PRIMERA PARTE

EL FUTURO ANTERIOR

Homenaje al lector apresurado. — Una dimisión en 1875. — Los pájaros de mal agüero. — Cómo el si­glo XIX cerraba las puertas. — El fin de las ciencias y la represión de lo fantástico. — El desespero de Poincaré. — Somos nuestros propios abuelos. — ¡Juventud! ¡Juventud!

¿Cómo es posible que, hoy en día, un hombre inte­ligente no tenga prisa? «¡Levántese, caballero, pues tie­ne grandes cosas que hacer!» Pero cada vez hay que le­vantarse más temprano. Aceleren sus máquinas de ver, de oír, de pensar, de recordar, de imaginar. Nuestro mejor lector, el más caro a nuestros ojos, habrá termi­nado con nosotros en dos o tres horas. Conozco algu­nos hombres que leen, con el máximo de provecho, cien páginas de matemáticas, de filosofía, de Historia o de arqueología en veinte minutos. Los actores apren­den a «situar» su voz. ¿Quién nos enseñará a «situar» nuestra atención? Hay una altura a partir de la cual todo cambia de velocidad. No soy, en esta obra, uno de esos escritores que pretenden, meciéndole, conservar a su lado al lector el mayor tiempo posible. Nada para el sueño, todo para la vigilia. Vamos, pronto, ¡tomen y márchense! Fuera les esperan otras preocupaciones. En caso necesario, sáltense capítulos, empiecen por donde les plazca, lean en diagonal: éste es un instrumento para múltiples usos, como los cuchillos de los excursionistas. Por ejemplo, si temen llegar demasiado tarde al meollo del asunto que les interesa, salten estas primeras páginas.

Sepan solamente que en ellas se explica cómo el siglo XIX había cerrado sus puertas a la realidad fan­tástica del hombre, del mundo, del Universo; cómo el siglo xx ha vuelto a abrirlas, aunque nuestra moral, nuestra filosofía y nuestra sociología, que deberían ser contemporáneas del futuro, no lo son en modo alguno y permanecen aferradas a este anticuado siglo XIX. No se ha tendido aún el puente entre el tiempo de los tra­bucos y el de los cohetes, aunque se piensa en ello. Es­cribimos para que se piense más aún. Como tenemos prisa, no lloramos sobre el pasado, sino sobre el pre­sente, y lloramos de impaciencia. Eso es todo. Ya saben lo bastante para hojear deprisa este comienzo y pasar, si quieren, más adelante.

La Historia no ha conservado su nombre, y es una lás­tima. Era director del Patent Office americano, y fue él quien tocó a zafarrancho. En 1875 envió su dimisión al Secretario de Estado para el Comercio. ¿Por qué seguir?, decía en sustancia; ya no queda nada que in­ventar.

Doce años después, en 1887, el gran químico Marcellin Berthelot escribía: «De ahora en adelante, el Universo'tiene ya misterios.» Para obtener una imagen co­herente del mundo, la ciencia había despejado la plaza. La perfección por la omisión. La materia estaba consti36

tuida por cierto número de elementos imposibles de transformar unos en otros. Pero, mientras Berthelot rechazaba en su sabia obra los sueños alquimistas, los ele­mentos, que nada sabían de ello, seguían transmutándose bajo el efecto de la radiactividad natural. En 1852, Reichenbach había expuesto el fenómeno, que había sido inmediatamente rechazado. Trabajos realizados en 1870 evocan «un cuarto estado de la materia» compro­bado con ocasión de la descarga de los gases. Pero ha­bía que reprimir todo misterio. Represión: ésta es la palabra. La idea del siglo XIX puede someterse a psicoa­nálisis.

Un alemán llamado Zeppelin, de vuelta a su tierra después de haber combatido en las filas sudistas, trató de interesar a los industriales en la dirección de globos. «¡Desgraciado! ¿No sabe que hay tres temas sobre los cuales la Academia de Ciencias francesa no admite dis­cusión? Son la cuadratura del círculo, el túnel bajo la Mancha y los globos dirigidos.» Otro alemán, Hermán Gaswindt, proponía la construcción de máquinas volantes más pesadas que el aire, propulsadas por cohetes. El ministro de la Guerra alemán, después de haber consultado a los técnicos, escribió sobre el quinto manus­crito: «¿Cuándo reventará de una vez ese pájaro de mal agüero?»

Los rusos, por su parte, se habían sacudido otro pá­jaro de mal agüero, Kibaltchich, que era también partidario de las máquinas voladoras con cohetes. Pelotón de ejecución. Cierto que Kibaltchich había empleado sus conocimientos técnicos para fabricar una bomba que acababa de matar al emperador Alejandro II. En cambio, no había motivo para enviar al cadalso al pro­fesor Langley, del Smithsonian Institute americano, que proponía unas máquinas voladoras accionadas por motores de explosión, recientemente inventados. Se le degradó, se le arruinó y se le expulsó del Smithsonian.

El profesor Simón Newcomb demostró matemática­mente la imposibilidad de volar con algo más pesado que el aire. Unos meses antes de la muerte de Langley, que se murió de pena, un chiquillo inglés volvió lloran­do un día a la escuela. Había mostrado a sus compañe­ros una fotografía de una maqueta, que Langley acaba­ba de enviar a su padre. Éste había proclamado que los hombres acabarían por volar. Los compañeros se bur­laron de él. Y el maestro le dijo: «Amigo mío, ¿ acaso su padre es un tonto?» El supuesto tonto se llamaba Herbert George Wells.

Todas las puertas se cerraban, pues, con ruido seco. No había, en efecto, más remedio que dimitir, y M. Brunetiére  pudo   hablar  tranquilamente,   en   1895,   de «La quiebra de la ciencia». El célebre profesor Lippmann, en la misma época, declaraba a uno de sus alum­nos que la Física estaba acabada, clasificada, archivada y completa, y que haría mejor en emprender nuevos ca­minos. El alumno se llamaba Helbronner y había de convertirse en el primer profesor de fisicoquímica de Europa y hacer notables descubrimientos sobre el aire líquido, los ultravioleta y los metales coloidales. Moissan, el químico genial, se veía obligado a la «autocríti­ca» y a declarar públicamente que jamás había fabrica­do diamantes y que se trataba de un error experimental. Inútil buscar más lejos: las maravillas del siglo eran la máquina de vapor y la lámpara de gas; jamás la Huma­nidad haría mayores inventos. ¿La electricidad? Simple curiosidad técnica. Un inglés loco, Maxwell, había pre­tendido que por medio de la electricidad se podían pro­ducir rayos luminosos invisibles: una broma.

Algunos años más tarde, Ambrose Bierce podría escribir en su Dictionnaire du Diable: «No se sabe lo que es la electri­cidad, pero, en todo caso, alumbra mejor que un caba­llo de vapor y va más aprisa que un mechero de gas.» En cuanto a la energía, era una entidad totalmente independiente de la materia y que no tenía misterio al­guno. Estaba compuesta de fluidos. Los fluidos lo lle­naban todo, se dejaban describir por ecuaciones de gran belleza formal y daban satisfacción al pensamien­to: fluido eléctrico, luminoso, calorífico, etc. Una pro­gresión continua y clara: la materia en sus tres estados (sólido, líquido y gaseoso) y los diversos fluidos ener­géticos, más sutiles aún que los gases. Bastaba con re­chazar como sueño filosófico las nacientes teorías del átomo para conservar una imagen «científica» del mun­do. Se estaba muy lejos de los granos de energía de Plank y Einstein.

El alemán Clausius demostraba que no era conce­bible otra fuente de energía que el fuego. Y la energía, si se conserva en cantidad, se degrada en calidad. El Uni­verso fue un día montado como un reloj. Se parará cuando se afloje el muelle. Nada que esperar, nada de sorpresas. En este Universo de previsible destino, la vida habría aparecido por casualidad y habría evolucio­nado por el simple juego de las selecciones naturales. Y en la cima definitiva de esta evolución: el hombre. Un conjunto mecánico y químico, dotado de una ilusión: la conciencia. Bajo los efectos de esta ilusión, el hombre había inventado el espacio y el tiempo: visiones de la mente. Si alguien hubiese dicho a un investigador ofi­cial del siglo XIX que la física absorbería un día el espa­cio y el tiempo y estudiaría experimentalmente la cur­vatura del espacio y la contracción del tiempo, aquél habría llamado a la Policía. El espacio y el tiempo no tienen existencia real. Son conceptos de matemáticos y temas de gratuita reflexión para filósofos. El hombre no sabría qué hacer de estas grandezas. A despecho de los trabajos de Charcot, de Breuer y de Hyslop, la idea de perfección extrasensorial o extratemporal debe ser rechazada con desprecio. Sabio hijo mío, ¡procura te­ner siempre limpia la nariz!

Era inútil intentar la exploración del mundo inte­rior, pero, sin embargo, había un hecho que introducía bastones en las ruedas de la simplificación: se hablaba mucho de la hipnosis. El ingenuo Flammarion, el du­doso Edgar Poe, el sospechoso H. G. Wells, se intere­saban en el fenómeno. Ahora bien, por fantástico que pueda parecemos, el siglo XIX oficial demostró que la hipnosis no existía. El paciente tiene tendencia a mentir, a simular para complacer al hipnotizador. Esto es exacto. Pero, desde Freud y Morton Price, se sabe que la personalidad puede dividirse. Partiendo de críticas exactas, aquel siglo logró crear una mitología negativa, eliminar todo rastro de lo desconocido en el hombre, reprimir toda sospecha de misterio.

También la biología estaba terminada. M. Claude Bernard estrujó todas sus posibilidades y se había llegado a la conclusión de que el cerebro segrega el pensa­miento, como el hígado la bilis. Sin duda se llegaría a descubrir aquella secreción y a escribir su fórmula quí­mica de acuerdo con la bonita distribución en hexágo­nos inmortalizada por M. Berthelot. Cuando se supiera cómo se asociaban los hexágonos de carbono para crear el espíritu, se habría escrito la última página. ¡Que nos dejen trabajar en serio! ¡Los locos, al manicomio! Una hermosa mañana de 1898, un grave caballero ordenó al ama de llaves que no dejara leer Julio Verne a sus hijos. El grave caballero se llamaba Edouard Branly. Acababa de renunciar a sus fútiles experimentos sobre las ondas para convertirse en médico de barrio.

El sabio debe abdicar. Pero debe también reducir a la nada a los «aventureros», es decir, a la gente que reflexiona, que imagina, que sueña. Berthelot ataca a los filósofos «que se baten contra su propio fantasma en la arena solitaria de la lógica abstracta» (he aquí una bue­na descripción de Einstein, por ejemplo). Y Claude Bernard declara:

«Un hombre que descubre el hecho más sencillo sirve más a la Humanidad que el más grande filósofo del mundo.» La ciencia debería ser sólo experimental. Fuera de ella, no hay salvación. Cerremos las puertas. Nadie igualará jamás a los gigantes que han inventado la máquina de vapor.

En este Universo organizado, inteligible y, por lo demás, condenado, el hombre debería mantenerse en su justo lugar de epifenómeno. Nada de utopías ni de esperanza. El combustible fósil se agotará en unos cuantos siglos, y vendrá el fin por frío y por hambre.

Jamás el hombre volará, jamás viajará por el espa­cio. ¡Extraña prohibición la de la visita a los abismos marinos! Nada impedía al siglo XIX, dado el estado de su técnica, construir el batiscafo del profesor Piccard. Nada se lo impedía, salvo la preocupación del hombre de «mantenerse en su lugar».

Turpin, que inventa la melinita, no tarda en verse recluido. Se desanima a los inventores de los motores de explosión y se intenta demostrar que las máquinas eléctricas no son más que formas del movimiento con­tinuo. Es la época de los grandes inventores aislados, rebeldes, acosados. Hertz escribe a la Cámara de Co­mercio de Dresde que hay que desanimar a los que in­vestigan sobre la transmisión de las ondas hertzianas: no es posible ninguna aplicación práctica. Los expertos de Napoleón III prueban que la dínamo Gramme no dará vueltas jamás.

Los doctos académicos no se molestan a causa de los primeros automóviles, de los submarinos, de los dirigibles, de la luz eléctrica (¡un truco de ese dichoso Edison!). Pero existe una página inmortal. Es el acto de la recepción del fonógrafo en la Academia de Ciencias de París:

«En cuanto la máquina empieza a emitir algu­nas palabras, el señor Secretario Perpetuo se lanza so­bre el impostor y le aprieta la garganta con puño de hierro. ¡Véanlo ustedes!, les dice a sus colegas. No obs­tante, para general asombro, la máquina sigue emitien­do sonidos.»

Mientras tanto, algunos espíritus gigantes, fuertemente .contrariados, se arman en secreto, preparando la más formidable revolución de ideas que el hombre «históri­co» haya conocido. Pero por lo pronto, todos los cami­nos están cerrados.

Cerrados hacia delante y hacia atrás. Se rechazan los fósiles prehumanos que empiezan a descubrirse en cantidad. ¿Acaso no ha demostrado el gran Heinrich Helmholtz que el sol saca su energía de su propia contracción, es decir, de la única fuerza que, junto con la combustión, existe en el Universo? ¿Y no muestran sus cálculos que, cuanto más, unos centenares de miles de años nos separan del nacimiento del sol? ¿Cómo habría podido producirse una larga evolución? Y, además, ¿quién encontrará jamás la manera de poner fecha al pasado del mundo? En este breve lapso entre dos na­das, nosotros, los epifenómenos, permanecemos graves. ¡Hechos! ¡Sólo queremos hechos!

Al no alentarse las investigaciones sobre la materia y la energía, los más curiosos se meten en un callejón sin salida: el éter. Es el medio que penetra toda materia y sirve de soporte a las ondas luminosas y electromagnéticas. Es a la vez infinitamente sólido e infinitamente tenue. Lord Rayleigh, que representa, a fines del si­glo XIX, la ciencia oficial inglesa en todo su esplendor, construye la teoría del éter giroscópico. Un éter com­puesto de múltiples peonzas girando en todos sentidos y reaccionando entre ellas. Aldous Huxley escribirá más tarde que «si una obra humana puede dar idea de la fealdad de lo absoluto, lo ha logrado la teoría de Lord Rayleigh».

Las inteligencias disponibles en los albores del si­glo xx se hallan enfrascadas en las especulaciones sobre el éter. En 1898, se produce la catástrofe: el experimen­to de Michelson y Henri Poincaré, matemático genial, sentía gravitar sobre sí el enorme peso de ese siglo XIX que había sido carcelero y verdugo de lo fantástico. Él habría descubierto la relatividad si se hubiese atrevido. Pero no se atrevió. La, valeur de la Science, La Science et l'Hypothése, son obras desesperadas y de dimisión. Para él, la hipótesis científica no es nunca verdadera; sólo puede ser útil. Y es como una fonda española: sólo se encuentra en ella lo que uno lleva. Según Poincaré, si el Universo se contrajese un millón de veces, y noso­tros con él, nadie advertiría nada. Especulaciones inúti­les, por ajenas a toda realidad sensible. Su argumento fue citado hasta principios de nuestro siglo como mo­delo de profundidad. Hasta el día en que un experto in­geniero hizo observar que, por lo menos, se daría cuen­ta el tocinero, pues todos sus jamones se vendrían al suelo. El peso de un jamón es proporcional a su volu­men, pero la fuerza de un hilo no es proporcional a su sección. ¡Que se contraiga el Universo un millón de ve­ces, y todos los jamones irán por los suelos! ¡Pobre, viejo y querido Poincaré! Este maestro del pensamiento había escrito:

«Basta el sentido común para decir­nos que la destrucción de una ciudad por la desintegra­ción de medio kilo de metal es una imposibilidad evi­dente.»

Carácter limitado de la estructura física del Univer­so, inexistencia de los átomos, débiles recursos de la energía fundamental, incapacidad de una fórmula ma­temática que dé más de lo que contiene, vacuidad de la intuición, estrechez y mecanicidad absoluta del mundo interior del hombre: tal es el espíritu de las ciencias, y este espíritu se extiende a todo, crea el clima que empa­pa a toda la inteligencia de este siglo. ¿Un siglo pequeño? No. Alto, pero estrecho. Como un enano al que se hubiese estirado.

Bruscamente, las puertas cuidadosamente cerradas por el siglo XIX sobre las infinitas posibilidades del hombre, de la materia, de la energía del espacio y del tiempo, saltarán en pedazos. Las ciencias y la técnica darán un salto formidable, y se pondrá de nuevo a dis­cusión la naturaleza misma del conocimiento.

No es un progreso: es una transmutación. En este otro estado del mundo, la propia conciencia tiene que mudar de estado. Hoy día, en todos los dominios, se han puesto en movimiento todas las formas de la imaginación. Salvo en los terrenos en que se desarrolla nues­tra vida «histórica», taponada, dolorosa, al modo precario de las cosas anticuadas. Un inmenso foso separa al hombre de la aventura de la Humanidad, a nuestras sociedades de nuestra civilización. Vivimos sobre unas ideas, una moral, una sociología, una filosofía y una psicología que pertenecen al siglo XIX. Somos nuestros propios bisabuelos. Contemplamos cómo se elevan los cohetes en el cielo y cómo vibra la Tierra con mil nuevas radiaciones, mientras chupamos la pipa de Thomas Graindorge. Nuestra literatura, nuestros debates filo­sóficos, nuestros conflictos ideológicos, nuestra actitud ante la realidad, todo duerme detrás de las puertas que acaban de saltar. ¡Juventud! ¡Juventud! Ve y anuncia a todo el mundo que las puertas están abiertas y que el Exterior acaba ya de entrar.

II

La delectación burguesa. — Una dama de la inteligen­cia o la tempestad del idealismo. —Apertura a otra realidad. — Más allá de la lógica y de las filosofías litera­rias. — La noción de eternidad presente. — Ciencia sin conciencia: ¿y conciencia sin ciencia? — La esperanza.

«La marquesa tomó su té a las cinco.» Valéry decía, más o menos, que no pueden escribirse tales cosas cuando se ha entrado en el mundo de las ideas, mil ve­ces más vigoroso y romántico, mil veces más real que el mundo del corazón y de los sentidos. «Antonio amaba a María, que ama a Pablo; fueron muy desgraciados y tuvieron muchas nadas.»

¡Toda una literatura! Palpita­ciones de amibas y de infusorios, cuando el Pensamien­to arrastra tragedias y dramas gigantescos, transmuta seres, transforma civilizaciones, moviliza enormes ma­sas humanas. ¡Soñolientos goces, delectación burguesa! Nosotros, adeptos de la conciencia despierta, trabaja­dores de la tierra, sabemos dónde están la insignifican­cia, la decadencia, el juego corrompido...

Las postrimerías del siglo XIX marcan el apogeo del teatro y de la novela burguesa, y la generación literaria de 1885 reconocerá un momento como maestros a Anatole France y Paul Bourget. Ahora bien, en la mis­ma época, se representa, en el campo del conocimiento puro, un drama mucho más grande y palpitante que el de los héroes del Divorce o los del Lys Rouge. Una sú­bita borrachera se desliza en el diálogo entre materialis­mo y espiritualismo, ciencia y religión. Del lado de los sabios, herederos del positivismo de Taine y de Renán, ciertos descubrimientos formidables hacen que se de­rrumben las murallas de la incredulidad. No se creía más que en las realidades debidamente comprobadas: bruscamente, lo irreal se hace posible. Obsérvenlo como si se tratara de una intriga romántica con presen­tación de personajes, intervención de los traidores, pasiones contrariadas y debates entre las ilusiones.

El principio de la conservación de la energía era algo sólido, cierto, inconmovible. Y he aquí que el ra­dio produce energía sin tomarla de ninguna fuente. Se estaba seguro de la identidad de la luz y de la electrici­dad: no podían propagarse más que en línea recta y sin cruzar obstáculos Y he aquí que las ondas y los rayos X atraviesan los cuerpos sólidos. En los tubos de descar­ga, la materia parece desvanecerse, transformándose en corpúsculos. En la Naturaleza se produce la transmuta­ción de los elementos: el radio se convierte en helio y plomo. El Templo de la Certidumbre se hunde. ¡El mundo ya no sigue el juego de la razón! ¿Será todo posible? De un solo golpe, los que saben, o creían saber, de­jan de separar lo físico de lo metafísico, lo comprobado y lo soñado. Los pilares del Templo se esfuman, los sa­cerdotes de Descartes se vuelven locos. Si el principio de la conservación de la energía es falso, ¿qué impide que el médium fabrique un ectoplasma partiendo de la nada? Si las ondas magnéticas atraviesan la Tierra, ¿por qué no puede viajar un pensamiento? Si todos los cuerpos emi­ten fuerzas invisibles, ¿por qué no pueden emitir un cuerpo astral? Si existe una cuarta dimensión, ¿será ésta del dominio de los espíritus?

Madame Curie, Crookes, Lodge, hacen bailar los veladores. Edison intenta construir un aparato para comunicarse con los muertos. Marconi, en 1901, cree haber captado mensajes de los marcianos. Simón Newcomb encuentra perfectamente natural que un médium materialice conchas frescas del Pacífico. Un temporal de irrealidades fantásticas derriba a los buscadores de realidades.

Pero los puros, los irreductibles, intentan rechazar la marea. La vieja guardia del positivismo libra un últi­mo combate por su honor. Y, en nombre de la Verdad, en nombre de la Realidad, lo niega todo en bloque: los rayos X y los ectoplasmas, los átomos y el espíritu de los muertos, el cuarto estado de la materia y los marcianos.

Y así se desarrollará, entre lo fantástico y la realidad, un combate a menudo absurdo, ciego, desordenado, que pronto resonará en todas las formas del pensamiento, en todos los campos: literario, social, filosófico, moral, estético. Sin embargo, será la ciencia física la que restable­cerá el orden, no por regresión, no por amputación, sino por adelantamiento. Ello se debe al esfuerzo de unos ti­tanes como Langevin, Perrin, Einstein. Y aparece una ciencia nueva, menos dogmática que la antigua. Las puer­tas se abren sobre una realidad distinta. Como en toda gran novela, no hay finalmente ni buenos ni malos y todos los héroes tienen razón si el novelista se ha situado en una dimensión complementaria donde los destinos se encuen­tran y se confunden, elevados todos juntos a un grado superior.

¿Dónde estamos hoy en día? Las puertas se han abierto en casi todos los edificios científicos, pero el edificio de la física se ha quedado casi sin paredes: una catedral toda de cristales en la que se reflejan las luces de otro mundo, infinitamente próximo.

La materia se ha manifestado tan rica o acaso más rica en posibilidades que el espíritu. Encierra una ener­gía incalculable, es susceptible de infinitas transforma­ciones, sus recursos son imprevisibles. El término «materialista», en el sentido del siglo XIX, ha perdido todo sentido, lo mismo que el término «racionalista».

Ya no existe la lógica del «sentido común». En la otro de ellos. A los ojos del sentido común, un electrón es un objeto. Posee un peso definido, produce un destello luminoso al chocar con una pantalla de televisión y un golpe cuando choca con un micrófono. Ya tene­mos un objeto lo bastante pequeño para pasar por uno de nuestros orificios. Ahora bien, la observación con el microscopio electrónico nos enseñará que el electrón ha pasado a la vez por los dos agujeros. ¡Cómo! ¡Si ha pasado por uno, no puede haber pasado al mismo tiem­po por el otro! Pues sí, ha pasado por los dos. Es una locura, pero se ha comprobado experimentalmente. De los intentos de explicación han nacido diversas doctrinas, en particular la mecánica ondulatoria. Pero la me­cánica ondulatoria no logra explicar totalmente un he­cho tal que se mantiene fuera de nuestra razón, la cual no puede funcionar más que a base del sí o el no, de A o de B. Para que pudiéramos comprender, habría que modificar la estructura de nuestra raza. Nuestra filoso­fía exige la tesis y la antítesis. Hay que creer que, en la filosofía del electrón, tesis y antítesis son verdaderas a la vez. ¿Hablamos del absurdo? El electrón parece obedecer a leyes, y la Televisión, por ejemplo, es una realidad. El electrón, ¿existe o no? Lo que la Naturale­za llama existir no tiene existencia a nuestros ojos. El electrón, ¿es ser o es nada? He aquí una pregunta abso­lutamente falta de sentido. Así desaparecen, en el extre­mo del conocimiento, nuestros métodos de pensamien­to habitual y las filosofías literarias, nacidas de una visión anticuada de las cosas.

La Tierra está ligada al Universo; el hombre no está solamente en contacto con el planeta que habita. Los rayos cósmicos, la radioastronomía, los trabajos de física teórica, revelan contactos con la totalidad del Cosmos. Ya no vivimos en un mundo cerrado: un es­píritu que sea verdaderamente testigo de su tiempo no puede ignorarlo. ¿Cómo, en estas condiciones, el pensamiento, por ejemplo en el plano social, puede mantenerse agarrado a problemas no ya siquiera planetarios, sino estrechamente regionales, provinciales? ¿Y cómo nuestra psicología, tal como se expresa en la novela, puede permanecer tan cerrada, reducida a los movi­mientos infraconscientes de la sensualidad y del senti­mentalismo? Mientras millones de personas civilizadas abren los libros y van al cine o al teatro para enterarse de que Francoise se enamora de René, pero que, por odio a la amante de su padre, se convertirá en lesbiana para vengarse, algunos investigadores que hacen cantar a los números una música celestial se preguntan si el espacio no se contrae alrededor de un vehículo.[2] En­tonces el Universo entero nos seria accesible: seria po­sible ir a la estrella más lejana en el lapso de una vida humana. Si tales ecuaciones se confirmasen, el pensa­miento humano tendría que volverse de arriba abajo. Si el hombre no está limitado a esta Tierra, surgirán nuevas cuestiones sobre el sentido profundo de la ini­ciación y sobre los eventuales contactos con otras inte­ligencias de Fuera.

¿Y qué más? En materia de investigación sobre las estructuras del tiempo y del espacio, nuestras nociones del pasado y futuro ya no se sostienen. Al nivel de la partícula, el tiempo circula en los dos sentidos a la vez: futuro y pasado. A una velocidad extrema, límite de la luz, ¿qué es el tiempo? Estamos en Londres y en octu­bre de 1944. Un cohete V-2, que vuela a 5.000 kiló­metros por hora, está encima de la ciudad. Va a caer. Pero este va, ¿a qué se aplica? Para los habitantes de la casa que será destruida dentro de un instante, y que no tienen más que sus ojos y sus oídos, la V-2, va a caer. Pero, para el operador del radar, que se sirve de ondas que se propagan a la velocidad de 300.000 kilómetros por segundo (velocidad en relación a la cual el cohete no hace sino arrastrarse), la trayectoria de la bomba está ya fijada. Observa: nada puede. A escala humana, nada puede ya interceptar el instrumento mortal, nada se puede evitar. Para el operador, el co­hete ya se ha estrellado. A la velocidad del radar, el tiempo prácticamente no transcurre. Los habitantes de la casa van a morir. En el superojo del radar, están ya muertos.

Otro ejemplo: en los rayos cósmicos, cuando al­canzan la superficie de la Tierra, se encuentran unas partículas, los mesones mu, cuya vida sobre el Globo más que una millonésima de segundo. Al cabo de esta millonésima de segundo, estos entes efímeros se destruyen ellos mismos por radiactividad. Ahora bien, estas partículas han nacido en el cielo, a treinta kilóme­tros de la Tierra, región en que la atmósfera de nuestro planeta empieza a ser densa. Para franquear estos trein­ta kilómetros han empleado más que su tiempo de vida, considerado a nuestra escala. Pero su tiempo no es el nuestro. Han vivido este viaje en la eternidad y no han entrado en el tiempo hasta que han perdido su energía, al llegar al nivel del mar. Se proyecta la construcción de aparatos en que se produzca el mismo efecto. Se crea­rían así unos armarios del tiempo, donde se guardarían objetos de corta duración, conservados en la cuarta di­mensión. Este armario seria un anillo hueco de cristal, colocado en un enorme campo de fuerzas, y en el cual las partículas girarían con tal rapidez que el tiempo, para ellas, habría dejado de fluir. Una vida de una mi­llonésima de segundo podría mantenerse de este modo y ser observada minutos u horas enteras...

No hay que creer que el tiempo transcurrido vuel­va a la nada: el tiempo es uno y eterno; el pasado, el presente y el futuro no son más que aspectos diferentes —grabados diferentes, si lo prefieren— de un registro continuo, invariable, de la existencia perpetua.»[3] Para los discípulos modernos de Einstein, no existiría en realidad más que un presente eterno. Es lo mismo que decían los antiguos místicos. Si el futuro ya existe, la precognición es un hecho. Toda la aventura del conoci­miento avanzado está orientada a una descripción de las leyes de la física, pero también de la biología y de la psicología, en el continuo de cuatro dimensiones, es decir, en el presente eterno. Pasado, presente y futuro, son. Tal vez es sólo la conciencia la que se desplaza. Por primera vez, la conciencia es admitida de pleno derecho en las ecuaciones de física teórica. En este presente eterno, la materia aparece como un delgado hilo tendi­do entre el pasado y el futuro. La conciencia humana se desliza a lo largo de este hilo. ¿De qué medios se vale para modificar las tensiones de este hilo, hasta llegar al control de los acontecimientos?

Algún día lo sabremos y entonces la psicología se convertirá en rama de la física.

Y, sin duda, la libertad es conciliable con este pre­sente eterno. «El viajero que remonta el Sena en barco sabe por anticipado los puentes que encontrará. Y no por ello es menos libre en sus acciones, ni menos capaz de prevenir lo que puede cruzarse en su camino.»[4] Li­bertad de llegar a ser, en el seno de una eternidad que es. ¡Visión doble, admirable visión del destino humano ligado a la totalidad del Universo!

Si pudiese volver a vivir mi vida, no elegiría por cierto el ser escritor y ver pasar mis días en una socie­dad retrógrada en que la aventura yace debajo de la cama, como un perro. Necesitaría una aventura-león. Me haría físico teórico para vivir en el corazón ardiente del romanticismo verdadero.

El nuevo mundo de la física desmiente formalmen­te las filosofías de la desesperación y del absurdo. Cien­cia sin conciencia no es más que ruina del alma. Las fi­losofías que han atravesado la Europa del siglo xx eran fantasmas del XIX vestidos según la nueva moda. Un co­nocimiento real, objetivo, del hecho técnico y científi­co, que arrastra más pronto o más tarde el hecho social, nos enseña que hay una dirección clara en la historia humana, un acrecentamiento de la fuerza del hombre, una ascensión del espíritu general, una enorme forja de masas que las transforma en conciencia activa, el acceso a una civilización en la cual la vida será tan superior a la nuestra, como lo es la nuestra a la de los animales. Los filósofos literarios nos han dicho que el hombre es in­capaz de comprender el mundo. Ya André Maurois, en Nuevas paradojas del doctor O'Grady escribía: «Ad­mitirá usted, no obstante, doctor, que el hombre del si­glo XIX podía creer que la ciencia, un día, explicaría el mundo. Renán, Berthelot, Taine, en el comienzo de sus vidas, lo esperaban así. El hombre del siglo xx no tiene ya tales esperanzas. Sabe que los descubrimientos ha­cen retroceder el misterio. En cuanto al progreso, hemos comprobado que las potencias del hombre no han producido más que hambre, terror, desorden, tortura y confusión del espíritu. ¿Qué esperanza nos queda? ¿Para qué vive usted, doctor?» Ahora bien, el problema ya no se planteaba así. Sin saberlo los charlistas, el círcu­lo se cerraba alrededor del misterio y el progreso in­culpado abría las puertas del cielo. Ya no son Berthelot o Taine quienes pueden atestiguar el porvenir humano, sino más bien hombres como Teilhard de Chardin. De una reciente confrontación entre sabios de diversas dis­ciplinas, se desprende la idea siguiente: tal vez un día nos serán revelados los últimos secretos de las partícu­las elementales por el comportamiento profundo del cerebro, pues éste es el fruto y la conclusión de las reacciones más complejas en nuestra región del Universo, y sin duda en sí mismo las leyes más íntimas de esta re­gión.

El mundo no es absurdo, ni el espíritu es inepto para comprender. Al contrario, es posible que el espíri­tu humano haya comprendido ya el mundo, aunque no lo sepa todavía...

III

Reflexiones apresuradas sobre los atrasos de la, socio­logía. — Un diálogo de sordos. — Los planetarios y los provincianos. — Un caballero de vuelta entre noso­tros.— Un poco de lirismo.

En física, en matemáticas, en biología moderna, la vista se extiende hasta el infinito. Pero la sociología tie­ne siempre el horizonte tapado por los monumentos del siglo pasado. Recuerdo nuestro entristecido asom­bro cuando, en 1957, Bergier y yo seguimos la corres­pondencia entre el célebre economista soviético Euge­nio Varga y la revista americana Fortune. Esta lujosa publicación difunde las ideas del capitalismo ilustrado. Varga posee un espíritu sólido y goza de la considera­ción del poder supremo. Del diálogo público entre es­tas dos autoridades, cabía esperar una ayuda seria para comprender nuestra época. Sin embargo, el resultado fue terriblemente descorazonador.

E. Varga seguía al pie de la letra su evangelio. Marx había anunciado la crisis inevitable del capitalismo. Varga veía esta crisis muy próxima. El hecho de que la situación económica de los Estados Unidos mejore sin cesar y de que el gran problema empiece a ser el empleo racional del tiempo de ocio, no impresiona en absoluto al teórico que, en tiempos del radar, seguía viendo las cosas a través de las antiparras de Karl. La idea de que el anunciado derrumbamiento podía no producirse según lo previsto, y de que tal vez una nueva sociedad está a punto de nacer allende el Atlántico, no le turba­ba ni un segundo. La redacción de Fortune, por su parte, no consideraba tampoco un cambio de sociedad en la URSS, y explicaba que la América de 1957 representaba un ideal perfecto, definitivo. Todo lo que los rusos podían esperar era llegar a tal estado, si eran buenos, dentro de un siglo o de un siglo y medio.

Nada inquietaba, nada turbaba a los adversarios teóricos de E. Varga; ni la mul­tiplicidad de nuevos cultos entre los intelectuales americanos (Oppenheimer, Aldous Huxley, Gerald Heard, Henry Miller y tantos otros, tentados por las antiguas filosofías orientales), ni la existencia, en las grandes ciu­dades, de millones de jóvenes «rebeldes sin causa» agru­pados en gangs, ni los veinte millones de individuos que sólo soportan el modo de vida absorbiendo drogas tan perniciosas como la morfina o el opio. El problema de un fin en la vida no parecía alcanzarles. Cuando todas las familias americanas tengan dos coches, habrá que hacer que compren un tercero. Cuando esté saturado el mercado de los aparatos de televisión, habrá que instalarlos en los automóviles.

Y, sin embargo, comparados con nuestros sociólo­gos, economistas y pensadores, Eugenio Varga y la dirección de Fortune están muy adelantados. No les pa­raliza el complejo de la decadencia. No se dejan llevar por la delectación melancólica. No piensan que el mun­do sea absurdo y que la vida no valga la pena de vivirse. Creen firmemente en la virtud del progreso, marchan directamente hacia un aumento indefinido del poder del hombre sobre la Naturaleza. Tienen dinamismo y magnitud. Tienen una visión amplia, ya que no elevada.

Sorprendería a muchos que declarásemos que E. Varga es partidario de la libre empresa, y que la redacción de Fortune está compuesta de progresistas. Sin embargo, en el sentido europeo, estrechamente doctrinal, es la pura verdad. Considerados desde nuestros puntos de vista angostos, provincianos, E. Varga no es comunista y Fortune no es capitalista. El ruso y el americano res ponsables tienen en común la ambición, la voluntad de poder y un indomable optimismo. Estas fuerzas, mane­jando la palabra de las ciencias y de la técnica, hacen saltar los cuadros de la sociología montados en el si­glo XIX. Si la Europa occidental tuviese que hundirse y perderse en conflictos bizantinos —lo que Dios no per­mita—, no dejaría por ello de proseguir la marcha hacia delante de la Humanidad, volando estructuras y esta­bleciendo una nueva forma de civilización entre los dos nuevos polos de la conciencia activa que son Chicago y Tashkent, mientras las masas inmensas de Oriente, y después de África, pasarían al crisol.

Mientras en Francia uno de nuestros mejores so­ciólogos llora sobre Le Travail en miettes, título de una de sus obras, los sindicatos americanos estudian la se­mana de veinte horas. Mientras los intelectuales pari­sienses llamados de vanguardia se preguntan si Man debe ser rebasado, o si el existencialismo es o no es un humanismo revolucionario, el instituto Sternfeld de Moscú estudia la implantación de la Humanidad en 1" Luna. Mientras E. Varga espera el derrumbamiento di los Estados Unidos anunciado por el profeta, los biólogos americanos preparan la síntesis de la vida partiendo de lo inanimado. Mientras siguen planteándose el pro­blema de la coexistencia, el comunismo y el capitalismo están en camino de verse transformados por la más poderosa revolución tecnológica que la Tierra haya sin duda conocido. Nosotros tenemos los ojos en el cogo­te. Quizá es ya tiempo de volverlos a su sitio.

El último sociólogo vigoroso e imaginativo fue in­dudablemente Lenin. Había definido exactamente el comunismo de 1917:

«Es el socialismo más la electrici­dad.» Ha pasado casi medio siglo. La definición vale todavía para la China, el África y la India. Pero es letra muerta para el mundo moderno. Rusia espera al pensa­dor que describirá el orden nuevo: el comunismo más la energía atómica, más el automatismo, más la síntesis de los carburantes y de los alimentos a partir del aire y del agua, más la física de los cuerpos sólidos, más la conquista de las estrellas, etc. John Buchan, después de asistir a los funerales de Lenin, anunció la venida de otro Vidente, que sabría promover un «comunismo de cuatro dimensiones».

Si la URSS no tiene sociólogos a su altura, Améri­ca no está mejor provista. La reacción contra los «historiadores rojos» de fines del siglo XIX, ha llevado a la pluma de los observadores el elogio franco de las gran­des dinastías capitalistas y de las poderosas organiza­ciones. Esta franqueza es saludable, pero la perspectiva es corta. Las críticas de la American way of Ufe son raras, literarias, y proceden de la manera más negativa. Nadie parece empujar la imaginación hasta ver nacer, a través de esta «multitud solitaria» una civilización diferente de sus formas exteriores, hasta sentir un chas­quido de las conciencias, la aparición de mitos nuevos. A través de la abundante y asombrosa literatura llama­da de science-fiction se distingue, empero, la aventu­ra de un espíritu que sale de la adolescencia, se despliega a la medida del planeta, se adentra en una reflexión a escala cósmica y sitúa de otra manera el destino humano en el Universo. Pero el estudio de tal literatura, aunque comparable a la tradición oral de los antiguos rapso­das, y que atestigua los movimientos profundos de la inteligencia en ruta, no es cosa seria para los soció­logos.

En cuanto a la sociología europea, sigue siendo es­trictamente provinciana, fija toda la inteligencia en debates de campanario. En tales condiciones, no es sor­prendente que las almas sencillas se refugien en el catastrofismo. Todo es absurdo y la bomba «H» pone fin a la Historia. Esta filosofía, que parece a un tiempo siniestra y profunda, es más fácil de manejar que los pesados y delicados instrumentos del análisis de lo real. Es una enfermedad pasajera del pensamiento de unos seres civilizados que no han sabido adaptar su herencia de nociones (libertad individual, persona huma­na, felicidad, etc.), al desplazamiento de los fines de la civilización. Es una fatiga nerviosa del espíritu, en el momento en que este espíritu, en lucha con sus propias conquistas, debe no parecer, sino cambiar la estructu­ra. Después de todo, no es la primera vez en la historia de la Humanidad que la conciencia debe pasar de un plano a otro. Toda forja es dolorosa. Si hay un porve­nir, merece que lo examinemos. Y, en este presente acelerado, la reflexión no debe hacerse con referencia a un próximo pasado. Nuestro futuro próximo es tan diferente de lo que acabamos de conocer, como el si­glo XIX lo era de la civilización maya. Por consiguiente, tenemos que proceder por proyecciones incesantes en las más grandes dimensiones del tiempo y del espacio, nunca por comparaciones minúsculas en una infinita fracción, en que el pasado recientemente vivido no tie­ne ninguna de las propiedades del porvenir, y donde el presente, apenas encarnado, se ve sumido en aquel pa­sado inservible.

La primera idea verdaderamente fecunda es que existe un desplazamiento de los fines. Un caballero de las cruzadas, que volviera junto a nosotros, nos pre­guntaría enseguida por qué no utilizamos la bomba atómica contra los infieles. De corazón firme y de inte­ligencia abierta, se sentiría al fin menos desconcertado por nuestra técnica que por el hecho de que los infieles conserven todavía la mitad del Santo Sepulcro, cuya otra mitad está, por cierto, en manos judías. Lo que más le costaría comprender sería que una civilización rica y poderosa no consagrase explícitamente su rique­za y su poder al servicio y la gloria de Jesús. ¿Qué le dirían nuestros sociólogos? ¿Que sus inmensos esfuer­zos, batallas y descubrimientos han tenido exclusivamente por objeto elevar el «nivel de vida» de todos los hombres? Esto lo encontraría absurdo, ya que la vida le parecería desde ahora sin objeto. Después le hablarían de Justicia, de Libertad, de Persona Humana, y le reci­tarían el evangelio humanista-materialista del siglo XIX. Y el caballero replicaría sin duda:

«La libertad, ¿para hacer qué? La justicia, ¿para hacer qué? La persona hu­mana, ¿para qué hacer de ella?»

Para que nuestro caba­llero viese nuestra civilización como algo digno de ser vivido por un alma, no habría que hablarle el lenguaje retrospectivo de los sociólogos, sino un lenguaje pros­pectivo. Habría que mostrarle nuestro mundo en mar­cha, nuestra inteligencia en marcha, como la formida­ble conmoción de una cruzada. Se trata una vez más de liberar el Santo Sepulcro; el espíritu adherido a la mate­ria, y de rechazar al infiel: todo lo que es infiel al infinito poder del espíritu. Se trata una vez más de religión: de poner de manifiesto lo que ata al hombre a su propia grandeza y esta grandeza a las leyes del Universo. Ha­bría que mostrarle un mundo en que los ciclotrones son como las catedrales, en las que las matemáticas son como un canto gregoriano, en que las transmutaciones se operan, no sólo en el seno de la materia, sino en los cerebros, en que las masas humanas de todos los colo­res se ponen en marcha, en que la interrogación del hombre hace vibrar sus antenas en los espacios cósmi­cos, en que despierta el alma del planeta. Entonces nuestro caballero ya no quisiera tal vez volver a su pasado. Tal vez se sentiría aquí como en su casa, pero co­locado a otro nivel. Tal vez se lanzaría hacia el porvenir como antaño se lanzaba hacia el Oriente, siempre con su fe, pero en otro grado.

¡Ved, pues, lo que estamos viviendo! ¡Abrid bien los ojos! ¡Haced la luz en las tinieblas!

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