CAPÍTULO V
A PROPÓSITO DE LA CIENCIA CHINA

Escafandras de 45.000 años. - Bronce de aluminio y alquimia. - El Tratado de las mutaciones. - El sismógrafo de Chang Heng. - Las mágiiinas astronómicas del siglo I. - La tradición matemática. - Los espejos mágicos. - El I Ching. - El orgullo del Celeste Imperio.

El contacto intelectual con China es muy difícil de establecer. Incluso conociendo la lengua, es casi imposible captar los argumentos y las intenciones del interlocutor. Mientras nosotros escribimos este libro, los físicos europeos del CERN (Centro Nacional de Investigaciones Científicas) discuten el siguiente problema: los recientes descubrimientos chinos sobre los statons, ¿constituyen un enorme progreso, o se trata simplemente de hechos conocidos y redactados en lengua cultural china?


Igual perplejidad impera en los medios americanos de la física. Dejemos, pues, al profesor Chi Pen Lao, de la Universidad de Pekín, y a la Agencia Nueva China, la responsabilidad de sus afirmaciones. Según estas fuentes, en las montañas del Hunán y en una isla del lago Tungting se descubrieron unos bajorrelieves de granito que representan seres no humanos, o, mejor dicho, hombres-escafandra con trompa de elefante (¿aparato respiratorio?).

 

Estos seres aparecen representados, ora de pie en el suelo, ora sobre unos objetos cilíndricos que flotan en el cielo. Según las mismas fuentes, ¡estos bajorrelieves tienen una antigüedad de 45.000 años! He aquí algo que no contradice nuestra tesis. Pero quisiéramos saber cómo ha sido determinada aquella antigüedad.

 

Existen métodos -termoluminiscencia, paleomagnetismo- para determinar las fechas, cuando no basta el carbono radiactivo. Sin embargo, que nosotros sepamos, estos métodos no han sido nunca aplicados in situ, y, como la Academia de Ciencias de Pekín no contesta las cartas que se le escriben, resulta difícil pronunciarse... Esperemos que la información sea exacta, y consignemos únicamente el hecho de que los mitos chinos aluden frecuentemente a visitantes extraterrestres.


Los documentos y los objetos que realmente poseemos para sentar y demostrar la idea de una ciencia y una técnica en China, datan de los tres primeros siglos de la Era cristiana. Entre cuarenta mil años antes de J. C. y trescientos después de J. C., existe una considerable distancia en el tiempo, la mayor que, hasta este momento, se ha señalado en este libro.

 

Objetos de bronce de aluminio han sido encontrados en tumbas que datan del siglo II después de J. C. Parece imposible, pero es verdad. No se puede obtener bronce de aluminio sin electrólisis. Sin embargo, los alquimistas chinos lo consiguieron. ¿Con qué procedimiento? Esto es lo que quisiéramos saber. En todo caso, conviene consignar algunos datos sobre la alquimia china.

 

Utilizaremos la Historia del mundo antiguo, de la UNESCO (tercera parte, edición inglesa). La alquimia china, cuyas raíces habría que buscar en los milenios desconocidos, tuvo por objeto transmutar al adepto, haciéndole adquirir la sabiduría y la inmortalidad corporal; en cambio, la fabricación de oro, a base de un procedimiento de transmutación tradicional, no fue más que una etapa para la obtención de productos capaces de asegurar al adepto la trascendencia de la condición humana. Como establece muy bien la obra de la UNESCO, el oro alquímico no estaba destinado a la venta.


El primer texto alquímico conocido es el Ts'ant'ung-Ch'i. Como todos los maestros de ciencias secretas, el autor escribe bajo seudónimo. El texto explica, en noventa párrafos, la fabricación, partiendo del oro, de la píldora de la inmortalidad, mediante un procedimiento térmico complejo, en un recipiente en forma de huevo y herméticamente cerrado. Como el célebre Tratado de las mutaciones, la obra utiliza el lenguaje binario de los ordenadores modernos. En ella encontramos ya los términos Yang y Yin, o sea la doble oposición que constituye la base de la doctrina del taoísmo.


Se han descubierto varios tratados de alquimia, todos ellos correspondientes a los tres primeros siglos de nuestra Era, pero que hacen referencia a hechos mucho más antiguos. Según los autores, los alquimistas que consiguieron realizar la Grande Obra vivirían aún en «una isla de los inmortales». Otros textos alquímicos han sido descubiertos después de la revolución cultural, pues Mao Tsé-tung se interesa por la alquimia.


Pasemos ahora a lo que puede comprobarse.


Existen dos fuentes indiscutibles en lo que concierne a China y a su ciencia. Una de ellas es la obra del doctor Àlexander Kovda, director de la sección de Ciencias Exactas y Naturales de la UNESCO. La otra es la monumental Historia de la ciencia en China, del historiador inglés Joseph Needham, publicada por la Universidad de Cambridge.


Un primer hecho cierto y sorprendente se desprende de estas obras: los chinos poseían un conocimiento exacto y sumamente desarrollado de la sismología. Esto es algo absolutamente único en la historia de las antiguas civilizaciones. Fueron los chinos quienes redactaron una lista completa de los temblores de tierra, desde el año 780 antes de J. C. hasta el 1644 de nuestra Era.

 

Según las crónicas, los dioses bajados del cielo exigieron la redacción de esta lista. Por consiguiente, los Dioses se interesaban de manera singular por la estructura del globo terrestre. Pero hay, aún, algo más extraordinario. Chang Heng, nacido el año 78 y muerto el año 139, inventó el sismógrafo. Su aparato incluía un péndulo que podía desplazarse en ocho direcciones y hacía funcionar determinados mecanismos.

 

En la parte exterior del aparato había ocho cabezas de dragón, cada una de las cuales sostenía una bola de bronce. Debajo de cada cabeza, un sapo, con la boca abierta, recogía la bola. De este modo se obtenían indicaciones que permitían situar, con la regla y el compás, el epicentro del terremoto. No cabe la menor duda sobre la existencia de este aparato. Pero quizá no se ha reflexionado bastante sobre su posible interpretación.

 

Se trata de una aplicación, en el marca de las costumbres y de las artes chinas de la época, de principios científicos avanzados y que presuponen un conocimiento de la estructura de la Tierra, de las matemáticas e incluso de la prolongación de las ondas, cuyo origen se ignora. Todo rastro de esta clase de estudios desaparece después de la dinastía de los Han. ¿Por qué?


La misma obra de la UNESCO aporta datos interesantes sobre la astronomía china. Ésta surge antes que la alquimia y constituye la ciencia secreta de los sacerdotes-reyes de la dinastía Chu. Estos reyes son en parte mitológicos y en parte reales, y ningún historiador está de acuerdo en la determinación de qué emperadores Chu fueron míticos o reales. Así, el emperador Yao es citado a veces como legendario, y otras como humano.

 

Se dice que nombró, para altos cargos, a unos astrónomos que tampoco sabemos si eran personas o entelequias. Muy poco se sabe en Occidente de esta ciencia secreta. Se presume que sirvió, principalmente, para el estudio de un planeta invisible, pero que formaba parte del sistema solar. A partir del siglo XVI antes de J C., se advierte la observación sistemática de los eclipses de sol, que, incluso entonces, parecían muy antiguos, remontándose a fechas difíciles de admitir, porque se refieren a decenas de millares de años.

 

Sabríamos mucho más si poseyéramos documentos escritos. Pero gran número de éstos fueron destruidos durante la revolución cultural. No la de Mao, sino la de Wang Mang. Wang Mang, llamado el Usurpador, gobernó China desde el año 9 hasta el año 22 de la Era cristiana; hizo la revolución, pero acabó por decretar impuestos tan gravosos, que fue asesinado durante el invierno del año 22 de nuestra Era.

 

En el curso de la revolución, desaparecieron muchísimos textos. Casi doscientos años más tarde, aparecen nuevos documentos, durante el siglo II de la Era cristiana. Entonces vemos surgir, fundándose en una tradición inmemorial, una teoría según la cual los cielos no estaban compuestos de materia, sino que las estrellas y planetas flotaban en un espacio infinito y vacío. Es una teoría que se aproxima a la visión moderna, y absolutamente única en su tiempo.

 

Comprobamos también, desde el año 5 de la Era cristiana, la existencia de máquinas que imitan el Universo, que siguen una estrella en su movimiento y permiten predecir los eclipses. En el siglo III, la predicción de los eclipses alcanza ya un grado excelente.


A fines del siglo IV se llega a predecir si un eclipse será parcial o total. Todo esto aparece perfectamente comprobado en los trabajos de Joseph Needham y de Alexander Kovda. Esta maquinaria celeste (la expresión es de Joseph Needham) parece ser absolutamente original. Se distingue de tentativas contemporáneas de Alejandría y de las realizaciones posteriores en Europa por el sistema de coordenadas, fundado en la declinación y la eclíptica. Los dispositivos chinos hacen pensar en los telescopios modernos, mucho más que las realizaciones de los griegos o, incluso, las de la Edad Media europea.


No resulta difícil admitir, desde nuestro punto de vista, que se trata de una ciencia secreta, desarrollada de manera muy diferente a como se desarrolló en Europa. Hay que observar, también, que, desde el siglo I de la Era cristiana se conocía el magnetismo. Éste se empezó a utilizar para l a. orientación, aunque la brújula no apareció hasta un siglo más tarde.

 

Desde el siglo I de nuestra Era se describen imanes en forma de cuchara, que ostentaban un dibujo de la Osa Mayor y se orientaban hacia el Sur. Sin duda tenían una antigüedad respetable, remontándose al período de los alquimistas inmortales, del que no sabemos prácticamente nada.


Estos descubrimientos parecen relacionados con matemáticas avanzadas, que sin duda tuvieron mucho que ver con la magia taoísta. En el siglo II de la Era cristiana, sabemos que existió una «Memoria sobre la tradición del arte matemático», que relaciona los secretos de los números con los misterios del Tao.


En el terreno práctico, los mismos herederos de la de la tradición matemática inventan el ábaco, aproximadamente en los tiempos de Jesucristo. Este invento, contrariamente a lo ocurrido con otros, no llegará a Occidente, donde se realizará independientemente.


Todas las descripciones del desarrollo científico del primer milenio antes de J. C. aluden a los espejos mágicos. Algunos de estos espejos se conservan aún en colecciones particulares. Su estructura y su empleo resultan incomprensibles. Son espejos que tienen, detrás del cristal, unos altorrelieves extraordinariamente complicados.

 

Cuando el espejo está iluminado por la luz del sol directa, estos altorrelieves, separados de la superficie del espejo por un cristal reflectante, se hacen visibles. En cambio, esto no se produce con luz artificial. Es algo científicamente inexplicable. También se atribuyen otras propiedades a estos espejos: asociados a pares, transmiten las imágenes, como la televisión. Que nosotros sepamos, no se ha hecho ningún experimento para comprobarlo.

 

Los especialistas de la UNESCO explican que la singularidad de estos espejos se debe a «pequeñas diferencias de curvatura» (?), y se muestran reservados sobre las otras propiedades. Si se pudiese demostrar que estos espejos poseen circuitos impresos y constituyen un modo de comunicación, tendríamos una prueba de la existencia de técnicas avanzadas en la antigua China.


Por último, y a nuestro modo de ver, el I Ching constituye la prueba última y esencial de una ciencia superior en China. Necesitaríamos varios libros del tamaño de éste para estudiar a fondo el significado del I Ching. Nos limitaremos a mencionar lo que parece esencial, advirtiendo, ante todo, que la obra de C. G. Jung es capital en este campo, como en muchos otros.


¿Qué es el I Ching?

 

El I Ching, o Libro de las mutaciones, es una obra en la que se consignan metódicamente todas las situaciones en que un ser humano puede encontrarse. Es también un oráculo que permite descubrir la situación en que se halla el interrogador en el momento de formular su interrogación. Para obtener la respuesta, el operador arroja al aire unos palillos y saca un número, correspondiente a la posición de aquellos. Ese número indica una frase del oráculo.


La clave que indica esta referencia -clave que como el libro, es de una antigüedad imposible de precisar; tal vez cuatro mil años- utiliza el sistema binario, igual que hacen los ordenadores. El funcionamiento de este «aparato para conocerse > presupone, evidentemente, la intervención y el juego de fenómenos paranormales.

 

Como en los experimentos parapsicológicos de Rhine y de Soal, existe una violación de las leyes de probabilidades y un traslado del tiempo, del pasado al futuro. Es indiscutible que el oráculo contesta y que sus respuestas son, muchas veces, sensatas. No cabe duda de que, si se hubiese dedicado al I Ching una parte de los recursos que se consagran a investigaciones insignificantes, pero tranquilizadoras, se habría hecho progresar el conocimiento universal.


Lo que llama la atención, incluso prescindiendo del aspecto paranormal del fenómeno, es la utilización de una clave binaria y al mismo tiempo, la sutil clasificación de todos los problemas humanos en un número limitado de situaciones típicas. Esto implica formas de pensamiento abstracto, ciertamente iguales o superiores a los de toda civilización conocida del año 2000 antes de J. C.

 

Y si recapitulamos: fabricación del aluminio, sismografía, astronomía y espacio infinito, síntesis del oro, espejo mágico, I Ching, tendremos que reconocer que había en China una civilización absolutamente original y siempre orientada hacia la técnica.


Esta civilización plantea, evidentemente, numerosas cuestiones relativas al pasado. Pero también plantea otras, relativas al presente:

Dado su inmenso poder de abstracción, relacionado con una considerable capacidad técnica desde la más remota antigüedad, ¿por qué no ha progresado China, hasta asegurarse rápidamente la dominación del mundo? ¿Por qué ha triunfado occidente sobre esta poderosa civilización?

Según los tradicionalistas, hay que buscar la respuesta en el hecho de que el taoísmo degeneró rápidamente en un conjunto de prácticas de charlatanería, rompiéndose el lazo con los «inmortales- Según los materialistas como Joseph Needham o Alexander Kovda, el proletariado se dejó encadenar, y China perdió la oportunidad de una revolución industrial y de un 1917. Ninguna de estas respuestas es enteramente satisfactoria.

 

Pero si queremos comprender el orgullo chino contemporáneo tenemos que remontarnos a las antiguas fuentes y ver en ellas la razón de una soberbia inmemorial, así como la justificación inmemorial de la ambición de gobernar el mundo.

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CAPÍTULO VI
VIAJE ALREDEDOR DE NUMINOR

La mano de plata y la fuente milagrosa. - El agua, la tierra, la luna, la muerte. - Los Dioses venidos del mar y los venidos del cielo, - Los manuscritos desaparecidos. - Conspiración contra el celtismo. - Una leyenda de tipo Akpallu. - Organización militar y metalurgia. - Druidas, bardos y oubages. - Sobre la iniciación y el enterramiento esotérico. - 1.° de mayo, San Juan y Navidad.- Numinoë y Numinor. - La ciudad de Ys. - El mito de las ciudadelas sumergidas.

Numinor, la Atlántida del Norte, la Atlántida celta, es mucho menos célebre que la Atlántida propiamente dicha. Su nombre despierta cierto eco literario en los países anglosajones, pues sirvió de base a dos grandes trilogías imaginativas: la de C. S. Lewis y la de J. R. Tolkien. Sin embargo, incluso para las que han leído estas magníficas trilogías, Numinor sigue siendo vago símbolo de un polo alrededor del cual se habrían concentrado las influencias nórdicas.


Incluso ignoramos la posición geográfica de este centro. Pero si algo tiene una probabilidad de ser verdad es que, considerado el contenido de los datos legendarios, los celtas debieron tener una Atenas, una Roma. No poseemos ninguna indicación concreta sobre su fundación, ni sobre su caída. ¿Se trata de una ciudad mítica del más allá? ¿Cómo dilucidar este punto?

 

Podemos estudiar la historia de la Irlanda antigua buscando un rastro de Numinor. Pero no lo encontramos. Sin embargo, veámosla de todos modos, pues esta historia nos fue transmitida en forma simbólica y, para comprenderla, hay que intentar una especie de psicoanálisis de este simbolismo.


Después del gran Diluvio Universal, la isla que había de ser más tarde Irlanda fue habitada, en un principio, por la reina maga Cessair (reencarnación de Circe) y sus súbditos. Cessair pereció, con toda su raza. Hacia el año 2640, antes de J. C., el príncipe Partholon, procedente de Grecia, desembarcó en Irlanda con veinticuatro parejas. Al principio, Irlanda era una llanura única, horadada por cuatro lagos y regada por nueve ríos.

 

Engrandecida por Partholon, contará en lo sucesivo con cuatro llanuras y siete nuevos lagos. Los compañeros del príncipe se multiplicaron al cabo de trescientos años eran ya cinco mil. Pero una misteriosa epidemia los aniquiló cuando la fiesta de Beltine, el primero de mayo, al cumplirse el tricentenario de su desembarco. Su sepultura colectiva se encuentra en Tallaght, cerce de Dublín. Mientras tanto, allá por el año 2600 la raza de los «Hijos de Nemed» (cuyo nombre significa «Sagrado»), procedente de Escitia, había puesto pie en la isla, que creían desierta.

 

Otra masa de invasores desembarcó alrededor del año 2400, el día de Lugnasad (1 de agosto), tercera gran fiesta del año céltico. Los Fir Bolg (¿los «hombres belgas»?) constituían su elemento principal, al que se sumaron diferentes tribus, tales como los Gaileoin (¿«galos»?), y los Fir Dominan (¿«Dummonm de Gran Bretaña»?), pero formando todos una sola raza y una sola dominación. Por último, procedentes de las «Islas del Oeste», donde estudiaban el arte de la magia, llegan los miembros de la Tuatha De Danann, que son de raza divina.

 

Traen consigo sus talismanes: la espada de Nuada, la lanza de Lug, el caldero de Dagda y la «piedra del destino» de Fâl, que grita cuando se sienta sobre ella el rey legítimo de Irlanda. Estos invasores sucesivos tuvieron que combatir, todos ellos, contra una raza de monstruosos gigantes que moraba al principio en Irlanda. Unos tenían «un solo pie, un solo ojo y una sola mano»; otros tenían cabeza de animal, en su mayoría de cabra.

 

Estos monstruos eran los Fomoiré (de fo, debajo, y moiré o mahr, demonio hembra, cuyo nombre figura en la palabra francesa cauchemar, pesadilla). En seguida se entabla la lucha entre los Tuatha Dé Danann y los Fir Bolg. La primera batalla se desarrolla en Moytura (Mag Tuireadh, la «Llanura de los pilares», es decir, de los menhires), cerca de Cong, en el actual condado de Mayo. Los Tuatha Dé Danann salen triunfadores.

 

En el curso de la batalla, su rey, Nuada, pierde la mano derecha. Esta mutilación trae consigo la privación del poder soberano. El hábil curandero Diancecht sustituye el miembro amputado por una mano articulada de plata. Obligado a dimitir, Nuada Mano de Plata es sustituido por Bres («Hermoso»), hijo de Elatha («el saber»), rey de los Fomoiré, y de la Diosa Dé Danann Eriu (diosa anónima de Irlanda).

 

Las dos razas enemigas se alían por medio del matrimonio. Bres se casa con Brigitte, hija de Dagda, mientras que Cian, hijo de Diancecht, se casa con Ehniu, hija de Balor Malos Ojos. Pero Bres es un tirano odioso. Abruma a sus súbditos con impuestos y gabelas; se burla de Cairbré, hijo de Ogma y el más grande filé (bardo) de Dê Danann. Bres se verá obligado abdicar el poder al cabo de siete años.

 

Entonces, Nuada vuelve a subir al trono, pues su mano natural ha sido sujetada a su muñeca, gracias a la habilidad y los ensalmos de Miach, otro hijo de Diancecht. Éste, por envidia, hace matar a Miach.


Mientras tanto, Bres celebra un consejo secreto en su morada submarina. Convence a los Fomoiré de que le ayuden a expulsar de Irlanda a los Dê Danann. Los preparativos de guerra duran siete años, período durante el cual se va desarrollando Lug, el niño prodigio «maestro de todas las artes».

 

Lug organiza la resistencia de Dê Danann, mientras Goibniu les forja armas y Dincecht hace brotar una fuente maravillosa que cura las heridas y reanima a los guerreros muertos. Pero unos espías fomoiré la descubren y le quitan su eficacia, llenándola de piedras malditas. Después de algunos duelos y escaramuzas, se entabla una gran batalla en la Moytura del norte (llano de Carrowmore, cerca de Sligo).

 

Numerosos guerreros perecen en el curso de la encarnizada lucha: Endech, hijo de la diosa Domnu, muere a manos de Ogma, que sucumbe a su vez. Balor Malos Ojos fulmina a Nuada con su mirada fatal. Pero Lug, con su honda mágica, hace saltar los ojos a Balor. Vencidos y desmoralizados, los horribles Fomoiré retroceden y son arrojados al mar. Bres cae prisionero, y se rompe la hegemonía de los gigantes en la isla.


Pero el poderío de los Dê Danann conocerá una rápida decadencia. Dos deidades del Imperio de los Muertos, Ith y Bilé, desembarcan en la desembocadura del Kenmare e intervienen en las reuniones políticas de los vencedores. Mile, hijo de Bilé, va a reunirse con su padre, en Irlanda, acompañado de sus ocho hijos y de su séquito. Como los invasores anteriores, llegan un primero de mayo En su camino hacia Tara, se encuentran sucesivamente con tres Diosas epónimas: Banba, Fodla y Eriu.

 

Cada una de ellas pide al druida Amergin, consejero-divino de Mile, que ponga su nombre a la isla. La isla recibirá el nombre de Erinn (genitivo de Eriu), porque Eriu formuló su petición en tercer lugar. Después de nuevos y sangrientos combates, en el último de los cuales interviene Manannan, hijo de Llyr (el «Océano»), los tres hijos supervivientes de Mile matan a los reyes Tuatha. Se concierta un tratado de paz; los Tuatha renuncian a Erinn y se retiran al país del Mas Allá, sin más compensación que determinado culto y sacrificios celebrados en memoria suya.

 

Así debió de empezar la religión en Irlanda.

Todo esto es mítico. Sin embargo,

«conviene considerar el mito, no como una fabulación estúpida de la mente humana en lucha con las famosas potencias engañosas de Pascal, sino como una técnica operatoria de igual valor epistemológico que las matemáticas. Tal vez así se comprenderán mejor las lecciones de la Historia, pues ésta está plagada de mitos que no se atreven a decir su nombre. Se comprenderá a los celtas, y su curso intelectual»

(Jean Markale).

Nosotros trataremos de llegar hasta Numinor a través del mito. El camino es largo. Empecemos por el principio. En la mitología céltica se observa una cronología exacta y a todas luces racional, fundada en dos principios inseparables: la vida y la muerte, asociadas ambas a la tierra madre.

 

Existe un paralelismo entre la tierra y el hombre. Éste pasa por tres estados: el nacimiento, la vida y la muerte. En una medalla céltica, cada uno de estos estados está representado por una cabeza de corcel. Las tres cabezas son absolutamente idénticas: hay similitud y una especie de fusión.


El agua estaba estrechamente relacionada con el suelo (y con el subsuelo). Es el elemento fluido: mezclado con el elemento telúrico, y los caracteres sagrados de estos elementos permanecen íntimamente ligados. (Es curioso observar que, según los esquimales iglulik, que viven en Canadá, los hombres, cuando llegaron a la tierra, vivieron, en la oscuridad; nada concreto se dice sobre su origen.)

 

Entonces, no había ningún animal, y el suelo proporcionaba una alimentación pobre y escasa. Pero un solitario recibió la visita de espíritus que venían de otra parte. estos le aconsejaron que descendiese a la casa de la madre de los animales marinos. Siguió el consejo, y se sumergió. Trajo de allí (cosa curiosa) piezas de caza y no pescados, y, al propio tiempo, la alegría para sus semejantes.

 

También puede observarse, entre los celtas, que el señor de los alimentos, Aryaman (etimológicamente, protector é los arios o indoeuropeos), representa un doble papel. En esto se parece un poco a Jano. También existe en el mazdeísmo. Pero su ambigüedad -su benevolencia, opuesta al terror que inspira a veces- no subsiste entre los persas. En la religión de éstos, existen dos fuerzas opuestas: el genio del bien, Ahura Mazda, y el del mal, Ahrimán, que es también poder de las Tinieblas.

 

También encontramos esta oposición en su arte particularmente en la fachada de los edificios, en que los arquitectos combinaban efectos de luz y de sombra, obtenidos con relieves y concavidades. Muchos monumentos aqueménidas lo atestiguan. Y es permisible imaginar este mismo carácter en los edificios de Numinor.


Pero otro elemento viene a sumarse al agua y a la tierra: la luna, cuyo culto figura en las más antiguas leyendas. Como en todos los pueblos de la Antigüedad, se le presta adoración, no por ella misma, sino por su intervención en todas las formas de la vida.

 

La luna ejerce una fuerza en el crecimiento de los vegetales, en los períodos femeninos y en las mareas. Por otra parte, las fases creciente y menguante permitieron a los celtas adquirir nociones precisas de duración y de medida.
Así, pues, los primeros cultos se dedican a nuestro planeta y a su satélite, sin olvidar la superioridad otorgada al agua. Pues la inmersión en ésta «simboliza el retorno a lo preformal», y la salida del agua, el acto cosmogónico de la creación.
 

Debido a esta continuidad inmutable, el oscuro mundo subterráneo, que inspira al principio un terror comprensible, pierde después este aspecto, pues el País de los Muertos es también el Mag Mell: la llanura feliz de los Campos Elíseos, y TIR-NA-N-OG, la tierra de los Jóvenes. Pero, a partir de cierto momento que no se puede precisar, los Dioses subterráneos y acuáticos son remplazados por otros, venidos del espacio.

 

Parece que esta sustitución indica una conmoción, una conquista. Los invasores son los hijos de MIL, que venció a los TUATHA-de-DANANN. Éstos disfrutaron de inmenso poder durante treinta siglos. Para convencemos de esto, basta con examinar, en las costas de Irlanda, fortalezas o muros de granito que fueron fundidos en un espesor de cincuenta centímetros por un arma singularmente parecida al láser o a una fusión termonuclear. Además, se les atribuye la erección de los megalitos.


Su punto de partida está relacionado con un crimen, como en el episodio de la caída judeocristiana (y quizá, también, al de la desaparición de Numinor). Este crimen se dice cometido por Morrigana (demonio de la noche), hija de Bu-an (el Eterno), o de Ernmas (el Asesinado), llamado también Bodb (la Corneja).

 

Sea de ello lo que fuere, los Dioses solares hicieron inclinar la lanza del lado del fuego y por consiguiente, la muerte, considerada desde otro ángulo. En efecto, si en las grandes civilizaciones de Asia y de Grecia el sol tiene, sobre todo, la condición de creador-fertilizador, y simboliza la victoria del espíritu sobre la materia, su ocaso guarda también relación con la decadencia y la desaparición; y así, si engendra al hombre, lo devora también. Sin embargo, Lug, el más importante Dios solar, representa, sobre todo, un papel benéfico y posee grandes cualidades. Es señor indiscutible de las artes, tanto de la paz como de la guerra.

 

Recibe el título de Sahildanach (literalmente, politécnico, herrero, carpintero, poeta, campeón, historiador, hechicero). Desempeña todas las actividades superiores de la tribu. Posee una lanza mágica, que hiere por sí sola al enemigo que amenaza al Dios. Su arco es el arco iris y en Irlanda, la Vía Láctea recibe el nombre de «Cadena de Lug». En cambio, el brillo de su rostro impide que se le pueda mirar a la cara lo cual recuerda el fenómeno que la Biblia denomina «la Gloria del Señor», y la ciencia-ficción «los Grandes Galácticos».

 

También tiene algunos rasgos de Mercurio y, por otra parte, no hay que olvidar los desastrosos efectos de la claridad y de la luz en ciertos mitos griegos, como el de Icaro, en Creta.


Dagda raya a menor altura. Dios de los músicos, encanta, aunque no suscita una gran veneración. Con su arpa mágica, toca sucesivamente los aires del sueño, de la risa, de la tristeza, y sus oyentes duermen, ríen o lloran. Esto recuerda un poco las virtudes de ciertos temas musicales de la India. Algunos de ellos tenían incluso el poder de matar a los que los escuchaban, si eran tocados intempestivamente.


En Irlanda, se venera bajo este mismo nombre de Dagda al Señor del Caldero, que en otras partes se llama Teutates. En todo caso, el culto del caldero se practicó en todos los países célticos.


Además de Lug y Dagda, podemos citar a los hijos de Don. Los galos llamaban Lys Don (corte de Don) a la constelación de Casiopea, y Caer Gwydon (castillo de Gwydon) a la Vía Láctea.


Al cabo de cierto tiempo, se afirma de nuevo la superioridad telúrica. Aunque los hijos de Mile habían transformado el fuego destructor en fuego benéfico, parece que celebraron un trato con los dioses subterráneos. Éstos se refugiaron en las tenebrosas regiones del centro del planeta; pero salen de ellas periódicamente, regresan a la superficie y, visibles o no, pero siempre tangibles, participan en la vida de los hombres.


Mientras tanto, los celtas siguen esperando (si no un redentor o un Mesías) un ser predestinado, Galaad, que indicará el sentido exacto de cada acción, a fin de que sean regeneradas las funciones. Pues el mundo de lo «sagrado» es ambiguo. Si una cosa posee, por definición, una naturaleza fija, hay, por el contrario, una fuerza que engendra el bien o el mal, según la orientación que tome o se le imprima.

Si consideramos la importancia que los celtas atribuyeron a los mitos, nos daremos cuenta de que no se trata de simples fabulaciones. Los mitos representan cuanto pudo existir de opuesto al Logos de los griegos y a la Historia de los latinos. Según los cristianos, son creencias no confirmadas por las Escrituras y que, por tanto, carecen de todo fundamento. Pero podríamos replicarles que pocos acontecimientos vinieron a confirmar las Escrituras.


Lo cierto es que se transmitieron durante largo tiempo, de generación en generación, por vía oral. Así, los primeros textos irlandeses, que constituyen la base del folklore, no pueden considerarse como anteriores al siglo v de nuestra Era, por más que digan los entusiastas. Cierto que no se ha demostrado que no existiesen manuscritos bretones, que pudieron perderse cuando las invasiones normandas. Es verosímil que estos manuscritos, en lengua bárbara que nadie comprendía fuera de la península, fuesen a parar a ciertos monasterios, donde los pondrían de lado, para destruirlos después.


Ignoramos a qué tiempos se remontan exactamente las leyendas cuyo origen se pierde en las brumas de la prehistoria indoeuropea y autóctona (la mayoría de los textos que se han conservado están escritos en gaélico y en galo medio).
La última forma adoptada por los mitos célticos fue el ciclo de la Tabla Redonda de Arturo. Pero, en esta forma, los símbolos siguen siendo oscuros, y, además, la moral cristiana añadió elementos ajenos a las leyendas paganas.

 

Éstas, por ser esotéricas, se presentan envueltas en misterio. «El hombre de la multitud no recibirá el conocimiento», escribió Taliesin. Además, algunos manuscritos fueron puestos a buen recaudo, ya fuese para que no se divulgasen, ya para librarle de los invasores y de las depredaciones de los ladrones.

 

De vez en cuando, oímos hablar de un «escondrijo» o de un depósito de manuscritos, descubierto por casualidad o como consecuencia de minuciosas búsquedas. Uno de los autores de la presente obra estuvo a punto de encontrar uno de estos escondrijos mientras, en 1938, realizaba, en Rennes, investigaciones sobre el culto de Alkar-az.

 

Pero, en definitiva, le fue negado el acceso. Numerosos investigadores, en el curso le los últimos siglos, trataron de interpretar la abundante literatura céltica. Algunos especialistas, como G. Dottin, dedicaron varios libros al análisis y al comentario literario e histórico de los textos que han llegado hasta nosotros. Ya hemos dicho, al principio de este capítulo, que otros se inspiraron en diferentes temas, como el de Numinor.

 

Y algunos, en fin, los desnaturalizaron lastimosamente. Tales exageraciones se deben, quizás, a que, durante largo tiempo, se desdeñó el estudio de esta civilización anterior a la llegada de los griegos a Europa occidental y a la conquista romana.

 

Los helenistas y los latinistas se esforzaron desaforadamente, -durante siglos, en negar toda aportación por parte de los pueblos conquistados, o en reducir al mínimo sus méritos y el interés de los enigmas, que, durante dos milenios, no han hecho más que complicarse. Los historiadores menospreciaron a los celtas hasta el punto de confundirlos a menudo con los cimbros, que, a pesar de haberse aliado con los celtas y teutones, tuvieron un origen completamente distinto.
 

Esta conspiración prosigue aún en nuestros días, por miedo a empañar el brillo de la cultura dispensada a las Galias por Julio César y sus sucesores, y también por los evangelizadores cristianos. Afortunadamente, algunos investigadores ajenos al ostracismo, han intentado, sobre todo a partir del siglo XIX, reconstituir, al menos fragmentariamente, la civilización que nos permite creer en la existencia de Numinor, o situarla con exactitud.

 

Según Eugène Pictard, que muestra, empero, una gran reserva y se adelanta a las tesis de Broca y de Dieterle, la cuna de los pueblos célticos, el Harz, estuvo en Bohemia y Moravia. En el curso del segundo milenio (sin duda en sus comienzos), emigraron y se dividieron. Al cabo de muchos siglos, algunas ramas llegaron incluso a Asia Menor, donde los griegos les dieron el nombre de gálatas (de donde procede el nombre de un barrio de Estambul, en el que se establecieron algunos de ellos). También observaremos que fundaron, en el corazón de Anatolia, la aldea de Ancira, actualmente Ankara.


Pero, por las razones ya expresadas, sus hazañas o sus aportaciones en estas regiones fueron cuidadosamente minimizadas o pasadas en silencio.


Los autores clásicos aludieron sobre todo, al hablar de la intrusión gaélica en Italia y en Delfos, a un salvajismo que infundía terror a las poblaciones autóctonas, como si los indígenas no hubiesen sentido siempre un gran espanta cuando otros pueblos, civilizados o bárbaros, efectuaban incursiones en su territorio.


Un grupo de celtas, procedentes del Harz se desparrama hacia el Oeste, en forma de abanico, entre los años 950 y 700 antes de J. C., en la época de Hallstatt, o Edad del Hierro. Una rama se instala en la Galia; otra pasa por Holanda, Bélgica y la cuenca del Sena, y llega a Escocia y, después, a Irlanda.


Se ha discutido mucho sobre el origen exacto de los indoeuropeos de los que forman parte. Por consiguiente, podría ser muy bien que el Harz no hubiese sido más que un punto de parada de un núcleo de arios venidos de otra parte, del Norte o del Eranvej.


Dada esta diseminación, y las mezclas de pueblos que se produjeron en este inmenso crisol, resulta imposible determinar con precisión las características de la raza celta. Sin embargo, podemos decir que era braquicéfala, y que esta característica se atenuó, en el curso de los siglos, debido a las mezclas con las diversas poblaciones autóctonas encontradas en Escandinavia, Francia, Iberia, Italia, Besarabia, Polonia, etc.

Al principio allá por el año 5000 antes de nuestra Era, tropezamos con una leyenda de tipo Akpallu:

La raza a que pertenece Gri-Cen-Chos es la de los Fomore (fo, debajo; mor, grande y mar), potencias telúrico atlánticas. Son éstos, según el mito, «guerreros» de un solo pie, de un solo brazo y de un solo ojo; con cabeza de cabra, de caballo o de toro; genios ofidios ya sedentarios cuando llegaron los primeros inmigrantes. Contra ellos se estrella cada nueva ola, procedente del mar o de los aires, modificándolos profundamente, aunque sin llegar a eliminarlos. Volvemos, pues, a tropezar con los Akpallus, pero sin escafandra, o vistos de perfil.

La lengua se divide muy pronto en dos grupos: de una parte, el celta o el gaélico; de otra, el kyniers o belga. El gaélico se hablaba sobre todo en las tierras altas de Escocia y en Irlanda, y sus dialectos se diferenciaron progresivamente. Pero, a pesar de la distancia, encontramos numerosas raíces de éstos en el pahlavi e incluso en el persa moderno. Citaremos un ejemplo: Eyber o Aber significa agua en gaélico, que se dice âb en farsi.


En los primeros siglos de la Era cristiana, los celtas utilizaron una escritura: el ogham, fundado en el alfabeto latino y que consiste en unos trazos perpendiculares, a uno y otro lado de una arista central. Después, utilizaron casi siempre el alfabeto latino.

 

Pero así como se ha puesto en duda su cultura, su organización militar perfeccionada ha despertado gran atención. Su caballería, sus carros de guerra, sus campos atrincherados y, sobre todo sus sables de hierro, infundían terror a sus enemigos. Esto ocurría allá por el año 1000 antes de J. C.

 

Semejante organización militar presupone un tecnología. Sin embargo, a juzgar por la poca importancia que les otorgan los historiadores, los celtas no hicieron ningún aporte a las ciencias y a las técnicas. Por lo menos, resulta curioso. La obra de la UNESCO dice por ejemplo en una nota, que los caballos de los ejércitos celtas llevaron herraduras desde el principio. La fabricación en serie de herraduras, ya que debió tratarse de decenas de millares, presupone toda una industria, sobre la cual quisiéramos tener algunos detalles.

 

Conocemos una aldea, La Tène, que fue centro de cultura celta. Pero esta aldea, que data de 500 años antes de J. C., o sea, de al menos dos mil años después del período que nos interesa, se encuentra en Suiza. No es probable que tengamos que buscar allí a Numinor, que, según parece, era puerto de mar...

Aparentemente, la civilización celta, en vez de degenerar, pasó a la clandestinidad en un plano esotérico, mientras creaba, gracias a la utilización del hierro, una poderosa organización militar, que dio origen a la cultura llamada «hallstatt occidental», y que los historiadores dividen, generalmente, en dos períodos: 800 y 650 antes de J. C.

 

Después de lo cual, este celtismo se transforma en la civilización de La Tène, cuyo centro, según acabamos de decir, se encuentra en Suiza.


Pero, antes, los celtas, como todos los habitantes de Europa, pasaron por tiempos difíciles. En el curso de la era posglacial, el país estaba cubierto de bosques poblados de bestias salvajes. En esta naturaleza hostil no podían practicar aún la agricultura, que requiere una seguridad al menos relativa. Permanecieron, pues, durante un tiempo, en la fase de recogida de frutos silvestres. Una de las primeras características de su modo de vida es la domesticación de los caballos.

 

Así como utilizaron en seguida el hierro para herrarlos, sustituyeron sus primitivos útiles de piedra y de sílex por otros de metal. Pero, incluso en aquella época, siguieron abriendo pozos de mina de sílex, como los que se han encontrado en Spiennes, Bélgica, muy bien conservados, de más de diez metros de profundidad y con galerías y estrechos pasadizos, por los que apenas podía deslizarse un hombre provisto de sus herramientas.


La habilidad de los celtas en la metalurgia está comprobada por el gran número de forjas descubiertas en la Galia, y particularmente en Lorena, en Borgoña y en Bretaña, y por el uso que hacían los marinos de las cadenas de hierro para anclar sus barcos, en una época en que los navegantes romanos utilizaban aún cuerdas de cáñamo.

 

Sus herreros conocían procedimientos de temple que daban a sus armas una dureza extraordinaria. También trabajaban la plata y sabían la manera de batirla. Ahora bien, todos estos trabajos presuponen una organización asociativa y, por ende, centros urbanos o, al menos, aglomeraciones importantes.

 

Indudablemente, se había superado la fase de las chozas de barro. Después de las ciudades lacustres, de casas montadas sobre pilotes, debió de haber ciudades próximas a las importantes necrópolis constituidas parcialmente por los monumentos megalíticos. Éstos se encuentran en todo el contorno de los mares del Norte y del océano Atlántico, también en la Europa central.


R. Grosjean, encargado de investigaciones en el Centro Nacional de Investigaciones Científicas descubrió en Filesota, Córcega, vestigios de construcciones muy antiguas, que se remontan, quizás, al segundo milenio antes de nuestra Era. Y las espigas y entalladuras que se observan en las piedras levantadas, particularmente en Stonehenge, dan a entender que los celtas poseían conocimientos arquitectónicos y debían, por consiguiente, edificar casas de piedra. Eran expertos en diversas artes menores, practicaban la cerámica y tejían paños muy ricos para la confección de sus vestidos.


Hay que observar, también, que conocían el empleo del ámbar amarillo (el «elektron» de los griegos), desde el Báltico hasta el Mediterráneo. Lo utilizaban como adorno, pero también con fines profilácticos, y, con esta sustancia, que, según Tácito, era el jugo de una materia sumergida, confeccionaban collares para los niños. En efecto, se decía que el ámbar tenía virtudes terapéuticas, e inmunizaba contra diversas enfermedades.


Tanto las técnicas como los mitos se transmitían por vía oral y eran, probablemente, patrimonio de la clase sacerdotal. Ésta constituía una verdadera corporación de filósofos naturalistas y espiritualistas: los druidas. Aunque ninguna de sus doctrinas y actividades fueron registradas en un libro, las conocemos gracias a varios escritores latinos, como Diógenes Laerce, Julio César, Estrabón, Tácito y Plinio el Viejo. Además, hallamos algunas informaciones a su respecto en algunas vidas de santos y también, naturalmente, en las leyendas galas.


Su cofradía parece haber estado emparentada con la de los magos de la religión de Zoroastro y también, un poco, con la de los poseedores de los dogmas védicos; lo cual no es de extrañar, ya que celtas, persas y arios de la India constituyen tres de los vástagos de la gran familia lingüística y cultural de los indoeuropeos, mientras que la rama de los griegos presentaba sensibles diferencias, por haber absorbido las creencias, los conocimientos, las tradiciones y el fondo cultural cretense, lo mismo que los latinos, que fueron discípulos de los helenos y herederos de los etruscos.


La originalidad de los druidas residía, pues, principalmente, en el culto naturalista y en el ceremonial de las estaciones. Además, según dicen los romanos, carecían de templos y reunían a los fieles en los claros de los bosques.


Gozaban de gran consideración. Según el narrador de la «razzia» de los bueyes de Cooley, estaba prohibido a los ulates hablar ante el rey y a los reyes, antes que su druida. Estos actuaban de consejeros políticos de los soberanos y de preceptores de los jóvenes nobles, y practicaban una medicina fundada en el efecto curativo de ciertas plantas.


Por otra parte, los celtas, según hemos dicho, no se limitaban a adorar la Luna como astro, sino también en consideración a su múltiple influencia. Después de observarla largamente, no sólo le otorgaron un importante lugar en los motivos decorativos de sus medallas, sino que concibieron un calendario fundado en las comprobaciones hechas a su respecto, tomando como base las estaciones y las lunaciones.

 

En sus funciones culturales estaban asistidos por los bardos, cantores de himnos litúrgicos, que celebraban el culto de los héroes. Gozaban, además, de un poder oculto, y, según se dice, realizaban prodigios en comunicación con las fuerzas espirituales del más allá. Pues creían en la inmortalidad del alma y en la metempsícosis, y pronunciaban profecías, aunque esto incumbía tal vez a las druidesas, de las que sabemos poca cosa.

 

Los oubages, adivinos y sacrificadores, les prestaban igualmente su concurso. Pero el sacrificio no equivalía, como se tiende a creer, a una inmolación. Era consentido e incluso ambicionado. Se trata, nos dice Jean Markale,

«de una operación psíquica, en el curso de la cual se despoja al sacrificado de las escorias que le estorban, por grados sucesivos, y trata de alcanzar la divinidad: el Ser Perfecto».

El último grado es, naturalmente, la muerte, a la que se abandona el iniciado, sin duda como los hinduistas que se hacían aplastar por las ruedas del carro de Jarjenatte, en la India.


Pero aunque tengamos, de manera indirecta, una idea vaga de su saber y de sus costumbres, varias de éstas se han conservado; en particular, ciertas fiestas que fueron incorporadas al rito cristiano. Tal es el caso de la «Víspera de Todos los Santos»; de la fiesta de la Primavera, que, por lo demás, era mucho más precoz que nuestro Primero de Mayo, y también de las hogueras de San Juan. Lo propio puede decirse de la Navidad.

 

En efecto: en esta época del invierno, los celtas solían adornar sus casas con muérdago, y en particular la entrada, para implorar la gracia de la prosperidad. Más de mil quinientos años después de que los romanos prohibiesen el druidismo (sobre todo después de haberse convertido al cristianismo), Goethe tuvo noticia de esta tradición, que perduraba en ciertas regiones y particularmente en Alsacia, y habló de ella a sus amigos y, después, la celebró en sus escritos.

 

Pero el muérdago, muy raro en Alemania, fue remplazado por la rama de abeto Inmediatamente, los emigrantes propagaron la costumbre en toda Europa y en América del Norte. En la actualidad, se ha extendido a Asia, e incluso en los hogares musulmanes de Teherán se iluminan, el 25 de diciembre, los árboles de Navidad cargados de regalos, sin dar el menor sentido religioso a esta manifestación que, por lo demás, es estrictamente profana y simplemente tolerada por la cristiandad.

Todo esto parece alejarnos considerablemente de Numinor. En realidad, convenía, para hacer creíble la existencia de una ciudad de la que no subsiste rastro alguno, pero cuyo esplendor es cantado por las leyendas, mostrar que es, al menos, probable, dado el nivel cultural, artístico espiritual de la sociedad céltica.


Alguien trató de relacionar su nombre con el más reciente de Numinoë, muy posterior a la época céltica, y cuya historia vamos a referir para mejor refutar esta hipótesis.


En el año 824 de la Era cristiana, el rey Ludovico Pío nombró duque de Bretaña y señor de los bretones al conde de Vannes, que se llamaba Numinoë.


Al principio, Numinoé se mostró aparentemente leal a Ludovico Pío. Pero cuando los hijos de éste se disputaron el Imperio, recobró su absoluta libertad de acción, actuó como verdadero soberano, organizó la unidad bretona y se ganó, por ello, el título de «Padre de la Patria». Habiéndose declarado en favor de Lotario, soberano alejado y, por ello, poco molesto, desafió abiertamente a Carlos el Calvo.


Éste llevó a cabo una expedición para someterle y apoderarse definitivamente de la península. Pero fracasó, pues, el 22 de noviembre de 845, fue derrotado en Ballon, al sur de Rennes, y obligado a reconocer la autoridad de Numinoë en Bretaña. Pero Numinoë no se contentó con esto, sino que se apoderó de Rennes y de Nantes y se anexionó la famosa, Marche, dando así sus lindes al futuro Ducado, que son actualmente los de los cinco departamentos bretones.

 

Cegado por sus triunfos, Numinoë se convirtió en conquistador. Invadió Anjou, Maine y el Vendòmois. Murió el 7 de marzo de 851 y fue enterrado en la abadía de Saint-Sauveur de Redon, fundada bajo su patrocinio por Conwoion, arcediano de Vannes, y que llegó a ser una de las más brillantes abadías bretonas.


Sin embargo, Numinoë había tenido tiempo de trazar las líneas generales de una reforma política, administrativa y religiosa. Como era vannetés, trasladó el centro político del país de Nantes a Vannes. Reorganizó y delimitó los obispados del Norte (St-Pol-de-Léon, Tréguier, St-Brieux, St-Malo y Dol), despojándoles, por lo demás, de su carácter monástico. Depuró el clero del Sur, tradicionalmente galorromano, y trató de apartar a toda la Iglesia bretona de la obediencia de Tours, proponiendo la creación de una nueva metrópoli, bretona, en Dol.


La figura de Numinoë no carece de grandeza ni de mérito. Es uno de los pocos soberanos bretones que consiguió una cohesión perfecta en un país poco inclinado a la unidad y desgarrado como en tiempos de los galos y de los bretones insulares, por querellas intestinas y luchas de preeminencia muy acordes con la mentalidad céltica.

 

Pero esta cohesión no duraría mucho tiempo. Parece evidente que este Numinoë fue el jefe celta supremo de la época, el Pendragon cuya autoridad se extendía sobre todo el celtismo y que, por la propia fuerza de su nombre, pretendía ser de Numinor.

Nos parece mucho más lógico considerar las ciudades desaparecidas que menciona la literatura céltica, aunque ninguna de ellas lleve el nombre de Numinor. Estas desapariciones coinciden, por lo demás, con cataclismos naturales. Hacia el año 1200 antes de J. C., descendió en Europa el nivel de los mares, de los lagos y de los pantanos, y esta disminución de la humedad trajo consigo una aceleración del progreso.

 

Pero a fines de la Edad del Bronce, o Primer Período de Hallstatt (ap. 530 a. de J. C.) se produjo un nuevo cambio climático. Después de unas lluvias torrenciales, que provocaron inundaciones, las costas de los mares del Norte se anegaron parcialmente y, con ellas, varios puertos del Báltico, de Bretaña, del país de Gales y de Irlanda. Esto permite dar mayor crédito a la leyenda bretona de la ciudad de Ys.

 

Aunque hay que reconocer que ésta ha llegado hasta nosotros con elementos románticos propios de la tradición medieval, gracias al Lai Graelent-Muer, atribuido a María de Francia, y al Misterio de Saint-Gwendolé, drama bretón armoricano (del siglo XVI).


Entonces, no todo es símbolo o mito en estos dos relatos: Gradlon, rey de Cornualles, en el curso de un largo viaje, se ha casado con un hada de extraordinaria belleza. Durante el viaje de regreso, ella da a luz una hija, Dahuit o Abes, y muere inmediatamente después del parto. El viudo consagra todo su cariño a Dahuit. Pero se convierte al cristianismo. (Esta parte de la leyenda no es sólo mucho más reciente que el resto, sino que tiene un carácter moralizador en el sentido religioso, tal como nosotros lo entendemos.)

 

En efecto, Dahuit sigue siendo pagana. Y, para vivir apartada de la Corte, pide a su padre que le construya una ciudad a orillas del mar. El padre cede, a este capricho, y protege la ciudad con un dique provisto de una puerta de bronce.


Alberto el Grande la sitúa en la bahía de Douarnenez. Según la leyenda, impera el lujo en la ciudad y, además, sus moradores se entregan a continuas orgías. Dios encarga su castigo a Gwendolé. El santo varón avisa a Gradlon, rey piadoso y justo, que consigue salvar sus bienes y emprender la huida. Pero Dahuit y sus disipados compañeros perecen ahogados en la ciudad engullida por las aguas.


Ahora bien, una leyenda parecida la encontramos en el País de Gales, la del Libro Negro de Camãrthen, y otra en Irlanda, en el manuscrito de Leabhar na H. Uidre. En estos textos, y en otros igualmente relativos a ciudades que desaparecieron sin dejar rastro, se observan algunas variantes. En algunos de ellos, no se trata de la invasión de las aguas del mar, sino de una fuente mágica que se desborda.

 

En otras, interviene un monstruo (casi siempre marino): el de Loch Ness, en Escocia, o el de la Muerte del Curoi, en Irlanda. También encontramos este tema en Escandinavia. Por ejemplo, Selma Lagerloff refiere, en Nils Holgerson, el castigo infligido a los moradores de Vineta, que vivían entregados a la lujuria. La ciudad es sumergida por las olas. Aunque, cada siglo, emerge por una noche.

 

La literatura épica abunda también en relatos de una ciudad desierta que aparece ante los ojos de un ejército que la ataca y que después desaparece misteriosamente. O bien de una fortaleza que se desvanece al acercarse un visitante, como Parsifal, que va en busca del Santo Grial. Naturalmente, pueden atribuirse varios sentidos a estas desapariciones.


Los cristianos trataron de dar un carácter punitivo a estas destrucciones, análogas a la de Sodoma y Gomorra en el Antiguo Testamento. Pero también la desaparición se puede interpretar como una necesidad de conservar secreto el poder espiritual de los celtas, que resuelven por ellos mismos pasar a la clandestinidad.

 

Los recientes descubrimientos de ciudades tales como Çatal Huyuk o de los vestigios de Filatosa, permiten, sin embargo, esperar que Numinor haya existido en realidad y que un día, tal vez próximo, la descubran los arqueólogos, los espeleólogos o los oceanógrafos, y aporten, de este modo, una prueba irrefutable del nivel que alcanzó sin duda la civilización céltica.

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