La existencia
de otra tierra oculta en esta tierra, en que moran seres iguales a
nosotros, en verdad, aparece en todas las tradiciones. La idea fue,
entonces, plantearse con la seriedad con que juega un niño la remota
posibilidad de que exista esta ciudad bajo nuestros pies. Así pues,
es éste, a su manera, un testimonio de gentes de nuestra época que
creen en la existencia de un reino interior, otra civilización que
vive dentro de nuestro planeta. No es éste un tema que se deja
abordar fácilmente. Pertenece a la vez a la Historia, al mito y a
una pesadilla.
La idea, entonces, es comentar acerca de la existencia posible de una región, una ciudad subterránea con su propio hiperespacio, que los pueblos exteriores interpretan a su manera. Así, acá en Chile la mitología da el nombre de acuerdo al propio tamaño de su sueño, con sus propios vocablos y ánimo. Sabemos que en el Sur los Araucanos sitúan como final del último viaje de la humanidad a la isla “Gueuli”, un sitio fantástico que existe desde el comienzo del tiempo, y que la tradición posterior ubica en la isla Mocha, descubierta en 1544, cuando la habitaban unos 1.000 Araucanos que después se establecieron en la región de Bío-Bío.
A la mítica isla Gueuli, donde no hay tiempo, se llega con la intercesión de unas mujeres a las que nombran “trempulcahue”, consideradas depositarias de las almas de sus antepasados: tienen forma de ballena y realizan su labor a la caída del sol. Al lugar donde esto ocurre lo llaman "Nguill chenmaihue" o “el sitio para la reunión de la gente”. La isla Mocha, hoy día depositaria del símbolo, conserva sus características de misterio y mantiene un sitial importante en la mitología chilena. Otro grupo -los Cuncos de Valdivia- adoran a un ser mítico supremo de nombre “Huentreyeu”, al que creen inmortal e investido de todos los poderes: es el "gran dominador del corazón del mundo", el que un día salió a la superficie desde su reino interior y, mirando el mar, se enamoró de una sirena: unión de la que procedería el género humano.
Al Huentreyeu le obedecen todas las fuerzas naturales y sus manifestaciones, como los temblores, las fuertes tormentas y los remolinos; también ejerce su influencia en las cosechas, en la crianza y reproducción de los animales y la protección de las plantas. Carece de una representación corpórea porque está en todo a partir del corazón de la Tierra; se le rinde culto en un ramo de laurel: en los primeros días de la primavera, durante la celebración de las fiestas al rey interior Huentreyeu, los Cuncos toman una gran rama de laurel y la arrastran hasta el mar, la sumergen en las aguas y luego la pasean por todos sus lugares, a manera de limpia.
Para otro grupo, los inDios Purcuillas, que solían frecuentar los llanos del volcán Osorno, Dios se llama “Hueñauca”: un soberano mítico que ejerce su reinado desde el interior mismo del volcán (aunque, al parecer, reside en todos los volcanes). Hoy, cuando están casi extinguidos como etnia, los Purcuillas siguen ubicando la morada de su Dios en alguna caverna, en cuya entrada se le puede ver a cualquier hora, sentado sobre una piedra anunciando su reino interior.
Para los araucanos, en general, existe un espíritu
benefactor que protege sin que se le llame: el “Ngumalillahuen”, que
es el alma de la tierra, por lo que habita en la tierra misma desde
la que sale a la superficie a sanar la vida de las personas enfermas,
a veces encarnado en alguna de las numerosas plantas medicinales que
se utilizan: es este Dios subterráneo quien ayuda a la machi cuando
ella aplica sus conocimientos de las hierbas para sanar.
También son varias las leyendas que circulan acerca del final a que llevan las inexploradas cuevas que marcan el Morro de Arica. En efecto, en la base del montículo histórico hay una serie de cavernas que hoy han sido cerradas en sus entradas para evitar que se internen por ellas los exploradores aficionados, y puedan desaparecer para siempre, porque gente allí se ha perdido desde hace cientos de años sin que se sospeche siquiera qué ocurrió con ellas en esos caminos subterráneos.
La leyenda de estas cuevas también ha
sido tocada por historias de piratas; por ejemplo, se cuenta que el
filibustero Thomas Cavendish habría ocultado en ese lugar tres
enormes cofres repletos de doblones de oro y piedras preciosas. El
pirata nunca pudo volver a recuperar su tesoro, pero su espectro
vaga desde entonces en las cuevas, que desembocan algunas en el mar
y otras en el misterio.
También esta boa gigante tiene su
aspecto benigno: llegado su tiempo de morir, lo hace en medio de los
caminos para que los hombres y la naturaleza aprovechen sus restos;
como su grasa, que se utiliza para combatir dolores reumáticos y
aumenta la virilidad; su piel combate diversas enfermedades internas,
como las úlceras; de su carne putrefacta -que tiene las propiedades
de la tierra misma- suele crecer una especie de hongo que tiene por
propiedad curar la melancolía.
Para un extranjero la primera impresión de Santiago es la de ver una ciudad plana, de construcciones bajas, luego se sorprenderá de la sofisticada imaginería criolla arquitectónica, que en casi todas las grandes tiendas llega varios pisos más abajo del nivel del suelo. Así es como esta singularidad mantuvo alentada la leyenda del famoso subterráneo.
En 1968, bajo la estación de Buin, se encontró una singular construcción bajo tierra, el periodista René Olivares comentó (en LUN):
Los jesuitas fueron expulsados de América por Carlos III, que acumuladas pruebas en su contra y dado que los jesuitas establecían la anarquía fundándose en que por disposición de los Papas ellos no estaban sujetos a ninguna autoridad, les dio el golpe de expulsión que de no descargarse sobre una orden tan poderosa, habría sido mortal.
La primera imprenta que llegó a Chile la trajo la compañía de Jesús, dice el historiador Domingo Amunátegui Solar, y fue traída clandestinamente por el religioso Carlos Haimhaussen, un noble bárbaro que había entrado a servir a la Orden de San Ignacio.
En Alemania reunió dinero y reclutó maestros mecánicos, orfebres, torneros, artesanos para venir a enseñar a Chile. Y luego consiguió con el Rey de España, Carlos III, que le autorizara entrar un enorme bagaje de maquinarias, materias primas, herramientas para montar sus talleres. En el Río de la Plata fue interceptado su cargamento y sólo pudo seguir viaje a Chile tras una declaración jurada de que lo que contenía el cargamento era lo que autorizaba el Rey.
Y cita documentos de la Real Audiencia de Santiago, que el 28 de abril de 1767, cuatro meses antes de que se consumara en Chile la expulsión, reconocían “el celo con que los religiosos jesuitas se dedican a la enseñanza y dirección de vuestros vasallos”.
Y agregaba la Real Audiencia de Santiago:
Sin embargo, la orden real debió cumplirse y así es como de su primera estadía en Chile los jesuitas dejaron opiniones encontradas y una enorme red de túneles, pasajes secretos y mazmorras, bodegas y arcas en el subsuelo de Santiago. Según los estuDios históricos sobre la ciudad primitiva, la Iglesia de la Compañía, que se alzaba hasta su incendio del siglo XIX en el solar donde hoy está el Congreso Nacional, era el centro de esta red. Partía de la Casa de Ejercicios en la calle de Ollerías (hoy avenida Portugal) por bajo tierra a través de tres vías tortuosas que tenían celdas y calabozos.
Una de ellas seguía hasta el otro lado del río Mapocho, en una
casa-quinta de propiedad de la Compañía: este subterráneo pasaba por
debajo del lecho del río. También desde la Iglesia de la Compañía
partía otro camino subterráneo hasta el convento en calle San Pablo.
Por bajo la entonces Cañada (hoy Alameda Bernardo O'Higgins) se unía la
red.
Esta explicación ha sido aceptada desde comienzos del siglo XX, en las oportunidades en que construyéndose las arterias más modernamente fueron encontrados extraños pasadizos, como en la calle de las Agustinas, del Puente o en la de Santo Domingo; el túnel de la calle Agustinas partía precisamente del centro nocturno que se llamó “Sótano de la Quintrala”, donde tuvo su casa la célebre vampiresa colonial Catalina de los Ríos y Liesperguer, de quien se dice que utilizaba los pasajes subterráneos para visitar al fraile agustino que quería seducir.
Esto nunca lo sabremos; lo que sí podemos confirmar es que la ciudadela bajo tierra que preservaría los tesoros que los jesuitas no pudieron llevarse cuando fueron expulsados, ha sido fuente de inspiración para toda clase de personas, desde historiadores hasta aventureros, muchos de los cuales llevaron más allá su imaginación, debiendo pagar por ello con su propia vida. Como el soberbio poeta peruano José Santos Chocano, que en Chile fue como de la casa, y que murió por un suceso en que estaba involucrada la búsqueda de un pasadizo a un tesoro subterráneo en pleno centro de Santiago.
A la Mistral la unió con el poeta peruano una recíproca admiración. En 1920 Santos Chocano residía en Guatemala, y es arrestado como parte del Consejo del derrocado presidente Estrada. Condenado a muerte, interceden por él los restantes gobiernos de Centroamérica, el papa y el rey de España, y se le conmuta la pena por la de expulsión de por vida. Reside aún en Costa Rica unos meses y en 1921, luego de 17 años de ausencia, regresa a Perú. En su país es tratado fríamente; tres años después un desgraciado hecho lo deja al margen de la ley.
Resulta que ese 1924 se celebraban las fiestas de Ayacucho congregando a numerosos intelectuales de América. Allí fue duramente increpado por el ensayista de su país Edwin Elmore, que suma las críticas de otros contrarios que tenía. Elmore golpea a Santos Chocano y éste se defiende con su bastón. Elmore se lo arrebata y entonces el poeta saca un revólver y dispara: Elmore fallece a las 48 horas.
Santos Chocano se entrega a las autoridades y es recluido en el Hospital Militar de San Bartolomé. Gabriela Mistral solidariza públicamente con él, y escribe que siente por el poeta encarcelado “una vieja amistad admirativa que su desgracia de hoy no desata”. A la voz de Gabriela se suman numerosos escritores americanos que escriben al gobierno de Perú solicitando clemencia para Santos Chocano. Tras un encierro no corto, una ley pone término a su prisión y, en noviembre de 1928, arriba a Valparaíso en el barco “Teno” para radicarse finalmente en Chile, donde el gobierno le brinda por gracia presidencial una pensión y libre tránsito y permanencia.
En la tranquilidad de Santiago comienza a ordenar su obra, que arrastraba en papeles atados dentro de baúles de cuero duro, que conformaría su estilo, serio y depurado. En 1934, cuando muere en Santiago, alcanza a ver publicada la edición definitiva de “En la aldea” y la que fue, formalmente, su última obra: “Primicias del Oro de Indias”, un libro profético.
El caso es que Santos Chocano creía verdaderamente que bajo las calles de la ciudad había pasadizos que llevaban a tesoros posibles. Estudió narraciones históricas, habló con los antiguos vecinos y, finalmente, solicitó oficialmente autorización para realizar excavaciones, lo que se le concedió de inmediato. Lo cierto es que a la gente de su época este hombre se les hacía querible, realizando tal singular tarea.
Pero por quizá qué extraño designio, mientras excavaba en la rivera sur del Mapocho, cerca del Puente Recoleta, éste fue a asociarse con un loco: Martín Bruce Badilla, que, luego de veinte años de solicitudes oficiales había obtenido autorización para excavar en la vereda de la calle Miraflores, destinada a ubicar una fortuna enterrada hacía casi trescientos años, y que la tradición de Santiago cita como “el tesoro de Meneses”… luego de asesinar a Santos Chocano, Bruce contó a los médicos del Hospital Siquiátrico que se había entrevistado con tres presidentes de la República, varios alcaldes y otras autoridades, hasta que luego de veinte años finalmente obtuvo el permiso de la Dirección de Pavimentación y realizó la ansiada excavación, pero sólo encontró - según declaró - "ladrillos sueltos y señales que ya se había excavado en el lugar y nadie mas que Chocano debía haber desenterrado el tesoro", lo que habría ocurrido en diciembre de 1932, puesto que era el único a quien Bruce le señalara el lugar preciso:
Waldemar V.F.
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