El Concise Oxford Dictionary define ecología como sigue:
Uno de los propósitos de este capítulo es
considerar Gaia a la luz de la ecología humana. Hagamos antes una
breve recensión de los últimos avances en este campo.
Rene Dubos ha expresado
vigorosamente su visión del hombre como administrador de la vida en
la Tierra, en simbiosis con ésta: algo así como el gran jardinero
del mundo. Es una visión esperanzada, optimista y liberal. A ella se
opone frontalmente la de Garret Hardin, para quien el hombre
protagoniza un esperpento trágico que puede concluir no sólo con su
propia destrucción, sino también con la de todo el planeta. Señala
que nuestra única vía de escape es renunciar a la mayor parte de
nuestra tecnología, especialmente a la energía nuclear, pero parece
dudar que tengamos facultad de elección.
No está claro si sus motivaciones son primariamente misantrópicas o ludditas *, pero sean cuales sean, parecen más interesados en las acciones destructivas que en el pensamiento constructivo.
*
Nombre dado a las bandas organizadas de obreros ingleses que a
principios del XIX, se resistieron violentamente a la implantación
de la maquinaria textil que los desplazaba
(N. del T.).
Allí donde de vida de trata, lo verdaderamente fundamental son los microorganismos, comúnmente colocados en el escalón más bajo. La especie humana es, desde luego, uno de los hitos claves de Gaia, pero somos una aparición tan tardía que no parecía excesivamente apropiado dar comienzo a nuestra exposición discutiendo nuestras relaciones en ella. La ecología contemporánea podrá estar profundamente inserta en los asuntos humanos, pero este libro trata del conjunto de la vida terrestre dentro del marco, más general y antiguo, de la geología.
Ha llegado el momento, sin embargo, de enfrentarnos
al espinoso problema: ¿Cómo hemos de vivir en el seno de Gaia? ¿Qué
diferencias supone su presencia para nuestras relaciones recíprocas
y con el mundo?
En honor a él ha de subrayarse que su forma de pesimismo no implica necesariamente fatalismos; se trata, utilizando su recién acuñado término, de un "peorismo", que significa la aceptación estoica de la apócrifa ley de Murphy: "Si algo puede fallar, fallará". Implica un programa de futuro basado en la asunción crítica de esta ley y del hecho de vivir en un universo sumamente desconsiderado.
La clave para entender la visión hardiniana de la vida y una gran parte del pensamiento ecológico actual podría ser su paráfrasis de las tres leyes de la termodinámica:
Este conjunto de leyes, según Hardin, más que "peorista" es trágico,
habida cuenta que la esencia misma de la tragedia es la
imposibilidad de escapar, y de las leyes de la termodinámica lo es:
ellas rigen todo nuestro universo, y no conocemos otro.
Habida
cuenta de que este tipo de actitud es, por desgracia, demasiado
humana y está ampliamente extendida, es fácil comprender la
violencia del movimiento de protesta contra la propuesta expansión
de las centrales nucleares y la desconfianza de los ecologistas
cuando se les dice que los fines de las centrales son exclusivamente
pacíficos.
Verdad es que, a primera vista, parecen la inscripción encontrada por el Dante a las puertas del infierno; en realidad, sin embargo, aunque duras e inexorables (como los impuestos: no puede escaparse a ellas sin sufrir sanción) es posible, con la debida reflexión, suavizarlas. La segunda ley establece inequívocamente que la entropía de un sistema cerrado aumentará. Como todos nosotros somos sistemas cerrados, ello significa que todos nosotros estamos condenados a morir.
Se ignora, sin embargo, muy a menudo —o se olvida deliberadamente—, que la incesante desaparición de los seres vivos, especie humana incluida, es el complemento esencial de la incesante renovación de la vida. La sentencia de muerte contenida en la segunda ley se aplica únicamente a seres vivos, a sistemas cerrados, y podría reformarse diciendo que la mortalidad es el precio de la identidad.
La familia vive más tiempo que sus miembros, la tribu más aún y el homo sapiens como especie ha existido durante varios millones de años. Gaia, la suma de la biota y de las partes del entorno situadas bajo su influencia, tiene probablemente una edad de unos tres eones y medio, lo que es una forma muy notable —aunque legítima— de sortear la segunda ley.
Al final, la temperatura del Sol aumentará al punto de imposibilitar cualquier vestigio de vida en la Tierra, pero antes de que ello ocurra habrán pasado varios eones más. En comparación con la vida de nuestra especie —para no decir nada de un ser humano individual—, este lapso de tiempo no es ningún trágico paréntesis, sino un período lo suficientemente prolongado como para ofrecer casi infinitas oportunidades a la vida terrestre.
Quienquiera que estableciera las reglas de este universo
no tuvo tiempo para los que gritan ¡trampa! Los premios son sólo
para los fuertes y los resueltos, para quienes poseen el talento de
aprovechar cualquier oportunidad que se les presente.
Considera las posibilidades en contra, hace tres eones y medio: habrían sembrado dudas hasta en la mente del doctor Pangloss, ese superoptimista tan firmemente convencido de que habíamos nacido en el mejor de todos los mundos posibles. Es cierto, la segunda ley dice que no puedes ganar, que estás destinado a morir, pero la letra pequeña dice también que, mientras tu turno transcurre, puede suceder prácticamente cualquier cosa.
Aunque el
pensamiento de Hardin pueda conmover profundamente —como es mi caso—
y uno quizá se sienta atraído por sus palabras y por la arrobadora
belleza de la imaginería frecuentemente utilizada, no hemos de
olvidar que su ámbito es el de la ecología humana, no el de toda la
biosfera.
De parecida manera, la diferencia entre el concepto gaiano y el concepto ecológico de nuestro planeta deriva en parte de la historia de cada uno. El punto de partida de la hipótesis Gaia fue la contemplación de la Tierra desde el espacio, perspectiva que significó una visión del conjunto de la Tierra, no de sus detalles. La ecología está enraizada en la historia natural, en el estudio detallado de habitáis y ecosistemas, ignorando el cuadro de conjunto. En una, el bosque no deja ver los árboles y en la otra los árboles no dejan ver el bosque.
Asumiendo la existencia de Gaia podemos hacer otras suposiciones que arrojan nueva luz sobre nuestro lugar en el mundo, por ejemplo: en un mundo donde Gaia existe, nuestra especie y su tecnología son parte, simple e inevitablemente, del escenario natural. Nuestras relaciones con la tecnología liberan, sin embargo, cantidades de energía siempre crecientes y nos ofrecen una capacidad también siempre mayor de analizar y procesar información. La cibernética nos enseña que quizá logremos salvar los escollos de esta época turbulenta si nuestra pericia en el manejo de información se desarrolla más deprisa que nuestra capacidad de producir energía.
Si, dicho de otra forma, somos siempre capaces de
controlar el genio extraído de la lámpara. El aumento de la energía
llegada a un sistema puede mejorar el bucle de ganancia ayudando por
tanto a mantener la estabilidad, pero si la respuesta es demasiado
lenta, el incremento energético podría ser el origen de una serie de
desastres cibernéticos. Imagínate un mundo provisto del arsenal
nuclear del nuestro pero carente de todo medio de telecomunicación.
Un factor esencial de nuestras relaciones —recíprocas y con el resto
del mundo— es nuestra capacidad de responder adecuadamente en el
momento oportuno.
En cuanto a la primera de estas características, hemos supuesto que
el mundo gaiano se desarrolla mediante selección natural darwiniana,
siendo su meta el mantenimiento de unas condiciones óptimas para la
vida en todas las circunstancias, incluyendo las variaciones en la
producción calorífica del Sol y en las del propio interior del
planeta. Hemos supuesto además que, desde su aparición, la especie
humana ha formado, como
las demás especies, parte de Gaia, y que como ellas ha tomado parte
inconscientemente en el proceso de homeostasis planetaria.
Parece por tanto importante preguntar, en el contexto de Gaia, cuál
ha sido el efecto de todos estos acontecimientos y si el hombre
tecnológico es aún parte de Gaia
o es ajeno a ella en una o en varias formas.
En otras palabras, que nos
guste o no y con independencia de lo que podamos hacer al sistema
total, continuaremos incluidos (aunque ignorándolo) en el proceso
regulador de Gaia. Como no somos todavía una especie completamente
social, nuestra participación se producirá tanto a nivel comunitario
como personal.
La realimentación negativa ha tenido la importancia suficiente como para afectar seriamente al crecimiento económico. Muy pocos —de haber alguno— de los adivinos y lumbreras que dejaron oír sus voces durante los primeros sesenta predijeron que pocos años más tarde el movimiento ecológico sería uno de los factores limitativos de la expansión económica y sin embargo lo es, bien directamente, exigiendo a la industria que invierta parte de sus beneficios en la instalación de sistemas para depurar los desechos producidos (por ejemplo), o bien indirectamente, al destinar recursos de investigación y desarrollo (originalmente dedicados a la introducción de nuevos productos) a los esfuerzos que la resolución de problemas ambientales exige.
Las causas ecológicas no son siempre tan válidas como, por ejemplo, la protesta contra el abuso de pesticidas, práctica nefasta que convierte un instrumento útil y eficaz para controlar las plagas en una agresión indiscriminada a la biosfera. Ciertos ecologistas denunciaron errores de diseño en el oleoducto de Alaska, destinado al transporte de petróleo a los Estados Unidos.
Sus objeciones eran sensatas, pero la campaña, farisaica y desmedida, organizada por otros, retrasó tan eficazmente su construcción que la escasez de energía de 1974 fue en gran parte provocada por ella y no, como habitualmente se afirma, resultado del incremento de precio decretado por otras naciones productoras de crudos.
El costo de este
retraso se ha estimado en unos 30.000 millones
de dólares. La explotación de la ecología humana con fines políticos
puede terminar por convertirse en nihilismo, en lugar de ser un
impulso reconciliador entre la humanidad y la naturaleza.
Aunque la mayoría de nuestros centros industriales se hallan en las regiones septentrionales templadas sometidas a glaciaciones, ninguno de los efectos de la actividad industrial en estas regiones puede compararse con la devastación natural causada por el hielo. Parece, por lo tanto, que Gaia puede tolerar la pérdida de estas partes de su territorio, el 30 por ciento aproximadamente de la superficie terrestre (sus pérdidas actuales son inferiores, dado que entre glaciación y glaciación quedan las zonas de hielo y permafrost).
En el pasado, sin embargo, las fértiles regiones tropicales no habían sufrido la acción humana, pudiendo compensar, por tanto, las pérdidas sufridas durante las glaciaciones. ¿Podemos estar seguros de que la Tierra resistirá otra Edad de Hielo habiendo sido despojada de las selvas de sus regiones centrales, lo que bien puede haber sucedido dentro de algunos decenios más?
Es demasiado fácil pensar que los problemas
ambientales (de contaminación, por ejemplo) se dan exclusivamente en
las naciones industriales. Muy oportuna fue la contribución de una
autoridad como Bert Bolín, que estableció en qué medida y con qué
rapidez se está llevando a cabo la destrucción de las selvas
tropicales, y determinó algunas de las posibles consecuencias de su
pérdida. Incluso si la especie humana sobreviviera, podemos estar
bien seguros de que la destrucción de los intrincados ecosistemas de
las selvas tropicales supondría una gran pérdida de oportunidades
para todas las criaturas de la Tierra.
Podría argüirse que un mundo cuya población se cuente por decenas de miles de millones no es sólo posible sino tolerable, mediante el continuo desarrollo de la tecnología: pues bien, el grado de regimentación, autodisciplina o sacrificio de la libertad personal que por necesidad habría que imponer a cada uno de los miembros de un mundo tan atestado lo harían inaceptable según muchos de nuestros criterios actuales.
Hemos de tener presente, sin
embargo, que tanto las condiciones chinas como las británicas son
indicativas de que las altas densidades de población no hacen
necesariamente imposible o desagradable la vida. El conocimiento y
la comprensión plenos de los límites territoriales de Gaia
desempeñarían un papel esencial en nuestro éxito como especie; sería
imprescindible mantener escrupulosamente la integridad de las
regiones clave en la
regulación de la salud planetaria.
Hutchinson, en
su
estudio sobre la bioquímica de la atmósfera, pionero de la
especialidad,
sugería esta fuente como origen de casi todo el metano atmosférico.
No
es imposible que en el metano y demás gases intestinales radique el
factor
decisivo. El vuelo de los cuescos, podría uno pensar, pero es un
buen
ejemplo para ilustrar cuan escasos son todavía nuestros
conocimientos.
Cuanto mayor sea la parte de la biomasa terrestre ocupada por la humanidad, las cosechas y los rebaños del hombre, más nos afecta la transferencia de energía, solar y de otra clase, en el sistema. Con la realización de esta transferencia energética crece nuestra responsabilidad en el mantenimiento de la homeostasis planetaria, seamos conscientes del hecho o no.
Cada vez que alteramos significativamente alguna parte
de un proceso regulador o introducimos en él una nueva fuente de
energía o información, acrecentamos la probabilidad de que una de
estas modificaciones debilite la estabilidad de todo el sistema al
reducir el número de respuestas posibles.
Si, por ejemplo, los métodos de control climatológico descritos fueran gravemente alterados, la consecuencia podría ser el sofocón de una fiebre planetaria o los estremecimientos de una glaciación; la tercera posibilidad, la oscilación sostenida, incorpora a los dos desagradables estados acabados de mencionar: pasaríamos sucesivamente de uno a otro.
Seríamos finalmente los pasajeros de ese extraño artilugio, la "nave espacial Tierra"; lo que, domesticado y atendido, quedara de la biosfera sería verdaderamente nuestro "equipo de supervivencia". Nadie sabe todavía cual es el número óptimo en la especie humana: el equipo analítico requerido para contestar a esta pregunta debe aún desarrollarse.
Suponiendo el
actual consumo de energía per capita, podría decirse que, por debajo
de los 10.000 millones, seguiríamos estando en el mundo de Gaia,
pero más allá de esa cifra, especialmente si el consumo de energía
aumenta, nos aguarda o la esclavitud permanente en el casco-cárcel
de la nave espacial Tierra o la megamuerte, de modo que quienes
sobrevivan puedan intentar la resurrección de Gaia.
Cuando
estuvo organizado socialmente y logró proporcionarse una tecnología
(aunque fuera tan rudimentaria como la que poseía un grupo tribal de
la Edad de Piedra) el hombre empezó a utilizar un talento totalmente
nuevo: el de obtener, conservar y elaborar información, empleada
después para manipular el entorno de modo deliberado y previsor.
Hay pruebas fehacientes, por ejemplo, de que cuando la joven humanidad, cruzando el estrecho de Bering, llegó a Norteamérica, su presencia significó el exterminio de diferentes especies animales, grandes mamíferos sobre todo, a escala continental y en muy pocos años. Las artes cinegéticas de la época, crueles y perezosas, no eran excesivamente refinadas: la tribu obtenía sus piezas incendiando una línea de bosque y aguardando la aparición de los animales en un lugar conveniente.
Empujados por el fuego, iban a clavarse en los utensilios punzantes de los cazadores.
Se trataba
simplemente de recurrir a una nueva tecnología usándola de modo
ecológicamente desastroso (y sin embargo, como Eugene Odum nos
recuerda, el empleo de este método
produjo el desarrollo de los ecosistemas de las grandes planicies
herbosas).
Les siguen largos intervalos de estabilidad y coexistencia transcurridos en ecosistemas nuevos, modificados. El método de caza mediante incendio que acabamos de describir produjo la destrucción de los ecosistemas selváticos, pero fue también causa de un período de coexistencia y de la aparición de ecosistemas del tipo de la sabana. Hay un ejemplo más cercano —señala Dubos— en las Actas de Cercamiento inglesas, leyes denegatorias del libre acceso a las tierras comunales; a ellas, consideradas en la época de su promulgación como un desastre ambiental, debe el paisaje británico su aspecto característico y su gran riqueza en un habitat determinado, el seto vivo.
Se lamenta hoy mucho la desaparición de
los setos a causa de la conversión de la agricultura en el
"agronegocio", pero como pregunta adecuadamente Dubos, ¿no volverá a
llorarse la pérdida del nuevo ecosistema cuando de paso a su vez, a
algún futuro avance tecnológico? Esta progresión podría ser definida
como la "ley del abuelo", que establece la superior bondad de las
cosas de los viejos tiempos.
Cualquiera que haya tenido la desgracia de causar
algún tipo de molestias a las ocupantes de un nido sabe el dolorosísimo tratamiento reservado para los invasores.
Richard
Dawkins ha señalado que, en este contexto, todos los avances
tecnológicos grandes o pequeños pueden considerarse análogos a
mutaciones.
Un pequeño grupo tribal no separado todavía de su habitat natural vive una interacción intensa con el entorno y cuando se producen enfrentamientos entre la sabiduría convencional y la optimización gaíana, la discrepancia se percibe rápidamente y se corrige al punto. Quizá por esta razón las vidas de grupos como los esquimales o los bosquimanos están, aparentemente, tan bien adaptadas, son las óptimas para los entornos de extremo rigor en los que se enmarcan. Es ya un tópico que cuando han entrado en contacto con los conocimientos de nuestras sociedades urbanas e industriales, más amplios y difusos, han salido generalmente perjudicados.
Muchos
de nosotros hemos contemplado esas patéticas imágenes de esquimales
"civilizados": sentados en cabañas prefabricadas, fuman cigarrillo
tras cigarrillo, doliéndose del destino de sus hijos que, lejos de
casa, aprenden a leer y escribir, en lugar de cómo vivir en el
Ártico.
Creyera o no en ella, esta detestable noción gozó de gran predicamento entre sus contemporáneos y sigue estando vigente desde la época del filósofo. Ilustra ejemplarmente hasta qué punto la sabiduría convencional de una sociedad urbana cerrada deviene alienada del mundo natural. Confiemos en que esta enajenación esté llegando a su fin y que los medios de comunicación (especialmente las magníficas series televisivas sobre historia natural y temas afines) ayuden a desterrarla del todo.
Nos hallamos actualmente en
el centro de una explosión de las comunicaciones; en breve, cada
pantalla de TV será una ventana abierta al mundo, aunque ya ha
expandido e incrementado enormemente la cuantía, el ritmo y la
variedad del flujo de información. Quizá estemos saliendo finalmente
de unas aguas estancadas que brotan de la vida medieval.
Hermán Kahn, ese gran profeta de lo por venir, ve una América de 600 millones de habitantes en el próximo siglo, cuya densidad de población será, mayoritariamente, del orden de unas 2.000 personas por milla cuadrada, equivalente a la densidad actual de Westchester County. Cree —y lo justifica convincentemente— que esa población, además de vivir en un mundo mucho más desarrollado que éste tendrá a su disposición un suministro inagotable de todo cuanto es esencial para la vida.
Casi todos esos
profesionales que reúnen información sobre los recursos mundiales y
la estudian con la ayuda de poderosas herramientas, se muestran de
acuerdo en que las tendencias expansivas de la demografía y la
tecnología continuarán durante, por lo menos, treinta años más.
Paralelamente a estos avances de la "futurología", aumenta a diario el número de científicos que realizan sus proyectos de investigación tomando como referencias modelos semejantes, llevan a cabo las medidas experimentales e introducen los resultados en un computador donde son comparados con las predicciones de una hipótesis. Si discrepan, se intentan localizar posibles errores o se descarta el modelo y se prueba con otro, intentando encontrar una concordancia más estrecha.
Cuando el científico que reúne los datos experimentales es también el constructor del modelo o encomienda esta tarea a un colega cercano, todo sale a las mil maravillas. La rapidez con la que el computador puede realizar la labor de cálculo de otro modo agotadora, potencia enormemente la combinación; pronto puede seleccionarse la hipótesis más adecuada para promover una teoría.
Desgraciadamente la mayoría de los científicos viven en las ciudades y tienen poco o ningún contacto con el mundo natural. Construyen sus modelos de la Tierra en universidades o en instituciones que disponen de todo el talento y el equipo necesario, pero tiende a faltar ese vital ingrediente, la información recogida de primera mano. En estas circunstancias es una tentación natural suponer que la información contenida en los libros y publicaciones científicas es adecuada, y que si no concuerda con el modelo será en los hechos donde esté el error. A partir de ahí es sencillísimo dar el paso fatal: seleccionar únicamente datos que se ajusten al modelo.
Pronto habremos construido una imagen no del mundo real, que
podría ser Gaia, sino de esa obsesiva alucinación, Calatea, la
hermosa estatua de Pigmalión.
Es
raro el contacto personal entre exploradores y quienes construyen el
modelo; para transmitir la información se utiliza la fraseología,
limitada y tersa, de los artículos científicos, donde no hay lugar
para observaciones sutiles, calificadoras, que acompañen a los
datos. No resulta en absoluto sorprendente que, con demasiada
frecuencia, los modelos sean galateicos.
Ninguno de los grandes viajes de exploración del siglo pasado, como las expediciones del Beagle o del Challenger, podrían llevarse hoy a término sin impedimentos o retrasos. Con razón o sin ella, las naciones en vías de desarrollo tienden a considerar los navíos de investigación como agentes de la explotación neocolonialista en busca de las riquezas minerales contenidas en sus plataformas continentales.
En 1976, los argentinos dieron un paso más en esta dirección al abrir fuego sobre el Shackleton que, en viaje de investigación, navegaba en las proximidades de las islas Falkland. De modo similar, resulta hoy difícil para un científico independiente entrar con equipo de observación atmosférica en muchos países tropicales. La investigación científica parece haber sido nacionalizada: o la lleva a cabo un ciudadano del país o no lo hace nadie.
Haya o no una justificación histórica o real para tales
temores a ser explotados, lo cierto es su amplia generalización en
la mitad tropical del mundo; en consecuencia, la investigación
científica a escala global se hace
progresivamente más difícil.
Muchos han sido los grupos que han tratado de escapar a la sociedad moderna y volver a la naturaleza. Casi todos han fracasado, y cuando se examinan los escasos éxitos parciales, siempre parece haber una fuerte dosis de apoyo por parte del resto de nosotros, caso análogo a ciertas situaciones comentadas en el capítulo 6, los entornos extremos —hablábamos de arroyos de agua hirviente o lagos salobres— que eran felizmente colonizados por microorganismos o, en ocasiones, por formas de vida más complejas.
Decíamos que si estos colonizadores sobrevivían era únicamente porque el resto de nosotros en Gaia les suministraba continuamente oxígeno, substancias nutritivas y demás elementos necesarios. De igual modo que la tolerancia hacia la excentricidad personal es rasgo distintivo de las civilizaciones prósperas, las excentricidades biológicas se dan tan sólo en un planeta floreciente.
(Esta es, a propósito, una razón más por la cual la búsqueda de las escasas formas de vida que habrían podido adaptarse a las rigurosas condiciones de Marte será probablemente en vano).
Una solución más prometedora a los problemas que nosotros mismos nos
hemos creado es la ofrecida por el movimiento en pro de una
tecnología apropiada o alternativa. Hay en él un honesto
reconocimiento de nuestra dependencia de la tecnología, intentando
simultáneamente seleccionar sólo aquéllas de sus manifestaciones
cuyas exigencias en recursos naturales son razonables y modestas.
Ya hemos señalado
que la rápida diseminación de la información sobre el medio ambiente
ayuda a reducir la constante temporal de nuestra respuesta a los
cambios adversos.
Cierto es que el peligro está por conjurar en algunos lugares, pero la población ha dejado de crecer indiscriminadamente en todos lados, la industria es mucho más consciente de sus repercusiones sobre el medio ambiente y sobre todo hay una toma de conciencia pública que se extiende por doquiera. Podemos aducir que el esparcir información concerniente a nuestros problemas está provocando el desarrollo de un nuevo proceso, si no de solución, si al menos de control. Hemos de felicitarnos por no necesitar ya de los brutales reguladores demográficos que son las epidemias y las hambrunas.
En muchos
países, el control de la natalidad es una práctica espontánea cuyo
origen es el deseo de una mayor calidad de vida, raramente posible
cuando los hijos son muy numerosos. No debemos olvidar nunca, sin
embargo, que esta fase puede ser provisional y que como C. G. Darwin
nos advierte, la selección natural se oponga al control demográfico
voluntario y lleve al homo philoprogenitus a la victoria: si así
fuera, nuestro crecimiento numérico tendría lugar a un ritmo incluso
más veloz que el primero.
Señalaban, entre otras muchas cosas, que una forma de interpretar la liberalidad del Sol era considerarla como el regalo continuo de 10" unidades de información por segundo, en lugar de expresarlo con los 5 x 107 megavatios/hora habituales. Hemos visto en páginas anteriores que nos hallamos cerca de los límites de lo que pueda hacerse con esta energía, pero si somos capaces de domesticar ese flujo de información los límites serán casi inexistentes. Con la ayuda del hardware desarrollado, nos embarcamos con placer creciente en las primeras explotaciones de ese rico mundo de información, el espacio idea.
¿Conduciría esto a otra perturbación medioambiental? ¿Significa la creciente entropía del lenguaje, su deterioro, que ha empezado ya la contaminación del espacio idea?
No existen recetas, no hay códigos para vivir en el seno de Gaia. Sólo las consecuencias de nuestros actos, cada cual de los suyos.
|