Los Lamb admitieron haber estado trabajando durante mucho tiempo en la zona, en una empresa que podía ser calificada de locura: andaban tras la búsqueda a través de la selva de una entrada hasta una espléndida ciudad maya que se dice existe en la región chiapaneca. Le contaron que estando en la densa jungla, repentinamente se vieron rodeados por un grupo de indígenas que allí han vivido por muchas generaciones, y que se decían “guardianes de un gran templo que sirve de entrada a la ciudad donde habitan los antiguos, a quienes ellos veneraban”.
Los Lamb aseguraron que se trataba de un grupo de lacandones, de quienes se decía que eran sobrevivientes de una civilización que fue tragada por la selva.
Luego, los Lamb refirieron al presidente Roosevelt que lograron averiguar que en uno de los túneles que son custodiados por los lacandones, están almacenadas unas hojas de oro sobre las que se escribió en jeroglíficos una historia del pueblo que forma el reino subterráneo. Decían los Lamb que un gran diluvio habría obligado a los antiguos a vivir “en el cuerpo interno de la tierra.”
El mismo Wilkins apunta otro dato y narra que un ingeniero inglés que vivió muchos años en México, solía contar que en el estado de Jalisco, en alguna zona de la gran cadena de la sierra Madre, a unos 121 kilómetros al este de Cabo Corrientes, hay unas ruinas prehistóricas que sólo conocen las gentes del lugar.
En Jalisco afirman que esas antiguas ruinas fueron en otro tiempo el hogar de un pueblo que era muy civilizado y que durante un gran diluvio tuvieron que huir por las cavernas abiertas aún desde antes en las laderas de la Sierra Madre. Suelen decir que a ciertas horas del crepúsculo de la tarde o del amanecer, desde ellas escapa el sonido de un extraño y vibrante tamborileo, que se escucha desde lejos, y afirman que es música que emana de los espíritus de quienes viven en el reino subterráneo.
Cuando visité los Altos de Jalisco para ver al poeta Elías Nandino, algunos de sus discípulos me llevaron a ver a don Pedro tapia, buena gente del lugar. Dice don Pedro Castro, famoso por sus limpias con hierbas que crecen de la piedra, que la música que se oye sale de las “cámaras de un gran sitio habitado bajo la tierra de Jalisco, en donde es venerado el gobernante del universo. Nosotros siempre hemos sabido respetar a la Sierra Madre porque encierra un camino por el cual se puede llegar al gran reino subterráneo de que hablan las crónicas, y quiero que sepa que en esa ciudad todo es mejor porque son gentes antiguas quienes allí viven, más antiguos que nosotros, por lo que son más sabios.
Sabemos que si nuestro ánimo, las fuerzas de uno están dispuestas, se puede llegar ahí, y te darán la bienvenida, porque son gentes buenas, no diferentes a nosotros, sólo que mejores; y te permitirán vivir con ellos si lo deseas y eres digno. Hay quienes dicen que ese pueblo, un día, regresará a la superficie, a poner orden.
William Hickling Prescott, en su "Historia y Conquista de México", cita haber experimentado “extraños ruidos que conmueven y que venían de la Tierra”, al preguntar su origen, asegura que le respondieron:
En su libro "Incidentes de viaje por Centroamérica, Chiapas y Yucatán", el escritor estadounidense John Lloyd Stephens narra que mientras recogía información en Santa Cruz del Quiché, al occidente de Guatemala, un viejo sacerdote español le dijo que,
En otro pasaje de su libro cita (en santa Cruz del Quiché) “y debajo de uno de los edificios había una abertura a la que los indios llamaban gruta, y por la que decían se podía llegar a México en una hora.”
Otro ex-presidente de Norteamérica de apellido Roosevelt (Theodore), que gobernó ese país entre 1901 y 1909, y ganó el Premio Nobel de la Paz en 1906, también estaba convencido de que existía un reino subterráneo en América del Sur, precisamente en Brasil. Lo cierto es que la búsqueda de una ciudad perdida en el Amazonas se remonta a las grandes hazañas de dos exploradores españoles: Francisco de Orellana en 1541 y Lope de Aguirre en 1560.
La expedición de Orellana es un “clásico” en la historia de las exploraciones. Comandada por Gonzalo Pizarro, partió de Guayaquil, cruzó la cordillera de los Andes, descendió por el río Napo hasta conectar con el Amazonas. Aquí se separó del grupo principal y con un puñado de hombres a bordo de unas embarcaciones que ellos mismos fabricaron, navegó río abajo para desembocar finalmente en el Atlántico, después de diecinueve meses de expedición.
Hubo varias otras exploraciones que quedaron olvidadas, y lo que en 1900 se conocía de la región era mínimo. Luego comenzaron a sobresalir una serie de héroes que se atrevieron, como Cándido Rondón, ingeniero militar brasileño que en tres ocasiones penetró el Matto Grosso en condiciones de extrema dificultad; los indios de la región eran considerados altamente peligrosos, es cierto que el sistema fluvial del Amazonas había permitido el conocimiento de parte del área, pero nadie se había internado más allá de unos metros de las riberas, y Rondón debió enfrentar un sinnúmero de peligros. Precisamente, en 1913, Rondón hizo equipo con el ex presidente Roosevelt, organizando un viaje que hizo época: en sólo seis semanas de exploración, la expedición Rondón-Roosevelt logró añadir al mapa más de 1.200 kilómetros, hasta entonces desconocidos, del más grande afluente del río Madeira: el río Duda (conocido hoy como el río Teodoro Roosevelt).
El coronel Fawcett creía que una entrada al reino interior se encontraba ubicada cerca de la Sierra del Roncador en pleno Matto Grosso, cuya búsqueda inflamó toda su vida. En 1906, inició una serie de exploraciones cuando le fue asignada la tarea de demarcar la frontera entre Bolivia y Brasil. Los detalles geográficos de esa frontera eran entonces poco conocidos y fue en conexión con esta labor que el coronel Fawcett desarrolló sus viajes. El primero de sus trabajos lo llevó a las aguas desconocidas del río Abuná, tributario del Madeira y que tiene la reputación de ser el más contaminado del Amazonas. Dos años más tarde, en 1908, exploró el río Verde.
Lo acompañaban los indios, un sirviente argentino, un herrero paraguayo y un panadero español; “una compleja multitud”, según él mismo lo denominó. Fueron ellos los únicos peones que pudo encontrar dispuestos a internarse en la zona. El objetivo era ascender el río Verde hasta su origen. Esperaban poder navegar todo el trayecto, pero ya el segundo día debieron dejar sus botes debido a los rápidos. Al día siguiente los peones estaban agotados con el arduo trabajo de acarrear las cargas. Las reservas de comida fueron abandonadas y se lanzaron a través de la selva llevando sólo hamacas, rifles y algo de equipo en sus espaldas.
Las siguientes tres semanas fueron una pesadilla: no encontraron pesca y tampoco caza:
Aún así, llegaron muy cerca del origen del río Verde. Para el regreso, Fawcett decidió abandonar la ribera y cortar a campo traviesa hacia la ciudad de Matto Grosso. Había menos selva, pero las dificultades no disminuyeron. Las palmas eran escasas y debieron conformarse con comer “chuntas” (unas nueces duras e insípidas). Todo el equipo quedó sordo debido a un fenómeno que nadie pudo explicar. Un portador fue gravemente mordido por una tucandera, araña negra muy venenosa.
Los peones se desesperaron, y Fawcett debió golpearlos para que continuaran; escribió:
Pero lograron llegar a Matto Grosso, y aunque al poco tiempo los cinco peones murieron, el curso del río Verde había sido determinado.
En 1910 Fawcett realizó
exploraciones en la región que recorre la línea fronteriza entre
Perú y Bolivia. La zona estaba poblada por la tribu Guarayos, indios
salvajes especialmente hostiles. Se había acordado que un río -el
Heath- fuese parte de la frontera, pero tal río no había sido nunca
explorado más allá de su encuentro con el Madre de Dios. Después de
meses de escaramuzas para salir ilesos de los encuentros con los
naturales, finalmente Fawcett comprobó su capacidad al localizar la
fuente del río Heath.
Aparentemente es un caso trivial de animismo, pero es válido como ejemplo de la impresión que el británico manifiesta ante hechos que en la selva son normales.
Escribe: “Habían extraído las entrañas del muerto, que fueron colocadas en una urna para ser enterradas. El cuerpo fue entonces descuartizado y repartido para el consumo de las veinticuatro familias de la oca” (gran casa o choza indígena techada con paja) donde él había vivido; ceremonia religiosa que no se debe confundir con el canibalismo, según el mismo Fawcett narra:
Después refiere que los tres hombres cayeron en trance y fueron acometidos por fuertes vómitos, que los distorsionaba violentamente, ceremonia que era acompañada por un canto incesante de toda la comunidad.
Testimonios como el anterior impregnaron de cierto misterio la imagen de Fawcett en Europa, lo que se acentuaba por sus descripciones como la de las míseras posadas bolivianas en las que llegó a dormir:
A pesar de este halo misterioso que embargaba la figura de Fawcett, cuando estalló la primera guerra mundial volvió a Inglaterra y fue nombrado coronel antes de que el conflicto terminara. Las historias que de él, además, se habían inventado, creándole fama de excéntrico pero muy entretenido, le habían abierto las puertas de la sociedad londinense, a la que, es cierto, pertenecía por derecho propio.
Fue enormemente popular, y el magnetismo de Sudamérica continuó ejerciendo su poder sobre él. Es más, ahora estaba firmemente convencido, casi hasta la obsesión, de la posibilidad de encontrar una entrada a la civilización escondida en lo más profundo de la tierra amazónica. Y decidió volver, obteniendo apoyo por parte de un grupo periodístico de Estados Unidos y de la Royal Geographical Society de su país.
En 1924 dejó Inglaterra acompañado por su hijo Jack y un amigo de éste, Raleigh Rimell, dirigiéndose hacia Cuyaba (Cuiabá), en el borde del Matto Grosso. Desde Cuyaba intentarían ir al norte, con mulas, a través de la cuenca del Matto Grosso, y descender en canoa por un río llamado Paranatinga, hasta llegar aproximadamente al paralelo 10º Sur. Enfilaría hacia el río Xingu, de 2.000 kilómetros de largo que fluye hacia el este, donde está el delta del Amazonas; para desde ahí llegar hasta los Tocantins por vía de su principal tributario, el Araguaia. Su último destino era Barra do río Grande en la ribera del río de San Francisco.
Pasó un año y no se recibieron noticias del coronel y su grupo expedicionario, lo que no produjo mayor ansiedad porque había anunciado que podían estar hasta dos años en la selva; pero transcurrió ese tiempo y tampoco llegaron noticias. Empezaron a circular todo tipo de rumores. Un cierto señor Courteville informó en Londres que se había encontrado un hombre viejo en Cubaya que podría ser Fawcett. La historia fue ampliada y se decía que la búsqueda de la ciudad perdida había fracasado y que el explorador se había establecido como granjero.
La historia, que era falsa, ayudó a fomentar el misterio. La Royal Geographical Society ofreció financiar a cualquier voluntario que se atreviera a obtener noticias de Fawcett. Eventualmente, en 1928, el comandante Gregory M. Dyott organizó una expedición de búsqueda respaldado por la North American Newspaper Alliance: la Asociación norteamericana de periódicos de la cual uno de sus asociados había respaldado la exploración de Fawcett. El equipo de Dyott logró seguir los pasos del grupo más allá del campamento Caballo Muerto.
Incluso encontraron evidencias de sus campamentos en la zona donde habitaban los indios suyas, considerados como caníbales, Dyott declaró estar convencido de la muerte de todos ellos, aunque, declaró “no existen pruebas o indicios concretos”. De allí la huella de Fawcett no pudo ser seguida y hasta el día de hoy no se sabe que ocurrió con él, con su hijo Jack, y con Raleigh Rimell, su amigo. Probablemente fueron asesinados por tribus hostiles, sin embargo, una extendida creencia de que pudieron haber sobrevivido persiste hasta ahora.
La negativa se debía a las disensiones existentes entre las tribus de la zona. Así, a partir del testimonio del cacique moribundo, se descubrió un esqueleto cerca de la confluencia de los ríos Culuene y Xingu. Se pensó que sería el del coronel. Pero de los cuerpos de los dos jóvenes que le acompañaban, y que habrían sido arrojados al río en vez de sepultados, no había ningún vestigio.
Todo lo que se logró recoger en el lugar fue enviado a Inglaterra. Los huesos fueron examinados en el Instituto Real de Antropología de Londres, por un equipo de expertos. Estos certificaron que los huesos no correspondían al súbito de su majestad Percy Harrison Fawcett. Y jamás se pudo descubrir de quién había sido.
Entonces, a los ochenta años de edad, la señora Fawcett declaró al periodista Bernard-Claude Gauthier:
En 1951, cuando Nina dio esta entrevista, Fawcett habría tenido 80 años de edad y su reaparición física todavía era posible. Hoy eso ya no es así. Sin embargo, en 1978, llegó por primera vez a Brasil un sobrino nieto del coronel, el escritor Timothy Paterson. Por lo que él afirma en su libro “El templo de Bies”, escrito luego de varios otros viajes a la zona, Fawcett “vivió en la ciudad subterránea de Bies, junto al Roncador, hasta 1957, cuando a la venerable edad de 90 años se despojó de su envoltura material”, pero no murió en el sentido común de este término, porque de una manera para nosotros desconocida, sigue vivo “en el espacio interior del planeta”.
Lo que es posible,
Al decir de Timothy Paterson, Fawcett se convirtió en “el Alma del Roncador.”
La conclusión de Fawcett es contundente:
A partir de la publicación de este libro, mucho se discutió sobre la autenticidad y la procedencia de esta estatuilla: representa a un personaje que sostiene entre sus manos una tablilla con signos aparentemente de escritura (letras), y muestra otra tablilla similar, pero alargada, apoyada sobre el empeine de sus pies.
Según el investigador Argentino-Israelí Aldo Ottolenghi (entre los que la han visto), la referida estatuilla representa a un sacerdote hebreo, vestido con los ropajes característicos de los levitas. Estos, que constituían una de las doce tribus hebreas, estaban dedicados específicamente al culto y la liturgia. En la Biblia (Exodo, XXVII) se describen el efod o camisola que el sacerdote vestía directamente sobre su cuerpo; el birrete de forma similar al que lleva el personaje de la estatuilla; y la “pollerita” o pantalón con pliegues que aquél vestía sobre el efod para cubrir sus desnudeces, y que estaba confeccionado con lino de distintos colores (aparentemente cada uno de dichos pliegues, cinco en total, correspondía a un color distinto).
Tan asombroso como el hecho de que una antigua representación de un sacerdote hebreo haya aparecido en Brasil alrededor de un siglo atrás, que sorprendentemente incluye un tipo de escritura enteramente desconocida hasta 1935, cuando se descubrieron las escrituras protofenicias, emparentadas con la que muestra la figura; que tendría que haber sido falsificada por un estudioso genialmente diabólico, que hubiera construido todas las letras de una escritura consonántica de su invención, que contiene elementos que volvemos a encontrar en una serie de escrituras arcaicas desconocidas hasta entonces.
El primer volumen de las Memorias de Fawcett, póstumas, se tituló “El continente del asombro”, compiladas por su hijo Brian, quien explicando el título, declaró:
Brian afirma que las indicaciones esenciales de la Misteriosa Z, lugar del interior de Brasil donde se hallaría el acceso a la ciudad oculta, las obtuvo, justamente, a partir de esta estatuilla, que había quedado en poder de su madre a la partida del coronel.
Afirma que la envió a examinar por expertos del Museo Británico, quienes dictaminaron:
Para Fawcett la autenticidad estaba más allá de toda duda. Decía: “Nadie pudo explicar por qué esa pieza de basalto transmitía, al tacto, una indudable sensación de shock eléctrico”. El argüía que las antigüedades falsas se fabrican con la intención de venderlas, y que ningún falsificador crearía, con esa finalidad, una obra de arte imposible de ser situada en marco de los conocimientos aceptados. Tenaz, el coronel había hecho examinar la estatuilla por varios sensitivos expertos en el arte de la psicometría.
Esta se basa en la teoría de que todo objeto material conserva vibraciones psíquicas capaces de revelar su origen e historia a un sensitivo que pueda “sintonizarlas”. Cada uno de los expertos elegidos para el examen debía sostener la figura entre sus manos, en un ambiente completamente oscuro, y escribir lo que sentía; cada uno de ellos debía proceder, en ocasiones distintas, sin tener conocimiento previo de lo realizado por los demás ni de las expectativas del propio Fawcett.
Luego transcribe Fawcett en sus "Memorias" el texto de uno de los psicómetras; en él se describe a la legendaria Atlántida,
El psicometrista menciona la existencia de muchos templos en la región, y manifiesta ver una escena en especial; en ella el sumo sacerdote atlante entrega la estatuilla que parece ser su propia imagen, a otro sacerdote; éste, durante la hecatombe, huye de la ciudad que se hunde para esconderla en las tierras altas, dirigiéndose para ello en dirección al este.
El sensitivo escucha una voz que grita:
Y finaliza su testimonio escribiendo:
Y agrega una advertencia:
Excepto por la referencia precisa a la figura de basalto negro, el texto del psicómetra reproduce lo que las tradiciones dicen, en general, sobre la Atlántida, que pareciera subsistir en la memoria inconsciente colectiva hasta el día de hoy. El caso es que no parece haber motivos para dudar de Timothy Paterson cuando dice que su pariente Fawcett era un esoterista avanzado. Aunque en las muchas anotaciones y cartas que dejó el coronel acerca de sus estudios y andanzas, nunca se proclaman un místico, un ocultista o un esoterista.
Fawcett siempre evitó proclamarse tal o cuál para no aumentarse dificultades en los círculos académicos, principalmente en la Academia Británica, a la cual recurrió más de una vez en busca de ayuda financiera, que no siempre consiguió. Hoy, si se quisiera calificarlo con más precisión, sería tal vez, primero que nada, como eximio explorador, y luego como hermetista, tomando esta palabra como aplicable a todo aquel que se empeña en indagar sobre los misterios de la realidad y de la vida, más allá de las fronteras del conocimiento codificado por las disciplinas universitarias. Con todo, siempre se reveló como un observador abierto a cualquier información o hecho concerniente a lo que creía, así este generara extrañeza, espanto o maravilla.
Y su sobrino nieto no se ha mostrado menos fascinado por nuestro continente. Aquél esperaba hacer su descubrimiento en el plano objetivo, en la forma de una entrada de piedra y cal -si no de piedras preciosas y oro- que llevara al reino subterráneo. En cambio, Timothy Paterson se ocupa de revelar un posible pasaje a otra dimensión, a una realidad paralela y simultánea, poblada por seres más que humanos.
En eso, el último Fawcett no está solo: se apoya en tradiciones antiquísimas que narran de la existencia de esta civilización escondida en la América del Sur, dueña de una sabiduría milenaria. En Brasil se hallaría, en realidad, sólo una entrada o acceso a este mundo interior, tan complejo en sí mismo y en sus relaciones con la superficie exterior del planeta, que no es fácil describir. Uno de los que ha intentado hacerlo es Enrique José de Souza, fundador de la Sociedad Brasileña de Eubiosis (Sociedad Brasileira de Eubiose), que mantiene un templo y un centro de estudios en Barra de las Grazas, Matto Grosso, en la ladera sur de la Sierra del Roncador.
En 1987 Timothy Paterson recibió de Roberto Luciola, discípulo de Enrique José de Souza, un estudio crítico sobre su libro “El templo de Bies”, que Luciola había leído en traducción al portugués. Gracias a ese estudio crítico, el descendiente de Fawcett conoció muchas de las ideas que la sociedad de Eubiosis posee acerca de la saga del coronel. Además entre las sociedades relacionadas con este místico sitio se encuentra la Orden Teúrgica, con la cual también se vinculó a Paterson: en su libro se refiere muchas veces, con admiración y respeto, al líder teúrgico Udo Oscar Luckner, conocido por sus discípulos como “El hierofante del Roncador”, que falleció en 1985.
Organizó todo para entrar en contacto con Oscar Luckner durante su tercer viaje, programando para mediados de 1979; Paterson organiza sus visitas a la región norte del Roncador siempre al promediar el año, porque en los otros meses el calor es insoportable en la región, con una temperatura que se mantiene en casi cincuenta grados Fahrenheit a la sombra. Desde Río de Janeiro, donde desembarcó, se dirigió a Barra de las Garzas, la pequeña y actualmente progresista ciudad en la confluencia del río de las Garzas con el Araguaia, en pleno estado de Matto Grosso.
Allí, se dirigió rápidamente al Monasterio Teúrgico, situado al norte, en la periferia de la ciudad, junto a los contrafuertes de la Sierra. Según Paterson, logró entenderse de manera rápida y perfecta con Luckner acerca de qué había significado el esfuerzo del coronel Fawcett para descubrir la Misteriosa Z. Ambos llegaron a la convicción de que el explorador había hallado en 1925 el lugar de la superficie terrestre situado sobre el templo subterráneo de Bies, ubicado doscientos metros por debajo de la montaña.
Allí se originaría la sensación generalizada de hallarnos al final de un ciclo, ante la inminencia de un nuevo pensamiento. Uno de los aspectos de esa dinámica septenaria es el linaje evolutivo de las razas humanas. Muy distinta de su concepción vulgar o política, la idea de “raza” es, para la teosofía, un estado de conciencia referido a una tónica religiosa, cultural y científica sustentada en una base ambiental y biológica, que depende de la evolución mental de los seres humanos y no implica un “fatalismo racial” para el individuo. Entre los que creen esta posibilidad existen diferentes opiniones acerca del plazo en que todo esto habrá de ocurrir. Según la concepción teológica “clásica”, la humanidad actual está acabando de llegar al estado de conciencia de la quinta Raza-raíz (la “aria”).
Esta se subdivide en siete subrazas, en la quinta de las cuales estamos actualmente: se trata de la llamada “teutónica”; ésta fue y continúa siendo fuente de confusión y desorden en diferentes niveles. Antes de terminar el actual ciclo planetario, tendrían que objetivarse también la sexta y la séptima subrazas de la quinta Raza-raíz; en los escritos de Enrique José de Souza se las llama “bimánica” y “atabimánica”. Ya se ha mencionado que Helena Blavatsky solía repetir que la nueva era florecería en el norte y en el sur de la Américas.
Otros teosóficos posteriores, apoyados en las circunstancias históricas y señales, han estado de acuerdo, pero, en general, han expresado una creencia en la cierta anticipación de los plazos, en una quema súbita de etapas, cuando se piensa que, en verdad, la humanidad no está lejos, como totalidad, a alcanzar nuevas condiciones de vida y pasar a un nivel mental superior. Enrique José de Souza puso énfasis en esta dirección. Hasta 1963, cuando, a los ochenta años, acabó su vida física, escribió y trabajó intensamente a favor de una aceleración del programa de la evolución.
Desde su punto de vista, Brasil es, a pesar de lo que se pudiera decir en contrario,
Etimológicamente, el adjetivo “bimánico” significa “dotado de dos mentes”. Es decir, se refiere a la fusión evolutiva de lo mental concreto o inferior (la razón) con lo mental abstracto o superior (la intuición), como se dice ahora “el pasaje del amor-emoción al amor-sabiduría”. De Souza alude poéticamente a este hecho trascendental como “la unión mística del corazón y el cerebro”. Para la Sociedad de Eubiosis, el nuevo estado implica el pleno funcionamiento de los siete centros, vórtices o uniones del cuerpo humano como más perfecta expresión de la energía.
Para los de Eubiosis, un escenario de esta evolución estaría en Brasil, en tres lugares: en la sierra de la Mantiqueira, en la isla de Itaparica y en la sierra del Roncador. En estos lugares se hallarían embocaduras o accesos (pasajes interdimensionales) hacia el espacio localizado en el interior del planeta. Creen en la aparición inminente entre nosotros de un avatar. El hombre sabio correspondiente al ciclo de acuario, el cual la mayoría de ellos designa con el nombre de Maitreya. Tiende a crecer la expectativa de que este avatar será la personificación del nuevo estado de conciencia (tal vez a nivel colectivo).
Louis Pasteur, por ejemplo, cuando empezó a estudiar la baba de los perros rabiosos para identificar al agente del mal, y crear una vacuna, mandaba a sus asistentes a recoger animales enfermos por las calles de París. Una vez inmovilizado el animal en el laboratorio, Pasteur le colocaba en la boca un extremo de la pipeta; el otro extremo lo ponía en su propia boca. Luego succionaba la baba hasta la mitad del tubo de vidrio, transvasándola luego a los frascos de prueba. Tal confianza en sí mismo, sin la cual no hubiera desarrollado la vacuna antirrábica, puede ser calificada no sólo poéticamente de don del cielo. El coronel Percy Harrison Fawcett tenía, ciertamente, una tranquilidad semejante.
Una frase que solía repetir, y que posiblemente conoció en Ceilán, decía:
En la última carta que escribió, desde el Campo del Caballo Muerto, da su localización exacta: 11° 43' de latitud sur y 54° 35' de longitud oeste. Es la última referencia escrita a su mujer, fechada el 29 de mayo de 1925, y dice: “Intentaré escribir de tanto en tanto acerca de nuestra expedición y espero poder remitir estas noticias con la ayuda de algunas tribus amigas. Sin embargo, dudo que esto sea posible”. Fue una premonición, porque, en efecto, no fue posible.
En las notas agregadas a las memorias de su padre, Brian Fawcett formula observaciones sobre la idiosincrasia de Jack: a la edad que desapareció, 22 años, no demostraba interés por el sexo (era otra época) y posiblemente era virginal. ¿Estaría preservándose, como dice su madre, para cumplir su destino de simiente?
Todo lo que el coronel Fawcett dejó escrito sobre el motivo de haber llevado a Jack en la expedición fue que su hijo le brindaría un apoyo confiable y persistente, difícil de encontrar en otros colaboradores. En la última carta que recibió su esposa Nina, describe los sufrimientos y las dificultades propias de la expedición, de la valentía de Jack y del joven Raleigh, que tenía una pierna herida. Los peones, exhaustos, querían regresar, cosa que finalmente hicieron. Pero el coronel manifestaba su firme decisión de proseguir.
Estaba seguro de que su expedición en busca de la Misteriosa Z, alcanzaría su objetivo. En relación a la extraordinaria estatuilla de basalto negro (actualmente en el Museo Británico) es indudable que se trata de uno de los enigmas de América, como las figuras de Acámbaro en México o las piedras de Ica en Perú, como la calavera de cristal maya y tantos otros objetos que la ciencia oficial ni siquiera admite como enigmas, no porque discuta su autenticidad, sino simplemente porque no se amoldan en la trama de los conocimientos científicos actuales.
Por lo demás, Timothy Paterson, el escritor sobrino nieto de Fawcett, hasta 1992, ya estuvo ocho veces en Brasil, donde se ha dedicado a trabajos que, según le confesó a Roberto luciola, le permiten “cierto tipo de contacto” con el coronel.
¿Cuál fue la suerte de Fawcett y su grupo? ¿Dónde quedaron? ¿No pudo uno solo de ellos salvarse para retornar a la civilización y buscar auxilio o dar noticias?
Las periódicas referencias acerca de su paradero, las visiones de sus apariciones con vida, el hallazgo de sus iniciales (PHF) talladas en la corteza de algún árbol, por fin, el descubrimiento de huesos en los caminos nuevos de la selva tuvieron siempre vasto interés, desde que el francés Roger Courteville, en 1925, decidiera cruzar el continente sudamericano, atravesando parte del Matto Grosso, entre Río de Janeiro y Lima. Courteville decidió realizar la travesía en un auto Renault, al cual sería necesario abrirle camino a machetazos.
El 1° de julio de 1926 se inició el raid en Río de Janeiro; el grupo estaba compuesto por Roger, su mujer Ana y un mecánico francés que la fábrica gala había enviado, junto con el vehículo, para atenderlo. En el recorrido tuvieron que construir puentes improvisados, desarmar el coche para cruzar ciertos lugares e, incluso, instalar un motor Ford cuando la máquina original se rompió.
Llegaron a Lima el 12 de septiembre de 1927, tras recorrer 8.665 kilómetros. En sus declaraciones afirmaron que durante un rodeo que debieron efectuar en el trayecto Rondonópolis-Buriti-Cuiabá (que es precisamente de donde había salido la expedición Fawcett), se toparon con un hombre blanco, canoso y de tez alba que dominaba a la perfección el inglés. Sugirieron que ese personaje pudo ser el coronel.
Pero ¿por qué estaba solo “y con la vista siempre perdida en la distancia?”. Se supuso que, tal vez, los tres expedicionarios hubieran encontrado la Misteriosa Z, y que Jack y Raleigh sucumbieron en la hazaña, haciendo que éste perdiera la razón y se alejara solo, vagando por la selva... después de este sorpresivo encuentro han sucedido muchos otros, pero, en verdad, nunca más se supo nada concreto de Fawcett.”
El paleontólogo Raymond Bernard, que ha trabajado muchos años en Sudamérica, afirma que,
Es el sitio en que el escritor Arthur Conan Doyle ubica la acción de su entretenida novela “El mundo perdido”.
Von Daniken insinúa que formaban parte de,
El escritor cree que los túneles de ecuador están relacionados con los que, se sabe, existen en Perú.
Cuentan que la altura de los hermanos era mayor a la media y afirmaban ser ellos miembros de una familia gobernante del reino subterráneo, “un sitio pacífico”; afirmación que apoyan diciendo que el pueblo Inca era una nación educada y amante de la paz, que desconocía la violencia hasta la llegada de los exploradores españoles.
En sus "Comentarios de los Incas" (1589), el escritor Mancio Serra de Leguisamo, escribe:
Cuando en 1526, los hombres dirigidos por Francisco Pizarro arribaron a la costa noroeste de Sudamérica, e iniciaron la destrucción casi literal de la civilización incásica, se cree que ese pueblo estaba formado por más de 10 millones de personas. En 1571 esa población había sido reducida a poco más de un millón. En su libro "This Hollow Earth", Eric Norman recoge tradiciones antiguas de Perú y sugiere que muchos de estos incas no murieron, sino que se refugiaron bajo el suelo:
Al parecer, Pizarro oyó algo acerca de que los incas poseían gran cantidad de oro en un depósito secreto “en un enorme túnel subterráneo, o camino, que recorre el subsuelo”. Y capturó al jefe Inca, Atahualpa, y como rescate exigió que le llenaran una sala de oro.
La reina Inca cumplió la exigencia para liberar a su esposo, y de acuerdo con los cronistas españoles que vieron la sala llena de oro, ésta contenía,
Entonces, cuenta la crónica incásica, la reina dio órdenes “y mucha gente del pueblo comenzó a trasladar el tesoro imperial por las cavernas que llevan al centro de la tierra, a la ciudad celeste”.
El sacerdote-soldado Pedro Cieza de León escribió unos años después:
En las tierras del sur de América es muy rica la tradición relacionada con el Reino Interior; especialmente en Chile, donde la penetración española encontró su única frontera imposible de cruzar a partir del río Bio Bio, donde los Araucanos han sabido hasta hoy día preservar sus mitos y tradiciones. Podemos citar que ellos nombran Nguill Chenmaihue a un paraje situado sobre la costa sur del Pacífico, el "lugar occidental para la reunión de la gente" desde el cual las almas se embarcan, mediante la intervención de las ballenas llamadas Trempulcahues, las almas de los antepasados que guian hasta la entrada al otro mundo en un último viaje cuyo destino es la isla Mocha.
Dichas ballenas son cuatro viejas transformadas que realizan esa tarea a la caída del sol de cada día, pero que nadie puede ver. A cada alma se le exige una contribución, cuyos deudos se ocupan de colocar junto al muerto, y que servirá para pagar los servicios del barquero, personaje malhumorado que a menudo castiga a las almas abandonadas sin ofrenda golpeándolas con su remo. El mito en este instante es semejante al que relata Dante en "La Divina Comedia", en que se retrata a Caronte siempre gruñón e implacable que golpea con el remo a los tripulantes de su barca infernal.
La isla Mocha está enfrente de la provincia de Arauco; en esta isla del Pacífico sitúan los Araucanos el final del último viaje de la humanidad; fue descubierta por Juan Bautista Pastene en 1544 y siempre ha conservado sus características de misterio; antiguamente la nombraban Gueuli y desde la entrada-salida que oculta al Reino Interior es que salieron los Ivunches que cuidan las entradas de las cavernas ocultas del Sur donde nacieron de la unión de un calcu con una machi: a la machi corresponden los misterios de la magia blanca y al cálculos de la magia negra, por lo que el fruto de su unión vincula a los vivos con los muertos.
El Ivunche es el cancerbero y puede hacerse consejero de los que buscan los misterios del mundo oculto al fondo de las cuevas; cuando pequeño le dislocan una pierna que llevará recogida sobre la espalda para toda la vida y le tuercen el pie en dirección contraria a la marcha; es por esto que debe caminar en tres extremidades y al incorporarse da la sensación de que la pierna dislocada le brotara de la nuca o de la espalda. Para desplazarse se apoya en un báculo también retorcido; anda sin ropas, el cuerpo cubierto de pelos no termina de ocultar lo hinchado de sus miembros por las palizas que recibe de sus progenitores por cualquier motivo.
Es sordo y carece de palabras: cuando se le consulta algo, la respuesta es negativa o positiva con movimientos de cabeza. Don Benjamín Vicuña Mackenna dice al respecto:
En algunas mitologías europeas se le ubica con el nombre de "pie de
sombra", variando sus atributos pero conservando su forma; leyendo
al investigador Gerónimo de la Huerta, en las notas que escribiera
en la traducción de la obra de Plinio el Viejo, nos enteramos de que
en la India existió una casta de filósofos llamados Gimnosofistas
que permanecían parados sobre un solo pie en la arena caliente,
contemplando la marcha del Sol; dice también que Plinio aseguraba
que en el monte Milo había una raza de hombres con los pies vueltos
al revés y con ocho dedos en cada uno, guarnecidos por largas y
poderosas uñas que empleaban para cazar cuando salían de sus cuevas
que custodiaban los caminos interiores de la Tierra.
Entre estos viajeros, Pigafetta, cuando regresó de su aventurado viaje en la expedición de Fernando de Magallanes, dejó un voluminoso diario que se publicó en tres libros; en ellos se consigna la existencia de unos diez mil aborígenes en la región patagónica que tenían cabeza de perro y que en lugar de hablar, "ladraban". Describe hombres acéfalos con un ojo en cada hombro y sátiros perversos que se desplazaban a increíble velocidad mediante saltos, que solamente podían ser apresados cuando estaban muy viejos o enfermos.
Allí hay también referencias a seres que estaban relacionados con las cavernas y un sitio oculto al interior de la Tierra,
En algún puerto oculto del Sur se ubica la Cueva de Quicavi, vigilada su entrada-salida por los Ivunches, y señalada como el lugar donde se cumplen las reuniones importantes de los brujos, llamados también nocheros, calcus o pelapechos. También se dice que es el "lugar interior" donde vive el rey de los brujos.
El conocimiento de los brujos daba comienzo en la infancia con pruebas crueles, como un baño en una catarata durante cuarenta noches consecutivas, en que el iniciado deja caer el chorro principal sobre su cabeza permaneciendo inmóvil, o su estadía también durante cuarenta días con sus noches en el interior profundo de la Cueva de Quicavi donde debía ver cara a cara a los habitantes del mundo oculto y, si resistía, adquiría el poder para transformarse en animales mamíferos o aves según su conveniencia, así como el conocimiento para volar e iluminarse.
También al interior de la caverna el iniciado aprende el Calcushugun, "el hablar del brujo", conjuros y recitaciones que utiliza en sus actos y cuya combinación de sonidos sólo él conoce. Se dice que la única vez en que el rey de los brujos abandona su reino interior es cuando se detiene en el puerto de Quicavi el buque fantasma llamado Caleuche, que según la tradición es un barco tripulado por brujos y adivinos a los que acompañan las bestias auxiliares, aquellos que han perdido su memoria y el alma de los marinos muertos en sus trabajos de pesca o en funciones de guerra.
Se asegura que esta nave, que solamente navega de noches, parece un barco de fuego y se desplaza elevada de la superficie aunque también puede navegar bajo las aguas. La tradición oral transmite que el Caleuche solamente detiene su marcha en tres puertos: Llicaldad y Trentrén sobre la costa en la zona de Castro, y en Quicavi, donde el monarca de los brujos suele abordarlo para visitar en el barco fantástico las ciudades establecidas en el fondo del mar y aún más abajo de las aguas "donde la tradición ubica un misterioso reino interior", según afirma Oreste Plath.
También en la región ejerce su reinado el mitológico soberano Hueñauca, que gobierna desde el interior de algún volcán activo; también se ubica su morada en alguna caverna, en cuya puerta se le puede contemplar a cualquier hora, sentado sobre una piedra, a la que llaman Cura o Erquitué: los pobladores del Sur creen firmemente en al poder curativo de las piedras que se encuentran especialmente en la boca de las cavernas, que conservan la energía limpiadora de Hueñauca y también, según la tradición, estas piedras reverenciadas como si fueran animadas abrigan el alma del antepasado de todos los hombres.
El nombre genérico para designar a los Dioses Araucanos era Pillañ, a los que situaban en el interior de las cavernas o los volcanes, pero siempre en algún sitio interior de la tierra; más que un ser mitológico, entonces, es un concepto que algunos han identificado con el diablo, lo que es erróneo porque la concepción del infierno no existía en los países de América y fue inculcada por los catequizadores de la Colonia: el Pillañ puede ser maléfico o benéfico según la circunstancia, y se le tributan ofrendas que no pueden ser tocadas y si algún animal es sacrificado en su nombre los restos son quemados hasta convertirlos en ceniza.
Se sabe que entre los araucanos de la antigüedad cada familia tenía su Pillañ que conectaba a la comunidad con las fuerzas ocultas de la Tierra. Según el pueblo de los Onas, en lo más austral del sur de Chile, cada persona cuando nace trae del Reino Interior de donde venimos un fantasma que llaman Mehn al que se juzga como bien intencionado y que es como nuestro doble; para ellos cada uno posee su Mehn particular que nos protege de los peligros que acechan en los caminos exteriores; según las escasas descripciones que de él se conocen dicen que es un espíritu etéreo que desaparece con la muerte del individuo, y que en vida puede hallarse refugiado en la sombra que se proyecta en el suelo o en el reflejo de una forma humana en el agua; es el Mehn un reflejo de lo mejor de nosotros oculto en el interior humano, por eso se dice que nace con nosotros, nos protege y al final nos acompaña en el viaje de vuelta al misterio de donde venimos, donde, finalmente, desaparece para siempre dejándonos solamente enfrentados a nosotros mismos en el lugar oculto a los ojos vivos.
La gente de la zona cree en la leyenda y dice que el reino más debajo de la arena “es un sitio civilizado donde no hay persecuciones como las que sufren los habitantes del exterior.” Una antigua historia germánica dice que para llegar a Arikha se debe tomar la bifurcación Siberia-Sur del camino dorado, tal como en Chile y Alemania se conoce al sistema principal de túneles que une a Arikha con las otras comarcas del reino subterráneo, aún bajo los mares.
Se dice que Arikha es gobernada por un rey justo, que a veces sale a la superficie de la tierra a predicar la paz entre los hombres, desde su palacio ubicado en el punto cero de encuentro de los meridianos y paralelos que cruzan el interior hueco de nuestra tierra. Don Optaciano Villalobos, hombre sabio de la región, refiere que las historias de Arikha son frecuentemente recordadas por los narradores de cuentos que van en las caravanas que cruzan el Atacama.
Una es:
Se dice que es suficiente con oír nombrar a Arikha para ser guardado por ella. La fuerza de Arikha se halla en todo momento cerca de uno, pero no siempre podemos percibirla, sólo a veces se manifiesta para reforzarnos o dirigirnos.
En las caravanas que cruzan los desiertos del Norte de Chile, los narradores de cuentos suelen recordar anécdotas referentes al mítico Reino Interior, una de cuyas entradas legendarias, se ha dicho, parte desde la tierra más seca de la Tierra, en algún lugar de la zona única.
Cuando narran sus historias del rey del Mundo, se dice que el silencio del desierto se hace más hondo aún: sólo el fuego crujiente de las grandes fogatas y una brisa fresca que llega del mar acompañan al narrador de cuentos. Cruzando en una de estas caravanas, en el Oasis de Pueblo Hundido, una noche, de pronto, viví una experiencia mística.
Esa noche, acompañaban nuestra caravana las fuerzas vivas del oasis de Pueblo Hundido; estaban el alcalde y los concejales con sus esposas, el matrimonio de profesores de la escuelita y el médico con su mujer, la enfermera del modesto hospital; había mercaderes, el cura del antiguo templo y otros vecinos ilustres. Estuvimos escuchando primero canciones tradicionales chilenas, tonadas, cuecas, payas, otras instrumentales que los Incas dejaron de legado en la zona, en que se utilizan los más variados instrumentos musicales; era todo muy armónico.
Serían -creo yo- los más viejos del pequeño oasis en el desierto; gordos y pequeños unos; otros altos y delgados; pero todos con algo en común: un extraño sentido del ritmo, de la intensidad del sonido, del soplo, de la voz. Toda la sala comunal pareció de pronto quedarse hundida en aquellos sones. Sentí que todos nosotros -los que veníamos en la caravana, el alcalde y los concejales, todos los allí presentes y yo mismo- comenzamos a vibrar, sin quererlo, como el viento que se eleva en el desierto y sube a la cordillera o baja al mar; sentí que los huesos pequeños de mis oídos comenzaron de algún modo a golpearme el cerebro, impidiéndome pensar y hasta comprender ninguna cosa que no fuera el sonido de los instrumentos de viento que salían de los viejos, vestidos de mantas de lana cruda, y el sonido que lograban con sus labios sobre los instrumentos.
Pero inmediatamente, tres o cuatro se levantaron abriéndole camino hacia la hoguera que todos rodeábamos, y el hombre entró en los leños ardiendo sin dejar de bailar frenéticamente, agitando sus hombros y todo su cuerpo.
Aquella danza dentro del fuego, lejos de quemarlo, le dio fuerzas. Sus piernas se volvieron más ágiles, sus ojos se abrieron de par en par mirando a las estrellas, mientras los labios de los viejos se afinaban en los instrumentos de viento. El danzante en el fuego se hizo ritmo y movimiento, viento y euforia. Por unos minutos dejó de ser humano para hacerse torbellino cósmico vencedor del fuego. A ratos lo vimos volar sobre las llamas, elevado rompiendo toda gravedad. La congregación humana a su alrededor nos hicimos pura vibración, en un remolino de gritos, de movimientos perdidos entre sudor y convulsión rítmica cada vez más agitada.
Hubo un silencio espeso y el danzarín de un salto fenomenal salió de las llamas de fuego y se detuvo con la música, con los ojos en blanco, como si se le hubiera escapado el aliento vital. Dos o tres hombres lo sostuvieron y el hombre cayó entre sus brazos como muerto, como ajeno, pero sin un mínimo rastro de su cuerpo o ropa quemada. Lo sentaron en una manta en la arena y batieron una hoja de palma en su rostro, rojo como el fuego que no lo había tocado. Poco a poco, con lentitud de siglos, el hombre volvió en sí.
Los ojos se le revolvían inquietos, como asustados de ver gente en torno suyo; como tristes también, muy tristes -y aquí creo que estaba su pesar- por regresar de nuevo a esta dimensión humana. Aquel hombre había hecho un viaje a otra parte o, al menos, una parte de él se había desplazado y le había abandonado por unos momentos.
Era como un borracho sin beber vino, porque jamás le vimos beber un sorbo de pisco; estaba satisfecho sin haber comido; algo en él lo hacía parecer como un rey después de haber vencido, y vestía apenas de campesino del desierto. Este hombre se había pasado sin solución de continuidad del éxtasis a la catalepsia, sólo ayudado por la música del viento. El intelecto se había vuelto un estorbo allí: no había respuestas.
No había sentido común en lo que vimos; la lógica estaba ausente, y en su lugar reinaba la paradoja, la falta de sentido, el acto sustancialmente irracional de entrar en el fuego sin que el fuego te queme.
FIN
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