3 - LOS PROYECTILES DE ZEUS E INDRA
Tras su visita a Egipto en el siglo V a.C, Herodoto se convenció de
que los griegos habían obtenido de los egipcios sus nociones y sus
creencias acerca de los dioses. Para hacérselo comprender a sus
compatriotas, empleó los nombres de los dioses griegos con el fin
dar detalles de sus correspondientes deidades egipcias.
La convicción de Herodoto de que la teología griega tenía sus
orígenes en la egipcia no provenía sólo de la similitud en los
atributos y en los significados de los nombres de los dioses, sino
también (y principalmente) de las similaridades de las leyendas que
se les atribuían.
De éstas, hay un extraño paralelismo que no debió pasarle
desapercibido: el relato de la castración de un dios por otro en su
lucha por la supremacía.
Afortunadamente, las fuentes griegas de las que debió obtener sus
datos Herodoto aún están disponibles: diversas obras literarias,
como La Ilíada de Homero; las Odas de Píndaro de Tebas, escritas y
bien conocidas justo antes de la época de Herodoto; y, por encima de
todas, la Teogonia («Genealogía Divina») de Hesíodo,
natural de Askara, en el centro de Grecia, que escribió esta obra y otra (Los
Trabajos y los Días) en el siglo VIII
a.C.
Siendo poeta, Hesíodo decidió atribuir la autoría de la Teogonia a
las Musas, diosas de la música, la literatura y el arte, que, según
él, e animaron,
«a celebrar con un canto» las
historias «de la reverenciada raza de los dioses, desde el
principio... y cantar después a la raza e los hombres y de los
fuertes gigantes; y así regocijar el corazón de Zeus en el Olimpo».
Todo esto sucedió un
día, cuando estaba «pasteando sus corderos» cerca de la Montaña
Sagrada que les servía de morada a los dioses.
A pesar de su pastoral introducción, el relato de los dioses, tal
como se le reveló a Hesíodo, era en su mayor parte un relato
de pasiones, revueltas, astucias y mutilaciones, así como de
enfrentamientos y guerras globales. A pesar de toda la
glorificación hímnica de Zeus, no parece que se intente tapar el
reguero de violencia sangrienta que llevó a su supremacía. Cantaran
lo que cantaran las Musas, Hesíodo lo escribía; y,
«estas cosas
cantaban las Musas, nueve hijas engendradas por Zeus»:
Ciertamente, en un principio vino a ser el Caos, y después el amplio
seno de Gea...
Y el sombrío Tártaro, en las profundidades de la anchurosa Tierra, y
Eros, el más hermoso entre los dioses inmortales...
Del Caos salió Erebo y la negra Nix; Y de Nix nacieron Éter y Hémera.
Este primer grupo de dioses celestes se completó cuando
Gea
(«Tierra») engendró a Urano («Cielo Estrellado»), para casarse
después con su propio primogénito, con el fin de ser incluida en la
Primera Dinastía de dioses. Además de Urano, y poco después de nacer
éste, Gea dio a luz a una hija, Urea, y a «Ponto, la infructuosa
Profundidad con su furioso oleaje».
Después nació la siguiente generación de dioses, descendientes de
Gea y Urano:
Después ella yació con Urano,
y dio a luz a Océano, el de los profundos remolinos; Ceo, Crío, Hiperión y Jápeto;
Tía y Rea, Temis y Mnemósine; y Febe, la de la corona de oro, y la adorable Tetis.
Después de ellos nació Crono, el astuto, el más joven y el más terrible de sus hijos.
A pesar del hecho de que estos doce eran descendientes del
apareamiento de un hijo con su propia madre, los hijos -seis varones
y seis hembras- eran dignos de sus divinos orígenes. Pero, dado que
Urano era cada vez más rijoso, los descendientes que siguieron,
aunque formidables en poder, desarrollaron diversas deformidades.
Los primeros «monstruos» en nacer fueron los tres Cíclopes, Brontes
(«El Atronador»), Estéropes («El Hacedor de Relámpagos») y Arges
(«El Que Hace Rayos»):
«en todo eran como los dioses, pero sólo
tenían un ojo en medio de la frente; y se les llamó «cíclopes»
(«círculo» + «vista»), porque tenían en la frente un ojo esférico».
«Y tres hijos más nacieron de Gea y Urano, grandes y valientes donde
los haya: Coto, Briareo y Giges, hijos audaces».
De gigantesca
estatura, a estos tres se les llamó Hecatonquiros («Los de los Cien
Brazos»):
«De sus hombros salían 100 brazos, para que nadie se
acercara, y cada uno tenía cincuenta cabezas sobre sus hombros».
«Y Crono odiaba a su lujurioso progenitor», dice
Hesíodo; pero
«Urano se regocijaba en sus maldades».
Entonces, Gea, «hizo una gran hoz y les contó sus planes a sus
queridos hijos», planes por los cuales su «pecador padre» sería
castigado por sus «viles ultrajes»: cortarle los genitales a Urano y
poner fin así a sus desvaríos sexuales. Pero «el temor se apoderó de
todos», y sólo «el gran Crono, el astuto, reunió coraje».
Y así, Gea le dio a Crono la hoz que había hecho de sílex gris y lo
ocultó «en un escondite», en su residencia, que estaba junto al
Mediterráneo.
Y Urano llegó por la noche, anhelando amor;
y se acostó con Gea, echándose sobre ella.
Entonces, el hijo, desde su escondite,
sacó la mano izquierda para agarrar; y en la mano derecha sostenía
la gran hoz dentada.
Rápidamente, cortó los genitales de su padre,
y los arrojó detrás de él... en el encrespado mar.
Ya estaba hecho, pero la castración de Urano no iba a terminar del
todo con su descendencia. Algunas gotas de la sangre que derramó
fecundaron a Gea, que concibió y dio a luz a,
«las fuertes Erinias»
(Furias femeninas de la venganza) «y a los grandes Gigantes de
reluciente armadura, con largas lanzas en las manos; y a las Ninfas
a las Que llaman Melíades ['las Ninfas de los fresnos']».
De los
genitales cercenados, que dejaron un reguero de espuma mientras el
mar encrespado los llevaba a la isla de Chipre,
«surgió una diosa
terrible y adorable... dioses y hombres le llamaron Afrodita ['La de
la Espuma']».
El incapacitado Urano llamó a los dioses-monstruos clamando
venganza.
Sus propios hijos, gritaba, se han convertido en Titanes, «forzado y
llevado a cabo con presunción la espantosa acción»; y ahora los
otros dioses tenían que asegurarse de «que la venganza por ello no
les viniera más adelante». El asustado Crono encarceló entonces a
los Cíclopes y a los demás gigantes monstruosos, para que ninguno
pudiera responder a la llamada de Urano.
A todo esto, mientras Urano estaba ocupado teniendo su propia
descendencia, los otros dioses también habían estado proliferando;
sus hijos llevaban nombres que indicaban sus atributos, por lo
general benévolos. Pero, tras la horrenda acción, la diosa Nix
respondió a su llamada haciendo surgir a las deidades del mal:
«Dio
a luz a las Moiras y a las despiadadas Parcas vengadoras: Cloto ['La
Hilandera'], Láque-sis ['La Dispensadora de Suertes'] y Atropo
['Inevitable']... Dio a luz a Perdición, a Negro Destino y Muerte...
a Culpa y a Doloroso Pesar... Hambre y Penas».
Y también trajo al
mundo a,
«Engaño y Discordia-como también a Lucha, Batallas,
Asesinatos, Peleas, Mentiras, Disputas, Ilegalidad y Ruina».
Por
último, de Nix nació Némesis («Castigo»). La llamada de Urano había
sido respondida: la lucha, las batallas y la guerra entraron en el
mundo de los dioses.
En este peligroso mundo fue donde los Titanes engendraron a la
tercera generación de dioses. Temerosos del castigo, se mantuvieron
unidos. Cinco de los seis hermanos se casaron con cinco de las seis
hermanas. De estas parejas divinas de hermanos y hermanas, la más
importante fue la de Crono y Rea, pues, debido a su audaz acción,
fue Crono el que asumió el liderazgo entre los dioses. De esta
unión, Rea dio a luz a tres hijas y tres hijos: Hestia, Deméter y
Hera; Hades, Poseidón y Zeus.
Pero, en cuanto acababan de nacer cada uno de estos hijos,
«el gran
Crono se los tragaba... con el propósito de que ningún otro de los
orgullosos Hijos del Cielo pudiera hacerse con la soberanía entre
los dioses inmortales».
La razón para eliminar a sus propios
descendientes tragándoselos estribaba en una profecía que decía que,
«por fuerte que fuera, estaba destinado a ser vencido por su propio
hijo»: el Destino iba a repetir en Crono lo que él le había hecho a
su padre. Y el Destino no se podía evitar.
Estando al tanto de los
engaños de Crono, Rea ocultó a su último hijo, Zeus, en la isla de
Creta. Y a Crono le dio, en lugar del niño, «una gran piedra
envuelta en pañales». Sin darse cuenta del engaño, Crono se tragó la
piedra, pensando que se trataba del bebé Zeus, y poco después se
puso a vomitar, regurgitando uno a uno a todos los hijos que se
había tragado con anterioridad.
«Con el paso de los años, la fortaleza y los gloriosos miembros del
príncipe [Zeus] crecieron con rapidez».
A ratos, como digno nieto
del rijoso Urano, Zeus perseguía a las encantadoras diosas, entrando
a menudo en conflicto con otros dioses. Pero luego volvía a
centrarse en los asuntos de estado. Durante diez años había estado
rugiendo la guerra entre los antiguos Titanes, «los altivos Titanes
del alto Monte Otris» (que era su morada), y los jóvenes dioses «que
Rea, la de hermoso cabello, había tenido con Crono» y que se habían
instalado en el Monte Olimpo.
«Con amarga furia habían estado
peleando constantemente unos con otros durante diez años, y el arduo
conflicto no hallaba su conclusión por ningún bando, y el resultado
de la guerra estaba igualmente equilibrado».
¿Sería esta lucha no más que la culminación de las deterioradas
relaciones entre colonias divinas vecinas, una oleada de rivalidad
entre desleales dioses y diosas entremezclados (donde las madres se
acostaban con sus hijos, y los tíos embarazaban a las sobrinas)? ¿O
sería el primer ejemplo de la eterna rebelión de los jóvenes contra
los viejos?
La Teogonía no nos da una respuesta clara, pero las
posteriores leyendas y obras griegas sugieren que todos estos
motivos se combinaron para crear una prolongada y «terca guerra»
entre los dioses jóvenes y los viejos.
Y Zeus vio en esta guerra la ocasión para hacerse con el liderazgo
de los dioses y, de este modo, con conocimiento de causa o sin él,
cumplir con la profecía para la que estaba destinado Crono,
deponiéndolo.
Como primer paso, Zeus
«liberó de sus mortales ataduras a los
hermanos de su padre, hijos de Urano, a los cuales aquél, en su
necedad, había encadenado».
Agradecidos, los tres Cíclopes le dieron
las armas divinas que Gea había ocultado de Urano:
«El Trueno, el
Rayo y el Relámpago».
También le dieron a Hades un casco mágico, que
hacía invisible al que lo portaba; y Poseidón recibió un tridente
mágico, que podía hacer temblar la tierra y el mar.
Para remozar a los Hecatonquiros tras su larga cautividad, y para
devolverles el vigor perdido, Zeus les dio «néctar y ambrosía, lo
mismo que comían los dioses»; y, después, dirigiéndose a ellos,
dijo:
Escuchadme, Oh brillantes hijos de Urano y Gea,
que digan mis labios lo que mi corazón me pide. Hace mucho que,
los que nacimos de Crono y los Titanes, luchamos unos con otros cada día,
para lograr la victoria y prevalecer.
¿Mostraríais ahora vuestro gran poder y fortaleza
y os enfrentaríais a los Titanes en la amarga contienda?
Y Coto, uno de los de los Cien Brazos, le respondió diciendo:
«Divino, tú hablas de lo que conocemos bien... gracias a tus planes,
hemos vuelto de la lúgubre penumbra y nos hemos liberado de nuestras
inmisericordes cadenas. Y así, ahora, con ánimo resuelto y
deliberado, te ayudaremos en la terrible contienda, y lucharemos
contra los Titanes en ardua batalla».
Así,
«todos los que habían nacido de Crono, junto con los poderosos
de fuerza abrumadora que Zeus había traído a la luz... todos ellos,
hombres y mujeres, entablaron la odiada batalla aquel día».
Frente a
estos olímpicos estaban los viejos Titanes, que también «fortalecían
sus filas con entusiasmo».
Cuando chocaron los dos bandos, la batalla se extendió a toda la
Tierra y los cielos:
El ilimitado mar resonó terriblemente,
y en la tierra se oyó un sonoro estruendo; El ancho cielo se sacudió
y gimió, y el alto Olimpo se tambaleó en sus cimientos bajo la carga de los dioses inmortales.
Del intenso sonido de los
pies de los dioses, y el pavoroso ataque de sus duros proyectiles,
los fuertes temblores llegaron hasta el Tártaro.
En un versículo, que nos evoca los textos de los
Manuscritos del Mar
Muerto, la Teogonía rememora los gritos de guerra de los dioses en
la batalla:
Así pues, se lanzaron sus graves
rayos unos a otros; Y el griterío de los dos ejércitos
alcanzó el estrellado cuando chocaron con un gran grito de batalla.
El mismo Zeus estaba combatiendo con todo su poder, utilizando sus
Armas Divinas al máximo.
«Desde los cielos, frente al Monte Olimpo,
llegó con rapidez, arrojando sus relámpagos. Los rayos salían con
fuerza y con rapidez de su fuerte mano, truenos y relámpagos juntos,
arremolinándose en una llama impresionante. La fértil tierra crepitó
bajo el incendio, y el bosque inmenso crujió con fuerza entre el
fuego. Toda la tierra hirvió, lo mismo que las corrientes de agua
dulce y el mar salado».
Después, Zeus lanzó una Piedra-Trueno (Fig. 13) contra el Monte Otris; en realidad, fue
una auténtica explosión atómica:
Fig. 13
El vapor caliente envolvió a los Titanes,
de Gea nacidos; Una llama inexpresable se elevó brillante en el aire superior.
El destello centelleante de la Piedra-Trueno, su relámpago, cegó sus ojos-
tan fuerte era.
Un asombroso calor se hizo con el Caos...
era como si la Tierra y el ancho Cielo por encima de ella
se hubieran juntado; Un potente estruendo, como si la Tierra hubiera caído en ruinas.
«Hubo un gran estruendo mientras los dioses chocaban en la
contienda».
Además del pavoroso sonido, del destello cegador y del calor
extremo, la Piedra-Trueno creó también una gigantesca tormenta de
viento:
También trajo vientos que retumbaban,
un seísmo y una tormenta de polvo, truenos y relámpagos.
Todo esto es lo que provocó la Piedra-Trueno del gran Zeus. Y cuando
los dos bandos contendientes escucharon y vieron lo que había
sucedido,
«un horrible alboroto de terrorífica contienda se elevó;
grandes hazañas se vieron, y la batalla se decantó».
La lucha
amainó, pues los dioses llevaban ventaja sobre los Titanes.
«Insaciables de guerra», los tres Cíclopes se impusieron a los
Titanes, venciéndoles con proyectiles ligeros. «Los ataron con
amargas cadenas», y los arrojaron cautivos al lejano Tártaro.
«Allí,
por consejo de Zeus que cabalga las nubes, los dioses Titanes están
ocultos bajo una brumosa penumbra, en un lugar insalubre de los
confines de la enorme Tierra».
Los tres Cíclopes se quedaron también
allí, como «carceleros de confianza de Zeus», para vigilar a los
Titanes encarcelados.
Pero cuando Zeus estaba a punto de reclamar «la égida», la soberanía
sobre todos los dioses, apareció en escena un nuevo pretendiente a
ésta. Pues,
«cuando Zeus logró arrojar a los Titanes del cielo, la
gran Gea dio a luz a su hijo menor, Tifeo, del amor de Tártaro, con
la ayuda de la dorada Afrodita».
Tifeo («Tifón») era un verdadero
monstruo.
«En todo lo que hacía, tenía fuerza en sus manos, y sus
pies eran incansables. De sus hombros surgían las cien cabezas de
una serpiente, un terrorífico dragón de oscuras y venenosas lenguas.
Desde debajo de los arcos de sus ojos, en sus maravillosas cabezas,
centelleaba el fuego; y fuego también ardía en sus cabezas cuando
miraba con furia. Y había voces en todas sus espantosas cabezas, que
emitían sonidos increíbles»,
...el sonido de un hombre que habla, el
sonido de un toro, el de un león y el sonido de un cachorro. (Según
Píndaro y Esquilo, Tifón era de una estatura gigantesca, «y su
cabeza llegaba a las estrellas».)
«Ciertamente, algo más que ayuda hubiera hecho falta aquel día», le
dijeron las Musas a Hesíodo; era casi inevitable que Tifeo «llegara
a reinar sobre mortales e inmortales». Pero Zeus se percató
rápidamente del peligro y no perdió tiempo en atacarle.
Tuvo lugar una serie de batallas, no menos impresionantes que las de
los dioses con los Titanes, pues el Dios-Serpiente Tifón disponía de
alas y podía volar, al igual que Zeus (Fig. 14).
«Zeus tronó fuerte
y poderosamente, y la tierra alrededor se estremeció terriblemente,
al igual que el cielo arriba, y el mar y los ríos, hasta lo más
profundo de la Tierra».
Las Armas Divinas se volvieron a emplear
-por parte de ambos contendientes:
A causa de ambos, a causa del trueno y el relámpago, el calor devoró los mares azul
oscuro; Y a causa del fuego del Monstruo, y de los abrasadores vientos y el encendido Rayo, toda la Tierra
hirvió, y el cielo y el mar.
Grandes olas arremetieron con violencia
en las playas... Y hubo una sacudida interminable.
Fig. 14
En el Mundo Inferior, «Hades temblaba en sus dominios»; temblaban
los Titanes, encarcelados en los confines de la tierra. Mientras se
perseguían uno a otro por el cielo y por la tierra, Zeus se las
ingenió para ser el primero en conseguir un golpe directo con su
«espeluznante Rayo».
El rayo «abrasó todas las cabezas maravillosas
del monstruo, todo lo que había a su alrededor»; y Tifeo se estrelló
en tierra en su maravilloso artilugio:
Cuando Zeus lo hubo vencido y azotado con sus golpes,
Tifeo fue arrojado como un guiñapo mutilado.
La inmensa tierra crujió.
Una llama brotó del doblegado señor en el sombrío,
escabroso y apartado valle del Monte, cuando fue herido.
Gran parte de la tierra quedó abrasada por el terrible vapor
fundiéndose como el estaño cuando se calienta por arte del hombre...
En el fulgor de un fuego abrasador la tierra se fundió.
A pesar de la colisión y del tremendo impacto
del vehículo de Tifón,
el dios siguió vivo. Según la Teogonía, Zeus lo arrojó, también, «al
ancho Tártaro». Con esta victoria, su remado estaba seguro; y se
entregó de nuevo a sus importantes asuntos de procreación, teniendo
hijos tanto de esposas como de concubinas.
Aunque la Teogonía sólo habla de una batalla entre Zeus y
Tifón,
otros escritos griegos afirman que ésta fue la última batalla, que
vino precedida por otras varias en las cuales Zeus fue el primero en
resultar herido. En un principio, Zeus luchó con Tifón de cerca,
utilizando la hoz especial que su madre le había dado para la «mala
acción», pues su objetivo era el mismo, castrar a Tifón. Pero Tifón
enredó a Zeus en su red, le arrebató la hoz, y con ella le cortó al
dios olímpico los tendones de manos y pies. Y, luego, dejó al
indefenso Zeus, sus tendones y sus armas en una cueva.
Pero los dioses Egipán y Hermes encontraron la cueva, resucitaron a
Zeus recomponiéndole los tendones, y le devolvieron sus armas.
Entonces, Zeus escapó y volvió «en una Carro Alado» hasta el Olimpo,
en donde se aprovisionó con más rayos para su Atronador. Volvió para
atacar a Tifón, llevándole al Monte Nisa, donde las Parcas lograron
con engaños que comiera el alimento de los mortales, tras lo cual se
sintió débil en lugar de revigorizado.
El combate se reanudó en los
cielos, sobre el Monte Hemo, en Tracia; continuó sobre el Monte
Etna, en Sicilia; y terminó sobre el Monte Casio, en la costa
asiática del Mediterráneo oriental. Allí, Zeus, utilizando su Rayo,
derribó a Tifón de los cielos.
Las similitudes entre las batallas, las armas utilizadas,
los
lugares, así como los relatos de castración, mutilación y
resurrección -todo ello en el transcurso de unas luchas por la
sucesión- convencieron a Herodoto (y a otros historiadores griegos
clásicos) de que los griegos habían tomado prestada su teogonía de
la de los egipcios. Egipán pasa por ser el Dios Carnero Africano de
Egipto, y Hermes no es otro que Toth.
El mismo Hesíodo cuenta que,
para llegar hasta la hermosa mortal Alcmena para que engendrara al
heroico Heracles, Zeus se escapó por la noche del Monte Olimpo y fue
hasta la tierra de Tifaonión, descansando allí en la cúspide del
Phikion (La Montaña de la Esfinge). «La mortal Esfinge que
destruyera a los cadmeanos» («Los Antiguos»), que fuera la
protagonista de las actividades de Hera, la esposa oficial de Zeus,
está conectada también en estas leyendas con Tifón y sus dominios. Y
Apolodoro cuenta que, cuando Tifón nació, creciendo después hasta
tan increíble tamaño, los dioses fueron a toda prisa a Egipto para
contemplar a tan impresionante monstruo.
La mayoría de los expertos sostiene que el Monte Casio, el lugar en
donde acaeció la batalla final entre Zeus y Tifón, estaba situado
cerca de la desembocadura del río Orontes, en la actual Siria. Pero,
tal como Otto Eissfeldt ha demostrado en un importante estudio (Baal Zaphon, Zeus Kasios und der Durchgang der Israeliten durches Meer),
hubo otro monte que tuvo el mismo nombre en la antigüedad, un
promontorio sobre el Mar Serbónico que sobresale de la península del
Sinaí en el Mar Mediterráneo, y sugiere que era éste el monte al que
se referían las leyendas.
Una vez más, todo lo que hay que hacer es confiar en la información
dada por Herodoto acerca de Egipto. Al detallar la ruta terrestre
desde Fenicia hasta Egipto a través de Filistea (Historia, Libro No
5), Herodoto dice que las tierras asiáticas,
«se extienden hasta el
ago Serbonis, cerca del lugar en donde el Monte Casio se introduce
en el mar Egipto comienza en el Lago Serbonis, donde según la
leyenda se ocultó Tifón».
Una vez más, los relatos griegos y los
egipcios convergen, con la
península del Sinaí en el climax.
A pesar de los muchos hilos conectares que encontraron los antiguos
griegos entre su teogonía y la de Egipto, los eruditos europeos del
siglo xix encontraron paralelismos aún más sorprendentes en un lugar
mucho más lejano: la India.
Tan pronto como se dominó el sánscrito, la lengua de la antigua
India, a finales del siglo XVIII, Europa se quedó hechizada con las
traducciones de sus hasta entonces desconocidos escritos. Aunque, en
un principio, fuera un campo dominado por los británicos, el estudio
de la literatura sánscrita, de su filosofía y su mitología, fue el
favorito de los eruditos, los poetas y los intelectuales alemanes de
mediados del siglo XIX, pues el sánscrito resultaba ser una lengua
madre de los idiomas indoeuropeos (a los cuales pertenecía el
alemán), y los que lo llevaron a la India fueron las tribus que
emigraron desde las costas del Mar Caspio -los «arios» que, según
creían los alemanes, habían sido también sus antepasados.
El punto central de esta literatura eran los Vedas, unas escrituras
sagradas que, según la tradición hindú, «no eran de origen humano»,
por haberlos compuesto los mismos dioses en una era anterior. Los
trajeron al subcontinente indio los arios, en forma de tradición
oral, en algún momento del segundo milenio a.C, pero con el
transcurso del tiempo se fueron perdiendo muchos de los 100.000
versículos originales; de manera que, hacia el 200 a.C, un sabio
plasmó por escrito los versículos que quedaban, dividiéndolos en
cuatro partes:
-
el Rig-Veda (el «Veda de los Himnos»), que está
compuesto por diez libros
-
el Sama-Veda («Los Vedas Cantados»)
-
el Yajur-Veda (en su mayor parte, oraciones para los sacrificios)
-
el Atharva-Veda (conjuros y encantamientos)
Con el tiempo, los distintos componentes de
los Vedas y la
literatura auxiliar que surgió a partir de ellos (los Mantras, los
Brahmanas, los Aranyakas, los Upanishads) se completaron con los no
védicos Puranas («Antiguos Escritos»). Junto con los grandes
relatos épicos del Mahabharata y el Ramayana, constituyen las
fuentes de las leyendas arias e hindúes del Cielo y la Tierra, de
dioses y héroes.
Debido al largo intervalo de tradición oral, a la longitud y la
profusión de textos finalmente escritos a lo largo de los siglos, a
los muchos nombres, términos genéricos y epítetos empleados con las
deidades de forma intercambiable, y debido también al hecho de que
muchos de estos nombres y términos originales no eran al fin y al
cabo arios, no se puede decir que la literatura sánscrita se
caracterice por su consistencia y su precisión. Sin embargo, existen
algunos hechos y acontecimientos que sobresalen como principios
básicos del legado ario-hindú.
En el principio, según nos cuentan estas fuentes, sólo existían los
cuerpos celestes, «Los Primitivos Que Fluyen». Hubo algunos
trastornos en los cielos y «El Fluente de las Tormentas» partió en
dos a «El Dragón». Designadas con nombres no arios cada una de las
dos partes en que se dividió, los relatos aseveran que Rehu, la
parte superior del planeta destruido, cruza los cielos una y otra
vez en busca de venganza; la parte inferior, Ketu («El Cortado»), se
unió a los «Primitivos» en su «flujo» (órbitas).
Muchas Eras pasaron
después, y una dinastía de Dioses del Cielo y la Tierra hicieron su
aparición. El celeste Mar-Ishi, que los encabezaba, tuvo siete (o
diez) hijos con su consorte, Prit-Hivi («La Amplia»), que
personificaba a la Tierra. Uno de ellos, Kas-Yapa («El del Trono»),
se convirtió en jefe de los Devas («Los Brillantes»), tomando el
título de Dyaus-Pitar («Padre Cielo») -el indudable origen del
nombre-título griego de Zeus («Dyaus») y su homólogo romano Júpiter
(«Dyauspiter»).
Bastante prolífico, Kasyapa engendró a muchos dioses, gigantes y
monstruos con diversas esposas y concubinas. Los más importantes, e
individualmente conocidos y reverenciados desde tiempos védicos,
fueron los Adityas -hijos de Kasiapa con su consorte Aditi
(«Ilimitada»).
Al principio fueron siete: Visnú, Varuna, Mitra,
Rudra, Pushan, Tvashtri e Indra. Más tarde, los aditis se unieron
con Agni, hijo de Kasyapa y de Aditi o (como algunos textos
sugieren) de su propia madre Prithivi.
Al igual que en el círculo
olímpico, el número de los aditis se elevó finalmente a doce. Entre
ellos estaba Bhaga, que los expertos creen que se convirtió en el
dios supremo eslavo Bogh. El último en nacer de Aditi -aunque no
está claro que su padre fuera Kasyapa- fue Surya.
Tvashtri («Elaborador») en su papel de «Conseguidor», el artesano de
los dioses, les proporcionaba vehículos aéreos y armas mágicas. A
partir de un abrasador metal celeste, forjó
-
un disco para Visnú
-
un
tridente para Rudra
-
un «arma de fuego» para Agni
-
un «Atronador que
lanzaba rayos» para Indra
-
una «maza volante» Para Surya
En las
antiguas representaciones hindúes, todas estas armas parecen
proyectiles manuales de diversas formas (Fig. 15).
Fig. 15
Además, los dioses consiguieron otras armas de los ayudantes de
Vashtri; Indra, por ejemplo, obtuvo una «red aérea» con la cual
podía capturar a sus enemigos en las batallas aéreas.
A los carros celestes o «vehículos aéreos» se les describió
invariablemente como brillantes y radiantes, hechos
o chapados de oro. La Vimana (vehículo aéreo) de Indra tenía luces a
los lados que brillaban, y se movía «más rápido que el pensamiento»,
cruzando velozmente grandes distancias. Sus invisibles corceles
tenían ojos como soles que emitían un color rojizo, pero también
cambiaban los colores.
En otros casos, los vehículos aéreos de los
dioses tenían varios niveles; a veces, no sólo volaban por el aire,
sino que también viajaban bajo el agua. En la epopeya del Mahabharata, se describe así la llegada de los dioses a una fiesta
nupcial en una flota de vehículos aéreos (seguimos la traducción de
R. Dutt en Mahabharata, The Epic of Ancient India):
Los dioses, en carros nubosos, llegaron para contemplar tan
hermosa escena: Los brillantes Adityas en su esplendor, los maruts
en el inquieto aire; los alados suparnas, los escamosos nagas, deva
rishis puros y elevados, los gandharvas, por su música afamados;
(y) las hermosas apsaras del cielo...
Brillantes carros celestes iban llegando cruzando el cielo sin
nubes.
Los textos hablan también de los Ashvins («Pilotos»), dioses
especializados en pilotar los carros aéreos.
«Rápidos como halcones
jóvenes», éstos eran «los mejores aurigas que alcanzaron los
cielos», pilotando siempre sus naves por parejas, acompañados por un
navegante. Sus vehículos, que en ocasiones aparecían en grupos,
estaban hechos de oro, «brillantes y radiantes... de fácil asiento y
desplazamiento ligero».
Se construían sobre un triple principio, con
tres niveles, tres asientos, tres postes de soporte y tres ruedas
rotatorias.
«Ese carro vuestro», dice el Himno 22 del Libro VIII del
Rig-Veda en alabanza a los ashvins, «tiene un triple asiento y
riendas de oro -el famoso vehículo que atraviesa Cielo y Tierra».
Al
parecer, las ruedas rotatorias tenían diferentes funciones: una para
elevar la nave, otra para darle dirección y la tercera para darle
velocidad:
«Una de las ruedas de vuestro carro se mueve con rapidez
alrededor; otra os da velocidad en vuestro rumbo».
Al igual que en los relatos griegos, los dioses de los Vedas
muestran una escasa moralidad o control en cuestiones sexuales -a
veces saliéndose con la suya, a veces no, como cuando los indignados
adityas eligieron a Rudra («El de los Tres Ojos») para matar a su
abuelo Dyaus por haber violado a su hermana Ushas. (Dyaus, herido,
salvó la vida huyendo a un distante cuerpo celeste.)
También, como
en los relatos griegos, los dioses de la tradición hindú se
involucraron, en épocas posteriores, en los amores y las guerras de
reyes y héroes mortales. En estos casos, los vehículos aéreos de los
dioses jugaron papeles aún más importantes que sus armas.
Así, en
una ocasión en la que un héroe se había ahogado, los ashvins
aparecieron con una flotilla de tres carros aéreos, «autoactivaron
los barcos herméticos que atraviesan el aire», se sumergieron en el
océano, recuperaron al héroe de las profundidades marinas y «lo
llevaron a tierra, lejos del líquido océano».
Y también estaba el
relato de Yayati, un rey que se casó con la hija de un dios. Cuando
la pareja tuvo hijos, el feliz abuelo le dio al rey «un
resplandeciente carro celeste de oro, que podía ir a cualquier parte
sin interrupción». Sin perder el tiempo, «Yayati subió al carro e,
imparable en la batalla, en seis noches conquistó toda la Tierra».
Como en la Ilíada, las leyendas hindúes hablan de guerras de hombres
y dioses por hermosas heroínas. El más conocido de estos relatos es
el Ramayana, el largo relato épico de Rama, el príncipe cuya ella
esposa fue raptada por el rey de Lanka (la isla de Ceilán, al sur de
la India). Entre los dioses que se prestaron a ayudar a Rama estaba
Hánuman, el dios con cara de mono, que dirigía batallas aéreas con
el alado Garuda (Fig. 16), uno de los monstruosos descendientes de
Kasyapa.
En otro caso, Sukra, un dios «mancillado por la
inmortalidad», raptó a Tara, la hermosa esposa del auriga de Indra.
«El Ilustre Rudra» y otros dioses fueron a ayudar al agraviado
marido. Y sobrevino «una terrible batalla, destructora de dioses y
demonios, a cuenta de Tara». A pesar de sus impresionantes armas,
los dioses fueron superados y tuvieron que buscar refugio con «la
Principal Deidad».
Acto seguido, el abuelo de los dioses llegó a la
Tierra, y puso fin a la disputa por devolver a Tara a su marido. Más
tarde, Tara dio a luz a un niño,
«cuya belleza ensombrecía a los
celestes... Recelosos, los dioses exigieron saber quién era el
verdadero padre: el marido legítimo o el dios raptor».
Ella dijo que
el muchacho era hijo de Soma, «Inmortalidad Celestial»; y le llamó
Budah.
Fig. 16
Pero todo eso sería en tiempos todavía por venir. En los días de
antaño, los dioses combatían entre ellos por motivos más
importantes, como la supremacía y el control de la Tierra y sus
recursos. Con tanta descendencia como había tenido Kasyapa con sus
distintas esposas y concubinas, así como los descendientes de los
otros dioses de antaño, los conflictos no tardaron en hacerse
inevitables.
El dominio de los adityas tenía especialmente
resentidos a los Asuras, dioses de mayor edad cuyas madres
engendraron de Kasyapa antes de que nacieran los adityas. Portando
nombres no arios, claramente originarios de Oriente Próximo (por ser
similares a los nombres de los dioses supremos de Asiría, Babilonia
y Egipto -Assur, Asar, Osiris), con el tiempo asumirían en las
tradiciones hindúes el papel de dioses del mal, los «demonios».
Los celos, las rivalidades y otras causas de fricción llevaron
finalmente a la guerra, cuando la Tierra, «que al principio producía
alimentos sin cultivarlos», sucumbió a una hambruna global. Según
los textos, los dioses sustentaban su inmortalidad bebiendo Soma,
una especie de ambrosía que fue traída a la Tierra desde la Morada
Celeste por un águila, y se bebía mezclada con leche.
El «kine»
(«vaca-ganado») de los dioses les proporcionaba también los
privilegiados «sacrificios» de carne asada. Pero llegó un momento en
que todos estos artículos de primera necesidad comenzaron a escasear
cada vez más. El Satapatha Brahmana detalla los acontecimientos que
siguieron:
Los dioses y los asuras, nacidos todos del Padre de Dioses y
Hombres, se enfrentaron por la supremacía. Los dioses vencieron a
los asuras; sin embargo, más tarde, éstos volvieron a acosarles...
Los dioses y los asuras, nacidos todos del Padre de Dioses y
Hombres, se enfrentaron [otra vez] por la supremacía. Esta vez, los
dioses se vieron en lo peor. Y los asuras pensaron:
«¡Con toda
seguridad, este mundo nos pertenece a nosotros solos!».
Y acto seguido dijeron:
«Bien, entonces, dividamos este mundo entre
nosotros; y después de dividirlo, subsistamos en él».
Y así, se
pusieron a dividirlo de oeste a este.
Al oír esto, los derrotados adityas fueron a implorar una parte en
los recursos de la Tierra:
Cuando escucharon esto, los dioses dijeron:
«¡Los asuras se están
dividiendo la Tierra! Venga, vayamos donde los asuras la están
dividiendo; pues, ¿qué será de nosotros si no conseguimos una parte
de la Tierra?».
Y situando a Visnú a la cabeza, fueron hasta los asuras.
Altivamente, los asuras les ofrecieron a los adityas tanta parte de
un trozo de tierra que Visnú pudiera cubrir con su cuerpo... Pero
los dioses usaron un subterfugio y pusieron a Visnú en un «recinto»
en el que podía «caminar en tres direcciones», por lo que
recuperaron tres de las cuatro regiones de la Tierra.
Los engañados asuras atacaron entonces desde el sur, y los dioses le
preguntaron a Agni «cómo podrían vencer a los asuras para siempre».
Agni sugirió una maniobra de tenaza: mientras los dioses atacaban
desde sus regiones,
«yo daré la vuelta hasta el lado norte, y
vosotros los encerraréis desde aquí; y cuando estén encerrados, los
derrotaremos».
Tras vencer a los asuras, el Satapatha Brahmana dice:
«los dioses estaban ansiosos por ver cómo podrían reponer los
sacrificios»; así pues, muchos de los interludios entre batallas de
las antiguas escrituras hindúes tratan de la recaptura del kine y el
reabastecimiento de la bebida de Soma.
Estas guerras se luchaban en tierra, en el aire y bajo los mares.
Según el Mahabharata, los asuras se hicieron tres fortalezas de
metal en los cielos, desde las cuales atacaban las tres regiones de
la Tierra. Sus aliados en la guerra con los dioses podían hacerse
invisibles y utilizaban armas invisibles; y otros luchaban desde una
ciudad bajo el mar que les habían arrebatado a los dioses.
Uno de los que sobresalió en estas batallas fue Indra («Tormenta»).
En tierra, aplastó 99 baluartes de los asuras, matando a gran número
de sus armados seguidores. En los cielos, combatió desde su vehículo
aéreo a los asuras, que se ocultaban en sus «nubes fortalezas».
En
los himnos del Rig-Veda se hace una relación de grupos de dioses,
así como de deidades individuales a los que Indra derrotó (seguimos
la traducción de R. T. Griffith, The Hymns of the Rig-Veda):
Tú mataste con tu rayo a los sasyu...
Lejos del suelo del Cielo en todas direcciones, los antiguos sin rito huyeron hacia su destrucción...
A los dasyu has abrasado desde los cielos.
Se enfrentaron en combate al ejército de los que no tienen culpa,
entonces los navagvas empujaron con todo su poder.
Como castrados luchando con hombres huyeron, por senderos empinados de Indra huyeron en desbandada.
Indra se abrió paso a través de los fuertes castillos de Ilibsa,
y a Sushna con su cuerno cortó en pedazos...
Tú mataste a tus enemigos con el Trueno...
Feroz con sus enemigos cayó el arma de Indra, con su agudo y repentino Rayo
desgarró sus ciudades en pedazos.
Tú avanzas de combate en combate intrépidamente,
destruyendo castillo tras castillo con tu fuerza.
Tú Indra, con tu amigo, que hace que el enemigo se doblegue,
redujiste desde lejos al astuto Namuchi.
Tú que diste muerte a Karanja, Parnaya...
Tú que has destruido las cien ciudades de Vangrida.
Las crestas del noble cielo sacudiste cuando tú, atrevido, por ti mismo heriste a Sambara.
Después de derrotar a los enemigos de los dioses en grupos, así como
en combate singular, y tras hacerles «huir hacia su destrucción»,
Indra se entregó a la tarea de liberar el kine. Los «demonios» lo
habían escondido en el interior de una montaña, custodiado por Vala
(«Rodeador»); Indra, ayudado por los angirases, jóvenes dioses que
podían emitir llamas divinas, se abrieron paso en el fortificado
escondite y liberaron el kine.
(Algunos expertos, como J. Herbert en
Hindú Mythology, sostienen que lo que Indra liberaba o recuperaba
era un Rayo Divino, no vacas, pues la palabra sánscrita go tiene
ambos significados.)
Cuando comenzaron estas guerras de los dioses, los adityas nombraron
a Agni («Ágil») como Hotri, «Jefe de Operaciones». A medida que las
guerras fueron avanzando -algunos textos sugieren que durante
bastante más de mil años-, Visnú («Activo») se convirtió en el Jefe.
Pero cuando terminaron los combates, Indra, que había contribuido
tanto a la victoria, pidió la supremacía. Al igual que en la
Teogonía griega, una de sus primeras acciones para alcanzar sus
propósitos fue matar a su propio padre.
El Rig-Veda (Libro IV: 18,
12) Pregunta a Indra retóricamente: «Indra, ¿quién convirtió en
viuda a su madre?» La respuesta se plantea también como una
pregunta: «¿Qué dios estaba presente en la refriega, cuando mataste
a tu padre, agarrándolo por el pie?».
Por este crimen, los dioses excluyeron a Indra de la bebida del
soma, poniendo en peligro de este modo la continuidad de su
inmortalidad. Los dioses «ascendieron al Cielo», dejando a Indra con
las vacas que había recuperado, pero «él subió tras ellos,
enarbolando el arma del Trueno», ascendiendo desde el lugar norte de
los dioses.
Al ver su arma, los dioses, asustados, gritaron: «¡No la arrojes!» y
consintieron en que Indra compartiera una vez más los divinos
alimentos.
Sin embargo, alguien iba a desafiar el liderazgo de Indra entre los
dioses: Tvashtri, al cual algunas referencias indirectas en los
Himnos le convierten en «el Primogénito», un hecho que podría
explicar sus pretensiones a la sucesión. Indra lo hirió con el
Arma-Trueno, la misma arma que Tvashtri había forjado para él. Pero,
a entonces, fue Vritra («El Obstructor») el que prosiguió la lucha,
del I cual algunos textos dicen que era el primogénito de Tvashtri,
aunque algunos expertos creen que se trataba de un monstruo
artificial, porque creció rápidamente hasta alcanzar un tamaño
inmenso.
Al principio, Indra fue superado, y huyó hasta un lejano
rincón de la Tierra. Cuando todos los dioses lo abandonaron, sólo
permanecieron a su lado los 21 maruts, que era un grupo de dioses
que tripulaba los vehículos aéreos más rápidos:
«un sonoro estruendo
mientras los vientos hacen que las montañas retumben y se
estremezcan» cuando ellos «se elevan en lo alto»:
Son verdaderamente portentosos, de tono rojo,
aceleran en su curso con un estruendo sobre las crestas del cielo...
y se despliegan con rayos de luz...
Brillantes, celestiales,
con relámpagos en sus manos y cascos de oro en sus cabezas.
Ayudado por los maruts, Indra volvió para pelear con
Vritra. Los
entusiastas himnos que describen el combate fueron traducidos por J.
Muir (Original Sanskrit Texts) en poéticos versos:
El valiente dios a su carro asciende,
arrastrado por sus fogosos e inquietos corceles, a través del cielo el héroe pasa veloz.
Las huestes de maruts forman su escolta, impetuosos espíritus de la tormenta.
Sobre centelleantes carros-relámpago montan, un destello en la pompa y el orgullo guerrero...
Como rugido de leones su voz de fatalidad; con la fuerza del hierro sus dientes consumen.
Las colinas, la misma tierra, sacuden; todas las criaturas ante su
inminente seísmo.
Mientras la tierra temblaba y todas las criaturas corrían a
esconderse, sólo Vritra, el enemigo, observaba serenamente su
aproximación:
Encaramada a considerable altura en el aire
brillaba la majestuosa fortaleza de Vritra.
Sobre la muralla, con aire marcial,
se erguía el audaz demonio gigante, confiado en sus artes mágicas,
y armado con gran cantidad de dardos de fuego.
«Sin alarmarse, desafiando el poder del brazo de Indra», sin temer
«los terrores del mortal vuelo» que se precipitaba sobre él, Vritra
esperaba de pie.
Y luego se vio una espantosa visión,
cuando dios y demonio se encontraron en el combate.
Sus agudos proyectiles Vritra lanzó, sus rayos y ardientes relámpagos
arrojó como en una lluvia.
El dios desafió su furia más endiablada;
sus despuntadas armas vio
caer a un lado,
a Indra lanzadas en vano.
Cuando Vritra agotó todos sus proyectiles de fuego, Indra pudo tomar
la iniciativa:
Entonces empezaron a centellear los relámpagos,
los estremecedores rayos a restallar, arrojados con orgullo por Indra.
Los mismos dioses sobrecogidos enmudecieron
y se quedaron horrorizados; y el terror cubrió
el mundo universal...
Los Rayos que arrojaba Indra, «forjados por la mano maestra de
Tvashtri» con hierro divino, eran complejos proyectiles abrasadores:
Quién podría soportar la lluvia de flechas,
descargada por la roja mano derecha de Indra
Los rayos con cien junturas,
los dardos de hierro con mil puntas, que resplandecen y silban a través del cielo,
veloces en su señalado e infalible vuelo, y hacen caer al más orgulloso enemigo,
con un golpe repentino e irresistible, cuyo simple sonido puede poner en fuga
a los locos que desafían el poder del Atronador.
Infalibles, los proyectiles dirigidos dan en el blanco:
Y pronto el toque de difuntos de la perdición de Vritra estuvo
sonando con los chasquidos y estampidos de la lluvia de hierro de Indra;
Perforado, clavado, aplastado, con un horrible alarido el agonizante demonio cayó de cabeza desde
su torre construida de nubes.
Caído en el suelo «como los troncos de los árboles que el hacha ha
cortado», Vritra quedó postrado; pero aun «sin pies y sin manos,
siguió desafiando a Indra». Entonces, éste le dio el golpe de
gracia, y «le hirió con su rayo entre los hombros».
La victoria de Indra era completa; pero el Destino quiso que los
frutos de la victoria no fueran sólo suyos. Cuando fue a reclamar el
trono de Kasyapa, su padre, surgieron viejas dudas relativas a su
verdadero parentesco. Era cierto que, cuando nació, su madre le
había ocultado de la ira de Kasyapa. ¿Por qué? ¿Serían ciertos los
rumores de que su verdadero padre era su propio hermano mayor,
Tvashtri?
Los Vedas levantan el velo del misterio sólo en parte.
Sin
embargo, nos dicen que Indra, aun siendo el gran dios que era, no
gobernó solo: tuvo que compartir el poder con Agni y Surya, sus
hermanos -del mismo modo que Zeus tuvo que compartir los dominios
con sus hermanos Hades y Poseidón.
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