III - HACIA LA REVOLUCIÓN PSICOLÓGICA
El «segundo soplo» del espíritu. — Se necesita un Einstein de la psicología. — Renace la idea religiosa. — Nuestra sociedad agoniza. — Jaurés y el árbol lleno de moscas que zumban. — Lo poco que vemos depende de lo poco que somos.
«Tierra humeante de fábricas. Tierra trepidante de asuntos. Tierra vibrante de cien nuevas radiaciones. Este gran organismo no vive, en definitiva, más que por y para un alma nueva. Bajo el cambio de edad, un cambio de Pensamiento. Ahora bien, ¿dónde buscar, dónde situar esta alteración renovadora y sutil, que, sin modificar visiblemente nuestros cuerpos, nos ha convertido en seres nuevos? Sólo en una intuición nueva que ha modificado en su totalidad el Universo en que nos movíamos; dicho de otra manera, en un despertar.»
Así, pues, para Teilhard de Chardin ha comenzado ya la mutación de la especie humana: el alma nueva está naciendo. Esta mutación se opera en las regiones profundas de la inteligencia, y esta «alteración renovadora» nos da una visión total y completamente distinta del Universo. El estado de vigilia de la conciencia se ve sustituido por un estado superior, en comparación del cual el precedente no era más que sueño. Ha llegado el tiempo del verdadero despertar.
Quisiéramos llevar al lector a reflexionar sobre este despertar verdadero. Ya he dicho, al comienzo de esta obra, que mi infancia y mi adolescencia se habían bañado en un sentimiento parecido al que animaba a Teilhard. Cuando contemplo el conjunto de mis acciones, de mis búsquedas, de mis escritos, veo claramente que todo ello fue orientado por el sentimiento —tan violento y profundo en mi padre— de que la conciencia humana tiene una etapa que franquear, de que hay que encontrar un «segundo soplo», y de que ha llegado el tiempo de buscarlo. Este libro, en el fondo, no tiene más objeto que la afirmación, lo más vigorosa posible, de este sentimiento.
La psicología lleva un considerable retraso con respecto a la ciencia. La llamada psicología moderna estudia, según la visión del siglo XIX, al hombre dominado por el positivismo militante. La ciencia realmente moderna explora un Universo que se muestra cada vez más rico en sorpresas y cada vez menos ajustado a las estructuras del espíritu y a la naturaleza del conocimiento oficialmente admitidas. La psicología de los estados conscientes presupone un hombre acabado y estático: el homo sapiens del «siglo de las luces». La física revela un mundo que juega varios juegos a la vez y tiene múltiples puertas abiertas al infinito. Las ciencias exactas desembocan en lo fantástico. Las ciencias humanas siguen encerradas en la superstición positivista. La noción del devenir, de lo evolutivo, domina el pensamiento científico. La psicología se funda aún en una visión del hombre terminado, provisto de funciones mentales jerarquizadas de una vez para siempre. Por el contrario, nosotros pensamos que el hombre no está terminado; nos parece analizar, a través de las formidables sacudidas que transforman el mundo en este momento, sacudidas hacia lo alto en el dominio del conocimiento, sacudidas a lo ancho producidas por la formación de las grandes masas, las primicias de un cambio de estado de la conciencia humana, de una «alteración renovadora» en el interior mismo del hombre. De suerte que una psicología eficaz, adaptada al tiempo en que vivimos, debería fundarse, a nuestro entender, no en lo que es el hombre (o mejor, en lo que parece ser), sino en lo que puede devenir, en su evolución posible. Éste ha sido el objeto de nuestra investigación.
Todas las doctrinas tradicionales descansan sobre la idea de que el hombre no es un ser acabado, y los antiguos psicólogos estudian las condiciones en las cuales deben realizarse los cambios, las alteraciones, las transmutaciones, que llevarán al hombre a su verdadera plenitud. Ciertas reflexiones, absolutamente modernas y realizadas según nuestro método, nos inducen a pensar que tal vez el hombre posee facultades que no explota, toda una maquinaria que no utiliza. Ya lo hemos dicho antes: el conocimiento del mundo exterior, llevado a su extremo, vuelve a poner sobre el tapete la cuestión de la naturaleza misma del conocimiento, de las estructuras de la inteligencia y de la percepción. Hemos dicho también que la próxima revolución sería psicológica. Esta opinión no es privativa nuestra: es también la de muchos investigadores modernos, de Oppenheimer a Costa de Beauregard, de Wolfgang Pauli a Heisenberg, de Charles Noël Martin a Jacques Ménétrier.
Sin embargo, es cierto que, en el umbral de esta revolución, ninguno de los altos pensamientos cuasirreligiosos que animan a los investigadores penetra en el espíritu del hombre corriente; nada de ella viene a vivificar las profundidades de la sociedad. Todo ha cambiado en algunos cerebros. Nada ha cambiado, desde el siglo XIX en las ideas generales sobre la naturaleza del hombre y sobre la sociedad humana. En un artículo inédito sobre Dios, Jaurés, en sus últimos días, escribía en forma inigualable lo siguiente:
«Todo lo que queremos deciros hoy, es que la idea religiosa, borrada por un momento, puede volver a los espíritus y a las conciencias porque las conclusiones actuales de la ciencia los predisponen a recibirla. Existe desde ahora, si así puede decirse, una religión a punto, y si no penetra en este instante en las profundidades de la sociedad, si la burguesía es vulgarmente espiritualista o tontamente positivista, si el proletariado se halla repartido entre la superstición servil y un materialismo feroz, es porque el régimen social actual es un régimen de brutalidad y de odio, es decir, un régimen antirreligioso. Y no es, como suelen decir los declamadores vulgares y los moralistas sin ideas, que nuestra sociedad sea irreligiosa porque tenga la preocupación de los intereses materiales. Por el contrario, hay algo de religioso en la conquista de la naturaleza por el hombre, en la aprobación de las fuerzas del Universo para subvenir a las necesidades de la Humanidad. No; la irreligiosidad está en que el hombre sólo conquista la Naturaleza esclavizando a los hombres.
No es la preocupación por el progreso material lo que aparta al hombre de los pensamientos elevados y de la meditación sobre las cosas divinas, sino el agotamiento producido por un trabajo inhumano, que no deja, a la mayoría de los hombres, fuerzas para pensar ni siquiera para sentir la vida, es decir, para sentir a Dios. También la sobreexcitación de las malas pasiones, de la envidia y del orgullo, absorbe en luchas impías la energía íntima de los más esforzados y de los más dichosos. Entre la provocación del hambre y la sobreexcitación del odio, la Humanidad no puede pensar en el infinito. La Humanidad es como un gran árbol, lleno de moscas que zumban irritadas bajo un cielo tempestuoso, y, en medio de este zumbido de odio, no puede oírse la voz profunda y divina del Universo.»
Cuando descubrí el texto de Jaurés, sentí una gran emoción. Emplea los términos de un largo mensaje que le dirigió mi padre. Mi padre esperó ansiosamente la respuesta, que no llegó. Yo la recibí, al través de este escrito inédito, casi cincuenta años después...
Cierto; el hombre no tiene de sí mismo un conocimiento a la altura de lo que hace, es decir, de lo que la conciencia, que es el coronamiento de su oscura labor, descubre del Universo, de sus misterios, de sus fuerzas y de sus armonías. Y si no lo tiene, es que la organización social, fundada en ideas anticuadas, le priva de esperanza, de ocio y de paz. Privado de la vida, en el pleno sentido de la palabra, ¿cómo puede descubrir su extensión infinita? Sin embargo, todo nos invita a pensar que las cosas cambiarán rápidamente; que el empuje de las grandes masas, la formidable presión de los descubrimientos y de la técnica, el movimiento de las ideas en las esferas de verdadera responsabilidad, barrerán los principios antiguos que paralizan la vida en sociedad, y que el hombre, de nuevo disponible al llegar al extremo del camino que conduce de la locura a la rebelión y de la rebelión a la adhesión, sentirá surgir dentro de él esta «alma nueva» de que habla Teilhard, y descubrirá en la libertad este «poder de ser causa» que une al ser con la obra.
Parece demostrado que el hombre posee ciertos poderes; precognición, telepatía, etc. Existen hechos observables. Pero, hasta hoy, tales hechos han sido presentados como presuntas pruebas de «la realidad del alma» o del «espíritu de los muertos». Lo extraordinario, como manifestación de lo improbable: es un absurdo. En nuestro trabajo hemos evitado, pues, todo recurso a lo oculto y a lo mágico. Esto no quiere decir que haya que prescindir de la totalidad de los hechos y de los textos de este campo. En esto, hacemos nuestra la actitud tan nueva, tan honrada e inteligente, de Roger Bacon:1
«Hay que guiarse en esas cosas por la prudencia, pues es fácil al hombre equivocarse, y nos hallamos en presencia de dos errores: unos niegan todo lo que es extraordinario, y otros, yendo más allá de la razón, caen en la magia. Hay que guardarse, pues, de los numerosos libros que contienen versos, caracteres, oraciones, conjuros y sacrificios, ya que son libros de pura magia, y de otros en número infinito que no tienen ni la fuerza del arte ni de la Naturaleza, sino que son embustes de hechicero. De otra parte, hay que considerar que, entre los libros que son tenidos por mágicos, los hay que no lo son en absoluto y que contienen el secreto de los sabios... Si alguien encuentra en estas obras alguna operación de la Naturaleza o del arte, que la guarde...»
1. 1613: Carta sobre los prodigios.
El único progreso, en psicología, ha sido el comienzo de la exploración de las profundidades, de las zonas subconscientes. Nosotros pensamos que también hay cumbres que explorar, una zona superconsciente. O mejor, nuestras búsquedas y reflexiones nos invitan a admitir como hipótesis la existencia de un equipo superior del cerebro, en gran parte no explorado. En el estado de vigilia normal de la conciencia sólo una décima parte del cerebro está en actividad. ¿Qué ocurre en las nueve décimas aparentemente silenciosas? ¿No puede existir un estado en que la totalidad del cerebro esté en actividad organizada? Todos los hechos que vamos a referir y estudiar ahora pueden ser atribuidos a un fenómeno de activación de las zonas habitualmente dormidas. Sin embargo, no existe todavía ninguna psicología orientada hacia ese fenómeno. Tendremos que esperar sin duda a que la neurofisiología progrese para que nazca una psicología de las cumbres. Sin esperar al desarrollo de esta nueva fisiología y sin querer prejuzgar nada sobre sus resultados, vamos sencillamente a llamar la atención sobre este campo. Es posible que su exploración resulte tan importante como la del átomo y la del espacio.
Todo el interés se ha centrado hasta ahora en lo que está debajo de la conciencia; en cuanto a la conciencia misma, no ha dejado de presentarse, en los estudios modernos, como un fenómeno originado en las zonas inferiores: el sexo, en Freud; los reflejos condicionados, en Pávlov, etc. De suerte que toda la literatura psicológica, toda la novela moderna, por ejemplo, nos recuerda la frase de Chesterton: «Esa gente que, al hablar del mar, no habla más que del mareo.» Pero Chesterton era católico: suponía la existencia de cumbres de la conciencia, porque admitía la existencia de Dios. Era necesario que la psicología se liberase, como toda ciencia, de la teología. Nosotros pensamos simplemente que la liberación no es todavía completa; que hay también una liberación por las alturas: por el estudio metódico de los fenómenos que se sitúan por encima de la conciencia, por el estudio de la inteligencia que vibra a una frecuencia superior.
El espectro de la luz se presenta así: a la izquierda, la ancha banda de las ondas hertzianas y del infrarrojo. En el centro, la faja estrecha de la luz visible; a la derecha, la banda infinita: ultravioleta, rayos X, rayos gamma y lo desconocido.
¿Y si el espectro de la inteligencia, de la luz humana, fuese comparable a aquél? A la izquierda, el infra o subconsciente; en el centro, la estrecha faja de la conciencia; a la derecha, la banda infinita de la ultraconciencia. Hasta ahora, sólo se han realizado estudios sobre la conciencia y la subconciencia. El vasto dominio de la ultraconciencia sólo parece haber sido explorado por los místicos y por los magos: exploraciones secretas, testimonios poco descifrables. La escasa información que ha llegado hasta nosotros hace que se expliquen algunos fenómenos innegables, como la intuición y el genio, correspondientes al principio de la banda de la derecha, por los fenómenos, de la infraconsciencia, correspondientes al final de la banda de la izquierda. Lo que sabemos del subconsciente nos sirve para explicar lo poco que conocemos del superconsciente. Ahora bien, es imposible explicar la derecha del espectro de la luz por su izquierda, los rayos gamma por las ondas hertzianas: sus propiedades no son las mismas. De igual manera, pues, pensamos que, si existe un estado más allá del estado de conciencia, las propiedades del espíritu tienen que ser en él completamente diferentes. En consecuencia, tienen que descubrirse otros métodos, distintos de la psicología de los estados inferiores.
¿En qué condiciones puede el espíritu alcanzar aquel otro estado? ¿Cuáles son entonces sus propiedades? ¿Qué conocimientos puede en tal caso alcanzar? El movimiento formidable del conocimiento nos conduce a un punto en que el espíritu se siente obligado a transformarse, para ver lo que hay que ver, para hacer lo que hay que hacer. «Lo poco que vemos depende de lo poco que somos.» Pero, ¿es que sólo somos lo que creemos ser?