3 - DIOSES DEL CIELO Y DE LA TIERRA

¿Cómo pudo ser que, después de cientos de miles o millones de años de penosa y lenta evolución, todo cambiara de forma tan abrupta y completa, y, con tres empujones -alrededor de 11000-7400-3800 a.C-, los primitivos cazadores y recolectores nómadas se transformaran en agricultores y alfareros, en constructores de ciudades, ingenieros, matemáticos, astrónomos, metalúrgicos, comerciantes, músicos, jueces, médicos, escritores, bibliotecarios o sacerdotes?

 

Se podría ir todavía más allá para hacer una pregunta aún más básica, magníficamente planteada por el profesor Robert J. Braidwood (Prehistoric Men):

 

«Después de todo, ¿por qué ocurrió? ¿Por qué todos los seres humanos no estamos viviendo todavía como se vivía en el Mesolítico?»


Los sumerios, la gente por la cual vino a ser esta civilización tan repentina, tenían una respuesta preparada. La resumieron en una de las decenas de miles de inscripciones mesopotámicas encontradas: «Todo lo que se ve hermoso, lo hicimos por la gracia de los dioses».


Los dioses de Sumer. ¿Quiénes eran?


¿Eran los dioses sumerios como los dioses griegos, que vivían en una gran corte, de festín en el Gran Salón de Zeus en los cielos-Olimpo, cuyo homólogo en la tierra era el monte más alto de Grecia, el Monte Olimpo?


Los griegos ofrecían una imagen antropomórfica de sus dioses, con un aspecto físico similar al de los hombres y las mujeres mortales y con un carácter humano.

 

Podían mostrarse felices, irritados o celosos; hacían el amor, discutían y luchaban; y procreaban como eres humanos, teniendo descendencia a través de la relación sexual, entre ellos o con humanos.


Eran inalcanzables y, sin embargo, siempre se estaban mezclando en los asuntos humanos. Podían ir de aquí para allá a una velocidad de vértigo, aparecer y desaparecer; tenían armas poco comunes y de un inmenso poder.

 

Cada uno tenía una función específica y, como consecuencia, cualquier actividad humana podía padecer o beneficiarse de la actitud del dios encargado de esa actividad en particular; por tanto, los rituales de culto y las ofrendas a los dioses estaban destinados a ganarse su favor.


La principal deidad de los griegos durante la civilización helénica fue Zeus, «Padre, de Dioses y Hombres», «Señor del Fuego Celestial». Su principal arma y símbolo era el rayo. Era un «rey» en la tierra que había descendido de los cielos; alguien que tomaba decisiones y dispensaba bien y mal a los mortales, pero cuyo ámbito original estaba en los cielos.


No fue ni el primer dios sobre la Tierra, ni tampoco el primero en haber estado en los cielos. Mezclando teología con cosmología para crear lo que los estudiosos llaman mitología, los griegos creían que en un principio fue el Caos; después, aparecieron Gea (la Tierra) y su consorte Urano (los cielos).

 

Gea y Urano tuvieron doce hijos los. Titanes, seis varones y seis hembras. Aunque sus legendarias hazañas tuvieron lugar en la Tierra, se daba por cierto que tenían una contraparte astral.


Crono, el más joven de los titanes varones, emergió como figura principal en la mitología olímpica. Alcanzó la supremacía entre los titanes a través de la usurpación, después de castrar a su padre, Urano. Temiendo a los otros titanes, Crono los hizo prisioneros y los desterró.

 

Por todo esto, su madre lo maldijo y lo condenó a sufrir el mismo destino que su padre, y a ser destronado por uno de sus propios hijos.


Crono se casó con su hermana Rea, con la que tuvo tres hijos y tres hijas: Hades, Poseidón y Zeus; Hestia, Deméter y Hera. Una vez más, el destino había marcado que el hijo más joven sería el que depondría a su padre, y la maldición de Gea se convirtió en realidad cuando Zeus derrocó a Crono, su padre.


Pero parece ser que el golpe de estado no estuvo exento de problemas.

 

Durante muchos años hubo batallas entre los dioses, y se originó toda una hueste de seres monstruosos. La batalla decisiva fue entre Zeus y Tifón una deidad con forma de serpiente. Él combate alcanzó a grandes zonas, tanto de la Tierra como de los cielos.

 

El lance final tuvo lugar en el Monte Casio, en los límites entre Egipto y Arabia, parece ser que en algún lugar de la Península del Sinaí. (Fig. 21)

 

 

 

 

Tras su victoria, Zeus fue reconocido como dios supremo. Sin embargo, tenía que compartir el control con sus hermanos.

 

Por elección (o, según otra versión, echándolo a suertes), a Zeus se le dio el control de los cielos; para el hermano mayor, Hades, se acordó el Mundo Inferior; y al mediano, Poseidón, se le dio el dominio de los mares.


Aunque, con el tiempo, Hades y su territorio se convirtieron en sinónimo del Infierno, su ambiente original era algún lugar «por allí abajo» que abarcaba tierras pantanosas, áreas desoladas y tierras regadas por enormes ríos. A Hades se le describía como «el invisible» -frío, distante, severo; impasible ante la oración o los sacrificios.

 

Poseidón, por otra parte, se le veía con frecuencia aferrando su símbolo (el tridente).

 

Aunque soberano de los mares, se le tenía también por señor de las artes metalúrgicas y escultóricas, así como por un habilidoso mago o prestidigitador. Mientras que a Zeus se le representaba en la tradición griega y en la leyenda como a alguien muy estricto con la Humanidad -hasta el punto de que, en cierta ocasión, llegó a tramar la aniquilación del género humano-, a Poseidón se le tenía por un amigo de la Humanidad y un dios dispuesto a hacer lo imposible por ganarse las alabanzas de los mortales.


Los tres hermanos y sus tres hermanas, todos ellos hijos de Crono y de su hermana Rea, conformaron la parte más antigua del Círculo Olímpico, el grupo de los Doce Grandes Dioses.

 

Los otros seis fueron todos descendientes de Zeus, y los relatos griegos trataban en gran medida de sus genealogías y relaciones.

Las deidades de ambos sexos que tenían por padre a Zeus tuvieron por madre a diferentes diosas. Casándose al principio con una diosa llamada Metis, Zeus tuvo una hija, la gran diosa Atenea. Ella era la encargada del sentido común y de la maniobra, de ahí que fuera la Diosa de la Sabiduría.

 

Pero, además, al ser la única deidad principal que permaneció junto a Zeus durante su combate con Tifón (el resto de dioses había huido), Atenea adquirió también cualidades marciales y se convirtió en Diosa de la Guerra.

 

Era la «perfecta doncella», y no se convirtió en esposa de nadie; pero algunos cuentos la relacionan frecuentemente con su tío Poseidón, y, aunque la consorte oficial de éste era la diosa que fue Dama del Laberinto de la isla de Creta, su sobrina Atenea fue su amante.


Zeus se casó después con otras diosas, pero sus hijos no se cualificaron para entrar en el Círculo Olímpico. Cuando Zeus se puso a darle vueltas al serio asunto de tener un heredero varón, se empezó a fijar en sus hermanas. La mayor era Hestia.

 

Según todos los relatos, era algo así como una reclusa; quizás demasiado vieja o demasiado enferma para ser objeto de actividades matrimoniales, por lo que Zeus no necesitó demasiadas excusas para dirigir su atención sobre Déméter, la mediana, Diosa de la Fertilidad.

 

Pero, en vez de un hijo, Deméter le dio una hija, Perséfone, que acabaría convirtiéndose en esposa de su tío Hades, compartiendo con él su dominio sobre el Mundo Inferior.


Decepcionado por no tener un hijo varón, Zeus se volvió hacia otras diosas en busca de consuelo y de amor. Con Armonía tuvo nueve hijas. Después, Leto le dio una hija y un hijo, Ártemis y Apolo, que entraron inmediatamente en el grupo de las deidades principales.


Apolo, como primogénito de Zeus, era uno de los dioses más grandes del panteón helénico, temido tanto por hombres como por dioses. Era el intérprete de la voluntad de su padre Zeus ante los mortales y, de ahí, la máxima autoridad en materia de ley religiosa y de culto en el templo. Siendo el representante de la moral y de las leyes divinas, propugnaba la purificación y la perfección, tanto espiritual como física.


El segundo hijo varón de Zeus, nacido de la diosa Maya, fue Hermes, patrón de los pastores, guardián de rebaños y manadas. Menos importante y poderoso que su hermano Apolo, Hermes estaba más cerca de los asuntos humanos; cualquier golpe de buena suerte se le atribuía a él.

 

Como Dador de Cosas Buenas, era el que se encargaba del comercio, patrón de mercaderes y viajeros. Pero su principal papel en el mito y en la épica fue el de heraldo de Zeus, Mensajero de los Dioses.


Impulsado por determinadas tradiciones dinásticas, Zeus todavía precisaba tener un hijo de una de sus hermanas, por lo que se fijó en la más joven, Hera. Al casarse con ella por los ritos del Sagrado Matrimonio, Zeus la proclamó Reina de los Dioses, es decir, Diosa Madre.

 

Pero el matrimonio, bendecido con un hijo, Ares, y dos hijas, se vio zarandeado constantemente por las infidelidades de Zeus, así como por los rumores de infidelidad por parte de Hera, que arrojó algunas dudas acerca del verdadero parentesco de otro hijo, Hefesto.


Ares fue introducido inmediatamente en el Círculo Olímpico de los doce dioses principales, y se convirtió en el teniente jefe de Zeus, en un Dios de la Guerra. Se le representaba como el Espíritu de las Matanzas, aunque estaba lejos de ser invencible; combatiendo del lado de los troyanos en la Guerra de Troya, sufrió una herida que sólo Zeus pudo curar.


Hefesto, por otra parte, tuvo que esforzarse en su camino hasta la cima olímpica. Era el Dios de la Creatividad; a él se le atribuían el fuego de la forja y el arte de la metalurgia.

 

Era el divino artífice, creador de objetos, tanto prácticos como mágicos, para hombres y dioses. Las leyendas dicen que nació cojo, y que, por esto, su madre, Hera, lo rechazó enfurecida. Otra versión más creíble dice que fue Zeus el que desterró a Hefesto -por las dudas sobre su parentesco-, pero que Hefesto utilizó sus poderes creativos mágicos para obligar a Zeus a darle un asiento entre los Grandes Dioses.


Las leyendas dicen también que, en cierta ocasión, Hefesto hizo una red invisible para que cayera sobre el lecho de su esposa en caso de que calentara sus sábanas un amante intruso. Quizás necesitaba esta protección, dado que su esposa y consorte era Afrodita, Diosa del Amor y la Belleza.

 

Era de lo más natural que muchos relatos de amor se construyeran en torno a ella; y, en muchos de estos cuentos, el seductor era Ares, hermano de Hefesto. (Uno de los hijos de este amor ilícito fue Eros, Dios del Amor.)


Afrodita fue incluida en el Círculo Olímpico de los Doce, y las circunstancias de su admisión arrojan cierta luz sobre nuestro tema. Afrodita no era hermana de Zeus, ni tampoco su hija, y, sin embarcas no se le pudo ignorar.

 

Afrodita había venido de las costas asiáticas del Mediterráneo que miran a Grecia (según el poeta griego Hesiodo, llegó a través de Chipre); y reivindicando una gran antigüedad se le atribuyó su origen a los genitales de Urano.

 

De este modo, y genealógicamente, iba una generación por delante de Zeus, siendo, por decirlo de algún modo, hermana de su padre, además de la personificación del castrado Progenitor de los Dioses. (Fig. 22)

 

 

 

 

Por tanto, Afrodita tenía que ser incluida entre los dioses olímpicos. Pero su número total, doce, parece ser que no se podía sobrepasar.

 

La solución fue ingeniosa: añadir uno dejando caer a uno.

 

Dado que a Hades se le había dado potestad sobre el Mundo Inferior y no permanecía entre los Grandes Dioses del Monte Olimpo, se creó una plaza que, de un modo admirablemente práctico, permitió a Afrodita sentarse en el exclusivo Círculo de los Doce.


Parece también que el número doce era una exigencia que funcionaba de dos maneras: no podía haber más de doce olímpicos, pero tampoco menos de doce.

 

Esto queda patente en las circunstancias que llevaron a la admisión de Dioniso en el Círculo Olímpico.

 

Éste era hijo de Zeus, nacido de la fecundación de su propia hija, Sémele. Con el fin de ocultarlo de la ira de Hera, Dioniso fue enviado a tierras muy lejanas (llegando incluso a la India), introduciendo el cultivo de la vid y la elaboración del vino allá donde iba.

 

Mientras tanto, en el Olimpo quedó una plaza libre. Hestia, la hermana mayor de Zeus, débil y vieja, fue totalmente excluida del Círculo de los Doce.

 

Fue entonces cuando Dioniso volvió a Grecia y se le permitió ocupar la plaza. Una vez más, había doce olímpicos.


Aunque la mitología griega no es muy clara en cuanto a los orígenes de la humanidad, las leyendas y las tradiciones proclamaban la ascendencia divina de héroes y reyes.

 

Estos semidioses conformaban el lazo entre el destino humano -los afanes diarios, la dependencia de los elementos, las plagas, la enfermedad, la muerte- y un pasado dorado en el que sólo los dioses vagaban por la Tierra. Y, aunque muchos de los dioses habían nacido en la Tierra, el selecto Círculo de los Doce Olímpicos representaba el aspecto celestial de los dioses. En la Odisea, se decía que el Olimpo original se hallaba en el «puro aire superior».

 

Los Doce Grandes Dioses originales eran Dioses del Cielo que habían bajado a la Tierra; y representaban a los doce cuerpos celestes de la «bóveda del Cielo».


Los nombres latinos de los Grandes Dioses, dados cuando los romanos adoptaron el panteón griego, aclaran sus asociaciones astrales: Gea era la Tierra; Hermes, Mercurio; Afrodita, Venus; Ares, Marte; Crono, Saturno; y Zeus, Júpiter.

 

Siguiendo la tradición griega, los romanos vieron a Júpiter como un dios del trueno cuya arma era el rayo; al igual que los griegos, los romanos lo asociaron con el toro. (Fig. 23)

 

 

 

 

En la actualidad, hay un acuerdo generalizado en que los cimientos de la civilización griega se pusieron en la isla de Creta, donde floreció la cultura minoica desde alrededor del 2700 a.C. hasta el 1400 a.C. Entre los mitos y las leyendas minoicos, destaca por su importancia el mito del minotauro.

 

Este ser, medio hombre, medio toro, era hijo de Pasífae, la esposa del rey Minos, y de un toro. Los descubrimientos arqueológicos han confirmado el extenso culto minoico al toro, y en algunos sellos cilíndricos se representa a éste como a un ser divino, acompañado por una cruz que, para algunos, sería una estrella o un planeta no identificados.

 

De ahí que se haya conjeturado que el toro al que daban culto los minoicos no fuera una criatura terrestre común, sino un Toro Celestial -la constelación de Tauro-, en conmemoración de algunos sucesos ocurridos cuando, durante el equinoccio de primavera, el Sol apareció por esa constelación, alrededor del 4000 a.C. (Fig. 24)

 

 

 

 

Según la tradición griega, Zeus llegó a la Grecia continental vía Creta, adonde había llegado en su huida (atravesando el Mediterráneo) tras el rapto de Europa, la hermosa hija del rey de la ciudad fenicia de Tiro. Lo cierto es que, cuando la inscripción minoica más antigua fue descifrada al fin por Cyrus H. Gordon, resultó ser «un dialecto semita de las costas orientales del Mediterráneo».


De hecho, los griegos nunca afirmaron que sus dioses olímpicos llegaran directamente a Grecia desde los cielos. Zeus llegó a través del Mediterráneo, vía Creta. Se decía que Afrodita había llegado por mar desde Oriente Próximo, vía Chipre. Poseidón (Neptuno para los romanos) trajo con él el caballo desde Asia Menor. Atenea trajo «el fértil olivo» a Grecia desde las tierras de la Biblia.


No cabe duda de que la religión y las tradiciones griegas llegaron a tierra firme griega desde Oriente Próximo, vía Asia Menor y las islas del Mediterráneo. Es ahí donde inserta las raíces su panteón; es ahí donde debemos buscar los orígenes de los dioses griegos, y su relación astral con el número doce.


El hinduismo, la antigua religión de la India, considera los Vedas -composiciones de himnos, fórmulas sacrificiales y otros dichos pertenecientes a los dioses- como escrituras sagradas, «de origen no humano». Los mismos dioses los escribieron, dice la tradición hindú, en la era que precedió a la presente.

 

Pero, con el paso del tiempo, un número cada vez mayor de los 100.000 versos originales, que iba pasando por transmisión oral de generación en generación, se fue perdiendo y confundiendo. Al final, un sabio escribió los versos que quedaban, dividiéndolos en cuatro libros y confiándoselos a cuatro de sus discípulos principales, para que preservara un Veda cada uno.


Cuando, durante el siglo xix, se empezaron a descifrar y a comprender las lenguas muertas y a establecer conexiones entre ellas, los estudiosos se dieron cuenta de que los Vedas estaban escritos en un antiquísimo idioma indoeuropeo, predecesor de la lengua raíz india, el sánscrito, pero también del griego, el latín y otras lenguas europeas. Cuando al fin pudieron leer y analizar los Vedas, se sorprendieron al ver la extraña similitud que había entre los relatos de los dioses védicos y los de la antigua Grecia.


Los dioses, contaban los Vedas, eran todos miembros de una gran, pero no necesariamente pacífica, familia. En medio de relatos de ascensos a los cielos y descensos a la Tierra, de batallas aéreas, de portentosas armas, de amistades y rivalidades, matrimonios e infidelidades, parecía existir una preocupación básica por guardar un registro genealógico -un quién es el padre de quién y quién era el primogénito de quién.

 

Los dioses de la Tierra tenían su origen en los cielos; y las principales deidades, incluso en la Tierra, seguían representando a los cuerpos celestes.


En épocas primitivas, los Rishis («los antiguos fluentes») «fluyeron» celestialmente, poseídos de unos poderes irresistibles. De ellos, siete fueron los Grandes Progenitores. Los dioses Rahu («demonio») y Ketu («desconectado») formaban una vez un único cuerpo celestial que intentaba unirse a los dioses sin permiso; pero el Dios de la Tormentas lanzó su arma flamígera contra él, partiéndolo en dos trozos: Rahu, la «Cabeza del Dragón», que atraviesa sin cesar los cielos en busca de venganza, y Ketu, la «Cola del Dragón».

 

Mar-Ishi, ascendiente de la Dinastía Solar, dio a luz a Kash-Yapa («aquel que es el trono»). Los Vedas le describen como a alguien bastante prolífico; pero la sucesión dinástica sólo prosiguió a través de sus diez hijos con Prit-Hivi («madre celestial»).


Como cabeza de la dinastía, Kash-Yapa era también el jefe de los devas («los brillantes») y llevaba el título de Dyaus-Pitar («padre brillante»). Junto con su consorte y sus diez hijos, la familia divina componía los doce Adityas, dioses que estaban asignados a un signo del zodiaco y a un cuerpo celeste cada uno.


El cuerpo celeste de Kash-Yapa era «la estrella brillante»; Prit-Hivi representaba a la Tierra. Después, estaban los dioses cuyos homólogos celestes eran el Sol, la Luna, Marte, Mercurio, Júpiter, Venus y Saturno.


Con el tiempo, el liderazgo del panteón de doce pasó a Varuna, el Dios de las Extensiones Celestiales. Varuna era omnipresente y omnisciente; uno de los himnos que se le entonaban a él se lee casi como un salmo bíblico:

Él es el que hace brillar al sol en los cielos,
y los vientos que soplan son su aliento.
Él ha ahuecado las cuencas de los ríos;
éstos fluyen por su mandato.
Él ha hecho las profundidades de los mares.

Su reinado también llegó, más pronto o más tarde, a un fin. Indra, el dios que mató al «Dragón» celestial, reclamó el trono después de matar a su padre.

 

Él era el nuevo Señor de los Cielos y Dios de las Tormentas. El rayo y el trueno eran sus armas, y tenía como epíteto el de Señor de los Ejércitos. Sin embargo, tuvo que compartir su dominio con sus dos hermanos. Uno era Vivashvat, que fue el progenitor de Manu, el primer Hombre.

 

El otro era Agni («encendedor»), que trajo el fuego a la Tierra desde los cielos, para que la Humanidad pudiera usarlo industrialmente.

Las similitudes entre los panteones védico y griego son obvias. Los cuentos relativos a las principales deidades, así como los versos que tratan de multitud de otras deidades menores -hijos, esposas, hijas, amantes- son, evidentemente, duplicados (u originales) de los cuentos griegos.

 

No cabe duda de que Dyaus acabó significando Zeus; Dyaus-Pitar, Júpiter; Varuna, Urano; y así sucesivamente. Y, en ambos casos, el Círculo de los Grandes Dioses era siempre de doce, no importa los cambios que tuvieran lugar en la sucesión divina.


¿Cómo pudo surgir tal similitud en dos zonas tan distantes, tanto en lo geográfico como en lo temporal?


Los expertos creen que, en algún momento durante el segundo milenio a.C, un pueblo que hablaba una lengua indoeuropea y que debía de estar centrado en el norte de Irán o en la zona del Cáucaso, se embarcó en grandes migraciones. Un grupo fue hacia el sudeste, a la India. Los hindúes les llamaron arios («hombres nobles»). Trajeron con ellos los Vedas como relatos orales, alrededor del 1500 a.C.

 

Otra oleada de esta migración indoeuropea fue hacia el oeste, hacia Europa. Algunos dieron la vuelta al Mar Negro y entraron en Europa a través de las estepas rusas. Pero la ruta principal que siguió este pueblo para, junto con sus tradiciones y su religión, llegar a Grecia fue la más corta: Asia Menor. De hecho, algunas de las más antiguas ciudades griegas no se encuentran precisamente en la Grecia continental, sino en el extremo occidental de Asia Menor.


Pero, ¿quiénes eran estos indoeuropeos que eligieron Anatolia como hogar? Poco hay en el conocimiento occidental que pueda arrojar luz sobre este asunto.


Una vez más, la única fuente disponible -además de fiable-demostró ser el Antiguo Testamento. Ahí encontraron los expertos varias referencias a los «Hititas» como el pueblo que habitaba en las montañas de Anatolia. A diferencia de la enemistad que refleja el Antiguo Testamento por los cananeos y otros vecinos cuyas costumbres eran consideradas como una «abominación», a los hititas se les veía como amigos y aliados de Israel.

 

Betsabé, deseada por el rey David, era la esposa de Urías el hitita, uno de los oficiales del ejército del rey David.

 

El rey Salomón, que forjó alianzas casándose con las hijas de reyes extranjeros, tomó como esposas a las hijas de un faraón egipcio y de un rey hitita. En otro momento, un ejército sirio invasor emprende la huida al oír el rumor de que «el rey de Israel ha tomado a sueldo contra nosotros a los reyes de los hititas y a los reyes de los egipcios». Estas breves alusiones a los hititas revelan la alta estima en la que se tenían, entre otros pueblos de la zona, las habilidades militares de aquellos.


Cuando se descifraron los jeroglíficos egipcios y, posteriormente, cuando se descifraron las inscripciones mesopotámicas, los expertos se encontraron con numerosas referencias a una «Tierra de Hatti», que era un reino grande y poderoso de Anatolia. ¿Pudo no dejar ningún rastro un reino tan importante?


Escudándose en las claves proporcionadas por los textos egipcios y mesopotámicos, los estudiosos se embarcaron en una serie de excavaciones en antiguos lugares de las regiones montañosas de Anatolia. Y sus esfuerzos tuvieron recompensa: encontraron ciudades, palacios, tesoros reales, tumbas reales, templos, objetos religiosos, herramientas, armas y objetos artísticos de los hititas.

 

Pero, por encima de todo, se encontraron con muchas inscripciones, tanto en escritura pictográfica como en cuneiforme. Los hititas bíblicos habían cobrado vida.


Un monumento único que nos legó el Oriente Próximo de la antigüedad es una talla en roca que hay en el exterior de la antigua capital hitita (el lugar se llama en la actualidad Yazilikaya, que en turco significa «roca inscrita»).

 

Después de pasar a través de pórticos y santuarios, el antiguo devoto entraba en una galería abierta al aire libre, una abertura en medio de un semicírculo de rocas sobre las que estaban representados, en procesión, todos los dioses de los hititas.


Marchando desde la izquierda hay un largo desfile de deidades, principalmente masculinas, organizado claramente en «compañías» de doce.

 

En el extremo izquierdo, es decir, al final de este asombroso desfile, hay doce deidades que parecen idénticas y que portan todas la misma arma. (Fig. 25)

 

 

 

 

En el grupo de doce que hay en la mitad, algunas deidades parecen más viejas, otras llevan diversas armas y hay dos que están señaladas por un símbolo divino. (Fig. 26)

 

 

 

 

El tercer grupo de doce (el de delante) está claramente constituido por las deidades masculinas y femeninas más importantes. Sus armas y emblemas son más variados; cuatro tienen el divino símbolo celestial por encima de ellos; dos tienen alas.

 

En este grupo también hay participantes no divinos: dos toros que sostienen un globo, y el rey de los hititas, que lleva un casquete y que está de pie debajo del emblema del Disco Alado. (Fig. 27)

 

 

 

 

Desfilando desde la derecha había dos grupos de deidades femeninas; sin embargo, las tallas están demasiado mutiladas para poder estar seguros de su número original.

 

Lo más probable es que no nos equivoquemos al suponer que ellas también formaban dos «compañías» de doce.


Ambas procesiones, la de la izquierda y la de la derecha, se encontraban en un panel central que representaba, con toda claridad, a los Grandes Dioses, pues a todos estos se les mostraba elevados, de pie encima de las montañas, de los animales, de los pájaros o, incluso, sobre los hombros de sus divinos asistentes.
(Fig. 28)

 

 

 

 

Muchos esfuerzos invirtieron los expertos (por ejemplo, E. Laro-che, Le Panthéon de Yazilikaya) para determinar los símbolos jeroglíficos de las representaciones, así como, de los textos parcialmente legibles y de los nombres de dioses que estaban tallados en las rocas, los nombres, títulos y papeles de las deidades que aparecían en la procesión.

 

Pero está claro que el panteón hitita, también, estaba gobernado por los doce «olímpicos».

 

Los dioses menores estaban organizados en grupos de doce, y los Grandes Dioses sobre la Tierra estaban asociados con doce cuerpos celestes.


Pero, que el panteón hitita estuviera gobernado por el «número sagrado» doce, queda confirmado por otro monumento de esta cultura, un santuario de piedra encontrado cerca de la actual Beit-Zehir.

 

En él, se representa con toda claridad a la divina pareja rodeada por otros diez dioses, sumando doce en total. (Fig. 29)

 

 

 

 

Los descubrimientos arqueológicos demuestran concluyentemente que los hititas adoraban a dioses que eran «del Cielo y de la Tierra», interrelacionados entre sí y organizados en una jerarquía genealógica.

 

Unos eran grandes dioses «de antaño», que eran originariamente de los cielos. Su símbolo, que en la escritura pictográfica hitita significaba «divino» o «dios celestial», tenía el aspecto de un par de gafas de protección (Fig. 30), y solía aparecer sobre sellos redondos, como parte de un objeto parecido a un cohete. (Fig. 31)

 

 

 

 

Ciertamente, había otros dioses presentes, no sólo sobre la Tierra sino entre los hititas, actuando como soberanos supremos de la tierra, nombrando a los reyes humanos e instruyéndolos en cuestiones de guerra, tratados y otros temas internacionales.


Encabezando a los físicamente presentes dioses hititas había una deidad llamada Teshub, que significaba «el que sopla el viento». Era, por consiguiente, lo que los expertos llaman un Dios de las Tormentas, relacionado con los vientos, el trueno y el rayo. Se le apodaba también Taru («toro»).

 

Al igual que los griegos, los hititas representaban también algún tipo de culto al toro; y, al igual que Júpiter más tarde, Teshub era representado como Dios del Trueno y del Rayo, montado sobre un toro. (Fig. 32)

 

 

 

 

Los textos hititas, como las posteriores leyendas griegas, relatan la batalla que tuvo que afrontar su deidad jefe con un monstruo para consolidar su supremacía.

 

Un texto, llamado por los expertos «El Mito de la Muerte del Dragón», identifica al adversario de Teshub como el dios Yanka. No pudiendo derrotarle en la batalla, Teshub recurre a los otros dioses en busca de ayuda, pero sólo una diosa viene le presta asistencia, y se deshace de Yanka emborrachándolo en una fiesta.


Los expertos, reconociendo en estos cuentos los orígenes de la leyenda de San Jorge y el Dragón, se refieren al adversario herido por el dios «bueno» como «el dragón».

 

Pero lo cierto es que Yanka significa «serpiente», y que los pueblos de la antigüedad representaban al dios «malo» de este modo -como se puede ver en el bajorrelieve hitita de la (Fig. 33).

 

 

 

 

Como ya dijimos, Zeus también combatió no con un «dragón» sino con un dios-serpiente.

 

Como mostraremos más adelante, a estas antiguas tradiciones sobre la lucha entre un dios de los vientos y una deidad serpentina se les atribuía un profundo significado. Aquí, sin embargo, sólo podemos recalcar que las batallas entre dioses por la divina corona se relataban en los textos antiguos como hechos que, incuestionablemente, habían tenido lugar.


Un largo y bien conservado relato épico hitita titulado «La Realeza del Cielo» trata de este tema, el del origen celeste de los dioses.

 

El narrador de aquellos sucesos anteriores a los mortales invoca en primer lugar a los doce «poderosos dioses de antaño», para que escuchen su relato y sean testigos de su veracidad:

¡Que escuchen los dioses que están en el Cielo,
y aquellos que están sobre la oscura Tierra!
Que escuchen los poderosos dioses de antaño.

Quedando establecido así que los dioses de antaño eran tanto del Cielo como de la Tierra, la epopeya hace una lista de los doce «poderosos de antaño», los antepasados de los dioses; y, una vez asegurada su atención, el narrador procede a relatar los sucesos que llevaron a que el dios que era «rey del Cielo» viniera a «la oscura Tierra»:

Antes, en los días antiguos, Alalu era rey del Cielo;
Él, Alalu, estaba sentado en el trono.
El poderoso Anu, el primero entre los dioses, de pie ante él,
se inclinaba ante sus pies, y ponía la copa en su mano.
Durante un total de nueve períodos, Alalu fue rey en el Cielo.
En el noveno período, Anu le dio batalla a Alalu.
Alalu fue derrotado, huyó ante Anu.
Descendió a la oscura Tierra.
Abajo, a la oscura Tierra fue;
en el trono se sentó Anu.

Así pues, la epopeya atribuye a la usurpación del trono la llegada de un «rey del Cielo» a la Tierra.

 

Un dios llamado Alalu fue obligado a abandonar su trono (en algún lugar de los cielos), y a huir para salvar su vida, «descendió a la oscura Tierra». Pero ése no fue el final.

 

El texto sigue relatando cómo Anu, a su vez, fue destronado por un dios llamado Kumarbi (hermano de Anu, según algunas interpretaciones).

No cabe duda de que esta epopeya, escrita mil años antes de que se crearan las leyendas griegas, fue la precursora del relato del destronamiento de Urano a manos de Crono, y del destronamiento de Crono a manos de Zeus.

 

Incluso el detalle de la castración de Crono por parte de Zeus se encuentra en el texto hitita, pues eso es exactamente lo que Kumarbi le hizo a Anu:

Durante un total de nueve períodos, Anu fue rey en el Cielo;
En el noveno período, Anu tuvo que hacer batalla con Kumarbi.
Anu consiguió soltarse de Kumarbi y huyó.
Huyó Anu, elevándose hacia el cielo.
Kumarbi salió tras él, y lo agarró por los pies;
tiró de él hacia abajo desde los cielos.
Le mordió los genitales, y la «Virilidad» de Anu,
al combinarse con las tripas de Kumarbi, se fundió como el bronce.

Según este antiguo relato, la batalla no terminó con una victoria total.

 

Aunque castrado, Anu se las apañó para huir hasta su Morada Celeste, dejando a Kumarbi con el control de la Tierra. Mientras tanto, la «Virilidad» de Anu produjo varias deidades en las tripas de Kumarbi, deidades que, como Crono en las leyendas griegas, se vio obligado a liberar. Uno de estos dioses fue Teshub, el dios supremo de los hititas.


Sin embargo, iba a haber una batalla épica más antes de que Teshub pudiera reinar en paz.


Al saber de la aparición de un heredero de Anu en Kummiya («morada celestial»), Kumarbi preparó un plan para «crear un rival para el Dios de las Tormentas».

 

«Tomó el báculo con la mano y se puso en los pies un calzado que le hacía rápido como los vientos», y fue desde su ciudad Ur-Kish hasta la morada de la Dama de la Gran Montaña. Cuando llegó,

Se le despertó el deseo;
durmió con la Dama Montaña;
su virilidad fluyó dentro de ella.
Cinco veces la tomó...
Diez veces la tomó.

¿Acaso Kumarbi era un rijoso?

 

Tenemos razones para creer que había muchas más cosas implicadas en ello. Suponemos que las leyes sucesorias de los dioses eran de tal tipo que un hijo de Kumarbi con la Dama de la Gran Montaña se hubiera podido reivindicar como heredero legítimo al Trono Celestial; y eso explicaría que Kumarbi «tomara» a la diosa cinco y diez veces, con el fin de asegurar la concepción; como, de hecho, así fue, pues tuvo un hijo al que Kumarbi llamó simbólicamente Ulli-Kummi («supresor de Kummiya» -la morada de Teshub).


Kumarbi preveía que la batalla por la sucesión se entablaría en los cielos.

 

Al haber destinado a su hijo para eliminar a los de Kummiya, Kumarbi diría de él:

¡Que ascienda hasta el Cielo por su realeza!
¡Que venza a Kummiya, la hermosa ciudad!
¡Que ataque al Dios de las Tormentas
y lo haga pedazos, como a un mortal!
Que derribe a todos los dioses del cielo.

¿Acaso estas batallas de Teshub en la Tierra y en los cielos tuvieron lugar cuando comenzaba la Era de Tauro, alrededor del 4000 a.C?

 

¿Era ésta la razón por la cual al vencedor se le concedió la asociación con el toro?

 

Y, por último, ¿hubo alguna conexión entre estos sucesos y el comienzo, por la misma época, de la repentina civilización de Sumer?


No cabe duda de que el panteón y los relatos de los dioses hitita-s tienen sus raíces, ciertamente, en Sumer, en su civilización y en sus dioses.


La historia del desafío de Ulli-Kummi al Trono Divino prosigue con el relato heroico de batallas que, sin embargo, no resultan decisivas. Incluso se da el caso de que la esposa de Teshub, Hebat, intenta suicidarse ante el fracaso de su marido en derrotar a su adversario.

 

Al final, se hace una llamada a las deidades para que medien en la disputa, y se convoca una Asamblea de Dioses, encabezada por un «dios de antaño» llamado Enlil, y otro «dios de antaño» llamado Ea que es convocado para que presente «las viejas tablillas con las palabras del destino», unos antiguos registros que, según parece, ayudarían a zanjar la disputa sobre la sucesión divina.


Pero estos registros no consiguen resolver el conflicto, y Enlil aconseja entonces otra batalla con el aspirante, si bien con la ayuda de algunas armas muy antiguas.

 

«Escuchad, dioses de antaño, vosotros que conocéis las palabras de antaño», dice Enlil a sus seguidores:

¡Abrid los antiguos almacenes
de los padres y los abuelos!
Sacad la lanza de Cobre Viejo
con la que se separó el Cielo de la Tierra;
y que corten los pies de Ulli-Kummi.

¿Quiénes eran los «dioses de antaño»?

 

La respuesta es obvia, pues todos ellos -Anu, Antu, Enlil, Ninlil, Ea, Ishkur- llevan nombres sumerios. Incluso el nombre de Teshub -así como los nombres de otros dioses hititas- se solía escribir con escritura sumeria para denotar su identidad.

 

Por otra parte, los nombres de algunos de los lugares citados en la acción eran también los de antiguos lugares sumerios.


Los estudiosos cayeron en la cuenta de que los hititas adoraban, de hecho, un panteón de origen sumerio, y de que el ruedo en el que se desarrollaban los relatos de los «dioses de antaño» era Sumer. Sin embargo, esto era sólo parte de un descubrimiento mucho mayor.

 

No sólo resultaba que la lengua hitita estaba basada en diversos dialectos indoeuropeos, sino que también estaba sujeta a una sustancial influencia acadia, tanto en la manera de hablarla como de escribirla. Dado que el acadio era el idioma internacional del mundo antiguo en el segundo milenio a.C, su influencia sobre el hitita se puede racionalizar de algún modo.


¡Pero lo que provocó un profundo asombro entre los expertos fue el descubrir, durante el transcurso de las labores de desciframiento del hitita, la amplia utilización de signos pictográficos, sílabas e, incluso, palabras completas sumerias! Además, resultaba obvio que el sumerio era el idioma que utilizaban para las enseñanzas superiores.

 

El sumerio, en palabras de O. R. Gurney (The Hittites), «se estudiaba intensivamente en Hattu-Shash (la capital), donde se han encontrado diccionarios sumerio-hitita...

 

Muchas de las sílabas asociadas con los signos cuneiformes en el período hitita son en realidad palabras sumerias de las que (los hititas) habían olvidado el significado... En los textos hititas, los escribas solían cambiar palabras comunes hititas por sus correspondientes sumerias o babilonias».


Ahora bien, cuando los hititas llegaron a Babilonia, en algún momento antes del 1600 a.C, hacía ya mucho que los sumerios habían desaparecido de la escena de Oriente Próximo. ¿Cómo, entonces, su lengua, su literatura y su religión pudieron dominar otro gran reino en otro milenio y en otra parte de Asia?


El puente, según han descubierto recientemente los expertos, lo estableció otro pueblo: los hurritas.


Citados en el Antiguo Testamento como horitas o joritas («pueblo libre»), dominaron los extensos territorios que se abren entre Sumer y Acad, en Mesopotamia, y el reino de los hititas, en Anatolia. En la parte norte de sus tierras estaban las antiguas «tierras de los cedros», de donde países limítrofes y lejanos obtenían sus mejores maderas.

 

En el este, ocupaban los actuales campos petrolíferos de Iraq; sólo en una ciudad, Nuzi, los arqueólogos no sólo encontraron las habituales estructuras y construcciones, sino también miles de documentos legales y sociales de gran valor. En el oeste, la soberanía y la influencia de los hurritas se extendía hasta la costa mediterránea, y abarcaba a los grandes centros del comercio, la industria y la enseñanza de la época, como Carchemish y Alalakh.


Pero las sedes de su poder, los principales centros de las antiguas rutas comerciales y sus más venerados santuarios se encontraban en el corazón que había «entre los dos ríos», en la bíblica Naharayim. Su capital más antigua (aún por descubrir) estaba en algún lugar a orillas del río Khabur.

 

Su principal centro comercial, junto al río Balikh, era la bíblica Jarán, la ciudad en la que la familia del patriarca Abraham se estableció en su camino desde Ur, en el sur de Mesopotamia, hasta la Tierra de Canaán.


Documentos reales egipcios y mesopotámicos se referían al reino hurrita como Mitanni, y lo trataban en pie de igualdad, como una potencia cuya influencia iba más allá de sus fronteras inmediatas. Los hititas llamaban a sus vecinos hurritas «Hurri». Sin embargo, algunos expertos han señalado que esta palabra también se podría leer como «Har» y (como G. Contenau en La Civilisation des Hittites et des Hurrites du Mitanni) han sugerido la posibilidad de que, en el nombre «Harri», «uno ve el nombre 'Ary' o arios de este pueblo».


No hay duda de que los hurritas eran de origen ario o indoeuropeo.

 

En sus inscripciones, invocaban a varias de sus deidades por sus nombres védicos «arios», sus reyes llevaban nombres indoeuropeos y su terminología militar y caballeresca derivaba del indoeuropeo. B. Hrozny, que en la década de 1920 dirigió un trabajo para desentrañar los registros hititas y hurritas, fue incluso más lejos al llamar a los hurritas «los más antiguos de los hindúes».


Los hurritas dominaron cultural y religiosamente a los hititas. Los textos mitológicos hititas han resultado ser de procedencia hurrita, e incluso los relatos épicos de los héroes prehistóricos semidivinos eran de origen hurrita. Ya no existen dudas: los hititas adquirieron de los hurritas su cosmología, sus «mitos», sus dioses y su panteón de doce.


Esta triple conexión, la que hay entre los orígenes arios, el culto hitita y las fuentes hurritas de estas creencias, está notablemente bien documentada en la oración hitita de una mujer por la vida de su marido enfermo.

 

Dirigiendo sus súplicas a la diosa Hebat, esposa de Teshub, la mujer rezaba:

Oh, diosa del Disco Naciente de Arynna,
mi Señora, Dueña de las Tierras de Hatti,
Reina del Cielo y de la Tierra..
En el país de Hatti, tu nombre es
«Diosa del Disco Naciente de Arynna»;
pero en la tierra que tú hiciste,
en la Tierra del Cedro,

portas el nombre de «Hebat».

Aun con todo esto, la cultura y la religión adoptada y transmitida por los hurritas no era indoeuropea.

 

Ni siquiera su lengua era, realmente, indoeuropea. Indudablemente, había elementos acadios en la lengua, la cultura y las tradiciones hurritas.

 

El nombre de su capital, Washugeni, era una variante del semita resh-eni («donde comienzan las aguas»). Al Tigris le llamaban Aranzakh, que, según creemos, procedería de la frase acadia «río de los cedros puros». Los dioses Shamash y Tashmetum se convirtieron en los hurritas Shimiki y Tashimmetish, y así con otras cosas.


Pero, dado que la cultura y la religión acadias no eran más que una evolución de las tradiciones y creencias originales sumerias, lo que los hurritas absorbieron y transmitieron, de hecho, fue la religión de Sumer. Que éste fuera el caso, se hace evidente por el uso frecuente de nombres divinos, epítetos y signos escritos sumerios.


Los relatos épicos, ya ha quedado claro, eran los relatos de Sumer; los «lugares donde moraban» los dioses de antaño eran ciudades sumerias; la «lengua de antaño» era la lengua de Sumer. Incluso el arte hurrita era un duplicado del arte sumerio, tanto en formas como en temas y símbolos.


¿Cuándo y cómo «mutaron» los hurritas a causa del «gen» sumerio?


Las evidencias sugieren que los hurritas, que eran los vecinos septentrionales de Sumer y Acad en el segundo milenio a.C, se mezclaron en realidad con los sumerios durante el milenio anterior.

 

Es un hecho demostrado que los hurritas estaban presentes y activos en Sumer en el tercer milenio a.C, y que tenían posiciones importantes en Sumer durante su último período de gloria, es decir, durante la tercera dinastía de Ur.

 

Existen evidencias que indican que los hurritas dirigían y manejaban la industria del tejido por la cual Sumer (y, en especial, Ur) era famosa en la antigüedad. Los renombrados mercaderes de Ur debieron ser hurritas en su mayoría.


Durante el siglo XIII a.C, por la presión de vastas migraciones e invasiones (entre las que habría que incluir la de los israelitas desde Egipto hasta Canaán), los hurritas se retiraron a la zona septentrional de su reino, establecieron su nueva capital cerca del Lago Van y le pusieron a su reino el nombre de Urartu («Ararat»).

 

Allí adoraron a un panteón encabezado por Tesheba (Teshub), representándolo como a un dios vigoroso, con un casquete con cuernos, de pie sobre el símbolo de su culto, el toro. (Fig. 34)

 

Su principal santuario tuvo por nombre Bitanu («casa de Anu») y se consagraron a construir su reino, «la fortaleza del valle de Anu».

 

 

 

 

Y Anu, como veremos, era el Padre de los Dioses sumerios.


¿Y qué hay de la otra avenida por la cual llegaron a Grecia los relatos y el culto de los dioses, la que llegó desde las costas orientales del Mediterráneo, vía Creta y Chipre?


Las tierras que forman hoy Israel, Líbano y el sur de Siria, y que formaban la franja sudoeste del antiguo Creciente Fértil, estaban habitadas por pueblos que podríamos agrupar bajo el nombre de cananeos. Una vez más, todo lo que se sabía de ellos hasta hace poco aparecía en referencias (normalmente adversas) del Antiguo Testamento y de inscripciones fenicias dispersas.

 

Los arqueólogos estaban empezando a conocer a los cananeos cuando, de pronto, dos descubrimientos salieron a la luz: ciertos textos egipcios de Luxor y Saqqara, y, mucho más importante, unos textos históricos, literarios y religiosos desenterrados en un importante centro cananeo.

 

El lugar, llamado en la actualidad Ras Shamra, en la costa siria, era la antigua ciudad de Ugarit.


La lengua de las inscripciones de Ugarit, el cananeo, era lo que los expertos llaman el semita occidental, una rama del grupo de lenguas entre las que se incluyen el primitivo acadio y el actual hebreo.

 

De hecho, cualquiera que conozca el hebreo puede leer las inscripciones cananeas con relativa facilidad. El lenguaje, el estilo literario y la terminología muestran reminiscencias del Antiguo Testamento, y la escritura es la misma que la del hebreo israelita.


El panteón que se revela en los textos cananeos tiene muchas similitudes con el posterior panteón griego. A la cabeza del panteón cananeo, cómo no, hay un dios supremo llamado El, una palabra que era, al mismo tiempo, el nombre personal del dios y el término genérico de «alta deidad». El era la autoridad última en todo tipo de asuntos, tanto humanos como divinos.

 

Ab Adam («padre del hombre») era su título; el Bondadoso, el Misericordioso era su epíteto. Era el «creador de todo lo creado, y el único que podía conceder la realeza».


Los textos cananeos («mitos» para la mayoría de los expertos) representaban a El como a un sabio, un dios anciano que se mantenía al margen de los asuntos cotidianos.

 

Su morada era remota, en la «cabecera de los dos ríos», el Tigris y el Eufrates. Allí debía de estar, sentado en su trono, recibiendo emisarios y contemplando los problemas y las disputas que los otros dioses le presentaban.


Una estela encontrada en Palestina representa a un dios anciano sentado en un trono al que una deidad más joven le sirve una bebida. El dios que está sentado lleva un tocado cónico adornado con cuernos -una marca de los dioses, como ya vimos, desde tiempos prehistóricos- y la escena está dominada por una figura simbólica, una estrella alada, un emblema omnipresente que nos vamos a ir encontrando cada vez más.

 

En términos generales, los expertos aceptan que este relieve escultórico representa a El, el dios supremo cananeo. (Fig. 35)

 

 

 

 

Sin embargo, El no fue siempre un señor de antaño.

 

Uno de sus epítetos era Tor (que significa «toro»), que, según creen los estudiosos, vendría a hablarnos de sus proezas sexuales y de su papel como Padre de los Dioses. Un poema cananeo titulado «El Nacimiento de los Dioses Benévolos» nos representa a El en la costa (probablemente desnudo), mientras dos mujeres están totalmente hechizadas por el tamaño de su pene.

 

Después, mientras un ave se asa en la playa, El mantiene relaciones sexuales con las dos mujeres. De este episodio nacen dos dioses, Shahar («amanecer») y Shalem («finalización» o «crepúsculo»).


Éstos no fueron sus únicos hijos, ni siquiera los más importantes (de los que, parece ser, había siete). Su hijo principal fue Baal -una vez más, el nombre personal de la deidad, además del término general que significa «señor».

 

Al igual que hacían los griegos en sus relatos, los cananeos hablaban de los desafíos que solía plantear el hijo a la autoridad y la soberanía de su padre. Al igual que El, su padre, Baal era lo que los estudiosos llaman un Dios de las Tormentas, un Dios del Trueno y del Rayo.

 

El sobrenombre de Baal era Hadad («el agudo»). Sus armas eran el hacha de guerra y la lanza-rayo; su animal de culto, al igual que el de El, era el toro, y, también como El, se le representaba con un tocado cónico adornado con un par de cuernos.


A Baal también se le llamaba Elyon («supremo»), es decir, el príncipe reconocido, el evidente heredero. Pero no había conseguido este título sin luchar, en primer lugar con su hermano Yam («príncipe del mar»), y después con su hermano Mot.

 

Un largo y conmovedor poema, recompuesto a partir de numerosos fragmentos de tablillas, comienza con la llamada al «Maestro Artesano» ante la morada de El «en las fuentes de las aguas, en medio de las cabeceras de los dos ríos»:

A través de los campos de El llega,
entra en el pabellón del Padre de los Años.
Ante los pies de El se inclina, cae,
se postra, rindiendo homenaje.

Se le ordena al Maestro Artesano que erija un palacio para Yam como señal de su ascenso al poder. Envalentonado con esto, Yam envía sus mensajeros a la asamblea de los dioses, para pedir que Baal se postre ante él.

 

Yam da instrucciones a sus emisarios para que se muestren desafiantes y los dioses de la asamblea claudiquen. Hasta El acepta la nueva alineación entre sus hijos. «Ba'al es tu esclavo, Oh Yam», declara.


Sin embargo, la supremacía de Yam no iba a durar demasiado. Armado con dos «armas divinas», Baal lucha con él y lo derrota, para, inmediatamente, ser retado por Mot (su nombre significa «el que hiere»). En este combate, Baal resulta vencido; pero su hermana Anat se niega a aceptar la muerte de Baal como final.

 

«Ella agarró a Mot, el hijo de El, y con una espada lo hendió».


La destrucción de Mot lleva, según el relato cananeo, a la milagrosa resurrección de Baal. Los estudiosos han intentado racionalizar el hecho sugiriendo que el relato era sólo alegórico, que no representaba otra cosa que la lucha anual en Oriente Próximo entre los veranos cálidos y sin lluvias que resecan la vegetación y la llegada de la época de lluvias con el otoño, que revive o «resucita» la vegetación.

 

Pero no hay duda de que el relato cananeo no estaba pensado como una alegoría, que narraba lo que, por aquel entonces, se tenía por hechos ciertos: de qué modo habían luchado entre ellos los hijos de la deidad suprema, y cómo uno de ellos, desafiando a la derrota, se convirtió en el heredero aceptado, provocando la alegría de El:

El, el bondadoso, el misericordioso, se alegra.
Pone los pies en el escabel.
Abre la garganta y ríe;
levanta la voz y grita:
«¡Me sentaré y me pondré cómodo,
reposará el alma en mi pecho;
pues Ba'al el poderoso esta vivo,
pues el Príncipe de la Tierra existe!»

Así pues, Anat, según las tradiciones cananeas, se pone del lado de su hermano el Señor (Baal) en su combate a vida o muerte con el malvado Mot. No deja de ser obvio el paralelismo entre este relato y el de la tradición griega de la diosa Atenea, al lado del dios supremo Zeus en su lucha a vida o muerte con Tifón.

 

Como ya vimos, a Atenea se le llamó «la doncella perfecta», a pesar de haber tenido multitud de amoríos ilícitos.


Del mismo modo, las tradiciones cananeas (que precedieron a las griegas) empleaban el epíteto de «la Doncella Anat», y, a pesar de esto, también hablaban de sus diversos amoríos, en especial, el que mantenía con su propio hermano Baal.

 

Uno de estos textos describe la llegada de Anat a la morada de Baal en el Monte Zafón, y cuenta cómo Baal se apresura en despedir a sus esposas para, después, echarse a los pies de su hermana; ambos se miran a los ojos; se ungen mutuamente los «cuernos»...

Él coge y se aferra a su matriz...
Ella coge y se aferra a sus «piedras»...
La doncella Anat... está hecha para concebir y dar a luz.

No resulta extraño, por tanto, que a Anat se la representara tan a menudo completamente desnuda, para remarcar sus atributos sexuales, como en la impresión de este sello, en el que vemos a Baal, con casco, combatiendo con otro dios. (Fig. 36)

 

 

 

 

Como en el caso de la religión griega y de sus precursoras directas, el panteón cananeo tiene también una Diosa Madre, consorte oficial del dios supremo.

 

En este caso, se llamaba Ashera, en un evidente paralelismo con la griega Hera. Astarté (la bíblica Ashtoreth) era la homologa de Afrodita; su consorte frecuente era Athtar, que estaba relacionado con un brillante planeta, y que, probablemente, tenía su homólogo en Ares, el hermano de Afrodita.

 

Había otras deidades jóvenes, masculinas y femeninas, cuyos paralelismos astrales o griegos son fácilmente conjeturables.


Pero, junto a estas deidades jóvenes, estaban los «dioses de antaño», alejados de los asuntos mundanos, pero accesibles cuando los mismos dioses se metían en problemas serios.

 

Algunas de sus esculturas, aun estando parcialmente dañadas, los muestran con rasgos autoritarios, reconocibles como dioses por su tocado de cuernos. (Fig. 37)

 

 

 

 

Pero, ¿de dónde sacaron su religión y su cultura los cananeos?


El Antiguo Testamento los considera parte de la familia de naciones camitas, con raíces en las tierras cálidas (que es lo que cam significa) de África, hermanos de los egipcios. Los objetos» y los registros escritos desenterrados por los arqueólogos confirman la estrecha afinidad entre ambos, así como las muchas similitudes entre las deidades cananeas y egipcias.


A primera vista, los dioses de Egipto dan la sensación de ser una incomprensible masa de actores sobre un escenario extraño, si nos atenemos a la multitud de dioses nacionales y locales, al ingente número de nombres y epítetos, y a la gran diversidad de sus roles, emblemas y mascotas animales.

 

Pero, si miramos más de cerca, nos daremos cuenta de que, en esencia, no se diferenciaban de los dioses de otras tierras del mundo antiguo.


Los egipcios creían en los Dioses del Cielo y de la Tierra, en Grandes Dioses que se distinguían fácilmente de las multitudes de deidades menores. G. A. Wainwright (The Sky-Religion in Egypt) resumió las evidencias al demostrar que la creencia de los egipcios en Dioses del Cielo que habían descendido a la Tierra era «sumamente antigua».

 

Algunos de los epítetos de estos Grandes Dioses -el Más Grande de los Dioses, Toro del Cielo, Señor/Señora de las Montañas- resultan familiares.

Aunque los egipcios utilizaban el sistema decimal en sus cálculos, sus asuntos religiosos estaban gobernados por el sexagesimal sesenta sumerio, y los temas celestiales estaban sujetos al divino número doce. Los cielos fueron divididos en tres partes, con doce cuerpos celestiales en cada una de ellas.

 

El más allá se dividió en doce partes. El día y la noche se dividieron en doce horas. Y todas estas divisiones se equipararon con «compañías» de perros que, a su vez, constaban de doce perros cada una.


A la cabeza del panteón egipcio estaba Ra («creador»), que presidía una Asamblea de Dioses que ascendía a doce.

 

Él había llevado a cabo sus increíbles obras de creación en tiempos primitivos, creando a Geb («Tierra») y Nut («cielo»). Después, hizo que crecieran plantas en la Tierra, así como las criaturas que se arrastran; y, finalmente, hizo al Hombre. Ra era un dios celestial invisible que sólo se manifestaba de vez en cuando.

 

Su manifestación era el Aten, el Disco Celestial, representado como un Globo Alado. (Fig. 38)

 

 

 

 

Según la tradición egipcia, la aparición y las actividades de Ra en la Tierra estaban directamente relacionadas con el trono.

 

Según esta tradición, los primeros soberanos de Egipto no fueron hombres sino perros, y el primer dios que reinó en Egipto fue Ra. Después, Ra dividió el reino, dándole el Bajo Egipto a su hijo Osiris y el Alto Egipto a su hijo Set.

 

Pero Set hizo un plan para derrocar a Osiris y, al final, consiguió darle muerte. Isis, hermana y esposa de Osiris, recuperó el cuerpo mutilado de éste y lo resucitó.

 

Después, Osiris atravesó «las puertas secretas» y se unió a Ra en su sendero celestial; su lugar en el trono de Egipto lo ocupó su hijo Horus, al que, en ocasiones, se le representaba como un dios con alas y cuernos. (Fig. 39)

 

 

 

 

Aunque Ra era el más elevado en los cielos, en la Tierra era el hijo del dios Ptah («el que desarrolla», «el que forja las cosas»). Los egipcios creían que Ptah había elevado la tierra de Egipto desde debajo de las aguas haciendo diques en el punto donde el Nilo asciende.

 

Decían que este Gran Dios había llegado a Egipto desde algún otro lugar, y que no sólo se estableció en Egipto, sino también en «la tierra montañosa y en la lejana tierra extranjera».

 

De hecho, los egipcios tenían por cierto que todos sus «dioses de antaño» habían venido en barco desde el sur, y se han encontrado muchos dibujos prehistóricos en roca que muestran a estos dioses de antaño -a los que se les distingue por su tocado con cuernos- llegando a Egipto en un barco. (Fig. 40)

 

 

 

 

La única ruta marítima que llega a Egipto desde el sur es la que viene por el Mar Rojo, y resulta significativo que el nombre egipcio de este mar fuera el de Mar de Ur.

 

En su expresión jeroglífica, el signo de Ur significa «la lejana tierra extranjera en el este», por lo que no se puede descartar que, en realidad, también se estuvieran refiriendo a la sumeria Ur, que se encontraba en esa misma dirección.


La palabra egipcia para «ser divino» o «dios» era NTR, que significa «el que vigila». Curiosamente, éste es el significado exacto del nombre de Sumer: la tierra de «los que vigilan».


La antigua idea de que la civilización pudo haber comenzado en Egipto está descartada en la actualidad. En estos momentos, existen muchas evidencias que indican que la organizada sociedad y civilización egipcia, que comenzó medio milenio o más después de la sumeria, extrajo su cultura, su arquitectura, su tecnología, su escritura y otros muchos aspectos de una elevada civilización de Sumer.

 

Y el peso de la evidencia demuestra también que los dioses de Egipto se originaron también en Sumer.


Los cananeos, parientes culturales y sanguíneos de los egipcios, compartieron con ellos los mismos dioses. Pero, situados en la franja de tierra que sirvió de puente entre Asia y África desde tiempos inmemoriales, los cananeos también se vieron sometidos a fuertes influencias semitas o mesopotámicas.

 

Como los hititas en el norte, los hurritas en el nordeste y los egipcios en el sur, los cananeos no podían hacer alarde de un panteón original. Ellos, también, adquirieron su cosmogonía, sus dioses y sus leyendas en otra parte. Sus contactos directos con la fuente sumeria fueron los amontas.


La tierra de los amoritas se encuentra entre Mesopotamia y las tierras mediterráneas del occidente de Asia. Su nombre deriva de la acadia amurru y de la sumeria martu («occidentales»), y no se les trataba como a extraños, sino como a parientes que vivían en las provincias occidentales de Sumer y Acad.


En las listas de funcionarios de los templos en Sumer han aparecido nombres de origen amorita, y cuando Ur cayó ante los invasores elamitas en los alrededores del 2000 a.C, un martu llamado IshbiIrra reestableció la monarquía sumeria en Larsa y se propuso, como primer objetivo, recuperar Ur y restaurar allí el gran santuario al dios Sin.

 

«Jefes» amoritas establecieron la primera dinastía independiente en Asiría alrededor del 1900 a.C, y Hammurabi, que le dio grandeza a Babilonia en los alrededores del 1800 a.C, fue el sexto sucesor de la primera dinastía de Babilonia, que era amorita.


En la década de 1930, los arqueólogos se encontraron con la capital de los amoritas, conocida como Mari. En un meandro del Eufrates, donde la frontera de Siria corta el río en la actualidad, las excavadoras sacaron a la luz una importante ciudad cuyos edificios se habían construido y reconstruido una y otra vez entre el 3000 y el 2000 a.C, sobre cimientos que datan de siglos atrás.

 

Entre las ruinas más antiguas había una pirámide escalonada y templos dedicados a las deidades sumerias Inanna, Ninhursag y Enlil.


El palacio de Mari, sólo, ocupaba más dos hectáreas, y disponía de una sala del trono pintada con los más sorprendentes murales, de trescientas habitaciones diferentes, de cámaras de escribas y (lo más importante para un historiador) más de veinte mil tablillas en escritura cuneiforme, con asuntos que van desde la economía, el comercio, la política y la vida social de aquellos tiempos, hasta asuntos militares y de estado, así como, claro está, de la religión de la tierra y de sus gentes.

 

Una de las pinturas murales del gran palacio de Mari representa la investidura del rey Zimri-Lim a manos de la diosa Inanna (a la que los amoritas llamaban Ishtar). (Fig. 41)

 

 

 

 

Como en el resto de panteones, la deidad suprema, físicamente presente entre los amurru, era un dios del clima o de las tormentas al que llamaban Adad -el equivalente del cananeo Baal («señor»)-y apodaban Hadad. Su símbolo, como sería de esperar, era el rayo.


En los textos cananeos, a Baal se le suele llamar el «Hijo del Dragón».

 

Los textos de Mari hablan también de una deidad aún más antigua llamada Dagan, un «Señor de la Abundancia» que, al igual que El, se le tenía por un dios retirado, que se quejaba de cierta ocasión en que no se le había consultado cómo había que conducirse en determinada guerra.


Entre otros miembros del panteón estaban también el Dios Luna, al que los cananeos llamaban Yerah, los acadios Sin y los sume-rios Nannar; el Dios Sol, comúnmente llamado Shamash; y otras deidades cuyas identidades no dejan lugar a dudas de que Mari fue un puente (geográfico y cronológico) que conectó las tierras y los pueblos del Mediterráneo oriental con las fuentes mesopotámicas.


Entre los descubrimientos hechos en Mari, como en cualquier otra parte de las tierras de Sumer, había docenas de estatuas de las mismas gentes: reyes, nobles, sacerdotes, cantantes.


Se les representaba invariablemente con las manos entrelazadas en oración y con la mirada, helada para siempre, dirigida hacia sus dioses.
(Fig. 42)

 

 

 

 

¿Quiénes fueron esos Dioses del Cielo y de la Tierra, divinos y, sin embargo, humanos, encabezados siempre por un panteón o círculo interno de doce deidades?


Hemos entrado en los templos de los griegos y los arios, de los hititas y los hurritas, de cananeos, egipcios y amoritas. Hemos seguido senderos que nos han llevado a través de continentes y mares, y hemos seguido pistas que nos han llevado varios milenios atrás.


Y los corredores de todos los templos nos han llevado hasta una única fuente: Sumer

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