Se podría ir todavía más allá para hacer una pregunta aún más básica, magníficamente planteada por el profesor Robert J. Braidwood (Prehistoric Men):
«Después de todo, ¿por qué ocurrió? ¿Por qué todos los seres humanos no estamos viviendo todavía como se vivía en el Mesolítico?»
Podían mostrarse felices, irritados o celosos; hacían el amor, discutían y luchaban; y procreaban como eres humanos, teniendo descendencia a través de la relación sexual, entre ellos o con humanos.
Cada uno tenía una función específica y, como consecuencia, cualquier actividad humana podía padecer o beneficiarse de la actitud del dios encargado de esa actividad en particular; por tanto, los rituales de culto y las ofrendas a los dioses estaban destinados a ganarse su favor.
Gea y Urano tuvieron doce hijos los. Titanes, seis varones y seis hembras. Aunque sus legendarias hazañas tuvieron lugar en la Tierra, se daba por cierto que tenían una contraparte astral.
Por todo esto, su madre lo maldijo y lo condenó a sufrir el mismo destino que su padre, y a ser destronado por uno de sus propios hijos.
Durante muchos años hubo batallas entre los dioses, y se originó toda una hueste de seres monstruosos. La batalla decisiva fue entre Zeus y Tifón una deidad con forma de serpiente. Él combate alcanzó a grandes zonas, tanto de la Tierra como de los cielos.
El lance final tuvo lugar en el Monte Casio, en los límites entre Egipto y Arabia, parece ser que en algún lugar de la Península del Sinaí. (Fig. 21)
Tras su victoria, Zeus fue reconocido como dios supremo. Sin embargo, tenía que compartir el control con sus hermanos.
Por elección (o, según otra versión, echándolo a suertes), a Zeus se le dio el control de los cielos; para el hermano mayor, Hades, se acordó el Mundo Inferior; y al mediano, Poseidón, se le dio el dominio de los mares.
Poseidón, por otra parte, se le veía con frecuencia aferrando su símbolo (el tridente).
Aunque soberano de los mares, se le tenía también por señor de las artes metalúrgicas y escultóricas, así como por un habilidoso mago o prestidigitador. Mientras que a Zeus se le representaba en la tradición griega y en la leyenda como a alguien muy estricto con la Humanidad -hasta el punto de que, en cierta ocasión, llegó a tramar la aniquilación del género humano-, a Poseidón se le tenía por un amigo de la Humanidad y un dios dispuesto a hacer lo imposible por ganarse las alabanzas de los mortales.
Los otros seis fueron
todos descendientes de Zeus, y los relatos griegos trataban en gran
medida de sus genealogías y relaciones.
Pero, además, al ser la única deidad principal que permaneció junto a Zeus durante su combate con Tifón (el resto de dioses había huido), Atenea adquirió también cualidades marciales y se convirtió en Diosa de la Guerra.
Era la «perfecta doncella», y no se convirtió en esposa de nadie; pero algunos cuentos la relacionan frecuentemente con su tío Poseidón, y, aunque la consorte oficial de éste era la diosa que fue Dama del Laberinto de la isla de Creta, su sobrina Atenea fue su amante.
Según todos los relatos, era algo así como una reclusa; quizás demasiado vieja o demasiado enferma para ser objeto de actividades matrimoniales, por lo que Zeus no necesitó demasiadas excusas para dirigir su atención sobre Déméter, la mediana, Diosa de la Fertilidad.
Pero, en vez de un hijo, Deméter le dio una hija, Perséfone, que acabaría convirtiéndose en esposa de su tío Hades, compartiendo con él su dominio sobre el Mundo Inferior.
Como Dador de Cosas Buenas, era el que se encargaba del comercio, patrón de mercaderes y viajeros. Pero su principal papel en el mito y en la épica fue el de heraldo de Zeus, Mensajero de los Dioses.
Pero el matrimonio, bendecido con un hijo, Ares, y dos hijas, se vio zarandeado constantemente por las infidelidades de Zeus, así como por los rumores de infidelidad por parte de Hera, que arrojó algunas dudas acerca del verdadero parentesco de otro hijo, Hefesto.
Era el divino artífice, creador de objetos, tanto prácticos como mágicos, para hombres y dioses. Las leyendas dicen que nació cojo, y que, por esto, su madre, Hera, lo rechazó enfurecida. Otra versión más creíble dice que fue Zeus el que desterró a Hefesto -por las dudas sobre su parentesco-, pero que Hefesto utilizó sus poderes creativos mágicos para obligar a Zeus a darle un asiento entre los Grandes Dioses.
Era de lo más natural que muchos relatos de amor se construyeran en torno a ella; y, en muchos de estos cuentos, el seductor era Ares, hermano de Hefesto. (Uno de los hijos de este amor ilícito fue Eros, Dios del Amor.)
Afrodita había venido de las costas asiáticas del Mediterráneo que miran a Grecia (según el poeta griego Hesiodo, llegó a través de Chipre); y reivindicando una gran antigüedad se le atribuyó su origen a los genitales de Urano.
De este modo, y genealógicamente, iba una generación por delante de Zeus, siendo, por decirlo de algún modo, hermana de su padre, además de la personificación del castrado Progenitor de los Dioses. (Fig. 22)
Por tanto, Afrodita tenía que ser incluida entre los dioses olímpicos. Pero su número total, doce, parece ser que no se podía sobrepasar.
La solución fue ingeniosa: añadir uno dejando caer a uno.
Dado que a Hades se le había dado potestad sobre el Mundo Inferior y no permanecía entre los Grandes Dioses del Monte Olimpo, se creó una plaza que, de un modo admirablemente práctico, permitió a Afrodita sentarse en el exclusivo Círculo de los Doce.
Esto queda patente en las circunstancias que llevaron a la admisión de Dioniso en el Círculo Olímpico.
Éste era hijo de Zeus, nacido de la fecundación de su propia hija, Sémele. Con el fin de ocultarlo de la ira de Hera, Dioniso fue enviado a tierras muy lejanas (llegando incluso a la India), introduciendo el cultivo de la vid y la elaboración del vino allá donde iba.
Mientras tanto, en el Olimpo quedó una plaza libre. Hestia, la hermana mayor de Zeus, débil y vieja, fue totalmente excluida del Círculo de los Doce.
Fue entonces cuando Dioniso volvió a Grecia y se le permitió ocupar la plaza. Una vez más, había doce olímpicos.
Estos semidioses conformaban el lazo entre el destino humano -los afanes diarios, la dependencia de los elementos, las plagas, la enfermedad, la muerte- y un pasado dorado en el que sólo los dioses vagaban por la Tierra. Y, aunque muchos de los dioses habían nacido en la Tierra, el selecto Círculo de los Doce Olímpicos representaba el aspecto celestial de los dioses. En la Odisea, se decía que el Olimpo original se hallaba en el «puro aire superior».
Los Doce Grandes Dioses originales eran Dioses del Cielo que habían bajado a la Tierra; y representaban a los doce cuerpos celestes de la «bóveda del Cielo».
Siguiendo la tradición griega, los romanos vieron a Júpiter como un dios del trueno cuya arma era el rayo; al igual que los griegos, los romanos lo asociaron con el toro. (Fig. 23)
En la actualidad, hay un acuerdo generalizado en que los cimientos de la civilización griega se pusieron en la isla de Creta, donde floreció la cultura minoica desde alrededor del 2700 a.C. hasta el 1400 a.C. Entre los mitos y las leyendas minoicos, destaca por su importancia el mito del minotauro.
Este ser, medio hombre, medio toro, era hijo de Pasífae, la esposa del rey Minos, y de un toro. Los descubrimientos arqueológicos han confirmado el extenso culto minoico al toro, y en algunos sellos cilíndricos se representa a éste como a un ser divino, acompañado por una cruz que, para algunos, sería una estrella o un planeta no identificados.
De ahí que se haya conjeturado que el toro al que daban culto los minoicos no fuera una criatura terrestre común, sino un Toro Celestial -la constelación de Tauro-, en conmemoración de algunos sucesos ocurridos cuando, durante el equinoccio de primavera, el Sol apareció por esa constelación, alrededor del 4000 a.C. (Fig. 24)
Según la tradición griega, Zeus llegó a la Grecia continental vía Creta, adonde había llegado en su huida (atravesando el Mediterráneo) tras el rapto de Europa, la hermosa hija del rey de la ciudad fenicia de Tiro. Lo cierto es que, cuando la inscripción minoica más antigua fue descifrada al fin por Cyrus H. Gordon, resultó ser «un dialecto semita de las costas orientales del Mediterráneo».
Pero, con el paso del tiempo, un número cada vez mayor de los 100.000 versos originales, que iba pasando por transmisión oral de generación en generación, se fue perdiendo y confundiendo. Al final, un sabio escribió los versos que quedaban, dividiéndolos en cuatro libros y confiándoselos a cuatro de sus discípulos principales, para que preservara un Veda cada uno.
Los dioses de la Tierra tenían su origen en los cielos; y las principales deidades, incluso en la Tierra, seguían representando a los cuerpos celestes.
Mar-Ishi, ascendiente de la Dinastía Solar, dio a luz a Kash-Yapa («aquel que es el trono»). Los Vedas le describen como a alguien bastante prolífico; pero la sucesión dinástica sólo prosiguió a través de sus diez hijos con Prit-Hivi («madre celestial»).
Su reinado también llegó, más pronto o más tarde, a un fin. Indra, el dios que mató al «Dragón» celestial, reclamó el trono después de matar a su padre.
Él era el nuevo Señor de los Cielos y Dios de las Tormentas. El rayo y el trueno eran sus armas, y tenía como epíteto el de Señor de los Ejércitos. Sin embargo, tuvo que compartir su dominio con sus dos hermanos. Uno era Vivashvat, que fue el progenitor de Manu, el primer Hombre.
El otro era Agni
(«encendedor»), que trajo el fuego a la Tierra desde los cielos,
para que la Humanidad pudiera usarlo industrialmente.
No cabe duda de que Dyaus acabó significando Zeus; Dyaus-Pitar, Júpiter; Varuna, Urano; y así sucesivamente. Y, en ambos casos, el Círculo de los Grandes Dioses era siempre de doce, no importa los cambios que tuvieran lugar en la sucesión divina.
Otra oleada de esta migración indoeuropea fue hacia el oeste, hacia Europa. Algunos dieron la vuelta al Mar Negro y entraron en Europa a través de las estepas rusas. Pero la ruta principal que siguió este pueblo para, junto con sus tradiciones y su religión, llegar a Grecia fue la más corta: Asia Menor. De hecho, algunas de las más antiguas ciudades griegas no se encuentran precisamente en la Grecia continental, sino en el extremo occidental de Asia Menor.
Betsabé, deseada por el rey David, era la esposa de Urías el hitita, uno de los oficiales del ejército del rey David.
El rey Salomón, que forjó alianzas casándose con las hijas de reyes extranjeros, tomó como esposas a las hijas de un faraón egipcio y de un rey hitita. En otro momento, un ejército sirio invasor emprende la huida al oír el rumor de que «el rey de Israel ha tomado a sueldo contra nosotros a los reyes de los hititas y a los reyes de los egipcios». Estas breves alusiones a los hititas revelan la alta estima en la que se tenían, entre otros pueblos de la zona, las habilidades militares de aquellos.
Pero, por encima de todo, se encontraron con muchas inscripciones, tanto en escritura pictográfica como en cuneiforme. Los hititas bíblicos habían cobrado vida.
Después de pasar a través de pórticos y santuarios, el antiguo devoto entraba en una galería abierta al aire libre, una abertura en medio de un semicírculo de rocas sobre las que estaban representados, en procesión, todos los dioses de los hititas.
En el extremo izquierdo, es decir, al final de este asombroso desfile, hay doce deidades que parecen idénticas y que portan todas la misma arma. (Fig. 25)
En el grupo de doce que hay en la mitad, algunas deidades parecen más viejas, otras llevan diversas armas y hay dos que están señaladas por un símbolo divino. (Fig. 26)
El tercer grupo de doce (el de delante) está claramente constituido por las deidades masculinas y femeninas más importantes. Sus armas y emblemas son más variados; cuatro tienen el divino símbolo celestial por encima de ellos; dos tienen alas.
En este grupo también hay participantes no divinos: dos toros que sostienen un globo, y el rey de los hititas, que lleva un casquete y que está de pie debajo del emblema del Disco Alado. (Fig. 27)
Desfilando desde la derecha había dos grupos de deidades femeninas; sin embargo, las tallas están demasiado mutiladas para poder estar seguros de su número original.
Lo más probable es que no nos equivoquemos al suponer que ellas también formaban dos «compañías» de doce.
Muchos esfuerzos invirtieron los expertos (por ejemplo, E. Laro-che, Le Panthéon de Yazilikaya) para determinar los símbolos jeroglíficos de las representaciones, así como, de los textos parcialmente legibles y de los nombres de dioses que estaban tallados en las rocas, los nombres, títulos y papeles de las deidades que aparecían en la procesión.
Pero está claro que el panteón hitita, también, estaba gobernado por los doce «olímpicos».
Los dioses menores estaban organizados en grupos de doce, y los Grandes Dioses sobre la Tierra estaban asociados con doce cuerpos celestes.
En él, se representa con toda claridad a la divina pareja rodeada por otros diez dioses, sumando doce en total. (Fig. 29)
Los descubrimientos arqueológicos demuestran concluyentemente que los hititas adoraban a dioses que eran «del Cielo y de la Tierra», interrelacionados entre sí y organizados en una jerarquía genealógica.
Unos eran grandes dioses «de antaño», que eran originariamente de los cielos. Su símbolo, que en la escritura pictográfica hitita significaba «divino» o «dios celestial», tenía el aspecto de un par de gafas de protección (Fig. 30), y solía aparecer sobre sellos redondos, como parte de un objeto parecido a un cohete. (Fig. 31)
Ciertamente, había otros dioses presentes, no sólo sobre la Tierra sino entre los hititas, actuando como soberanos supremos de la tierra, nombrando a los reyes humanos e instruyéndolos en cuestiones de guerra, tratados y otros temas internacionales.
Al igual que los griegos, los hititas representaban también algún tipo de culto al toro; y, al igual que Júpiter más tarde, Teshub era representado como Dios del Trueno y del Rayo, montado sobre un toro. (Fig. 32)
Los textos hititas, como las posteriores leyendas griegas, relatan la batalla que tuvo que afrontar su deidad jefe con un monstruo para consolidar su supremacía.
Un texto, llamado por los expertos «El Mito de la Muerte del Dragón», identifica al adversario de Teshub como el dios Yanka. No pudiendo derrotarle en la batalla, Teshub recurre a los otros dioses en busca de ayuda, pero sólo una diosa viene le presta asistencia, y se deshace de Yanka emborrachándolo en una fiesta.
Pero lo cierto es que Yanka significa «serpiente», y que los pueblos de la antigüedad representaban al dios «malo» de este modo -como se puede ver en el bajorrelieve hitita de la (Fig. 33).
Como ya dijimos, Zeus también combatió no con un «dragón» sino con un dios-serpiente.
Como mostraremos más adelante, a estas antiguas tradiciones sobre la lucha entre un dios de los vientos y una deidad serpentina se les atribuía un profundo significado. Aquí, sin embargo, sólo podemos recalcar que las batallas entre dioses por la divina corona se relataban en los textos antiguos como hechos que, incuestionablemente, habían tenido lugar.
El narrador de aquellos sucesos anteriores a los mortales invoca en primer lugar a los doce «poderosos dioses de antaño», para que escuchen su relato y sean testigos de su veracidad:
Quedando establecido así que los dioses de antaño eran tanto del Cielo como de la Tierra, la epopeya hace una lista de los doce «poderosos de antaño», los antepasados de los dioses; y, una vez asegurada su atención, el narrador procede a relatar los sucesos que llevaron a que el dios que era «rey del Cielo» viniera a «la oscura Tierra»:
Así pues, la epopeya atribuye a la usurpación del trono la llegada de un «rey del Cielo» a la Tierra.
Un dios llamado Alalu fue obligado a abandonar su trono (en algún lugar de los cielos), y a huir para salvar su vida, «descendió a la oscura Tierra». Pero ése no fue el final.
El texto sigue relatando cómo Anu, a su vez, fue
destronado por un dios llamado Kumarbi (hermano de Anu, según
algunas interpretaciones).
Incluso el detalle de la castración de Crono por parte de Zeus se encuentra en el texto hitita, pues eso es exactamente lo que Kumarbi le hizo a Anu:
Según este antiguo relato, la batalla no terminó con una victoria total.
Aunque castrado, Anu se las apañó para huir hasta su Morada Celeste, dejando a Kumarbi con el control de la Tierra. Mientras tanto, la «Virilidad» de Anu produjo varias deidades en las tripas de Kumarbi, deidades que, como Crono en las leyendas griegas, se vio obligado a liberar. Uno de estos dioses fue Teshub, el dios supremo de los hititas.
«Tomó el báculo con la mano y se puso en los pies un calzado que le hacía rápido como los vientos», y fue desde su ciudad Ur-Kish hasta la morada de la Dama de la Gran Montaña. Cuando llegó,
¿Acaso Kumarbi era un rijoso?
Tenemos razones para creer que había muchas más cosas implicadas en ello. Suponemos que las leyes sucesorias de los dioses eran de tal tipo que un hijo de Kumarbi con la Dama de la Gran Montaña se hubiera podido reivindicar como heredero legítimo al Trono Celestial; y eso explicaría que Kumarbi «tomara» a la diosa cinco y diez veces, con el fin de asegurar la concepción; como, de hecho, así fue, pues tuvo un hijo al que Kumarbi llamó simbólicamente Ulli-Kummi («supresor de Kummiya» -la morada de Teshub).
Al haber destinado a su hijo para eliminar a los de Kummiya, Kumarbi diría de él:
¿Acaso estas batallas de Teshub en la Tierra y en los cielos tuvieron lugar cuando comenzaba la Era de Tauro, alrededor del 4000 a.C?
¿Era ésta la razón por la cual al vencedor se le concedió la asociación con el toro?
Y, por último, ¿hubo alguna conexión entre estos sucesos y el comienzo, por la misma época, de la repentina civilización de Sumer?
Al final, se hace una llamada a las deidades para que medien en la disputa, y se convoca una Asamblea de Dioses, encabezada por un «dios de antaño» llamado Enlil, y otro «dios de antaño» llamado Ea que es convocado para que presente «las viejas tablillas con las palabras del destino», unos antiguos registros que, según parece, ayudarían a zanjar la disputa sobre la sucesión divina.
«Escuchad, dioses de antaño, vosotros que conocéis las palabras de antaño», dice Enlil a sus seguidores:
¿Quiénes eran los «dioses de antaño»?
La respuesta es obvia, pues todos ellos -Anu, Antu, Enlil, Ninlil, Ea, Ishkur- llevan nombres sumerios. Incluso el nombre de Teshub -así como los nombres de otros dioses hititas- se solía escribir con escritura sumeria para denotar su identidad.
Por otra parte, los nombres de algunos de los lugares citados en la acción eran también los de antiguos lugares sumerios.
No sólo resultaba que la lengua hitita estaba basada en diversos dialectos indoeuropeos, sino que también estaba sujeta a una sustancial influencia acadia, tanto en la manera de hablarla como de escribirla. Dado que el acadio era el idioma internacional del mundo antiguo en el segundo milenio a.C, su influencia sobre el hitita se puede racionalizar de algún modo.
El sumerio, en palabras de O. R. Gurney (The Hittites), «se estudiaba intensivamente en Hattu-Shash (la capital), donde se han encontrado diccionarios sumerio-hitita...
Muchas de las sílabas asociadas con los signos cuneiformes en el período hitita son en realidad palabras sumerias de las que (los hititas) habían olvidado el significado... En los textos hititas, los escribas solían cambiar palabras comunes hititas por sus correspondientes sumerias o babilonias».
En el este, ocupaban los actuales campos petrolíferos de Iraq; sólo en una ciudad, Nuzi, los arqueólogos no sólo encontraron las habituales estructuras y construcciones, sino también miles de documentos legales y sociales de gran valor. En el oeste, la soberanía y la influencia de los hurritas se extendía hasta la costa mediterránea, y abarcaba a los grandes centros del comercio, la industria y la enseñanza de la época, como Carchemish y Alalakh.
Su principal centro comercial, junto al río Balikh, era la bíblica Jarán, la ciudad en la que la familia del patriarca Abraham se estableció en su camino desde Ur, en el sur de Mesopotamia, hasta la Tierra de Canaán.
En sus inscripciones, invocaban a varias de sus deidades por sus nombres védicos «arios», sus reyes llevaban nombres indoeuropeos y su terminología militar y caballeresca derivaba del indoeuropeo. B. Hrozny, que en la década de 1920 dirigió un trabajo para desentrañar los registros hititas y hurritas, fue incluso más lejos al llamar a los hurritas «los más antiguos de los hindúes».
Dirigiendo sus súplicas a la diosa Hebat, esposa de Teshub, la mujer rezaba:
Aun con todo esto, la cultura y la religión adoptada y transmitida por los hurritas no era indoeuropea.
Ni siquiera su lengua era, realmente, indoeuropea. Indudablemente, había elementos acadios en la lengua, la cultura y las tradiciones hurritas.
El nombre de su capital, Washugeni, era una variante del semita resh-eni («donde comienzan las aguas»). Al Tigris le llamaban Aranzakh, que, según creemos, procedería de la frase acadia «río de los cedros puros». Los dioses Shamash y Tashmetum se convirtieron en los hurritas Shimiki y Tashimmetish, y así con otras cosas.
Es un hecho demostrado que los hurritas estaban presentes y activos en Sumer en el tercer milenio a.C, y que tenían posiciones importantes en Sumer durante su último período de gloria, es decir, durante la tercera dinastía de Ur.
Existen evidencias que indican que los hurritas dirigían y manejaban la industria del tejido por la cual Sumer (y, en especial, Ur) era famosa en la antigüedad. Los renombrados mercaderes de Ur debieron ser hurritas en su mayoría.
Allí adoraron a un panteón encabezado por Tesheba (Teshub), representándolo como a un dios vigoroso, con un casquete con cuernos, de pie sobre el símbolo de su culto, el toro. (Fig. 34)
Su principal santuario tuvo por nombre Bitanu («casa de Anu») y se consagraron a construir su reino, «la fortaleza del valle de Anu».
Y Anu, como veremos, era el Padre de los Dioses sumerios.
Los arqueólogos estaban empezando a conocer a los cananeos cuando, de pronto, dos descubrimientos salieron a la luz: ciertos textos egipcios de Luxor y Saqqara, y, mucho más importante, unos textos históricos, literarios y religiosos desenterrados en un importante centro cananeo.
El lugar, llamado en la actualidad Ras Shamra, en la costa siria, era la antigua ciudad de Ugarit.
De hecho, cualquiera que conozca el hebreo puede leer las inscripciones cananeas con relativa facilidad. El lenguaje, el estilo literario y la terminología muestran reminiscencias del Antiguo Testamento, y la escritura es la misma que la del hebreo israelita.
Ab Adam («padre del hombre») era su título; el Bondadoso, el Misericordioso era su epíteto. Era el «creador de todo lo creado, y el único que podía conceder la realeza».
Su morada era remota, en la «cabecera de los dos ríos», el Tigris y el Eufrates. Allí debía de estar, sentado en su trono, recibiendo emisarios y contemplando los problemas y las disputas que los otros dioses le presentaban.
En términos generales, los expertos aceptan que este relieve escultórico representa a El, el dios supremo cananeo. (Fig. 35)
Sin embargo, El no fue siempre un señor de antaño.
Uno de sus epítetos era Tor (que significa «toro»), que, según creen los estudiosos, vendría a hablarnos de sus proezas sexuales y de su papel como Padre de los Dioses. Un poema cananeo titulado «El Nacimiento de los Dioses Benévolos» nos representa a El en la costa (probablemente desnudo), mientras dos mujeres están totalmente hechizadas por el tamaño de su pene.
Después, mientras un ave se asa en la playa, El mantiene relaciones sexuales con las dos mujeres. De este episodio nacen dos dioses, Shahar («amanecer») y Shalem («finalización» o «crepúsculo»).
Al igual que hacían los griegos en sus relatos, los cananeos hablaban de los desafíos que solía plantear el hijo a la autoridad y la soberanía de su padre. Al igual que El, su padre, Baal era lo que los estudiosos llaman un Dios de las Tormentas, un Dios del Trueno y del Rayo.
El sobrenombre de Baal era Hadad («el agudo»). Sus armas eran el hacha de guerra y la lanza-rayo; su animal de culto, al igual que el de El, era el toro, y, también como El, se le representaba con un tocado cónico adornado con un par de cuernos.
Un largo y conmovedor poema, recompuesto a partir de numerosos fragmentos de tablillas, comienza con la llamada al «Maestro Artesano» ante la morada de El «en las fuentes de las aguas, en medio de las cabeceras de los dos ríos»:
Se le ordena al Maestro Artesano que erija un palacio para Yam como señal de su ascenso al poder. Envalentonado con esto, Yam envía sus mensajeros a la asamblea de los dioses, para pedir que Baal se postre ante él.
Yam da instrucciones a sus emisarios para que se muestren desafiantes y los dioses de la asamblea claudiquen. Hasta El acepta la nueva alineación entre sus hijos. «Ba'al es tu esclavo, Oh Yam», declara.
«Ella agarró a Mot, el hijo de El, y con una espada lo hendió».
Pero no hay duda de que el relato cananeo no estaba pensado como una alegoría, que narraba lo que, por aquel entonces, se tenía por hechos ciertos: de qué modo habían luchado entre ellos los hijos de la deidad suprema, y cómo uno de ellos, desafiando a la derrota, se convirtió en el heredero aceptado, provocando la alegría de El:
Así pues, Anat, según las tradiciones cananeas, se pone del lado de su hermano el Señor (Baal) en su combate a vida o muerte con el malvado Mot. No deja de ser obvio el paralelismo entre este relato y el de la tradición griega de la diosa Atenea, al lado del dios supremo Zeus en su lucha a vida o muerte con Tifón.
Como ya vimos, a Atenea se le llamó «la doncella perfecta», a pesar de haber tenido multitud de amoríos ilícitos.
Uno de estos textos describe la llegada de Anat a la morada de Baal en el Monte Zafón, y cuenta cómo Baal se apresura en despedir a sus esposas para, después, echarse a los pies de su hermana; ambos se miran a los ojos; se ungen mutuamente los «cuernos»...
No resulta extraño, por tanto, que a Anat se la representara tan a menudo completamente desnuda, para remarcar sus atributos sexuales, como en la impresión de este sello, en el que vemos a Baal, con casco, combatiendo con otro dios. (Fig. 36)
Como en el caso de la religión griega y de sus precursoras directas, el panteón cananeo tiene también una Diosa Madre, consorte oficial del dios supremo.
En este caso, se llamaba Ashera, en un evidente paralelismo con la griega Hera. Astarté (la bíblica Ashtoreth) era la homologa de Afrodita; su consorte frecuente era Athtar, que estaba relacionado con un brillante planeta, y que, probablemente, tenía su homólogo en Ares, el hermano de Afrodita.
Había otras deidades jóvenes, masculinas y femeninas, cuyos paralelismos astrales o griegos son fácilmente conjeturables.
Algunas de sus esculturas, aun estando parcialmente dañadas, los muestran con rasgos autoritarios, reconocibles como dioses por su tocado de cuernos. (Fig. 37)
Pero, ¿de dónde sacaron su religión y su cultura los cananeos?
Pero, si miramos más de cerca, nos daremos cuenta de que, en esencia, no se diferenciaban de los dioses de otras tierras del mundo antiguo.
Algunos de los epítetos de estos Grandes Dioses -el Más
Grande de los Dioses, Toro del Cielo, Señor/Señora de las Montañas-
resultan familiares.
El más allá se dividió en doce partes. El día y la noche se dividieron en doce horas. Y todas estas divisiones se equipararon con «compañías» de perros que, a su vez, constaban de doce perros cada una.
Él había llevado a cabo sus increíbles obras de creación en tiempos primitivos, creando a Geb («Tierra») y Nut («cielo»). Después, hizo que crecieran plantas en la Tierra, así como las criaturas que se arrastran; y, finalmente, hizo al Hombre. Ra era un dios celestial invisible que sólo se manifestaba de vez en cuando.
Su manifestación era el Aten, el Disco Celestial, representado como un Globo Alado. (Fig. 38)
Según la tradición egipcia, la aparición y las actividades de Ra en la Tierra estaban directamente relacionadas con el trono.
Según esta tradición, los primeros soberanos de Egipto no fueron hombres sino perros, y el primer dios que reinó en Egipto fue Ra. Después, Ra dividió el reino, dándole el Bajo Egipto a su hijo Osiris y el Alto Egipto a su hijo Set.
Pero Set hizo un plan para derrocar a Osiris y, al final, consiguió darle muerte. Isis, hermana y esposa de Osiris, recuperó el cuerpo mutilado de éste y lo resucitó.
Después, Osiris atravesó «las puertas secretas» y se unió a Ra en su sendero celestial; su lugar en el trono de Egipto lo ocupó su hijo Horus, al que, en ocasiones, se le representaba como un dios con alas y cuernos. (Fig. 39)
Aunque Ra era el más elevado en los cielos, en la Tierra era el hijo del dios Ptah («el que desarrolla», «el que forja las cosas»). Los egipcios creían que Ptah había elevado la tierra de Egipto desde debajo de las aguas haciendo diques en el punto donde el Nilo asciende.
Decían que este Gran Dios había llegado a Egipto desde algún otro lugar, y que no sólo se estableció en Egipto, sino también en «la tierra montañosa y en la lejana tierra extranjera».
De hecho, los egipcios tenían por cierto que todos sus «dioses de antaño» habían venido en barco desde el sur, y se han encontrado muchos dibujos prehistóricos en roca que muestran a estos dioses de antaño -a los que se les distingue por su tocado con cuernos- llegando a Egipto en un barco. (Fig. 40)
La única ruta marítima que llega a Egipto desde el sur es la que viene por el Mar Rojo, y resulta significativo que el nombre egipcio de este mar fuera el de Mar de Ur.
En su expresión jeroglífica, el signo de Ur significa «la lejana tierra extranjera en el este», por lo que no se puede descartar que, en realidad, también se estuvieran refiriendo a la sumeria Ur, que se encontraba en esa misma dirección.
Y el peso de la evidencia demuestra también que los dioses de Egipto se originaron también en Sumer.
Como los hititas en el norte, los hurritas en el nordeste y los egipcios en el sur, los cananeos no podían hacer alarde de un panteón original. Ellos, también, adquirieron su cosmogonía, sus dioses y sus leyendas en otra parte. Sus contactos directos con la fuente sumeria fueron los amontas.
«Jefes» amoritas establecieron la primera dinastía independiente en Asiría alrededor del 1900 a.C, y Hammurabi, que le dio grandeza a Babilonia en los alrededores del 1800 a.C, fue el sexto sucesor de la primera dinastía de Babilonia, que era amorita.
Entre las ruinas más antiguas había una pirámide escalonada y templos dedicados a las deidades sumerias Inanna, Ninhursag y Enlil.
Una de las pinturas murales del gran palacio de Mari representa la investidura del rey Zimri-Lim a manos de la diosa Inanna (a la que los amoritas llamaban Ishtar). (Fig. 41)
Como en el resto de panteones, la deidad suprema, físicamente presente entre los amurru, era un dios del clima o de las tormentas al que llamaban Adad -el equivalente del cananeo Baal («señor»)-y apodaban Hadad. Su símbolo, como sería de esperar, era el rayo.
Los textos de Mari hablan también de una deidad aún más antigua llamada Dagan, un «Señor de la Abundancia» que, al igual que El, se le tenía por un dios retirado, que se quejaba de cierta ocasión en que no se le había consultado cómo había que conducirse en determinada guerra.
¿Quiénes fueron esos Dioses del Cielo y de la Tierra, divinos y, sin embargo, humanos, encabezados siempre por un panteón o círculo interno de doce deidades?
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