por Claudio Katz
31 Marzo 2023
del Sitio Web
ALAI
Por fuera de las idealizaciones de China,
así como de su demonización,
un análisis crítico sobre la relación
del gigante
asiático con America Latina...
China no improvisó su arrollador desembarco en
América Latina.
Diseñó un plan estratégico de expansión codificado en dos libros
blancos (2008 y 2016).
Primero jerarquizó la suscripción de Tratados
de Libre Comercio con los países conectados a su propio océano.
Posteriormente incentivó la articulación de esos convenios, en el
conglomerado zonal de la Alianza del Pacífico (AP).
Esa avanzada comercial fue sucedida por una oleada de
financiamiento, que en la última década alcanzó 130 mil millones de
dólares en préstamos bancarios y 72 mil millones en adquisiciones
corporativas.
Esa consolidación crediticia fue afianzada con una
secuencia de inversiones directas, centradas en obras de
infraestructura para mejorar la competitividad de su abastecimiento.
Esa enorme red de puertos, caminos y corredores bioceánicos abarata
la adquisición de materias primas y la colocación de los sobrantes
industriales.
América Latina ya es el segundo mayor destino de ese
tipo obras, que se expanden a un ritmo galopante.
Con el soporte
chino se construyen actualmente nuevos,
-
puentes en Panamá y Guyana
-
metros en Colombia
-
dragados en Brasil, Argentina o Uruguay
-
aeropuertos en Ecuador
-
ferrocarriles e hidro-vías en Perú
-
carreteras en
Chile
(Fuenzalida, 2022)
La adquisición de empresas se concentra en los segmentos
estratégicos del gas, el petróleo, la minería y los metales
China
apetece el cobre de Perú, el litio de Bolivia y el petróleo de
Venezuela.
Las firmas estatales de la nueva potencia desenvuelven un
papel protagónico en esas capturas.
Anticipan o determinan la
presencia subsiguiente de las compañías privadas. El sector público
chino alinea todas las secuencias a seguir en cada país, en función
de un plan diagramado por Beijing.
La entidad financiera de ese comando (Banco Asiático de Inversión en
Infraestructura), provee los fondos requeridos para elevar las tasas
de inversión directa a los niveles récord de la región.
Esos
promedios anuales saltaron de 1.357 millones de dólares (2001-2009)
a 10.817 (2010-2016) y transformaron a Latinoamérica en el segundo
mayor destino de colocaciones de ese tipo.
China comienza a coronar su penetración económica integral con la
provisión de tecnología.
Ya disputa la primacía de sus equipos 5G, a
través de tres empresas insignias (Huawei, Alibaba y Tencent).
Negocia contra reloj en cada país la instalación de esos equipos, en
choque con sus competidores de Occidente.
Logró acuerdos favorables
en México, República Dominicana, Panamá y Ecuador, mientras tantea
la predisposición de Brasil y Argentina.
(Lo Brutto; Crivelli, 2019)
Astucia geopolítica
China captura los mercados de América Latina, combinando audacia
económica con astucia geopolítica.
No confronta abiertamente con el
rival estadounidense, pero para concertar convenios,
exige a todos
sus clientes la ruptura de relaciones diplomáticas con Taiwán...
Ese reconocimiento del principio de
"una sola China" es la condición
de cualquier acuerdo comercial o financiero con la nueva potencia.
A
través de esta vía indirecta, Beijing consolida su peso global y
corroe el tradicional sometimiento de los gobiernos latinoamericanos
a los dictados de Washington.
Es muy llamativa la velocidad con que China consiguió imponer ese
cambio.
La influencia que había logrado mantener Taiwán hasta el
2007 en Centroamérica y el Caribe fue erosionada por la diplomacia
de Beijing, que volcó a su favor a Panamá, la República Dominicana y
El Salvador.
Esa secuencia demolió a las representaciones de Taipéi,
que tan sólo conservaron oficinas en pequeños o relegados países de
la región, al cabo de una asombrosa secuencia de rupturas.
(Regueiro,
2021)
Ese resultado es muy impactante, en una región tan sensible a los
intereses de Estados Unidos.
El gigante del Norte siempre privilegió
la cercanía de esa zona y su gravitación para el comercio mundial.
China penetró en ese corazón de la influencia yanqui, erradicando a
las delegaciones taiwanesas y transformándose en el segundo socio de
la zona.
Beijing asentó su incidencia regional luego de afirmar su presencia
en Panamá, quebrando la aplastante dominación que ha ejercido
Washington sobre el istmo.
Un gobierno pro-yanqui y declaradamente
neoliberal afianzó negocios con China, luego de la disuasiva presión
que ejerció el gigante asiático, con su amenaza de construir un
canal alternativo en Nicaragua.
El abandono de ese proyecto fue seguido por la ruptura con Taiwán,
la conversión de Panamá en el país centroamericano de mayores
inversiones chinas y en el sitio elegido para una línea de tren de
alta velocidad.
(Quian; Vaca Narvaja, 2021)
Esos datos propinan un
golpe de magnitud del predominio que ha ejercido Estados Unidos.
Beijing extendió esta misma estrategia a Sudamérica y negocia con
gran tenacidad la ruptura de Paraguay, que es uno de los 15 países
del mundo que aún mantiene el reconocimiento de Taiwán.
También en
este caso actúa con gran paciencia, ocupando paulatinamente mayores
espacios y sin confrontar abiertamente con Washington.
Las ofertas
de negocios son la tentadora prenda que ofrece Beijing a las elites
pronorteamericanas.
Convoca a priorizar los réditos económicos, en
desmedro de las preferencias ideológicas...
"Beijing
consolida su peso global
y corroe el
tradicional sometimiento
de los gobiernos
latinoamericanos
a los dictados
de Washington"
Durante la 'pandemia', China añadió otra carta al coctel de
atracciones que pone a disposición de los gobiernos
latinoamericanos, para ganar su favoritismo.
En el dramático
escenario prevaleciente durante la infección, desenvolvió una
inteligente diplomacia del barbijo con grandes ofertas de las
vacunas.
Aportó el material sanitario que la administración de Trump
retaceaba a sus tradicionales protegidos del hemisferio.
Beijing proporcionó cerca de 400 millones de dosis de vacunas y casi
40 millones de piezas sanitarias, cuando esos productos escaseaban y
Washington respondía con indiferencia a las peticiones de sus
vecinos del sur.
El contraste entre la buena voluntad de
Xi Jin Ping
y el brutal egoísmo de Trump añadió otro impulso a la aproximación
de América Latina con China.
Negocios son sostén militar
China concentra sus baterías en la esfera económica evitando choques
en el plano geopolítico o militar.
Ha seleccionado el campo de
batalla más favorable para su perfil actual. Circunvala el universo
bélico y apuesta todas sus barajas al avance de
la Ruta de la Seda.
Ese rumbo coloca a la nueva potencia en un terreno distante de la
norma imperial, que presupone la utilización de fuerzas
extraeconómicas para conseguir ventajas, en la pugna por mayores
porciones del mercado mundial.
Ese distanciamiento del imperialismo tradicional distingue a China
del rumbo seguido en el pasado por otras potencias.
No repite el
sendero de Japón o Alemania, que en la centuria pasada optaron por
la confrontación militar.
China protege sus fronteras, moderniza sus tropas e incrementa su
presupuesto bélico al mismo ritmo que su desarrollo productivo. Pero
no despliega esa fuerza por el mundo al compás de la vertiginosa
internacionalización de su economía.
Divorcia estrictamente sus
negocios del sostén militar y no acompaña sus inversiones con bases,
tropas o efectivos que garanticen el repago de sus inversiones.
Beijing se arriesga a conformar un nuevo entramado de negocios más
autonomizado de la vieja protección imperialista. Espera que la
propia globalización de la economía contrarreste las tendencias a la
dislocación y al consiguiente desenlace confrontativo.
La
factibilidad de ese horizonte en el mediano plazo es muy dudosa,
pero en el interregno ha creado un escenario inédito.
Una potencia
captura enormes porciones de la economía mundial, sin hacer valer la
correspondiente fuerza militar. El imperialismo norteamericano no ha
encontrado hasta ahora ninguna respuesta frente a semejante desafío.
China responde con gran contundencia a cualquier amenaza en sus
fronteras terrestres y extiende su presencia al cordón marítimo del
país. Recuerda con grandes exhibiciones de fuerza, que Taiwán forma
parte de su territorio.
Pero esa firmeza militar no se traslada a
otros puntos del planeta, donde la nueva potencia se ha transformado
en inversor dominante o socio principal.
En esas regiones de Asia,
África o América Latina, continúa privilegiando los tratados de
libre comercio, la adquisición de empresas o la simple captura de
los recursos naturales.
Al cabo de varias décadas de intensa expansión sólo ha instalado una
base militar, en un punto estratégico de África (Djibuti) y no ha
participado en ningún conflicto armado.
Afrontó en los años 60
tensiones armadas con India y chocó con Vietnam en la crisis
camboyana. Pero esos datos del pasado no reaparecen en la estrategia
defensiva actual.
El comportamiento de China en América Latina ofrece otro categórico
ejemplo de ese rumbo.
Beijing conoce la gran sensibilidad de
Washington, frente a cualquier presencia foránea en un territorio
que considera propio. Por esa razón exhibe especial prudencia en
esta región.
Evita injerencias en el ámbito político y se limita a
ganar posiciones con fructíferos negocios.
Su única exigencia
extraeconómica involucra sus propios intereses de reafirmar el
principio de "una sola China", mediante rupturas con Taiwán...
"China
divorcia estrictamente
sus negocios del
sostén militar
y no acompaña
sus inversiones
con bases,
tropas o efectivos
que garanticen
el repago de
sus inversiones"
La singularidad de esta política salta a la vista en la comparación
con la desplegada por Moscú.
Aunque los intereses económicos de
Rusia en la región son infinitamente más reducidos que los ya
gestados por China, Putin ha exhibido en varias ocasiones la
presencia de sus tropas, en ejercicios militares conjuntos con
Venezuela.
Con esos actos despliega una lógica geopolítica de
reciprocidad, para disuadir agresiones de Washington en sus propias
fronteras euroasiáticas.
Ese tipo de presencia bélica simbólica en el hemisferio de un
enemigo es totalmente inconcebible para China. A diferencia de
Rusia, restringe su accionar militar al propio campo y soslaya
cualquier acto fuera de esa órbita.
Esta conducta excluye por ahora
a la nueva potencia oriental del casillero imperial.
Denuncias habituales
- Cuestionamientos hipócritas
Los voceros de la Casa Blanca suelen denunciar los propósitos
imperialistas de la presencia china en América Latina.
Alertan
contra el expansionismo de Beijing y subrayan su intención de
reestablecer su dominación milenaria, desde un nuevo basamento al
sur del Río Grande.
Señalan que la penetración comercial constituye
el anticipo de una próxima implantación político y militar.
(Povse,
2022)
Esas advertencias nunca incluyen evidencias de algún tipo.
Los
agentes del imperialismo norteamericano observan a su rival, como un
par que debería seguir su misma conducta. Pero ese presupuesto no
tiene hasta ahora corroboración.
Un contundente abismo separa a la expansión china del patrón
imperial estadounidense.
Beijing no cuenta con bases militares en
Colombia, ni mantiene una flota en el Caribe. Tampoco utiliza sus
embajadas para organizar conspiraciones.
No financió los complots de Guaidó, el golpe de estado de Añez, el desplazamiento de Zelaya, la
remoción de Aristide o la destitución de Lugo.
China tampoco repite las asonadas de la CIA, las operaciones de la
DEA o las capturas del FBI.
Hace negocios con todos los gobiernos,
sin incidir en la política interna.
La contraposición con el
descarado intervencionismo de Washington salta a la vista.
Estos elementales contrastes son omitidos en la presentación de
China como una potencia que retoma sus antiguas ambiciones
imperiales.
Los denunciantes compensan su carencia de datos con
advertencias de acontecimientos futuros.
Reconocen que su rival no
tiene bases militares en la región, pero anuncian su próxima
instalación.
Aceptan que la economía es el principal instrumento de
su competidor, pero alertan contra los efectos coloniales de esa
modalidad. Corroboran el respeto chino de la soberanía
latinoamericana, pero anuncian la inminente vulneración de ese
principio.
Algunos exponentes de esas inconsistencias afirman que la dominación
china irrumpirá a través de la cultura, el idioma o las costumbres.
(Urbano, 2021)
Pero no explican cómo se produciría ese abrupto
desplazamiento del predominio occidental en la vida social
latinoamericana.
Ocultan, además, la pesadilla opuesta de una
centuria de prejuicios racistas contra las minorías asiáticas en la
región.
La campaña contra el "neocolonialismo" chino que difunde una
publicación de la fuerza aérea estadounidense es particularmente
ridícula (Urbano, 2021).
Omite su especialidad en bombardeos a la
población civil de varios continentes.
Basta observar el listado de
esas incursiones para notar la hipocresía de Washington.
Desde el
fin de la Segunda Guerra, Estados Unidos consumó ataques contra
Corea y China (1950-53), Guatemala (1954, 1960), Indonesia (1958),
Cuba (1959-1961), Congo (1964), Laos (1964-1973), Vietnam
(1961-1973), Camboya (1969-1970), Granada (1983), Líbano (1983,
1984), Libia (1986, 2011, 2015), Salvador (1980), Nicaragua (1980),
Irán (1987), Panamá (1989), Irak (1991, 2003, 2015), Kuwait (1991),
Somalia (1993, 2007-2008, 2011), Bosnia (1994, 1995), Sudán (1998),
Afganistán (1998, 2001-2015), Yugoslavia (1999), Yemen (2002, 2009,
2011), Pakistán (2007-2015) y Siria (2014-2015)...
Los denunciantes de China olvidan esa atroz secuencia, para resaltar
los efectos malignos de la "diplomacia de la deuda" que desarrolla
Beijing.
Consideran que su rival utilizará ese instrumento para
someter a las insolventes economías de la región.
Ese peligro efectivamente existe, pero su enunciación carece de
credibilidad en boca de los expertos en cobrar pasivos con
invasiones de marines y ajustes del FMI.
Lo que se vislumbra como
una amenaza con China, es la práctica habitual de Estados Unidos en
las últimas dos centurias.
Los críticos imperialistas de la presencia asiática, tampoco omiten
la reiterada contraposición entre la democracia que propicia
Washington y el autoritarismo que alienta Beijing.
Pero la difusión
de ese mito choca con el récord de dictaduras diseñadas por el
Departamento de Estado para la región.
"Lo que
se vislumbra
como una amenaza
con China,
es la práctica
habitual
de Estados
Unidos
en las últimas
dos centurias"
Otros voceros de la Casa Blanca eluden los elogios a Estados Unidos
en sus denuncias de la presencia china.
La duplicidad de ese
contrapunto es tan alevosa que prefieren soslayarla.
Se limitan a
advertir el avance del rival, con simples llamados a contener esa
expansión.
Algunos estiman que la primera potencia ya perdió la
dominación de África y debe priorizar la conservación de América
Latina.
(Donoso, 2022)
Estas confesiones ilustran el grado de retroceso imperial que
constata una parte de la elite estadounidense.
Observan con más
realismo la estratégica pérdida de posiciones en el propio
continente, sin encontrar recetas para revertir ese repliegue.
Sin agresiones pero en desmedro de la región
La errónea denuncia de China como una potencia semejante a Estados
Unidos se fundamenta a veces en la banalización del concepto de
imperialismo.
A fin de suscitar el interés del lector, cualquier
avanzada de Beijing en plano comercial o financiero es tipificada en
esos términos.
La noción es presentada como sinónimo de vileza, sin
ninguna preocupación por su trasfondo conceptual.
Esa mirada suele confundir la dependencia económica, que generan los
convenios desfavorables que suscribe América Latina con el gigante
asiático, con la opresión política imperial.
Ambos procesos
mantienen vínculos potenciales, pero pueden desenvolverse por
carriles separados y es importante registrar los momentos de cruce o
divorcio de ambos cursos.
El imperialismo supone el uso explicito o implícito de la fuerza,
para garantizar la supremacía de las empresas de una potencia
opresora, en el territorio de una economía dominada.
Existen
incontables evidencias de este tipo de agresiones por parte de
Estados Unidos, pero hasta ahora no hay indicio de esos atropellos
por parte China.
Esta diferencia se corrobora en todos los países de
América Latina.
La acción militar foránea es el típico acto imperial que China
rehúye. Mientras continúe soslayando ese recurso, seguirá
desenvolviéndose por debajo del umbral imperialista.
No cabe duda
que su expansión en el mundo (y su consiguiente conversión en
potencia dominante), abrirá una seria tentación hacia su
transformación en fuerza opresiva. Pero esa eventualidad constituye
hasta ahora una posibilidad, un presagio o un cálculo y no una
realidad constatable.
Mientras no se verifique en los hechos,
resulta inadecuado situar a China en el pelotón de los 'imperios'...
Ese pasaje al status imperial explícito dependerá de la dimensión
alcanzada por el capitalismo chino. En las últimas dos centurias fue
muy frecuente la incursión bélica en el exterior de los grandes
Estados, para auxiliar a sus socios capitalistas.
Pero esa dinámica
actual en China exigiría un gran afianzamiento de la clase
dominante, con su consiguiente capacidad para imponer socorros
militares a los gobernantes de Beijing.
Esa secuencia fue muy habitual en Europa, Estados Unidos y Japón.
Pero China no afronta aún escenarios de ese tipo, porque el régimen
político prevaleciente proviene de una experiencia socialista,
mantiene rasgos híbridos y no ha completado su pasaje al
capitalismo.
Por esa razón, no se observan las típicas acciones del
intervencionismo imperial.
La consolidación definitiva del capitalismo al interior de China y
su correlato imperialista en el exterior están limitados por dos
factores. Por un lado, la omnipresencia del sector público (central,
provincial y municipal) en un 40% del producto bruto (Mendoza, 2021)
y por otra parte, el liderazgo institucional del Partido Comunista.
Ya existe una clase dominante muy poderosa y establecida, pero no
maneja los resortes del Estado y tiene acotadas sus posibilidades de
exigir intervenciones a su exclusivo beneficio.
La impresionante expansión del PBI - que se multiplicó por 86 entre
1978 y 2020 y sustrajo a 800 millones de personas de la pobreza -
tiene un efecto contradictorio sobre esa evolución.
Por un lado, ha
dado lugar a un circuito capitalista que afianza los intereses de
una minoría privilegiada.
Por otra parte, ha consolidado una inédita
incidencia de la intervención estatal, que refuerza el contrapeso de
las mayorías populares a la perpetuación de la ganancia y la
explotación.
Esa originalidad del desenvolvimiento chino obliga a
tratar con mucha cautela, las previsiones sobre el devenir de una
economía híbrida, sujeta a la gestión reguladora del Estado.
Una diferenciación indispensable
La equiparación de China con Estados Unidos es también un frecuente
error de algunos analistas de izquierda.
Suelen asignar a las dos
potencias un status semejante de estados imperiales, que disputan en
los mismos términos el botín de la periferia.
Una variante de esta mirada estima que China fue socialista en el
pasado, adoptó posteriormente un perfil capitalista y actualmente
madura su conversión imperialista.
Considera que ese nuevo status,
se verifica en su pasaje de una economía exportadora de mercancías a
otra inversora de capitales.
Estima que ese cambio impulsó el
afianzamiento del "poder blando", que complementa el desarrollo de
su fuerza militar.
Los Tratados de Libre Comercio y la Ruta de la
Seda son vistos como instrumentos opresivos, muy semejantes a los
forjados por Estados Unidos.
(Laufer, 2019)
Esta visión confunde las relaciones de dominación que mantiene
Washington con todo su "Patio Trasero", con la red de dependencia
que ha forjado China con la región.
En el primer caso, los lucros
económicos se asientan en un control geopolítico-militar, que está
ausente en el segundo entramado.
Esta diferencia es omitida o relativizada, afirmando que China está
gestando en tiempo récord, lo que Estados Unidos erigió al cabo de
una prolongada centuria.
Pero si Beijing aún no ha constituido esa
maraña de poder, tampoco correspondería tipificarlo como una fuerza
imperial ya existente.
Si esa estructura se está erigiendo, cabe
también la posibilidad que nunca logre concluirla. El imperialismo
no es un concepto asentado en el universo de las hipótesis.
La igualación de la rivalidad sino-estadounidense restringe las
evidencias de esa pugna a la esfera económica. Por esa razón,
observa esa disputa como una competencia intercapitalista, entre dos
potencias del mismo signo.
Esa óptica resalta analogías formales,
sin notar los comportamientos diferenciados de los dos
contendientes.
Las inversiones de China en minería, agro y combustibles presentan
muchos puntos de contacto con los corredores extractivistas del
IIRSA, que Estados Unidos propicia desde hace décadas.
Pero la
gestión de esa infraestructura depende en el primer caso de las
empresas y los estados nacionales que suscribieron esos contratos.
No opera allí el dispositivo militar, judicial, político y
mediático, que Estados Unidos sostiene en todo el continente para
asegurar sus negocios.
Es indudable que frente a ambas situaciones corresponde auspiciar
políticas de protección de los bienes comunes, para apuntalar los
procesos de integración regional, que permitan utilizar esos
recursos en forma productiva.
Sobre este corolario no existen
divergencias significativas en la izquierda latinoamericana.
La
discrepancia radica en cómo deben posicionarse los procesos
políticos soberanos, frente al dominador estadounidense y frente al financiador, cliente o inversor chino.
Un trato equivalente para
ambos casos obstruye la batalla efectiva por la unidad regional...
El mismo problema genera el desconocimiento de los conflictos que
oponen a ambas potencias, suponiendo que las grandes empresas de los
dos países participan de un mismo e indistinto capital
transnacional.
Esa mirada observa una relación simbiótica de mutuo
beneficio entre los dos gigantes.
Pero el denominado capital transnacional, tan sólo alude a mixturas
de fondos provenientes de distintos países.
Esa acotada variedad de
firmas no reemplaza a las compañías protagónicas del capitalismo
actual, ni reduce la preeminencia de Estados nacionales muy
diferenciados en el manejo de los resortes de la economía.
Ni
siquiera en el momento de mayor auge de la globalización se consumó
una fusión general de esos capitales y nunca brotaron clases
dominantes o estados transnacionalizados.
(Katz, 2011: 205-219)
Los defensores de ese enfoque han perdido la influencia que tuvieron
en la década pasada y los problemas de su mirada salieron justamente
a flote, en la errónea tesis de una fusión de empresas
sino-americanas.
La expectativa de esa convergencia ha quedado
totalmente demolida por el actual escenario de rivalidad.
Esa
competencia también se refleja en el nuevo escenario de dos posturas
frente a los convenios de libre comercio.
En los años 90, la bandera del intercambio sin aranceles era
principalmente enarbolada por Estados Unidos. Ese emblema se
extendió posteriormente en forma más acotada a Europa y Japón, pero
registró una mutación completa cuando China lo adoptó como su gran
estandarte.
La cumbre librecambista
de Davos se convirtió en un
ámbito de generalizados elogios de Beijing y Washington perdió la
brújula.
Quedó atrapado en una indefinición que persiste hasta la
actualidad.
(Santos; Cernadas, 2022)
Las corrientes proteccionistas y globalistas libran una pugna dentro
de Estados Unidos que paraliza a la Casa Blanca.
Ese choque produjo
la impotencia de
Obama, los retaceos de
Trump y las vacilaciones de
Biden.
Por esa secuencia, los tratados de libre comercio se han
convertido en una brasa caliente que ningún presidente yanqui logra
encarrilar.
Mientras que China tiene propósitos muy definidos en la
promoción de esos acuerdos, su rival oscila al compás de grandes
conflictos internos.
"En los
años 90,
la bandera del
intercambio sin aranceles
era
principalmente enarbolada por EE.UU.
Ese emblema se
extendió posteriormente
en forma más
acotada a Europa y Japón,
pero registró
una mutación completa
cuando China lo
adoptó
como su gran
estandarte"
Encrucijadas con China
El señalamiento de las sustanciales diferencias que separan a China
de Estados Unidos, no implica desconocer el alejamiento de la
perspectiva socialista, que entraña el restablecimiento de una clase
capitalista en el gigante asiático.
La crítica a esa involución es
indispensable, para apuntalar la batalla que se libra en ese país
contra la restauración definitiva del capitalismo.
Resulta imprescindible clarificar esa confrontación, antes que ese
proceso desemboque en un hecho consumado e irreversible. El
principal error de gran parte de la izquierda frente a la URSS fue
el silencio ante una amenaza semejante.
Esa pasividad destruyó todos
los intentos de renovación del socialismo.
La presentación de China - por distintos autores - como el epicentro
del proyecto socialista actual reproduce ese error. Esa mirada no se
limita a resaltar los indiscutibles progresos económicos y sociales
logrados por la nueva potencia.
Estima que el curso seguido por el
gigante asiático conforma el sendero a transitar por el socialismo
del nuevo siglo.
Ese tipo de evaluaciones rememora los escritos del comunismo
oficial, que en la centuria pasada ensalzaban los avances de la URSS
sin ninguna observación critica.
El vertiginoso desmoronamiento de
ese sistema dejó sin palabras a los veneradores de ese régimen.
China circula por un camino muy distinto a la Unión Soviética. Sus
dirigentes han tomado conciencia de lo ocurrido con su vecino y en
cada decisión evalúan el peligro de esa repetición.
Pero la mejor
contribución externa a ese tipo de alertas es el señalamiento de las
disyuntivas que afronta la nueva potencia.
En lugar de copiar lo
ocurrió en la URSS o avanzar por un rumbo de mera actualización del
socialismo, China afronta una constante disyuntiva entre esa
renovación y el retorno al capitalismo.
Esa disputa está presente en cada paso que adopta el gigante
asiático, desde que fue reconstituida una clase burguesa que acumula
capital, extrae plusvalía, controla empresas y ambiciona conquistar
el poder político.
Los resortes de ese sistema continúan en manos de
Partido Comunista y de una elite que mantiene el equilibrio entre el
crecimiento y las mejoras sociales.
Esos contrapesos quedarían
quebrantados, si los capitalistas extienden su protagonismo
económico al control del sistema político.
La renovación del socialismo es tan sólo una posibilidad de varias
alternativas en juego, que en gran medida dependerán de la
gravitación lograda por las corrientes de izquierda.
Esa perspectiva
exige políticas de redistribución del ingreso, reducción de la
desigualdad y drásticas limitaciones al enriquecimiento de los
nuevos millonarios de Oriente.
(Katz, 2020)
Para recuperar un proyecto socialista a escala global hay que
analizar esas tensiones, tomando partido por las vertientes
revolucionarias y evitando la simple repetición de los discursos
protocolares del oficialismo.
Transparentar las tensiones que afronta ese país -en su encrucijada
entre rumbos socialista y capitalistas- es también insoslayable para
definir estrategias, en las regiones que estrechan vínculos
comerciales con China.
Si se supone que Beijing simplemente encarna
la dinámica contemporánea del socialismo, tan sólo correspondería
afianzar los términos actuales de la relación con ese faro del post-capitalismo.
Esta política se asemejaría a la estrategia seguida por gran parte
de la izquierda frente a la URSS, que era vista como el gran pilar
del bloque socialista. A diferencia de ese antecedente, China
soslaya pronunciamientos y elude afinidades políticas con los
distintos regímenes del planeta.
Tan sólo enaltece el comercio, la
inversión y los negocios con gobiernos neoliberales, heterodoxos,
progresistas o reaccionarios.
Este dato no sólo contradice la simple
presentación de Beijing como el principal referente del socialismo,
sino que induce a considerar estrategias, que no convergen con la
política exterior de China.
Los dilemas que plantean los Tratados de Libre Comercio y la
Ruta de
la Seda ejemplifican esas disyuntivas.
Ambos proyectos incluyen un
doble contenido de expansión productiva mundial del gigante asiático
y enriquecimiento de los capitalistas chinos.
El equilibrio entre
ambos procesos está determinado por la dirección estatal de los
convenios y la red de transporte.
"El
señalamiento de las sustanciales diferencias
que separan a
China de Estados Unidos,
no implica
desconocer el alejamiento
de la
perspectiva socialista,
que entraña el
restablecimiento de
una clase
capitalista en el gigante asiático"
Resulta muy difícil sostener qué en su formato actual, esas
iniciativas apuntalan un horizonte socialista para el mundo.
Las
corrientes de la izquierda china objetan esa creencia en su país y
los cuestionamientos son más frontales en el grueso de la periferia.
América Latina ofrece un ejemplo de esa inconveniencia.
Todos los tratados que ha promocionado China acrecientan la
subordinación económica y la dependencia. El gigante asiático
afianzó su status de economía acreedora, lucra con el intercambio
desigual, captura los excedentes y se apropia de la renta.
China no actúa como un dominador imperial, pero tampoco favorece a
Latinoamérica.
Los convenios actuales agravan la primarización y el
drenaje de la plusvalía. La nueva potencia no es un simple socio y
tampoco forma parte del Sur Global. Su expansión externa está guiada
por principios de maximización del lucro y no por normas de
cooperación.
Beijing amolda los acuerdos con cada país de la región a su propia
conveniencia.
En Perú y Venezuela concertó asociaciones con empresas
estatales.
En Argentina y Brasil optó por la compra de compañías ya
asentadas.
En Perú se ha convertido en un gran jugador del sector
energético-minero. Maneja el 25% del cobre, el 100% del mineral de
hierro y el 30% del petróleo.
Esa flexibilidad de tratados con cada
país es determinada en China por rigurosos cálculos de beneficio.
América Latina necesita una estrategia propia para retomar su
desarrollo y crear los cimientos de un rumbo socialista. Estos
pilares pueden sintonizar, pero no convergen espontáneamente con la
política exterior de China.
El gigante asiático es un potencial
socio de ese desenvolvimiento, pero no un aliado natural y resulta
indispensable registrar esas diferencias observando lo ocurrido en
otras zonas del planeta.
Lecciones del RECEP
China avanza en distintas partes del mundo afianzando la gravitación
de su propia economía a costa del rival estadounidense.
Ese doble
movimiento podría apuntalar el desarrollo de la periferia, si
contemplara convenios acordes a ese desenvolvimiento y no meros
lucros para los capitalistas locales asociados con el gigante
asiático.
Sólo el primero tipo de enlaces permitirían apuntalar un
proyecto emancipatorio común.
La estrategia que sigue china en su propio entorno regional no está
guiada por estos principios. Genera avances y éxitos que refuerzan
su influencia, pero sin lazos visibles con futuros socialistas.
El reciente convenio del
RECEP es un ejemplo de ese divorcio.
China
suscribió un convenio de libre comercio con casi todos los países
del Indo-Pacífico.
Ese tratado no sólo incluye a Indonesia, Brunéi,
Camboya, Vietnam, Laos, Malasia, Myanmar, Filipinas, Singapur y
Tailandia, sino también a varios aliados de Estados Unidos (Japón,
Corea del Sur, Australia y Nueva Zelanda).
China consiguió este acuerdo al cabo de una fulminante ofensiva.
Primero desarticuló el fracasado proyecto de Obama para la región (TPP),
que Japón intentó enmendar con un tratado sustituto (CPTPP).
Luego
contuvo el giro proteccionista de Trump (Pérez Llana, 2022) y
finalmente acotó el espacio para la reciente iniciativa comercial de
Biden (IPEF).
(Aróstica, 2022)
Beijing,
derribó uno tras otro, todos los obstáculos que intentó
erigir Washington para contener su primacía económica en esa
estratégica zona.
Aprovechó las enormes disidencias que generan los TLCs en el establishment norteamericano y la manifiesta impotencia
de los socios de la Casa Blanca.
Neutralizó especialmente a Japón,
que actúa frente a China como Alemania ante Rusia.
Tokio intenta
acciones autónomas del mandante estadounidense, pero se alinea con
Occidente al menor tirón de orejas (Ledger, 2022).
Lo mismo ocurre con Australia, Nueva Zelanda o Corea del Sur, que
fueron convocadas por el Pentágono a suscribir un tratado militar (QUAD),
que contrarresta su aproximación con Beijing.
El conflicto de Taiwán
y las exigencias de libre navegación en el Mar de China fueron
justamente reavivadas por la Casa Blanca, para socavar el logro
conseguido por China con el RECEP.
El improvisado convenio de
Biden
(IPEF) es tan sólo un complemento de esa presión militar.
Por el momento, India es el único país gravitante que mantiene una
posición de real autonomía frente a los dos grandes contrincantes.
Su vieja rivalidad con China la indujo a rechazar el RECEP, los TLC
y la Ruta de la Seda, para apostar a un proyecto propio de
desenvolvimiento económico.
Se ha sumado al QUAD de Estados Unidos
para contrapesar la nueva afinidad de Pakistán con China. Sus
últimos gobiernos han optado por un giro pro-occidental, que
igualmente preserva un rumbo geopolítico con perfiles propios.
También Indonesia y Malasia que lideraban el bloque del ASEAN han
evolucionado hacia una postura de mayor autonomía, negándose a
integrar el QUAD.
Pero no pudieron contener la presión comercial
china que desembocó en su integración al RECEP (Serbin, 2021).
Beijing impuso la transformación de acuerdos bilaterales en
multilaterales, la desarticulación de la unión aduanera y la
disolución de todos los pasos tendientes a crear una moneda de esa
asociación.
Ese resultado podría ser visto con ojos sudamericanos, como un
anticipo de lo que sucedería con el MERCOSUR, si los TLCs con China
continúan avanzando en su formato actual.
Una variante del RECEP en
la región podría sepultar los proyectos de integración que se
delinean en América Latina.
Lo ocurrido en el Indo-Pacífico es aleccionador para nuestra región.
Allí se verifica con más nitidez el avance económico de China y la
respuesta geopolítico-militar de Estados Unidos.
Las mismas
tendencias despuntan en América Latina, con la diferencia que
Washington no tolera en su "Patio Trasero", las jugadas que Beijing
consuma con mayor audacia en su área fronteriza.
Pero lo más importante no es evaluar quién gana la partida en cada
región, sino cuáles son las políticas favorables a los pueblos de la
periferia.
Esas orientaciones requieren estrategias de resistencia a
Washington y negociación con Beijing.
Pekin capital de China
Otro tipo de acuerdos
China compite con negocios desvinculados de la presión bélica,
frente a un rival que prioriza el despliegue militar para resguardar
sus alicaídos emprendimientos.
Esta diferencia no convierte al
dragón asiático en la potencia colaboradora de América Latina que
exalta la fraseología diplomática.
Las alabanzas a la "cooperación Sur-Sur", mediante convenios que nos
permitirían "ganar a todos", a través del "aprendizaje mutuo"
(Quian; Vaca Narvaja, 2021) son comprensibles en los códigos de las
cancillerías.
Pero esas figuras no esclarecen la realidad del
escenario sino-latinoamericano.
Muchos analistas repiten esas evaluaciones por admiración al
desarrollo logrado por China o por deseos de contagio, a través de
la mera asociación con el nuevo gigante.
Con esa mirada alimentan
todas las creencias en una cooperación mutualmente favorable, que no
se verifica en las relaciones actuales.
Reconocer esa carencia es el punto de partida para promover otro
tipo de acuerdos, que apuntalen el desenvolvimiento latinoamericano,
junto a la meta popular de un futuro de creciente igualdad social.
Ese objetivo exige, además, una batalla teórica contra el
neoliberalismo...
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