por Noam Chomsky
Publicado originalmente en Z, Mayo de 1998
como «Domestic Constituencies»
del Sitio Web
Inventati
Empecemos por unos puntos sencillos, asumiendo las condiciones que hoy
prevalecen; no, por supuesto, el término de la inacabable lucha por la
libertad y la justicia.
Hay una «arena pública» donde, en principio, los individuos pueden
participar en las decisiones que afectan a la sociedad en general : cómo se
obtienen y utilizan los ingresos públicos, cuál será la política exterior,
etc. En un mundo de naciones estado, la arena pública es fundamentalmente la
política, en varios niveles.
La democracia funciona en tanto en cuanto los
individuos participan de forma significativa en la cuestión pública, a la
vez que se ocupan de sus propios asuntos, individual y colectivamente, sin
ser ilegítimamente interferidos por las concentraciones de poder. El
funcionamiento de la democracia presupone una relativa igualdad de acceso a
las fuentes – materiales, informativas y demás –, una perogrullada tan
antigua como Aristóteles. En teoría los gobiernos se instituyen para servir
a sus «electorados nacionales», a cuya voluntad deben someterse.
Una forma
de valorar el funcionamiento de la democracia es, pues, la medida en que la
teoría se aproxima a la realidad y en que los «electorados nacionales» se
aproximan a coincidir con la población.
En las democracias con capitalismo de estado, la arena pública ha sido
ampliada y enriquecida por la larga y enconada lucha popular. A la vez, la
concentración del poder privado ha procurado restringirla. Estos conflictos
constituyen una buena parte de la historia moderna. La manera más eficaz de
restringir la democracia es transferir la toma de decisiones, de la arena
pública, a instituciones que no responden ante nadie: reyes y príncipes,
castas sacerdotales, juntas militares, dictaduras partidistas o las modernas
sociedades anónimas.
Las decisiones a que llegan los directivos de la GE
afectan sustancialmente a la sociedad en general, pero, por principio, los
ciudadanos no participan en su adopción (podemos dejar de lado el
transparente mito del mercado y la «democracia» de los accionistas).
Los sistemas de poder exentos de responsabilidades ofrecen ciertas opciones
a los ciudadanos. Estos pueden hacer peticiones al rey o al presidente de la
empresa, o afiliarse al partido que gobierna. Pueden probar a trabajar para
la GE o bien comprar sus productos. Pueden luchar por sus derechos dentro de
las tiranías, estatales y privadas, y solidarizándose con otros pueden
tratar de limitar o desmantelar el poder ilegítimo, persiguiendo ideales
tradicionales, entre los que se incluyen los que animaron al movimiento
obrero norteamericano desde sus tempranos orígenes: que quienes trabajan en
las fábricas deben ser sus propietarios y quienes las dirijan.
La «concentración empresarial en Estados Unidos», ocurrida durante el último
siglo, ha sido un ataque contra la democracia; y en los mercados ha formado
parte del giro por el que se ha pasado de algo parecido al «capitalismo» a
los mercados sumamente administrados de la moderna era estatal-monopolista.
Una variedad actual se llama «minimización» del estado, es decir, transferir
de la arena pública a otro sitio el poder para tomar decisiones: «al
pueblo», en la retórica del poder; a las tiranías privadas, en el mundo
real.
Todas estas medidas están concebidas para limitar la democracia y
domar a la «vil plebe», como calificaron a la población quienes se llamaban
a sí mismos los «hombres de mejor calidad» durante el primer estallido de la
democracia en el período moderno, en la Inglaterra del siglo XVII; los
«hombres responsables», como se llaman a sí mismos hoy. Los problemas
fundamentales persisten, adoptando constantemente nuevas formas, reclamando
nuevas medidas de control y de marginalización, y conduciendo a nuevas
formas de lucha popular.
Los llamados «acuerdos de libre comercio» son uno de estos instrumentos para
minar la democracia. Están diseñados para transferir la toma de decisiones
sobre las aspiraciones y la vida de los pueblos a manos de las tiranías
privadas que operan en secreto y sin supervisión ni control públicos. No es
sorprendente que a la gente no le gusten. La oposición es casi instintiva,
justa respuesta al cuidado con que se aísla a la vil plebe de la información
y demás conocimientos relevantes.
Gran parte del cuadro se admite tácitamente.
Acabamos de presenciar un nuevo
ejemplo: el intento en los últimos meses de aprobar una legislación, la «Vía
Rápida», que permita al ejecutivo negociar acuerdos comerciales sin
supervisión del Congreso ni conocimiento público; bastará con un simple sí o
no. La Vía Rápida tiene el casi unánime apoyo de los sistemas de poder, pero,
como observaba con pesadumbre el Wall Street Journal, quienes se oponen tal
vez tengan un «arma decisiva»: la mayoría de la población.
El público seguía
oponiéndose a la legislación, a pesar de la barrera artillera de los medios
de comunicación, tontamente convencido de que tiene que saber lo que le está
ocurriendo y de que tiene voz para decidirlo. De manera similar, el TLC fue
impuesto a la fuerza, contra la oposición pública, que se mantuvo firme
incluso después del respaldo entusiasta y casi unánime del poder estatal y
empresarial, incluidos sus medios informativos, que incluso se negaron a
permitir que expusieran sus posturas los principales oponentes (el
movimiento sindical) mientras los denunciaban por diversas fechorías
inventadas.(1)
La Vía Rápida se presentó como una cuestión de libertad de comercio, pero
eso no es exacto. Los más ardientes partidarios del libre comercio se
opondrían firmemente a la Vía Rápida de darse el caso de creer ellos en la
democracia, que es lo que está en juego. Dejando esto de lado, es difícil
calificar los acuerdos proyectados de acuerdos de libre comercio en mayor
medida que el TLC o los tratados del GATT, temas que abordamos en otros
lugares.
La razón oficial de la Vía Rápida fue expuesta por Jeffrey Lang, vice-representante para el Comercio de Estados Unidos:
«El principio
fundamental de las negociaciones es que una única persona [el presidente]
pueda negociar en nombre de Estados Unidos»(2).
El papel del Congreso
consiste en estampar el sello, el papel del público en mirar;
preferiblemente, en mirar hacia otro 1ado.
El «principio fundamental» es bastante cierto, pero es estrecho de miras.
Vale para el comercio, pero no para las demás cuestiones: los derechos
humanos, por ejemplo. En éstas, el principio es el contrario: los miembros
del Congreso han de tener garantizadas todas las posibilidades de asegurarse
de que Estados Unidos mantenga su reputación de no ratificar los acuerdos,
uno de los peores del mundo.
Los pocos convenios a los que siquiera se les
ha permitido llegar al Congreso han sido retenidos durante años, e incluso
las raras ratificaciones han sido lastradas con condiciones que las hacen
inoperantes en Estados Unidos: no son «de efecto inmediato» y tienen
especiales restricciones. Una cosa es el comercio, otra distinta la tortura
y los derechos de las mujeres y los niños.
La distinción tiene un valor más general. China está bajo amenaza de severas
sanciones por no haberse adherido a las exigencias proteccionistas de
Washington, o por no respetar las sanciones a los libaneses. Pero el terror
y la tortura provocan una respuesta distinta: en este caso, las sanciones
podrían ser «contraproducentes».
Entorpecerían nuestros esfuerzos por
extender la cruzada de los derechos humanos al sufrido pueblo de China y sus
dominios; lo mismo que la renuencia a instruir a los oficiales del ejército
indonesio «disminuye nuestra capacidad para influir positivamente en [su]
comportamiento y política sobre derechos humanos», según explicó hace poco
el Pentágono. Por lo tanto, el empeño misionero en Indonesia prosigue,
eludiendo las resoluciones del Congreso.
Esto por lo menos es coherente.
Basta con recordar cómo la instrucción militar estadounidense «pagó dividendos» a principios de la década de 1960 y «fomentó» que los militares
llevaran a cabo sus necesarias tareas, como informaba al Congreso y al
presidente el secretario de Defensa Roberto McNamara después de las grandes
masacres dirigidas por el ejército en 1965, que arrojaron cientos de miles
de cadáveres en unos cuantos meses, una «increíble matanza masiva» (New York
Times) que despertó incontenida euforia entre los «hombres de la mejor
calidad» (incluido el Times) y compensó a los «moderados» que la habían
orquestado.
McNamara tiene un especial prestigio para la formación de
oficiales del ejército indonesio en universidades norteamericanas, «factores
muy significativos» para asentar la «nueva elite política Indonesia» (el
ejército) en el debido rumbo.
Al redactar su política de derechos humanos para China, la administración
podría haber recordado también el constructivo consejo de una misión militar
de Kennedy en Colombia:
«Si es necesario, realícense actividades
paramilitares, de sabotajes y/o terroristas contra conocidos partidarios del
comunismo» (fórmula que comprende campesinos, sindicalistas, activistas de
los derechos humanos, etc.).
Los alumnos aprendieron bien la lección,
cosechando el peor expediente sobre derechos humanos de la década de 1990 en
el hemisferio mientras aumenta la instrucción y ayuda militar de Estados
Unidos.
Las personas razonables pueden entender fácilmente, pues, que sería
contraproducente presionar demasiado a China por cuestiones como la tortura
de los disidentes o las atrocidades en Tíbet.
Esto incluso podría dar lugar
a que China padeciera los «perjudiciales efectos de [ser] una sociedad
aislada de la influencia norteamericana», razón aducida por un grupo de
ejecutivos empresariales para levantar las barreras comerciales estadounidenses que los privan de los mercados de Cuba, donde colaborarían
a restaurar los «beneficiosos efectos de la influencia norteamericana» que
prevalecieron desde la «liberación», hace un siglo, y a lo largo de los años
de Batista, las mismas influencias que se han demostrado tan benéficas en
Haití, El Salvador y otros paraísos contemporáneos; y que, por casualidad,
al mismo tiempo rinden beneficios.(3)
Estas sutiles discriminaciones deben formar parte del bagaje de quienes
aspiren a la respetabilidad y al prestigio. Una vez dominadas, entenderemos
por qué los derechos de los inversores y los derechos humanos requieren tan
distinto tratamiento.
La contradicción del «principio fundamental» sólo es
aparente.
Agujeros negros de la propaganda
Siempre es esclarecedor buscar lo que se omite en las campañas de
propaganda. La Vía Rápida fue objeto de una enorme publicidad. Pero varias
cuestiones esenciales desaparecieron en el agujero negro reservado a los
temas considerados no aptos para el consumo público. Uno es el hecho, ya
mencionado, de que no era una cuestión de acuerdos comerciales sino más bien
de principios democráticos.
Aún más sorprendente es que durante toda la
intensa campaña no parece haberse hecho mención pública del inminente
tratado que debía haber ocupado el primer plano del interés: el Acuerdo
Multilateral sobre Inversiones (AMI), un asunto de mucha mayor importancia
que integrar Chile en el TLC u otras minucias que sirvieron para ilustrar
por qué el presidente debía negociar en solitario los acuerdos, sin
injerencia del público.
El AMI cuenta con el potente apoyo de las instituciones financieras e
industriales que han estado íntimamente implicadas en su planeamiento desde
el principio: por ejemplo, el Consejo sobre Finanzas Internacionales de
Estados Unidos, el cual, en sus propias palabras, «promueve todos los
intereses económicos norteamericanos tanto en el interior como en el
extranjero».
En enero de 1996, el Consejo incluso publicó una guía del
Acuerdo Multilateral sobre inversiones, accesible a su electorado del mundo
de los negocios y círculos próximos, y seguramente a los medios de
comunicación. Incluso antes de que la Vía Rápida se llevara al Congreso, el
Consejo solicitó a la administración Clinton que incluyera el AMI en la
legislación a tramitar de inmediato, informaba el Miami Herald en julio de
1997, lo que parece ser la primera mención del AMI en la prensa y una
mención excepcional; volveremos sobre los detalles.(4)
¿Por qué entonces el silencio durante la controversia de la Vía Rápida sobre
todo lo relativo al AMI?
Una razón plausible viene a la cabeza. Pocos
dirigentes políticos y de los medios de comunicación dudan de que el público,
si era informado, se hubiera mostrado poco entusiasta del AMI. Los
opositores podrían haber blandido, una vez más, su «arma decisiva», caso de
haberse filtrado los datos.
Sólo era sensato, pues, llevar a cabo las
negociaciones del AMI bajo un «velo de secreto», tomando la expresión usada
por el presidente del Tribunal Supremo de Australia, sir Anthony Mason, al
condenar la decisión de su gobierno de impedir la inspección pública de las
negociaciones sobre «un acuerdo que podría tener gran impacto en Australia
si lo ratificamos».(5)
Ninguna voz semejante se oyó por aquí. Habría sido superflua: el velo del
secreto se defendió con mucha mayor vigilancia en nuestras instituciones
libres.
Dentro de Estados Unidos pocos saben algo sobre el AMI, que ha sido objeto
de intensas negociaciones en la OCDE desde mayo de 1995. La fecha
originalmente fijada para concluirlo era mayo de 1997. De haberse alcanzado
el objetivo, el público habría sabido tanto sobre el AMI como sabe sobre la
Ley de Telecomunicaciones de 1996, otro gran regalo público al poder privado
concentrado, que se mantuvo en gran parte reducido a las páginas económicas.
Pero los países de la OCDE no se pusieron de acuerdo sobre las previsiones y
hubo que retrasar un año la fecha fijada.
El plan original y preferencial consistía en forjar el tratado dentro de la
Organización Mundial del Comercio. Pero el propósito fue bloqueado por los
países tercermundistas, sobre todo por la India y Malasia, que reconocieron
que las medidas que se estaban redactando los habrían privado de los
instrumentos que habían utilizado los países ricos para fortalecer su
posición.
Las negociaciones se trasladaron entonces a los cuarteles
generales más seguros de la OCDE, donde se esperaba alcanzar un acuerdo al
que «querrían sumarse los países emergentes», según delicada fórmula del Economist de Londres,(6) so pena de verse privados de los mercados y los
recursos de los ricos, lo que habitualmente significa la «libertad de
elección» en los sistemas con inmensas desigualdades de poder y riqueza.
Durante casi tres años se mantuvo a la vil plebe en la bendita ignorancia de
lo que estaba ocurriendo. Pero no por completo. En el tercer mundo se había
convertido en un tema candente a principios de 1997.(7) En Australia, la
noticia saltó a las páginas económicas en enero de 1998, dando pie a un
frenesí de informaciones y controversias en la prensa nacional, de ahí la
condena de sir Anthony al dirigirse a una convención en Melbourne.
El
partido de la oposición «urgió al gobierno a remitir el acuerdo al comité
parlamentario sobre tratados antes de firmarlo», según la prensa. El
gobierno se negó a proporcionar al Parlamento una información detallada y a
permitir el examen parlamentario.
Nuestra «posición sobre el AMI es muy
clara», respondió el gobierno:
«No firmaremos nada a no ser que sea
demostrablemente beneficioso para el interés nacional de Australia».
En suma:
«Haremos lo que nos dé la gana»; o dicho con mayor exactitud, lo que nos
digan nuestros señores; y siguiendo el habitual procedimiento, el «interés
nacional» lo definirían los centros de poder, a puerta cerrada.
Bajo la presión, el gobierno aceptó unos días después que un comité
parlamentario examinara el AMI. Los editorialistas sancionaron de mala gana
la decisión: era necesaria para responder a la,
«histeria xenófoba» de los «alarmistas»
y a la «impía alianza de los grupos de ayuda, los sindicatos, los
ecologistas y los extravagantes teóricos de la conspiración».
Advertían, no
obstante, que después de esta desafortunada concesión es «de vital
importancia que el gobierno no retroceda ni un paso más en su firme
compromiso» con el AMI.
El gobierno negó la acusación de actuar en secreto,
señalando que estaba disponible en Internet un borrador del tratado; gracias
a los grupos activistas que lo colocaron allí, una vez que les llegó por
filtraciones.(8)
Podemos reconfortarnos: ¡la democracia florece en Australia, de todos modos!
En Canadá, que está ahora afrontando una forma de incorporación a Estados
Unidos acelerada por el «libre comercio», la «impía alianza» tuvo mucho
mayor éxito. Durante años el tratado se había discutido en los principales
diarios y semanarios de información, en las horas punta de la televisión
nacional y en reuniones públicas.
La provincia de la Columbia Británica
anunció en la Cámara de los Comunes que era «firmemente contraria» al
tratado propuesto, señalando las «inaceptables restricciones» que imponía a
los gobiernos electos en los planos federal, provincial y local; su
perjudicial impacto en los programas sociales (atención sanitaria, etc.),
así como en la protección del medio ambiente y en la administración de los
recursos; la desusada amplitud con que se definía «inversión»; y otros
ataques contra la democracia y los derechos humanos.
El gobierno de la
provincia se oponía en especial a las disposiciones que permitían a las
corporaciones litigar contra los gobiernos, a la vez que quedaban exentas de
cualesquiera obligaciones, y a que se resolvieran sus acusaciones ante «comisiones
de arbitraje no elegidos ni responsables ante nadie», que se compondrían de
«expertos en comercio» y actuarían sin normas probatorias ni transparencia,
y sin posibilidad de apelación.
Al haber sido desgarrado el velo del secreto por las escandaleras
procedentes de abajo, el gobierno canadiense tuvo necesidad de asegurar al
público que la desinformación se ejercía por su bien.
De la tarea se ocupó,
en un debate televisado a escala nacional por la CBC, el ministro federal
canadiense de Comercio Internacional, Sergio Marchi:
él «quería pensar que
la gente se sentía tranquilizada», dijo, por la «honradez que yo creo que
transmite nuestro primer ministro» y «el amor que tiene por Canadá».
Lo cual debía resolver el contencioso. De modo que la democracia también
tiene buena salud al norte de la frontera.
Según la CBC, el gobierno canadiense – lo mismo que el australiano – «no
tiene en este momento planes para ninguna legislación sobre el AMI» y «el
ministro de Comercio dijo que tal vez no fuera necesaria», puesto que el AMI
no es más que una ampliación del TLC.(9)
El tema se ha discutido en los medios de comunicación nacionales de
Inglaterra y Francia, pero yo no sé si allí, o en cualquier otro lugar del
mundo libre, se consideró necesario asegurar al público que cómo mejor
cuidan sus intereses es teniendo fe en los dirigentes que «los aman», «rezuman
honradez» y defienden inamoviblemente «el interés nacional».
No es demasiado sorprendente que la historia haya seguido un curso único en
el estado más poderoso del mundo, donde los «hombres de la mejor calidad» se
declaran campeones de la libertad, la justicia, los derechos humanos y –
sobre todo – la democracia. Seguramente quienes dirigen los medios de
comunicación han estado en todo momento informados sobre el AMI y sus
importantes consecuencias, al igual que los intelectuales públicos y los
expertos reconocidos.
Como ya hemos hecho notar, el mundo de los negocios
estaba al tanto a la vez que participaba activamente. Pero en la más
impresionante demostración de autodisciplina, con salvedades que se
confunden con el error estadístico, la prensa libre ha logrado mantener a
oscuras a quienes confían en ella; una tarea nada sencilla en un mundo tan
complejo.
El mundo empresarial apoyó de forma abrumadora el AMI. Aunque el silencio
impide demostrarlo con citas, es razonable barruntar que los sectores del
mundo empresarial dedicados a ilustrar al público no fueron menos
entusiastas. Pero, una vez más, entienden que podría desenvainarse el «arma
decisiva» si la vil plebe se huele lo que se está haciendo. El dilema tiene
una solución lógica.
Llevamos ya casi tres años observándola.
Electorados respetables y no respetables
Los defensores del AMI tienen un argumento de peso: los críticos carecen de
información para plantear las cosas de manera convincente. El propósito del
«velo de secreto» ha sido el de garantizar el resultado y el empeño ha
tenido un cierto éxito.
Esto es más espectacular en Estados Unidos, que
disfruta de las instituciones democráticas más estables y más antiguas del
mundo y puede alegar con todo derecho ser el modelo de democracia con
capitalismo de estado. Dada la experiencia y el estatus, no es sorprendente
que los principios de la democracia se comprendan con claridad en Estados
Unidos y se expongan lúcidamente en las altas esferas.
Por ejemplo, el
distinguido científico Samuel Huntington, en su texto American Politics,
observa que el poder debe ser invisible si quiere ser eficaz.
«Los
arquitectos del poder en Estados Unidos deben crear una fuerza que se deje
sentir pero no ver. El poder se mantiene fuerte cuando se mantiene en la
oscuridad; expuesto a la luz del sol comienza a evaporarse.»
Ilustró esta
tesis en el mismo año (1981) mientras explicaba la función de la «amenaza
soviética»:
«Es posible que haya que vender [la intervención u otra acción
militar] de tal modo que se cree la falsa impresión de que se está luchando
contra la Unión Soviética. Es lo que Estados Unidos viene haciendo desde la
doctrina Truman».(10)
Dentro de estos límites – «creando la falsa impresión» para engañar al
público y dejarlo literalmente excluido – deben ejercer su pericia los
líderes responsables en las sociedades democráticas.
No obstante, no sería justo acusar a las potencias de la OCDE de llevar las
negociaciones en secreto. Después de todo, los activistas lograron poner una
versión del borrador en Internet, luego de haberla conseguido de manera
ilegal. Los lectores de «prensa alternativa» y de periódicos del tercer
mundo y los que están infectados por la «impía alianza» han estado al
corriente de los acontecimientos desde principios de 1997, por lo menos.
Y
desde la corriente principal, nada hay que oponer a participar directamente
en una organización que «vela por los intereses mundiales de las finanzas
norteamericanas» y sus contrapartidas en otros países ricos.
Pero hay unos cuantos sectores que de alguna manera no han sido tenidos en
cuenta: el Congreso estadounidense, por ejemplo. El pasado noviembre,
veinticinco representantes de la Cámara enviaron una carta al presidente
Clinton exponiéndole que habían «llamado su atención» las negociaciones del
AMI, presumiblemente gracias a los esfuerzos de los activistas y otros
grupos interesados por las cuestiones públicas.(11)
Pedían al presidente que
respondiera a tres sencillas preguntas.
-
Primera:
«Dados los recientes alegatos de la administración de que no puede
negociar acuerdos complicados, multisectoriales y multilaterales sin las
facultades de la vía rápida, ¿cómo es que casi se ha completado el AMI», con
un texto «tan complicado como el del TLC o el GATT» y con estipulaciones que
«requerirían sustanciales limitaciones de las leyes y los principios
norteamericanos referentes a la normativa federal, estatal y local sobre
inversiones?».
-
Segunda:
«¿Cómo se ha estado negociando este acuerdo, desde mayo de 1995,
sin ninguna consulta ni vigilancia del Congreso, teniendo en cuenta,
especialmente, la autoridad constitucionalmente exclusiva que tiene el
Congreso para regular el comercio internacional?».
-
Tercera:
«El AMI es muy prolijo sobre las intervenciones, lo que permitiría
a un inversor o empresa extranjera pleitear directamente contra el estado
estadounidense por perjuicios si adoptáramos alguna medida que restringiera
el "disfrute" de una inversión. Estas formulaciones son burdas y vagas y van
notoriamente más allá del limitado concepto de intervención que determina la
legislación interior norteamericana. ¿Por qué habría de ceder
voluntariamente Estados Unidos su inmunidad soberana y exponerse a ser
condenado a pagar perjuicios en nombre de vaguedades como las que hablan de
tomar medidas "con efectos equivalentes" a una expropiación "indirecta"?».
En el punto tres, los signatarios tal vez estuvieran pensando en el pleito
de la Ethyl Corporation – famosa por producir gasolina con plomo – contra
Canadá, en el que solicita 250 millones de dólares para cubrir las pérdidas
derivadas de la «expropiación» y los perjuicios sufridos por el «buen
nombre» de la Ethyl a consecuencia de que la legislación canadiense prohibió
el MMT, un aditivo de la gasolina.
Canadá considera que el MMT es una toxina
perjudicial y un riesgo significativo para la salud, en concordancia con la
Agencia norteamericana de Protección del Medio Ambiente, que restringió
tajantemente su uso, y con el estado de California, que lo ha prohibido por
completo.
La querella también solicita daños y perjuicios por el «efecto
disuasorio» de la ley canadiense, que ha hecho que Nueva Zelanda y otros
países revisen el uso del MMT, acusa la Ethyl. Pero quizá los firmantes
estuvieran pensando en la querella contra México de la empresa
norteamericana Metalclad, dedicada a la manipulación de residuos peligrosos,
que reclama 90 millones de dólares por los perjuicios de una «expropiación»
debida a que se incluyó dentro de una zona ecológica protegida un
emplazamiento previsto para los residuos peligrosos.(12)
Estos pleitos se están llevando adelante dentro de las normas del TLC, que
permiten a las corporaciones querellarse contra los estados, otorgándoles de
hecho los derechos de un estado nacional (no de simples personas, como
antes). La presumible intención es sondear y, si es posible, expandir los
(vagos) límites de estas normas.
En parte son sólo intimidatorias, un
instrumento reconocido y a menudo eficaz a disposición de aquellos con
posibles para conseguir lo que quieren mediante amenazas legales que tal vez
sean del todo frívolas.(13)
«Teniendo el cuenta la enormidad de las potenciales consecuencias del AMI»,
concluía la carta de los congresistas al presidente, «aguardamos
ansiosamente sus respuestas a las preguntas».
Una respuesta llegó finalmente
a los firmantes y no decía nada. Los medios de comunicación estuvieron
informados sobre todo esto, pero no sé que le hayan dado ninguna
cobertura.(14)
Otro colectivo que ha sido menospreciado, junto con el Congreso, es la
población. Aparte de la prensa económica, no hubo, que yo sepa, ninguna
atención por parte de la prensa de gran difusión hasta mediados de 1997, y
prácticamente no ha habido ninguna desde entonces. Como ya se ha mencionado,
el Miami Herald daba cuenta del AMI en julio de 1997, señalando el
entusiasmo y la participación directa del mundo de los negocios.
El Chicago Tribune publicó una información en diciembre, observando que el asunto «no
había sido objeto de ninguna atención pública ni de debate político», salvo
en Canadá.
En Estados Unidos, «esta oscuridad parece deliberada», denuncia
el Tribune.
«Fuentes gubernamentales dicen que la
administración ... no está interesada en promover más debates sobre la
economía global.»
A la luz del ánimo del público, el secreto es la
mejor política y se confía en la
connivencia del sistema de información.
El Newspaper of Record rompió su silencio pocos meses después, publicando un
anuncio pagado por el International Forum on Globalization, que se oponía al
tratado.
El anuncio cita un titular del Business Week que describe el AMI
como,
«el explosivo pacto comercial del que nunca se ha sabido nada».
«El
acuerdo ... reescribiría la normativa sobre la propiedad extranjera:
afectaría a todo, desde las fábricas hasta los bienes raíces e incluso a los
valores financieros. Pero muchos legisladores nunca han sabido nada del
Acuerdo Multilateral sobre Inversiones debido a que las conversaciones
secretas del presidente Clinton se han celebrado a cubierto del radar del
Congreso», y los medios de información se han atenido al programa de la Casa
Blanca.
¿Por qué?, pregunta el Foro Internacional, respondiendo
implícitamente con un repaso a las principales características del tratado.
Pocos días después (el 16 de febrero de 1998), la Morning Edition de
Newspaper of Record presentaba un fragmento del AMI. Una semana después,
el Christian Science Monitor publicaba un fragmento (bastante magro). El
New
Republic ya se había dado por enterado de que estaba surgiendo interés
público por el AMI.
El tema no había sido adecuadamente cubierto en sectores
respetables, llegaba a la conclusión el New Republic, porque «la gran
prensa», bien que por regla general se inclina hacia la izquierda, aún se
inclina mucho más hacia el internacionalismo. De ahí que los izquierdistas
de la prensa no hubieran sabido percibir la oposición pública a la Vía
Rápida en su momento ni se habrían dado cuenta de que los mismos
alborotadores «están ya armándose [para] la batalla» contra el AMI.
La
prensa debía hacer frente a sus responsabilidades con más seriedad y lanzar
un golpe preventivo contra la «paranoia del AMI», que ha ido «rebotando a
través de Internet» e incluso dando lugar a conferencias públicas.
Tal vez
no fuera suficiente ridiculizarlos con aquello de «la tierra arrasada y el
enjambre de helicópteros negros». El silencio tal vez tampoco fuese la
actitud más acertada para que los países ricos pudieran «sellar la
liberalización del derecho internacional sobre inversiones lo mismo que el
GATT había codificado la liberalización del comercio».
El 1 de abril de 1998, el Washington Post dio al público nacional la noticia
en un artículo de opinión escrito por Fred Hiatt, editorialista de
plantilla.
Ofrece la habitual mofa de los críticos y de las acusaciones de
«secretismo»; al fin y al cabo, el texto había sido puesto (ilícitamente) en
la Web por activistas. Como otros que naufragan en este plano apologética,
no sacaba las evidentes conclusiones: que los medios de comunicación debían
abandonar graciosamente la escena. Cualquier dato significativo que manejen
podía ser descubierto por la gente normal que buscara con diligencia y
quedan declarados irrelevantes los análisis, comentarios y debates.
Hiatt escribe que el «AMI no ha merecido todavía demasiada atención en
Washington» – especialmente en su periódico – un año después de haber
superado la primera fecha en que debía firmarse y tres semanas antes de la
fecha prevista para 1998.
Limita su perspectiva a los pocos y vacuos
comentarios oficiales, presentados como hechos indiscutibles, y añade que el
gobierno ha,
«aprendido de la vía rápida que debe hacer consultas cuando
todavía se están elaborando los tratados, y sobre todo antes: con los
sindicatos, con las autoridades locales, con los ecologistas y demás».
Tal y
como hemos podido ver.(15)
Quizá como reacción a la carta de los congresistas, o a la salida a la luz
de los chiflados, Washington hizo una declaración oficial sobre el AMI el 17
de febrero de 1998. La declaración del subsecretario de Estado, Stuart Eizenstat, y del vice-representante para el Comercio de Estados Unidos,
Jeffrey Lang, pasó completamente inadvertida para los informadores, que yo
sepa. La declaración es una rutinaria nota de prensa, pero merece los
titulares de primera página en comparación a lo que se había publicado antes
(nada, en esencia).
Las virtudes del AMI se consideran evidentes; no hay
descripción ni se ofrecen argumentos. En cuestiones como la mano de obra y
el medio ambiente, «intervenciones», etcétera, el mensaje es el mismo que el
emitido por los gobiernos de Canadá y Australia:
«Confíen en nosotros y
callen».
De mayor interés es la buena noticia de que Estados Unidos se ha adelantado
dentro de la OCDE a asegurarse de que el acuerdo «complementa nuestros
esfuerzos más generales», de momento desconocidos, «en favor del desarrollo
sostenido y del mayor respeto a las normas laborales».
Eizenstat y Lang «se
felicitan de que las demás partes estén de acuerdo con nosotros» en estos
temas. Además, ahora los otros países de la OCDE «están de acuerdo con
nosotros en la importancia de trabajar en estrecha colaboración con sus
electorados nacionales para crear el consenso» sobre el AMI.
Están con
nosotros en entender «que la participación en este proceso es importante
para los electorados nacionales».
«En interés de la mayor transparencia», añade la declaración oficial, «la
OCDE ha acordado hacer público el texto del borrador del acuerdo», quizás
incluso antes de que se agoten los plazos.(16)
Aquí tenemos, por fin, un sonoro tributo a la democracia y a los derechos
humanos. La administración Clinton está encauzando el mundo, proclama, de
modo que los «electorados nacionales» desempeñen un papel activo en la
«creación del consenso» sobre el AMI.
¿Quiénes son los «electorados nacionales»?
La pregunta se contesta
fácilmente echando un vistazo a los datos indiscutidos. El mundo financiero
ha desempeñado un papel activo en todo momento. El Congreso no fue informado
y el enojoso público – el «arma decisiva» – se mantuvo en la ignorancia. Un
ejercicio directo de lógica elemental nos informa con exactitud de quiénes
entiende Clinton que son los «electorados nacionales».
Es una lección útil. Rara vez se formulan con tanto candor y precisión los
valores operativos de los poderosos. Para ser justos, no constituyen un
monopolio de Estados Unidos. Estos valores los comparten los centros de
poder estatales y privados de otras democracias parlamentarias, y sus
contrapartidas en las sociedades donde no hay necesidad de entregarse a
florilegios retóricos sobre la «democracia».
Las lecciones están claras como el agua. Habría que tener verdadero talento
para perdérselas y para no ver cuán bien ilustran las advertencias de
Madison hace 200 años, cuando deploraba,
«la osada depravación de los
tiempos» en que «los agiotistas se convertirán en la guardia pretoriana del
gobierno, a la vez sus instrumentos y su tirano, sobornados por su
liberalidad e intimidándolo con clamores y alianzas».
Estas observaciones llegan al meollo del AMI.
Como buena parte de la
política pública de los últimos años, especialmente en las sociedades
angloamericanas, el tratado está diseñado para recortar la democracia y los
derechos de los ciudadanos, transfiriendo aún más poderes para tomar
decisiones a las instituciones privadas que no rinden cuentas a nadie, a los
gobiernos de los que estas instituciones son sus «electorados nacionales» y
a las organizaciones internacionales con las que comparten «intereses
comunes».
Los términos del AMI
¿,Qué dicen en realidad y qué presagian los términos del AMI? Si se permite
que lleguen a la arena pública con puntos y comas, ¿,qué descubriremos?
Puede que no haya una respuesta categórica a estas preguntas. Incluso si
dispusiéramos del texto completo del AMI, de la detallada lista de las
reservas introducidas por los signatarios y de la documentación palabra por
palabra de las actas, no tendríamos las respuestas. La razón es que las
respuestas no vienen determinadas por las palabras sino por las relaciones
de poder que impone su interpretación. Hace dos siglos, en la que en su día
era la democracia dominante, Oliver Goldsmith observó que las «leyes
machacan a los pobres y los ricos hacen la ley»; es decir, la ley que actúa,
digan lo que digan las bellas palabras. El principio sigue siendo
válido.(17)
Se trata, de nuevo, de perogrulladas que valen para todo. En la Constitución
de Estados Unidos y en sus enmiendas no se encuentra nada que autorice a
otorgar derechos humanos (libertad de expresión y de movimiento, derecho a
comprar elecciones, etc.) a lo que los historiadores del derecho denominan
«entidades jurídicas colectivas», entidades orgánicas que tienen derechos de
«personas inmortales», derechos que superan con mucho los de las personas de
verdad, si tenemos en cuenta el poder de estas entidades, y derechos a los
que ahora se van a sumar los propios de los estados, como hemos visto.
En
vano se buscará en la Carta de la ONU el fundamento de la autoridad que se
irroga Washington cuando utiliza la fuerza y la violencia para perseguir el
«interés nacional», según lo definen las personas inmortales que proyectan
sobre la sociedad esa sombra llamada «la política», en evocativa expresión
de John Dewey.
El Código estadounidense define el «terrorismo» con gran
claridad y la ley norteamericana establece severos castigos por ese delito.
Pero no se encontrará ninguna fórmula que excluya a «los arquitectos del
poder» de ser castigados por sus prácticas de terrorismo estatal, por no
hablar de sus monstruosos clientes (mientras éstos gozan del favor de
Washington).
Suharto, Saddam Hussein, Mobutu, Noriega y otros mayores y
menores. Como señalan año tras año las principales organizaciones defensoras
de los derechos humanos, prácticamente toda la ayuda exterior estadounidense
es ilegal, desde la de los primeros recipendarios hasta la del último de la
lista, porque la ley prohíbe ayudar a países que practiquen la «tortura
sistemática».
Esa puede que sea la ley, pero ¿es eso lo que significa la
ley?
El AMI cae dentro de la misma categoría. El análisis correcto sería ponerse
en el «peor de los casos», si «el poder se mantiene en la oscuridad» y los
abogados de las corporaciones, que son amanuenses a sueldo, logran imponer
su interpretación de la fraseología queridamente ambigua y retorcida del
borrador del tratado.
Hay interpretaciones menos agoreras, que tal vez sean
las correctas si no es posible contener el «arma decisiva» y los
procedimientos democráticos influyen en los resultados. Entre los posibles
resultados, uno sería el desmantelamiento de toda la estructura y de las
instituciones ilegítimas en que se apoya. Son asuntos que piden organización
y acción popular, no palabras.
Aquí se podrían plantear críticas a algunos de los críticos del AMl
(incluido yo). El texto desglosa los derechos de los «inversores», no los de
los ciudadanos, cuyos derechos quedan consiguientemente disminuidos. Los
críticos se han puesto de acuerdo en calificarlo de «acuerdo sobre los
derechos de los inversores», lo cual es bastante cierto, pero es engañoso.
¿Quiénes son exactamente los «inversores»?
"La mitad de las acciones era en 1997 propiedad del 1% de las familias
más ricas y casi el 90% era del 10% de las más ricas (la
concentración es aún mayor en el caso de las obligaciones y los fondos de
inversión, similar en otros valores); al agregar los planes de pensiones
sólo se produce una distribución ligeramente más uniforme entre el 20% de familias más ricas.
Es comprensible el entusiasmo por la radical
inflación de valores en los últimos años. Y el control efectivo de las
corporaciones radica en muy pocas manos institucionales y personales, con el
respaldo de la ley, luego de un siglo de activismo judicial."
Hablar de «inversores» no debe hacer pensar en quienes trabajan en los
talleres de las fábricas, sino en la Caterpillar Corporation, que acaba de
conseguir romper una importante huelga basándose en la tan alabada inversión
extranjera: utilizando el notable crecimiento de los beneficios que comparte
con otros «electorados nacionales» para crear un exceso de capacidad
productiva en el extranjero que socave los esfuerzos de los trabajadores de
Illinois para resistir la erosión de sus sueldos y condiciones de trabajo.
Estas derivaciones son resultado en no pequeña medida de la liberalización
financiera de los últimos veinticinco años, que va a ser ampliada con el
AMI; también merece la pena anotar que esta era de liberalización financiera
ha sido de un crecimiento más lento de lo normal (incluyendo el actual boom,
la recuperación más pobre de la historia de la posguerra): salarios bajos,
beneficios altos y, dicho sea de paso, restricciones comerciales impuestas
por los ricos.
Sería mejor calificar al AMI y similares empeños de «acuerdos sobre derechos
de las corporaciones» en vez de «acuerdos sobre derechos de los inversores».
Los «inversores» relevantes son personas jurídicas colectivas, no personas
tal como se entendía por sentido común y por tradición en los tiempos
anteriores a que el activismo jurídico creara el moderno poder concentrado
de las corporaciones. Lo que conduce a otra crítica. Los contrarías al AMI
suelen alegar que los acuerdos conceden demasiados derechos a las
corporaciones.
Pero hablar de conceder demasiados derechos al rey o al
dictador, o al propietario de esclavos, es ceder demasiado terreno. Más bien
que «acuerdos sobre los derechos de las corporaciones», estas medidas
podrían calificarse, con mayor exactitud, de «acuerdos sobre los poderes de
las corporaciones», dado que en absoluto está claro que estas instituciones
hayan de tener ninguna clase de derechos.
Cuando tuvo lugar la concentración empresarial y financiera en las
sociedades con capitalismo de estado, hace un siglo, en parte como reacción
a los gigantescos fracasos del mercado, los conservadores – una ralea que
actualmente apenas existe – se opusieron a este ataque contra los principios
fundamentales del liberalismo clásico. Y con razón.
Cabe recordar la crítica
de Adam Smith a las «sociedades anónimas» de su época, especialmente al
conceder cierta independencia a los gestores, y su actitud respecto a la
inherente corrupción del poder privado: probablemente hay una «conspiración
contra el público» cuando los hombres de negocios se reúnen a almorzar, en
su ácida opinión, dejando aparte cuando constituyen personas jurídicas
colectivas y alianzas entre ellos, con derechos extraordinarios que respalda
y amplía el poder del estado.
Teniendo presentes estas salvedades, recordemos algunos de los previstos
rasgos del AMI, basándonos en la información que ha llegado al público
interesado gracias a la «impía alianza.
Se otorga a los «inversores» el derecho de mover libremente sus bienes, lo
mismo las instalaciones industriales que los valores financieros, sin
«interferencias estatales» (lo que significa la voz, del público). Por
procedimientos trapaceros consabidos en el mundo de los negocios y entre los
abogados de las corporaciones, los derechos garantizan también a los
inversores extranjeros la fácil transferencia a inversores nacionales.
Entre las opciones democráticas que podrían
desecharse se cuentan las que reclaman que la propiedad sea local, compartir
la tecnología, dirección local, control de las corporaciones, normativa
sobre salarios dignos, derechos preferenciales (para las zonas deprimidas,
las minorías, las mujeres, etc.), medidas para la protección de la mano de
obra, del consumidor y del medio ambiente, restricción de los productos
peligrosos, apoyo a las industrias
emergentes y estratégicas, reforma agraria, inspección a cargo de la
comunidad local y de los trabajadores (es decir, los fundamentos de la
auténtica democracia), actividades sindicales (que podrían interpretarse
como amenazas ilegales contra el orden), etc.
Se permite a los «inversores» que pleiteen contra los estados en todos los
ámbitos por infringir los derechos que se les han concedido. No hay
reciprocidad: ni los ciudadanos ni los estados pueden pleitear contra los
«inversores». Los pleitos de Ethyl y Metalclad son iniciativas de tanteo.
No se admiten restricciones a las inversiones en países que violan los
derechos humanos: Sudáfrica en los días del «compromiso constructivo», la
Birmania actual. Hay que entender, desde luego, que los grandes no se verían
afectados por tales limitaciones. Los poderosos están por encima de tratados
y leyes.
Se han prohibido las limitaciones a la circulación de capitales: por
ejemplo, las condiciones impuestas por Chile para disuadir la entrada de
capitales a corto plazo, que en general se reconoce que de alguna manera
aislaron a Chile del impacto destructivo de los mercados financieros
sumamente volátiles y sometidos a impredecibles irracionalidades gregarias.
O bien medidas de mucho mayor alcance, que bien podrían invertir las
deletéreas consecuencias de liberar la circulación de capitales. Durante
años han estado sobre la mesa serias propuestas para alcanzar estos
objetivos, pero nunca habían llegado al orden del día de los «arquitectos
del poder». Bien es posible que la economía resulte perjudicada por la
liberalización financiera, como parecen indicar los datos. Pero este
perjuicio tiene poca importancia en comparación con las ventajas derivadas
de liberar la circulación de capitales durante un cuarto de siglo, iniciada
principalmente por los gobiernos de Estados Unidos y Gran Bretaña. Estas
ventajas son sustanciales.
La liberalización financiera colabora a la
concentración de la riqueza y proporciona poderosas armas para socavar los
programas sociales. Ayuda a poner en práctica la «contención significativa
de los salarios» y la «atípica moderación con que crecen las remuneraciones
[que] parece ser sobre todo consecuencia de la mayor inseguridad de los
trabajadores», que tanto satisfacen al presidente de la
Reserva Federal,
Alan Greenspan, y a la administración Clinton, pues mantienen un «milagro
económico» que despierta pasmo entre los beneficiarios y los ilusos
observadores, sobre todo en el extranjero.
Aquí hay pocas sorpresas. Los diseñadores del sistema económico posterior a
la Segunda Guerra Mundial abogaron por la libertad de comercio pero por la
regulación del capital; este fue el entramado básico del sistema de Bretton
Woods de 1944, incluida la carta fundacional del FMI. Una de las razones fue
la expectativa (bastante plausible) de que la liberalización financiera
impediría la libertad de comercio.
Otra fue reconocer que sería una poderosa
arma contra la democracia y contra el estado del bienestar, que tenía un
inmenso respaldo popular. La regulación del capital permitiría a los
gobiernos ejercer políticas monetaria y fiscal, mantener el pleno empleo y
los programas sociales, sin temor a las fugas de capitales, señaló Harry Dexter
White, negociador en nombre de Estados Unidos, con el acuerdo de su contrapartida británica,
John Maynard Keynes.
La libre circulación de
capitales, por el contrario, hubiera creado lo que ciertos economistas
internacionales llaman un «senado virtual», en el que el muy concentrado
capital financiero impondría su propia política social por encima de las
poblaciones renuentes, castigando a los gobiernos que se desviaran mediante
fugas de capitales."
Los supuestos de Bretton Woods prevalecieron durante la
«edad dorada» de los altos niveles de crecimiento de la economía y la
productividad, en la que fue ampliándose el contrato social, a lo largo de
las décadas de 1950 y 1960. El sistema lo desmanteló Richard Nixon, con el
apoyo británico y, más tarde, de otras grandes potencias. La nueva ortodoxia
fue institucionalizada en el «consenso de Washington». Sus resultados fueron
bastante conformes a las expectativas de quienes crearon el sistema de
Bretton Woods.
El entusiasmo por los «milagros económicos» forjados por la nueva ortodoxia
está menguando, no obstante, entre los gestores de la economía global,
conforme los casi desastres se han acelerado desde que la liberalización de
la circulación de capitales ha comenzado a amenazar a los «electorados
nacionales» a la vez que a la población en general.
El director financiero
del
Banco Mundial, Joseph Stiglitz, la redacción del
Financial Times de
Londres y otras personas próximas a los centros de poder empezaron a pedir
medidas para regular la circulación de capitales, siguiendo la orientación
de bastiones de respetabilidad como el
Bank for International Settlements.
El Banco Mundial también ha dado un poco marcha atrás. No sólo se entiende
muy mal la economía global, sino que se está haciendo difícil ignorar y
remendar sus serias debilidades. Es posible que haya cambios en direcciones
imprevisibles.(20)
Volviendo al AMI, los signatarios van a estar «sellados» durante veinte
años. Se trata de una «propuesta del gobierno de Estados Unidos», según el
portavoz de la Cámara Canadiense de Comercio, que al mismo tiempo es el
principal consejero para inversiones y comercio de la IBM Canada y ha sido
nombrado para representar a Canadá en debates públicos.(21)
El tratado lleva incorporado un efecto «trinquete», una consecuencia de las
disposiciones sobre «detención» y «reducción». La «detención» significa que
no se permite ninguna nueva legislación que se interprete «no conforme» al
AMI. La «reducción» significa que se cuenta con que los estados eliminen la
legislación vigente que se interprete «no conforme». En todos los casos, la
interpretación corre a cargo de ya-se-sabe-quién.
El objetivo es «sellar a
los países en» acuerdos que, con el tiempo, estrecharán la esfera pública
cada vez más, transfiriendo poder a los «electorados nacionales» reconocidos
y a sus estructuras internacionales. Se incluyen en éstas una abundante
serie de alianzas entre corporaciones para administrar la producción y el
comercio, confiando a los estados poderosos que se encarguen de mantener el
sistema a la vez que socializan los costos y riesgos de las corporaciones
transnacionales radicadas en sus países; prácticamente todas las
transnacionales, según recientes estudios técnicos.
La fecha fijada para firmar el AMI era el 27 de abril de 1998, pero al
acercarse el día fue haciéndose evidente que probablemente habría demoras
debido a las crecientes protestas populares y a desacuerdos dentro del club.
Según rumores filtrados de los órganos del poder (sobre todo a la prensa
económica extranjera), la Unión Europea y Estados Unidos pretenden permitir
ciertos derechos a los estados miembros, hay empeño de Estados Unidos por
hacerse con algo así como el inmenso mercado interior de que disfrutan las
corporaciones radicadas en su territorio, reservas de Francia y Canadá para
aceptar ciertos controles sobre su industria cultural (la amenaza es mucho
mayor para los países más pequeños) y objeciones europeas a las extremadas y
arrogantes interferencias estadounidenses en el mercado, como en el caso de
la ley Helms-Burton.
El Economist informa de otros problemas adicionales. Se están haciendo más
difíciles de obviar los temas laborales y ambientales, que «apenas figuraban
al principio». Cada vez es más difícil ignorar a los paranoicos y a los de
la tierra arrasada, que «quieren que se consignen por escrito estrictas
normas sobre cómo los inversores extranjeros tratarán a los trabajadores y
protegerán el medio ambiente», y «sus fervientes ataques, difundidos a
través de una red de páginas en Internet, han creado dudas a los
negociadores sobre cómo seguir adelante».
Una posibilidad sería prestar
atención a los deseos del público. Pero esta opción no se menciona: queda
excluida en principio, puesto que minaría todo el proyecto.
Incluso si no se alcanza el punto final y se abandona el empeño, eso no
demostraría que todo haya sido «en vano», explica el Economist a sus
lectores.
Se han hecho progresos y, «con suerte, parte del AMl se convertirá
en un primer borrador para un acuerdo global de la OMC sobre inversiones»,
que los recalcitrantes «países en desarrollo» tal vez acepten de mejor
grado, luego de unos cuantos años de ser machacados por las irracionalidades
del mercado, la subsiguiente disciplina impuesta a las víctimas por los que
gobiernan el mundo y la creciente conciencia, entre elementos de las elites
locales, de que podrán participar en los privilegios acumulados si ayudan a
diseminar las doctrinas de los poderosos, por muy fraudulentas que sean y
por mucho que afecten a otros. Hemos de esperar que «partes del AMI» se
recreen en otros lugares, quizás en el
FMI, que es convenientemente
secreto.(22)
Desde otro punto de vista, posteriores demoras han dado nuevas oportunidades
a la vil plebe para atravesar el velo del secreto.
Es importante que la población en general descubra qué es lo que se está
planeando. Los esfuerzos de los gobiernos y de los medios de comunicación
por mantenerlo todo a cubierto, excepto para sus «electorados nacionales»
oficialmente reconocidos, son sin duda comprensibles.
Pero estas barreras
han sido anteriormente superadas por la vigorosa acción pública y pueden
volver a superarse.
Notas
1. Véanse mis artículos de la época en Z; para análisis, Noam Chomsky, World
Orders, Old and New, Columbia University Press, 1994; también los anteriores
capítulos 4 y 5. Glenn Burins, «Labor Fights Against Fast-Track Trade
Measure», Wall Street Journal, 16 de septiembre de 1997.
2. Bob Davis, Wall Street Journal, 3 de octubre de 1997.
3. Bruce Clark, «Pentagon Strategists Cultivate Defense Ties with
Indonesia», Financial Times, 23 de marzo de 1998. Sobre 1965, véase Noam
Chomsky, Year 501, South End, 1993, capítulo 4. Sobre JFK/Colombia, véa-se
Michael McClintock, en Alexander George, ed., Western State Terrorism,
Polity, 1991, e Instruments Statecraft, Pantheon, 1992. Sobre Cuba: Nancy
Dunne, Financial Times, 24 de marzo de 1998.
4. Jane Bussey, «New Rules Could Guide International Investment», Miami
Herald, 20 de julio de 1997.
5. Anthony Mason, «Are Our Sovereign Rights at Risk?», The Age, 4 de marzo
de 1998.
6. Economist, 21 de marzo de 1998.
7. Véase, más adelante, la nota 9.
8. Hay inconsistentes alegatos sobre una posterior accesibilidad. David
Forman, Australian, 14 de enero; Tim Colebatch, «Inquiry Call over "Veil of
Secrecy"», Age, 4 de marzo de 1998; editoriales de Australian, 9 y 12 de
marzo de 1998; editorial de Age, 14 de marzo de 1998.
9. Laura Eggertson, «Treaty to Trim Ottawa’s Power», Toronto Globe and Mail,
3 de abril de 1997; Macleans, 28 de abril y 1 de septiembre de 1997; CBC, 30
de octubre y 10 de diciembre de 1997. Véase Monetary Reform (Shanty Bay,
Ontario, n." 7, invierno de 1997-1998. Sobre la OMC, véase Martín Khor
«Tra-de and Investment: Fighting over Investors’ Rights at WTO», Third World
Economics (Penang, 15 de febrero de 1997. Texto del borrador: OCDE,
Multilateral Agreement on Investment: Consolidated Texts and Commentary,
OLIS, 9 de enero de 1 997, DAFFE/MAI/97; Confidencial; disponible en
Preamble Center for Public Policy, 1737 21st. St. NW, Washington, D.C.
20009. También se han citado borradores de fecha posterior, por ejemplo,
Martín Khor, Third World Economics, l – 1 5 de febrero de 1998, citando
OCDE, 1 de octubre de 1997. Véase Scott Nova y Michelle Sforza-Roderick, de
Preamble, .<M.I.A. Culpa», Nation, 13 de enero de 1997; hay más artículos en
la prensa independiente («alternativa»). Para más información, véase Maude
Barlow y Tony Clarke, MAI and the Threat to American Freedom, Nueva York,
Stoddart, 1998; International Forum of Globalization, 1555 Pacific Avenue,
San Francisco, CA 94109; Public Citizen's Global Trade Watch, 215
Pennsylvania Avenue SE, Washington, D.C. 20003; Preamble Center, People’s
Global Action (play-fair@asta.rwth-aa-chen.de).
10. Samuel Huntington, American Politics: The Promise of Disharmony,Harvard
University Press, 1981; citado por Sidney Plotkin y William Scheurmann,
Private Interests, Public Spending, South End, 1994, p. 223. Huntington,
«Vietnam Reappraised», International Security, verano de 1981.
11. Carta de la Cámara sobre el AMI dirigida al presidente Clinton, 5 de
noviembre de 1997.
12. Laura Eggertson, «Ethyl Sues Ottawa over MMT Law», G&M, 15 de abril de
1997; Third World Economics, 30 de junio de 1997; Briefing Paper: Ethyl
Corporation v. Government of Canada, Preamble Center for Public Policy, s.
f.; Joel Millman, Wall Street Journal, 14 de octubre de 1997. Técnicamente
la nueva ley sólo prohíbe la importación y el comercio interprovincial de
MMT, pero se trata de una eficaz prohibición, puesto que Ethyl sólo produce
o vende MMT. Más tarde Canadá capituló y levantó la prohibición, no
queriendo afrontar un costoso pleito. John Urquhart, Wall Street Journal, 21
de julio de
1998. Canadá se enfrenta ahora a una nueva acusación de «expropiación», esta
de la empresa norteamericana de tratamiento de residuos peligrosos S. D.
Myers, de nuevo al amparo de las normas del TLC, a propósito de la
prohibición canadiense de exportar los muy tóxicos PCBs. Scott Morrison y
Edward Alden, Financial Times, 2 de septiembre de 1998.
13. Un ejemplo actual es el pleito planteado por la cadena de residencias
para ancianos Beverly Enterprises contra la historiadora de la clase obrera,
Universidad de Comell, Kate Bronfenbrenner, quien testimonió sobre las
prácticas de la cadena en un ayuntamiento, invitada por miembros de una
delegación del Congreso de Pennsylvania, comunicación personal, también
Steven Greenhouse, NYT, 1 de abril de 1998; Deidre McFadyen, In These Times,
5 de abril de 1998. Para Beverly, el fallo es en buena medida irrelevante,
puesto que las meras demandas perjudican seriamente a la profesora
Bronfenbrenner y a su universidad, y tal vez tengan efectos disuasorios en
otros investigadores e instituciones educativas.
14. Carta de la Casa Blanca, 20 de enero de 1998. Estoy en deuda con los
empleados del Congreso, en especial con la oficina del congresista Bemie
Sanders.
l5. Jane Bussey, «New Rules Could Guide International Investment», Miami
Herald, 20 de julio de 1997; R. C. Longworth, «New Rules for Global
Economy», Chicago Tribune, 4 de diciembre de 1997. Véase también Jim Simon,
«Environmentalists Suspicious of Foreign-Investor-Right Plan», Seattle
Times, 22 de noviembre de 1997; Lorrain Woellert, «Trade Storm Brews over
Corporate Rights», Washington Times, 15 de diciembre de 1997. Business Week,
9 de febrero de 1998; NYT, 13 de febrero de 1998, anuncio pagado; NPR,
Morning Edition, 16 de febrero de 1998; Peter Ford, Christian Science
Monitor, 28 de febrero de 1998; Peter Beinart, New Republic, 15 de diciembre
de 1997; Fred Hiatt, Washington Post, 1 de abril de 1998.
16. «The Multilateral Agreement on lnvestment», declaración del
subsecretario de Estado Stuart Eizenstat y del vicerrepresentante para el
Comercio de Estados Unidos, Jeffrey Lang, 17 de febrero de 1998.
17. Oliver Goldsmith, «The Traveller» (1765).
l 8. Lawrence Mishel, Jared Bernstein y John Schmidt, The State of Working
America, 1996-97, Economic Policy Institute, M. E. Sharpe, 1997. Sobre los
antecedentes legales, véase especialmente Morton Horwitz, The Transformation
of American Law, l870-1960, Oxford University Press, 1992, capítulo 3.
l9. Eric Helleiner, States and Remergence of Global Finance, Cornell, 1994;
James Mahon, Mobile Capital and Latín American Development, Pennsylvania
State University, 1996.
20. Helleiner, op. cit., p. 190; editorial «Regulating Capital Flows»,
Financial Times, 25 de marzo de 1998; Joseph Stiglitz, el mismo día; The
State in a Changing World: World Development Renort 1997, Banco Mundial,
1997. Estas modificaciones han sido sistemáticamente analizadas con gran
profundidad por el economista internacional David Felix, por última vez en
su «Asia and the Crisis of Financial Liberalization», en Dean Baker, Gerald
Eps-tein y Robert Pollin, eds., Globalization and Progressive Economic
Policy, Cambridge University Press, 1998.
21. Doug Gregory, St. Lawrence Center Forum, 18 de noviembre de 1997;
reeditado en Monetary Reform, n.º 7, invierno de 1997-1998.
22. Véase Guy de Jonquieres, «Axe over Hopes for MAI Accord», Fi-nancial
Times, 25 de marzo de 1998; Economist, 21 de marzo de 1998.