Se ha
dicho frecuentemente —por algunos ad nauseam— que estas placenteras
sensaciones están inextricablemente ligadas a esa extraña
hiperestesia del amor romántico. Aunque así sea, no parece necesario
tener que atribuir el placer sentido paseando por el campo, mientras
la mirada se pierde sobre suaves colinas a que asimilamos
instintivamente los contornos redondeados de éstas a los de un pecho
femenino. En realidad, tal pensamiento podría ocurrírsenos, pero
nuestro placer es también explicable en términos de Gaia.
A pesar de lo dura y lo descorazonadora que esta tarea haya podido ser a veces, a un nivel más profundo nos sentimos agradablemente conscientes de haber hecho lo que debíamos, de habernos mantenido en la corriente de la vida. Cuando por una u otra razón nos hemos desorientado o las cosas no van bien nos colma una sensación tan perceptible como la anterior, pero dolorosa, de pérdida y fracaso. Quizá estemos también programados para reconocer instintivamente nuestro rol óptimo en relación con las demás formas de vida a nuestro alrededor.
Cuando, en nuestras relaciones con las demás partes de Gaia, actuamos según nos dicta este instinto, somos recompensados por la constatación de que lo que parece correcto es también hermoso, apareciendo esas placenteras sensaciones cuyo conjunto es nuestro sentido de la belleza. Cuando la relación con lo que nos rodea se pervierte o se deteriora, la consecuencia es una sensación de vacío, de carencia.
Muchos de nosotros hemos
experimentado el choque que supone encontrar el pacífico valle de
nuestra niñez, donde crecía el tomillo y los setos estaban coronados
de eglantinas, convertido en una extensión uniforme de cebada (pura
y sin malas hierbas) desprovista de la menor característica propia.
Aunque estas históricas 130 millas
cuadradas de bosque y brezal están bajo la protección de Decretos
Parlamentarios especiales, sobreviven realmente gracias a nuestra
incesante vigilancia, ya que en la actualidad son campo de recreo
para
miles de excursionistas, campistas y turistas que vierten en él 600
toneladas de basuras anuales y que, en ocasiones, dejan caer
descuidadamente una cerilla o un cigarrillo sin apagar, provocando
incendios que en horas destruyen muchos acres de algo cuya
existencia ha
requerido el ejercicio de una relación equilibrada entre el bosque y
sus
moradores durante siglos.
Si un ser humano, producto de todo este
esfuerzo cooperativo, resulta hermoso cuando está correctamente
ensamblado, ¿es descabellado sugerir que, guiados por idéntico
instinto, quizá reconozcamos la belleza y la adecuación de
determinado entorno, cuya génesis implica la reunión de un grupo de
animales —incluyendo al hombre— y otras formas de vida?
Quizás siempre hayamos sabido esto ya que, después de todo forma parte de nuestro programa interno de reconocimiento de la vida. Por ello, y mirando con los ojos de Blake, hasta nuestro depredador nos parece hermoso:
Podría ser incluso que el ideal platónico de belleza absoluta
significara algo, que la naturaleza misma de la vida, ese
inaccesible estado de certidumbre, pudiera medirse contra él.
Como consecuencia de ello, las iglesias de las religiones
monoteístas y las recientes herejías del humanismo y el marxismo se
enfrentan a la desagradable verdad de que su viejo enemigo, el
pagano de Wordsworth "a los pechos criado de gastada doctrina", está
aún vivo, parcialmente al menos, en nuestro interior.
Todo cuanto significara aumento de los bienes materiales, y por eso
mismo, se consideraba correcto. La preocupación moral se limitaba
estrictamente a impedir el soborno y la corrupción, asegurando
también un reparto justo de beneficios.
En
circunstancias así no es ninguna sorpresa que el movimiento
ecologista, aunque poderoso, carezca de objetivos definidos. Tiende
a lanzar ataques contra blancos tan inapropiados como la industria
del fluorocarbono
o la caza del zorro, mientras ignora los problemas, potencialmente
mucho más serios, planteados por la mayoría de los métodos
agrícolas.
Todos ellos dan por sentado que el hombre es el
propietario del planeta o, al menos, su arrendatario. Animal Farm,
la alegoría orwelliana, cobra un significado más profundo si tenemos
en cuenta que, de una forma u otra, todas las sociedades humanas
consideran al mundo una granja de su propiedad. La hipótesis de Gaia
implica que el estado estable de nuestro planeta incluye al hombre
como parte de o socio en una entidad muy democrática.
Se trata, sin embargo, de procesos automáticos carentes por completo de pensamiento consciente. Gran parte de los ajustes homeostáticos rutinarios, trátese de la célula, el animal, o la biosfera toda, tienen lugar automáticamente, aunque hay que reconocer la necesidad de un cierto grado de inteligencia hasta para un proceso automático: sin ella no podría interpretarse correctamente la información ambiental enviada por los sensores periféricos.
El contestar adecuadamente preguntas sencillas como "¿está demasiado caliente?" o "¿hay aire suficiente para respirar?" requiere inteligencia. Incluso al nivel más rudimentario, el ocupado por el primitivo sistema cibernético discutido en el capítulo 4 cuya función era responder correctamente al sencillo interrogante sobre la temperatura interna del horno, requiere una forma de inteligencia.
En realidad, todos los sistemas
cibernéticos son inteligentes teniendo en cuenta que todos han de
responder correctamente al menos una pregunta. Si Gaia, existe, no
hay duda de que, al menos en este limitado sentido, goza de
inteligencia.
Comparado con la termostasis de un horno de cocina, el sistema
automático regulador de la temperatura corporal tiene la
inteligencia de un genio, pero se halla aún por debajo del nivel
consciente; es comparable con el nivel de los mecanismos reguladores
que esperaríamos encontrar en Gaia.
Por otra parte, si queremos viajar a Nueva Zelanda en julio una de nuestras precauciones más inmediatas sería comprar ropa de abrigo; ello comporta el uso de un tipo de información atesorado por el conjunto de nuestras especies, que está a disposición de cualquiera de nosotros a nivel consciente. Por lo que se sabe, somos las únicas criaturas del planeta con capacidad para reunir y almacenar información, utilizándola después de este modo complejo.
Si somos parte de Gaia resulta interesante
preguntarse hasta qué punto es también parte de ella nuestra
inteligencia colectiva: ¿Constituimos, en cuanto que especie, el
sistema nervioso de Gaia, el órgano capaz de anticipar
conscientemente los cambios ambientales?
El daño potencial producido por una colisión de esta índole podría ser serio, incluso para Gaia. Es probable que la Tierra haya sufrido en el pasado algún accidente semejante resultando de ello una importante devastación. Nuestra tecnología actual quizá nos permitiera salvarnos y salvar a nuestro planeta. No hay duda alguna de nuestra capacidad de enviar objetos en vastos trayectos espaciales sirviéndonos del control remoto (de una precisión cercana casi a lo milagroso) para obligarlos a moverse como queremos.
Se ha
calculado que utilizando cierto número de nuestras bombas de
hidrógeno (transportadas en vehículos cohete de gran tamaño)
podríamos apartarlo lo suficiente de su trayectoria para transformar
un impacto directo en un pasar rozando. Si esto suena a disparate de
ciencia ficción, convendría recordar que, casi a diario y desde hace
poco menos de cuarenta años, la ciencia ficción de ayer se ha
convertido en la historia de hoy.
Una posible vía de acción al alcance de nuestra capacidad industrial sería la manufactura de grandes cantidades de flurocarbonos, vertiéndolos luego en la atmósfera. Cuando la concentración en el aire de estas polémicas substancias pasara de la décima parte por mil millones, la cifra actual, a algunas partes por cada mil millones, se produciría un efecto invernadero similar al del dióxido de carbono que impediría el escape de calor al espacio.
Su presencia en la atmósfera podría,
pues, alterar completamente el curso normal de la glaciación o por
lo menos disminuir en gran medida su importancia. El que los fluorocarbonos causaran algún tipo de alteración temporal en la capa
de ozono sería, comparativamente, un problema trivial.
Gaia, a través de la especie humana, está ahora alerta, es consciente de sí misma. Ha contemplado la imagen de su bello rostro a través de los ojos de los astronautas y las cámaras de televisión de los ingenios en órbita. Participa de nuestras sensaciones de placer y asombro, de nuestra capacidad de pensamiento consciente y especulación, de nuestra incansable curiosidad y de nuestro impulso. Esta nueva relación recíproca entre Gaia y el hombre no está, ni mucho menos, establecida del todo: todavía no somos una especie verdaderamente colectiva, verdaderamente parte integral de la biosfera, como lo somos en cuanto que criaturas individuales.
Bien pudiera ser que el
destino de la humanidad sea transformar la ferocidad, la destrucción
y la avidez contenidas en las fuerzas del tribalismo y el
nacionalismo, fundiéndolas en una urgencia compulsiva por unirnos a
la comunidad de criaturas que constituye Gaia. Puede parecer una
rendición, pero tengo la sospecha de que las recompensas
(sensaciones de bienestar y plenitud, el sabernos parte dinámica de
una entidad mucho más vasta) compensaría con creces la pérdida de la
libertad tribal.
Es posible, desee luego, que este cerebro apareciera por alguna razón relativamente trivial, para servir, por ejemplo, como mapa multidimensional viviente de los océanos, porque no hay forma más potente de consumir espacio de memorización que el almacenaje de datos ordenados multitudimensionalmente.
¿Será quizá el cerebro de la ballena comparable a la cola del pavo, un deslumbrante órgano de exhibición mental utilizado para atraer a la pareja e incrementar los goces del cortejo? ¿Es la ballena que ofrece juegos más estimulantes la que está en mejor posición para elegir pareja?
Sea cual sea la auténtica explicación y la verdadera razón de su existencia, lo que conviene destacar sobre las ballenas y el tamaño de sus cerebros es que los de gran porte son, casi con toda seguridad, versátiles. La causa original de su desarrollo pudo ser todo lo específica que se quiera, pero una vez que aparecen se explotan inevitablemente otras posibilidades.
El cerebro humano, por ejemplo, no se desarrolló como
resultado de la ventaja selectiva natural de aprobar exámenes, ni
tampoco para que pudiéramos realizar ninguna de las gestas
memorísticas u otros ejercicios mentales, que la "educación" exige
hoy explícitamente.
La ballena quizá
posea, como entidad individual, una capacidad de pensamiento cuya
complejidad vaya mucho más allá de nuestra comprensión, y puede que
entre sus invenciones mentales se cuenten hasta las especificaciones
de una bicicleta; pero sin las herramientas, la técnica y el
permanente archivo de cornos, la ballena no puede convertir esos
pensamientos en objetos.
Nuestros cerebros
pueden compararse con computadores de tamaño mediano que están
directamente conectados entre sí, disponiendo de bancos de memoria y
de un surtido casi ilimitado de sensores, instrumentos periféricos y
otros ingenios. Por el contrario, los cerebros de las ballenas
podrían compararse con un grupo de grandes computadores laxamente
conectados entre sí pero casi por completo desprovistos de todo
medio de comunicación externa.
Salvajes, perezosos, estúpidos, egoístas y crueles son algunos de los epítetos que vienen a la mente. ¡Qué derroche cometido por no saber detectar la posibilidad del trabajo asociado entre hombre y caballo!
Ya es bastante mala la cría, la explotación que de las ballenas hacen esas naciones cuya industria, atrasada y primitiva, reclama un constante suministro de determinados productos, pero si les damos caza despiadadamente hasta extinguirlas habremos cometido un genocidio del que serán culpables esas burocracias nacionales, indolentes y cerradas, capitalistas o marxistas, desprovistas de corazón o inteligencia para sentir o comprender la magnitud del crimen.
Quizá estén todavía a tiempo de enmendar sus errores.
Quizá, un día, los niños que compartiremos con Gaia cooperarán pacíficamente con los grandes mamíferos oceánicos utilizando la ballena para que los viajes de la mente adquieran mayor impulso, de igual modo que el caballo nos transportó una vez sobre la superficie de la Tierra.
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