"No veo un bien
en la soberanía de muchos; uno solo sea amo, uno solo sea
rey."
Así hablaba en
público Ulises, según Homero.
Si hubiera dicho
simplemente:
"No veo bien
alguno en tener a varios amos", habría sido mucho mejor.
Pero, en lugar de
decir, con más razón, que la dominación de muchos no puede ser
buena ya que la de uno solo, en cuanto asume su naturaleza de
amo, ya suele ser dura e indignante, añadió todo lo contrario:
"Uno solo sea
amo, uno solo sea rey".
No obstante, debemos
perdonar a Ulises, quien, entonces, se vio obligado a utilizar
este lenguaje para aplacar la sublevación del ejército,
adaptando, según creo, su discurso a las circunstancias más que
a la verdad.
Pero, en conciencia,
¿acaso no es una desgracia extrema la de estar sometido a un amo
del que jamás podrá asegurarse que es bueno porque dispone del
poder de ser malo cuando quiere?
Y, obedeciendo a
varios amos, ¿no se es tantas veces más desgraciado?
No quiero, de
momento, debatir tan trillada cuestión: a saber, si las otras
formas de república son mejores que la monarquía.
De debatirla, antes
de saber qué lugar debe ocupar la monarquía entre las distintas
maneras de gobernar la cosa pública, habría que saber si hay
incluso que concederle un lugar, ya que resulta difícil creer
que haya algo público en un gobierno en el que todo es de uno.
Pero reservemos para
otra ocasión esta cuestión, que merece ser tratada por separado
y podría provocar por sí sola todas las discusiones políticas
posibles.
De momento, quisiera tan sólo entender cómo pueden tantos
hombres, tantos pueblos, tantas ciudades, tantas naciones
soportar a veces a un solo tirano, que no dispone de más poder
que el que se le otorga, que no tiene más poder para causar
perjuicios que el que se quiera soportar y que no podría hacer
daño alguno de no ser que se prefiera sufrir a contradecirlo.
Es realmente
sorprendente - y, sin embargo, tan corriente que deberíamos más
bien deplorarlo que sorprendernos - ver cómo millones y millones
de hombres son miserablemente sometidos son juzgados, la cabeza
gacha, a un deplorable yugo, no porque se vean obligados por una
fuerza mayor, sino, por el contrario, porque están fascinados y,
por decirlo así, embrujados por el nombre de uno, al que no
deberían ni temer (puesto que está solo), ni apreciar (puesto
que se muestra para con ellos inhumano y salvaje).
¡Grande es, no
obstante, la debilidad de los hombres!
Obligados a obedecer
y a contemporizar, divididos y humillados, no siempre pueden ser
los más fuertes.
Así pues, si una
nación, encadenada por la fuerza de las armas, es sometida al
poder de uno solo (como la ciudad de Atenas a la dominación de
los treinta tiranos), no deberíamos extrañarnos de que sirva,
debemos tan sólo lamentar su servidumbre; o, mejor dicho, no
deberíamos ni extrañarnos ni lamentarnos, sino más bien llevar
el mal con resignación y reservarnos para un futuro mejor.
Nuestra naturaleza es tal que los deberes cotidianos de la
amistad absorben buena parte de nuestras vidas.
Es natural amar la
virtud, estimar las buenas acciones, agradecer el bien recibido
e incluso, con frecuencia, reducir nuestro propio bienestar para
mejorar el de aquellos a quienes amamos y que merecen ser
amados.
Así pues, si los
habitantes de un país encontraran entre ellos a uno de esos
pocos hombres capaces de darles reiteradas pruebas de su
predisposición a inspirarles seguridad, gran valentía en
defenderlos y gran prudencia en guiarlos; si se acostumbraran
paulatinamente a obedecerle y a confiar tanto en él como para
concederle cierta supremacía, creo que sería preferible
devolverle al lugar donde hacía el bien que colocarlo allí donde
es muy probable que haga el mal.
Empero, es al parecer
muy normal y muy razonable mostrarse buenos con aquel que tanto
bien nos ha hecho y no temer que el mal nos venga precisamente
de él.
Pero, ¡oh, Dios mío!, ¿qué ocurre?
¿Cómo llamar ese
vicio, ese vicio tan horrible?
¿Acaso no es
vergonzoso ver a tantas y tantas personas, no tan sólo
obedecer, sino arrastrarse?
No ser gobernados,
sino tiranizados, sin bienes, ni parientes, ni mujeres, ni
hijos, ni vida propia...
Soportar saqueos,
asaltos y crueldades, no de un ejército, no de una horda
descontrolada de bárbaros contra la que cada uno podría defender
su vida a costa de su sangre, sino únicamente de uno solo.
No de un Hércules
o de un Sansón, sino de un único hombrecillo, las más de
las veces el más cobarde y afeminado de la nación, que no ha
siquiera husmeado una sola vez la pólvora de los campos de
batalla, sino apenas la arena de los torneos, y que es incapaz
no sólo de mandar a los hombres, ¡sino también de satisfacer a
la más miserable mujerzuela!
¿Llamaremos eso
cobardía?
¿Diremos que los
que se someten a semejante yugo son viles y cobardes?
Si dos, tres y hasta
cuatro hombres ceden a uno, nos parece extraño, pero es posible;
en este caso, y con razón, podríamos decir que les falta valor.
Pero si cien, miles
de hombres se dejan someter por uno solo, ¿seguiremos diciendo
que se trata de falta de valor, que no se atreven a atacarlo, o
más bien que, por desprecio o desdén. no quieren ofrecerle
resistencia?
En fin, si viéramos, ya no a cien ni a mil hombres, sino cien
países, mil ciudades, a un millón de hombres negarse a atacar, a
aniquilar al que, sin reparos, los trata a todos como a siervos
y esclavos, ¿cómo llamaríamos eso? ¿Cobardía? Es sabido que hay
un límite para todos los vicios que no se puede traspasar.
Dos hombres, y quizá
diez, pueden temer a uno. ¡Pero que mil, un millón, mil ciudades
no se defiendan de uno, no es siquiera cobardía!
Asimismo, el valor no
exige que un solo hombre tome de asalto una fortaleza, o se
enfrente a un ejército, o conquiste un reino.
Así pues, ¿qué es ese
monstruoso vicio que no merece siquiera el nombre de cobardía,
que carece de toda expresión hablada o escrita, del que reniega
la naturaleza y que la lengua se niega a nombrar?
Que se pongan a un lado y a otro a mil hombres armados, que se
los prepare para atacar, que entren en combate, unos luchando
por su libertad, los otros para quitársela:
¿de quiénes
creéis que será la victoria?
¿Cuáles se
lanzarán con más gallardía al campo de batalla: los que
esperan como recompensa el mantenimiento de su libertad, o
los que no pueden esperar otro premio a los golpes que
asestan o reciben que la servidumbre del adversario?
Unos llevan siempre
como bandera la felicidad de su vida pasada y la esperanza de un
bienestar similar en el porvenir; no piensan tanto en las
penalidades y en los sufrimientos momentáneos de la batalla como
en todo aquello que, si fueran vencidos, deberían soportar para
siempre, ellos, sus hijos y toda la posteridad. Los otros, en
cambio, no tienen mayor incentivo que la codicia, que, con
frecuencia, se mitiga ante el peligro y cuyo ficticio ardor se
desvanece con la primera herida.
En batallas tan
famosas como las de Milcíades, Leónidas y
Temístocles, que tuvieron lugar hace dos mil años y que
están tan frescas en la memoria de los libros y de los hombres
como si acabaran de celebrarse, ¿que dio - para mayor gloria de
Grecia y ejemplo del mundo entero - a tan reducido número de
griegos, no el poder, sino el valor de contener aquellas
formidables flotas que el mar apenas podía sostener, de luchar y
vencer a tantas naciones, cuyos capitanes 5 enemigos todos los
soldados griegos juntos no habrían podido rivalizar en número?
En aquellas gloriosas
jornadas, no se trataba tanto de una batalla entre griegos y
persas como de la victoria de la libertad sobre la dominación,
de la generosidad sobre la codicia.
¡Son realmente fabulosos los relatos de gloriosas gestas que la
libertad inscribe en el corazón de aquellos que la defienden!
Pero, ¿quién creería,
si sólo lo oyera y no lo viera, que en todas partes, cada día,
un solo hombre somete y oprime a cien mil ciudades privándolas
de su libertad?
Si sucediera en un
país lejano y alguien viniera a contárnoslo, ¿quién creería que
no es pura invención? Sin embargo, si un país no consintiera
dejarse caer en la servidumbre, el tirano se desmoronaría por sí
solo, sin que haya que luchar contra él, ni defenderse de él.
La cuestión no reside
en quitarle nada, sino tan sólo en no darle nada. Que una nación
no haga esfuerzo alguno, si quiere, por su felicidad; ahora
bien, que no se forje ella misma su propia ruina.
Son, pues, los propios pueblos los que se dejan, o, mejor dicho,
se hacen encadenar, ya que con sólo dejar de servir, romperían
sus cadenas.
Es el pueblo el que
se somete y se degüella a sí mismo; el que, teniendo la
posibilidad de elegir entre ser siervo o libre, rechaza la
libertad y elige el yugo; el que consiente su mal, o, peor aún,
lo persigue.
Si le costara algo
recobrar la libertad, no tendría por qué darse prisa alguna,
aunque recuperar los derechos naturales y, de bestia, volver a
ser hombre deberían ser las cosas que más tendría que desear.
Sin embargo, no exijo de él tanto valor: no quiero siquiera que
ambicione no sé qué seguridad de vivir algo más desahogadamente.
Pero ¿es que no está
claro?
Si, para obtener la
libertad, no hay más que desearla; si, para ello, basta con
quererla,
¿habrá nación
alguna en el mundo que estime su precio aún demasiado
elevado para obtenerla mediante un simple deseo?
¿Quién puede
lamentar el sentir la voluntad de recobrar un bien que debe
ser reconquistado a costa de la propia vida, pues su pérdida
amarga la existencia de cualquier hombre de honor y
convierte la muerte en un alivio?
Al igual que el fuego
de una pequeña chispa se hace grande y no cesa de crecer, pues
cuanta más leña encuentra a su paso más abrasa, aunque acaba por
consumirse y apagarse por sí solo si se lo deja de alimentar,
los tiranos, cuanto más saquean, más exigen, cuanto más arruinan
y destruyen, más se los alimenta y más se los ceba.
Se consolidan
entonces aún más y se hacen siempre más fuertes con el fin de
aniquilar y arrasarlo todo. Pero, si no les diéramos nada, si no
les obedeciéramos, aun sin luchar contra ellos ni atacarlos, se
quedarían desnudos y vencidos, al igual que el árbol, cuyas
raíces ya no reciben savia, pasa a ser muy pronto un tronco seco
y muerto.
Para obtener el bien que desea, el hombre emprendedor no teme el
peligro, ni el trabajador sus penas. Sólo los cobardes, y los
que ya están embrutecidos, no saben soportar el mal, ni obtener
el bien con el que se limitan a soñar.
La energía de
ambicionar ese bien les es arrebatada por su propia cobardía; no
les queda más que soñar con poseerlo. Ese deseo, esa voluntad
innata, propia de cuerdos y locos, de valientes y cobardes, les
hace ansiar todo aquello cuya posesión los hará sentirse felices
y satisfechos.
Hay, no obstante, una
cosa, una sola, que los hombres, no sé por qué, no tienen
siquiera la fuerza de desear: la libertad, ese bien tan grande y
placentero cuya carencia causa todos los males; sin la libertad
todos los demás bienes corrompidos por la práctica cotidiana de
la servidumbre pierden por completo su gusto y su sabor.
Los hombres sólo
desdeñan, al parecer, la libertad, porque, de lo contrario, si
la desearan realmente, la tendrían. Actúan como si se negaran a
conquistar tan precioso bien únicamente porque se trata de una
empresa demasiado fácil.
¡Pobres y miserables gentes, pueblos insensatos, naciones
obstinadas en vuestro propio mal y ciegas a vuestro bien!
Dejáis que os
arrebaten, ante vuestras mismas narices, la mejor y más clara de
vuestras rentas, que saqueen vuestros campos, que invadan
vuestras casas, que las despojen de los viejos muebles de
vuestros antepasados. Vivís de tal suerte que ya no podéis
vanagloriaros de que lo vuestro os pertenece.
Es como si
considerarais ya una gran suerte el que os dejen tan sólo la
mitad de vuestros bienes, de vuestras familias y de vuestras
vidas.
Y tanto desastre,
tanta desgracia, tanta ruina no proviene de muchos enemigos,
sino de un único enemigo, aquel a quien vosotros mismos habéis
convertido en lo que es, por quien hacéis con tanto valor la
guerra y por cuya grandeza os jugáis constantemente la vida en
ella.
No obstante, ese amo
no tiene más que dos ojos, dos manos, un cuerpo, nada que no
tenga el último de los hombres que habitan el infinito número de
nuestras ciudades.
De lo único que
dispone además de los otros seres humanos es de un corazón
desleal y de los medios que vosotros mismos le brindáis para
destruiros.
¿De dónde ha
sacado tantos ojos para espiaros si no es de vosotros
mismos?
Los pies con los
que recorre vuestras ciudades, ¿acaso no son también los
vuestros? ¿Cómo se atrevería a imponerse a vosotros si no
gracias a vosotros?
¿Qué mal podría
causaros si no contara con vuestro acuerdo?
¿Qué daño podría
haceros si vosotros mismos no encubriérais al ladrón que os
roba, cómplices del asesino que os extermina y traidores de
vuestra condición?
Sembráis vuestros
campos para que él los arrase, amuebláis y llenáis vuestras
casas de adornos para abastecer sus saqueos, educáis a vuestras
hijas para que él tenga con quien saciar su lujuria, alimentáis
a vuestros hijos para que él los convierta en soldados (y aún
deberán alegrarse de ello) destinados a la carnicería de la
guerra, o bien para convertirlos en ministros de su codicia o en
ejecutores de sus venganzas.
Os matáis de fatiga
para que él pueda remilgarse en sus riquezas y arrellanarse en
sus sucios y viles placeres. Os debilitáis para que él sea más
fuerte y más duro, así como para que os mantenga a raya más
fácilmente.
Podríais liberaros de
semejantes humillaciones - que ni los animales soportarían - sin
siquiera intentar hacerlo, únicamente queriendo hacerlo.
Decidíos, pues, a dejar de servir, y seréis hombres libres. No
pretendo que os enfrentéis a él, o que lo tambaleéis, sino
simplemente que dejéis de sostenerlo.
Entonces veréis cómo,
cual un gran coloso privado de la base que lo sostiene, se
desplomará y se romperá por sí solo.
Los médicos dicen que es inútil intentar curar llagas
incurables, y quizá por eso no actúe yo con sensatez al intentar
hacer reflexionar a aquellos que han perdido desde hace mucho
tiempo todo conocimiento y ya no sienten el mal que los aflige,
pues eso confirma que su enfermedad es mortal.
Procuremos descubrir,
no obstante, si podemos, cómo se arraiga esa pertinaz voluntad
de servir que podría dejarnos suponer que, en efecto, el amor a
la libertad no es un hecho natural.
Ante todo, no cabe duda, creo, que si viviéramos en posesión de
los derechos que la naturaleza nos ofrece y según los preceptos
que nos enseña, estaríamos probable y naturalmente sometidos a
nuestros padres y al uso de nuestra razón, pero jamás seríamos
siervos de nadie.
Cada cual siente en
sí, en su propia naturaleza, el impulso instintivo de la
obediencia paterna y materna.
En cuanto a saber si
el motivo de esa obediencia es innata o no en nosotros, debería
ser objeto de un detenido debate entre académicos y de una
reflexión a fondo en las escuelas de filósofos.
De momento, no creo
equivocarme diciendo que hay en nuestra alma una semilla natural
de razón que, cultivada por los buenos consejos, hace brotar en
nosotros la virtud, mientras, por el contrario, ahogada por los
vicios que, con demasiada frecuencia, nos agobian, aborta
asfixiada por ellos.
Pero si algo hay
claro y evidente para todos, si algo hay que nadie podría negar,
es que la naturaleza, ministro de Dios, bienhechora de la
humanidad, nos ha conformado a todos por igual y nos ha sacado
de un mismo molde para que nos reconozcamos como compañeros, o,
mejor dicho, como hermanos.
Y, si, en el reparto que nos hizo de sus dones, prodigó alguna
ventaja corporal o espiritual a unos más que a otros, jamás pudo
querer ponernos en este mundo como en un campo acotado y no ha
enviado aquí a los más fuertes ni a los más débiles.
Debemos creer más
bien que. al hacer el reparto, a unos más, a otros menos, quería
hacer brotar en los hombres el afecto fraternal y ponerlos en
situación de practicarlo, al tener, los unos, el poder de
prestar ayuda y, los otros, de recibirla.
Así pues, ya que esta
buena madre nos ha dado a todos toda la tierra por morada, de
cierto modo nos ha alojado a todos bajo el mismo techo y nos ha
perfilado a todos según el mismo patrón, a fin de que cada cual
pueda, como en un espejo, reconocerse en el vecino; si nos ha
dado a todos ese gran don que son la voz y la palabra para que
nos relacionemos y confraternicemos y, mediante la comunicación
y el intercambio de nuestros pensamientos, nos lleva a compartir
ideas y deseos; si ha procurado por todos los medios conformar y
estrechar el nudo de nuestra alianza y los lazos de nuestra
sociedad.
Si, finalmente, ha
manifestado en todas las cosas el deseo de que estuviéramos, no
sólo unidos, sino también que, juntos, no formáramos, por
decirlo así, más que un solo ser, ¿cómo podríamos dudar de que
somos todos naturalmente libres, puesto que somos todos
compañeros?
Y ¿podría caber en la
mente de nadie que, al darnos a todos la misma compañía, la
naturaleza haya querido que algunos fueran esclavos?
A decir verdad, no vale la pena preguntarse si la libertad es
natural, puesto que no se puede mantener a ningún ser en estado
de servidumbre sin hacerle daño: no hay nada en el mundo más
contrario a la naturaleza, llena de razón siempre, que la
injusticia.
Queda, pues, por
decir, que la libertad es natural y que, en mi opinión, no sólo
nacemos con nuestra libertad, sino también con la voluntad de
defenderla.
Y si aún queda, por
casualidad, alguien que siga dudando y que esté tan envilecido
como para no reconocer los bienes y los afectos innatos que le
son propios, tendré que rendirle los honores que se merece y
colocar, por así decirlo, a esa bestia en estado bruto en
situación de enseñarle cuál es su auténtica naturaleza y
condición.
¡Que Dios me ayude! Si los hombres quisieran oírlo, les
gritaría: ¡Viva la libertad!
Es sabido que algunas
bestias mueren tan pronto como son apresadas. Al igual que el
pez pierde la vida cuando se lo saca del agua, muchos animales
se dejan morir para no sobrevivir a su libertad natural perdida.
(Si los animales
estuvieran divididos en rangos y preeminencias, convertirían, en
mi opinión. la libertad en su más noble prenda.)
Otros, de los más
grandes a los más pequeños, cuando son apresados, oponen tal
resistencia con las pezuñas, los cuerpos, el pico y las patas,
que, con ello, manifiestan claramente el valor que otorgan al
bien que les es arrebatado.
Después, una vez
cautivos, dan tantas señales aparentes del sentimiento de su
desgracia que es hermoso ver cómo prefieren languidecer que
vivir, sin jamás poder complacerse en la servidumbre, gimiendo
continuamente por haber perdido su libertad.
¿Qué significa el
gesto del elefante que, tras haberse defendido hasta el límite
de sus posibilidades, ya sin esperanzas, a punto de ser
apresado, aprieta las mandíbulas y rompe sus colmillos contra
los árboles, sino que, llevado por el gran deseo que le inspira
el seguir libre, como lo es por naturaleza, concibe la idea de
comerciar con los cazadores y de comprobar si, por el precio de
sus colmillos, podrá librarse y si su marfil, abandonado allí a
modo de rescate, comprará su libertad?
Asimismo, por mucho
que cebemos al caballo desde que nace con el fin de
acostumbrarlo a servir, por muchos cuidados y caricias que le
prodiguemos, en el momento de domarlos, muerde el freno, o cocea
cuando le clavamos la espuela. Con ello, no hace más que
indicar, me parece, que, si accede a servir, no es de buen
grado, sino obligado por la fuerza.
¿Qué más podemos
añadir?…
Una vez, ocupando mi tiempo en rimar unos versos, escribí:
"Incluso los
bueyes gimen bajo el yugo, y los pájaros en jaula lloran…".
No temo, al
escribirte a ti, oh Longa, transcribir aquí esos versos míos,
que jamás te leí, para que te pongas contento y me reconozcas su
valor.
Así pues, ya que todo
ser humano, consciente de su existencia, siente la desgracia de
la sumisión y persigue la libertad; ya que los animales, hasta
aquellos que fueron criados para el servicio del hombre, no
pueden acostumbrarse a servir sino tras manifestar su protesta,
¿qué desventurado vicio pudo desnaturalizar al hombre, único ser
nacido realmente para vivir libre, hasta el punto de hacerle
perder el recuerdo de su estado original y el deseo de volver a
él?
Hay tres clases de tiranos: unos poseen el Reino gracias a una
elección popular, otros a la fuerza de las armas y los demás al
derecho de sucesión. Los que lo han adquirido por el derecho de
la guerra se comportan, todo el mundo lo sabe, como en país
conquistado.
Los que nacen reyes
no acostumbran a ser mucho mejores, sino que, por haber nacido y
sido educados en el seno de la tiranía, sorben con la leche la
naturaleza misma del tirano y consideran a los pueblos que les
están sometidos como a siervos traspasados por herencia; además,
según sus inclinaciones preferidas, se muestran avaros o
pródigos y usan del Reino cómo de su propia herencia.
Aquel que detenta el
poder gracias al voto popular debería ser, a mi entender, más
soportable y lo sería, creo, de no ser porque, a partir del
momento en que asume el poder, situándose por encima de todos
los demás, halagado por lo que se da en llamar grandeza, toma la
firme resolución de no abandonarlo jamás.
Acostumbra a considerar el poder que le ha sido confiado por el
pueblo como un bien que debe transmitir a sus hijos.
Ahora bien, a partir
del momento en que él y sus hijos conciben esa idea funesta, es
extraño comprobar cómo superan en vicios y crueldades a los
demás tiranos.
No ven mejor manera
de consolidar su nueva tiranía sino incrementando la servidumbre
y haciendo desaparecer las ideas de libertad con tal violencia
que, por más que el recuerdo sea reciente, pronto se desvanece
por completo en la memoria.
Así pues, a decir
verdad, veo claramente que hay entre ellos alguna diferencia,
pero no veo elección posible entre ellos, pues, si bien llegan
al trono por caminos distintos, su manera de reinar es siempre
aproximadamente la misma.
Los elegidos por el
pueblo lo tratan como a un toro por domar, los conquistadores lo
convierten en una presa sobre la que ejercen todos los derechos,
y los sucesores lo tienen por un rebaño de esclavos que les
pertenece por naturaleza.
A propósito, quisiera formular una pregunta: si, por ventura,
nacieran hoy personas totalmente nuevas, que no estuvieran
acostumbradas a la sumisión ni atraídas por la libertad, y que
no supieran siquiera qué es ni la una ni la otra, si se les
diera a elegir entre ser siervos o vivir en libertad, ¿qué
preferirían?
No cabe duda de que
elegirían obedecer tan sólo a su propia razón que servir a un
hombre, a no ser que sean como esos judíos de Israel que, sin
coacción ni necesidad algunas, se entregaron a un tirano. No
puedo leer la historia de ese pueblo sin sentir un gran
despecho, que podría incluso llevarme a mostrarme inhumano con
él, hasta el punto de alegrarme de todos los males que más tarde
padecieron.
Porque, para que los
hombres, mientras quede en ellos algún vestigio de humanidad, se
dejen someter, deben producirse de dos cosas una: o bien están
obligados, o bien han sido engañados.
Obligados ya sea por
fuerzas extranjeras, como Esparta y Atenas por el ejército de
Alejandro, ya sea por facciones, como cuando el gobierno de
Atenas, en época anterior, cayó en manos de Pisístrato.
Por engaño también pierden los hombres su libertad, pero, en tal
caso, son con menos frecuencia seducidos por otro que por su
propia ceguera.
Así, el pueblo de
Siracusa (antaño la capital de Sicilia), asediado por todas
partes por el enemigo, sin pensar en otra cosa que en el peligro
inmediato y sin prever el porvenir, eligió a Dionisio I y le dio
el mando general de los ejércitos.
No tuvo en cuenta a
quién había otorgado tanto poder, de modo que ese astuto y
habilidoso guerrero, al volver victorioso, como si no hubiera
vencido al enemigo sino sus propios conciudadanos, pasó a ser,
primero, capitán-rey y, después, rey-tirano.
No es fácil
imaginarse hasta qué punto un pueblo, sometido de esta forma por
la astucia de un traidor, puede caer en el envilecimiento y
hasta en tal olvido de sus derechos que ya será casi imposible
despertarlo de su torpor para que vuelva a reconquistarlos,
sirviendo con tanto afán y gusto que se diría, al verlo, que no
tan sólo ha perdido la libertad, sino también su propia
servidumbre para enfangarse en la más abotargante esclavitud.
Es cierto que, al
principio, se sirve porque se está obligado por la fuerza.
Pero los que vienen
después se acostumbran y hacen gustosamente lo que sus
antecesores habían hecho por obligación. Así, los hombres que
nacen bajo el yugo, educados y criados en la servidumbre, sin
mirar más allá, se contentan con vivir como nacieron y, sin
pensar en tener otro bien ni otro derecho que el que
encontraron, aceptan como algo natural el estado en que
nacieron.
No obstante, no hay
heredero, por pródigo o despreocupado que sea, que no repase
alguna vez los registros de su padre para comprobar si disfruta
realmente de todos los derechos de sucesión y si nadie se ha
apoderado de los que le corresponden a ellos o a sus
antecesores.
Pero, en general, la costumbre, que ejerce tanto poder sobre
nuestros actos, lo ejerce sobre todo para enseñarnos a servir:
tal como cuentan de Mitrídates, quien se habituó a
ingerir veneno, es la costumbre la que consigue hacernos tragar
sin repugnancia el amargo veneno de la servidumbre.
No puede negarse que
la naturaleza es la que nos orienta ante todo según las buenas o
malas inclinaciones que nos ha otorgado; pero hay que confesar
que ejerce sobre nosotros menos poder que la costumbre, ya que
por bueno que sea lo natural, si no se lo fomenta, se pierde,
mientras que la costumbre nos conforma siempre a su manera, pese
a nuestras inclinaciones naturales.
Las semillas del
bien, que la naturaleza deposita en nosotros, son tan frágiles
que no pueden resistir al más mínimo impacto de las pasiones, ni
a la influencia de una educación contraria.
Tampoco se conservan
muy bien, degeneran fácilmente, se funden y se convierten en
nada, al igual que los árboles frutales, que, al tener todos su
particularidad, conservan su especie mientras se los deja crecer
naturalmente, pero que la pierden en seguida para dar otros
frutos muy distintos en cuanto se les injerta.
Las hierbas tienen
también cada una su propiedad, su característica natural y su
singularidad; sin embargo, el hielo, el tiempo, el terreno, o la
mano del jardinero, deterioran o mejoran, según los casos, su
calidad; la planta que vimos en un lugar puede ser irreconocible
en otro.
Quien haya visto en
su casa a los venecianos, esas gentes que viven con tanta
libertad que el más infeliz se negaría a ser rey y que, nacidos
y educados todos de esta forma, no conocen otra ambición que la
de conservar y fomentar la libertad; así enseñados y hechos
desde la cuna, hasta el punto de que no cambiarían su libertad
por todas las venturas terrenales, quien haya visto, pues, a
esos hombres y viajara después a las tierras del que llamaremos
gran señor, al encontrar allí a gentes que no nacieron más que
para servirle y que, para mantener el poder de su amo, le han
dedicado toda su vida, ¿pensaría acaso que unos y otros son de
la misma naturaleza, o creería que, al salir de la ciudad de los
hombres, ha entrado en un parque de animales?
Cuentan que Licurgo,
el civilizador de Esparta, había criado a dos perros hermanos,
amamantados con la misma leche, uno cebado en la cocina, el otro
corriendo por los campos al son de la trompa y el cuerno.
Al querer mostrar al
pueblo lacedemonio que los hombres son tal como los hace su
educación, expuso los dos perros en la plaza pública y colocó
entre ellos un plato de sopa y una liebre.
Uno corrió al plato
de sopa y el otro a la liebre.
"Sin embargo -
dijo - son hermanos."
Pues bien, ese
legislador supo educar tan bien a los lacedemonios que cada uno
de ellos habría preferido cien veces morir que reconocer a otras
instituciones que las de Esparta.
Me complace recordar aquí unas palabras, que fueron las
preferidas de Jerjes, el gran rey de los persas, acerca de los
lacedemonios. Cuando Jerjes preparaba su gran ejército para la
conquista de Grecia, envió a sus embajadores por las ciudades
griegas a pedir agua y tierra: era la manera que tenían los
persas de conminar las ciudades a que se rindieran.
Pero se guardó mucho
de enviarlos a Atenas, o a Esparta, porque los que su padre,
Darío, había enviado con semejante intimación, fueron arrojados
por los atenienses y los espartanos, unos a los fosos y otros a
los pozos, con la orden de que tomasen de allí el agua y la
tierra que deseaba su príncipe.
Esas gentes no podían
soportar que se atentara contra su libertad ni tan sólo con la
palabra. No obstante, por haber actuado igual, los espartanos
reconocieron que habían ofendido a sus dioses y, sobre todo, a
Taltibio,* el dios de los heraldos.
Para calmar su ira,
decidieron enviar a Jerjes dos de sus conciudadanos para que
dispusiera de ellos a su antojo y vengara así en ellos la muerte
de los embajadores de su padre.
Dos espartanos, uno
llamado Spertes y el otro Bulis, se ofrecieron como víctimas
voluntarias.
En efecto, se fueron
y, en el camino, llegaron al palacio de un persa llamado
Hidarnes, lugarteniente del rey para todas las ciudades costeras
de Asia.
Los recibió con
muchos honores y, tras ofrecerles grandes banquetes y discursos
de toda índole, les preguntó por qué rechazaban la amistad del
rey.
"Ved, espartanos
- siguió diciéndoles - por mi ejemplo, cómo honra el rey a
los hombres de valor y creedme que, si estuvierais a su
servicio, él haría lo mismo por vosotros. Si os conociera,
no tardaríais en ser gobernadores de alguna ciudad de
Grecia."
"Hidarnes, no
eres buen consejero - respondieron los lacedemonios.
Has probado, es
cierto, el bienestar que nos prometes, pero ignoras por
completo el que gozamos nosotros. Has probado los favores de
un rey, pero no sabes cuán dulce es la libertad.
¡Oh, si tan sólo
tuvieras una idea de lo que es, tú mismo nos aconsejarías
defenderla, no ya con la lanza y el escudo, sino con los
dientes y las uñas."
Sólo los espartanos
hablaron como había que hablar, pero lo cierto es que unos y
otros hablaron según como habían sido educados.
Porque era imposible
que el persa lamentara una libertad que jamás tuvo, ni que el
lacedemonio tolerara la sumisión tras conocer la libertad.
Catón de Utica, aún niño y bajo las enseñanzas de su
maestro, iba con frecuencia al palacio de Sila, el dictador,
donde tenía entrada libre tanto por el rango de su familia como
por el parentesco que los unía. Llevaba siempre consigo a su
maestro, como tenían entonces por costumbre los niños bien
nacidos de Roma.
Veía que, en casa de
Sila, en su presencia o por mandato suyo, se encarcelaba a unos,
o se condenaba a otros, que unos eran desterrados y otros
estrangulados, que se confiscaban los bienes de unos y a otros
se los degollaba.
En suma, todo ocurría
no como en casa de un magistrado de la ciudad, sino como en casa
de un tirano del pueblo; aquel no era el santuario de la
justicia, sino un pozo de tiranía.
Así dijo entonces el
pequeño a su maestro:
"Dadme un puñal,
que esconderé entre mis ropas. Entro a menudo en los
aposentos de Sila antes de que se levante, y tengo el brazo
lo bastante fuerte como para liberar a la ciudad de él".
Éstas eran palabras
realmente propias de un Catón.
Fue éste el comienzo
de una vida digna de su muerte. Y, aunque no se mencionara ni su
nombre ni su país y se contara lo ocurrido tal como sucedió, el
hecho habla-ría por sí solo: podría afirmarse sin vacilar que
era romano y que había nacido en Roma, cuando Roma era libre.
¿A propósito de qué
todo esto?
No pretendo en
absoluto que el país y las circunstancias tengan algo que ver,
puesto que, en todos los países, en todos los ambientes, es
amarga la sumisión y placentera la libertad.
Pero soy de la
opinión que hay que compadecer a aquellos que, al nacer, se
encontraron con el yugo al cuello; hay también que perdonarlos,
o excusarlos, si, al no haber conocido el menor atisbo de
libertad y al no haber oído jamás hablar de ella, no sienten la
desgracia de ser esclavos.
Si hubiera un país,
como refiere Homero de los cimerios, donde el sol se mostrara a
los hombres bajo otro aspecto y, tras alumbrarlos durante seis
meses, los dejara somnolientos en la oscuridad sin volver a
visitarlos durante el resto del año, los que nacieran durante
esa larga noche, si no hubieran oído hablar de la claridad,
¿acaso se sorprendería alguien de que, al no conocer la
claridad, se acostumbraran a vivir en las tinieblas en que
nacieron, sin desear la luz?
Nadie se lamenta de
no tener lo que jamás tuvo, y el pesar no viene jamás sino
después del placer y consiste siempre en el conocimiento del mal
opuesto al recuerdo de la alegría pasada. La naturaleza del
hombre es ser libre y querer serlo.
Pero también su
naturaleza es tal que, de una forma natural, se inclina hacia
donde lo lleva su educación.
Digamos, pues, que en el hombre, todas las cosas son naturales,
tanto si se cría con ellas como si se acostumbra a ellas. Pero
sólo le es innato aquello a lo que su naturaleza, en estado puro
y no alterada, lo conduce.
Así pues, la primera
razón de la servidumbre voluntaria es la costumbre, al igual que
los más bravos caballos rabones que, al principio, muerden el
freno que, luego, deja de molestarlos y que, si antes coceaban
al notar la silla de montar, después hacen alarde los arneses y,
orgullosos, se pavonean bajo la armadura.
Se dice que ciertos
hombres han estado siempre sometidos y que sus padres ya
vivieron así.
Pues bien, éstos
piensan que les corresponde soportar el mal, se dejan embaucar
y, con el tiempo, crean ellos mismos las bases de quienes los
tiranizan.
Pero el tiempo jamás
otorga el derecho de hacer el mal, aumenta por el contrario la
ofensa. Siempre aparecen algunos, más orgullosos y más
inspirados que otros, quienes sienten el peso del yugo y no
pueden evitar sacudírselo, quienes jamás se dejan domesticar
ante la sumisión y quienes, al igual que Ulises, a quien
nadie ni nada detuvo hasta volver a su casa, no pueden dejar de
pensar en sus privilegios naturales y recordar a sus
predecesores y su estado original.
Son éstos los que, al
tener la mente despejada y el espíritu clarividente, no se
contentan, como el populacho, con ver la tierra que pisan, sin
mirar hacia adelante ni hacia atrás.
Recuerdan también las
cosas pasadas para juzgar las del por-venir y ponderar las
presentes.
Son los que, al tener
de por sí la mente bien estructurada, se han cuidado de pulirla
mediante el estudio y el saber. Éstos, aun cuando la libertad se
hubiese perdido irremediablemente, la imaginarían, la sentirían
en su espíritu, hasta gozarían de ella y seguirían odiando la
servidumbre por más y mejor que se la encubriera.
El Gran Turco se dio cuenta de que los libros y la sana doctrina
proporcionan a los hombres, más que cualquier otra cosa, el
sentido de su dignidad como personas y el odio por la tiranía,
de modo que no tiene en sus tierras a muchos sabios, ni tampoco
los solicita.
Y en cualquier otro
lugar, por elevado que sea el número de fieles a la libertad, su
celo y el amor que le prodigan permanecen pese a todo sin efecto
porque no logran entenderse entre ellos.
La libertad de
actuar, hablar y de pensar les está casi totalmente vetada con
el tirano y permanecen aislados por completo en sus fantasías.
Así pues, Momo, el dios burlón, no se mofó demasiado del hombre
que Vulcano había creado por no haberle puesto una ventanita en
el corazón para que, por ella, pudiesen leerse sus pensamientos.
Se cuenta que Bruto,
Casio y Casca, cuando emprendieron la liberación de Roma, o,
mejor dicho, del mundo entero, no quisieron que Cicerón, el gran
celador del bien público (si alguna vez los hubo), participara.
Estimaron su corazón
demasiado vulnerable para tan arriesgada hazaña; confiaban en su
voluntad, pero no en su valentía.
Sin embargo, quien
quiera recordar la historia y consultar antiguos anales,
comprobará que pocos fueron aquellos que, viendo a su país mal
llevado y en malas manos, tomaron, con buenas, cabales y
sinceras intenciones, la decisión de liberarlo y no llegaron
hasta el final, y que la libertad los ha siempre favorecido.
Harmodio, Aristogitón,
Trasíbulo, Bruto el viejo, Valerio y Dión, quienes concibieron
tan virtuoso proyecto, lo llevaron a cabo felizmente: en esos
casos, casi nunca a buen deseo mala fortuna. Bruto el joven y
Casio suprimieron con gran acierto la servidumbre, pero, poco
después de devolver la libertad, murieron, no miserablemente
(¡qué blasfemia sería decir que esos hombres pudieran morir, o
vivir, miserablemente!), pero sí con gran perjuicio, desgracia y
ruina para la República que fue, al parecer, enterrada con
ellos.
Las otras acciones
emprendidas después contra los emperadores romanos no fueron más
allá de conjuras urdidas por algunos ambiciosos o los que no hay
que compadecer por las penas de que fueron víctimas.
Es evidente que lo
que querían no era suprimir, sino cambiar de cabeza la corona,
con la intención de echar al tirano, pero de conservar la
tiranía.
A ésos ni yo mismo
les habría deseado suerte, y me alegro de que hayan mostrado con
su ejemplo que no se debe abusar del santo nombre de libertad
para llevar a cabo malas empresas.
Pero, volviendo al hilo de mi discurso, del que casi me había
apartado, la primera razón por la cual los hombres sirven de
buen grado es la de que nacen siervos y son educados como tales.
De ésta se desprende
otra: bajo el yugo del tirano, es más fácil volverse cobarde y
apocado. Le estoy muy agradecido a Hipócrates, el padre
de la medicina, quien así lo afirmó en uno de sus libros, De
las enfermedades...
Este buen hombre
tenía sin duda buen corazón y bien lo mostró cuando el rey de
Persia quiso atraerlo a su lado a fuerza de obsequios y
ofrecimientos tentadores; él respondió francamente que le
remordería la conciencia ponerse a curar a los bárbaros que
querían matar a los griegos y servir con su arte al que
proyectaba someter a Grecia.
La carta que le envió
se encuentra hoy entre sus escritos y será para siempre un
testimonio de su dignidad y de su noble naturaleza.
Es cierto, por lo
tanto, que, con la libertad, se pierde a la vez el valor. Las
gentes sometidas no sienten ni alegría ni arrojo en el combate;
van a la lucha casi como atados y entumecidos, como cumpliendo
penosamente un deber impuesto.
No sienten en su
corazón el ardor de la libertad, que les hace despreciar el
peligro y alimentar el deseo de alcanzar, aun a costa de su
muerte, rodeado de sus compañeros de lucha, el honor y la
gloria.
Entre gente libre, en
cambio, esos sentimientos se dan con creces, a cuál más, a cuál
mejor, cada uno por el bien de todos, cada uno por sí. Todos
saben que compartirán por igual los males de la derrota, o las
recompensas de la victoria.
Pero las gentes
sometidas, además del valor en el combate, pierden, en todas las
demás cosas, la vivacidad y son presa del desánimo y la
debilidad; se muestran incapaces de cualquier hazaña.
Los tiranos lo saben
y, conscientes de que éste es su punto flaco, no hacen más que
fomentarlo.
Jenofonte, uno de los historiadores más dignos y apreciados
entre los griegos, escribió un libro en el que hace hablar a
Simónides con Hierón, tirano de Siracusa, de las miserias del
tirano; este libro está lleno de buenas y graves amonestaciones
de gran provecho para todos.
¡Ojalá todos los
tiranos de la historia lo hubieran tenido ante los ojos a modo
de espejo!
Me gusta creer que no
hubiesen reconocido en él sus propios vicios, ni sentido
vergüenza alguna. En este tratado, Jenofonte cuenta las penas
que acosan a los tiranos, quienes, al sanar a todos, se ven
llevados a temer a todos.
Entre otras cosas,
dice que los malos reyes contratan a tropas extranjeras porque
ya no se atreven a poner armas en manos de sus súbditos, a los
que han maltratado de mil maneras. Algunos buenos reyes, y más
en otros tiempos que ahora, incluso en Francia, también
contrataron a tropas extranjeras, pero con otra intención, la de
preservar a los suyos, sin escatimar en gastos, con el único fin
de poner a salvo a sus hombres.
Lo mismo opinaba
Escipión (el gran africano, supongo), quien prefería salvar a un
ciudadano que derrotar a cien enemigos.
Pero lo cierto es que
el tirano jamás piensa que su poder está del todo seguro hasta
el momento en que, por debajo de él, no haya nadie con valor.
Entonces, podría
decírsele con razón lo que Trasón, según Terencio, decía al
domador de elefantes:
"¿Tan valiente te
crees que has domado a bestias?".
Pero esa astucia de
los tiranos, que consiste en embrutecer a sus súbditos, jamás
quedó tan evidente como en lo que Ciro hizo a los lidios, tras
apoderarse de Sardes, capital de Lidia, apresar a Creso, el rico
monarca y hacerlo prisionero.
Le llevaron la
noticia de que los habitantes de Sardes se habían sublevado. Los
habría aplastado sin dificultad inmediatamente; sin embargo, al
no querer saquear tan bella ciudad, ni verse obligado a mantener
un ejército para imponer el orden, se le ocurrió una gran idea
para apoderarse de ella: montó burdeles, tabernas y juegos
públicos, y ordenó que los ciudadanos de Sardes hicieran uso
libremente de ellos.
Esta iniciativa dio
tan buen resultado que jamás hubo ya que atacar a los lidios por
la fuerza de la espada.
Estas pobres y
miserables gentes se distrajeron de su objetivo, entregándose a
todo tipo de juegos; tanto es así que de ahí proviene la palabra
latina (para lo que nosotros llamamos pasatiempos) Ludi que, a
su vez, proviene de Lydi. No todos los tiranos han expresado con
tal énfasis su deseo de corromper a sus súbditos.
Pero lo cierto es que
lo que éste ordenó tan formalmente, la mayoría de los otros lo
han hecho ocultamente.
Y hay que reconocer
que ésta es la tendencia natural del pueblo, que suele ser más
numeroso en las ciudades:
desconfía de
quien lo ama y confía en quien lo engaña.
No creáis que ningún
pájaro cae con mayor facilidad en la trampa, ni pez alguno
muerde tan rápidamente el anzuelo como esos pueblos que se dejan
atraer con tanta facilidad y llevar a la servidumbre por un
simple halago, o una pequeña golosina.
Es realmente
sorprendente ver cómo se dejan ir tan aprisa por poco que se les
dé coba. Los teatros, los juegos, las farsas, los espectáculos,
los gladiadores, los animales exóticos, las medallas, las
grandes exhibiciones y otras drogas eran para los pueblos
antiguos los cebos de la servidumbre, el precio de su libertad,
los instrumentos de la tiranía.
Ese sistema, esa
práctica, esos reclamos eran concebidos por los antiguos tiranos
para embrutecer a sus súbditos y fortalecer el yugo. Los pueblos
embrutecidos, entregados a esos pasatiempos y distraídos por un
efímero placer que los deslumbraba, se acostumbraban así a
servir tan neciamente (aunque peor) como a leer aprenden los
niños pequeños con las imágenes iluminadas.
A los tiranos romanos
se les ocurrió, además, otra cosa: celebrar a menudo los
decemviros, cebando a esas pobres gentes embrutecidas y
agasajándolas por el sistema, siempre fácil, de seducirlas
mediante el paladar.
El más inteligente
jamás habría dejado su cuenco de sopa para recobrar la libertad
de la república de Platón. Los tiranos se desprendían fácilmente
de un cuarterón de trigo, un sextario de vino y un sestercio;
por lo tanto resultaba lamentable oír clamar "¡Viva el rey!" a
los súbditos.
Los muy zafios no se
daban cuenta de que no hacían más que reembolsarse parte de lo
que era suyo, y que el tirano no habría podido obsequiarles esa
mínima parte sin habérsela sustraído antes.
Cualquiera de los que
recogían el sestercio y se hartaban en los festines públicos,
bendiciendo a Tiberio y a Nerón por su
magnanimidad, podía, al día siguiente, verse obligado a entregar
sus bienes para satisfacer la avaricia del tirano, a sus hijos
para saciar su lujuria y hasta su sangre para alimentar la
crueldad de aquellos espléndidos emperadores, y todo ello sin
decir una palabra, ni mover un dedo.
El pueblo ha sido
siempre así. Se muestra dispuesto y disoluto para el placer que
se le brinda en forma deshonesta, e insensible al daño y al
dolor que padece honestamente.
No conozco a nadie
ahora que, al oír hablar de Nerón, no tiemble tan sólo con el
sonido del nombre de ese monstruo, esa inmunda y sucia bestia.
Sin embargo, todo hay
que decirlo, después de su muerte, tan repugnante como había
sido su vida, el noble pueblo de Roma se llevó tal disgusto, al
recordar sus juegos y festines, que estuvo a punto de llevar
luto por él.
Así lo escribió
Cornelio Tácito, excelente historiador que merece toda
nuestra confianza. No deben extrañarnos tales extremos, en vista
de lo que ese mismo pueblo hizo a la muerte de Julio César,
quien había anulado todas las leyes y aplastado la libertad de
Roma.
En ese personaje no
hubo, en mi opinión, nada que valiera la pena, pues su humanidad
misma, que tanto se alaba, fue más lamentable aún que la
crueldad del más salvaje tirano que jamás haya existido, porque,
de hecho, fue esa venenosa bondad suya la que endulzó la
servidumbre del pueblo.
Pero, después de su
muerte, ese pueblo aún conservaba en el paladar el sabor de sus
banquetes y, en el espíritu, el recuerdo de sus prodigalidades,
y, para rendirle los honores fúnebres e incinerarlo, amontonó
los bancos de la plaza pública para construir una hoguera, elevó
una columna en su honor como al Padre del pueblo (así rezaba el
capitel) y le rindió más honores, por muerto que estuviera, que
los que hubiera debido rendir a cualquier otro hombre en el
mundo, de no ser a aquellos que lo habían matado.
Los emperadores
romanos no olvidaban asumir ante todo el título de tribuno del
pueblo, tanto porque esa tarea era considerada santa y sagrada,
como porque así estaba establecido para la defensa y protección
del pueblo.
Con el beneplácito
del Estado, se aseguraban de este modo la confianza del pueblo,
como si a éste le bastara con oír nombrar el título, sin sentir
por ello sus efectos.
Los de hoy no lo hacen mucho mejor, pues, antes de cometer algún
crimen, aun el más indignante, lo hacen preceder de algunas
hermosas palabras sobre el bien público y el bienestar de todos.
Porque ya conoces muy bien, oh Longa, la fórmula de la que han
hecho uso con tanta frecuencia y con tanta sutileza.
Pero, en la mayoría
de los casos, no podía haber sutileza en sus actos, tanta era su
desvergüenza.
Los reyes de Asiria,
y después los de Media, no aparecían en público sino al
anochecer, con el fin de que el populacho creyera que en ellos
había algo sobrehumano y de crear esta ilusión en aquellos que
alimentaban su imaginación con cosas que jamás habían visto.
Así, todas las
naciones que estuvieron largo tiempo sometidas al imperio asirio
se acostumbraron a servir gracias a este misterio. Y obedecían
más a gusto al no saber a qué amo servían, ni tan sólo si ese
amo existía. De modo que vivían en el temor de alguien a quien
nadie había visto jamás.
Los primeros reyes egipcios no aparecían en público sin llevar
un gato, o una rama, o un haz de fuego sobre la cabeza; así
ataviados, pasaban a ser algo así como ilusionistas.
Con ello, por extraño
que parezca, conseguían hacerse respetar y admirar por sus
súbditos y por gentes que, de no ser tan necias o de no estar
tan embrutecidas, se habrían burlado y reído.
Es realmente
lamentable oír hablar de lo que hacían los tiranos del pasado
para consolidar su tiranía y de las pequeñas astucias a las que
recurrían, encontrando siempre al pueblo tan dispuesto a todo
que no tenían más que tender la red para que cayera en ella. Lo
enredaron con tanta facilidad que jamás se sometió mejor como
cuando más lo engatusaron.
¿Y qué diré de otra patraña que los pueblos antiguos tomaron por
verdad absoluta?
Creyeron firmemente
que el pulgar de Pirro, rey de los epirotas, era milagroso y
curaba a los enfermos del bazo. Enriquecieron aún más ese cuento
añadiendo que aquel dedo, tras haberse consumido el cuerpo en el
fuego, había sido encontrado intacto entre las cenizas.
El pueblo ha
elaborado siempre de este modo engañosas fantasías para,
después, creer en ellas a ciegas. Muchos autores las han
transcrito y recogido en sus libros, de tal manera que puede
verse con facilidad que las han sacado de la leyenda popular
callejera. Vespasiano, al volver de Asiria y pasar por
Alejandría para dirigirse a Roma con el fin de hacerse con el
imperio, realizó milagros.
Enderezó a los cojos,
devolvió la vista a los ciegos y así muchas cosas más que no
podrían ser creídas, en mi opinión, más que por tontos aún más
ciegos que aquellos a quienes se pretendía curar.
Incluso los tiranos
encontraban muy extraño que los hombres pudiesen soportar el que
uno solo los maltratara. Iban con la religión por delante, a
modo de escudo, y, de ser posible, se adjudicaban algún rasgo
divino para dar mayor autoridad a sus viles actos.
Salmóneo,
según la sibila de Virgilio, por haberse burlado del
pueblo ante el que intentó hacerse pasar por Júpiter, se
encuentra en los infiernos,
"castigado con
terrible rigor por haber intentado remedar los rayos y los
truenos. Montado en un carro de cuatro caballos y blandiendo
un hachón encendido, corría ufano por los pueblos de Grecia
y por la ciudad de Elida exigiendo para sí la adoración
debida a los dioses."
¡Insensato! Pretendía
remedar, con unas ruedas de bronce y con el ímpetu de los
caballos, las tempestades y el trueno inimitable.
Pero el omnipotente
padre, a través de las espesas nubes, lanzóle un rayo (no echó
mano de vanas antorchas y humosas teas como Salmóneo) y, tras
envolverle en un denso torbellino, lo precipitó en el abismo".
Si el que no fue sino un necio se encuentra ahora en los
infiernos, creo que los que han abusado de la religión para
hacer el mal, encontrarán allí, con mayor razón, el justo
castigo a sus actos.
Nuestros tiranos también sembraron en Francia fantasías y
fetiches, como sapos, flores de lis, la ampolla y la oriflama.
Todas ellas son supersticiones en las que aún me resisto a
creer, ya que ni nosotros ni nuestros antepasados hemos tenido
hasta ahora ocasión alguna de probar lo contrario.
Hemos tenido a reyes
tan buenos en la paz como valientes en la guerra que, aunque
nacieran reyes, al parecer, la naturaleza los conformó distintos
a los demás y a quienes Dios todopoderoso eligió antes de nacer
para destinarlos al gobierno y a la salvaguarda del reino.
Y, aun cuando no
existieran tales excepciones, no entraré en discusión para
debatir la verdad de nuestra historia, ni desmenuzarla con el
fin de no desvirtuar tan sugerente tema, en el que podrán
lucirse aquellos autores que se ocupan de la poesía francesa,
ahora no sólo en franca mejora, sino, por decirlo así, puesta al
día gracias a poetas como Ronsard, Baïf, Du Bellay, quienes en
este arte, hacen avanzar tanto nuestra lengua que me atrevo a
esperar que pronto no tendremos nada que envidiar a los griegos
ni a los latinos sino tan sólo su derecho de primogenitura.
Y, sin duda,
perjudicaría nuestra rima (y uso gustoso esta palabra, ya que,
si bien algunos la han convertido en algo mecánico, veo, sin
embargo, a bastantes que aún están dispuestos a ennoblecerla y
devolverle su brillo original) si la privara de los hermosos
cuentos del rey Clodoveo, en los que veo ya, me parece, cómo se
entretuvo, complacida, la vena poética de nuestro Ronsard en su
Franciada.
Presiento su alcance,
conozco la gracia de su estilo. Sacará provecho de la oriflama
como los romanos de sus ancillas, así como de los escudos caídos
del cielo de los que habla Virgilio.
Cuidará de nuestra
ampolla, como los atenienses lo hicieron del cesto de Erisicto;
hará que se hable de nuestros ejércitos como ellos de los suyos
que, según aseguran, se encuentran aún en la torre de Minerva,
por supuesto, sería temerario por mi parte querer desmentir
nuestros fabulosos libros y barrer el terreno de nuestros
poetas.
Pero, volviendo al
tema que nos ocupa y del que me aparté no recuerdo muy bien
cómo, ¿acaso no es hoy evidente que los tiranos, para
consolidarse, se han esforzado siempre por acostumbrar al
pueblo, no sólo a la obediencia y a la servidumbre, sino también
a una especie de devoción por ellos?
Todo lo que he dicho
hasta aquí sobre los sistemas empleados por los tiranos para
someter a las gentes no sirven sino para los ignorantes y los
serviles.
Llego ahora a un punto que, creo, es el resorte y el secreto de
la dominación, el sostén y el fundamento de la tiranía. El que
creyera que son las alabardas y la vigilancia armada las que
sostienen a los tiranos, se equivocarían bastante. Las utilizan,
creo, más por una cuestión formal y para asustar que porque
confíen en ellas.
Los arqueros impiden,
por supuesto, la entrada al palacio a los andrajosos y a los
pobres, no a los que van armados y parecen decididos. Sería sin
duda fácil contar cuántos emperadores romanos escaparon a algún
peligro gracias a la ayuda de sus arqueros y los que fueron
asesinados por sus propios guardias.
Ni la caballería, ni
la infantería constituyen la defensa del tirano. Cuesta creerlo,
pero es cierto. Son cuatro o cinco los que sostienen al tirano,
cuatro o cinco los que imponen por él la servidumbre en toda la
nación.
Siempre han sido
cinco o seis los confidentes del tirano, los que se acercan a él
por su propia voluntad, o son llamados por él, para convertirse
en cómplices de sus crueldades, compañeros de sus placeres,
rufianes de sus voluptuosidades y los que se reparten el botín
de sus pillajes.
Ellos son los que
manipulan tan bien a su jefe que éste pasa a ser un hombre malo
para la sociedad, no sólo debido a sus propias maldades, sino
también a las de ellos.
Estos seis tienen a
seiscientos hombres bajo su poder, a los que manipulan y a
quienes corrompen como han corrompido al tirano.
Estos seiscientos
tienen bajo su poder a seis mil, a quienes sitúan en cargos de
cierta importancia, a quienes otorgan el gobierno de las
provincias, o la administración del tesoro público, con el fin
de favorecer su avaricia y su crueldad, de ponerla en práctica
cuando convenga y de causar tantos males por todas partes que no
puedan mover un dedo sin consultarlos, ni eludir las leyes y sus
consecuencias sin recurrir a ellos.
Extensa es la serie de aquéllos que siguen a éstos.
El que quiera
entretenerse devanando esta red, verá que no son seis mil, sino
cien mil, millones los que tienen sujeto al tirano y los que
conforman entre ellos una cadena ininterrumpida que se remonta
hasta él.
Se sirven de ella
como Júpiter quien, según Romero, se vanagloriaba de que, si
tirara de la cadena, se llevaría consigo a todos los dioses.
De ahí provenían el
mayor poder del senado bajo Julio César, la creación de nuevas
funciones, la institución de cargos, no, por supuesto, para
hacer el bien y reformar la justicia, sino para crear nuevos
soportes de la tiranía.
En suma, se llega así
a que, gracias a la concesión de favores, a las ganancias, o
ganancias compartidas con los tiranos, al fin hay casi tanta
gente para quien la tiranía es provechosa como para quien la
libertad sería deseable.
Según los médicos,
aunque nuestro cuerpo no sufra daño alguno, en cuanto en algún
lugar se manifiesta una dolencia, todos los males se centran en
el punto corrompido.
Asimismo, en cuanto
un rey se declara tirano, todo lo malo, toda la hez del reino -
y no me refiero a ese montón de ladronzuelos y desorejados, que
no pueden hacer ni mal ni bien en un país, sino a los que están
poseídos por una incontenible ambición y una incurable avaricia
- se agolpa a su alrededor y lo mantiene para compartir con él
el botín y, bajo su grandeza, convertirse ellos mismos en
pequeños tiranos.
Así actúan también
los grandes ladrones y los célebres corsarios: unos recorren el
país mientras otros asaltan a viajeros; unos permanecen
emboscados y otros al acecho; unos masacran mientras otros
saquean.
Si bien están
igualmente estructurados en jerarquías, nadie de entre ellos,
desde el más simple criado hasta los jefes, queda, al fin y al
cabo, fuera del reparto, si no del botín más sustancioso, sí al
menos de lo que se ha encontrado.
Se dice que los
piratas de Cilicia no sólo se unieron tantos que hubo que enviar
contra ellos a Pompeyo el Grande, sino que, al unirse,
consiguieron firmar alianzas con varias grandes ciudades, en
cuyos puertos se refugiaban tras cada incursión y a las que, a
modo de recompensa, cedían parte del botín.
Así es como el tirano somete a sus súbditos, a unos por medio de
otros.
Está a salvo gracias
a aquellos de quienes debería guardarse si ya no estuvieran
corrompidos. Pero, tal como suele decirse, para cortar leña, hay
que emplear cuñas de la misma madera. Contemplad a sus arqueros,
a sus guardias y a sus alabarderos; no es que no padezcan ellos
mismos de la opresión del tirano, sino que esos malditos por
Dios y por los hombres se limitan a soportar el mal, no para
devolverlo a quien se lo causa a ellos, sino para hacerlo a los
que padecen como ellos y no pueden hacer nada.
Sin embargo, cuando
pienso en esa gente que adula al tirano para sacar provecho de
su tiranía y de la servidumbre del pueblo, quedo estupefacto a
la vez ante su maldad y su necedad.
Pues, a decir verdad,
acercarse al tirano, ¿acaso es otra cosa que alejarse de la
libertad y, por decirlo así, abrazar voluntariamente la
servidumbre?
Que dejen de lado su
ambición y se descarguen de su avaricia, que se miren a sí
mismos y se reconozcan, y verán claramente que las gentes del
campo, a quienes pisotean y tratan peor que a presidiarios o
esclavos, son, no obstante, más felices y más libres que ellos.
El labrador y el
artesano, por muy sometidos que estén, quedan en paces al hacer
lo que se les manda, mientras que el tirano ve a los que lo
rodean acechar y mendigar sus favores.
No basta con hacer lo
que les ordena el tirano, sino que deben pensar lo que él quiere
que piensen y, a menudo, para complacerlo, deben incluso
anticiparse a sus deseos.
No están solamente
obligados a obedecer, sino que deben también complacerlo,
doblegarse a sus caprichos, atormentarse, matarse a trabajar en
sus asuntos, gozar de sus mismos placeres, sacrificar sus gustos
al suyo, anular su personalidad, despojarse de su propia
naturaleza, estar atentos a sus palabras, a su voz, a sus
señales y a sus guiños, no tener ojos, pies ni manos como no sea
para adivinar sus más recónditos deseos, o sus más secretos
pensamientos.
¿Es esto vivir
feliz?
¿Puede llamarse a
esto vivir?
¿Hay en el mundo
algo menos soportable, no digo ya para un hombre de buen
corazón, o para un hombre bien nacido, sino tan sólo para
cualquiera que tenga un mínimo de sentido común, o, sin más,
un resto de humanidad?
¿Habrase otra
manera de vivir más mísera, carente de todo, cuando podría
gozar del libre albedrío, de la libertad, de su cuerpo y de
la vida?
Pero se empeñan en
servir para amontonar bienes, como si no pudieran ganar nada que
sea suyo, ya que no pueden decir que se pertenecen a sí mismos.
Y, como si nadie
pudiera tener nada propio bajo el yugo del tirano, quieren
apropiarse de los bienes sin recordar que ellos mismos son los
que brindan al tirano el poder de quitarlo todo a todos y de
negar a todos la posibilidad de tener algo que sea suyo. Saben,
no obstante, que nada ata más a los hombres a su crueldad que
los bienes; que no hay contra él crimen alguno digno de muerte
más que la independencia, o disponer de algo; que no ambicionan
más que la riqueza y que se la toman de preferencia con los
ricos, quienes, sin embargo, se presentan ante el tirano como un
rebaño ante el carnicero, pletóricos y rechonchos, para excitar
más aún su voracidad.
Esos favoritos no
deberían recordar tanto a los que han juntado muchos bienes
gracias a los tiranos como a los que, tras haber juntando un
tiempo, después han perdido los bienes y la vida; parecen
ignorar que, si bien muchos han acumulado riquezas, pocos las
han conservado.
Releyendo todas las
historias de la Antigüedad, reflexionando sobre aquellas que
acuden a nuestra memoria, veremos cuán numerosos son los que,
tras haberse ganado con malas artes la confianza del príncipe,
ya sea fomentando su maldad, ya sea abusando de su simpleza,
acabaron aplastados por ese mismo príncipe.
Cuanto más fácil fue
su ascensión en los favores del tirano, menos sabiduría tuvieron
para conservarlos.
De la cantidad de
gente que siempre ha frecuentado la corte de los malos reyes,
pocos, o ninguno, han podido eludir al fin la crueldad del
tira-no al que, antes, habían azuzado contra los demás.
En la mayoría de los
casos, tras haberse enriquecido a la sombra de sus favores y a
costa de otros, terminan ellos mismos por enriquecer a otros.
Incluso los hombres de bien, si es que alguna vez hubo hombre de
bien amado por el tirano, por mucho que goce de este privilegio
y por muy brillantes que sean su virtud y su integridad - que
siempre, vistas de cerca, inspiran hasta a los malos cierto
respeto - no podían estar por mucho tiempo en la corte del
tirano; tenían por fuerza que sentir en su propia piel el mal
que afectaba a todos y, a costa de sí mismos, pasar por las
desventuras de la tiranía.
Podemos citar
ejemplos:
Séneca, Burro,
Trasea, tres hombres de bien, sobre dos de los cuales,
Séneca y Burro, recayó el infortunio de que el tirano les
confiara el control de sus asuntos: los dos fueron
apreciados y amados por él; uno de ellos había sido incluso
su preceptor y maestro y, como prenda de su amistad, tenía
el recuerdo de los cuidados que le había prodigado en su
infancia.
Pero el ejemplo de
esos tres hombres, cuya suerte fue tan cruel, ¿ya no basta para
probar la escasa confianza que pueden inspirar los malos amos?
Y, de hecho, ¿qué amistad puede esperarse del que tiene el
corazón tan duro que odia a todo un reino (que, paradójicamente,
le obedece dócilmente) y de un ser que, por no saber amar,
destruye así paulatinamente su propio imperio?
Si alguien opinara
que Séneca, Burro y Trasea fueron víctimas del tirano por haber
sido buenos, que investigue lo que sucedía en la corte de Nerón:
comprobará que los que obtuvieron sus favores y se mantuvieron
por malas artes tampoco duraron mucho más.
¿Quién ha oído hablar
de amor más desprendido y de afecto más obstinado, quién ha
leído jamás algo semejante a la constante y entregada dedicación
de Nerón a Popea?
Pues bien, ¿acaso no
la envenenó él mismo?
Agripina, su madre,
mató a su marido Claudio para entregarle el imperio, hizo todo
lo posible para favorecerlo y cometió, para conseguirlo, todo
tipo de crímenes.
No obstante, su
propio hijo, fruto de sus entrañas, aquel a quien ella misma
había colocado a la cabeza del imperio, tras haberla traicionado
varias veces, finalmente le quitó la vida; nadie se atrevió a
afirmar entonces que no merecía semejante castigo, que, en
cambio, habría recibido la aprobación de todos de habérselo
infligido otro.
¿Quién fue más
fácil de manejar, más simple y, por decirlo así, más tonto
que Claudio, el emperador?
¿Quién llevó más
cuernos de su mujer que Claudio de Mesalina?
No obstante, la
entregó al verdugo.
Los tiranos tontos
siguen siendo tontos cuando se trata de hacer el bien, pero no
sé cómo, al fin, por poca lucidez de que dispongan, acaban
empleándola para cometer alguna crueldad.
Es harto conocido el
comentario de Calígula, quien, al contemplar el cuello desnudo
de su mujer, a quien adoraba, y sin quien parecía no poder
vivir, la acarició pronunciando estas edificantes palabras:
"Este hermoso
cuello podría ser degollado si así lo ordenara".
He aquí por qué la
mayoría de los tiranos de la Antigüedad solían morir por manos
de sus propios favoritos, quienes, tras conocer la naturaleza de
la tiranía, no se sentían seguros de los caprichos del tirano y
temían su poder.
Así fue asesinado
Domiciano por Estéfano, Cómodo por una de sus amantes, Antonino
por Macrino. y así casi todos los demás.
Ésta es la razón por la que un tirano jamás es amado, ni ama él
mismo jamás. La amistad es algo sagrado, no se da sino entre
gentes de bien que se estiman mutuamente, no se mantiene tan
sólo mediante favores, sino también mediante la lealtad y una
vida virtuosa.
Lo que hace que un
amigo esté seguro del otro es el conocimiento de su integridad.
Tiene como garantía de ello la naturaleza de su carácter amable,
su confianza y su constancia. No puede haber amistad donde hay
crueldad, deslealtad, injusticia. Cuando se juntan los malos,
siempre hay conspiraciones, jamás una asociación amistosa.
No se aman, se temen:
no son amigos, sino cómplices.
Ahora bien, aunque esto no sea un obstáculo, sería difícil
encontrar en la vida de un tirano una sólida amistad, ya que, al
estar por encima de todos y no tener iguales, se sitúa más allá
de los límites de la amistad, que sólo se da en la más perfecta
equidad, cuya evolución es siempre igual y en la que nada se
enturbia.
He aquí por qué,
entre los ladrones, se produce, al parecer, cierta buena fe en
el reparto del botín, porque se sienten iguales y compañeros y,
si no se quieren entre sí, sí al menos se temen y saben
perfectamente que, si no estuvieran unidos, su fuerza se
debilitaría.
En cambio, los
favoritos del tirano jamás pueden estar seguros de serlo, porque
ellos mismos le han demostrado que lo puede todo y que ningún
derecho ni deber alguno lo obliga a nada, de modo que el tirano
pasa a creer que sus caprichos son su única razón, que ninguno
de sus favoritos, por lo tanto, puede ser su amigo y que no
tiene más remedio que convertirse en el amo de todos.
Así pues, es de
lamentar que, ante tantos y tan claros ejemplos y ante tan
cercano peligro, nadie quiera aprovechar esas experiencias
pasadas, que tanta gente se aproxime aún gustosa al tirano y que
no haya nadie lo bastante perspicaz y atrevido como para decirle
lo que le dijo, según narra el cuento, el zorro al león que se
hacía pasar por enfermo:
"Vendría de buena
gana a verte a tu madriguera, pero veo muchas huellas de
animales que van en dirección a ella y ninguna que vuelva".
Estos miserables ven
resplandecer los tesoros del tirano, admiran boquiabiertos su
esplendor y, atraídos a su vez por su magnificencia, se
aproximan a él sin caer en la cuenta de que se meten en la llama
que inexorablemente los consumirá.
Así, el sátiro
indiscreto, según antiguas fábulas, al ver arder el fuego
sustraído por Prometeo, lo encontró tan bello que fue a besarlo
y se quemó.
Así también la
mariposa que, deseosa de gozar, se metió en el fuego porque la
atraía el resplandor de su llama y descubrió ese otro atributo
del fuego que es el de quemar, según cuenta Lucano, el poeta
toscano. Pero, suponiendo que esos individuos escapen a la
influencia de aquel a quien sirven, jamás se salvan del que lo
sucederá.
Si es bueno, en
seguida se darán cuenta de ello y deberán entrar en razón. Si es
malo y parecido a su antecesor, éste no dejará de rodearse a su
vez de sus propios favoritos, quienes, a su vez también, no se
contentarán con ocupar el lugar de sus predecesores sin disponer
ellos también de sus bienes y privilegios.
¿Cómo puede alguien,
conocedor de esos peligros y de la inestable seguridad con la
que puede contar, aún aspirar a ocupar lugar tan frágil y
malhadado y a servir, con riesgo de su vida, a amo tan
peligroso?
Qué peso y qué
martirio, Dios mío, dedicarse día tras día y noche tras noche a
complacer a un solo hombre y, al mismo tiempo, temerle más que a
cualquier otra persona en el mundo; estar siempre al acecho, el
oído atento para poder averiguar a tiempo de dónde vendrá el
golpe, para detectar las dificultades, espiar los gestos de sus
propios compañeros y descubrir de antemano a los que traicionan
a su amo; reírles todas las gracias y, sin embargo, temerlos a
todos, no tener enemigo declarado ni amigo seguro alguno, vivir
siempre con expresión de alegría, mientras el alma vive en vilo,
sin poder jamás estar contento ni atreverse a mostrarse triste.
Pero es curioso examinar lo que les queda tras tan gran tormento
y lo que pueden esperar a cambio de su desgracia y de tan
miserable existencia.
En general, el pueblo
no acusa al tirano de los males que padecen, sino a los que lo
gobiernan. El pueblo, la nación entera, todos, hasta los
campesinos y los labradores, conocen sus nombres, descubren sus
patrañas, lanzan contra ellos mil ultrajes, mil insultos, mil
maldiciones.
Todas sus oraciones,
todas sus voces se elevan contra ellos; todas las plagas, todas
sus desgracias y toda su miseria se las atribuyen a ellos.
Y, si alguna vez les
rinden en apariencia algún homenaje, en el fondo, los están
maldiciendo y sienten ante ellos más temor que ante un animal
salvaje.
Ésta es la gloria,
éste es el honor que reciben por sus servicios al pueblo; aunque
cada súbdito consiguiera arrancarle un pedazo de su cuerpo, no
se daría (al menos eso creo) por satisfecho, ni la mitad de su
desgracia se daría por saciada, ni tan sólo después de su
muerte.
Y, aun cuando esos
tiranos hayan desaparecido, los que le sobreviven siguen
ennegreciendo de mil maneras la historia de esos "comepueblos".
Su reputación queda
ya definitivamente difamada en los libros, y sus huesos son; por
así decirlo, arrastrados en el fango por la posteridad,
recibiendo así un merecido castigo aun después de su muerte.
Aprendamos pues de una vez, aprendamos a obrar bien. Miremos al
cielo y, tanto por nuestra dignidad como por simple amor a la
virtud, dirijámonos a Dios todopoderoso, honrado testigo de
nuestros actos y justo juez de nuestras faltas.
Por mi parte, pienso
- y creo no equivocarme - que no hay nada más contrario a
Dios, tan bondadoso y justo, que la tiranía.
En lo más hondo de
los abismos, Él reserva sin duda a los tiranos y a sus cómplices
un terrible castigo.