mantenimiento activo de este equilibrio mediante el sistema cibernético de control de Gaia, el costo energético de la producción amoniacal habrá de cargarse a la cuenta total de la fotosíntesis.

El constituyente más abundante de la atmósfera es, con gran diferencia, el nitrógeno gaseoso; supone el 79 por ciento del aire respirable. Los dos átomos de su molécula están unidos por un enlace químico de los más potentes, lo que le confiere una notable falta de reactividad. Se ha acumulado en la atmósfera a causa de la acción de las bacterias desnitrificantes y de otros procesos biológicos. Ciertos procesos inorgánicos, como las tormentas, lo devuelven lentamente al mar, su habitat natural.

Pocos se percatan de que no es el gas la forma estable del nitrógeno, sino el ion nitrato disuelto en el mar. Como vimos en el capítulo 3, si la vida desapareciera, la mayor parte del nitrógeno atmosférico terminaría por combinarse con el oxígeno volviendo al mar en forma de nitrato. ¿Qué ventajas obtiene la biosfera de bombear nitrógeno a la atmósfera además del mantenimiento del equilibrio químico?

 

En primer lugar, la estabilidad del clima quizá requiera la actual densidad atmosférica y el nitrógeno resulta conveniente para incrementar la presión.

 

En segundo, un gas de reactividad escasa como el nitrógeno es lo más adecuado para diluir el oxígeno del aire; como hemos visto en páginas anteriores, una atmósfera de oxígeno puro tendría consecuencias desastrosas.

 

En tercer lugar, si la totalidad del nitrógeno estuviera en los mares como ion nitrato, el siempre delicado problema de mantener la salinidad lo bastante baja para permitir la vida, empeoraría. Como veremos en el capítulo siguiente, la membrana celular es extremadamente vulnerable a la salinidad de su entorno; una salinidad total por encima de 0,8 molar la destruye, con independencia de que se trate de cloruro, de nitrato o de una mezcla de ambos.

 

Si todo el nitrato estuviera en los mares como ion nitrato, la molaridad pasaría de 0,6 a 0,8: ello significaría la incompatibilidad del agua marina con casi todas las formas conocidas de vida. Señalemos finalmente que además de su efecto sobre la salinidad marina, las concentraciones altas de nitrato son venenosas. La adaptación a un entorno con fuerte contenido de nitratos habría sido más difícil y más onerosa energéticamente para la biosfera que el simple almacenamiento del nitrógeno en la atmósfera, donde además resulta de cierta utilidad. Cualquiera de las posibilidades expuestas podría, pues, constituir un motivo válido para justificar la existencia de los procesos biológicos que transportan nitrógeno desde la superficie a la atmósfera.

La cuantía de un gas atmosférico no es, evidentemente, medida de importancia. El amoníaco, por ejemplo, cien millones de veces menos abundante que el nitrógeno, tiene una función reguladora tan importante como la de éste. En realidad, la producción anual de amoníaco es tan cuantiosa como la de nitrógeno, pero su remoción es mucho más rápida. La abundancia de los gases de la atmósfera depende mucho más de su tasa de reactividad que de su tasa de producción, como demuestra el hecho de que los gases menos abundantes suelan ser actores principales en los procesos de la vida.

El descubrimiento de las intrincadas reacciones químicas acaecidas entre los gases de la atmósfera ha sido una de las aportaciones más valiosas de la química moderna. Sabemos ahora, por ejemplo, que gases vestigiales como el hidrógeno y el monóxido de carbono son productos intermedios de la reacción entre el metano y el oxígeno, pudiendo, por lo tanto, ser también considerados gases biológicos como sus progenitores. Otros muchos gases activos —ozono, óxido nítrico, dióxido de nitrógeno— caen dentro de esta categoría; en ella están también unas substancias muy reactivas de vida efímera, denominadas por los químicos radicales libres.

 

Uno es el radical metilo, primer producto de la oxidación del metano. Unos 1.000 millones de toneladas pasan anualmente por la atmósfera, aunque en razón de su cortísima vida —menos de un segundo— no suele haber más de uno por centímetro cúbico de aire. No es éste el lugar apropiado para describir detalladamente la compleja química de tales substancias, pero resultan interesantes para quienes quieran saber algo más de los gases atmosféricos.

Los así llamados gases nobles y raros del aire no son particularmente raros ni enteramente nobles. Hubo una época en la que se les suponía resistentes al ataque de cualquier agente químico; en otras palabras, pasaban el test del ácido como esos metales también calificados de nobles (oro y platino). Hoy se sabe que el kriptón y el xenón forman compuestos.

 

El gas más abundante de este grupo es el argón que, con el helio y el neón, supone casi el 1 por ciento de la atmósfera, lo que parece en contradicción con el remoquete de raro. Estos gases inertes son de inequívoco origen inorgánico y resultan de utilidad para establecer con mayor claridad el inerte telón de fondo contra el que destaca la vida.

Los gases producidos por la actividad humana —los fluorocarbonos, por ejemplo— proceden fundamentalmente de la industria química; ni que decir tiene que no aparecieron en el aire hasta la llegada de la era industrial. Son también buena prueba de la presencia de vida activa. Tras descubrir propelentes de aerosol en nuestra atmósfera, un visitante del espacio exterior tendría pocas dudas sobre la existencia de vida inteligente en nuestro planeta.

 

Nuestro persistente y autoimpuesto apartamiento de la naturaleza suele hacernos pensar que los productos industriales están en las antípodas mismas de lo "natural": en realidad, habida cuenta de que son el resultado de la actividad de un grupo de seres vivos, la especie humana, resultan a la postre tan naturales como todos los demás compuestos químicos de la Tierra. Obviamente en ocasiones son productos agresivos, peligrosos o incluso letales, como los gases nerviosos, pero ninguno de ellos supera en toxicidad a la toxina fabricada por el bacilo botulinus.

Llegamos por último a esos dos componentes esenciales de la atmósfera y de la vida misma, el dióxido de carbono y el vapor de agua. Su importancia para la vida es fundamental, pero es difícil determinar si están regulados biológicamente. Para la mayoría de los geoquímicos, el contenido atmosférico de CO2 (0,03 por ciento) se mantiene constante a corto plazo gracias a sencillas reacciones con el agua del mar. O, para satisfacer a los de gustos más técnicos: el dióxido de carbono y el agua están en equilibrio con el ácido carbónico y su anión disuelto.

La cantidad de CO2 que, laxamente fijada de este modo, contienen los océanos, es casi cincuenta veces superior a la del aire. Si la tasa atmosférica disminuyera por una u otra causa, bastaría liberar una pequeña parte de la enorme reserva oceánica para restablecer la normalidad. En nuestra época, por contra, el CO2 de la atmósfera está aumentando debido al quemado de combustibles fósiles.

 

Suponiendo que mañana interrumpiéramos el consumo de estos combustibles, no haría falta mucho tiempo (quizá unos treinta años) para que este incremento desapareciera, restableciéndose el equilibrio entre la cantidad de gas del aire y de bicarbonato en el mar. A consecuencia del quemado de combustibles fósiles, el CO2 del aire ha aumentado aproximadamente un 12 por ciento.

 

En el capítulo 7 se examinan las consecuencias de esta modificación causada por el hombre.

Si Gaia regula el CO2, es más probable que lo haga indirectamente, ayudando al restablecimiento del equilibrio, que oponiéndose frontalmente al aumento del gas. Volviendo a nuestra analogía de la playa, se trataría de alisar deliberadamente un área irregular antes de empezar a construir el castillo. No resulta fácil, sin embargo, distinguir entre estados de equilibrio naturales e inducidos; podríamos estar ante uno de esos veredictos basados exclusivamente en pruebas circunstanciales.

A largo plazo (es decir, en la escala temporal geológica) creemos, con Urey. que el equilibrio entre las rocas silíceas y carbonosas del suelo marino y la corteza terrestre proporcionará reservas de CO2 aún mayores, asegurando un nivel constante de este gas.

 

Siendo así las cosas, ¿se necesita la intervención de Gaia?

 

La respuesta es que podría ser muy necesaria si los ajustes no se realizan con la celeridad suficiente para el conjunto de la biosfera. Es algo parecido a la situación de quien una mañana invernal no puede salir de casa porque la nieve bloquea la puerta. Sabe, naturalmente, que el obstáculo terminaría por desaparecer espontáneamente, pero ello no le impide apresurarse a retirarlo.

Son muchos los signos de impaciencia que, en el caso del CO2, muestra Gaia ante la lentitud del restablecimiento del equilibrio. En la mayoría de los seres vivos se detecta la enzima anhidrasa carbónica, cuya función es acelerar la reacción entre el dióxido de carbono y el agua; los lechos marinos reciben una constante lluvia de conchas, ricas en carbonatos, que eventualmente forman conglomerados de rocas calcáreas o cretáceas, impidiéndose así el estancamiento del CO2 en las capas superficiales del mar; finalmente, el doctor A. E. Pringwood ha sugerido que la incesante fragmentación del suelo y las rocas causada, en mayor o menor grado, por todas las formas de vida acelera la reacción entre el dióxido de carbono, el agua y las rocas carbonosas.

No parece descabellado pensar que, sin la interferencia de la vida, el CO2 se acumularía en el aire hasta alcanzar niveles peligrosos. En cuanto gas "invernadero", su presencia junto al vapor de agua en la atmósfera contemporánea eleva notablemente la temperatura: si, a causa de la combustión de combustibles fósiles, el nivel de CO2 creciera demasiado rápidamente para las fuerzas inorgánicas del equilibrio, la amenaza de sobrecalentamiento podría resultar seria, pero, por fortuna este gas "invernadero" interactúa intensamente con la biosfera.

 

El CO2 no es sólo fuente de carbono para la fotosíntesis; son muchos también los organismos heterotróficos (es decir, no fotosintéticos) que lo captan de la biosfera y lo convierten en materia orgánica. Hasta los animales —cuya respiración es, desde luego fuente de CO2— incorporan a sus organismos pequeñas cantidades de este gas atmosférico.

 

En realidad, cuanto mayor parece ser la importancia de los procesos del equilibrio inorgánico en la determinación de la cuantía atmosférica de un gas, mayor puede ser su interacción con la biosfera, y ello no es de extrañar si se piensa que ésta controla activamente su entorno y utiliza las condiciones dadas en su propio beneficio.

La relación de la biosfera con el dióxido de hidrógeno, esa substancia versátil y extraña, también conocida como agua, sigue un modelo parecido aunque es todavía más fundamental. Aunque el ciclo del agua —de los océanos a la atmósfera y de ésta a las masas de tierra— extrae su energía básicamente de la radiación solar, la vida participa a través del proceso de transpiración.

 

La luz del Sol puede evaporar agua de los mares, agua cuyo destino es precipitarse sobre la tierra, pero lo que la luz solar no hace espontáneamente en la superficie de la Tierra es separar el oxígeno del agua ni establecer las reacciones que determinan la síntesis de substancias y estructuras complejas.

La Tierra es el planeta del agua. Sin ella no habría aparecido la vida, dependiente aún por completo de su imparcial generosidad. Es el trasfondo último de referencia. Todas las desviaciones del equilibrio podrían ser consideradas como desviaciones del nivel de referencia-agua. Las propiedades de acidez, alcalinidad y potenciales redox son estimadas en relación a la neutralidad del agua. La especie humana toma el nivel medio del mar como base de referencia a partir de la cual se miden alturas y profundidades.

 

De igual modo que el CO2, el vapor de agua tiene las propiedades de un gas invernadero e interactúa intensamente con la biosfera.

 

Si aceptamos la proposición de que la vida controla y adapta activamente el entorno atmosférico según sus necesidades, su relación con el vapor de agua ilustra nuestra conclusión de que las incompatibilidades de los ciclos biológicos y el equilibrio inorgánico son más aparentes que reales.

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