11. UN TIEMPO DE PROFECÍA
La dilación en el inicio de la construcción del Templo de Jerusalén,
¿fue debida a la razón dada (el que David derramara sangre enemiga
en guerras y desavenencias), o fue sólo una excusa para oscurecer
otra razón más profunda?
Resulta extraño que, como resultado de esta dilación, el lapso de
tiempo transcurrido desde la renovación de la alianza con Abraham en
el Monte Moriah (y, en esta ocasión, también con Isaac) hasta el
inicio de la construcción del Templo fuera exactamente de mil años.
Y es extraño porque el exilio de Marduk duró también mil años; y eso
parece algo más que una coincidencia casual.
La Biblia deja claro que el momento de la construcción del Templo la
determinó el mismo Dios; aunque los detalles arquitectónicos estaban
ya listos, e incluso había también un modelo a escala, fue
Él que dijo,
a través del profeta Natán:
«Todavía no; no David, sino el siguiente
rey, Salomón.»
Del mismo modo, es evidente que no fue Marduk el que
marcó el tiempo de finalización de su propio exilio. De hecho, casi
desesperado, se lamentaba:
«¿Hasta cuándo?»
Y eso debía significar que el fin de sus días de
exilio le era desconocido; venía determinado por lo que podríamos
llamar el Hado; o bien, si era deliberado, por la mano invisible del
Señor de Señores,
el Dios al que los hebreos llamaban Yahveh.
La idea de que un milenio (mil años) significa más que un
acontecimiento calendárico, que presagia sucesos apocalípticos, se
cree en general que proviene de un relato visionario del Libro del
Apocalipsis, capítulo 20, en el cual se profetizaba que,
«el Dragón,
la antigua Serpiente, que es el Demonio y Satanás, estará sujeto
durante mil años, arrojado al abismo y encerrado allí durante mil
años, para que no seduzca a las naciones hasta que se cumplan los
mil años.»
Entonces, Gog y Magog se enzarzarán en una guerra
mundial; tendrá lugar la Primera Resurrección de los muertos, y
comenzarán los Tiempos Mesiánicos.
Estas palabras visionarias, que introducen en el cristianismo la
noción (y la expectativa) de un milenio apocalíptico, se escribieron
en el siglo i d.C. Así, aunque en el libro se nombra a Babilonia
como «el imperio del mal», los eruditos y los teólogos suponen que
no se trata más que de un nombre codificado de Roma.
Pero, aun así, resulta significativo que las palabras del
Apocalipsis repitan las palabras del profeta Ezequiel (siglo VI
a.C), que tuvo una visión de la resurrección de los muertos en el
Día del Señor (capítulo 37), así como la guerra mundial de Gog y
Magog (capítulos 38, 39); ésta tendrá lugar, dice Ezequiel, «al Fin
de los Años».
Decía que los Profetas de Yahveh lo habían predicho
todo en los Días de Antaño, «que, entonces, profetizaron acerca de
los Años».
«Los Años» por cumplir, la cuenta hasta el «Fin de los Años».
Ciertamente, muchos siglos antes de la época de Ezequiel, la Biblia
ofreció una pista:
Mil años,
a tus ojos,
son como un día,
que ya pasó.
Esta declaración, en el Salmo 90,4, se le atribuye en la Biblia al
propio Moisés; así, la aplicación de mil años a una medida de tiempo
divina, se remonta al menos a la época del Éxodo. De hecho, en el
Deuteronomio (7,9), se le asigna un período de «mil generaciones» a
la duración de la Alianza de Dios con Israel; y en el Salmo de David
compuesto cuando se llevó el Arca de la Alianza a la Ciudad de
David, se vuelve a recordar la duración de mil generaciones (1
Crónicas 16,15).
En otros salmos se aplica una y otra vez el número
«mil» a Yahveh y a sus maravillas; en el Salmo 68,18, se da incluso
la cifra de mil años como la duración del Carro de los Elohim. La
palabra hebrea Eleph, «mil», se deletrea con las tres letras, Aleph
(«A»), Lamed («L») y Peh («P» o «Ph»), lo cual se puede leer como
Aleph, que es la primera letra del alfabeto, y numéricamente «1». Si
se suman las tres letras, se obtiene el valor numérico de 111
(1+30+80), algo que se puede tomar como una triple afirmación de la
Unidad de Yahveh y del monoteísmo, siendo «Uno» una palabra
codificada de Dios.
No por azar, las mismas letras, reordenadas
(P-L-A), forman Peleh - maravilla de maravillas, un epíteto de la
obra de Dios y de los misterios del Cielo y la Tierra que están más
allá del entendimiento humano. Esas maravillas de maravillas
referidas principalmente a las cosas creadas y predichas en el
lejano pasado; también forman el tema de las preguntas de Daniel
cuando intentaba adivinar el Fin de los Tiempos (12,6).
Así, parece haber ruedas dentro de ruedas, significados dentro de
significados, códigos dentro de códigos en esos versículos
concernientes a un período de mil años: no es sólo la obvia cuenta
secuencial numérica del paso del tiempo, sino también una duración
incorporada a la Alianza, una afirmación codificada de monoteísmo y
una profecía concerniente al milenio y al Fin de los Años.
Y, como deja claro la Biblia, los mil años cuya cuenta comenzó con
la construcción del Templo (coincidente con lo que ahora llamamos el
último milenio a.C.) fueron un tiempo de profecía.
Para comprender los sucesos y las profecías de ese último milenio,
uno tiene que atrasar el reloj hasta el milenio precedente, hasta la
catástrofe nuclear y la consecución de la supremacía por parte de
Marduk.
Los Textos de las Lamentaciones, que describen el desastre y la
desolación en los que
quedaron sumidos Sumer y Acad cuando la mortífera nube nuclear
recorrió Mesopotamia,
cuentan cómo los Dioses Sumerios abandonaban apresuradamente sus
«centros de culto» a medida que avanzaba el Viento Maligno hacia
ellos. Unos «se ocultaron en las montañas», otros «escaparon hasta
llanuras distantes».
Inanna, dejando atrás sus posesiones, se
trasladó hasta África en una nave sumergible; la esposa de Enki,
Ninki, fue hasta el Abzu, en África, «volando como un pájaro»,
mientras él, buscando un puerto seguro, fue hacia el norte; Enlil y
Ninlil partieron con destino desconocido, al igual que Ninharsag.
En Lagash, la Diosa Bau estaba sola, pues Ninurta había partido en su
misión nuclear;
Bau «lloró amargamente por su templo» y se demoró;
el resultado fue trágico, pues «en aquel día, la tormenta cayó sobre
ella; Bau, como si de una mortal se tratara, que alcanzada por la
tormenta».
La lista de los Dioses que huyeron sigue y sigue, hasta que llega a
Ur y sus deidades.
Allí,
como ya hemos mencionado, Nannar/Sin se negó a creer que el hado de
su ciudad estuviera
sellado. En las lamentaciones que su propia esposa, Ningal, escribió
posteriormente, ésta
cuenta que, a pesar del fétido olor de los muertos que llenaban la
ciudad, se quedaron allí y
«no huyeron». Ni tampoco huyeron en la noche que siguió al
terrorífico día. Pero, a la
mañana siguiente, las dos
deidades, acurrucadas en la cámara subterránea de su zigurat, se
dieron cuenta de que la ciudad estaba condenada, y también la
abandonaron.
La nube nuclear, que viró hacia el sur debido a los vientos, perdonó
a Babilonia; y esto se tomó como un augurio que reforzaba la
concesión de los cincuenta nombres a Marduk, un indicio de su
merecida supremacía. Su primera decisión fue la de llevar a cabo la
sugerencia de su padre de que los mismos Anunnaki construyeran para
él su templo/casa en Babilonia, el E.SAG.IL («Casa de la Cabeza
Elevada»).
A ésta se le añadió, en el recinto sagrado, otro templo
para la celebración del Año Nuevo y la lectura del revisado Enuma
elish; su nombre, E.TEMEN.AN.KI («Casa de la Fundación
Cielo-Tierra»), pretendía indicar con toda claridad que sustituía al
DUR.AN.KI («Enlace Cielo-Tierra») de Enlil, que había estado en el
corazón de Nippur cuando era el Centro de Control de Misiones.
Los expertos han prestado escasa atención al tema de las matemáticas
en la Biblia, dejando sin abordar lo que debería ser un enigma:
¿Por
qué la Biblia hebrea adoptó tan absolutamente el sistema decimal,
aún siendo Abraham un Ibri (un nombre Sumerio de Nippur) y basándose
todos los relatos del Génesis (que se repiten en los Salmos y por
todas partes) en los textos Sumerios?
¿Por qué no existe referencia
alguna al sistema sexagesimal Sumerio («de base 60») en la
numerología de la Biblia, una numerología que culminó con el
concepto del milenio?
Uno se pregunta si Marduk sería sabedor de este asunto. Marduk marcó
su asunción a la supremacía proclamando una Nueva Era (la del
Carnero), revisando el calendario y construyendo un nuevo Pórtico de
los Dioses. En estas decisiones se pueden encontrar también
evidencias para unas nuevas matemáticas, un cambio tácito desde el
sistema sexagesimal hasta el sistema decimal.
El punto focal de estos cambios fue el templo-zigurat que le
honraba, y que Enki sugirió que se lo construyeran los propios
Anunnaki. Los descubrimientos arqueológicos de sus ruinas (y de sus
repetidas reconstrucciones), así como la información que
proporcionaron las tablillas, con precisos datos arquitectónicos,
revelan que este zigurat se elevaba en siete niveles, el más alto de
los cuales servía de residencia de Marduk.
Planeado, como el propio Marduk había pedido, «de acuerdo con los escritos del Cielo
Superior», era una estructura cuadrada cuya base o primer nivel
medía 15 gar (alrededor de 90 metros) por cada lado y tenía 5,5 gar
(unos 33 metros) de altura; encima de éste había un segundo nivel,
más pequeño y más bajo; y así sucesivamente, hasta alcanzar una
altura total de los mismos 90 metros que tenía en la base.
El
resultado era un cubo cuya circunferencia equivalía a 60 gar en cada
una de sus tres dimensiones, dando la construcción el número
celestial de 3.600 si se elevaba al cuadrado (60 x 60), y de 216.000
si se elevaba al cubo (60 x 60 x 60). Pero en ese número había oculto
un cambio al sistema decimal, pues representaba el número zodiacal
2.160 multiplicado por 100.
Las cuatro esquinas del zigurat estaban orientadas exactamente a los
cuatro puntos
cardinales. Y, como han demostrado los estudios de los
arqueoastrónomos, la altura
escalonada de cada uno de los seis primeros niveles se calculó
exactamente para poder
realizar observaciones celestiales en esa localización geográfica
concreta. Así, este zigurat
no sólo se diseñó para sobrepasar al antiguo Ekur de Enlil, sino
también para asumir las
funciones astronómico/calendáricas de
Nippur.
Esto se llevó a la práctica con la institución de una revisión del
calendario, una cuestión tanto de prestigio teológico como de
necesidad, porque el cambio zodiacal (de Tauro a Aries) precisaba
también de un ajuste de un mes en el calendario, si se pretendía que
Nissan («El Portaestandarte») siguiera siendo el primer mes y el mes
del equinoccio de primavera. Para ello, Marduk ordenó que el último
mes del año, Addaru, se duplicara aquel año.
(El mecanismo de
duplicar Addar siete veces dentro de un ciclo de diecinueve años se
ha adoptado en el calendario hebreo como forma de realinear
periódicamente los años lunares y solares).
Al igual que en Mesopotamia, el calendario también se revisó en
Egipto. Diseñado allí originariamente por Thot, cuyo «número
secreto» era el 52, dividía el año en 52 semanas de 7 días cada una,
dando un año solar de sólo 364 días (un tema destacado en El Libro
de Henoc). Marduk (bajo el nombre de Ra) instituyó en su lugar un
año basado en una división de 10: dividió el año en 36 «decanatos»
de diez días cada uno; los resultantes 360 días venían seguidos
después por cinco días especiales para completar los 365.
La Nueva Era a la que había dado entrada Marduk no fue una era de
monoteísmo. Marduk
no se declaró a sí mismo el único Dios; de hecho, necesitaba que los
otros Dioses estuvieran
presentes y le aclamaran como supremo. Para ello, proveyó el recinto
sagrado de Babilonia
de santuarios, de pequeños templos y residencias para todos los
demás Dioses principales, y
les invitó a que hicieran su hogar allí. En ninguno de los textos
hay indicios de que alguien
aceptara la invitación.
De hecho, para cuando se instaló finalmente
en Babilonia la dinastía
real que Marduk había previsto, hacia 1890 a.C, los Dioses que se
habían dispersado comenzaron a establecer sus nuevos dominios
alrededor de Mesopotamia.
-
Prominente entre ellos estaba Elam, en el este, con
Susa (la bíblica
Shushan) como capital, y Ninurta como «Dios nacional».
-
Por el oeste,
floreció por sí mismo un reino cuya capital recibió el nombre de
Mari (del termino Amurru, la Occidental), en las riberas
occidentales del río Eufrates; sus magníficos palacios estaban
decorados con murales que mostraban a Ishtar invistiendo al rey
(Fig. 84), dando cuenta de la gran reputación que tenía esta Diosa
allí.
-
En las montañosas Tierras de Hatti, donde los hititas ya
habían adorado al hijo más joven de Enlil, Adad, con su nombre
hitita, Teshub (el Dios viento/Tormenta), empezó a crecer un reino
con una fuerza y unas aspiraciones imperiales.
-
Y entre las tierras
de los hititas y Babilonia, surgió un reino de nuevo cuño, el de
Asiría, con un panteón idéntico al de Sumer y Acad, excepto por el
hecho de que el Dios nacional recibió el nombre de Assur, el «Que
Ve». Él combinó los poderes y las identidades tanto de Enlil como de
Anu, y su representación como un Dios dentro de un objeto alado
circular (Fig. 85) dominó los monumentos asirios.
Y, en la distante África estaba Egipto, el Imperio del Nilo. Pero
allí, el país se vio apartado de la escena internacional debido a un
período caótico al que los expertos llaman Segundo Período
Intermedio, hasta que el llamado Imperio Nuevo comenzó hacia el 1650
a.C.
A los expertos todavía les resulta difícil explicar por qué el
Oriente Próximo de la antigüedad se puso en movimiento justo en
aquel momento. La nueva dinastía (la XVII ) que tomó el control de
Egipto estaba impregnada de fervor imperial, atacando a Nubia en el
sur, a Libia en el oeste y las tierras de la costa mediterránea por
el este.
En el país de los hititas, un nuevo rey envió a su ejército
a través de la barrera de los Montes Tauro, también a lo largo de la
costa mediterránea; su sucesor arrasó Mari. Y en Babilonia, un nuevo
pueblo, los casitas, surgieron de la nada (en realidad, de la región
montañosa nororiental que bordea el mar Caspio), atacaron Babilonia
y dieron un drástico fin a la dinastía que comenzara con Hammurabi.
Las naciones proclamaban que iban a la guerra en el nombre y bajo
las órdenes de su Dios nacional, y los crecientes conflictos tenían
más la apariencia de una lucha entre Dioses a través de sustitutos
humanos. Y una pista que parece confirmarnos esta idea es el hecho
de que los nombres teofóricos de los faraones de la dinastía XVII I
eliminaron el prefijo o el sufijo Ra o Amén a favor de Thot.
El
cambio, que comenzó con Thotmes (normalmente traducido en español
como Tutmosis) I en 1525 a.C, marcó también el inicio de la opresión
de los israelitas. La razón que daba el faraón es iluminadora: tras
lanzar expediciones militares hacia Naharin, en el Alto Eufrates, el
faraón temía que los israelitas pudieran convertirse en una quinta
columna interna. ¿Por qué motivo? Naharin era la región donde estaba
ubicada Jarán, y sus pobladores eran descendientes de los parientes
de los patriarcas israelitas.
Por mucho que esto explique los motivos dados para la opresión de
los israelitas, sigue sin explicarse por qué, y para qué, enviaron
los egipcios sus ejércitos para conquistar la lejana Jarán. Es un
enigma que hay que guardar en mente.
Las expediciones militares, por una parte, y la correspondiente
opresión de los israelitas, que alcanzó un alto grado de horror con
el edicto que ordenaba la muerte de los varones primogénitos
israelitas, llegó a su climax bajo Tutmosis III , que forzó la huida
de Moisés tras levantarse por su pueblo. Sólo después de la muerte
de Tutmosis III pudo volver Moisés a Egipto desde el desierto del Sinaí, en 1450 a.C.
Diecisiete años más tarde, después de repetidas
demandas y de una serie de aflicciones desatadas por Yahveh sobre
«Egipto y sus Dioses», dejaron ir a los israelitas, y comenzó el
Éxodo.
Dos incidentes que se mencionan en la Biblia, y un importante cambio
en Egipto, indican repercusiones teológicas entre otros pueblos como
consecuencia de los milagros y maravillas atribuidas a Yahveh en
apoyo de su Pueblo Elegido.
«Y cuando Jetró, el Sacerdote de Madián, el suegro de Moisés, supo
de todo lo que Dios
había hecho por Moisés y por su pueblo,Israel», leemos en el Éxodo,
capítulo 18, llegó al
campamento israelita y después de escuchar la historia completa por
boca de Moisés, Jetró
dijo: «Ahora sé que Yahveh es el más grande de todos los Dioses», y
ofreció sacrificios a
Yahveh.
El segundo incidente (del que se habla en Números, capítulos
22-24) tuvo lugar
cuando el rey moabita retuvo al adivino Bile’am (traducido también
como Bala’am) para que
maldijera a los israelitas que se aproximaban. Pero «el espíritu de
Dios salió al
encuentro de Balaam», y en una «visión divina» vio que la Casa de
Jacob estaba bendecida por Yahveh, y que no se podía revocar Su
palabra.
Que un sacerdote y adivino no hebreo reconociera los poderes y la
supremacía de Yahveh iba a generar un efecto inesperado en la
familia real egipcia. En 1379 a.C, justo cuando los israelitas iban
a entrar en la misma Canaán, un nuevo faraón se cambió el nombre por
el de Akenatón, siendo Atón una representación del Disco Solar (Fig.
86).
Akenatón trasladó su capital a un nuevo lugar, y comenzó a dar
culto a un único Dios. Fue un experimento de corta vida, al cual
dieron fin los sacerdotes de Amén-Ra...
También tuvo una corta vida
el concepto de una paz universal que acompañaba a la fe en un Dios
universal. En 1296 a.C, el ejército egipcio, siempre arremetiendo
contra la región de Jarán, sufrió una derrota decisiva frente a los
hititas en la Batalla de Kadesh (en lo que es ahora Líbano).
Mientras hititas y egipcios se agotaban mutuamente, los asirios
encontraron espacio para autoafirmarse. Una serie de movimientos de
expansión en prácticamente todas las direcciones culminó con la
reconquista de Babilonia por parte del rey asirio Tukulti-Ninurta I,
un nombre teofórico que indica su afiliación religiosa, y el
apresamiento del Dios de Babilonia, Marduk. Lo que siguió es típico
del politeísmo de la época: lejos de denigrar al Dios, fue llevado a
la capital asiria y, cuando llegó el tiempo de las ceremonias de Año
Nuevo, fue Marduk, y no Assur, el que protagonizó los antiquísimos
rituales.
Esta «unificación de las iglesias», por acuñar una
expresión, no pudo impedir el agotamiento creciente entre los otrora
imperios, y durante los siglos siguientes, las dos antiguas
potencias de Mesopotamia se unieron a Egipto y al País de Hatti en
el retraimiento y en la pérdida de celo conquistador.
No cabe duda de que fue ese retraimiento de tentáculos imperiales lo
que hizo posible la aparición de prósperas ciudades-estado en Asia
occidental, incluso en Arabia. Sin embargo, su auge se convirtió en
un imán que atrajo a emigrantes e invasores de prácticamente todas
partes. Invasores llegados en barcos (los «Pueblos del Mar», como
les llamaban los egipcios) intentaron asentarse en Egipto y
terminaron ocupando las costas de Canaán.
En Asia Menor, los griegos
lanzaron mil barcos contra Troya. Los pueblos de lenguas
indoeuropeas se abrieron camino en Asia Menor y bajaron por el río Éufrates. Los precursores de los persas invadieron Elam. Y en
Arabia, algunas tribus que se habían hecho ricas con el control de
las rutas comerciales pusieron sus ojos en las fértiles tierras del
norte.
En Canaán, cansados de las batallas constantes con los reyes de
ciudades y principados que
les rodeaban, los israelitas enviaron una petición a Yahveh mediante
el Sumo Sacerdote
Samuel: «¡Haznos una nación fuerte, danos un rey!»
El primero fue Saúl; después de él, vino David, y se trasladó la
capital a Jerusalén.
La Biblia hace una relación de Hombres de Dios durante ese período,
incluso los llama «profetas» en el sentido más estricto de la
palabra: «portavoces» de Dios. Entregaban los mensajes divinos, pero
era más al modo de los sacerdotes oraculares que se conocían en
todas partes en la antigüedad.
Sólo después de la construcción del Templo para Yahveh fue cuando la
profecía, la predicción de lo venidero, floreció plenamente. Y no
hubo nada parecido a los profetas hebreos de la Biblia, que
combinaban las prédicas sobre justicia y moralidad con la previsión
de las cosas por venir en cualquier parte del mundo antiguo.
El período que ahora, echando la vista atrás, llamamos el primer
milenio a.C. fue en realidad el último milenio de los cuatro mil
años de historia humana que comenzó con el florecimiento de la
civilización Sumeria.
El punto medio de este drama humano, cuya
historia hemos llamado las Crónicas de la Tierra, fue,
Ése fue el punto de inflexión, tras
los primeros dos mil años. Después, la otra mitad de la historia,
los últimos dos milenios de lo que había comenzado en Sumer y en una
visita de estado de Anu a la Tierra hacia el 3760 a.C, también
estaba llegando a su fin.
De hecho, ése era el hilo conductor de las grandes profecías
bíblicas de aquella época: el ciclo está llegando a su fin, lo que
se había predicho en el Principio de los Años se hará realidad al
Fin de los Años.
Se le daba a la Humanidad una oportunidad para arrepentirse, para
volver a la justicia y a la
moralidad, para reconocer que sólo hay un Dios verdadero, Dios
incluso de los mismos
Elohim. Con cada palabra, visión o acto simbólico, los profetas
transmitían el mensaje: el tiempo se acaba; grandes acontecimientos
están a punto de ocurrir. Yahveh no quiere la muerte de los
malhechores; quiere que vuelvan a la justicia.
El Hombre no puede
controlar su Destino, pero sí puede controlar su Hado; el Hombre,
los reyes, las naciones, pueden elegir el rumbo a seguir. Pero si el
mal prevalece, si la injusticia domina las relaciones humanas, si
una nación continúa tomando la espada contra otras naciones, todos
serán juzgados y condenados en el Día del Señor.
La misma Biblia reconoce que no era éste un mensaje para una
audiencia receptiva. Los judíos, rodeados de pueblos que parecían
saber a quién adorar, eran instados ahora a adherirse a las
estrictas normas que exigía un Dios invisible, un Dios cuya simple
imagen era desconocida. Los verdaderos profetas de Yahveh no daban
abasto para enfrentarse a «falsos profetas» que afirmaban también
estar transmitiendo la palabra de Dios.
Los sacrificios y las
donaciones al Templo reparan todos los pecados, decían éstos; Yahveh
no quiere tus sacrificios, sino que vivas en la justicia, decía
Isaías. Grandes calamidades caerán sobre los injustos, decía Isaías.
No, no, la Paz está en camino, decían los falsos profetas.
Para que se les creyera, los profetas bíblicos recurrieron a los
milagros; del mismo modo que Moisés, instruido por Dios, había
tenido que recurrir a los milagros para obtener la liberación de los
israelitas de manos del faraón, y después para convencer a los
israelitas del poder inigualable de Yahveh.
La Biblia describe con detalle los problemas que tuvo que afrontar
el profeta Elias durante el reinado (en el reino septentrional,
Israel) de Ajab y de su mujer fenicia, Jezabel, que trajo con ella
el culto al Dios cananeo Ba’al. Después de afirmar su reputación
haciendo que la harina y el aceite de una mujer pobre no se agotaran
por mucho que tomaran de ellos, y tras devolverle la vida a un
muchacho que había muerto, el mayor desafío de Elias fue el de la
confrontación con los «profetas de Ba’al» en el Monte Carmelo.
Había
que determinar quién era el «verdadero profeta», delante de una
multitud reunida y encabezada por el rey y mediante la realización
de un milagro: se había dispuesto un sacrificio sobre una pila de
leña, pero no se había encendido fuego alguno; el fuego tenía que
venir del cielo. Y los profetas de Ba’al invocaron el nombre de éste
desde la mañana hasta el mediodía, pero no hubo voz ni respuesta (1
Reyes, capítulo 18).
Elias, burlándose de ellos, dijo:
«Quizá
vuestro Dios está dormido; ¿por qué no le llamáis con más fuerza?»
Y
ellos lo hicieron hasta el anochecer, pero no ocurrió nada. Después, Elias tomó piedras y reconstruyó un altar a Yahveh que estaba en
ruinas, dispuso la leña y puso sobre ella un buey para el
sacrificio, y le pidió a la gente que derramara agua sobre el altar,
para asegurarse de que no había ningún fuego escondido allí.
E
invocó el nombre de Yahveh, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob;
«y el fuego de Yahveh descendió sobre el sacrificio, y devoró a éste
y al altar».
Convencidos de la supremacía de Yahveh, el pueblo
prendió a los profetas de Ba’al y los mató a todos.
Después de que Elias fuera arrebatado al cielo en un carro de fuego,
su discípulo y sucesor, Eliseo, realizó también milagros para
justificar su autenticidad como verdadero profeta de Yahveh.
Convirtió el agua en vino, devolvió la vida a un muchacho muerto,
llenó vasijas vacías con una minúscula cantidad de aceite, dio de
comer a centenares de personas con un poco de sobras de comida, e
hizo que una barra de hierro flotara en el agua.
¿Hasta qué punto eran creíbles estos milagros entonces? Sabemos por
la Biblia (en los relatos de la época de José y, después, en el
Éxodo), así como por los mismos textos egipcios, como Los Relatos de
los Magos, que la corte real egipcia estaba llena de magos y
adivinos. Mesopotamia tenía sacerdotes-augures y sacerdotes
oraculares, adivinos, videntes e interpretadores de sueños.
Sin
embargo, cuando se puso de moda en el siglo xix una disciplina
académica llamada Crítica Bíblica, estos relatos de milagros se
añadieron a la insistencia de que todo en la Biblia debía estar
sustentado en fuentes independientes para que fuera creíble.
Afortunadamente, entre los primeros hallazgos de los arqueólogos en
el siglo XIX estuvo una estela inscrita del rey moabita Mesha, en la
cual el rey no sólo corroboraba los datos referentes a Judea en la
época de Elias, sino que tambien se hacía una de las extrañas
menciones extrabíblicas de Yahveh con su nombre completo (Fig. 87).
Aunque no había corroboración de los milagros en sí, este hallazgo
(y otros posteriores) fueron suficientes para autentificar los
acontecimientos y las personalidades de las que se hablaba en la
Biblia.
Los textos y los objetos descubiertos por los arqueólogos, además de
aportar corroboraciones, también arrojaron luz sobre las profundas
diferencias que había entre los profetas bíblicos y los adivinos de
otras naciones.
Desde el mismo principio, la palabra hebrea Nebi’im,
que se traduce por «profetas» pero que significa literalmente
«portavoces» de Dios, daba a entender que la magia y la adivinación
no eran de ellos, sino de Dios. Los milagros eran suyos, y lo que se
predecía era solamente lo que Dios había ordenado.
Además, en vez de
actuar como empleados de la corte, como «profetas Sí-señor», solían
criticar y amonestar a los poderosos por sus malas acciones y por
sus erróneas decisiones de gobierno. Hasta al rey David se le
reprendió por codiciar a la esposa de Urías, el hitita.
Por una extraña coincidencia (si es que lo fue), al mismo tiempo que
David capturaba Jerusalén y daba los primeros pasos para establecer
la Casa de Yahveh sobre la Plataforma Sagrada, llegó a un abrupto
fin el declive y la decadencia de lo que se ha llamado la Antigua
Asiría y, bajo una nueva dinastía, se le cedió el paso a lo que se
ha dado en llamar período neoasirio. Y en cuanto se construyó el
Templo de Yahveh, Jerusalén comenzó a atraer la atención de
gobernantes lejanos.
Como consecuencia directa, también sus profetas
llevaron sus visiones hasta la arena internacional, e incorporaron
profecías referentes al mundo en general dentro de sus profecías
relativas a Judea, al escindido reino septentrional de Israel, a sus
reyes y a sus pueblos. Era una visión del mundo asombrosa por su
alcance y su entendimiento, por profetas que, antes de ser llamados
por Dios, eran en su mayoría simples aldeanos.
Estos profundos conocimientos de tierras y naciones distantes, de
los nombres de sus reyes (en algún caso, incluso del apodo del rey),
de su comercio y sus rutas comerciales, de sus ejércitos y de la
composición de sus fuerzas de combate, debieron de sorprender
incluso a los reyes de Judea de aquellos tiempos.
Al menos en una
ocasión, se dio una explicación. Fue el profeta Ananías el que, al
advertir al rey de Judea en contra de un tratado con los árameos, le
dijo al rey que confiara en la palabra de Yahveh, pues «son los ojos
de Yahveh los que recorren toda la Tierra».
También en Egipto, un período de desunión terminó cuando una nueva
dinastía, la XXII , reunificó el país y relanzó su implicación en
los asuntos internacionales. El primer rey de la nueva dinastía, el
faraón Sheshonq, obtuvo el privilegio de ser el primer soberano
extranjero de una de las entonces grandes potencias en entrar por la
fuerza en Jerusalén y apoderarse de sus tesoros (sin destruir ni
profanar, sin embargo, el Templo).
El suceso, ocurrido en 928 a.C,
viene contado en 1 Reyes 14 y en 2 Crónicas 12; todo ello había sido
anticipado por Yahveh al rey de Judea y a sus nobles a través del
profeta Semaías; es también uno de los casos en los que el relato
bíblico ha sido corroborado desde un registro exterior e
independiente; en este caso, por el propio faraón, en los muros
meridionales del templo de Amón en Karnak.
Las invasiones asirías de los reinos judíos, registradas con toda
precisión en la Biblia, comienzan con el reino septentrional,
Israel. Aquí, una vez más, las anotaciones bíblicas se ven
plenamente corroboradas en los anales de los reyes asirios;
Salmanasar II I (858-824 a.C.) llegó incluso a representar al rey
israelita Jehú postrado ante él, en una escena dominada por el Disco
Alado, símbolo de Nibiru (Fig. 88).
Algunas décadas después, otro
rey israelita impidió un ataque pagando tributo al rey asirio Tiglat-Pileser III (745-727 a.C).
Pero con eso sólo se ganó tiempo,
puesto que en 722 a.C. el rey asirio Salmanasar V marchó contra el
reino septentrional, capturó su capital, Samaría (Shomron, «Pequeño
Sumer», en hebreo), y exilió a su rey y a sus nobles. Dos años
después, el siguiente rey asirio, Sargón II (721-705 a.C), exilió al
resto del pueblo, dando así nacimiento al enigma de las Diez Tribus
Perdidas de Israel y terminando con la existencia independiente de
aquel estado.
Los reyes asirios comenzaban cada registro de sus numerosas campañas
militares con las palabras «Por orden de mi Dios Assur», dando a sus
conquistas el aura de guerras religiosas.
La conquista y el sometimiento de Israel fue tan importante que
Sargón, al registrar sus
victorias en los muros de su palacio, comenzó la inscripción
identificándose como «Sargón,
conquistador de Samaria y de toda la tierra de Israel».
Con ese
logro, coronando todas sus
demás conquistas, escribió:
«Agrandé el territorio perteneciente a Assur, el rey de los
Dioses.»
Mientras todas estas calamidades, según la Biblia, caían sobre el
estado septentrional de Israel, debido a que sus líderes y el pueblo
no habían tenido en cuenta las advertencias y las admoniciones de
los profetas, los reyes de Judea, en el sur, estaban más atentos a
las directrices proféticas y, de momento, disfrutaban de un período
de relativa paz.
Pero los asirios tenían los ojos puestos en
Jerusalén y en su templo y, por razones que no se explican en sus
anales, muchas de sus expediciones militares comenzaban en la región
de Jarán para luego extenderse hacia el oeste, hacia la costa
mediterránea.
Curiosamente, en los anales de los reyes asirios, en
los que se describen sus conquistas y sus dominios en la región de Jarán, se identifica por su nombre a dos ciudades, una llamada Najor
y otra llamada Labán, ciudades que llevan los nombres del hermano y
del cuñado de Abraham.
No iba a tardar mucho en llegar el turno de Judea, y concretamente
de Jerusalén, de verse bajo el ataque asirio. El trabajo de extender
los territorios y la «orden» del Dios Assur de tomar la Casa de Yahveh recayó sobre
Senaquerib, el hijo de Sargón II y su sucesor,
en 704 a.C. Con el objetivo de consolidar las conquistas de su padre
y de poner fin a las periódicas rebeliones en las provincias
asirias, consagró su tercera campaña (701 a.C.) a la captura de
Judea y de Jerusalén.
Los acontecimientos y las circunstancias de esta tentativa se
registran ampliamente tanto en los anales asirios como en la Biblia,
convirtiéndola en uno de los casos mejor documentados de veracidad
bíblica.
Es también un caso en el que se demuestra la verosimilitud
de la profecía bíblica, su valor como guía de predicción y el
alcance de su visión geopolítica.
En cuanto a Ezequías, el judío, que no se sometió a mi yugo, 46 de
sus fortalezas y ciudades amuralladas, así como las pequeñas ciudades
de sus alrededores, que eran innumerables - allanando con arietes
(?) y utilizando máquinas de asedio (?), atacando y asaltando a pie, con minas, túneles y brechas (?), asedié y tomé (esas ciudades).
200.150 personas, grandes y pequeñas, varones y hembras, caballos,
mulas, asnos, camellos, vacas y ovejas, sin número, me llevé de
ellos y conté como botín. A él mismo, como un pájaro enjaulado hice
callar en Jerusalén, su ciudad real.
Y lo que es más, existen evidencias físicas (en nuestros días) que
corroboran e ilustran un aspecto importante de estos
acontecimientos; hasta el punto que uno puede ver con sus propios
ojos cuán real y verídico fue todo.
Si comenzamos el relato de los acontecimientos con las palabras del
propio Senaquerib, nos daremos cuenta de que aquí, una vez más, la
campaña contra la lejana Jerusalén comenzó con un rodeo por el «País
de Hatti», por la región de Jarán, para hacer después un viraje
brusco hacia el oeste, hacia la costa mediterránea, donde la primera
ciudad en ser atacada fue Sidón:
En mi tercera campaña, marché contra Hatti.
Luli, rey de Sidón, a
quien la terrorífica
fascinación de mi señorío abrumó,
huyó lejos de
su tierra y pereció.
El esplendor sobrecogedor del Arma de Assur,
mi señor, arrolló las
ciudades fuertes de la Gran Sidón...
Todos los reyes, desde Sidón
hasta Arvad, Biblos, Ashdod,
Beth-Ammon, Moab y Adom trajeron
suntuosos regalos;
al rey de Ashkelon lo deporté a Asiría...
La inscripción (Fig. 88b) proseguía:
En cuanto a Ezequías de Judea
que no se sometió a mi yugo,46 de sus
fortalezas y ciudades amuralladas,
así como las pequeñas ciudades de
sus alrededores, que eran innumerables...asedié y tomé. 200.150 personas, viejos y jóvenes, varones y hembras, caballos,
mulas, camellos, asnos, vacas y ovejas,
me llevé de ellos.
A pesar de estas pérdidas, Ezequías no claudicó, porque el profeta
Isaías había profetizado:
«No tengas miedo del atacante, pues Yahveh impondrá Su espíritu
sobre él, y él escuchará un rumor, y regresará a su tierra, y allí
caerá por la espada...
«Así dice Yahveh: ¡el rey de Asiria no
entrará en esta ciudad! Por donde vino, volverá, pues yo protejo
esta ciudad para salvarla, por mí y por David, mi siervo»
2 Reyes,
capítulo 19
Senaquerib, desafiado por Ezequías, pasó a afirmar esto en sus
anales: En Jerusalén, hice a Ezequías prisionero en su palacio
real, como un pájaro en una jaula, lo cerqué con terraplenes, acosando
a todos aquellos que salían por las puertas de la ciudad.
«Y después arrebaté regiones del reino de Ezequías y se las di a los
reyes de Ashdod, Ekrón y Gaza -ciudades-estado filisteas y aumenté el
tributo sobre Ezequías», escribió Senaquerib;
y después hizo una
relación del tributo que Ezequías «me envió más tarde a Nínive».
Así, casi imperceptiblemente, los anales no mencionan ni la toma de
Jerusalén ni la captura de su rey; sólo la imposición de un gravoso
tributo: oro, plata, piedras preciosas, antimonio, piedras rojas
talladas, mobiliario con incrustaciones de marfil, pieles de
elefante «y todo tipo de tesoros valiosos».
Pero todo este alarde omite contar lo que sucedió realmente en
Jerusalén; la fuente más completa del relato es la Biblia.
En ella
dice, en 2 Reyes 18 y, de igual modo, en el libro del profeta Isaías
y en Crónicas, que,
«en el decimocuarto año de Ezequías, Senaquerib,
el rey de Asiria, cayó sobre todas las ciudades fortificadas de
Judea y las tomó. Entonces, Ezequías, el rey de Judea, envió palabra
al rey de Asiria, que estaba en Lakish, diciendo:
“He pecado; vuelve, y cualquier cosa que me impongas la afrontaré.”
El rey de Asiria le impuso a Ezequías, el rey de Judea, trescientos
talentos de plata y treinta de oro»
Y Ezequías lo pagó todo,
incluyendo como tributo extra las ataraceas de bronce del templo y
las puertas del palacio, y se lo entregó a Senaquerib.
Pero el rey de Asiria incumplió su trato. En lugar de retirarse y
volver a Asiria, envió una
gran fuerza contra la capital de Judea; y como se solía hacer en la
táctica de asedio, lo
primero que hicieron los ata-cantes fue apoderarse de las reservas
de agua de la ciudad. Esta
táctica había funcionado en todas partes, pero no en Jerusalén.
Pues, sin saberlo los asirios, Ezequías había excavado un túnel de agua bajo las murallas de la
ciudad, desviando las
abundantes aguas del Manantial de Gihon hasta la Piscina de Silo’am,
en el interior de la ciudad. Este túnel secreto y subterráneo
proporcionaba agua fresca a los sitiados, trastocando los planes de
los asirios.
Frustrado ante el fracaso del asedio para someter a la ciudad, el
comandante asirio recurrió a la guerra psicológica. Hablando en
hebreo, para que la mayoría de los defensores pudieran comprenderlo,
señaló la inutilidad de la resistencia. Ninguno de los otros Dioses
habían podido salvar sus naciones; ¿quién es este «Yahveh» y por qué
se iba a comportar mejor con Jerusalén? Era un Dios tan falible como
los demás...
Al escuchar esto, Ezequías se desgarró los vestidos, se cubrió de
sayal y fue hasta el Templo de Yahveh, y oró a,
«Yahveh, el Dios de
Israel, que moras sobre los querubines, el único Dios sobre todas
las naciones, hacedor del Cielo y la Tierra».
Tras asegurarle que su
oración había sido escuchada, el profeta le reiteró la promesa
divina: el rey asirio no entrará jamás en la ciudad; regresará a su
hogar fracasado, y allí será asesinado.
Aquella noche tuvo lugar un milagro divino, y la primera parte de la
profecía se hizo realidad:
Y sucedió aquella noche,
que el ángel de Yahveh salió
e hirió en el
campamento asirio
a ciento ochenta y cinco mil.
Y al amanecer, he aquí: todo lo que había eran cadáveres.
Así, Senaquerib, el rey de Asiría, partió y volviéndose, se quedó en Nínive.
2 Reyes 19,35-36
En una especie de posdata, la Biblia se asegura de anotar que la
segunda parte de la profecía
también se cumplió, añadiendo:
«Y Senaquerib se fue, y volvió a
Nínive. Y sucedió que
estando él postrado en el templo ante su Dios Nisrok, que Adrammélek
y Saréser le mataron
a espada; y huyeron al país de Ararat. Su hijo Asaradón se convirtió
en rey en su lugar.»
La posdata bíblica relativa a la manera en la cual murió Senaquerib
ha desconcertado durante mucho tiempo a los expertos, pues los
anales reales asirios dejan la muerte del rey sumida en el misterio.
Ha sido recientemente cuando los expertos, con la aportación de
hallazgos arqueológicos adicionales, han confirmado el relato
bíblico: Senaquerib fue ciertamente asesinado (en el año 681 a.C.)
por dos de sus hijos, convirtiéndose en heredero al trono otro de
ellos, el más joven, llamado Asaradón.
También nosotros podemos añadir una posdata para confirmar aún más
la veracidad de la Biblia.
A principios del siglo XIX, los arqueólogos descubrieron en
Jerusalén que el Túnel de Ezequías era un hecho, no un mito: que
hubo realmente un túnel subterráneo que sirvió para llevar agua en
secreto hasta el interior de Jerusalén, ¡un túnel que atravesaba la
roca natural de la ciudad bajo las murallas defensivas desde el
tiempo de los reyes de Judea!
En 1838, el explorador Edward Robinson fue el primero en los tiempos
modernos en atravesarlo en toda su longitud, 533 metros. En décadas
posteriores, otros renombrados exploradores de la antigua Jerusalén
(Charles Warren, Charles Wilson, Claude Conder, Conrad Schick)
limpiaron y examinaron el túnel en sus diferentes secciones.
Ciertamente, conectaba el Manantial de Gihon (fuera de las murallas
defensivas) con la Piscina de Silo’am, en el interior de la ciudad
(Fig. 89). Después, en 1880, unos niños que estaban jugando
descubrieron más o menos a mitad del túnel una inscripción tallada
en la pared. Las autoridades turcas de la época ordenaron que se
extirpara el segmento inscrito de la pared y que se llevara a
Estambul (la capital de Turquía).
Se determinó entonces que la inscripción (Fig. 90), en una hermosa
y antigua escritura hebrea, habitual en la época de los reyes de
Judea, conmemoraba la terminación del túnel, cuando los trabajadores
de Ezequías, perforando la roca desde ambos extremos, se encontraron
en el punto donde estaba la inscripción.
La inscripción (en el trozo de roca que se extrajo de la pared del
túnel), que se exhibe en el Museo Arqueológico de Estambul, dice lo
siguiente:
... el túnel. Y éste es el relato del encuentro en la perforación.
Cuando cada uno de [los trabajadores levantó] el pico contra su
compañero, y mientras quedaban todavía tres codos por perforar, se
escuchó la voz de un hombre llamando a su compañero, pues había una
grieta en la roca, a la derecha... Y en el día en que se
encontraron, los trabajadores golpearon cada uno hacia su camarada,
pico contra pico. Y el agua empezó a correr desde su fuente hasta la
piscina, mil doscientos codos; y la altura de la roca por encima de
las cabezas de los trabajadores del túnel era de cien codos.
La exactitud y la veracidad del relato bíblico sobre los
acontecimientos de Jerusalén se extiende hasta los sucesos acaecidos
en la lejana Nínive concernientes a la sucesión del trono de Asiría:
hubo ciertamente un hecho sangriento que enfrentó a los hijos de
Sena querib con su padre y que terminó con la subida al trono del
hijo más joven, Asaradón.
Estos acontecimientos sangrientos se
describen en los Anales de Asaradón (en el objeto conocido como
Prisma B), en los cuales éste atribuye su elección para la realeza
por encima de sus hermanos mayores a un oráculo que los Dioses
Shamash y Adad dieran a Senaquerib; una elección aprobada por los
grandes Dioses de Asiria y Babilonia «y todos los demás Dioses
residentes en el Cielo y en la Tierra».
El sangriento fin de Senaquerib fue sólo un acto más del terrible
drama relativo al papel y a la posición del Dios Marduk. La
pretensión asiria de poner a los babilonios bajo sus talones y
anexionarse Babilonia llevándose a Marduk a la capital asiria no
funcionó, y unas décadas después Marduk fue devuelto a su respetada
posición en Babilonia. Los textos sugieren que un aspecto crucial de
la restauración del Dios fue la necesidad de celebrar
la festividad
de Akitu del Año Nuevo, en la cual se leía públicamente el
Enuma
elish y se interpretaba la Resurrección de Marduk en un Misterio de
Pasión, en Babilonia y en ninguna otra parte.
Hacia la época de Tiglat-Pileser III , para legitimar al rey, éste
tenía que humillarse ante
Marduk hasta que
el Dios «tomara mis manos entre las suyas» (en palabras del rey).
Para fortalecer su elección de Asaradón como sucesor suyo,
Senaquerib le designó virrey de Babilonia (y él mismo se nombró «Rey
de Sumer y Acad»). Y cuando ascendió al trono, Asaradón prestó el
solemne juramento de oficiar «en la presencia de los Dioses de
Asiria:
Assur, Sin, Shamash, Nebo y Marduk»
(Ishtar, aunque no estaba
presente, también fue invocada en anales posteriores).
Pero todos esos esfuerzos por ser religiosamente inclusivos no
consiguieron traer la estabilidad ni la paz.
A principios del siglo VII a.C, entrando ya en la segunda mitad de lo que, contando hacia
delante desde el inicio Sumerio, sería el Último Milenio, la
confusión se apoderó de las grandes capitales y se difundió por todo
el mundo antiguo.
Los profetas bíblicos vieron todo lo que se avecinaba; era el
principio del Fin, anunciaban en nombre de Yahveh.
En el profetizado escenario de los acontecimientos por venir,
Jerusalén y su Plataforma Sagrada iban a ser el punto focal de una
catarsis global. La furia divina se iba a manifestar, en primer
lugar, contra la ciudad y su pueblo, pues habían abandonado a Yahveh
y sus mandamientos. Los reyes de las grandes naciones iban a ser los
instrumentos de la ira de Yahveh.
Pero también ellos, cada uno en su
momento, serían juzgados en el Día del Juicio.
«Será un juicio sobre toda carne, pues Yahveh está en disputa con
todas las naciones», anunciaba el profeta Jeremías.
El profeta Isaías decía en nombre de Yahveh que Asiría sería el
azote del castigo; anticipó que sería ella la que golpearía a muchas
naciones, y que llegaría a invadir Egipto (una profecía que se haría
realidad); pero, después, Asiria sería juzgada también por sus
pecados.
Babilonia sería la siguiente, decía el profeta Jeremías; su
rey caería sobre Jerusalén, pero setenta años más tarde (como así
sucedería) también Babilonia sería puesta de rodillas. Los pecados
de las naciones, grandes y pequeñas, desde Egipto y Nubia hasta la
distante China (!), serían juzgados en el Día de Yahveh.
Una a una, las profecías se fueron cumpliendo. De Egipto, el profeta
Isaías anticipó su ocupación por fuerzas asirías tras tres años de
guerra. La profecía se hizo realidad a manos de Asaradón, el sucesor
de Senaquerib. Lo que merece destacarse, además del hecho de que la
profecía se cumpliera, es que, antes de llevar a su ejército hacia
el oeste y después hacia el sur hasta Egipto, ¡el rey asirio diera
un rodeo por Jarán!
Eso fue en el 675 a.C. En el mismo siglo, el hado de la misma Asiria
quedó sellado. Una Babilonia resurgida, bajo el rey Nabopolasar,
tomó la capital asiria de Nínive rompiendo las represas del río para
inundar la ciudad, exactamente como había predicho el profeta Nahúm
(1,8). Era el año 612 a.C.
Los restos del ejército asirio se retiraron, desde todos los
lugares, hasta Jarán; pero allí haría su aparición el instrumento
definitivo del juicio divino.
Sería, le contó Yahveh a Jeremías
(Jeremías 5,15-16), «una nación distante... una nación cuya lengua
tú no conoces»:
Mirad, un pueblo viene de tierras del norte,
una gran nación se despierta en los confines de la Tierra.
Blanden arcos y lanzas, son crueles, no muestran misericordia.
El sonido de ellos es como el mar rugiente, cabalgan sobre caballos,
dispuestos como hombres de batalla.
Jeremías 6,22-23
Las crónicas mesopotámicas de la época hablan de una aparición
repentina, desde el norte, de los Umman-Manda; quizás hordas de
avanzada de los escitas de Asia central, quizá precursores de los
medas de las tierras altas de lo que ahora es Irán, quizás una
combinación de ambos.
En 610 a.C, tomaron Jarán, donde se refugiaban
los restos del ejército asirio, y consiguieron el control de la
vital encrucijada. En 605 a.C, el ejército egipcio, encabezado por
el faraón Nekó, atacó de nuevo (como Tutmosis III había intentado
antes del Éxodo) para alcanzar y capturar Naharin, en el Alto
Eufrates.
Pero una fuerza combinada de babilonios y de Umman-Manda
le dieron al imperio egipcio el golpe de gracia final en la crucial
batalla de Karkemish, cerca de Jarán.
Sucedió todo como había
profetizado Jeremías en lo concerniente al altivo Egipto y a su rey Nekó:
Como un río que sube y como aguas en oleadas
ha sido Egipto [diciendo], subiré, cubriré la Tierra,
barreré ciudades y a todos los que moran en ellas...
Pero ese día, el día de Yahveh, Señor de los Ejércitos, será
un día de retribución, en la tierra del norte, junto al río Eufrates...
Así dice Yahveh, Señor Dios de Israel: «He hecho mandamientos sobre Amón de Tebas,
y sobre Faraón, y sobre Egipto y sus Dioses y sus reyes; sobre Faraón y todos los que en él confían:
En manos de aquellos que buscan matarles, en manos de Nabucodonosor, rey de Babilonia,
y en manos de sus siervos los entregaré.»
Jeremías 46
Asiría fue vencida; el vencedor se convirtió en víctima.
Egipto fue
derrotado y sus Dioses avergonzados. No quedó poder en pie frente a
Babilonia, ni para que Babilonia representara la ira de Yahveh
contra Judea, y después encontrara su propio hado.
Ante el timón de Babilonia estaba ahora un rey de ambiciones
imperiales. Se le dio el trono como reconocimiento por la victoria
de Karkemish, y el nombre real de Nabucodonosor (el segundo), un
nombre teofórico que incluía el nombre de Nabu, el hijo y portavoz
de Marduk. No perdió el tiempo en lanzar nuevas campañas militares
«por la autoridad de mis señores Nabu y Marduk». En 597 a.C, envió
sus fuerzas hacia Jerusalén, aparentemente sólo para quitar a su
rey, proegipcio, Joaquim, y sustituirlo por su hijo, Joaquín, un
jovencito.
Aquello resultó no ser más que una prueba pues, de un
modo u otro, Nabucodonosor estaba destinado (por hado) a representar
el papel que Yahveh le había asignado como azote de Jerusalén por
los pecados de su pueblo; pero, en última instancia, también
Babilonia sería juzgada:
Ésta es la palabra de Yahveh concerniente a Babilonia:
Anunciadlo
entre las naciones,
Levantad un estandarte y proclamad,
no neguéis
nada, anunciad:«Ha sido tomada Babilonia,
su Señor está avergonzado,
desmayó Marduk;
sus ídolos están marchitos, sus fetiches
encogidos.»
Pues una nación del norte ha caído sobre ella
desde el
norte;
convertirá su tierra en desolación, sin moradores.
Jeremías 50,1-3
Será una catarsis mundial, en la cual no sólo las naciones, sino
también sus Dioses serán llamados a rendir cuentas, aclaró Yahveh,
el «Señor de los Ejércitos».
Pero al término de la catarsis, tras la
llegada del Día del Señor, Sión será reconstruida y todas las
naciones del mundo se reunirán para adorar a Yahveh en Jerusalén.
Cuando todo esté dicho y hecho, declaró el profeta Isaías, Jerusalén
y su reconstruido Templo serán la única «Luz sobre las naciones».
Jerusalén sufrirá su Hado, pero se levantará para cumplir con su
Destino:
Vendrá a suceder en el Fin de los Días:
El Monte del Templo de Yahveh se asentará delante de todas las montañas y será exaltado por encima de todas las colinas;
y todas las naciones se congregarán en él. Y muchos pueblos vendrán y dirán:
«Venid, subamos a la Montaña de Yahveh, al Templo del Dios de Jacob,
para que Él nos enseñe sus caminos y nosotros sigamos Su sendero;
pues de Sión vendrá la instrucción y la palabra del Dios de Jerusalén.»
Isaías 2,2-3
En aquellos acontecimientos y profecías concernientes a los grandes
poderes, a Jerusalén y a su Templo, y a lo que estaba por venir en
los Últimos Días, los profetas de Tierra Santa se unieron al profeta
Ezequiel, a quien se le habían mostrado Visiones Divinas a orillas
del río Jabur, en la lejana Jarán.
Pues allí, en Jarán, estaba destinado que llegara a su fin el drama
divino y humano que comenzara con el cruce de caminos de Marduk y
Abraham, al mismo tiempo que Jerusalén y su Templo se enfrentaban a
su Hado.
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