Casi tres cuartas partes de la superficie de nuestro mundo son mares; a ello se debe el que, cuando es fotografiado desde el espacio, presente ese maravilloso aspecto de esfera azul zafiro moteada por albos vellones de nubes y tocada del brillante blanco de los campos de hielo polares.
La belleza de nuestro hogar contrasta fuertemente
con la apagada uniformidad de nuestros inertes vecinos, Marte y
Venus, carentes del abundante manto acuático de la Tierra.
Se han
formulado multitud de hipótesis sobre la forma de los océanos
primigenios; se ha mantenido incluso que, en épocas remotas, los
mares cubrían todo el planeta: no existían ni tierras ni aguas
someras, aparecidas con posterioridad. Si esta hipótesis se
confirmara, habríamos de revisar las concernientes al origen de la
vida. Hay sin embargo, todavía, acuerdo general respecto a que el
primer paso en la formación de los océanos se dio cuando el
recientemente constituido planeta exhaló grandes masas de gases
desde su interior; el segundo y definitivo tuvo lugar cuando el
planeta se hubo calentado lo suficiente para destilar de ellos la
atmósfera y los océanos primordiales.
La profundidad media
actual de los océanos es de 3.200 metros (2 millas aproximadamente),
aunque en ciertas fosas se alcanzan los 10.000 metros (unas 6
millas). El volumen total de agua se cifra en torno a los 1,2 miles
de millones de kilómetros cúbicos (300 millones de millas cúbicas),
estando su peso próximo a los 1,3 millones de megatoneladas.
Suele afirmarse que la oceanografía, el estudio científico del mar, la inició, hace aproximadamente un siglo, el viaje del Challenger, navío dedicado a la investigación y desde el cual se llevó a cabo la primera investigación sistemática de todos los océanos del mundo. Su programa de trabajo incluía observaciones sobre física, química y biología marinas. A pesar de este prometedor comienzo multidisciplinar, la oceanografía se ha ido fragmentando progresivamente en subespecialidades separadas (biología marina, oceanografía química, geofísica oceánica y otros híbridos), cuyo número coincide exactamente con el de los especialistas dispuestos a defenderlas como cotos exclusivos. Y, sin embargo, a despecho de todo esto, la oceanografía ha sido una ciencia comparativamente menor.
Casi todas sus aportaciones de peso están fechadas después de
la segunda guerra mundial; el aguijón, casi siempre, la competencia
internacional por las fuentes de alimentos, energía y ventajas
estratégicas. Sólo en fecha muy" próxima parece reavivarse el
espíritu de la expedición del Challenger con su concepto del mar
como entidad indivisible. La física, la química y la biología de los
océanos vuelven a ser consideradas partes interdependientes de un
vasto proceso global.
Esta respuesta es perfectamente coherente con la explicación tradicional de por qué el contenido de sal de los fluidos corporales de las criaturas vivas — incluyendo los de nuestra propia especie— es inferior al de los océanos; expresado éste en tanto por ciento (el número de partes en peso de sal por cien partes de agua), es aproximadamente del 3,4, mientras que el de nuestra sangre es tan sólo del 0,8 por ciento: cuando empezó la vida los fluidos internos de los organismos marinos estaban en equilibrio con el mar o, dicho de otra forma, la salinidad de su medio interno y la salinidad de su entorno eran idénticas.
Pasaron millones de años y la vida, en uno de sus saltos
evolutivos, mandó emisarios desde el mar para colonizar la tierra.
La salinidad interna de estos organismos, afirma la teoría, quedó
por así decir, fosilizada, detenida en el punto que había alcanzado
cuando salieron del mar, en tanto que la de éste continuaba
aumentando. Aquí residiría, según dicha explicación, la diferencia
entre la salinidad de los líquidos orgánicos y la del mar.
Al mar llegan unas 540 mega-toneladas de sal
anualmente; el volumen total de las aguas marinas es de 1,2 miles de
millones de Km. cúbicos; la salinidad media es del 3,4 por ciento.
Todo ello nos llevaría a cifrar la edad de los océanos en unos 80
millones de años, cifra en absoluta disconformidad con toda la
paleontología. No queda otro remedio, pues, que empezar de nuevo.
Este proceso, parte del mecanismo responsable del desplazamiento de los continentes, significa un aporte adicional de sal. Sumándola a la que las aguas arrastran y repitiendo nuestro cálculo la edad de los océanos pasa a ser de 60 millones de años. El arzobispo Usher, figura destacada de la iglesia protestante irlandesa del siglo XVII, dedujo la edad de la Tierra basándose en la cronología del Antiguo Testamento: según sus cálculos, la Creación había tenido lugar el año 4004 antes de Cristo.
Estaba equivocado, pero tomando como referencia la verdadera
escala temporal, sus conclusiones no son menos descabelladas que
cifrar la edad de los océanos en 60 millones de años.
Los
datos geológicos indican así mismo que la salinidad de los mares no
ha variado gran cosa desde su aparición y la eclosión de la vida en
ellos; no lo bastante, en cualquier caso, para explicar la
diferencia entre su nivel actual y el de nuestra sangre.
Parece necesario concluir, por tanto, la existencia de
un "filtro" para la sal que la hace desaparecer de los océanos en la
misma medida que llega a ellos. Antes de formular nuestras
especulaciones sobre la naturaleza de este filtro y sobre el destino
de la sal que capta, hemos de considerar ciertos aspectos de la
física, la química y la biología marinas.
La composición del agua del mar es diferente según los
lugares y, además, varía de una profundidad a otra; aunque en
términos de salinidad total las diferencias son pequeñas, tienen
suma importancia en la interpretación detallada de los procesos
oceánicos. Habida cuenta, sin embargo, de que nuestro propósito
actual es discutir los mecanismos generales del control de la sal,
podemos considerarlas no significativas.
El cloruro sódico, por su parte, se fragmenta en un ion sodio, positivo y un ion cloruro, negativo, que se mueven más o menos independientemente entre las moléculas de agua circundantes. Aunque tal comportamiento pueda parecer sorprendente —las cargas eléctricas de signo opuesto se atraen entre sí, permaneciendo por lo general enlazadas en forma de pares iónicos— se debe a que el agua tiene la propiedad de debilitar grandemente las fuerzas eléctricas de atracción entre iones de carga opuesta.
Si mezclamos las
soluciones acuosas de dos sales distintas (cloruro sódico y sulfato
de magnesio por ejemplo) , todo lo que podremos decir respecto de la
composición de la solución resultante es que se trata de una mezcla
de cuatro iones: sodio, magnesio, cloruro y sulfato. En condiciones
adecuadas es más sencillo extraer de la mezcla sulfato de sodio y
cloruro de magnesio que recuperar las sales iniciales.
Sus especialísimas adaptaciones se han
realizado con permiso del resto del mundo viviente, que les
suministra oxígeno y alimento en la forma adecuada y asegura la
transferencia de estos artículos de primera necesidad al estanque
salobre o al arroyo caliente. Sin tales ayudas, tan extrañas
criaturas no podrían sobrevivir a pesar de haberse adaptado
espectacularmente a sus casi letales hábitats.
Este proceso
tiene lugar siempre que una solución salina —o de cualquier otro
tipo— de baja concentración esté separada de otra solución más
concentrada por una membrana permeable al agua pero no a la sal. El
agua fluye a su través desde la solución débil a la fuerte para que
la concentración de ésta disminuya. Si no hay nada que lo impida, el
proceso continúa hasta que las dos soluciones quedan equilibradas.
Dicho de otra forma: si la quisquilla hubiera de extraer el agua que su organismo necesita del salobre entorno, forzando un flujo de líquido en contra del gradiente de concentración, habría de disponer de un órgano de bombeo con capacidad para subir agua desde un pozo de una milla de profundidad. La presión osmótica es, por consiguiente, consecuencia de una salinidad interna diferente a la externa.
Suponiendo que
ambas concentraciones están por debajo del nivel crítico del 6 por
ciento, la mayoría de los organismos vivos resuelven fácilmente el
problema de ingeniería planteado. El nivel absoluto es lo que
importa, porque, frente a una salinidad — externa o interna—
superior al 6 por ciento, las células se hacen literalmente pedazos.
Para
lograr una colocación adecuada son de gran ayuda las cargas
eléctricas situadas en diversos puntos de cada macromolécula. Las
zonas cargadas positivamente de una se amalgaman con las áreas
cargadas negativamente de la otra. Cuando se trata de sistemas
vivientes, estas interacciones tienen invariablemente lugar en un
medio acuoso, donde la presencia de iones disueltos modifica la
atracción eléctrica natural entre las macromoléculas, haciendo
posible que puedan aproximarse y colocarse con la debida facilidad y
un alto grado de precisión.
A mayor concentración de sal, más intenso será el
efecto pantalla de los iones y
más débiles resultarán las fuerzas de atracción. Una salinidad
demasiado alta perjudicará a las interacciones, y ello a su vez
repercutirá sobre las correspondientes funciones celulares. Si, por
el contrario, la concentración de sal es excesivamente baja, las
fuerzas de atracción entre macromoléculas contiguas podrían llegar a
ser irresistibles, la separación no se produciría y las
consecuencias serían tan negativas como las del supuesto anterior.
Muy poco menos sutil que una pompa de
jabón, ofrece una protección comparable a la del casco de un buque
frente al agua o a la del fuselaje de un avión respecto a la
atmósfera, aunque la estanqueidad celular se logra por medios bien
distintos a la proporcionada por el casco de un barco: éste trabaja
mecánica y estáticamente, mientras la membrana celular hace uso
activo, dinámico, de los procesos bioquímicos.
Si la concentración de sal a uno u otro lado de la
membrana sobrepasa ese nivel crítico del 6 por ciento, el efecto
pantalla de los iones que rodean las cargas eléctricas responsables
de la integridad de la membrana se intensifica, el potencial
desciende, la debilitada membrana se desintegra y la célula se hace
trizas. Salvo para las membranas altamente especializadas de las
bacterias halofílicas (amantes de la sal) cuyo habitat está en
estanques o lagos salobres, las células de todas las demás criaturas
vivientes se hallan sometidas a este límite de salinidad.
El lavado continental y las irrupciones de magma a través del suelo oceánico explican fácilmente el actual nivel de salinidad de los mares. La pregunta ahora obligada es: ¿por qué no es el mar más salado? Entreviendo a Gaia, yo contestaría: porque desde el comienzo de la vida, la salinidad de los océanos ha estado bajo control biológico. La siguiente pregunta, obviamente, es: ¿cómo? Es éste precisamente el quid de la cuestión, porque necesitamos investigar y reflexionar no sobre cómo llega la sal a los océanos, sino sobre cómo sale de ellos.
Estamos nuevamente en
nuestro filtro, buscando un proceso de eliminación de sal que, si
nuestra creencia en la intervención de Gaia tiene fundamento, habrá
de conectar de algún modo con la biología de los mares.
De que la salinidad del agua marina ha cambiado muy poco en cientos de millones —si no son miles de millones— de años hay pruebas comparativamente fiables, tanto directas como indirectas. De lo conocido sobre el nivel de salinidad tolerado por los organismos vivientes que han poblado los mares durante tan dilatados períodos, podemos inferir que, en ningún caso, la salinidad ha podido estar por encima del 6 por ciento (el nivel actual es del 3,4 por ciento) y que, alcanzando simplemente el 4 por ciento, la vida marina se hubiera desarrollado a través de criaturas bien distintas a las reveladas por el registro geológico.
Y, sin
embargo, la cantidad de sal que lluvias y ríos arrastran hacia el
mar durante cada 80 millones de años es idéntica a toda la sal
actualmente contenida en los océanos. Si este proceso hubiera
continuado sin trabas no habría hoy océano que no fuera un Mar
Muerto, una masa de agua saturada de sal absolutamente hostil a
cualquier forma de vida.
Casi todas las teorías se basan esencialmente en mecanismos inorgánicos inertes, aunque ninguna ha obtenido aceptación general. Broecker ha señalado que la remoción de las sales de sodio y magnesio es uno de los grandes misterios no resueltos de la oceanografía química. Son dos, en realidad los problemas a resolver, porque, en un medio acuoso, los iones positivos— sodio y magnesio— están separados de los negativos —cloro y sulfato— y ha de tratarse cada grupo independientemente.
Para complicar aún más las cosas, la cantidad de
iones sodio y magnesio que el lavado continental aporta a los mares
es superior a la de iones cloro y sulfato; el exceso de carga
positiva debido a la mayor cantidad de iones sodio y magnesio queda
compensado mediante iones aluminio y silicio, cargados
negativamente.
La escala temporal de
estos procesos —cientos de millones de años— es por tanto congruente
con la evolución de la salinidad, salvo en un aspecto vital. Si
suponemos que la formación de brazos de mar aislados y los
desgarramientos de la corteza terrestre responsables del
enterramiento de masas de sal se deben enteramente a procesos
inorgánicos, también hemos de aceptar su completa aleatoriedad,
tanto espacial como temporal. Podrían explicar el que la salinidad
oceánica
media hubiera permanecido dentro de límites tolerados, pero no
impedir las fluctuaciones letales, consecuencia de la propia
naturaleza aleatoria de los procesos de control.
La mitad, aproximadamente, de la biomasa mundial se encuentra en el mar. La vida terrestre es, en su mayor parte, bidimensional, está anclada a la superficie sólida por la acción de la gravedad. Los organismos marinos y el mar tienen aproximadamente la misma densidad, la vida está libre de las limitaciones de la gravedad y los pastos son tridimensionales.
Las
primitivas formas de vida que, mediante el proceso conocido como
fotosíntesis, producen nutrientes y oxígeno a partir de la luz solar
—energizando por consiguiente el océano entero— son organismos de
flotación libre, en contraste con los fotosintetizadores terrestres,
vegetales anclados al suelo. En los mares no hay árboles ni hacen
falta, y no existen los herbívoros triscadores, sino únicamente
grandes carnívoros ramoneantes, las ballenas, que se alimentan
deglutiendo miríadas de los diminutos crustáceos semejantes a los
camarones conocidos colectivamente como krill.
El mar, a diferencia de la tierra, está por lo tanto dominando numéricamente por los diminutos protistos unicelulares, incluyendo algas y protozoos. Medran tan sólo en la capa superficial —hasta una profundidad de 100 metros— iluminada por el sol. Son dignos de mención los cocolitóforos, provistos de conchas de carbonato calcico que a menudo contienen una gota de aceite (flotador y despensa a la vez) y las diatomeas, algas de esqueleto silíceo.
De estos organismos y otros muchos se compone
la flora compleja y variada de la denominada zona eufótica.
Las diatomeas que asimilan la sílice florecen en los mares pero no, obviamente, en los lagos saturados de sal; sus cortas vidas transcurren en las aguas superficiales. Al morir, se hunden hasta el lecho oceánico, donde se apilan sus esqueletos opalinos, añadiendo a las rocas sedimentarias unos 300 millones de toneladas de sílice al año.
El ciclo vital de estos organismos microscópicos da por tanto cuenta de la deficiencia de silicio evidenciada en las capas superficiales del mar, y contribuye a su pronunciada separación del equilibrio químico.
Estos procesos biológicos de utilización y remoción del silicio pueden considerarse un eficaz mecanismo para controlar su nivel en el mar. Si, por ejemplo, los ríos aportaran mayores cantidades de este mineral, la población de diatomeas se incrementaría (suponiendo que abundaran también sulfates y nitratos), reduciéndose subsiguientemente el nivel de silicio disuelto.
Cuando este
parámetro descendiera por debajo de lo normal, las diatomeas
limitarían su expansión hasta la recuperación del nivel de silicio,
fenómeno repetidamente comprobado.
Este diluvio de organismos muertos no es tanto cortejo fúnebre cuanto cinta transportadora construida por Gaia para trasladar substancias de la zona de producción, situada en niveles superficiales, a las áreas de almacenamiento, emplazadas bajo los mares y los continentes. Parte de la materia orgánica blanda desciende hasta el fondo con los esqueletos inorgánicos, convirtiéndose eventualmente en combustibles fósiles enterrados, minerales sulfurosos e incluso azufre libre.
El proceso tiene la ventaja de contar con sistemas de control flexibles basados en la capacidad de respuesta de los organismos vivos a la modificación de su entorno y en su facultad de restaurar (o de adaptarse) las condiciones favorables para su supervivencia. Examinemos, pues, algunos posibles instrumentos utilizados por Gaia para controlar la salinidad.
Aunque conjeturas aún, estas ideas me parecen lo bastante
sólidas para convertirlas en base de estudios teóricos y
experimentales detallados.
Pudiera haber especies de protistos
(u otros organismos marinos de concha dura) particularmente
sensibles al nivel de salinidad que murieran tan pronto éste
sobrepasara tan siquiera ligeramente la normalidad. Al hundirse sus
caparazones, arrastrarían con ellos cierta cantidad de sales,
devolviendo la normalidad a las aguas superficiales. Aunque las
cantidades de sal eliminadas por este mecanismo son demasiado
pequeñas para dar cuenta directamente del filtro o sumidero que
buscamos, esta conexión entre la tasa de sedimentación de los
caparazones y los niveles de sal podría ser parte de un método para
regular la salinidad del mar.
Formulemos la audaz hipótesis de que los lagos salobres son
consecuencia de la vida marina: la regulación homeostática podría
resolver la incógnita principal de la propuesta de Broecker, cómo
resulta tan estable un sistema de remoción de sal aparentemente
basado en la formación de evaporados a consecuencia de fuerzas
inorgánicas por completo aleatorias.
¿Es posible
que la Gran Barrera, frente a la costa nororiental australiana,
forme parte de un proyecto inacabado de laguna de evaporación?
Ambos son consecuencia de
convulsiones interiores, pero ¿está Gaia tras ellos? De ser así, ¿no
ofrecerían mecanismos adicionales para la construcción de lagunas,
dejando aparte su efecto primario sobre las fracturas de los lechos
oceánicos y las transferencias de sedimentos?
Entretanto, la conducción de calor desde el interior de la Tierra queda impedida por este manto —progresivamente más grueso— de sílice, cuya estructura abierta hace de él un buen aislante térmico, a la manera de una prenda de lana. La temperatura, pues, de la zona situada debajo del depósito silíceo aumenta, la roca subyacente se ablanda más aún, la deformación se acentúa, se deposita más sedimento y la temperatura asciende más y más. Se han establecido, pues, las condiciones de una realimentación positiva.
El calor se
hace por fin lo suficientemente intenso para fundir la roca del
lecho oceánico, lo que produce un vertido de magma al exterior. Así
pudieron formarse las islas volcánicas, y quizás, ocasionalmente,
también las lagunas. En las aguas de menor profundidad cercanas a
las costas sedimentan grandes depósitos de carbonato de calcio, que
a veces emergen nuevamente en forma de creta o de caliza.
Si Gaia ha modificado el suelo oceánico lo ha hecho explotando una tendencia natural, aprovechándose de ella.
No sugiero, evidentemente, que todos los volcanes, ni siquiera la mayoría, sean consecuencia de la actividad biológica, sino la conveniencia de considerar la posibilidad de que la tendencia a las erupciones sea explotada por la biota en favor de sus necesidades colectivas.
Si la idea de la manipulación de fenómenos geológicos de grandes
proporciones en interés de la biosfera sigue pareciendo ofensiva
para el sentido común, merece la pena recordar que ciertos
terremotos han sido consecuencia de una alteración en la
distribución del peso en una zona determinada provocada por la
construcción de una presa. El potencial de perturbación ligado a la
masa sedimentaria de un arrecife coralino es infinitamente mayor.
Todos son procesos, o partes de procesos, que influyen directa o indirectamente en (o son influidos por) la presencia de la materia viva. He dicho muy poco sobre la cuestión de las relaciones ecológicas entre los organismos pertenecientes a los miles de especies que pueblan los mares, o sobre si la injerencia del modo de vida humano, deliberada o accidental, repercute en la química o la física oceánicas y, subsiguientemente, en nuestro propio bienestar; si, por ejemplo, la carnicería de las ballenas cuyo resultado final pudiera ser la total extinción de estos maravillosos mamíferos podría tener otros efectos de largo alcance además del de privarnos para siempre de su compañía única.
Todas estas omisiones se deben en parte a falta de espacio,
pero sobre todo a carencia de información sólida sobre la que
construir.
E. J. Conway sostenía que el azufre restante era transportado del mar a la tierra vía la atmósfera en forma de sulfuro de hidrógeno, ese maloliente gas responsable del remoquete de "apestosa", con que uno se refería invariablemente a la antigua química escolar. Nosotros, sin embargo, dudábamos de explicación tan simple.
Por un lado, nadie había detectado jamás en la atmósfera sulfuro de hidrógeno en cantidad suficiente como para dar cuenta del mencionado desacuerdo y, por otro, esta substancia reacciona tan rápidamente con el agua marina, rica en oxígeno —formando productos no volátiles—, que en ningún caso dispondría del tiempo preciso para alcanzar la superficie del agua y menos para escapar a la atmósfera.
Mis dos colegas y yo
pensábamos que el agente a cuyo cargo estaba el transporte aéreo del
azufre restante era el dimetil sulfuro, compuesto químicamente
emparentado con el sulfuro de hidrógeno. Si nos inclinábamos por
esta hipótesis era, entre otras cosas, porque el oxígeno destruye al
dimetil sulfuro mucho más lentamente que al sulfuro de hidrógeno, el
candidato rival.
Challenger había conseguido
demostrar que muchas especies de algas marinas, incluso las más
corrientes, producen de este modo grandes cantidades de dimetil
sulfuro.
La principal fuente de esta substancia no es el mar abierto, que hablando relativamente es un desierto, sino las aguas costeras, ricas en materia viva. Es en ellas donde proliferan algas que, con eficacia asombrosa, extraen el azufre de los iones sulfato presentes en el agua del mar y lo convierten en dimetil sulfuro. Una de estas algas es la Polysiphonia fastigiata, un pequeño organismo rojizo habitualmente adherido a los sargazos vejigosos tan corrientes en las zonas medio-litorales.
Produce tanto dimetil sulfuro que, si se dejan algunos frondes en una jarra tapada con algo de agua de mar durante una media hora, el aire de su interior se hace casi inflamable. Felizmente, el olor del dimetil sulfuro no tiene nada que ver con el del sulfuro de hidrógeno. En forma diluida es un aroma agradable de reminiscencias marinas.
Aunque nuestras conclusiones requieren ulteriores estudios, parece
razonable proponer al dimetil sulfuro producido en las zonas marinas
adyacentes a las plataformas continentales como el vehículo de
azufre buscado. Muchas especies de algas tienen variedad de agua
dulce y de agua salada: pues bien, el científico japonés Ishida ha
demostrado recientemente que ambas formas de Polysiphonia fastigiata
son capaces de producir dimetil sulfuro, pero que el eficaz sistema
enzimático se activa únicamente en el agua del mar, lo que sugeriría
un instrumento biológico destinado a asegurar la producción de
dimetil sulfuro en el lugar adecuado desde la perspectiva del ciclo
del azufre.
En circunstancias normales, las cantidades son demasiado pequeñas para ser venenosas, pero hace algunos años, las industrias japonesas situadas en las orillas del Mar del Japón —interior— contaminaron sus aguas con dimetilo de mercurio incrementando su concentración hasta el punto de hacer el pescado venenoso para el hombre. Quienes lo consumieron se vieron afectados, quedando muchos de ellos con invalideces dolorosas.
Hubo incluso cierto número de personas que contrajeron Mimamata, denominación local del horroroso cuadro que caracteriza al envenenamiento mercurial. Es una suerte que el proceso natural de la metilación del mercurio no alcance tan dramáticos extremos, aunque no es así con el arsénico. En el siglo pasado, ciertos papeles de pared incluían un pigmento verdoso fabricado con arsénico.
En casas
húmedas y mohosas, pobremente ventiladas, el moho convertía el
arsénico del papel de pared en trimetil arseniato, un gas letal, y
los durmientes de los dormitorios con él decorados morían.
Esta línea de trabajo iba a resultar la más científicamente fructífera de nuestro viaje, ofreciendo además un típico ejemplo de lo inadecuada que resulta una planificación excesivamente minuciosa en la tarea de investigación exploratoria básica: lo importante es tener los ojos bien abiertos para no perderse lo que Gaia pueda ofrecernos. Afortunadamente, llevábamos con nosotros un instrumento para medir cantidades vestigiales de halocarbonos gaseosos.
Nuestra intención inicial era comprobar si
los gases empleados como propelentes de aerosol (de desodorantes,
insecticidas, etc.) dejaban un rastro detectable en el aire que
permitiera, por ejemplo, observar sus desplazamientos entre el
hemisferio norte y el hemisferio sur.
Es probable que tal como el dimetil sulfuro sirve para vehicular azufre, ese elemento esencial para la vida, el yodo, haga el viaje de vuelta del mar a la tierra por aire en forma de yoduro de metilo. Sin yodo, la glándula tiroides no puede producir las hormonas reguladoras del metabolismo, y sin ellas la mayoría de los animales terminarán por enfermar y morir. Cuando detectamos yoduro de metilo en el aire del mar desconocíamos aún que la mayor parte de este gas reacciona con los iones cloruro del mar para dar cloruro de metilo.
A Oliver Zafiriou debemos las primeras indicaciones sobre esta extraña reacción, lo que condujo al descubrimiento del cloruro de metilo como principal vehículo gaseoso de cloro atmosférico. De ordinario habría sido poco más que una curiosidad química pero, como se indicó en el capítulo anterior, el cloruro de metilo es considerado actualmente como el equivalente natural de los propelentes de aerosol en cuanto a capacidad para deteriorar la capa de ozono de la estratosfera.
Podría tener una función reguladora de
su densidad: ya hemos dicho que demasiado ozono es algo tan
peligroso como la falta de él. Otro elemento más por tanto, el cloro metilado marino, que podría desempeñar una función gaiana.
Contemplados a
través de este prisma, los esfuerzos de salmones y anguilas,
agotadores y aparentemente perversos, por alcanzar lugares del
interior de las masas de tierra muy alejados del mar, cobrarían un
sentido nuevo.
Menos de una tercera parte de nuestro planeta es tierra firme: ello quizá sea la explicación de que la biosfera haya podido enfrentarse a los radicales cambios introducidos por la agricultura y la ganadería y probablemente sea capaz de seguir haciéndolo a pesar del crecimiento demográfico y la intensificación de los cultivos, pero no creamos que nos está permitido explotar el mar, en especial las regiones cultivables de las plataformas continentales, con impunidad semejante.
Nadie sabe realmente los riesgos concomitantes a la perturbación de esta área clave de la biosfera.
Es esto lo que me hace pensar que nuestro viaje mejor, más
fructífero, habrá de realizarse poniendo la vista en Gaia,
recordando durante toda la travesía y en todas nuestras
exploraciones que el mar es una de sus partes vitales.
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