7. Gaia y el hombre - El problema de la contaminación


Casi todos nosotros hemos oído más de una vez de labios de nuestros ancianos tribales que todo iba mejor en los buenos tiempos pasados. Tan profundamente se hunden las raíces de este tópico —nosotros lo transmitiremos a su vez cuando alcancemos la edad madura— que resulta casi automático suponer la existencia de una total armonía entre la humanidad primitiva y el resto de Gaia. Quizá fuimos realmente expulsados del Paraíso y el ritual es repetido de forma simbólica en la mente de cada generación.

La doctrina bíblica sobre la caída, paradigma del paso de un estado de inocencia beatífica al penoso mundo de la carne y el mal a causa de un pecado de desobediencia, resulta difícil de aceptar en nuestra cultura contemporánea. Hoy está más de moda atribuir nuestra pérdida de la gracia a la insaciable curiosidad del hombre, a su irresistible deseo de experimentar alterando el orden natural de las cosas.

 

Resulta significativo que tanto la narración bíblica cuanto —en menor medida, eso sí— su contrapartida moderna parezcan creadas para inculcar y mantener el sentimiento de culpa, poderoso pero arbitrario sistema de realimentación negativa en la sociedad humana.

Respecto al hombre moderno, lo primero en lo que quizá se piense cuando se trata de substanciar la creencia de su condenación inexorable sea en la contaminación de la atmósfera y de las aguas, cuyo aumento es constante desde la época de la Revolución Industrial, iniciada en Gran Bretaña a finales del siglo XVIII, para extenderse después con la rapidez de una mancha de aceite por casi todo el hemisferio norte.

 

Suele haber en nuestros días acuerdo general sobre que la actividad industrial está mancillando la cuna de la humanidad ¡representa una amenaza para el conjunto de la biosfera cuyo carácter es más ominoso cada año. En este punto, sin embargo, disiento del pensamiento convencional. Es posible que, en última instancia, nuestro frenético desarrollo tecnológico se pruebe doloso o destructivo para nuestra especie, pero las pruebas aportadas para demostrar que la actividad industrial, ya sea en su nivel de hoy o en el de un futuro inmediato, puede poner en peligro al conjunto de la vida de Gaia, son verdaderamente muy endebles.

Suele olvidarse con demasiada facilidad que la Naturaleza, además de ser roja de dientes y garras, no duda en acudir a la guerra química si fracasa el armamento convencional. ¿Cuántos de nosotros sabemos que el insecticida pulverizado en casa para librarnos de moscas y avispas es un producto del crisantemo? El pelitre es todavía una de las substancias más eficaces para matar insectos.

Si de letalidad se trata, los venenos que la poseen en mayor grado son, con gran diferencia, compuestos naturales. Entre ellos se cuentan la toxina botulínica, producida por una bacteria, la mortífera secreción de los dinoflagelados causantes de las mareas rojas o el polipéptido fabricado por la amanita, todos productos enteramente biológicos, que de no ser por su toxicidad, podrían figurar con todos los honores en las estanterías de un establecimiento especializado en salutíferos alimentos "orgánicos".

 

Hay plantas, como la Dichapetalum toxicarium africana y las especies emparentadas con ella, que han aprendido un par de cosas sobre la química del flúor: incorporan este potente elemento a substancias naturales tales como el ácido acético y llenan sus hojas de la sal resultante. Ciertos bioquímicos se han referido a este compuesto hablando de una llave inglesa metabólica, esclarecedora alusión a los destrozos causados cuando penetra en los ciclos químicos, delicadamente engranados, de casi cualquier otro organismo viviente.

 

Si se tratara de un compuesto de manufactura industrial, sería citado como un ejemplo más del uso perverso y maligno que hace el hombre de la tecnología química para asestar golpes bajos y reforzar su posición en la biosfera, pero es, sin embargo, un producto natural, y solamente uno de entre los compuestos de alta toxicidad orgánicamente fabricados que permiten jugar sucio a sus poseedores; no hay convención de Ginebra para limitar los trucos poco limpios utilizados en la naturaleza.

 

Uno de los mohos de la familia Aspergillus ha descubierto cómo fabricar una substancia llamada aflatoxina que es mutagénica, carcinogénica y teratogénica; dicho con otras palabras, es causa de mutaciones, tumores y malformaciones fetales. Se la sabe origen de grandes sufrimientos como causa de cánceres gástricos, provocados por la ingesta de cacahuetes contaminados con este agresivo producto químico natural.

¿Podría ser natural la contaminación?

 

Si por contaminación entendemos el vertido masivo de substancias de desecho, hay verdaderamente pruebas sólidas de que la contaminación es tan natural para Gaia como para nosotros y casi todos los demás animales es respirar. Ya he mencionado el mayor desastre ecológico padecido por nuestro planeta: la aparición en la atmósfera de oxígeno libre gaseoso hace aproximadamente un eón y medio.

 

La totalidad de la superficie terrestre expuesta al aire o a las mareas devino entonces letal para un dilatado conjunto de microorganismos anaerobios (es decir, cuyo crecimiento es únicamente posible en ausencia de oxígeno) que, como consecuencia de ello, se vieron relegados a una existencia subterránea en los fangos de los fondos fluviales, lacustres y oceánicos. Muchos millones de años después las condiciones que los habían erradicado de la superficie empezaron a transformarse poco a poco, y hoy han regresado de su destierro ocupando el más seguro y cómodo de los ambientes: el tubo digestivo de los animales, desde los mosquitos a los elefantes, donde llevan una existencia regalada, rodeados de alimentos, y gozan de óptimo status.

 

Mi colega Lynn Margulis opina que representan uno de los aspectos más importantes de Gaia y bien podría ser que los grandes mamíferos, especie humana incluida, sirvieran sobre todo para proporcionarles un entorno anaerobio. El que este asunto —la destrucción generalizada de los anaerobios— tuviera un final feliz, no mengua las dimensiones de la catástrofe provocada por la contaminación oxigénica en el momento de producirse.

 

Para ilustrar el efecto del envenenamiento por oxígeno sobre la vida anaerobia, ya he puesto el ejemplo de un alga marina capaz de generar cloro mediante fotosíntesis que lograba apoderarse completamente de los océanos.

El desastre natural de la contaminación por oxígeno ocurrió con la lentitud suficiente para permitir la adaptación de los ecosistemas de la época —si bien con el sacrificio de numerosas especies— hasta que una nueva biosfera, compuesta por organismos resistentes al oxígeno, heredó la superficie de la Tierra.

La conmoción ambiental, comparativamente menor, provocada por la Revolución Industrial, ejemplifica cómo pueden producirse tales adaptaciones. Es típico el caso de la geómetra menor del abedul, polilla que tan sólo en el transcurso de algunas décadas modificó la pigmentación de sus alas, pasando de gris pálido a casi negro: el producto de este oscurecimiento era mantener la eficacia de su camuflaje contra los depredadores cuando se posaban sobre las cortezas cubiertas de hollín de los árboles crecidos en las zonas industriales de Inglaterra.

 

Hoy, cuando a consecuencia del Decreto sobre la Limpieza del Aire, el hollín ha desaparecido de la atmósfera, el camuflaje de estas criaturas está volviendo rápidamente al gris original. Las rosas, sin embargo, aún se dan mejor en Londres que en remotas áreas rurales cuya atmósfera carece de dióxido sulfuroso, contaminante del aire urbano y destructor de unos hongos parásitos de las citadas flores.

El concepto mismo de contaminación es antropocéntrico; quizá sea incluso irrelevante en el contexto de Gaia. Muchos de los así llamados "contaminantes" están presentes en la naturaleza, lo que hace sumamente difícil determinar cuál es el nivel necesario para justificar el apelativo de "contaminante". El monóxido de carbono, por ejemplo, venenoso para la mayor parte de los mamíferos superiores (incluyendo al hombre) es un producto de la combustión incompleta, un compuesto tóxico exhalado por los motores de combustión interna, las estufas alimentadas con carbón y los fumadores; podría pensarse, por tanto, que el monóxido de carbono contamina un aire de otra forma impoluto a resultas de la presencia de nuestra especie y, sin embargo, analizando el aire aparece monóxido de carbono en todas partes.

 

Deriva de la oxidación del metano atmosférico, fuente que produce cantidades del orden de los 1.000 millones de toneladas cada año. Se trata, por consiguiente, de una substancia natural, procedente de los vegetales indirectamente; llena también las vejigas natatorias de muchas criaturas marinas. Los sifonóforos, por ejemplo, están repletos de este gas a concentraciones tales que acabarían con nosotros en un dos por tres de alcanzar niveles equivalentes en la atmósfera.

Prácticamente todos los contaminantes, ya pensemos en compuesto de azufre o de mercurio, en halocarbonos, en substancias mutagénicas y carcinogénicas o en materiales radiactivos tienen, en mayor o en menor medida, un trasfondo natural, cuando no son producidos tan abundantemente en la naturaleza como para ser venenosos desde el principio. Vivir en cuevas excavadas en roca rica en mineral de uranio sería insano para cualquier criatura viva, pero tales cuevas son lo bastante escasas como para no amenazar la supervivencia de ninguna especie.

 

Parece legítimo pensar que la humana es capaz de soportar sin perecer una exposición normal a los numerosos riesgos de nuestro entorno: si, por cualquier causa, uno o más de estos riesgos aumentara, aparecerían adaptaciones tanto individuales como de especie. La respuesta defensiva normal de un individuo al incremento de la luz ultravioleta es el bronceado de la piel, adaptación que con el transcurso de algunas generaciones se hace permanente. Los pecosos, los de pieles delicadas, no lo pasan demasiado bien cuando se exponen al rigor del sol tropical, pero la especie sufrirá, únicamente, si los tabúes raciales impiden que las futuras generaciones tengan libre acceso a los genes que otorgan una pigmentación oscura.

Una especie puede auto-exterminarse cuando a consecuencia de un accidente de química genética produce inadvertidamente alguna substancia venenosa. Cuando tal veneno es, sin embargo, más letal para sus competidores que para ella misma, puede arreglárselas para sobrevivir y, eventualmente, con el transcurso de la selección darwiniana, intensificar, por un lado, la toxicidad del contaminante en cuestión para sus competidores y adaptarse a él con pleno éxito, por otro.

Examinemos ahora la contaminación contemporánea desde el punto de vista de Gaia, no del de la especie humana. En lo tocante a la contaminación industrial, las zonas más intensamente afectadas son, con diferencia, las áreas urbanas muy pobladas de las zonas templadas del hemisferio norte: prácticamente todo el Japón y determinadas áreas de los Estados Unidos, la Europa Occidental y la Unión Soviética.

 

Muchos de nosotros hemos tenido la oportunidad de contemplarlas por la noche desde un aeroplano en vuelo. Suponiendo que haya viento suficiente para dispersar el smog y la superficie sea visible, la vista habitual es una alfombra verde ligeramente salpicada de gris. En ella destacan claramente los complejos industriales, junto a los que aparecen las apretadas viviendas de los obreros, pero sin embargo la impresión general es que, por doquiera, la vegetación aguarda el momento propicio para volver por sus fueros y apoderarse de todo nuevamente. Algunos de nosotros recordamos la rápida invasión floral que cubría las áreas urbanas despejadas por las bombas en la Segunda Guerra Mundial.

 

Las regiones industriales, vistas desde lo alto, pocas veces son los estériles desiertos que los catastrofistas profesionales nos han enseñado a esperar. Si esto es así para las áreas más populosas y contaminadas de nuestro planeta, no parece que las actividades humanas sean motivo de muy urgente preocupación, aunque por desgracia esto no es necesariamente cierto: se trata tan sólo de buscar los trastornos en los lugares incorrectos.

Las personas influyentes, los moldeadores de opinión y los legisladores de todas las sociedades suelen vivir en ciudades o al menos trabajar en ellas, por lo que sus desplazamientos discurren a través de la red de carreteras y ferrocarriles que interconectan los núcleos del desarrollo urbano e industrial. Sus viajes diarios los hacen depresivamente conscientes de la contaminación ciudadana, de entornos locales escasamente agradables de atravesar o de contemplar desde un atasco de tráfico.

 

Las vacaciones en regiones menos desarrolladas junto al mar o entre montañas confirman, por contraste, la creencia de que el área donde viven o trabajan resulta inadecuada para la vida, fortaleciendo además su determinación de hacer algo al respecto.

Este es pues el origen de la impresión, comprensible pero errónea, de que los mayores atentados ecológicos se han cometido en las regiones urbanizadas de las zonas templadas del hemisferio norte. La contemplación área del desierto Harappan paquistaní, de muchas zonas de África o, no demasiado tiempo ha, de las áreas centro-meridionales de los Estados Unidos —el escenario de Las uvas de la ira, la novela de Steinbeck— habría aportado un cuadro más revelador y auténtico de lo que significa la devastación de ecosistemas tanto naturales como humanos.

 

Es en estas regiones profundamente alteradas, en estas enormes extensiones de terreno pelado por la erosión, donde el hombre y sus rebaños han disminuido más intensamente el potencial de vida.

No fue el empleo demasiado entusiasta de tecnología avanzada la causa de estos desastres sino, bien al contrario, como es hoy generalmente admitido, fueron el triste fruto de una agricultura deficiente y una cría de ganado abusiva, apoyado todo ello en una tecnología primitiva.

Resulta instructivo comparar estas vastas extensiones de terreno muerto con la campiña contemporánea inglesa. Su productividad agrícola, grandemente impulsada por los recursos industriales, ha crecido en tal medida que Gran Bretaña produce hoy más alimentos de los necesarios para mantener vivos a sus habitantes, a pesar de una densidad de población de las más altas del mundo, unas mil personas por milla cuadrada.

 

Quedan incluso espacios libres para jardines, parques, bosques, páramos, setos, bosquecillos, para no decir nada de núcleos urbanos, carreteras e industria. Verdad es que, en su entusiasmo ante el aumento de la productividad y de los beneficios, el granjero se ha mostrado proclive a utilizar su maquinaria industrial más como un carnicero que como un cirujano, y que aún se muestra tendente a considerar a los organismos distintos de su ganado y sus cultivos como plagas, hierbajos o alimañas.

 

Podríamos estar viviendo hoy una fase transitoria que desembocara en otro período de maravillosa armonía entre el hombre y su entorno, un período con reminiscencias de lo que fue la paradisíaca campiña del sur de Inglaterra no hace tanto tiempo. A buen seguro que los sociólogos y los lectores de Hardy señalarán la infeliz suerte de los braceros y de los animales, así como las crueldades a las que despreocupadamente eran sometidos unos y otros, pero los temas primarios de este libro no son la gente, los rebaños o los animales domésticos, sino la biosfera y la magia de la Madre Tierra.

 

Queda aún en Wessex lo bastante de este bucólico paisaje para probar que todavía es posible algún tipo de armonía y para alimentar la esperanza de que con el progreso de la tecnología pueda incluso extenderse. Y por lo tocante al hombre del campo, señalar que ha sufrido las crueles tiranías del pasado para alcanzar las dudosas satisfacciones de un mayor estatus y el aburrimiento ruidoso y maloliente de la agricultura mecanizada.

¿Cuáles son, entonces, las actividades humanas que suponen una amenaza para la Tierra y para la vida que en ella mora?

 

La especie humana, con la ayuda de las industrias a su mando, ha causado perturbaciones importantes en algunos de los ciclos químicos fundamentales de nuestro planeta. Somos causantes de un incremento del 20 por ciento en el ciclo del carbono, del 50 por ciento en el del nitrógeno y de más del 100 por cien en el del azufre. Según aumente la población mundial y nuestro consumo de combustibles fósiles haga lo mismo, estas perturbaciones, evidentemente, crecerán todavía más.

 

¿Cuáles son las consecuencias más probables?

 

Lo único que hasta ahora ha sucedido es un aumento del 10 por ciento en el dióxido carbónico de la atmósfera, y un incremento —esto, sin embargo, es discutible— de las brumas atribuibles a partículas de sulfates y polvo del suelo.

Se ha vaticinado que el aumento de dióxido carbónico significaría una subida de la temperatura. Se ha afirmado también que la mayor brumosidad atmosférica podría ser causa de una cierta pérdida de temperatura, llegando incluso a sugerirse la anulación recíproca de ambos efectos; tal sería el motivo de que las perturbaciones generadas por el quemado de combustibles fósiles no hubieran tenido a su vez ninguna repercusión notable. Si las proyecciones formuladas sobre el crecimiento demográfico se cumplen y si el consumo de los citados combustibles se dobla aproximadamente cada diez años, habremos de estar alerta.

Las partes de la Tierra responsables del control planetario quizá sean las portadoras de nutridas hordas de microorganismos. Las algas de los mares y del suelo se sirven de la luz solar para llevar a cabo la tarea esencial de la química de la vida, la fotosíntesis. Aún generan, en cooperación con las bacterias aerobias del suelo y de los lechos marinos y junto a la microflora anaerobia que puebla las grandes áreas fangosas de las plataformas continentales, los fondos marinos, las ciénagas y los terrenos anegados, aún generan, decimos, más de la mitad del suministro de carbono.

 

Los animales grandes, las plantas y las algas pueden tener importantes funciones especializadas, pero el peso principal de la actividad autorreguladora de Gaia recae sobre los microorganismos.

Como veremos en el próximo capítulo, quizá haya áreas mundiales más importantes para Gaia que otras; por urgente que sea, pues, incrementar la producción mundial de alimentos para satisfacer las necesidades de una población en crecimiento incesante, deberemos tener especial cuidado en no alterar demasiado drásticamente las regiones donde pudiera residir el control planetario.

 

Las plataformas continentales y las tierras pantanosas cuentan generalmente con características y propiedades que las convierten en excelentes candidatas para este papel. Quizá podamos crear desiertos y terrenos yermos con relativa impunidad, pero si devastamos las plataformas continentales explotándolas irresponsablemente, estaremos corriendo un grave riesgo.

Entre las pocas predicciones firmes formuladas sobre el futuro del hombre se cuenta el que la especie duplicará el número de sus miembros en algunas décadas más. El problema de alimentar una población mundial de 8.000 millones de personas sin dañar seriamente a Gaia parece más urgente que el de la contaminación industrial. Aunque se esté de acuerdo con la afirmación anterior podría decirse, sí, pero ¿qué sucede con los venenos más sutiles? ¿No son los herbicidas y los pesticidas la mayor amenaza, para no decir nada de los compuestos que deterioran la capa de ozono?

Debemos mucho a Rachel Carson por habernos advertido de modo tan conmovedor sobre la amenaza que para la biosfera supone el empleo descuidado y excesivo de pesticidas, aunque tiende por regla general, a olvidarse de que sí se toman precauciones.

 

La primavera silenciosa que no alegre el canto de un solo pájaro aún no ha llegado, pero muchas aves, particularmente las rapaces más raras, se hallan cercanas a la extinción. El cuidadoso estudio realizado por George Woodwell sobre la distribución y el destino del DDT utilizado en todo el planeta es un modelo perfecto de cómo deben manejarse la farmacología y la toxicología de Gaia. La acumulación de DDT no era tan grande como se pensaba y la recuperación de sus efectos tóxicos más rápido de lo supuesto.

 

Parece haber procesos naturales encargados de su remoción no previstos cuando la investigación comenzaba. El período de máxima concentración de DDT en la biosfera ha quedado ahora bien atrás. Es indudable que, en el futuro, seguirá siendo utilizado para combatir las enfermedades transmitidas por insectos, pero se empleará más cuidadosa y más económicamente. Tales substancias son como medicinas, beneficiosas en dosis apropiadas pero dañinas o incluso letales cuando se administran en exceso.

 

Del fuego, la primera de las armas tecnológicas, se decía que era un buen criado pero un mal amo. Lo mismo sucede con las contribuciones más recientes al arsenal de la tecnología.

Es muy posible que el intenso impulso emocional de los ecologistas radicales nos haga falta para permanecer alerta ante los riesgos reales o potenciales de la contaminación, pero hemos de tener cuidado en no responder hiperreactivamente.

 

En apoyo de la campaña realizada en los Estados Unidos para lograr la prohibición de todos los aerosoles se han visto titulares como éstos:

"El aerosol de la muerte amenaza a todos los norteamericanos".

Bajo el titular se afirmaba textualmente "Estos 'inofensivos' aerosoles pueden destruir toda la vida sobre la Tierra". Tan descabelladas exageraciones pueden ser buena política, pero son mala ciencia. Cuando vaciemos el balde debemos procurar no tirar al niño con el agua sucia; en realidad, como los ecologistas se apresurarían a indicarnos, ni siquiera es aceptable ya desprendernos del agua del baño. Hemos de reciclarla.

¿Y qué ocurre con la catástrofe planetaria consecuencia de la contaminación actualmente más de moda, el deterioro irreversible del débil escudo que nos protege contra las mortíferas radiaciones ultravioletas solares? Somos deudores de Paul Crutzen y Sherry Rowland por habernos advertido de la amenaza potencial que para la capa de ozono representan los óxidos de nitrógeno y los clorofluorocarbonos.

En el momento de escribir estas líneas, el ozono estratosférico continúa incrementando su densidad, irregular pero obstinadamente, como si no supiera que debería estar haciendo lo contrario. Y sin embargo, las razones aducidas para justificar su eventual destrucción por los contaminantes resultan tan razonables y convincentes que tanto los legisladores como los científicos especializados en el estudio de la atmósfera se sienten preocupados o inseguros sobre la actitud más conveniente ante posibilidad tan tremenda.

 

La experiencia de Gaia puede indicarnos cuál es el camino a seguir. Si los cálculos de los científicos son correctos, muchos sucesos del pasado habrían deteriorado sensiblemente la capa de ozono. Por ejemplo, una erupción volcánica como la del Krakatoa en 1895 lanzó a la estratosfera cantidades enormes de compuestos de cloro que pudieron haber supuesto la destrucción de hasta el 30 por ciento de la capa de ozono, cifra doble al menos, del daño que los fluorocarbonos podrían haber causado en el año 2010 si siguen siendo introducidos en la atmósfera al ritmo de hoy.

 

Otras posibilidades son tormentas solares gigantescas, choques con meteoritos grandes, inversiones de los campos magnéticos terrestres, la conversión a supernova de alguna estrella cercana e incluso la sobreproducción patológica de óxido nitroso en el suelo y en los mares. Alguno de estos incidentes —o todos— han debido ocurrir en el pasado con relativa frecuencia, introduciendo en la estratosfera grandes cantidades de los óxidos de nitrógeno a los que se achaca la destrucción del ozono.

 

La supervivencia de nuestra especie y la rica variedad de la vida en Gaia parece prueba concluyente de que o el deterioro de la capa de ozono no es tan letal como a menudo se pretende o que las teóricas agresiones citadas nunca tuvieron efecto. Y más aún: durante los primeros 2.000 millones de años transcurridos desde la aparición de la vida en la Tierra, todos los seres vivos de la superficie, las bacterias y las algas verde azules estuvieron expuestas, sin protección alguna, a la totalidad de la radiación ultravioleta procedente del Sol.

Así pues, aunque no debemos ignorar las advertencias de quienes derivan terribles consecuencias del uso indiscriminado de ciertos productos (desde aerosoles a refrigeradores, que contienen fluorocarbonos), tampoco hay que dejarse llevar por el pánico (como les sucedió a las agencias federales estadounidenses) y promulgar leyes prematuras e injustificadas prohibiendo el uso de productos por otra parte valiosos e inofensivos. Hasta para las predicciones más negras la desaparición del ozono en un proceso lento.

 

Se cuenta, por consiguiente, con tiempo sobrado y la mejor disposición por parte de los científicos para investigar cuanto sea necesario a fin de descartar o confirmar las alegaciones citadas, dejando luego a los legisladores la tarea de decidir racionalmente lo que debe hacerse.

Debemos igualmente dejar de preocuparnos acerca de las grandes cantidades de óxido nitroso y cloruro de metilo —compuestos frecuentemente acusados de tener una acción destructora potente sobre el ozono— que llegan a la atmósfera desde fuentes biológicas, porque hoy se piensa que esta acción destructora no pasa del 15 por ciento (dicho de otra forma, la capa sería un 15 por ciento más gruesa si desaparecieran) y, como ya hemos dicho, demasiado ozono es tan perjudicial como demasiado poco: la producción de óxido nitroso y cloruro de metilo podría formar parte de un sistema regulatorio gaiano.

Tenemos hoy bien presentes los posibles peligros de contaminación global que amenazan a la atmósfera y los océanos. Las agencias nacionales e internacionales están dando los pasos necesarios para establecer centros de monitorización equipados con sensores encargados de mantenernos permanentemente informados sobre la salud de nuestro planeta.

 

Hay satélites en órbita alrededor de la Tierra provistos de instrumentos para monitorizar la atmósfera, los océanos y las masas de tierra firme. En tanto mantengamos un elevado nivel de tecnología este programa de observación continuará, pudiendo incluso ampliarse. Si la tecnología fracasa, habrán fracasado también otros sectores de la industria y los efectos potencialmente dañinos de la contaminación industrial descenderán concomitantemente.

 

Es posible, por último, el logro de una tecnología sensata y económica que nos permita vivir más en armonía con el resto de Gaia. Creo que si somos capaces de esto último, será conservando y modificando la tecnología, no mediante una reaccionaria campaña de "vuelta a la naturaleza". Un alto nivel tecnológico no tiene por qué ser siempre dependiente de la energía. Piénsese en la bicicleta, el planeador, el velero moderno o en un minicomputador, capaz, en algunos minutos, de realizar cálculos que llevarían años de efectuarse sin su auxilio, y ello consumiendo menos electricidad que una bombilla.

Nuestra zozobra sobre el futuro del planeta y las consecuencias de la contaminación proviene fundamentalmente de nuestra ignorancia sobre los sistemas de control planetario.

 

Si Gaia existe, existen entonces asociaciones de especies que cooperan para llevar a cabo ciertas funciones reguladoras esenciales. Todos los mamíferos y la mayoría de los vertebrados tienen glándula tiroides: ella es la encargada de captar las escasísimas cantidades de yodo que circulan con la sangre, utilizado como ingrediente esencial en la síntesis de unas hormonas que regulan nuestro metabolismo y sin las cuales no podríamos vivir. Como se indicó en el capítulo 6, ciertas algas marinas desempeñarían una función similar pero a escala planetaria.

 

Estas largas cintas vegetales, cuyo hábitat, en las aguas costeras, está permanentemente cubierto por el mar, concentran el yodo disuelto en el agua y sintetizan a partir de él un curioso grupo de substancias yodadas. Algunas de ellas, volátiles, pasan del océano a la atmósfera. Destaca en este grupo el yoduro de metilo, compuesto que en estado puro es un líquido volátil cuyo punto de ebullición se sitúa en los 42°C. Es muy venenoso y, casi con toda seguridad, mutagénico y cancerígeno.

 

Si fuera un producto de origen industrial, el estricto cumplimiento de la legislación estadounidense podría hacer que los baños de mar fueran prohibidos. La concentración de yoduro de metilo en agua y aire costeros pueden medirse fácilmente con el equipo extremadamente sensible que ahora poseemos, y la ley estadounidense establece la no exposición a substancias que contengan niveles detectables de un elemento cancerígeno. ¡No temáis! Los niveles actuales de yoduro de metilo de mares y sus alrededores son cierta y obviamente toleradas por las criaturas de ese entorno.

 

Las aves marinas, los peces o las focas pueden sufrir de muchas cosas, pero no de los efectos de la producción local de yoduro de metilo. Tampoco parece probable que de nuestros ocasionales baños de mar se derive algún tipo de perjuicio.

El yoduro de metilo producido por las algas o termina por escapar a la atmósfera o reacciona con el agua marina para formar una substancia más estable químicamente y aun de mayor volatilidad, el cloruro de metilo. El yoduro de metilo escapado del mar viaja por el aire, pero en cosa de horas —especialmente a la luz del sol—, se descompone liberando yodo, ese elemento esencial para la vida.

 

Afortunadamente, el yodo es también una substancia volátil y permanece en el aire el tiempo suficiente para ser empujado por las corrientes aéreas al interior de los continentes. Se cree que otra parte reacciona en el aire para volver a dar yoduro de metilo, pero lo importante es que, de una forma u otra, el yodo marino concentrado por las algas es arrastrado por aire hacia las masas de tierra donde es absorbido por los mamíferos —como nosotros mismos—, cuya salud sufre graves trastornos sin él.

 

Las algas a cuyo cargo queda esta función vital viven a lo largo de una estrecha franja que rodea a los continentes y las islas del mundo. El mar abierto es comparativamente un desierto donde escasea la vida. Poniendo la vista en Gaia, es importante pensar que el mar abierto es una especie de Sahara marino, y tener bien presente que la abundante vida de los océanos y mares se concentra en las aguas costeras y por encima de las plataformas continentales.

 

Las propuestas de explotar estas algas a gran escala son para mí más perturbadoras, encierran una amenaza mayor, que cualquiera de los posibles efectos de los contaminantes industriales hasta aquí discutidos. La correa (denominación común de estas algas) es fuente de muchas substancias útiles además del yodo. Las alginas, por ejemplo, esos pegajosos polímeros naturales, son aditivos valiosos en diversos productos de uso industrial y doméstico.

 

El llevar a efecto la explotación costera a la escala que hoy se cultivan las tierras podría tener desagradables consecuencias para Gaia y para la especie humana. Un gran aumento del número de algas incrementaría subsiguientemente el flujo de cloruro de metilo (el equivalente natural de los gases propelentes de los aerosoles) creando un problema casi idéntico al que se afirma es consecuencia de la liberación de fluorocarbonos. El desarrollo de tipos de alga con mayor contenido de los polímeros antedichos sería uno de los primeros objetivos a cubrir y tales tipos quizá carecieran de la capacidad de captar el yodo disuelto en el agua o, por el contrario, se incrementaría al punto de alcanzar niveles tóxicos para otras formas de vida litoral. Otro factor es la normal proclividad de los granjeros hacia los monocultivos.

 

Los cultivadores de correas considerarían probablemente otras algas como hierbajos y los herbívoros de la zona litoral como plagas amenazadoras para sus beneficios. Harían todo lo posible —lo que a menudo es mucho— para destruirlos. Tal eliminación quizá no importara mucho en las masas de tierra firme que reciben los beneficios de la liberalidad marina, pero estos dones son producto de un conjunto de especies que habitan fundamentalmente en las aguas costeras y las plataformas continentales, a cuyo cargo quedan servicios esenciales de tipo similar, pero claramente distintos, a los cumplidos por las laminarias.

 

El alga Polysiphonia fastigiata extrae azufre del mar y lo convierte en dimetil sulfuro que pasa a la atmósfera; probablemente sea el vehículo natural del azufre en el aire. Una especie todavía por identificar realiza una labor semejante con el selenio, otro elemento vestigial fundamental para los mamíferos terrestres. La eliminación de estas "malas hierbas" del mar en interés de un mejor resultado de los cultivos podría tener consecuencias incalculables.

Las plataformas continentales cubren una amplísima zona equivalente, al menos, a la superficie de África continental. Hasta el momento, la explotación de estas regiones se realiza a pequeñísima escala, pero no debemos olvidar cuan rápidamente las prospecciones mineras han derivado en la construcción de plantas de extracción de petróleo y de gas para explotar los bancos petrolíferos que se hallan bajo las plataformas continentales. Cuando nuestra especie descubre una fuente de riqueza no suele tardar demasiado en explotarla al máximo.

Como vimos en el capítulo 5, las plataformas continentales pueden ser básicas en la regulación del ciclo oxígeno-carbono. Gracias al enterramiento de carbono en los fangos anaerobios de los lechos marinos se asegura un aumento neto del oxígeno atmosférico.

 

De no existir este proceso, que por cada átomo de carbono extraído del ciclo de la fotosíntesis y la respiración deja una molécula adicional de oxígeno en el aire, la concentración atmosférica de este último decaería inexorablemente hasta desaparecer casi por completo. Este es un riesgo carente de significado a corto plazo: harían falta decenas de miles de años, o incluso más, para que el oxígeno atmosférico disminuyera de forma apreciable.

 

La regulación del oxígeno es, no obstante, un proceso gaiano clave y el que tenga lugar en las plataformas continentales sabiendo lo que ahora sabemos sobre estas regiones, parece hacer poco prudente trastear con ellas y, a la vista de lo aún por saber, hasta peligroso.

Las regiones "centrales" de Gaia, las situadas entre los 45° de latitud norte y los 45° de latitud sur, incluyen las selvas tropicales y las áreas de matorral. Si queremos evitarnos sorpresas desagradables es también necesario vigilar estas zonas de cerca. Como es bien sabido, la agricultura del cinturón tropical fracasa con frecuencia y además hay ya grandes franjas de terreno agotado; otras están siendo devastadas por los mismos métodos agrícolas primitivos que originaron las badianas estadounidenses. Es, sin embargo, menos conocido, otro hecho: esta mala agricultura está alterando la atmósfera a escala planetaria en medida, al menos comparable, a los efectos de la actividad industrial urbana.

La deforestación mediante incendio es práctica habitual, así como la quema anual de la hierba. Este tipo de fuegos introducen en la atmósfera, además de dióxido de carbono, un amplio surtido de compuestos químicos orgánicos y una enorme masa de partículas de aerosol. Probablemente el grueso del cloro atmosférico está hoy en forma de cloruro de metilo gaseoso, un producto directo de la agricultura tropical. Los fuegos indicados generan al menos cinco millones de toneladas anuales, cantidad mucho mayor que la liberada por la industria y probablemente también superior al escapado del mar.

El cloruro de metilo no es sino una de las substancias que la agricultura primitiva produce en cantidades desmesuradas. La brutal perturbación de los ecosistemas naturales conlleva siempre el peligro de alterar el equilibrio normal de los gases atmosféricos. Los cambios en la tasa de producción de gases tales como el dióxido de carbono y el metano o en las partículas de aerosol pueden tener repercusiones a escala planetaria. Más aún, aunque esté allí Gaia para regular y modificar las consecuencias de nuestra perturbadora conducta debemos recordar que la devastación de los ecosistemas tropicales podría menguar su capacidad para ello.

Parece, por lo tanto, que los principales peligros que acechan a nuestro planeta como consecuencia de las actividades humanas no son precisamente los males, especiales y singularizados, que derivan de sus núcleos urbanos e industriales.

 

Cuando el hombre industrial urbano hace algo ecológicamente incorrecto lo percibe e intenta corregirlo: las áreas realmente críticas y necesitadas de vigilancia atenta son, más probablemente, los trópicos y los mares y océanos próximos a los litorales de los continentes. Es en estas regiones, hacia los que pocos vuelven la vista, donde las prácticas dañinas pueden alcanzar el punto de no retorno antes de advertir las consecuencias. Es de estas regiones de donde, con mayor probabilidad, pueden llegarnos las sorpresas desagradables.

 

En ellas, el hombre debilita la vitalidad de Gaia reduciendo su productividad y suprimiendo especies esenciales para su sistema de mantenimiento vital; puede además exacerbar la situación vertiendo al aire o al mar cantidades enormes de compuestos potencialmente peligrosos a escala planetaria.

La experiencia europea, americana y china indica que, con técnicas agropecuarias adecuadas, podría alimentarse a una población mundial doble de la de hoy sin despojar a otras especies, asociadas a nosotros en Gaia, de sus habitáis naturales. Sería un grave error, sin embargo, pensar que dicha meta pueda alcanzarse sin un alto grado de tecnología, inteligentemente organizada y aplicada.

Hemos de tomar todas las precauciones necesarias para conjurar la horrible posibilidad de que a largo plazo, Rachel Carson tenga razón, pero por otros motivos. Bien podría llegar la primavera silenciosa, la primavera vacía de cantos pajariles porque las aves hayan sido víctimas del DDT y de otros pesticidas: si esto ocurriera no sería, sin embargo, consecuencia de un envenenamiento directo por estas substancias, sino a causa de que las vidas humanas salvadas por estos agentes no habrán dejado sitio ni habitat sobre la Tierra para las aves.

 

Como ha dicho Garret Hardin, el número óptimo de personas no coincide con el máximo que la Tierra pueda albergar, afirmación expresada con el máximo de crudeza y rotundidad por la frase:

"Hay un solo contaminante: la gente".

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