10 - «LA BAALBEK DEL NUEVO MUNDO»
Cada versión de cada leyenda de los Andes apunta al lago Titicaca
cuando habla del Comienzo -el lugar donde el gran dios Viracocha
realizó sus hazañas creadoras, donde la humanidad reapareció después
del Diluvio, donde a los antepasados de los incas se les concedió la
varita mágica de oro con la que fundarían la civilización andina. Si
esto fuera ficción, no vendría apoyado por los hechos; pues a
orillas del lago Titicaca se encuentra la primera y más grande de
las ciudades que en todas las Américas se hubieran levantado.
Su extensión, el tamaño de sus monolitos, las intrincadas tallas en
sus monumentos y sus estatuas han sorprendido a todos los que han
visto Tiahuanacu (que es como se le llamó a este lugar), desde que
el primer cronista se lo describió a los europeos. Todos se han
preguntado también quién construyó esta singular ciudad y cómo, y se
han quedado anonadados ante su incalculable antigüedad. Y, sin
embargo, el mayor de todos sus enigmas es su misma ubicación: un
lugar árido, casi sin vida, a casi 4.000 metros -¡cuatro
kilómetros!- de altitud, entre los picos andinos más altos, que
están permanentemente cubiertos de nieve. ¿Quién hubiera hecho tan
increíble esfuerzo por erigir unos colosales edificios, con una
piedra que hubo que extraer y transportar desde varios kilómetros de
distancia, en este lugar sin árboles y desolado, barrido por el
viento?
Al pensar esto, Ephraim George Squier se sintió impactado, cuando
llegó al lago hace un siglo.
«Las islas y los promontorios del lago Titicaca -escribió (Perú Illustrated)-, son estériles en su mayor
parte. En las aguas se oculta cierta variedad de extraños peces, que
contribuyen a nutrir a una población necesariamente escasa en una
región en donde la cebada no maduraría salvo en las mejores
circunstancias, y en donde un maíz diminuto se desarrolla de la
forma más precaria; en donde la patata, encogida hasta la mínima
expresión, es amarga; en donde el único cereal es la quínoa; y en
donde los únicos animales de la zona que pueden servir de alimento
son las alpacas, las llamas y las vicuñas.»
Sin embargo, en este
mundo sin árboles, Squier añadió,
«Si nos hemos de fiar de las
leyendas, el germen de la civilización inca se desarrolló a partir
de una antigua civilización original que grabó sus recuerdos en
enormes piedras y las dejó en la llanura de Tiahuanacu, y de las
cuales no quedan leyendas, salvo que fue la obra de los gigantes de
la antigüedad, que las pusieron en pie en una sola noche.»
Sin embargo, otros fueron los pensamientos que le impactaron cuando
trepó hasta un promontorio desde donde se veía el lago y la antigua
ciudad. ¿No sería, quizá, por su aislamiento, por los picos
circundantes, por la perspectiva entre los picos, por lo que se
habría elegido aquel lugar? Desde una cresta que hay en el extremo
sudoccidental de la llanura en la cual está ubicado el lago, cerca
de donde las aguas de éste corren hacia el sur a través del río
Desaguadero, Squier no sólo podía ver el lago con sus penínsulas e
islas más meridionales, sino también los picos nevados del este.
Junto a un esbozo que él mismo dibujó, escribió:
«Aquí, la gran
cordillera nevada de los Andes se eleva ante nuestra mirada con toda
su majestad. Dominando el lago, se encuentra la mole maciza del Illampu, o Sorata, la corona del continente, la montaña más alta de
América, rivalizando, si no igualando en altura, a los monarcas de
los Himalayas; los observadores varían en sus estimaciones y
cálculos acerca de su altitud, entre los 7.600 y los 8.200 metros.»
Al sur de este destacado hito, la ininterrumpida cadena de montañas
y picos «termina en la gran montaña de Illimani, de 7.400 metros de
altitud». Entre la cordillera occidental, en cuyas estribaciones
había estado Squier, y las gigantescas montañas del este, se
encuentra la depresión en la que se extiende el lago y sus costas
meridionales.
«Posiblemente, no haya otro sitio en el mundo
-prosiguió Squier-, en donde, desde un único punto de vista, se
tenga un panorama tan diverso y grandioso. La totalidad del gran
altiplano de Perú y Bolivia, en su parte más ancha, con su propio
sistema fluvial, sus propios ríos y lagos, sus llanuras y sus
montañas, todo, enmarcado por las sierras de la cordillera de los
Andes, se nos ofrece como si fuera un mapa» (Fig. 109).
Figura 109
¿No serían estos rasgos geográficos y topográficos los verdaderos
responsables de la elección de este lugar, en el extremo de una gran
llanura, con dos picos que se destacan no sólo desde el suelo, sino
también desde los cielos, igual que los picos gemelos del Ararat
(5.100 y 3.900 metros) y las dos pirámides de Gizeh habían servido
para marcar las rutas de aterrizaje de los anunnaki?
Sin saberlo, Squier había planteado la analogía, pues tituló el
capítulo en donde describía estas antiguas ruinas como «Tiahuanacu,
la Baalbek del Nuevo Mundo»; pues ésa era la única comparación que
se le pudo ocurrir -la de un emplazamiento que hemos identificado
como el lugar de aterrizaje de los anunnaki al cual Gilgamesh se
encaminó hace cinco mil años.
El mayor explorador de este siglo de Tiahuanacu y sus ruinas ha
sido, sin lugar a dudas, Arthur Posnansky, un ingeniero europeo que
se mudó a Bolivia y dedicó toda su vida a desvelar los misterios de
estas ruinas. Ya en 1910, Posnansky se quejaba de que, de una visita
a otra, veía cada vez menos elementos, pues los nativos de la zona
los constructores de la capital, La Paz, e incluso el mismo
gobierno, para la construcción del ferrocarril, se llevaban
sistemáticamente bloques de piedra, no por su valor artístico o
arqueológico, sino como material de construcción de libre
disposición.
Medio siglo antes, Squier se quejaba de lo mismo y
manifestaba que en la población más cercana, en la península de
Copacabana, la iglesia, así como las viviendas de sus habitantes, se
habían construido con piedras arrebatadas a las antiguas ruinas como
si de una cantera se tratara. Y descubrió que hasta la catedral de
La Paz se había levantado con piedras de Tiahuanacu.
Sin embargo, lo
poco que quedó -principalmente porque era demasiado grande para
moverlo- le llevó a pensar que se trataba de los restos de una
civilización que había desaparecido antes de que los incas
existieran, una civilización contemporánea de la de Egipto y Oriente
Próximo. Las ruinas indican que las estructuras y los monumentos
fueron obra de un pueblo capaz de una arquitectura singular,
perfecta y armoniosa -y, sin embargo, «no tuvo infancia, y no pasó a
través de un período de crecimiento». No es de sorprender, por
tanto, que, los indígenas a los que se les preguntó, les dijeran a
los españoles que todo aquello lo habían levantado en una noche los
gigantes.
Pedro Cieza de León, que viajó por todo lo que es ahora Perú y
Bolivia entre los años 1532 y 1550, comentó en sus Crónicas que, sin
lugar a dudas, las ruinas de Tiahuanacu eran «el lugar más antiguo
de todos los que yo haya descrito». Entre los edificios que le
asombraron había una «colina hecha por manos de hombres, sobre una
gran base de piedra» que medía más de 270 por 120 metros, y se
elevaba unos 36 metros.
Más allá, vio,
«dos ídolos de piedra, de
aspecto y forma humanos, los rasgos hábilmente tallados, de manera
que parecen hechos por mano de algún gran maestro. Son tan grandes
que parecen pequeños gigantes, y está claro que llevan un tipo de
ropa diferente del que llevan ahora los nativos de estas partes;
parecen llevar algún ornamento en la cabeza».
Cerca, vio los restos de otro edificio, y de un muro «muy bien
construido». Todo parecía muy antiguo y erosionado. En otra parte de
las ruinas vio,
«piedras de tan enorme tamaño que causa admiración
pensar en ellas, y reflexionar qué fuerza humana pudo moverlas hasta
el lugar en donde las vemos, siendo tan grandes. Muchas de estas
piedras están talladas de diferentes formas, algunas de ellas tienen
la forma de un cuerpo humano, por lo que debieron ser sus ídolos».
Se dio cuenta de que cerca del muro y de los grandes bloques de
piedra había «muchos agujeros y huecos en el suelo» que le
desconcertaron. Más al oeste, vio otras ruinas antiguas,
«entre
ellas, muchos pórticos, con sus jambas, dinteles y umbrales, todo de
una sola piedra».
Concretamente, se asombró de que «de estos grandes
pórticos salen piedras aún más grandes sobre las cuales se han
formado los pórticos, algunas de ellas de 9 metros de anchas, 4 ó 5
de largas y casi dos metros de grosor. Todo esto -decía Cieza de
León totalmente anonadado- el portal, las jambas y el dintel, es de
una sola piedra. Y añadió que «la obra es grandiosa y magnifícente,
cuando se la considera en su conjunto», y que,
«no alcanzo a
comprender con qué instrumentos o herramientas se puede haber hecho,
pues es bien cierto que, para que estas grandes piedras se pudieran
llevar a la perfección y dejarlas como las vemos, las herramientas
tuvieron que ser mucho mejores que las que utilizan ahora los
indios».
De todo lo visto por los primeros españoles al llegar a la escena,
tan sinceramente descrita por Cieza de León, estos colosales
pórticos de una sola pieza siguen estando donde cayeron. El lugar, a
alrededor de un kilómetro y medio al sudoeste de las ruinas
principales de Tiahuanacu, recibió el nombre indio de Puma-Punku,
como si se tratara de un sitio aparte; pero ahora sabemos que
formaba parte de la gran metrópolis de Tiahuanacu, que medía un
kilómetro y medio de ancho por casi tres de largo.
Figura 110
Figura 111
Estas ruinas han sorprendido a todos los viajeros que las han visto
durante los dos últimos siglos, pero los primeros en describirlas
científicamente fueron A. Stübel y Max Uhle (Die Ruinenstaette von
Tiahuanaco im Hochland des Alten Perú, 1892). Las fotografías y los
dibujos que acompañaban su informe demostraban que los gigantescos
bloques de piedra caídos habían formado parte de varias estructuras
de sorprendente complejidad que podían haber formado el edificio
oriental del lugar (la Fig. 110 se basa en los últimos estudios).
Las cuatro partes del edificio, que se derrumbó (o fue derribado),
parecen enormes plataformas, con o sin las partes que las unían en
una sola pieza, verticalmente o en otros ángulos (Fig. 111). Las
porciones individuales, rotas, pesan alrededor de cien toneladas
cada una; están hechas de arenisca roja, y Posnansky (Tiahuanacu -
The Cradle of American Man) demostró concluyentemente que la cantera
de estos bloques, que pesaban tres o cuatro veces más cuando eran
una unidad, estaba en la costa occidental del lago, a unos quince
kilómetros de distancia. Estos bloques de piedra, de los que algunos
miden más de 3,5 por 3 metros, y casi 60 centímetros de grosor,
estaban llenos de muescas, surcos, ángulos precisos y superficies en
diversos niveles.
En determinados puntos, los bloques tienen unas
muescas (Fig. 112) cuya finalidad parece que fue albergar grapas
metálicas, para sujetar cada sección vertical a las adyacentes -un
«artilugio» técnico que ya vimos en Ollantaytambo. Pero, mientras
allí las hipótesis indicaban que las grapas pudieran ser de oro (el
único metal que conocían los incas) -una hipótesis insostenible a
causa de la blandura del oro-, aquí las grapas estaban hechas de
bronce.
Y se sabe que era así porque se han encontrado algunas de
ellas. Y es éste un descubrimiento de considerable importancia, pues
el bronce es una aleación muy difícil de producir que requiere la
combinación de ciertas proporciones de cobre (alrededor del 85-90
por cien) y de estaño; y, mientras que el cobre se puede encontrar
en estado natural, el estaño sólo se puede extraer a través de unos
difíciles procesos metalúrgicos a partir del mineral en donde se
encuentra.
Figura 112
¿Cómo se obtendría este bronce, de modo que su disponibilidad no
fuera una parte más del enigma, sino también una pista para las
respuestas?
Dejando a un lado la explicación acostumbrada de que las colosales e
intrincadas estructuras de Puma-Punku eran «un templo», ¿qué fin
práctico tenía? ¿Cuál era la función para la cual se habían puesto
en juego un esfuerzo tan inmenso y unas tecnologías tan
sofisticadas?
El arquitecto alemán Edmund Kiss, cuya visualización
del aspecto que pudieron tener en su origen las estructuras inspiró
sus planos para los monumentales edificios de la Alemania nazi,
creía que los montículos y las ruinas que hay a los costados y
enfrente de la sección de cuatro partes derrumbada eran elementos de
un puerto, puesto que, en la antigüedad, el lago se había extendido
hasta allí. Pero esto deja abierta la pregunta e, incluso, la
refuerza: ¿qué pasaba en Puma-Punku? ¿Qué se importaba y que
productos se embarcaban en esta estéril altitud?
En excavaciones recientes en Puma-Punku se ha descubierto una serie
de recintos semisubterráneos construidos con bloques de piedra
perfectamente modelados. Recuerdan los de la plaza hundida de Chavín
de Huantar, y plantean la posibilidad de que fueran elementos
-embalses, estanques, cámaras-esclusa- de un sistema hidráulico
similar.
Más respuestas se pueden encontrar en los más desconcertantes (si
ello es aún posible) descubrimientos del lugar: bloques de piedra,
completos en sí mismos o indudablemente partidos por bloques más
grandes, que se modelaron, se angularon, se cortaron y grabaron de
un modo asombroso, con una sorprendente precisión y con herramientas
que son difíciles de encontrar aun en nuestros días. La mejor manera
de describir estos milagros tecnológicos es mostrar algunos de ellos
(Fig. 113).
Figura 113
No existe absolutamente ninguna explicación plausible para estos
artefactos, salvo sugerir -basándonos en la tecnología actual- que
se tratase de matrices, troqueles para la fabricación de intrincados
elementos metálicos; elementos de algún equipo complejo y
sofisticado que el hombre de los Andes, o, para el caso, cualquier
otro, era absolutamente incapaz de tener en tiempos preincaicos.
Diversos arqueólogos e investigadores han llegado a Tiahuanacu desde
la década de 1930, para breves o prolongados trabajos -Wen-dell C.
Bennett, Thor Heyerdahl y Carlos Ponce Sanginés son nombres
plenamente reconocidos; pero, en general, todos ellos sólo
utilizaron, construyeron sobre, aceptaron o discutieron a partir de
las conclusiones de Arthur Posnansky, que fue el primero en ofrecer
su extraordinario trabajo y sus ideas en los amplios volúmenes de
1914 de una metrópoli prehistórica en la América del Sur y, después
de otras tres décadas de dedicación, en los cuatro volúmenes de Tiahuanaco - Cuna del hombre de las Américas, combinados con la
traducción al inglés (en 1945). Esta edición fue honrada con un
prólogo oficial del gobierno de Bolivia (el emplazamiento terminó en
la parte boliviana del lago, tras su partición con Perú), y
celebraba «el año 12.000 de Tiahuanacu».
Pues ésta, después de haberse dicho y hecho todo, era la conclusión
más asombrosa (y controvertida) de Posnansky. que Tiahuanacu tenía
milenios de antigüedad; que la primera fase se construyó cuando el
nivel de las aguas del lago estaba treinta metros más alto y antes
de que toda la región fuera arrasada por una avalancha de agua
-quizás el famoso Diluvio, miles de años antes de la era cristiana.
Combinando los descubrimientos arqueológicos con los estudios
geológicos, el estudio de flora y fauna, las medidas de los cráneos
encontrados en las tumbas y retratados en cabezas de piedra, y
trayendo a colación cada faceta de su experiencia tecnológica e
ingeniera, Posnansky concluyó que había habido tres fases en la
historia de Tiahuanacu; que fue poblada por dos razas -primero, de
gente mongoloide; después, de caucásicos medio orientales- y en
ningún momento por gente negroide; y que el lugar había soportado
dos catástrofes; la primera, natural, por avalancha de agua; y
después un repentino trastorno de naturaleza desconocida.
Sin aceptar necesariamente estas conclusiones tan duras de tragar o
su cronología, los datos geológicos, topográficos, climáticos y el
resto de datos científicos recopilados por Posnansky, y, cómo no,
todos los descubrimientos arqueológicos que hizo, han sido aceptados
y utilizados por todos los que le siguieron en el medio siglo
siguiente a su monumental esfuerzo.
Su mapa del lugar (Fig. 114)
sigue siendo el plano básico del emplazamiento, de sus medidas,
orientaciones y edificios principales. Aunque algunas de sus
secciones, que indicó como potencialmente ricas en restos y objetos,
se llegaron a excavar y a aprovechar, el principal interés estaba y
sigue estando en los tres principales componentes del lugar.
Figura 114
El de la parte sudoriental de las ruinas es una colina conocida como
el Akapana. Es probable que, en sus orígenes, tuviera la forma de
una pirámide escalonada, y se supone que era la fortaleza que
defendía el lugar; siendo el motivo principal para esta suposición
el hecho de que, en el centro de la cima de esta colina-pirámide, se
excavara un óvalo, forrado con sillares, que hacía las veces de
estanque de agua. Así, si la fortaleza se veía asediada, los
defensores tendrían suficiente suministro con el agua de lluvia que
se acumulara allí.
Sin embargo, seguían habiendo rumores de que era
un lugar en donde había oculto oro, y en el siglo XVIII, se le dio una
concesión minera para el Akapana a un español llamado Oyaldeburu.
Éste cortó el lado oriental de la colina para drenar el agua, buscó
en el fondo del estanque, echó abajo estructuras hechas con hermosos
sillares y cavó profundamente en la colina, allá donde encontraran
canales o conductos.
Aquella destrucción reveló, no obstante, que el Akapana no era una
colina natural, sino una construcción sumamente compleja. Las
excavaciones en curso, que todavía no hacen más que rascar la
superficie, siguen el trabajo de Posnansky, que demostró que el
estanque forrado de sillares fue dotado con magistrales canales de
desagüe con los que se podía regular el flujo de agua que descendía
a través de unos canales, construidos con sillares de gran
precisión. Parece ser que los complejos mecanismos internos del
Akapana se construyeron para llevar el agua desde un nivel interno
de éste hasta otro inferior en secciones alternas verticales y
horizontales, con un desnivel de 15 metros, pero recorriendo una
distancia mayor debido al sinuoso curso.
Al final, unos cuantos
metros por debajo del fondo del Akapana, el agua salía a través de
un desagüe de piedra y se dirigía a un canal artificial (o foso) de
unos 30 metros de ancho, que circundaba todo el lugar. Iba de allí a
los muelles, en el norte del emplazamiento, y desde allí al lago.
Ahora bien, si la intención era, simplemente, drenar el exceso de
agua para evitar que se desbordara después de unas fuertes lluvias,
habría bastado con una sencilla tubería recta e inclinada (como la
que se encontró en Tula). Pero aquí tenemos canales en ángulo,
construidos con piedras desbastadas, encajadas con gran ingenio para
regular el flujo de agua desde un nivel interior a otro. Y esto nos
estaría indicando una técnica de procesado -¿quizá la utilización de
una corriente de agua para lavar el mineral?
Pero hay otra cosa que sugiere que en el Akapana se pudiera haber
llevado a cabo algún tipo de proceso, el descubrimiento, en la
superficie y en la tierra sacada del «estanque», de grandes
cantidades de «guijarros» redondos de color verde oscuro que oscilan
entre los dos y los cinco centímetros de tamaño. Posnansky determinó
que eran de constitución cristalina, pero ni él ni los demás (por lo
que sabemos) realizaron pruebas posteriores para determinar la
naturaleza y origen de estos objetos globulares.
Otra estructura más en el centro del lugar («K» en el mapa de
Posnansky) tenía tantos elementos subterráneos y semisubterráneos
que Posnansky pensó que podría tratarse de una zona separada para
tumbas. Por todas partes había trozos de bloques de piedra tallados
para que sirvieran como conductos de agua; estaban en tal estado de
abandono que Posnansky se quejó no sólo de los cazadores de tesoros,
sino también de un equipo de exploradores anterior, el del conde
Crequi de Montfort, que durante sus excavaciones de 1903 desenterró
restos sin motivo aparente, destrozando todo lo que se encontraba en
su camino (según Posnansky), y llevándose muchos elementos.
El
informe de los descubrimientos y las conclusiones de esta expedición
francesa los ofreció George Courty en un libro y en una conferencia
en el Congreso Internacional de Americanistas de 1908, a través de
Manuel González de la Rosa. La esencia de sus descubrimientos
consistía en que «hubo dos Tiahuanacos», el de las ruinas visibles y
el subterráneo e invisible.
Figura 115
El mismo Posnansky hizo una descripción de los conductos, los
canales y un desagüe (como en la cima del Akapana) que encontró
entre las desordenadas porciones hundidas de esta estructura, y
determinó que los conductos discurrían en diversos niveles, que
quizá llevaban al Akapana y que tenían conexiones con otras
estructuras subterráneas en el oeste (en dirección al lago).
Hizo
una descripción verbal y gráfica, con un dibujo (Fig. 115a, b), de
algunos de los compartimientos subterráneos y semisubterráneos,
incapaz de reprimir su asombro por la precisión de la obra, por el
hecho de que los sillares estuvieran hechos de dura andesita y
porque estos compartimientos estuvieran completamente
impermeabilizados: todas las juntas, y especialmente en las grandes
losas del techo, se habían untado con una capa de cal de cinco
centímetros de grosor, que convertía estos lugares en cámaras,
«absolutamente impermeables. Ésta -indicó-, es la primera y única
vez que nos encontramos con la utilización de cal en una
construcción prehistórica americana».
Lo que se hiciera en esas cámaras subterráneas y por qué se
construían de un modo tan específico, no podía decirlo. Quizá
guardaban un tesoro; pero eso, señaló, habría desaparecido hace
tiempo en manos de los buscadores de tesoros. De hecho, tan pronto
se descubrieron estas cámaras,
«el lugar fue asaltado y despojado a
manos de los mestizos iconoclastas del moderno Tiahuanacu».
Aparte
de lo que él mismo excavó o vio esparcido por el lugar, se podían
ver grandes cantidades de conductos de piedra -trozos de todas las
formas, tamaños y diámetros- en la iglesia cercana y en los puentes
y desagües del moderno ferrocarril, e incluso en La Paz. Todo
indicaba unas extensas obras hidráulicas a nivel del suelo y bajo el
suelo en Tiahuanacu; y Posnansky les dedicó todo un capítulo de su
último trabajo, titulado Hydraulic Works in Tiahuanacu.
Unas excavaciones recientes han descubierto más conductos de piedra
y canales de agua, confirmando las conclusiones de Posnansky.
Figura 116
La segunda construcción destacada en Tiahuanacu es la que menos
excavaciones necesitaba, pues se eleva allí, majestuosamente, a la
vista de todos: un colosal pórtico de piedra que se levanta como un
arco de Triunfo sin nadie que desfile a través de él, nadie que lo
custodie y ni lo aclame (Fig. 116, vista de frente y trasera).
Conocido como la Puerta del Sol, Posnansky la describió como,
«la
obra más perfecta e importante... un legado y un importante
testimonio de un pueblo culto y de los conocimientos y civilización
de sus líderes».
Todos los que la han visto coinciden con él, pues
no sólo es asombrosa por haber sido tallada y modelada a partir de
un único bloque de piedra (que mide alrededor de tres por seis
metros y pesa más de cien toneladas), sino también por los
intrincados e impresionantes grabados que hay en ella.
Tanto en la parte inferior de la fachada como en la parte trasera de
la puerta, existen hornacinas, aberturas y superficies talladas
geométricamente, pero lo más maravilloso es la sección grabada de la
parte superior de la fachada (Fig. 117). Allí, hay una figura
central, casi tridimensional, aunque sólo tallada en relieve, a
cuyos lados se pueden ver tres hileras de asistentes alados; la
composición se completa con una hilera inferior de imágenes que
representan sólo el rostro de la figura central, enmarcado por una
línea sinuosa.
Existe acuerdo general en que la figura central y dominante es la de
Viracocha, que sostiene un cetro o arma en la mano derecha y un rayo
en la otra (Fig. 118). Esta imagen aparece en vasijas, tejidos y
objetos del sur de Perú y en tierras adyacentes, dando un atisbo de
la extensión que alcanzó lo que los expertos llaman la cultura de Tiahuanacu.
A los lados de esta imagen hay unas figuras menores aladas, dispuestas en tres filas horizontales, ocho por fila a cada
lado de la figura central. Posnansky señaló que sólo las cinco
primeras de cada lado en cada fila están grabadas con el mismo
relieve pronunciado de la deidad; las otras de los extremos están
grabadas ligeramente, como si se tratara de un añadido.
Figura 117
Figura 118
Posnansky dibujó la figura central, la línea sinuosa de debajo y los
quince espacios originales de cada lado (Fig. 119) y concluyó que
era un calendario de un año de veinte meses, que comenzaba con el
equinoccio de primavera (septiembre en el hemisferio sur); y que la
gran figura central, que mostraba a la deidad de cuerpo entero,
representaba ese mes y su equinoccio.
Dado que el «equinoccio» es
ese momento del año en que el día y la noche son iguales, Posnansky
supuso que el segmento que hay justo por debajo de la figura
central, que está en el centro de la hilera de la línea sinuosa,
representaba el otro mes equinoccial, marzo. Después asignó los
meses restantes en sucesión a los otros segmentos dentro de la
franja sinuosa de abajo.
Figura 119
Señalando que en los dos segmentos finales se veían dos figuras
haciendo sonar un cuerno junto con la cabeza de la deidad, propuso
que aquéllos eran los dos meses extremos en que el Sol se aleja más,
los meses solsticiales de junio y diciembre, que era cuando los
sacerdotes hacían sonar el cuerno para que regresara el Sol. Es
decir, según él, la Puerta del Sol era un calendario de piedra.
Y, según supuso Posnansky, debía tratarse de un calendario solar. No
sólo estaba encaminado hacia el equinoccio de primavera, cuando
comenzaba, sino que también marcaba el otro equinoccio y los
solsticios. Era un calendario de once meses de treinta días cada uno
(el número de asistentes alados por encima de la franja inferior)
más un «gran mes» de 35 días, el mes de Viracocha, componiendo un
año solar de 365 días.
Pero lo que debería haber mencionado Posnansky es que un año solar
de veinte meses con el inicio en el equinoccio de primavera era un
calendario de Oriente Próximo que tuvo sus inicios en Sumer, en
Nippur, hacia el 3.800 a.C.
La imagen de la deidad, así como las de los asistentes alados y las
caras-meses, representadas con un realismo natural, están hechas en
realidad con muchos componentes, cada uno de los cuales tiene su
propia forma, normalmente geométrica. Estos componentes aparecen
también en otros monumentos y esculturas de piedra, así como en
objetos de cerámica. Posnansky los clasificó pictográficamente en
función del objeto que representaban (animal, pez, ojo, ala,
estrella, j etc.) o la idea que representaban (Tierra, Cielo,
movimiento, etc.).!
Llegó a la conclusión de que los círculos y los
óvalos, plasmados con I gran variedad de formas y colores,
representaban al Sol, la Luna, los planetas, los cometas y otros
objetos celestes (Fig. 120a); que el vínculo entre la Tierra y el
Cielo (Fig. 120b) se expresaba frecuentemente, y que los símbolos
dominantes eran la cruz y la escalera (Fig. 120c, d).
En la última,
en la escalera, vio la «marca de fábrica» de Tiahuanacu, de sus
monumentos y, en definitiva, de su civilización -origen a partir del
cual se difundió este símbolo, según creemos, por toda América.
Posnansky reconoció que era un jeroglífico basado en los zigurats
mesopotámicos, pero dejó claro que no pensaba que hubiera habido
sumerios en Tiahuanacu.
Figura 120
Todo esto reforzó la idea que tenía de que la Puerta del Sol formaba
parte de un gran complejo estructural en Tiahuanacu, cuya finalidad
y función era servir de observatorio; y esto le llevó a las
conclusiones más importantes y, con el tiempo, a su más
controvertido trabajo.
Los informes oficiales de la Comisión para la Destrucción y
Expiación de la Idolatría, que los españoles establecieron con una
clara finalidad (aunque algunos sospechan que fue también una
tapadera para la captura de tesoros), atestiguan que los hombres de
la comisión llegaron a Tiahuanacu en 1625.
En un informe de 1621 del
padre José de Arriaga, se hacía una relación de más de 5.000
«objetos de idolatría» que fueron destruidos, destrozados, fundidos
o quemados. No se sabe lo que hicieron en Tiahuanacu. La Puerta del
Sol, como se puede ver en fotografías antiguas, se encontró en el
siglo XIX ya rota en dos por la parte de arriba, con la parte de la
derecha peligrosamente apoyada contra la otra mitad.
Cuándo y por quién fue reforzada y recompuesta es un misterio.
Tampoco se sabe cómo se partió en dos. Posnansky no creía que
hubiera sido obra de la Comisión; más bien, pensaba que esta puerta
había escapado de su ira porque se había derrumbado y estaba
cubierta de tierra, oculta así a la vista de los zelotes de la
Comisión cuando llegaron. Dado que, al parecer, se volvió a
levantar, algunos se preguntan si se puso en su lugar original, al
darse cuenta de que la puerta no era, en su origen, un edificio
solitario en la gran llanura, sino parte de una enorme estructura
que había más al este.
La forma y el tamaño de esa estructura,
llamada el Kalasasaya, venían delineados por una serie de pilares de
piedra (que es lo que el nombre significa, «los pilares erguidos»)
que revelan una especie de recinto rectangular de 137 por 122
metros. Y, dado que el eje de esta estructura Parecía ser
este-oeste, algunos se preguntaron si la puerta no se habría
levantado en el centro, más que en el extremo norte del muro
occidental del recinto (que es como está ahora).
Mientras que, con anterioridad, sólo el enorme peso de la monolítica
puerta desafiaba la hipótesis de que se hubiera movido más de 60
metros, ahora las evidencias arqueológicas han demostrado que este
monumento se encuentra en el lugar en el que se ubicó en su origen,
pues el centro del muro occidental fue ocupado por una terraza cuyo
propio centro estaba en línea con el eje este-oeste del Kalasasaya.
Posnansky descubrió a lo largo de este eje varias piedras con tallas
específicas para las observaciones astronómicas; y su conclusión de
que el Kalasasaya era un ingenioso observatorio celeste, se acepta
en la actualidad sin discusión.
Los restos arqueológicos más obvios del Kalasasaya fueron esos
pilares, que formaban un recinto ligeramente rectangular. Aunque ya
no estén ahí todos los pilares que, en su momento, sirvieron de
sujeción a un muro ininterrumpido, su número insinúa una relación
con el número de días del año solar y del mes lunar. Particularmente
interesantes para Posnansky resultaron once pilares (Fig. 121)
erigidos junto a la terraza y que sobresalen del centro del muro
occidental.
Las medidas que hizo de las líneas de visión a lo largo
de las piedras de observación específicamente situadas, la
orientación de la estructura y las ligeras e intencionadas
desviaciones con respecto a los puntos cardinales, le convencieron
de que el Kalasasaya lo construyó un pueblo con conocimientos
astronómicos ultramodernos, para fijar con precisión los equinoccios
y los solsticios.
Figura 121
Los dibujos arquitectónicos de Edmund Kiss (Das Sonnentor von
Tihuanaku), basados en el trabajo de Posnansky, así como en sus
propias medidas y evaluaciones, nos ofrecen una visión,
probablemente correcta, de la estructura que había dentro del
recinto: una pirámide escalonada hueca, una estructura cuyos muros
externos se elevan por niveles, pero sólo para circundar un patio
cuadrado central abierto al aire libre.
La principal escalinata
estaba en el centro del muro oriental; los principales puntos de
observación se encontraban en los centros de las dos terrazas más
amplias, que completaban la «pirámide» por el oeste (Fig. 122).
Figura 122
Fue en este punto donde Posnansky hizo su más asombroso
descubrimiento, un descubrimiento que conllevaría unas explosivas
ramificaciones. Al medir la distancia y los ángulos entre los dos
puntos solsticiales, se dio cuenta de que la inclinación de la
Tierra con respecto al Sol, en la cual se basaban los aspectos
astronómicos del Kalasasaya, no se conformaba a los 23,5° de nuestra
era actual.
Descubrió que la inclinación de la eclíptica, que es el término
científico, para la orientación de las líneas de visión astronómicas
del Kalasasaya era de 23° 8' 48". Basándose en las fórmulas
determinadas por los astrónomos de la Conferencia Internacional de
Efemérides en París, en 1911, que tiene en cuenta la posición
geográfica y la elevación del lugar, ¡significaba que el Kalasasaya
se había construido hacia el 15.000 a.C!
Al anunciar que Tiahuanacu era la ciudad más antigua del mundo, una
ciudad que había sido «construida antes del Diluvio», Posnansky se
ganó las iras de la comunidad científica de su tiempo; pues entonces
se sostenía, basándose en la teorías de Max Uhle, que Tiahuanacu se
había fundado en algún momento de los inicios de la era cristiana.
No hay que confundir la inclinación de la eclíptica (como hicieron
algunos críticos de Posnansky) con el fenómeno de la precesión. Este
último cambia el fondo estelar (las constelaciones de estrellas)
contra el cual el Sol asciende y actúa en un momento determinado,
como el del equinoccio de primavera; el cambio, aunque pequeño,
supone un grado cada 72 años, y 30° (todo un signo zodiacal) cada
2.160 años. Sin embargo, los cambios en la inclinación vienen como
consecuencia del casi imperceptible balanceo de la Tierra, como el
balanceo de un barco, que hace subir y bajar el horizonte. Este
cambio en el ángulo de inclinación de la Tierra con respecto al Sol
puede ser de un grado cada 7.000 años.
Intrigados por los descubrimientos de Posnansky, la Comisión
Astronómica Alemana envió una expedición a Perú y Bolivia; sus
miembros eran el profesor Dr. Hans Ludendorff, director del
Observatorio Astronómico y Astrofísico de Potsdam, el profesor
Dr. Arnold Kohlschütter, director del Observatorio Astronómico de Bonn y
astrónomo honorario del Vaticano, y el Dr. Rolf Müller, astrónomo
del Observatorio de Potsdam. Ellos tomaron medidas e hicieron
observaciones en Tiahuanacu entre noviembre de 1926 y junio de 1928.
Sus investigaciones, mediciones y observaciones visuales
confirmaron, en primer lugar, que el Kalasasaya era, ciertamente, un
observatorio astronómico-calendárico. Descubrieron, por ejemplo, que
en la terraza occidental, gracias a la anchura de sus once pilares,
a las distancias entre ellos y a sus posiciones, se podían hacer
mediciones precisas de los movimientos estacionales del Sol,
mediciones que tenían en cuenta las pequeñas diferencias en el
número de días del solsticio al equinoccio, de éste al solsticio y
vuelta.
Sus estudios confirmaron además que el punto más controvertido de
Posnansky era esencialmente correcto: la inclinación en la cual se
basaban los rasgos astronómicos del Kalasasaya difería
sustancialmente del ángulo de inclinación de nuestra época.
Basándose en datos que se supone arrojan luz sobre la inclinación
observada en la antigua China y en la antigua Grecia, los astrónomos
sólo pueden estar seguros de la aplicabilidad de la curva de
movimientos de ascenso y descenso para unos pocos de miles de años
atrás. Por lo que el equipo astronómico concluyó que los resultados
podían indicar, ciertamente, una fecha cercana al 15000 a.C, pero
también otra cercana al 9300 a.C, en función de la curva utilizada.
No hace falta decir que esta última fecha resultaba también
inaceptable para la comunidad científica. Cediendo a las críticas,
Rolf Müller llevó a cabo posteriores estudios en Perú y Bolivia,
formando equipo con Posnansky en Tiahuanacu. Descubrieron que los
resultados podían cambiar si se tenían en consideración determinadas
variables.
En primer lugar, vieron que, si la observación de los
puntos solsticiales se hubiera hecho no desde donde Posnansky
supuso, sino desde otro punto posible diferente, el ángulo entre los
extremos solsticiales (y, por tanto, la inclinación) sería
ligeramente diferente; por otra parte, tampoco se puede decir con
seguridad si aquellos antiguos astrónomos habían fijado el momento
del solsticio cuando el Sol estaba por encima de la línea del
horizonte, cuando estaba a medias o justo en el momento en que
desaparecía.
Con todas estas variables, Müller publicó un informe
definitivo en la importante revista científica Baesseler Archiv
(vol. 14) en el cual planteaba todas las alternativas y concluía
diciendo que, si se acepta el ángulo de 24° 6' como el más preciso,
la curva de inclinación cruzaría esta lectura bien en el 10000 a.C.
o en el 4000 a.C.
Posnansky fue invitado a dar una conferencia sobre el tema en el
XXIII Congreso Internacional de Americanistas. Aceptó que el ángulo
correcto de inclinación fuera de 24° 6' 52,8", que dejaba una
elección entre el 10,150 y el 4050 a.C. Y, aceptando que se trataba
de «material espinoso», dejó el tema en el aire, concediendo que
hacían falta más estudios.
Y, ciertamente, estos estudios se han llevado a cabo, aunque no
directamente en Tiahuanacu. Ya hemos mencionado que el calendario de
los incas indicaba un Comienzo en la Era del Toro, no de Aries (el
Carnero). El mismo Müller, como ya comentamos, llegó al 4000 a.C.
como edad aproximada de los restos megalíticos de Cuzco y de Machu
Picchu. Y también nos hemos referido al trabajo, a lo largo de
líneas de investigación totalmente diferentes, de María Schulten de
D'Ebneth, que la llevó a concluir que la rejilla de Viracocha se
ajustaba a una inclinación de 24° 8' y, por tanto, a la fecha del
3172 a.C. (según sus cálculos).
A medida que se fueron descubriendo objetos con la imagen de
Viracocha -sobre tejidos, envoltorios de momias, cerámica- en el sur
de Perú, incluso más al norte y al sur, se pudieron ir haciendo
comparaciones con otros datos que no fueran de Tiahuanacu. Basándose
en esto, hasta los arqueólogos más testarudos, como Wendell C.
Bennett, retrasaron la edad de Tiahuanacu, desde mediados del primer
milenio d.C. hasta casi el comienzo del primer milenio a.C.
Sin embargo, las dataciones por radiocarbono llevan cada vez más
atrás las fechas generalmente aceptadas. A comienzos de la década de
1960, el boliviano Centro de Investigaciones Arqueológicas en Tiahuanacu (CIAT) llevó a cabo unas excavaciones sistemáticas y un
serio trabajo de conservación sobre el lugar. Su mayor empresa era
la excavación completa y la restauración del «templete» hundido al
este del Kalasasaya, en donde se había encontrado cierto número de
estatuas de piedra y de cabezas de piedra. Se descubrió un patio
semi-subterráneo, quizá para ofrendas rituales, rodeado por un muro
de piedra en el cual había cabezas de piedra clavadas -a la manera
de Chavín de Huantar.
El informe oficial de 1981, hecho por Carlos
Ponce Sanginés, director del Instituto Arqueológico Nacional de
Bolivia (Descripción sumaria del templete semisubterráneo de
Tiwanaku), afirma que las muestras de materia orgánica encontradas
en este lugar daban lecturas de radiocarbono cercanas al 1580 a.C;
como consecuencia de esto, Ponce Sanginés, en su amplio estudio
Panorama de la Arqueología Boliviana, consideró esta fecha como la
del comienzo de la Fase Antigua de Tiahuanacu.
Las fechas del radiocarbono indican la edad de los restos orgánicos
encontrados en los lugares, pero no excluyen que las estructuras de
piedra de ese mismo lugar puedan tener una edad mayor. De hecho, el
mismo Ponce Sanginés reveló en un estudio posterior (Tiwanaku:
Space, Time and Culture) que las nuevas técnicas de datación -las
de hidratación de obsidiana- daban la fecha de 2134 a.C. para los
objetos de obsidiana encontrados en el Kalasasaya.
En relación con esto, resulta intrigante leer en los escritos de
Juan de Betanzos (Suma y narración de los incas, 1551) que, cuando
se pobló Tiahuanacu bajo la dirección del jefe Con-Tici Viracocha,
«éste llevaba con él cierto número de personas... Y después de salir
de la laguna, fue a un lugar cercano, en donde se levanta hoy un
pueblo llamado Tiaguanaco. Decían -prosigue Betanzos-, que, en
cierta ocasión, cuando la gente de Con-Tici Viracocha ya estaban
asentados allí, hubo oscuridad en la tierra».
Pero Viracocha «ordenó
al Sol que se moviera en el curso en el cual se mueve ahora, y de
repente hizo que el Sol comenzara el día».
La oscuridad resultante de la detención del Sol, y el «comienzo del
día» cuando se reanudó el movimiento, es, indudablemente, un
recuerdo del mismo acontecimiento que hemos situado, en ambos lados
de la Tierra, hacia el 1400 a.C. Dioses y hombres, según la crónica
de Betanzos sobre las leyendas de la zona, ya estaban en Tiahuanacu
desde tiempos primitivos -¿no estarían allí desde las fechas que
indican los datos arqueoastronómicos?
Pero, ¿por qué se estableció Tiahuanacu en este lugar y en época tan
primitiva?
En los últimos años, los arqueólogos han encontrado detalles
arquitectónicos similares entre Teotihuacán, en México, y
Tiahuanacu, en Bolivia. José de Mesa y Teresa Gisbert (Akapana, la
pirámide de Tiwanacu) han señalado que el Akapana tenía un plano de
planta (cuadrado, de donde sobresale la vía de acceso) como el de la
Pirámide de la Luna de Teotihuacán, con casi las mismas medidas
en la base que esta pirámide, y la misma altura (alrededor de 15
metros) que el primer nivel de la Pirámide del Sol y su relación
altura-anchura.
A la vista de nuestras propias conclusiones, de que
la finalidad original (y funcional) de Teotihuacán y sus edificios
se manifestaba en las obras hidráulicas del lugar, en el interior de
las dos pirámides, y junto a ellas los canales de agua en el
interior del Akapana y por todo Tiahuanacu asumen así un papel
central. ¿No se construiría Tiahuanacu donde se construyó por ser
una instalación de procesamiento? Y, si fuera así, ¿qué es lo que se
procesaba?
Dick Ibarra Grasso (The Ruins of Tiahuanaco y otros trabajos)
coincide con la visión del gran Tiahuanacu, que abarcaría la zona de
Puma-Punku, extendiéndose en varios kilómetros a lo largo del eje
principal este-oeste, no muy diferente a como lo hace la «Calzada de
los Muertos» de Teotihuacán, con varias arterias principales
norte-sur.
A orillas del lago, donde Kiss visualizó un muelle, existen
evidencias arqueológicas de unos inmensos muros de contención que,
construidos en forma de meandro, crearían verdaderos muelles de
aguas profundas en donde podrían amarrar barcos de carga. Pero, si
esto es así, ¿qué iba a importar o a exportar Tiahuanacu?
Ibarra Grasso da cuenta del descubrimiento, por todas partes en
Tiahuanacu, de los mismos «guijarritos verdes» que Posnansky
encontrara en el Akapana: en las ruinas de la pequeña pirámide del
sur, donde las rocas que lo contenían se volvieron verdes; en la
zona de las estructuras subterráneas, al oeste del Kalasasaya; y en
grandes cantidades en las ruinas de Puma-Punku.
Curiosamente, las rocas de los muros de contención de los muelles de
Puma-Punku también se volvieron verdes. Esto sólo puede significar
una cosa: exposición al cobre, pues es el cobre oxidado el que le da
a la piedra y al terreno ese color verdoso (del mismo modo que la
presencia de hierro oxidado deja un tono marrón rojizo).
Así pues, ¿sería cobre lo que se procesaba en Tiahuanacu?
Probablemente; pero, entonces, ¿por qué no se hizo en un lugar más
razonable, menos prohibitivo, y más cercano a las fuentes del cobre?
Al parecer, el cobre se traía a Tiahuanacu, no se sacaba de allí.
Pero lo que podía ofrecer Tiahuanacu debería quedar claro por el
significado del nombre de su ubicación: Titicaca. El nombre del lago
proviene del de una de las dos islas que se encuentran justo
enfrente de la península de Copacabana. Según cuenta la leyenda, fue
allí, en la isla llamada Titicaca, donde los rayos del Sol
iluminaron la Titikalla, la roca sagrada, cuando apareció el Sol
después del Diluvio. (De ahí que se la conozca también como Isla del
Sol.) Fue allí, en la roca sagrada, donde Viracocha le dio la varita
divina a Manco Capac.
¿Y qué significan todos estos nombres? Titi, en aymara, era el
nombre de un metal. Según los lingüistas, o plomo o estaño.
Titikalla, sugerimos, significaba la «Roca de Estaño». Titicaca
significaría «Piedra de Estaño». Y el lago Titicaca era la fuente de
estaño.
El estaño, y el bronce eran los productos por los que se construyó Tiahuanacu -justo donde sus ruinas nos siguen sorprendiendo.
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