08. CÓDIGOS OCULTOS, NÚMEROS MÍSTICOS

Probablemente era inevitable que, con el advenimiento de la actual era de la informática, algunos maestros del ingenio pusieran sus capacidades en una novela y en un nuevo objetivo: la búsqueda de un «código secreto» en la Biblia.

Aunque todo esto se nos presenta en los documentos científicos e incluso en los libros como el epítome de la sofisticación moderna, lo cierto es que esta búsqueda es en realidad una búsqueda renovada, en absoluto nueva, si bien con nuevas y más avanzadas herramientas.


La Biblia hebrea consta de tres partes, la Torah («Enseñanzas»), que comprende el Pentateuco (Los Cinco Libros de Moisés) e, histórica y cronológicamente, cubre el tiempo desde la Creación hasta las andanzas del Éxodo y la muerte de Moisés; Neviyim («Profetas»), que comprende los libros de Josué y los de Jueces, el de Samuel y los de Reyes, y después los Profetas mayores y menores, los Salmos, los Proverbios y Job (históricamente, desde el asentamiento de los israelitas en Canaán hasta la destrucción del Primer Templo de Jerusalén); y Ketuvim («Escritos»), comenzando con el Cantar de los Cantares, pasando por los libros atribuidos a los dos líderes que trajeron de vuelta a Judea a los exiliados para reconstruir el Templo (Ezra y Nehemías) para (según la disposición del canon de la Biblia hebrea) terminar con Crónicas 1 y 2.

 

Las tres partes juntas reciben el nombre de su acrónimo, TaNaKh; y ya en la época de los Profetas se hicieron referencias interpretativas a la primera parte, la Torah.

Las discusiones de los sabios judíos y de los líderes religiosos que pretendían «leer entre líneas» de las palabras de la Torah, y después de los Profetas, se intensificaron durante el exilio posterior a la destrucción (por parte del rey babilonio Nabucodonosor) del Primer Templo, y todavía más tras la destrucción del Segundo Templo (a manos de los romanos). La recopilación de todas estas deliberaciones es el Talmud («El Estudio»). El misticismo judío, conocido como la Kaballah, tomó estas primitivas investigaciones de significados ocultos y construyó a partir de ellas.
 

La misma Biblia atestigua que existen estos significados ocultos. Y su clave era el alfabeto, las veintidós letras.

Un sencillo dispositivo codificador, que hasta los niños en la escuela suelen usar para jugar, es la sustitución serial de letras. Los sabios cabalistas de la Edad Media utilizaban como herramienta de búsqueda un sistema conocido como ATBSh, en el cual la última letra del alfabeto hebreo, Tav («T») se sustituye por la primera letra, Alef («A»); la penúltima, Shin («Sh»), por la segunda, Beth («B»), y así sucesivamente. El cabalista Abraham ben Jechiel Hacohen ilustraba el sistema y proporcionaba la clave para ello en un libro publicado en 1788 d.C.

Pero, de hecho, este sistema de codificación ya lo utilizaba el profeta Jeremías (siglo vil a.C.) quien, al profetizar la caída de la poderosa Babilonia, sustituyó las letras B-B-L (Babel) por las letras Sh-Sh-K para evitar la prisión (Jeremías 25,26 y 51,42). En el Libro de las Lamentaciones, atribuido al profeta Jeremías, en el cual llora la caída y la destrucción de Jerusalén, se empleó otro código oculto, llamado acróstico, en el cual se compone una palabra o un nombre con la primera (a veces la última) letra de cada verso, o (como en el caso de Jeremías) se revela la identidad de las letras sagradas del alfabeto.

La primera palabra del primer verso (traducida como «ay») comienza con una Alef, el segundo verso comienza con una Beth, y así sucesivamente a lo largo de los veintidós versos. El profeta repite el mismo acróstico en el segundo capítulo; después, cada letra inicia dos versos en el tercer capítulo, volviendo a una por verso en el cuarto. El Salmo 119 se construyó con un acróstico óctuple!

Se podría verificar la autenticidad de determinados versos de los Salmos observando que cada verso tiene dos partes, cada una de las cuales comienza de forma alfabética (por ejemplo, Salmo 145); la misma pista se halla oculta en la disposición de los versos de Proverbios 31. Además, en el Salmo 145, los tres versos (11, 12, 13) que ensalzan la realeza de Yahveh comienzan con las letras K-L-M que, leídas del revés, dan MeLeK, «Rey».

La utilización de acrósticos como código oculto, evidente en otros libros de la Biblia, se encuentra también en libros postbíblicos (algunos de los cuales se incluyen en la disposición cristiana del Antiguo Testamento). Un ejemplo destacado proviene de la época de la revuelta contra el dominio griego, en el siglo II a.C. La revuelta lleva el nombre de sus líderes, los Macabeos (un nombre que era de hecho un acrónimo basado en un verso del Cántico de Moisés; Éxodo 15,11), «Quién es como tú entre los Dioses, oh Yahveh»; las primeras letras de las cuatro palabras hebreas forman el acrónimo M-K-B-I, que se pronuncia «Maccabi».

Tras la destrucción del Segundo Templo por parte de los romanos en el 70 d.C, el fundamento espiritual y religioso para los judíos fueron sus Sagradas Escrituras, el tesoro de las palabras divinas y proféticas. ¿Acaso lo había marcado todo el hado? ¿Acaso todo había sido predicho? Y de lo que todavía está destinado, ¿qué falta aún por venir? Las claves del pasado y el futuro se habían ocultado en los escritos sagrados, para entonces no sólo canonizados en cuanto al contenido, sino también en cuanto a cada palabra y cada letra.

 

Esa búsqueda de significados ocultos oscurecidos por códigos secretos se llegaría a conocer tras la destrucción del Templo como «entrar en la arboleda prohibida», siendo de por sí la palabra «arboleda» (PaRDeS) un acrónimo creado a partir de las primeras letras de cuatro métodos de extracción de mensajes de las escrituras: Peshat (significado literal), Remez (atisbo), Drash (interpretación) y Sod (secreto).

 

Hay un relato talmúdico que pretende ilustrar los riesgos de tratar prematuramente con lo que se pretendía que permaneciera sin revelar que cuenta lo que les sucedía a cuatro sabios rabíes que entraban en el Pardes; uno «miró fijamente y murió», otro perdió la razón, el tercero se desquició y se puso a «desarraigar plantas»; sólo uno, Rabí Akiba, terminó intacto.

Los cabalistas y sus precursores reanudarían la búsqueda de significados ocultos en tiempos medievales. ¿Qué podría revelar el examen de la Biblia a través del ATBSh? ¿Y qué pasaría si se utilizaba otra disposición de letras? ¿Qué pasaría si se hubiera insertado una palabra sólo para ocultar el verdadero significado y, así, hubiera que saltársela para poder leer el texto que se pretendía transmitir? Con estos métodos, se podría demostrar por ejemplo que el Salmo 92 («Canto para el Día del Sabbath») lo compuso en realidad Moisés en el Sinaí, y no el rey David.

 

En otro caso, se afirmaba que el gran sabio judío Maimónides (España y Egipto, siglo xii d.C.) venía nombrado en el Libro del Éxodo, donde las primeras letras de las cuatro últimas palabras del versículo 11,9 creaban el acrónimo R-M-B-M, que se corresponde con el acrónimo resultante del nombre completo de Maimónides, Rabbi Moshe Ben Maimon (lo cual da cuenta de la referencia imperante a su persona como Rambam).

Pero los sabios medievales se preguntaban: ¿habrá que limitar la búsqueda sólo a las primeras o las últimas letras de las palabras, al comienzo o al final de los versículos? ¿Qué pasaría si uno buscara significados ocultos saltándose letras? ¿Cada segunda, cada cuarta, cada cuadragésimo segunda? Quizás era inevitable que con la llegada de los ordenadores alguien aplicara esta herramienta a una búsqueda acelerada de un «código» basado en la seriación de letras.

 

La última serie de interés sobre el tema resultó ciertamente como consecuencia de la aplicación de técnicas informáticas por parte de algunos científicos israelíes; se publicó en agosto de 1994 en un artículo titulado «Secuencias equidistantes de letras en el Libro del Génesis», de Doron Witzum, Eliyahu Rips y Yoav Rosenberg, en la prestigiosa revista Statistical Science.

En posteriores revisiones, análisis y libros (The Bible Code, de Michael Drosnin y The Truth Behind the Bible Code, de Jeffrey Satinover) se trata, en esencia, con una premisa básica: si haces una relación de las 304.805 letras del Pentateuco en una secuencia, y las dispones en «bloques» que separen las letras en secciones de cierto número de líneas, y cada línea en cierto número de letras, y después se elige un método de salto, determinadas letras formarán palabras que, por increíble que parezca, establecerán predicciones para nuestro tiempo y para todos los tiempos, como la del asesinato del primer ministro de Israel, Isaac Rabin, o el descubrimiento de la Teoría de la Relatividad de Albert Einstein.

Sin embargo, con el fin de llegar a las supuestas «predicciones» de acontecimientos futuros en textos escritos hace miles de años, los investigadores tuvieron que diseñar normas arbitrarias e intercambiables sobre cómo leer las «palabras codificadas». Las letras que forman las palabras de la predicción terminan a veces pegadas unas a otras, a veces espaciadas (con espacios variados y flexibles), a veces se leen en vertical, a veces en horizontal o diagonal, a veces hacia atrás, a veces de abajo arriba...

Esta arbitrariedad en la selección de la longitud y el número de líneas, la dirección de la lectura, el salto o no salto de letras, etc. debe privar a los no iniciados de la aceptación sin críticas de las afirmaciones del código que se basan exclusivamente en las letras de la Biblia; y debe hacerlo sin poner en entredicho el tema de si el actual texto del Pentateuco muestra exactamente la disposición original, dada por la divinidad, letra por letra.

 

Y lo decimos no sólo porque se han dado aparentes desviaciones menores (como por ejemplo: la de escribir determinadas palabras con o sin una vocal), sino también por nuestra creencia (expuesta en Divine Encounters) de que hubo una letra más, una Alef, al comienzo del Génesis. Aparte de las implicaciones teológicas, la implicación inmediata sería la de la distorsión de la cuenta en las letras.

No obstante, se debe aceptar como una posibilidad seria la de la codificación de palabras o significados ocultos en los textos bíblicos, no sólo por los ejemplos citados más arriba, sino por dos razones más de suma importancia.

La primera de ellas es que se han descubierto casos de codificación y cifrado en textos no hebreos de Mesopotamia, tanto babilónicos como asirios. Entre estos, se incluyen textos que comienzan o terminan con la advertencia de que son secretos, para mostrarse sólo ante iniciados (o, inversamente, para que no se revelen ante los no iniciados), bajo pena de muerte a manos de los Dioses. Estos textos empleaban a veces métodos de codificación descifrables (como los acrónimos), y a veces métodos de cifra que siguen siendo un enigma. Entre los primeros se encuentra un himno del rey asirio Assurbanipal de alabanza al Dios Marduk y a la esposa de Marduk, Zarpanit.

 

Utiliza los signos silábicos cuneiformes del comienzo de cada línea para deletrear un mensaje oculto al Dios Marduk. Aparte de la codificación acronímica, se empleó un segundo método de cifra: las sílabas que formaban el mensaje secreto comenzaban en la línea 1, se saltaban la 2, utilizaban la línea 3, se saltaban la 4, etc., saltándose una línea hasta llegar a la línea 9. Después, el mensaje codificado se saltaba dos líneas de golpe, volviendo al salto de línea singular en la línea 26, volviendo al salto de línea doble a partir de la 36, y regresando al salto de línea singular para el resto de la tablilla (incluida la cara de detrás).

En esta codificación doble, el rey asirio deletreaba el siguiente mensaje secreto para el Dios (ofrecemos la traducción en horizontal, si bien el mensaje en la tablilla se lee en vertical, de arriba abajo):

A-na-ku Ah-shur-ba-an-ni-ap-li
Yo soy Assurbanipal
Sha il-shu bu-ul-li-ta ni-shu-ma Ma-ru-du-uk
El que pidió a su Dios dame vida Marduk [y]
Da-li-le-ka lu-ud-lu
Te alabaré

El descubrimiento de una inscripción acróstica de un tal Shaggilkinam-ubbib, un sacerdote del templo de Marduk en Babilonia, no sólo habla de la accesibilidad del sacerdocio a tal codificación, sino que también plantea preguntas referentes a su antigüedad.

 

En ese acrónimo (en el cual hay un salto de once líneas entre las silabas codificadas), se especifica con toda claridad el nombre del codificador. Hasta donde sabemos, un sacerdote con este nombre sirvió en el templo del Esagil en Babilonia hacia el 1400 a.C. Esto dataría la idea de la codificación en los alrededores de la época del Éxodo. Pero, dado que a la mayoría de los expertos les resulta difícil de aceptar una fecha tan antigua, prefieren datarla después de todo en el siglo VIII a.C.

El rey asirio Asaradón, padre de Assurbanipal, utilizó un método de codificación algo diferente. En una estela que conmemoraba una invasión histórica suya de Egipto (conocida por los expertos como la Piedra Negra de Asaradón, ahora en el Museo Británico ), afirmaba que no sólo había lanzado su campaña militar con la bendición de los Dioses, sino también bajo la égida celestial de las siete constelaciones que «determinan los hados» (una referencia cierta de las constelaciones zodiacales).

 

En la inscripción (en la parte de detrás de la estela) afirmaba que los signos cuneiformes que nombraban a las constelaciones «tienen la semejanza de la escritura de mi nombre, Asshur-Ah-Iddin» (Asaradón en castellano).

No está claro cómo funcionaba exactamente este código o cifra, pero uno se puede figurar otro significado oculto en las proclamas de este rey en su inscripción.

 

Al tratar de la restauración del templo de Marduk en Babilonia, la cual asumió el rey asirio para ser aceptado también como soberano en Babilonia, éste recordaba que Marduk, tras enfurecerse con los babilonios, había decretado que la ciudad y su templo permanecerían en ruinas durante setenta años. Asaradón decía que eso era lo que «Marduk escribió en el Libro de los Hados».

 

Sin embargo, respondiendo a las súplicas de Asaradón,

El misericorDioso Marduk,

en un momento en el cual su corazón estaba apaciguado,

volvió boca abajo la tablilla,

en el undécimo año, aprobó la restauración.

Lo que se puede figurar con respecto a este oráculo oculto es que la acción del Dios parecía un juego de manos, pero con cifras (con los símbolos, también en cuneiforme, que representan a los números).

 

En el sistema Sumerio sexagesimal (es decir, «de base sesenta»), el signo del «uno» podía significar tanto 1 como 60, dependiendo de la posición. El signo de 10 era parecido a un galón. Lo que Asaradón decía era que el Dios tomó el Libro de los Hados, en el cual el período decretado de desolación era de «70» años y lo volvió boca abajo, con lo que los signos cuneiformes representaban el «11» .

La relación de mensajes ocultos y significados secretos no sólo con palabras sino con números y cifras fue aún más destacada en los escritos de Sargón II , el abuelo de Assurbanipal. Durante su reinado (721705 a.G), fundó una nueva capital administrativa-militar en el emplazamiento de una población que se hallaba a unos veinte kilómetros al noreste de la antigua capital real y centro religioso de Nínive. Su nombre asirio era Sharrukin («Rey Justo») y le puso a la nueva ciudad Dur Sharrukin («Fortaleza Sargón», un lugar arqueológico conocido ahora como Jorsabad). En la inscripción que conmemora este logro, escribió que el poderoso muro que había construido alrededor de la ciudad tenía 16.283 codos de largo, «que es el número de mi nombre».

Esta utilización de los números para codificar sílabas y palabras aparece en un texto conocido como Una Exaltación a Ishtar, donde el adorador no puso su nombre con letras, sino con números:

21-35-35-26-41 hijo de 21-11-20-42

Sigue sin descifrarse la clave de estos códigos numéricos, pero tenemos razones para creer que estos métodos de codificación mesopotámicos eran bien conocidos por los profetas hebreos.

Uno de los pasajes más dificultosos de la Biblia es el de la profecía de Isaías acerca del tiempo de la Retribución, cuando «vendrá a suceder que se soplará una gran trompeta, y retornarán aquellos que se perdieron en las tierras de Asiría y aquellos que fueron arrojados a las tierras de Egipto, y se postrarán ante Yahveh en el Monte Sagrado, en Jerusalén».

 

Isaías profetizó que, en ese tiempo, reinará la confusión y las gentes se preguntarán entre sí, «a quién le será dado el entendimiento» del mensaje que ha sido alterado de alguna forma para ocultar su significado:

Pues precepto está sobre precepto, precepto está dentro de precepto; la línea está sobre la línea, la línea está con la línea. Un poco aquí, algo más allí; pues con un lenguaje confuso y en una extraña lengua Él se dirigirá a este pueblo.
Isaías 28,10-11

Nadie ha comprendido en realidad cómo un «precepto sobre precepto» y «línea con línea» dan como resultado un «lenguaje confuso» y una «extraña lengua». Las palabras hebreas son Tzav («orden») y Kav («línea»), y se han traducido en las traducciones inglesas más modernas como «mandato» y «regla» respectivamente (The New American Bible), «musitar» y «murmullo» (Tanakh, the Holy Scriptures), o incluso «voces ásperas» y gritos estridentes» (!) (The New English Bible).


¿Qué lenguaje puede ser confuso, o sus signos escritos dar un extraño significado, cambiando el «orden» y una «línea» aquí y allí? ¡Es nuestra hipótesis que de lo que hablaba el profeta Isaías, contemporáneo de Sargón II y de Senaquerib, era de la escritura cuneiforme de los asirios y los babilonios!

Evidentemente, no era un lenguaje desconocido; pero como afirma el versículo citado arriba, no se podía entender el mensaje transmitido en ese lenguaje porque había sido codificado Kav a Kav, cambiando una «línea» aquí y otra «línea» allí, cambiando por tanto el «precepto» de lo que el mensaje estaba diciendo. El Tzav cambiado («orden») sugiere métodos cifrados (como el A/T-B/Sh) que utilizan el cambio de orden de las letras.

Esta solución sugerida al enigma de los versículos 28,10-11 puede servir para explicar la posterior descripción que hace el profeta (29,10-12) de la incapacidad de cualquiera para comprender los escritos porque «las palabras del libro se han convertido para ti como un libro sellado». La última palabra, hatoom, se traduce normalmente como «sellado», pero en los usos bíblicos tenía la connotación de «oculto», hecho secreto. Era un término que se empleaba en el mismo sentido en el cual se empleaba en los escritos codificados mesopotámicos, que se sellaban para los ojos de los no iniciados.

 

Se empleó así en el profético Cántico de Moisés (Deuteronomio 32,34), donde se cita a Dios cuando dice que las cosas predeterminadas por venir son «un secreto oculto en mí, guardado y sellado entre mis tesoros». También se utiliza el término en el sentido de «ocultado» o «hecho un secreto» en Isaías 8,17; y aún más en el Libro de Daniel y su visión y simbolismos de las cosas por venir en el Final de las Cosas.

Isaías, cuyas profecías estaban en la línea de la arena internacional y la cifra de mensajes reales de su tiempo, quizá revelara la pista de la existencia de un «Código Bíblico». Modificó tres veces la palabra Ototh («signos»), que se utiliza en la Biblia para designar signos divinos o celestiales, para que se leyera Otioth, plural de Oth, que significa tanto «signo» como «letra», transmitiendo el significado de «letras» en su profecía.


Ya hemos mencionado la referencia de Isaías a Yahveh como creador de las Letras (del alfabeto). En Isaías 45,11, el profeta, ensalzando la unicidad de Yahveh, afirma que fue Yahveh quien «ha dispuesto con letras lo que sucederá». Y que esta disposición se codificó debido a que era el modo de comprender el enigmático pasaje de 41,23.

 

Al hablar de cómo el desconcertado pueblo de la Tierra intenta adivinar el futuro desde el pasado, Isaías puso en labios de ellos esta súplica a Dios:

¡Dinos las letras hacia atrás!

Si se hubiera tratado de la palabra usual Ototh, habría significado, «dinos los signos desde el principio de las cosas». Pero el profeta optó (tres veces) por escribir Otioth, «letras».

 

Y la evidente petición es la de estar capacitado para comprender el plan divino al serle mostradas las letras hacia atrás, como en un código, en el cual se han cambiado de sitio las letras.

Pero, como indican los ejemplos mesopotámicos, el acróstico era un instrumento demasiado sencillo, y la codificación real (aún por descifrar en el caso de Sargón II) se halla en los valores numéricos de los signos cuneiformes. Ya hemos mencionado el «secreto de los Dioses» concerniente a sus números de rango, números que a veces se escribían o se invocaban en el lugar de los nombres de los Dioses.

 

Otras tablillas, en las cuales se conservó la terminología Sumeria, incluso en textos acaDios (si bien muchos permanecen oscuros debido a las fracturas de las tablillas), apuntan a un primitivo uso de la numerología como código secreto, especialmente cuando se hallaban implicados los Dioses.

No sorprende por tanto que a las letras del alfabeto hebreo se les concedieran valores numéricos, y que tales valores jugaran un papel mucho mayor en la codificación y la decodificación de conocimientos secretos que las letras en sí mismas.

 

Cuando los griegos adoptaron el alfabeto, conservaron la práctica de asignar valores numéricos a las letras; y fueron los griegos los que le dieron el nombre de Gematría al arte de y a las reglas para la interpretación de letras, palabras o grupos de palabras por sus valores numéricos.

Teniendo sus inicios en la época del Segundo Templo, la Gema-tría numerológica se convirtió en una herramienta tanto en manos de eruditos como de gnósticos para extraer de los versículos y de las palabras bíblicas números no especificados de significados ocultos o elementos de información, o para trazar nuevas reglas donde las reglas bíblicas estuvieran incompletas.

 

Así, se sostenía que cuando un hombre prestaba juramento de ser un nazirita, el período no especificado de abstención debería ser de 30 días, dado que la palabra definitoria YiHYeH («será») en Números capítulo 6, tiene el valor numérico de 30.

 

La comparación de las palabras y de sus implicaciones por sus equivalentes numéricos abría posibilidades innumerables de significados ocultos. Como ejemplo, se sugería que Moisés y Jacob tuvieron una experiencia divina similar, porque la escalera (Sulam, en hebreo) al cielo que vio Jacob en su visión nocturna y el monte (Sinaí) en el cual Moisés recibió las Tablillas de la Ley tenían ambos el mismo valor numérico, 130.

El empleo de la numerología y en especial de la Gematría para detectar significados secretos alcanzó una nueva cima en la Edad Media, con el desarrollo del misticismo judío conocido como la Cábala. En sus investigaciones, se daba una atención especial a los nombres divinos.

 

De suma importancia fue el estudio del nombre por el cual el Señor Dios se nombraba a sí mismo ante Moisés, YHWH :

«Yo soy el que seré, Yahveh es mi nombre»

(Éxodo 3,14-15).

Si se suman de forma sencilla, las cuatro letras del nombre divino (el Tetragammaton) suman 26 (10+5+6+5); pero con métodos más complejos por los que abogaban los cabalistas, en los cuales se deletreaban los nombres de las cuatro letras (Yod, Hei, Wav, Hei) para sumarlos numéricamente, el total se convierte en 72. Los equivalentes numéricos de estos números componían resultados de otras palabras plenas de significado.

En los comienzos del cristianismo, una secta de Alejandría sostenía que el nombre del creador supremo y primordial era Abraxas, la suma de cuyas letras equivalía a 365, el número de días del año solar. Los miembros de la secta solían llevar camafeos hechos de piedras semipreciosas que llevaban la imagen y el nombre del Dios, equiparado con frecuencia con YaHU (diminutivo de Yahveh) (Fig. 60).

 

Existen todas las razones para creer que Abraxas provenía de Abreshit, «Padre/Progenitor del Comienzo», que hemos propuesto como la primera palabra completa, comenzando con una «A», del Génesis, en vez del corriente Breshit, que hace que el Génesis comience con una «B».

 

Si el Génesis tuvo una letra más, el código secuenciador ahora en boga debería ser reexaminado.)

¿Cuánto valor se le debería de dar a los códigos o significados numéricos, un código inherente a las mismas letras y no sobre un espaciamiento arbitrario entre ellas?

 

Dado que estos usos se remontan a tiempos Sumerios, fueron válidos en tiempos acaDios y se tuvieron en todas las épocas como «secretos de los Dioses» que no se podían revelar a los no iniciados, y dado el vínculo con el ADN , creemos que los códigos numéricos constituyen el código secreto!

De hecho, una de las pistas más obvias (y, por tanto, como en los relatos de detectives, la más ignorada) es el término utilizado para «libro», SeFeR, en hebreo. Proviene de la raíz SFR, y sus derivaciones eran las palabras utilizadas para designar escritor/escriba (Sofer), contar (Lesapher), un relato o una historia (Sippur), etc.

¡Pero esa misma raíz, SFR, designaba también a todo lo relacionado con los números!


Contar era Lisfor, numeral es Sifrah, número es Mispar, cuenta es Sephirah. Es decir, desde el mismo momento en que emergieron las palabras raíces de tres letras del hebreo, escribir con letras y contar con números se consideró una y la misma cosa.


Ciertamente, hay casos en la Biblia hebrea en que los significados «libro» y «número» eran intercambiables, como en 1 Crónicas 27,24, donde, al darse cuenta de un censo dirigido por el rey David, la palabra «número» se utilizó dos veces en la misma sentencia, una vez para indicar número (de personas contadas) y otra para designar al libro de registros de David.

Este doble y quizá triple significado, ha sido un reto para los traductores del versículo 15 del Salmo 71. Buscando la ayuda divina, el salmista, aunque no conoce todos los milagros de Dios, juraba narrar las obras de salvación y de justicia de Dios «aunque no sé/conozco Sefuroth». En la versión del Rey Jaime se traduce la palabra como «números»; traducciones más modernas prefieren la connotación de «relatar», «relatos». Pero de este modo tan poco usual, el salmista ha incluido un tercer significado, el de «misterios».

Cuando los tiempos se hicieron más turbulentos en Judea, cuando a una revuelta (la de los Macabeos contra el gobierno griego) le seguía otra (contra la opresión romana), se intensificó la búsqueda de mensajes de esperanza (de presagios mesiánicos). La búsqueda de números codificados en textos primitivos evolucionó en el uso de números como códigos secretos.

 

Uno de los casos más enigmáticos y mejor cifrados se abrió paso en el Nuevo Testamento: el número de la «bestia» codificado como «666» en el Libro del Apocalipsis,

Aquí está la Sabiduría;

Que el que tiene Entendimiento
calcule el número de la bestia,
pues es el Número de un Hombre;
y su número es seiscientos y tres veintenas y seis.

Apocalipsis 13,18

Este pasaje trata de expectativas mesiánicas, de la caída del mal y, con posterioridad a la Segunda Venida, del retorno del Reino del Cielo a la Tierra. A lo largo de milenios, se han hecho innumerables intentos por descifrar el código numérico del «666» y comprender así la profecía.

 

Este número aparece claramente en el primitivo manuscrito (griego) del libro, cuyo título completo es El Evangelio Según San Juan, que comienza con la afirmación «En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios», y que está lleno de referencias numéricas.

 

Utilizando los valores numéricos de las letras griegas (que siguen fielmente la disposición hebrea) y los métodos de Gematría, se ha sugerido que la «bestia» era el malvado imperio romano, dado que el valor numérico de LATEINOS era 666. Otros han sugerido que el código numérico identificaba al mismísimo emperador romano (Trajano), cuyo nombre central, ULPIOS, también sumaba 666.

 

Otra sugerencia más decía que el código estaba en hebreo, y significaba Nerón Qesar («Nerón el Emperador»), que en hebreo se deletreaba N-R-W-N + Q-S-R, y también sumaba 666; y así sucesivamente, según diversos enfoques de Gematría que utilizaban tanto la adición directa como los métodos de triangulación.

La posibilidad de que el secreto codificado del «666» deba ser desvelado en hebreo más que en significados de palabras griegas o romanas bien podría ser la clave para resolver finalmente el enigma. Nosotros encontramos que, en hebreo, 660 es el equivalente numérico de SeTeR (Fig. 61a), algo oculto, un misterio oculto; se empleó en la Biblia en conexión con la Sabiduría y el Entendimiento divinos, que estaban ocultos y se ocultaban del Hombre.

 

Para convertirlo en 666, hay que añadirle la letra Wav (= 6) (Fig. 61b), cambiando el significado desde un «secreto» a «su secreto», SiTRO, «su cosa oculta».

Algunos piensan que esta traducción de «su secreto» describe la «tiniebla acuosa» donde se recuerda la Batalla Celestial con Tiamat:

 

La Tierra vaciló y tembló, los cimientos de las colinas se estremecieron. subió humo desde sus narices, >,un fuego devorador de su boca...Hizo de la oscuridad su secreto, ,cubierto de una tiniebla acuosa y nubes celestiales.
Salmos 18,8-12

En la Biblia, se repiten las referencias a esa Batalla Celestial que en La Epopeya de la Creación mesopotámica tuvo lugar entre Nibiru/Marduk y Tiamat, y que en la Biblia se realiza entre Yahveh, como Creador Primordial, y Tehom, una «profundidad acuosa». De Tehom/ Tiamat se habla a veces como de Rahab, la «altiva», o se traduce con una inversión de letras, RaBaH («la grande») en vez de RaHaB.

 

En los términos del Salmo 18 resuena una declaración mucho más antigua, la de Deuteronomio 29,19, en la cual se profetizan y describen los juicios de Yahveh «sobre la última generación» como un tiempo en el que «subirá humo desde las narices» de Dios. En la Biblia se suelen referir a esa época final de rendición de cuentas con el adverbio Az, «entonces», en ese tiempo futuro en particular.

Si el autor del Apocalipsis, como es evidente, tenía también en mente que Az, que «entonces», en la época de la Última Generación, cuando el Señor reaparezca, como lo hizo cuando el Cielo y la Tierra fueron creados en el tiempo de la batalla con Tehom Rabah (un término que aparece combinado en Amos 7,4, Salmos 36,7 e Isaías 5,10), entonces una aproximación numérica al enigma del «666» sugeriría que el Libro del Apocalipsis estaba hablando del Retorno del Señor Celestial en una repetición de la Batalla Celestial; pues la suma total del valor numérico de Az + Tehom + Rabah es 666.

Un intento como el nuestro por decodificar el número «666» reconvirtiéndolo en letras y, luego, buscando en el Antiguo Testamentó palabras que contengan esas letras, no agota en modo alguno todas las posibilidades.

 

La transmutación de Abresheet en Abraxas (con su valor numérico de 365) como deidad de los gentiles, y las referencias bíblicas (citadas ya) de codificaciones en escritos cuneiformes por intercambio de líneas en sus signos, así como la referencia a la lectura hacia atrás y el empleo del A-T-B-Sh para ocultar identidades de Dioses extranjeros, plantea esta cuestión: en la medida en la que el destino de los hebreos se fue entretejiendo con el hado de otras naciones y de sus Dioses, ¿hasta qué punto las codificaciones bíblicas no estarían ocultando datos secretos de escritos y de panteones extranjeros?

 

Si los relatos de la creación del Génesis eran en realidad versiones reducidas de los secretos de la creación registrados en el Enuma elish, ¿qué hay de las partes secretas que se les habían revelado a Enmeduranki y a Adapa (y a Henoc)?

En el Génesis, leemos que cuando el faraón elevó a José a un alto cargo por interpretar sus sueños, le dio, como correspondía a un dignatario egipcio, un nuevo nombre, un nombre egipcio: Zophnat-Pa’aneach. Aunque los expertos han intentado reconstruir la escritura jeroglífica y el significado egipcio del nombre-epíteto, lo que es obvio es que se trataba en realidad de un nombre cuyo significado estaba codificado en hebreo, pues en hebreo significa claramente «El que Resuelve» (Pa’aneach) «Cosas Secretas/Ocultas» (Zophnot).

Estas transfiguraciones de lengua/letra/número refuerzan la cuestión (y la posibilidad), y no sólo en lo referente a la razón del «666», de sí los códigos pudieran haber incluido alusiones a otras deidades de panteones conocidos en la antigüedad.
Uno de los aspectos no explicados del alfabeto hebreo es que hay cinco letras que se escriben de forma diferente cuando se colocan al «Código secreto» (de) «sesenta» final de una palabra .

 

Si nos aventuráramos en el Pardes, en la «arboleda prohibida», y adoptáramos la premisa de un código de combinación letra+número, podríamos decir que, leídas al revés (de izquierda a derecha), la razón codificada de estas extrañas cinco letras es un «código secreto» (Zophen) de «60» (M+Kh), ¡que es el número secreto de Anu! .

Si esto es así, ¿sería sólo coincidencia que la primera letra de la palabra hebrea «secreto» - SOD - («S») tenga el valor numérico de «60» y, lo que es más, que el valor de la palabra completa sea de «70», el número secreto de la desolación decretado por Marduk (y luego invertido por él mismo) para la ciudad de Babilonia?

 

Y, siguiendo con el tema, ¿sería la declaración (aparecida en Jeremías y en alguna otra parte) de que la desolación de Jerusalén y de su Templo duraría exactamente los mismos 70 años, una profecía que, cuando se anunció, se presentó como la revelación de un secreto, un Sod, de Dios?.

Un enfoque que aceptara la posibilidad de que tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento tomaran prestadas sus codificaciones de escritos secretos y rangos divinos mesopotámicos muy anteriores nos llevaría a otra posible solución del enigma del «666».

Uno de los casos excepcionales (de los descubiertos) donde el número «6» se revelaba como un rango divino era una tablilla que fue reconstruida por Alasdair Livingstone en Mystical and Mythological Explanatory Works of Assyrian and Babylonian Scholars.

Esta tablilla, que lleva una admonición respecto a los indesvelables secretos que contiene, comienza con el 60 como el rango de «el Dios preeminente, padre de los Dioses», y luego, en una columna aparte, revela su identidad: Anu. Seguido por Enlil (50), Ea/Enki (40), Sin (30) y Shamash (20), lista a Adad, «el Dios de la lluvia y los truenos» como el «6». La lista continúa por el anverso y por el reverso de la tablilla, y lista el «600» como número secreto de los Anunnaki.

Lo que emerge de esta tablilla mesopotámica respecto a los números secretos de los Dioses puede muy bien tener la clave para resolver, por fin, el misterio del «666», contemplándolo como una codificación basada en el Sumerio:

600 = Los Anunnaki, «Aquellos Que Del Cielo a la Tierra Vinieron»

 60 = Anu, su soberano supremo

   6 = Adad, uno de los Dioses que enseña a los Iniciados

666 = «Aquí está la Sabiduría», «Calculado por aquel que tiene Entendimiento»


(La proximidad de Anu y Adad a comienzos del segundo milenio a.C. no sólo encontró expresiones textuales, sino que incluso tuvieron templos compartidos. Por increíble que parezca, la Biblia también lista a Anu y a Adad, uno junto a otro, en una lista de Dioses de «otras naciones»)

2 Reyes 17,31

Los números secretos de los Dioses pueden servir como pistas para descifrar los significados secretos de otros nombres divinos.

 

Así, cuando se concibió el alfabeto, la letra «M», de Ma’yim, agua, se parecía a las representaciones gráficas en egipcio y acadio del agua (una pictografía de ondas), así como la pronunciación del término en estas lenguas. ¿Sería pues no más que una coincidencia que el valor numérico de «M» en el alfabeto hebreo fuera «40», el rango numérico secreto de Ea/Enki, «cuyo hogar es el agua», el prototipo de Acuario?

¿Fue también un código numérico secreto el que dio origen en Sumer a YaHU, la forma abreviada del Tetragammaton YaHWeH? Si uno fuera un iniciado Sumerio que intentara aplicar el código de los números secretos a este nombre teofórico (como se hace con prefijos y sufijos en nombres personales), uno podría decir que YH.U es un código secreto de «50» (IA = 10, U = 5, IA.U = 10x5 = 50), con todas las implicaciones teológicas que esto supone.

Mientras hemos puesto nuestra atención en el significado del «666», en el críptico versículo del Apocalipsis nos hemos encontrado con una declaración de la mayor importancia. Afirma que el código secreto es de todo lo que trata la sabiduría, y que sólo lo pueden descifrar aquéllos que tienen entendimiento.

Éstos son exactamente los dos términos que utilizaban los sumerios, y aquellos que vinieron tras ellos, para denotar los conocimientos secretos que los Anunnaki habían enseñado sólo a unos iniciados privilegiados.

En la base de tan amplios e increíbles conocimientos Sumerios se halla un conocimiento de los números igualmente sorprendente. Como observó el matemático-asiriólogo Hermán V. Hilprecht a principios del siglo XX, tras el descubrimiento de gran número de tablillas matemáticas mesopotámicas (The Babylonian Expedition of the University of Pennsylvania),

«todas las tablas de multiplicación y división de las bibliotecas de los templos de Nippur y Sippar, y de la biblioteca de Assurbanipal en Nínive, se basan en el número 1.296.000»,

...un número astronómico virtual, un número que requería una sorprendente sofisticación para ser comprendido, y cuya utilidad para los humanos del cuarto milenio a.C. parecía completamente cuestionable.

Pero, analizando este número, con el cual comenzaban algunas tablillas matemáticas, el profesor Hilprecht llegó a la conclusión de que sólo podía estar relacionado con el fenómeno de la Precesión, el retraso de la Tierra en su órbita alrededor del Sol, que lleva 25.920 años completar (hasta que la Tierra vuelve al mismo lugar exacto).

 

Este recorrido completo de las doce casas del zodiaco recibió el nombre de Gran Año; el número astronómico 12.960.000 representaba 500 de estos Grandes Años. Pero, ¿quién, salvo los Anunnaki, podía comprender o hacer uso de tan vasto lapso de tiempo?


Al considerar los sistemas numéricos y de cálculo, el sistema decimal («de base diez») es, obviamente, el más «simpático» para el hombre, resultante de la cuenta de los dedos de las manos. Hasta el desconcertante sistema calendárico maya llamado Haab, que dividía el año solar en 18 meses de 20 días cada uno (más 5 días al final del año) se puede suponer que sea el resultado de contar los 20 dedos del ser humano, dedos de manos y pies combinados. Pero, ¿de dónde toman los Sumerios el sistema sexagesimal («de base 60»), cuyas más duraderas expresiones son el aún existente cálculo del tiempo (60 minutos, 60 segundos), la astronomía (un círculo celeste de 360 grados) y la geometría?
 

En nuestro libro Al principio de los tiempos, hemos sugerido que los Anunnaki, al provenir de un planeta cuyo período orbital (un año en Nibiru) equivalía a 3.600 órbitas terrestres, necesitaban algún tipo de común denominador para períodos tan diversos, y encontraron uno en el fenómeno de la Precesión (que solamente ellos, y no los hombres, con un lapso vital más breve dictado por los ciclos de la Tierra, podrían haber descubierto).

 

Cuando dividieron el círculo celeste en doce partes, el retardo precesional (que ellos podían observar con facilidad) era de 2.160 años por «casa». Y nosotros hemos sugerido que eso llevó a la proporción de 3.600:2.160 o 10:6 (la que con el tiempo sería la Proporción Dorada de los griegos), y al sistema sexagesimal, que iba 6 x 10 x 6 x 10 y así sucesivamente, dando como resultado 60, 360, 3.600 y así sucesivamente hasta llegar al número inmenso de 12.960.000.

En este sistema, varios números de importancia celestial o sagrada parecen estar fuera de lugar. Uno de ellos es el número siete, cuya importancia en la historia de la Creación, como en el séptimo día o Sabbath, en el nombre del hogar de Abraham, Beer-Sheba («El Pozo del Siete»), etc. se reconoce con facilidad.

 

En Mesopotamia, se les aplicó a los Siete Que Juzgan, los Siete Sabios, las siete puertas del Mundo Inferior, las siete tablillas del Enuma elish. Era un epíteto de EnlilEnlil es Siete», decían los Sumerios); e indudablemente, el origen de la importancia de tal número es que era el número planetario de la Tierra.

 

«La Tierra (KI) es el séptimo», afirmaban todos los textos astronómicos Sumerios. Como ya hemos explicado, esto sólo tenía sentido para alguien que llegara al centro de nuestro Sistema Solar desde el exterior. Para el que (los que) viniera/n desde el lejano Nibiru, Plutón sería el primer planeta, Neptuno y Urano el segundo y el tercero, Saturno y Júpiter el cuarto y el quinto, Marte sería el sexto y la Tierra el séptimo (y, después, Venus el octavo, como así se representaron estos planetas en monumentos y sellos cilindricos ).

(En los himnos Sumerios a Enlil, «el benéfico», se le veía como aquel que traía el alimento y el bienestar a la nación; también se le invocaba como garante de tratados y juramentos. No sorprende, por tanto, que, en hebreo, la raíz de la cual proviene siete -Sh-V-A- sea la misma de la cual derivan los significados de «estar saciado» y prometer o prestar juramento».)

El número «7» es un número clave en el Apocalipsis (7 ángeles, 7 sellos, etc.); al igual que el siguiente número extraordinario, el 12, o sus múltiplos, 144.000 en el Apocalipsis 7,3-5, 14,1, etc. Ya hemos hablado de sus implicaciones y de su trascendencia, al provenir del número de miembros del Sistema Solar (Sol, Luna y los diez planetas, los 9 conocidos más Nibiru).

Y después (no muchos se dan cuenta), estaba el peculiar número 72. Decir, como se ha dicho, que es simplemente un múltiplo de 12 por 6, o que cuando se multiplica por 5 da 360 (el número de grados de un círculo) es meramente afirmar lo obvio. Pero, de entrada, ¿por qué 72?

Hemos hecho ya la observación de que los místicos de la Kaballah llegaron, a través de métodos de Gematría, al número 72 como el secreto numérico de Yahveh. Aunque oscurecido en el registro bíblico de la época, cuando Dios dio instrucciones a Moisés y a Aarón para que se acercaran hasta el Monte Santo y llevaran consigo a 70 de los ancianos de Israel, lo cierto es que Moisés y Aarón tuvieron 72 acompañantes: además de los 70 ancianos, Dios dijo que dos hijos de Aarón fueran invitados también (a pesar de que Aarón tenía 4 hijos varones), haciendo un total de 72.

También hemos encontrado este extraño número, 72 en el relato egipcio que trata del enfrentamiento entre Horus y Set. Al narrar el relato a partir de sus fuentes jeroglíficas, Plutarco (en De Iside et Osiride, donde equipara a Set con el Tifón de los mitos griegos) escribió que cuando Set atrapó a Osiris en el arcón de la fatalidad, lo hizo en presencia de 72 «camaradas divinos».

¿Por qué, entonces, 72 en tan diversos casos? La única respuesta plausible, según creemos, se debe buscar en el fenómeno de la Precesión, pues es ahí donde se puede encontrar el crucial número 72, dado que es el número de años que le lleva a la Tierra retrasar un grado.

Hasta el día de hoy no hemos estado seguros de cómo apareció el concepto del Jubileo, el período de 50 años decretado en la Biblia y utilizado como unidad de tiempo en el Libro de los Jubileos.

 

He aquí la respuesta:

¡para los Anunnaki, para quienes una órbita alrededor del Sol equivalía a 3.600 años terrestres, la órbita atravesaba 50 grados precesionales (50 x 72 = 3.600)!

Quizá sea algo más que una coincidencia el hecho de que el número secreto de rango de Enlil (y el número que buscaba Marduk) fuera también el 50.

 

Pues era uno de los números que expresaban las relaciones entre el Tiempo Divino (originado por los movimientos de Nibiru), el Tiempo Terrestre (relacionado con los movimientos de la Tierra y la Luna) y el Tiempo Celestial (o tiempo zodiacal, resultante de la Precesión). Los números 3.600, 2.160, 72 y 50 eran números que pertenecían a las Tablillas de los Destinos que estaban en el DUR.AN.KI, en el corazón de Nippur; y eran en verdad números que expresaban el «Enlace Cielo-Tierra».

La Lista de los Reyes Sumerios afirma que pasaron 432.000 años (120 órbitas de Nibiru) desde la llegada de los Anunnaki a la Tierra hasta el Diluvio. El número 432.000 es también clave en el concepto hindú y en otros conceptos de las Eras y de las catástrofes periódicas que caen sobre la Tierra.

El número 432.000 abarca también al 72, exactamente 6.000 veces. Y quizás merezca la pena recordar que, según los sabios judíos, el cálculo de los años en el calendario judío (5.758 en 1998 d.C.) llegará a su finalización, a su término, cuando llegue al 6.000; será entonces cuando se complete el ciclo.

Como es evidente por los antiguos registros concernientes a iniciados como Adapa, Enmeduranna o Henoc, en el núcleo de los conocimientos que se les revelaron, por encima de cualesquiera otros, estuvieron la astronomía, el calendario y las matemáticas («el secreto de los números»). De hecho, como demuestra cualquier revisión de las prácticas de codificación y cifrado en la antigüedad, el hilo común entre ellas, no importa la lengua utilizada, fue el de los números.

 

Si alguna vez hubo una única lengua universal en la Tierra (como afirman los textos Sumerios y la Biblia), tuvo que estar basada en las matemáticas; y si (o, más bien, cuando) nos comunicásemos con extraterrestres, como ya se hizo con los Anunnaki en sus visitas a la Tierra, o como lo haremos cuando nos aventuremos en el espacio, la lengua cósmica será una lengua de números.

De hecho, los actuales sistemas de computación han adoptado ya un lenguaje universal de números. Cuando en las máquinas de escribir se apretaba la tecla de la «A», la palanca que había sujeta a esta letra se activaba y golpeaba en el papel con una «A». En los ordenadores, cuando se aprieta la tecla de la «A», se activa una señal electrónica que expresa la «A» como una serie de números «0» o «1»; se han digitalizado las letras. Es decir, los ordenadores modernos convierten las letras en números; y uno podría decir que han gematriatizado la escritura.

Y si uno se toma en serio las declaraciones Sumerias y bíblicas acerca de la inclusión de conocimientos médicos entre el conocimiento y el entendimiento que se nos transmitieron, en alguna parte de todos los textos antiguos, tan meticulosamente copiados, con tanta precisión, debido a que habían sido «canonizados», quizá se encuentra la clave para compartir con nosotros los conocimientos genéticos que se aplicaron en nuestra creación, y que por tanto nos siguen acompañando en la salud, en la enfermedad y en la muerte.

Hemos llegado al punto en que nuestros científicos han identificado un gen específico (llamándole, digamos, P51) en un lugar específico del cromosoma número 1, o el 13, o el 22, que es responsable de un rasgo o de una enfermedad determinados. Es un gen y una ubicación que se pueden expresar en los ordenadores, bien como números, bien por completo con letras, o bien con una combinación de ambos.

¿Existía ya en aquellos textos antiguos, y en especial en la Biblia hebrea, tal información genética codificada?

 

Sólo con que pudiéramos descifrar este código, podríamos convertirnos en seres como el «modelo perfecto» que Enki y Ninharsag pretendieron crear.

 

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