El venerable lama Tenzin Osel Rimpoché, nacido en Bubión (Granada) en 1985,
proclamado por el Dalai, cuando aún gateaba, como la reencarnación del
venerable lama Thubten Yeshe, que murió en California en 1984, ha vuelto a
nacer. Por propia voluntad.
En un discreto acto de rebeldía, pero sobre todo
de búsqueda de sí mismo, recupera el nombre y apellidos de su carné de
identidad: Osel Hita Torres. O sencillamente Osel. Y es un joven de 22 años
que busca su lugar en el mundo y que lucha por tomar las riendas de su
destino. Osel ha colgado los hábitos de color azafrán y granate de los
monjes budistas.
Ya no se rasura el cráneo; en alguna ocasión se ha tintado
incluso el pelo. No es una espantada. Es un desafío calculado. Meditadísimo.
Que se venía gestando desde que tenía ocho años y pidió socorro a su madre
para que fuera a por él al monasterio feudal de Sera, en la India, y se lo
llevase de regreso a España con sus hermanos.
“¡Mamá, sácame de aquí!”, le
pidió en un mensaje grabado.
Para los lamas tibetanos, aquello fue una
pataleta de un niño occidental demasiado mimado.
Osel volvió a la férrea
disciplina conventual. Pero desde entonces vivió con el dilema a cuestas,
con el desgarro a flor de piel. La de ahora es una rebelión íntima de un ser
humano que intenta compaginar su ansia de libertad con el peso de la
responsabilidad que cayó sobre sus hombros sin comerlo ni beberlo.
Osel estudia para ser director de cine. Es una carrera que le viene como
anillo al dedo. Desde muy pequeño ha dedicado muchas horas del día a
visualizar a Buda. Siendo un crío, llegó a imaginarlo en una montaña de
helados: un mandala de tutti fruti. Osel tiene una imaginación vivísima y un
rico mundo interior. Los tebeos de Tintín le servían como escapatoria a las
interminables clases de gramática tibetana.
Con ellos aprendió los
rudimentos de la narrativa fílmica. La televisión estaba prohibida en el
monasterio, pero la veía cuando estaba de viaje. Y tiene una capacidad
innata para inventarse historias, como pueden atestiguar sus profesores.
Nadie como él ha conseguido escaquearse de las clases de metafísica con
tanta gracia e ingenio. La historia de su infancia entre dos mundos sirvió
de inspiración para Bernardo Bertolucci (El pequeño buda, 1993).
Pero si
algún día Osel lleva su historia a la pantalla será una película muy
diferente: la de un joven que se planta ante un futuro programado hasta el
más mínimo detalle. Ésta es la sinopsis de una vida extraordinaria de
alguien que quiere ser normal. Fundido desde negro…
Exterior, día. Osel abandona sus estudios de
geshe o doctor en filosofía y
dialéctica budista y se matricula en una escuela de cine.
Lo más importante:
aspira a decidir el guión de su vida.
“Me fui a Italia y estuve currando de
ayudante de cámara, maquinista y electricista. Pasé allí seis meses y a la
vuelta decidí que quería estudiar cine para convertirme en una herramienta
de la vida. Me interesa tener la capacidad para plasmar mensajes,
situaciones cotidianas, música, gente, lugares, acontecimientos,
sentimientos… Momentos condensados en dos horas.
Es la nueva era de la
comunicación y por eso empecé a experimentar en ello. Pero no creo que
cuente mi historia, mi biografía. No, lo del guión de mi vida me parece un
poco sobrao”.
No será fácil, pero este joven granadino ha demostrado que no le faltan
agallas.
Hay que echarle valor para abandonar el monasterio, dejando en
suspenso todas las expectativas depositadas sobre él. En el fondo, es un
acto de pura coherencia. El budismo proclama que cada cual debe encontrar su
propio camino de perfección.
¿Qué ha hecho Osel desde entonces?
Viajar por
Estados Unidos y Europa, estudiar, vivir la vida…
“Primero estuve en un
instituto de Canadá, donde saqué el equivalente del bachillerato español.
Luego me fui a Suiza. Allí estudié arte, filosofía, derechos humanos y
francés durante un semestre”.
Fue entonces cuando le picó el gusanillo del
cine y se fue a Italia.
Al mismo tiempo, no ha dejado de hacerse preguntas
muy serias sobre la reencarnación que quizá no tengan respuesta. También ha
procurado divertirse, tontear con chicas y desquitarse así de la disciplina
medieval a la que estaba sometido. Dicen que el lama Yeshe, del que se
asegura que Osel es la reencarnación “irrefutable”, también visitaba las
discotecas con el fin de comprender el hedonismo occidental.
Osel no es un lama cualquiera. Está destinado a ser el
líder del budismo
tibetano en Occidente y, si así lo decide, podrá retomar en el futuro su
formación como maestro espiritual.
No tiene interés por la popularidad.
Nunca lo tuvo.
“No creo que a nadie le guste ser acosado por paparazzis
cuando sale a la calle o a tomarse unas cañas con amigos. Perder mi
intimidad, en este momento, sería un desastre para mi vida. Cuando pasen
unos años, y si algo sale de lo que estoy estudiando, pues que venga. Pero
de momento prefiero ser un ciudadano anónimo”, explica.
Desde niño, fue
arañando una parcela cada vez mayor de autonomía dentro de la rígida
jerarquía tibetana. Y defendió cada palmo conquistado.
A los nueve años puso
sus propias condiciones en un tensa reunión en Londres para volver al lamasterio de la India: que le acompañaran su padre y su hermano pequeño,
Kulkyen; tener cocinero propio, pues estaba harto de los potajes
cuartelarios en Sera, y que le dejasen jugar a la gameboy…
Desde los once
años, si le visitaban periodistas, él decidía si concedía una entrevista o
no. Osel tiene plena libertad para elegir su futuro y su oficio, pero haga
lo que haga, siempre será para los tibetanos un guía espiritual. Por lo
tanto, su decisión no es irreversible. Puede volver al redil. Quiera o no
quiera, es un lama reencarnado, un tulku, aunque no ejerza como tal.
Osel significa en tibetano Luz Clara, la que existe al final del túnel de la
muerte. Su escisión interior simboliza la fractura entre Oriente y Occidente.
Él siempre fue consciente de ese cisma y tiene sus propias ideas al respecto.
“Al budismo le quitaría lo que son meras supersticiones tibetanas, le
dejaría lo esencial de su doctrina y le añadiría lo bueno de Occidente: el
concepto de libertad”.
Quizá sea una idea demasiado revolucionaria para
algunos estamentos, pero está en consonancia con lo que predicó el lama Yeshe. ¿Cuál es el futuro que le esperaba y al que, por el momento, ha
renunciado?
Primero tenía que haber logrado el título de doctor en la
divinidad. Para entendernos, Osel abandonó la universidad antes de terminar
la carrera. Lo que pasa es que en los estudios tibetanos sabes cuándo
empiezas, pero nunca cuándo terminas. Osel aspiraba a pasar el examen final
(“dificilísimo”, reconoce) a los 25 años.
Pero puedes estar repitiendo curso
durante 40 años. Tus maestros van decidiendo lo que debes aprender y lo que
es mejor que ignores. Una vez conseguido el doctorado, hubiera tenido
libertad teórica para escoger un oficio. Pero el de Osel es un caso
especial. Es un heredero. Está llamado a gobernar la Fundación para la
Preservación de la Tradición Mahayana (FPMT), creada por el lama Yeshe y
dirigida en calidad de regente por el lama Zopa.
Es una organización potente
y próspera, que cuenta con unos 150 centros repartidos por 25 países, entre
conventos, monasterios, lugares de retiro espiritual y hasta leproserías. El
lama Zopa quería que Osel empezase a tomar las riendas a los trece años.
Pero Osel replica cautamente:
“Quiero ayudar a que la gente sea más feliz.
Ésa es mi misión, ayudar a todos los seres sensibles. Pero no sé lo que
pasará en el futuro”.
¿Y el pasado? ¿Quién era el lama Yeshe, o dicho en clave budista, quién era
Osel en su vida anterior?
“Era un hombre abierto, tolerante, pillo, con un
gran sentido de humor, carismático y con una curiosidad tremenda por todo lo
que le rodeaba. Un genio de la comunicación”, recuerdan sus discípulos.
Alguien que siempre sonreía y que daba las gracias por todo. Los padres de Osel, Francisco y María, lo conocieron en Ibiza en los años setenta.
Francisco era albañil, María tenía un negocio filatélico. En la isla de la
libertad se conocieron, se convirtieron al budismo, se casaron. Tuvieron
cuatro hijos casi de una tacada porque María, una mujer resuelta que se
enfrentó a un cáncer con terapias alternativas, no era partidaria de
anticonceptivos. Se trasladaron a la Alpujarra, donde abrieron un centro
budista que Francisco construyó con sus propias manos.
Montaña, paz y estrecheces económicas. María dio a luz a su quinto hijo, Osel. Un bebé
tranquilón que dormía como un ceporro y al que nada parecía importunar: ni
el jaleo de sus hermanos, ni un retraso en el biberón.
Meses antes, en un hospital de California, había fallecido el lama Yeshe de
una dolencia cardiaca a los 49 años. Su discípulo y mejor amigo, el lama
Zopa, se vio ante una papeleta delicadísima. Encontrar cuanto antes a la
reencarnación de Yeshe. Tuvo sueños premonitorios.
Otras monjas y monjes con
cualidades proféticas se esforzaron por visualizar el cuerpo físico al que
había migrado el karma sutil de su maestro. Pistas oníricas y adivinaciones
llevaron al lama Zopa hasta la cuna de aquel mocoso andaluz después de
viajar por medio mundo y descartar a otros candidatos.
María y Francisco acataron el veredicto sin saber muy bien lo que se les
venía encima. Viajaron a Dharamsala, en el Himalaya indio, cargados con su
prole, para presentar a Osel ante el Dalai Lama. Fue una odisea en el
sofocante premonzón. Hostilidad y mosquitos.
Los periódicos indios
publicaban entrevistas con lamas que no veían con buenos ojos que un
tulku
occidental pudiera algún día dirigir la organización más rentable del
gobierno tibetano en el exilio. Pero el Dalai lo examinó (un complicado
casting con otros diez niños finalistas) y Osel pasó todas las pruebas,
reconociendo objetos que habían pertenecido a Yeshe, como su campana o su
rosario.
Fue entronizado en una ceremonia con tanta pompa y circunstancia
como la coronación de un rey.
Címbalos, oboes y tambores rituales. Osel no
había cumplido los dos años y se pasó las tres horas chupando una piruleta y
jugando con un cochecito de plástico.
El Dalai pidió a los padres que tratasen a Osel,
“como a un niño normal, pero
siendo conscientes de que es un lama y que necesita disciplina; empezará a
estudiar a los cuatro años y a los ocho deberá abandonar el hogar familiar
para vivir en el monasterio de Sera”.
María no es una madre posesiva.
Opina
que los niños deben tener su propio espacio. Vivir su vida sin que los lazos
afectivos se conviertan en ataduras. Francisco, mucho más sentimental, llevó
peor la idea de la separación que se cernía a corto plazo. Pero los primeros
años de la infancia de Osel fueron felices. Viajes y anécdotas.
En una
peregrinación al monte Heraku, cambió sus sandalias por unas zapatillas
deportivas, y explicó a sus acompañantes tibetanos:
“Si me caigo y me mato,
sería una faena porque tendrían que buscar mi reencarnación”.
Todos a su
alrededor parecían obsesionados por encontrar reminiscencias de su vida
anterior.
Cualquier monería o travesura adquiría una resonancia sobrenatural.
Que estuviera gordito y mofletudo era causa de gozo porque recordaba la
apariencia física del lama Yeshe. Sus ganas de broma, también. Luego se hizo
espigado y tímido. Y entonces dijeron que los rasgos físicos no se heredan
de una encarnación a otra, solo el
karma. El primer marido de María, Basili
Llorca, era su tutor. María, Basili y Osel sufrieron un accidente de coche
en Granada.
En el hospital, Osel impartió instrucciones a los médicos.
“Yo
estoy bien, cuiden de mi madre y de Basili”.
Tenía cuatro años y había
interiorizado el papel de líder.
Luego ese papel se le subió a la cabeza. No
es extraño, pues era tratado como un semidios. Los monjes se postraban ante
él. Cuando Osel se ponía farruco o hacía una trastada, su tutor aplicaba la
genuina receta tibetana: azotes en el culo.
Basili tenía permiso del lama
Zopa para los cachetes.
“Tiene un carácter fuerte y necesita métodos fuertes
de control”.
Osel, después del castigo corporal, le retaba:
“No soy mi
cuerpo”.
Si todavía recibía algún pescozón de propina, Osel respondía con
chulería:
“Gracias, Basili, por golpearme. Eres muy amable”.
En el verano de 1991, Osel ingresó en el
monasterio de Sera.
Allí estuvo
conviviendo con otros 4500 monjes, pero recibía un trato especial: criado y
casa propia con un jardín donde paseaban sus mascotas, un ciervo ciego y dos
perros pastores. Por lo demás, disciplina. Diana a las 5.30 de la mañana, de
14 a 16 horas de estudio basado en el aprendizaje de memoria, algo que a Osel siempre le repugnó, pues es partidario de la discusión y el
razonamiento para llegar a sus propias conclusiones.
En Sera está mal visto
mascar chicle o montar en bicicleta. Y por supuesto el alcohol o el tabaco.
Los monjes solo se pueden desfogar los martes jugando al fútbol en un
descampado. Muchos no tienen vocación, pero han sido enviados allí por sus
familias para que tengan un plato caliente. Los guegur, o guardianes, se
encargan de la vigilancia.
El lugar tiene algo de campo de concentración
espiritual. Osel da muestras de buenas aptitudes para las matemáticas y la
ciencia, que son las marías en comparación con las asignaturas fuertes:
caligrafía tibetana o metafísica del vacío… Se hace amigo de Namgyal, un
monje australiano que ayuda a Basili en las funciones de tutoría. Cocinan
juntos o se escapan para comer pizza.
La vida monástica es una aventura más
hasta que Basili y Namgyal son relevados. Osel acusa el golpe. Su carácter
se ensombrece. Se siente solo. Reprende a los lamas que sorben la sopa
ruidosamente. Otros niños se burlan de él. Los lamas quieren hacer de Osel
un tibetano. Es un momento decisivo de su vida.
Pide ayuda a su madre. Los
lamas le habían exigido a María que no ejerciese como una típica madre hiperprotectora.
Pero ellos se empeñan en proteger a Osel de los peligros de
Occidente. María, ni corta ni perezosa, coge un avión y hace 8.000
kilómetros hasta Delhi, y 600 en taxi hasta plantarse en Sera. Le quita a
Osel la túnica, le pone unos vaqueros y se lo trae de vuelta a España.
Osel
pasa el verano en Bubión, jugando con sus hermanos. Descubre el gazpacho. Ve
a las parejas besarse. Duerme la siesta.
“Osel necesitaba contacto afectivo
y que se le enseñase a comprender, no sólo a memorizar y acatar la
disciplina. Si él era Yeshe, debíamos confiar en que pudiese expresar su
propia visión, no imponérsela”, explica María, que propuso crear una escuela
de tulkus occidentales en la Alpujarra, para evitarle el choque de culturas
a Osel y a otro puñado de niños en circunstancias similares.
No le hicieron
ni caso.
Se celebró entonces la famosa reunión de Londres y la crisis se dio
por cerrada. Pero en falso.
En realidad, solo fue el primero de una serie de
desencuentros que se agravaron durante la adolescencia del pequeño lama,
cada vez menos proclive a someterse a los modos dictatoriales de sus
educadores. El pulso entre María y los tibetanos fue ganando intensidad. Un
año a Osel solo le permitieron una visita de tres días a España, pero María
burló a los tutores y se escapó con él tres semanas.
En represalia, pasaría
dos años sin volver a ver a su hijo, al que habían convencido de que su
madre era una mala influencia. María y Francisco, más dócil con los lamas,
terminaron divorciándose. Y el crío prosiguió sus estudios. Pero en el
verano de 2002, con Osel a punto de alcanzar la mayoría de edad, sucedió
algo inesperado. India y Pakistán se enzarzaron en un rifirrafe con veladas
amenazas nucleares.
El lama Zopa, intranquilo, recomendó que Osel fuese a
España mientras se apaciguaban los ánimos. El padre se quedó en Barcelona,
pero Osel prefirió reunirse con su madre en Ibiza. Allí aprendió por fin a
montar en bici, salió en pandilla… Y se hizo a sí mismo las preguntas que
los periodistas le vienen haciendo desde que tenía uso de razón.
Y que
siempre ha respondido con franqueza.
“¿Eres la reencarnación del lama?”
“No
lo sé”
“¿Tienes recuerdos de tu vida anterior?”
“No”
“¿Ni siquiera en
sueños?”
“No me acuerdo de mis sueños”
En Ibiza, las dudas de Osel
colisionaron con el anhelo de vivir la juventud que le estaban robando. Y
algo hizo click.
Meses más tarde Osel decidió irse a estudiar a Suiza. Adiós muy buenas. La
situación se hizo insostenible y los lamas redactaron un comunicado insólito
en octubre de 2004. En él explicaban que Osel les había dado las gracias por
la educación recibida, pero que se iba.
La FPMT le cortó la financiación.
“Osel siente que es de vital importancia emplear más tiempo en su educación.
Como ya no está en Sera, Osel cree que no es apropiado que se sigan donando
fondos para su educación, como se ha hecho hasta ahora”.
La separación es un
hecho consumado, aunque le dejan la puerta abierta.
“Por el momento hemos
decidido que hasta que el lama no vuelva a Sera y reanude sus estudios
tibetanos, las aportaciones al fondo para su educación quedan suspendidas”.
No obstante, un grupo reducido de devotos le sigue apoyando en sus gastos y
necesidades educativas. Y en este momento le financian incluso el carné de
conducir.
Osel se ha empeñado en seguir su propio camino. Su ejemplo es
un soplo de
aire fresco.
Y más elocuente que si hubiera seguido recitando mantras sin
poner pegas. Un chico que compagina su espiritualidad con las kedadas en el
messenger y que se despide en los correos electrónicos deseando “muxo amor”.
Un gurú en periodo sabático. El pasado verano, apareció por sorpresa en
California. Fue a visitar a un lama de gran reputación.
Osel le dijo:
“Estoy
creando mi propio mundo. La FPMT está creando su mundo y lo está haciendo
bien. Algún día yo fusionaré mi mundo con el de la FPMT”.
Osel ha hecho suyo
el lema de su madre:
“El reto de mi vida es satisfacer mis necesidades
espirituales sin renunciar a mi época”.
Osel's Awakening
A Kid Against His Destiny
Babylon Magazine Talks to The Lama Who
Didn't Want to Be
extraído de "Osel's
Awakening - A Kid Against His Destiny"
del Sitio Web
BabylonMagazine
Se convertía así en un tulku, un lama que ha escogido voluntariamente
reencarnarse para continuar con sus propósitos espirituales.
“Me
reconocieron a través de unos sueños del Lama Zopa, aunque había diez
candidatos de todo el mundo, especialmente hijos de alumnos del lama Yeshe.
El Dalai hizo unas adivinanzas y consultaron al oráculo”.
A los cuatro años
eligió correctamente unos objetos que habían pertenecido al desaparecido
Lama, lo que para los monjes era una prueba inequívoca de la vuelta del
maestro.
Osel también recordaba el color del coche del lama y conocía su
casa, aunque no había estado nunca en ella. Sin embargo, no tiene ningún
recuerdo de su supuesta vida anterior:
“Mi recuerdo más antiguo es estar con
cuatro años en Daramsala caminando sólo por el bosque, pero nada de vidas
pasadas”.
El tibetano fue su primer idioma, y conoció muy pronto la estricta
disciplina medieval del monasterio. Su jornada comenzaba a las seis de la
mañana.
¿Su tarea? Memorizar durante 18 horas al día textos sagrados que le
prepararan para el debate, la forma principal de estudio de la filosofía
budista, en la que se empieza a participar cumplidos los 14 años.
En estas
reuniones, un monje desafía a otro a una batalla de lógica, utilizando como
argumento citas de las escrituras sagradas. Los monjes consideran que es
importante memorizar estos textos para “afilar la mente”.
El aprendizaje
previo dura once años.
EL MUNDO EXTERIOR
El claustrofóbico modo de vida del monasterio de Sera hizo mella muy pronto
en la moral de Osel.
“Era un recinto del que no podía salir. Si lo hacía,
era para ir de un destino A a un destino B específico y acompañado de un
asistente que iba conmigo y me vigilaba constantemente. Con ocho años envié
una cinta a mi madre llorando porque lo estaba pasando muy mal”.
María no lo
dudó: fue hasta la India para llevarse a su hijo.
La situación era cada vez
más delicada y, temiendo perder a Osel para siempre, los monjes hicieron una
excepción: permitieron a Paco, su padre, vivir con él durante los siguientes
nueve años que pasaría en el monasterio. Cuando reconocieron a Osel como la
reencarnación de Yeshe, la idea era que siguiera el camino soñado por el
lama, enseñar el budismo entre los occidentales.
Pero Osel se encontraba en
una situación paradójica:
“El lama Yeshe fue un maestro increíble,
especialmente en occidente, porque fue uno de los primeros que salió de la
India a dar enseñanzas. Los primeros alumnos que tuvo eran hippies que
habían ido a Nepal a fumar hachís y que acabaron recibiendo “enseñanzas”.
Aunque el budismo creía haber encontrado al sustituto perfecto, un lama
estrechamente vinculado con occidente, Osel apenas tuvo contacto con ese
mundo:
“Vale que me educasen con el programa oficial de mi país, pero mi
único contacto con occidente era a través de las películas”.
Cada tres o
cuatro años le dejaban ir a visitar a su familia, aunque con cierto recelo:
“los monjes sabían que si me quedaba más tiempo con ellos no iba a querer
volver otra vez; me habían cerrado tanto a ese mundo porque tenían miedo de
que me atrajese”.
Su percepción de occidente cuando volvía de España le
dejaba “traumatizado”:
“Si salía del monasterio dos o tres semanas, la
mayoría del tiempo lo pasaba en los centros, y cuatro o cinco días con mi
familia. Esa época era muy dura para mí: llegaba a casa y no conocía a mis
hermanos, no conocía a mi madre, no conocía nada”.
Los otros monjes le
llamaban “ojos blancos” para burlarse de él y la disciplina que recibía
cuando se rebelaba contra el orden impuesto era aplicada “básicamente con
palizas”.
Su padre se dirigía a él como “lama”, algo que le generaba una
sensación distante:
“Yo le decía muchísimas veces a mi padre que me quería
volver y no me hacía caso. Me decía, ‘pregúntaselo a Lama’, y el lama me
contestaba ‘5 o 7 años más’”.
Osel experimentó en sus propios huesos el
verdadero significado de la paciencia oriental.
LAS TENTACIONES DE MARA
La situación de Osel se hizo insostenible.
En cuanto cumplió la mayoría de
edad, abandonó el monasterio, sin terminar su Doctorado en Filosofía Budista.
“Por un lado les dolió muchísimo porque nunca terminé la carrera; si no la
terminas, no tienes el derecho de dar enseñanzas budistas, y como en teoría
soy el heredero de la organización FTMP, necesito estar instruido por la
filosofía y el budismo que conlleva la organización”.
El llamado a ser
director espiritual en occidente tomaba por primera vez las riendas de su
vida.
“Volví a España porque llegó un punto donde no encajaba en esa vida;
no me encontraba a mí mismo porque para mí era una mentira estar allí
viviendo algo que estaba impuesto desde afuera”.
Para una persona que ha
vivido 18 años en una burbuja, desembarcar en la realidad es un shock
brutal.
Para un joven en plena adolescencia, con los ojos tapados al mundo,
que apenas había tenido contacto con chicas,
“llegar y ver un anuncio de una
tía en bragas era super chocante”.
Osel empezó a escribir el guión de su
vida.
Estudió en Canadá y en Suiza. De ahí marchó a Bolonia. En el camino,
una increíble aventura durante el Carnaval de Venecia. Allí, como hiciera el
primer Buda en su convivencia con los ascetas, Osel experimentó el verdadero
sentimiento de libertad, de su búsqueda de la verdad, de su propia
iluminación.
“En la India tenía un cocinero, no fregaba los platos, tenía
siempre la mesa puesta, me lavaban la ropa… En Venecia me lavaba los dientes
en un McDonalds”.
Estaba preparado para la revelación.
LA ILUMINACIÓN
Es en Italia donde comienza a descubrir su verdadera pasión: el cine.
Trabaja como ayudante de realización durante medio año y de allí se va a Los
Ángeles dos meses, con la ayuda de una productora de documentales israelí.
Es precisamente el documental el soporte que ha encandilado a Osel, que
sigue estudiando y que acaba de rodar un corto experimental sobre el
conflicto de Palestina. Se ha encontrado a sí mismo.
Por su aspecto, nadie
podría adivinar que detrás de sus rápidos gestos, su porte humilde y sus
ojos tranquilos, se esconde un tipo sencillo que en su día estuvo encaminado
a ser uno de los líderes espirituales de la milenaria cultura budista.
Tiene
miedo “al dolor”, le gusta el reggae y habla en tibetano con su hermano
Kulkyen - cuando no quieren que nadie se entere - en un gesto de pillería que
¿quién sabe?, a lo mejor haya heredado del bromista lama Yeshe.
Cree en la
reencarnación:
“Nuestro cuerpo es como un vehículo, hay una fuerza que lo
mantiene junto y vivo y que se marcha cuando el cuerpo se hace viejo y
termina; somos polvo de estrellas y lo volvemos a ser en ese momento…”.
Sin
embargo, no se considera budista, para él religión y espiritualidad
son dos
cosas distintas:
“Nunca lo he sido; en una época sí, a rajatabla, hasta que
llegó un punto donde empecé a planteármelo”.
En una entrevista por la radio
- que no estaba censurada por los monjes, como ocurría habitualmente durante
su estancia en el monasterio - se autodefinió como agnóstico científico.
Su
maestro, el lama Zopa, lejos de castigarle, le mostró su admiración:
“Tiene
toda la lógica, ¿no?”.
Osel se emociona cuando sale a la palestra el nombre
del Dalai Lama:
“si realmente existen los Budas, él sería uno de ellos, es
un ser iluminado”.
Dice que no echa nada de menos del monasterio, pero su
voz denota tristeza cuando lo recuerda.
“Es otro mundo que no puede darse
aquí, esa mentalidad, esa forma de ser, ese ritmo de vida… me da pena
haberlo dejado”.
Nuestro lama (odia que le llamen así), ha recibido una
invitación para colaborar como percusionista en el grupo de rap de otro lama
“renegado”, y estuvo conociéndose a sí mismo en el estrambótico festival
Burning Man, en el desierto de Nevada, uno de los epicentros mundiales de la
cultura neo-hippie.
Cuando colgó los hábitos, renegó para siempre de su vida
anterior, aunque para los budistas siempre será un tulku, un lama que sigue
inmerso en la rueda de la vida, el
Samsara, con la misión de encontrar la
verdad y de ayudar a los demás. Sobre él ha pesado siempre la
responsabilidad de enseñar.
Su corazón le dice que, de momento, debe
aprender.
“La traducción literal de lama es
maestro, y yo no soy ningún
maestro; un buen lama es una persona a la que no le importa lo que piensen
de él y que piensa por los demás antes que en él mismo: eso para mí es ser
un lama, una buena persona”