CAPÍTULO PRIMERO
UNA MUCHEDUMBRE DE TIPOS HUMANOS DIVERSOS
ANTE LAS PUERTAS DEL INFIERNO
Las seis de la mañana, al parecer. Somos una veintena de hombres de todas las
edades y condiciones, franceses todos, ataviados con los más inverosímiles
oropeles y dócilmente sentados alrededor de una gran mesa rudimentaria. No nos
conocemos ni tampoco intentamos conocernos. Mudos o poco menos, nos contentamos
con observarnos y procurar, si bien con pereza, adivinarnos mutuamente. Sentimos
que unidos en lo sucesivo a un destino común, estamos destinados a convivir en
una dolorosa prueba y tendremos que resignarnos a confiarnos los unos a los
otros, pero nos comportamos como si quisiésemos retrasar esto lo máximo posible.
El hielo es difícil de romper.
Absorto cada uno en sí mismo, intentamos recuperar nuestros espíritus,
reflexionar sobre lo que acaba de sucedernos: cien en el vagón durante tres días
y tres noches, el hambre, la sed, la locura, la muerte; el desembarco en la
noche, bajo la nieve, en medio de los chasquidos de las pistolas, los gritos de
los hombres y los ladridos de los perros, bajo los golpes de los unos y los
colmillos de los otros; la ducha, la desinfección, la «cuba de petróleo», etc...
Estamos completamente atemorizados por todo ello. Tenemos la impresión de que
acabamos de atravesar un no man's land, de participar en una carrera de
obstáculos más o menos mortales, sabiamente graduados y meticulosamente
calculados.
Tras el viaje y sin transición, una larga serie de salas, oficinas y galerías
subterráneas pobladas por seres extraños y amenazadores,
[45] teniendo cada uno su no menos extraña y humiliante especialidad. Aquí la
cartera, la alianza, el reloj, la pluma estilográfica; acá la chaqueta, el
pantalón; allí los calzoncillos, los calcetines, la camisa; por último el
nombre: se nos ha quitado todo. Después el peluquero ha cortado al rape en todas
las partes, el baño de cresol, la ducha. Finalmente la operación inversa: en
esta taquilla una camisa en jirones, en esa otra un calzoncillo agujereado, en
la de más allá un pantalón remendado y así hasta los zapatos con suela de madera
y la cinta que lleva el número del registro, pasando por el sobretodo gastado o
la guerrera fuera de servicio, el gorro ruso o el sombrero de bersaglieri. No se
nos ha devuelto ni una sola cartera, alianza, pluma estilográfica o reloj.
-- Esto es como en Chicago - ha dicho blandiendo su número uno de entre nosotros
que quería hacer un chiste -: en la entrada de la fábrica están los cerdos, a la
salida las latas de conserva. Aquí se entra como hombre y se sale como un
número.
Nadie ha reído. Entre el cerdo y la lata de conservas de Chicago, seguramente no
hay más diferencia que la que media entre lo que éramos y esto en que nos hemos
convertido.
Cuando nosotros, todo el primer grupo, hemos llegado a esta gran sala clara,
limpia, bien aireada y a simple vista confortable, hemos experimentado algo así
como un alivio: idéntico sin duda al de Orfeo subiendo del infierno. Después nos
hemos entregado a nuestro propio yo, a nuestras preocupaciones, en especial a la
que domina y refrena todo deseo de especulación interior y que se lee en todos
los ojos:
-- ¿Comeremos hoy? ¿Cuándo podremos dormir?
Estamos en Buchenwald. Bloque 48, Flügel a. Son las seis de la mañana, al
parecer. Y es domingo, el domingo 30 de enero de 1944. Un domingo sombrío.
* * *
El bloque 48 es una sólida construcción - levantada en piedra, cubierta de tejas
- y contrariamente a casi todos los demás, que son de tablas, consta de un piso
bajo y de otro sobre él. Hay comodidades arriba y abajo: lavabo con dos grandes
pilones circulares de diez o quince plazas y chorro de agua que vuelve a caer en
forma de ducha, W.C. con seis plazas para permanecer sentado y otras seis de
pie. A cada lado, comunicándose por un
[48] pequeño paso, hay un comedor (Ess-Saal) con otras grandes mesas
rudimentarias y un dormitorio (Schlaf-Saal) que contiene treinta o cuarenta
literas. Un domitorio y un comedor forman un ala o Flügel. Existen cuatro de
éstas: «a» y «b» en el piso bajo, «c» y «d» en el primero. El edificio cubre de
ciento veinte a ciento cincuenta metros cuadrados, veinte a veinticinco de largo
por cinco o seis de ancho: el máximo de confort en el mínimo espacio.
En previsión de nuestra llegada, ayer fueron desalojados del bloque 48 sus
ocupantes habituales. Sólo ha quedado el personal administrativo que a él
pertenece: el Blockältester o decano, es decir el jefe de bloque, su Schreiber o
contable, el peluquero y los Stubendienst --dos por Flügel --o encargados de la
limpieza y del orden interior. En total once personas. Ahora, desde el amanecer,
se llena de nuevo.
Nuestro grupo, que ha llegado el primero, ha sido alojado en el mismo Flügel del
jefe de bloque. Poco a poco llegan otros grupos. También poco a poco se anima la
atmósfera. Los compatriotas que han sido detenidos al mismo tiempo o por el
mismo asunto se encuentran de nuevo. Se sueltan las lenguas. Por mi parte he
vuelto a encontrar a Fernando, que acaba de sentarse a mi lado.
Fernando es uno de mis antiguos discípulos, un obrero enérgico y consciente.
Veinte años. Durante la ocupación se me ha unido en forma totalmente espontánea.
Hemos hecho el viaje hasta Compiègne encadenados el uno juno al otro, y, ya en
Compiègne, hemos formado un simpático y retirado islote entre los diecisiete
detenidos por la misma cuestión que nosotros. En verdad, les habíamos
abandonado: primero estaba el que había confesado durante el interrogatorio;
luego el inevitable suboficial de carrera convertido en agente de seguros y que,
al mismo tiempo que se había condecorado con la Legión de Honor, había juzgado
indispensable para su dignidad concederse el grado de capitán. En fin, había
otros, todos ellos gante amante del orden y seria, cuyo silencio y mirada daban
a conocer a cada instante que sentían en su conciencia haber dado un mal paso.
Sobre todo los irritaba el agente de seguros con su megalomanía, sus modales
grandilocuentes, sus aires afectados como si estaviese en el secreto de los
dioses y las chanzas tontamente optimistas con las que no cesaba de abrumarnos.
[49]
--Ven - me dijo Fernando -, ésta no es gente de nuestro mundo.
En Buchenwald, adonde llegamos en el mismo vagón, nos hemos unido de nuevo el
uno al otro, y hemos aprovechado un momento de distracción del grupo para
escabullirnos y presentarnos a lo que habría que llamar las formalidades de
registro del campo. Separados un momento, aquí nos hemos vuelto a encontrar.
A las ocho de la mañana no queda sitio para partir un huevo en la mesa y
continúan las charlas, tan raidosas que llegan a molestar al jefe de bloque y a
los Stubendienst. Se hacen las presentaciones, por encima de las cabezas se dan
a conocer las profesiones acompañadas por los puestos ocupados en la
resistencia: banqueros, grandes industriales, comandantes de veinte años,
coroneles que apenas tienen algunos más, jefes supremos de la resistencia que
gozan de la confianza de Londres y conocen sus secretos, en especial la fecha
del desembarco. Algunos profesores, varios sacerdotes que se mantienen
tímidamente aparte. Pocos son los que se confiesan empleados o simples obreros.
Cada uno quiere tener una situación social más envidiable que la del vecino, y
sobre todo haber sido encargado por Londres de una misión de la mayor
importancia. Las acciones violentas no se cuentan. Nuestras dos modestos
personas se encuentran por ello desfasadas.
-- Lo mejor de la buena sociedad..., majaderos - me susurra Fernando al oído,
muy bajo.
Tras un cuarto de hora, verdaderamente molestos, sentimos una irresistible gana
de orinar. En el pequeño paso que conduce a los W.C. hay una animada
conversación entre cinco o seis. Al pasar, nos enteramos de que se trata de
millones.
-- ¡Dios! ¿En qué ambiante hemos caído pues?
En los W.C. todas las plazas están ocupadas, se hace la cola y tenemos que
esperar. Al volver, después de diez minutos largos, el mismo grupo sigue en el
pequeño paso y la conversación gira siempre en torno a los millones. Ahora ya se
habla de catorce. Queremos enterarnos de ello y nos paramos; es un pobre anciano
el que se extiende en lamentos sobre las sumas fabulosas que su estancia en el
campo le hará perder.
-- Pero oiga - me atrevo a decir -, ¿qué es lo que hace usted, pues, en la vida
civil para manipular tales sumas? Debe de tener una situación importante.
[50]
He tomado un aire de admirativa conmiseración al decir esto.
-- ¡ Ah, señor mío! ¡ No me hable de ello, aquí!
Y me muestra los chanclos que lleva en los pies. No tango fuerza para reprimir
la risa. El no comprende y vuelve a comenzar para mí sus explicaciones.
-- Comprenda usted, de éstos me han encargado ellos primeramente mil pares que
han venido a recoger sin controlar ni el número ni las facturas. Después otros
mil pares, luego dos mil, cinco mil, más tarde... En los últimos tiempos
aumentaban los pedidos. Y nunca los controlaron. Entonces comencé a hacer un
poco de trampa en las cantidades, más tarde sobre los precios. ¡Diantre!...
Cuanto más dinero se les quitase, más se les debilitaba y se facilitaba a los
ingleses su tarea. ¡Pero estos cochinos boches! Un buen día, han cotejado las
facturas con las cuentas de sus destinatarios de esa gente hay que esperarlo
todo. Han descubierto que se les había robado unos diez millones. Entonces me
han enviado aquí. Directamente. Y sin el menor juicio, señor. Figúrese usted:
¿yo, un ladrón? ¡La ruina, ahora me arruinaré, señor mío! Y sin el mener
juicio...
Está verdaderamente escandalizado. Muy sinceramente, él tiene la impresión de
que ha cumplido un indiscutible acte de patriotismo y de que es, como tantos
otros, la víctima de una denegación de justicia. Otro, sin hacer una mueca,
continúa:
-- Lo mismo que a mí, señor, yo estaba de administrador en la...
-- Vente - me dice Fernando -, ¡ya lo ves!
* * *
Los días pasan. Nos familiarizamos en la medida de lo posible con nuestra nueva
vida.
Primeramente se nos dice que estamos aquí para trabajar, que muy pronto seremos
asignados a un comando al parecer de fuera del campo y que entonces partiremos
«en transporte». Entretanto permaneceremos en cuarentena de tres a seis semanas,
según se declare o no una enfermedad epidémica entre nosotros.
Seguidamente se nos da a conocer el régimen provisional al cual estaremos
sometidos. Durante la cuarentena, prohibición absoluta de abandonar el bloque o
su pequeño patio rodeado, por lo demás, de alambradas. Todos los días,
levantarse a las cuatro y media con «charanga» por el Stubendienst --con la
porra de goma
[51] en la mano para aquellos a los que les entre la tentación de rezagarse--,
lavado a paso de carrera, distribución de los víveres para el día (250 gr. de
pan, 20 gr. de margarina, 50 gr. de salchichón, queso blanco o mermelada y media
litre de sucedáneo de café no azucarado). Llamada a las cinco y media para pasar
lista que durará hasta las seis y media o siete. De siete a ocho faenas de
limpieza del bloque. A eso de las once, recibiremos ún litro de sopa de nabos, y
hacia las dieciséis tomaremos café. A las dieciocho, nueva llamada que podrá
durar hasta las veintiuna raramente más, pero ordinariamente hasta las veinte
horas. Después a dormir. En los intervalos, confiados a nosotros mismos,
podremos contarnos nuestras pequeñas historias, nuestros desalientos, nuestros
temores, nuestras aprensiones y nuestras esperanzas, sentados alrededor de las
mesas y a condición de no meter demasiado ruido. De hecho, desde la mañana hasta
la noche, la conversación girará en torno a la fecha del posible cese de las
hostilidades y a la forma en que terminarán: la opinión general es que todo
habrá acabado en dos meses, pues uno de nosotros ha dado a conocer con toda
seriedad que había recibido un mensaje de Londres dándole el comienzo de marzo
como fecha segura del de sembarco .
Fernando y yo establecemos conocimientos progresivamente entre las personas que
nos rodean, guardando sin embargo las distancias y permaneciendo retraídos. En
dos días, hemos adquirido la certeza de que la mitad por lo menos de nuestros
compañeros de infortunio no se encuentran aquí por los motivos que declaran, y
que en todo caso estos motivos no tienen más que un parentesco muy lejano con la
resistencia: nos parece que el mayor número de víctimas procede del mercado
negro.
Lo que resulta más complicado es coger el ritmo del círculo en el que acabamos
de entrar. Por mediación de un luxemburgués que apenas conoce la lengua
francesa, el jefe de bloque nos pronuncia todas las tardes largos discursos
explicativos, pero...
Este jefe de bloque es el hijo de un antiguo diputado comunista en el Reichstag,
que fue asesinado por los nazis. El es comunista, no lo oculta --lo cual me
extraña-- y lo esencial de sus charlas consiste en la afirmación reiterada de
que los franceses son sucios, charlatanes como las urracas y perezosos; que no
saben lavarse y que todos los que le escuchamos tenemos la doble suerte de haber
llegado en el momento en que el campo se ha
[52] convertido en un sanatorio, y de haber sido asignados a un bloque cuyo jefe
es un político en vez de un delincuente. No se puede decir que sea un mal
muchacho: hace once años que está encerrado y ha tomado las costumbres de la
casa. Raramente golpea: sus manifestaciones de violencia consisten generalmente
en unos vigorosos Ruhe! (9) lanzados en medio de nuestras charlas y seguidos de
imprecaciones en las cuales siempre menciona el crematorio. Le tememos, pero
tememos más aún a sus Stubendienst rusos y polacos.
Del resto del campo no sabemos nada o casi nada, nuestra zona de investigaciones
se limita a las cuatro Flügel del bloque. Presentimos que se trabaja alrededor
nuestro y que el trabajo es duro, pero no disponemos más que de la «radio-bulo»
para asegurarnos sobre su naturaleza. Conocemos muy rápidamente por el contrario
todos los rincones y escondrijos de nuestro bloque y de sus ocupantes. Hay de
todo dentro de él: aventureras, gante de origen y condiciones sociales mal
definidas, resistentes auténticos, gante seria, Crémieux, el procurador general
del rey de los belgas, etc. Inútil decir que Fernando y yo, no sentimos ningún
deseo de aglatinarnos en cualquiera de los grupos afines que se han constituido.
* * *
La primera semana ha sido particularmente penosa.
Entre nosotros hay lisiados, mutilados de una o de ambas piernas, gente con
parálisis congénita que ha tenido que dejar en la entrada, al mismo tiempo que
su cartera o sus alhajas, sus bastones, sus muletas o sus piernas artificiales:
se arrastran lamentablemente, se les ayuda o se les lleva. Hay también enfermos
graves a los que les han sido retirados los medicamentos indispensables que
llevaban siempre consigo: éstos, incapaces de alimentarse, mueren lentamente.
Por otra parte, hay la gran revolución provocada en todos los organismes por el
cambio brutal de la alimentación y su trágica insuficiencia: los cuerpos
empiezan a supurar y pronto es el bloque un vaste absceso que unos médicos
improvisados o sin medios cuidan o parecen cuidar. En fin, en el plano moral
unos incidentes inesperados hacen todavía más insoportable la promiscuidad que
nos es impuesta: el administrador
[53] con grado de coronel es cogido mientras quitaba el pan a un enfermo del que
había querido ser enfermero; una violenta disputa a propósito del reparto de pan
ha enfrentado al procurador del rey de los belgas y a un doctor; un tercero que
se pasaba de grupo en grupo encareciendo sus aptitudes para prefecto tras la
liberación, ha sido sorprendido a punto de sustraer de la ración común al llegar
al bloque, etc. Estamos en el Patio de los Milagros. (10)
Todo este provoca el despertar de los filántropos. No hay Patio de los Milagros
sin filántropos y Francia, rica en este terreno, ha tenido que exportar hacia
aquí a quienes no piden más que dar su patente y, de ser posible, remuneradora
abnegación. Un buen día echan una altiva mirada de conmiseración sobre esta masa
de seres harapientos, abandonados a todas las construcciones del espíritu y
víctimas posibles de todo tipo de perversiones. Nuestro nivel moral les parece
en peligro y se apresuran a socorrerle pues en una aventura como ésta el factor
moral es esencial. Así es en la vida: hay gentes que os miran con el rabillo del
ojo por vuestro pan, otras por vuestra libertad y otras por vuestra moral.
Un lionés que se titula director de L'Effort - ¡menuda referencia! -, un coronel
si no recuerdo mal, un alto funcionario de abastecimientos y un pequeño cojo que
dice que es comunista pero al que los habitantes de Toulouse acusan de haberles
entregado durante su interrogatorio a la Gestapo, preparan un programa de turnos
de cantos y conferencias sobre diversos temas Hasta el domingo, oímos un relato
sobre la sífilis de los perros; otro sobre la producción petrolera en el mundo,
y el papel del petróleo tras la guerra, un tercero sobre la organización
comparada del trabajo en Rusia y en América. Estos discursos no llegan a nuestro
nivel.
El domingo, un programa continuo desde las tres a las seis, con un director de
escena. Unos diez voluntarios han contribuido cada uno con lo que podía; los
sentimientos más diversos han ascendido del fondo de las almas y las más
variadas personalidades se han confirmado desde el «Violín roto» al «Soldado
alsaciano» pasando por G.D.V., (11) «Margot se queda en el pueblo» y «Corazón de
lila». Los más atrevidos chistes verdes y también
[54] monólogos de lo más divertido. Estas payasadas desdicen del lugar, del
público, de la situación en la cual nos encontramos, y de las preocupaciones que
debiéramos tener: decididamente, los franceses merecemos la fama de ligereza que
el mundo nos ha conferido.
Como final, un joven inteligente, de buena presencia, de unos veinte años, canta
con voz cálida La pequeña iglesia, de Jean Lumière y provoca en todos una
nostálgica unanimidad.
Yo sé de una pequeña iglesia en el fondo de una aldea...
A todos les saltan las lágrimas, los rostroes adquieren de nuevo aspectos
humanos, estos desequilibrados vuelven a ser hombres. Yo comprendo lo que «la
lenta flauta de Bertrandou, el antiguo pastor pífano» fue para los cadetes de
Gascuña de Cyrano de Bergerac. (12)
Perdono a los filántropos y, desde el campo, dedico a Jean Lumière un eterno
agradecimiento.
* * *
En la segunda semana, cambio de decorado. Hay que cumplir todavía algunas
formalidades. El lunes por la mañana, irrumpen los enfermeras en el bloque con
la lanceta en la mano: las vacunaciones. Todos tenemos que desnudarnos en el
dormitorio; se es cogido al pasar al comedor y pinchado en cadena. La operación
se repite tres o cuatro veces con algunos días de intervalo. Por la tarde, es la
politische Abteilung - Sección política del campo - quien actúa, y nos somete a
un estrecho interrogatorio sobre el estado civil, la profesión, las convicciones
políticas y los motivos de la detención y de la deportación. Son tres o cuatro
días difíciles con las vacunaciones y el «servicio de m...»
El servicio de m..., ¡ay, amigos! Todas las defecaciones de los treinta o
cuarenta mil habitantes del campo convergen en un abajadero en forma de cono.
Como es preciso que no se pierda nada, un comando especial vierte todos los días
la valiosa cargo en los huertos que dependen del campo y producen legumbres para
los de la S.S. Desde que los convoys extranjeros llegan al campo en forma
continua, los presos alemanes que tienen la dirección
[55] administrativa del campo han ideado el que estos trabajos sean realizados
por los recién venidos: para ellos es algo así como la tradicional broma que se
suele gastar a los reclutas en los cuarteles franceses y esto les divierte una
enormidad. El servicio es uno de los más penosos: los presos, acoplados de dos
en dos a una «Trage» (recipiente de madera en forma de tronco de pirámide de
base rectangular) conteniendo la casa, dan vueltas como caballos de circo desde
el depósito a los huertos, durante doce horas consecutivas, en el frío y en la
nieve, regresando por la noche al bloque entumecidos y malolientes.
Un día, se nos anuncia que nuestro bloque, sin estar por tanto adscritos a un
comando, se encargará mañana y tarde durante el resto de la cuarentena de
suministrar las piedras. El jefe de bloque ha decidido que en vez de enviar por
relevas grupos de cien hombres, que trabajarían doce horas de un tirón, nos
resultará mucho más fácil si vamos todos, es decir los cuatrocientos, y
permanecemos fuera sólo dos horas para cada servicio. Todo el mundo está de
acuerdo.
A partir de este día, todas las mañanas y tardes marchamos a través del
campamento para trasladarnos al Steinbruch --cantera-- donde cada vez tomamos
una piedra, de peso proporcional a nuestra fuerza, la llevamos al campo a unos
equipos que la parten para construir las avenidas y una vez terminado el trabajo
regresamos al bloque. Este trabajo es fácil, sobre todo en comparación con el de
los canteros que extraen la piedra bajo los insultos y los golpes de los «Kapos»
(K.A.Po., abreviatura de Konzentrationslager Arbeitspolizei o policía de control
del trabajo.) Cuatro voces al día pasamos muy cerca de unos chalets, donde según
los rumores se encuentran custodiados León Blum, Daladier, Reynaud, Gamelin y la
princesa Mafalda, hija del rey de Italia. Todos envidiamos la suerte de estos
privilegiados. Cada vez que pasamos oigo las observaciones:
-- Los lobos no se comen entre ellos .
-- Según seas poderoso o miserable...
-- Los grandes, amigo, te juegas la piel por ellos y ellos se hacen gentilezas.
-- Las leyes raciales de Hitler se aplican a todos los judíos excepto a uno.
Etc..., etc...
En nuestras filas, se encuentra un ex primer ministre de Bélgica,
[56] un ex ministro francés, y otras personalidades de mayor o mener
importancia. Ellos están más mortificados que nosotros por el tratamiento de que
gozan los habitantes de los chalets. Se cuenta que cada uno dispone de dos
habitaciones, radio, periódicos alemanes y extranjeros, que comen tres veces al
día. Existe la certeza de que no trabajan.
Se envidia en especial a León Blum. La casualidad ha querido que Fernando y yo,
que siempre estamos juntos, nos encontremos en uno de los viajes al lado del
ministre francés.
-- ¿Por qué León Blum y no yo? - nos dice.
En la inflexión de su voz, percibimos que no encuentra extraño del todo el que
nosotros estemos sometidos a estos viles trabajos de esclavos; pero él, vamos,
¡él, que fue ministro!
Fernando se encoge de hombros. Yo estoy perplejo.
Otro día, en vez de conducirnos al transporte de piedras se nos lleva al
servicio de antropometría, donde se nos va a fotografiar de frente y de perfil y
tomar las huellas digitales. Unos individuos fuertes y gruesos, bien
alimentados, por lo demás presos como nosotros, pero llevando en el brazo la
insigna de una autoridad cualquiera y en la mano la porra que la justifica,
gritan detrás de nosotros. Delante de mí van el doctor X..., y el pequeño cojo
comunista que tiene los favores del jefe de bloque y pasa como su hombre de
confianza ante los ojos de los franceses. Oigo la conversación. El doctor X...,
del que todo el mundo sabe que fue varias veces candidato de la U.N.R. para el
Consejo general o en otras elecciones de su departamento, explica al pequeño
cojo que él no es comunista pero tampoco anticomunista sino todo lo contrario:
la guerra le ha abierto los ojos y quizá cuando tenga tiempo para asimilar la
doctrina... Desde hace dos días se habla de un posible transporte a Dora y el
doctor X... empieza a dar los primeras pasos para quedarse en Buchenwald. ¡Qué
miseria!
Súbitamente recibo un formídable puñetazo: absorto en los pensamientos nacidos
de la conversación he debido salirme un poco de la fila. Me vuelvo y recibo en
pleno rostro una sarta de injurias en alemán entre las que logro oír:
-- Hier ist Buchenwald, du lump. Schau mal, dort ist das Krematorium. (13)
Esto es todo lo que he podido saber sobre el motivo del puñetazo.
[57] En cambio, y como para explicarme que estaba justificado, el pequeño cojo
se ha vuelto hacia mí:
-- ¡ Ya podías tener cuidado, es Thälmann!. (14)
Llegamos a la entrada del edificio de antropometría. Otro con porra y brazalete
nos empuja brutalmente en filas contra la pared. Esta vez, es el pequeño cojo
quien recibe un puñetazo acompañado de insultos. Una vez pasada la tormenta se
vuelve hacia mí:
-- No me extraña nada de este c..., es Breitscheid.
No siento la mener preocupación por cerciorarme de la identidad de los dos
valientes. Me limito a sonreír pensando que han logrado realizar finalmente la
unidad de acción de la que tanto hablaban antes de la guerra y a admirar este
agudo sentido de los matices que el pequeño cojo posee hasta en sus
razonamientos.
* * *
Yo soy pesimista, al menos tengo la reputación de serlo.
En primer lugar, me resisto a aceptar como auténticas las noticias optimistas
que cada atardecer trae Johnny al bloque. Johnny es un negro. Le he visto por
vez primera en Compiègne, donde le oí contar con un acento americano muy
pronunciado que era capitán de una fortaleza volante y que durante un raid sobre
Weimar había sido alcanzado su aparato, por lo que tuvo que lanzarse en
paracaídas. Una vez llegado a Buchenwald, se ha puesto a hablar corrientemente
en francés y se ha ofrecido como médico. Habla otros dos idiomes más o menos tan
bien como el francés: el alemán y el inglés. Gracias a esta superioridad, a su
imaginación y a una indiscutible cultura, ha logrado que se le destine como
médico a la enfermería, antes incluso de que haya terminado la cuarentena. Los
franceses estamos convencidos de que no es médico ni capitán de fortaleza
volante, pero nos inclinamos ante la habilidad con la que ha sabido ponerse a
cubierto. Cada noche se le rodea por todas partes: la enfermería es considerada
[58] como el único lugar de donde pueden venir noticias ciertas. También, pese a
su fuma de charlatán, Johnny es tomado en serio por todos cuando habla de los
acontecimientos de la guerra. Una noche nos viene con la revolución en Berlín,
otra con la sublevación de las tropas en el frente del Este, una tercera con el
desembarco de los aliados en Ostende, la cuarta con el paso de los campos de
concentración a la Cruz Roja International, etc., etc. A Johnny no le faltan
nunca buenas noticias que hacen que cada noche, tras su llegada al bloque, la
opinión general sea, en febrero de 1944, de que la guerra habrá terminado en dos
meses. El me gasta la paciencia y también los otros con su credulidad. A los que
se me acercan con la certidumbre que les ha infundido Johnny, les contesto
sistemáticamente que por mi parte estoy persuadido de que la guerra no terminará
antes de dos años. Como por lo demás soy de los pocos que no creyeron en la
caída de Stalingrado, por decirlo así, hasta que fue casa hecha, y lo he
confesado incluso después, se me ha clasificado inmediatamente.
En efecto recibo todo con un escepticismo inquebrantable: los más refinados
horrores que se cuentan sobre el pasado de los campos, las suposiciones
optimistes sobre el futuro comportamiento de la S.S. que, como se suele decir,
ya siente pasar el viento de la derrota sobre Alemania y quiere rescatar ante
los ojos de sus futuros vencedores los rumores tranquilizadores sobre nuestra
ulterior intercesión. Yo discrepo hasta en lo que parece ser evidente, por
ejemplo la famosa inscripción que se encuentra sobre la verja de hierro que
cierra el acceso al campo. Cuando íbamos a cargar piedras, leí un día: «Jedem
das Seine», y los rudimentos de alemán que poseo me permitieron traducir: «A
cada uno su destino». Todos los franceses están convencidos de que es la
traducción de la célebre advertencia que Dante coloca en la puerta del infierno:
«Abandonad toda esperanza los que aquí entráis.». (15)
Esto es el colmo y yo soy un incrédulo.
[59]
* * *
El bloque está dividido en dos castas: por un lado los recién llegados, por el
otro los once individuos, jefe de bloque, escribiente, peluquero y Stubendienst,
germanos o eslavos, que forman su aparato administrativo, con una especie de
solidaridad que elimina todas las discrepancias, todas las diferencias de
condiciones o de concepciones y les une a todos incluso en la reprobación contra
los demás. Ellos, que también son presos como nosotros, pero desde hace más
tiempo, y que conocen todas las bribonadas de la vida penitenciaria, se
comportan como si fuesen nuestros amos, nos mandan con el insulto, la amenaza y
el garrote. Nos es imposible considrarlos como agentes provocadores o esbirros
de la S.S. Yo entiendo al fin lo que son los «Chaouchs», esos carceleros y sus
hombres de confianza en los presidios, de los cuales nos habla la literatura
francesa sobre prisiones de todo tipo. Desde la mañana hasta la noche, los
nuestros, arqueando el torso, alardean del poder que tienen para enviarnos al
crematorio a la mener salida de tono y con una simple palabra. Y, también desde
la mañana hasta la noche, comen y fuman lo que insolentemente, visto y sabido
por todos, nos roban de nuestras raciones: litros de sopa, rebanadas de pan con
margarina, patataes guisadas con cebolla o con pimiento picante. Ellos no
trabajan. Están gordos. Nos repugnan.
En este ambieante he conocido a Jircszah.
Jircszah es checo. Abogado. Antes de la guerra fue teniente alcalde de Praga. Lo
primero que hicieron los alemanes al entrer en Checoslovaquia fue detenerlo y
deportarlo. Hace cuatro años que vive en los campos. Los conoce todos:
Auschwitz, Mauthausen, Dachau, Oranienburg... Un incidente trivial le salvó hace
dos años y le ha traído a Buchenwald en un transporte de enfermos. A su llegada,
uno de sus compatriotas le ha encontrado el puesto de intérprete general para
los eslavos. Espera poder conservarlo hasta el fin de la guerra que, aunque no
lo cree próximo, siente que finalmente llegará. Vive con los «Chaouchs» del
bloque 48 que le consideran como uno de los suyos, pero él nos da a continuación
garantías que nos permiten considerarlo como uno de los nuestros: sus raciones
que distribuye, los libros que se procura y nos presta.
Jircszah toma por primera vez contacto con los franceses. Nos
[60] contempla con curiosidad. También con compasión, ¿son éstos franceses? ¿Es
ésta la cultura francesa de la que tanto se hablaba en sus tiempos de
estudiante? Está decepcionado, no vuelve más.
Mi escepticismo y la manera casi sistemática con la que me mantengo al margen de
la bulliciosa vida del bloque, le aproximan a mí.
-- ¿Es ésta la resistencia?
Yo no respondo. Para reconciliarle con Francia le presento a Crémieux.
El no aprueba ciertamente el comportamiento de los «Chaouchs», pero no se
escandaliza por ello ni tampoco les desprecia.
-- He visto cosas peores - dice -. No hay que pedir a los hombres demasiada
imaginación en el camino del bien. Cuando un esclavo gana un galón sin salir de
su estado es más tirano que sus propios tiranos.
Me cuenta la historia de Buchenwald y de los otros campos.
-- Hay mucho de verdad en todo lo que se dice sobre los horrores de los cuales
son escenario, pero también hay mucho de exageración. Hay que contar con el
complejo de la mentira de Ulises que es el de todos los hombres, y en
consecuencia también de todos los internados. La humanidad tiene necesidad de lo
maravilloso, tanto en lo malo como en lo bueno, en lo feo como en lo bello. Cada
uno espera y desea salir de la aventura con la aureola del santo, del héroe o
del mártir y cada uno adorna su propia odisea sin darse cuenta de que la
realidad ya se basta ampliamente a sí misma.
No tiene ningún odio hacia los alemanes. Para él los campos de concentración no
son específicamente alemanes y no denotan instintos que sean propios del pueblo
alemán.
-- Los campos - los Lager, como él dice - son un fenómeno histórico y social por
el que pasan todos los pueblos cuando llegan a poseer la conciencia de nación y
de Estado. Se les ha conocido en la Antigüedad, en la Edad Media, en los tiempos
modernos, ¿por qué quiere usted que sea la época contemporánea una excepción? Ya
mucho antes de Cristo los egipcios en su prosperidad no encontraron más que este
medio para hacer inofensivos a los judíos, y Babilonia sólo conoció su apogeo
maravilloso gracias a los internados. Los propios ingleses tuvieron que recurrir
a los campos con los desgraciados boers, tras Napoleón que ya había
[61] inventado Lambessa. (16) Actualmente hay campos en Rusia que no tienen nada
que envidiar a los de los alemanes; hay de ellos en Italia e incluso en Francia:
aquí encontrará españoles y verá lo que le cuentan por ejemplo del campo de
Gurs, en Francia, donde se les encerró al día siguiente de la victoria de
Franco.
Yo me atrevo a hacer una observación:
-- En Francia, después de todo, se ha recogido a los republicanos españoles por
motivos humanitarios, y no sé nada de que hayan sido maltratados.
-- También en Alemania es por motivos de humanidad. Los alemanes cuando hablan
de la institución emplean el término «Schutzhaftlager» que quiere decir «campo
para detenidos protegidos». En el momento de llegar al poder, el
nacionalsocialismo ha querido impedir a sus adversarios, en un gesto de
mansedumbre, el que le puedan perjudicar, pero también protegerles contra la
cólera del público, acabar con los asesinatos en las esquinas de las calles,
regenerar las ovejas descarriadas y llevarlas a una concepción más sana de la
comunidad alemana, de su destino y de la tarea de cada uno en su seno. Pero el
nacionalsocialismo ha sido rebasado por los acontecimientos, y sobre todo por
sus agentes. En cierto modo es la historia que se cuenta en los cuarteles sobre
el eclipse lunar. El coronel dice un día al comandante que habrá un eclipse de
luna y que los jefes harán observer y explicarán el fenómeno a todos los
soldados. El coronel lo transmite al capitán y la noticia llega por el cabo al
soldado en la siguiente forma: «Por orden del coronel esta noche a las
veintitrés horas tendrá lugar un eclipse de luna; todos los que no participen en
él quedarán arrestados durante cuatro días». Lo mismo sucede en los campos de
concentración; el estado mayor nacionalsocialista los ha concebido, y ha fijado
el reglamento interior que antiguos parados ignorantes hacen aplicar a través de
unos «Chaouchs» escogidos entre nosotros. En Francia el gobierno democrático de
Daladier había concebido el campo de Gurs y había fijado el reglamento: la
aplicación de este reglamento fue confiada a unos gendarmes y guardias móviles
cuyas facultades de interpretación eran muy restringidas.
«Es el cristianismo el que ha introducido en el derecho romano
[62] el carácter humanitario que ha sido conferido al castigo y le ha asignado
como primera finalidad el lograr la regeneración del delincuente. Pero el
cristianismo no ha contado con que la naturaleza humana no puede llegar a la
consciencia de sí misma más que sobre un fondo de perversidad. Créame, hay tres
clases de seres que permanecen invariables, cada uno en su género, durante todas
las épocas de la historia y en todas las latitudes: los policías, los sacerdotes
y los soldados. Aquí tenemos que ver con los policías.
Evidentemente, tenemos que ver con los policías. Yo no he tenido luchas más que
con los policías alemanes, pero he leído y he oído decir frecuentemente que los
policías franceses no se distinguen por una dulzara particular. Recuerdo que en
este momento de la charla de Jircszah me vino a la memoria el asunto Almazian.
Pero Almazian estaba implicado en un crimen de derecho común, mientras que
nosotros somos «políticos». Los alemanes no parecen establecer diferencias entre
el derecho común y el derecho político y esta promiscuidad de unos y otros en
los campos...
-- Vamos, vamos - me dice Jircszah -, usted parece olvidar que ha sido un
francés, un intelectual del que Francia está orgullosa, de esmerada formación,
un gran filósofo, Anatole France, quien escribió en cierta ocasión: «Soy
partidario de la supresión de la pena de muerte en materia de derecho común y de
su restablecimiento en materia de derecho político.»
Al acabar la cuarentena, como la S.S. nunca se había mezclado en la vida interna
del campo, que parecía de este modo confiado a sí mismo y señor de sus leyes y
reglamentos, estaba convencido de que Jircszah en gran parte tenía razón: el
nacionalsocialismo, la S.S., recordaba este medio clásico de coerción y los
detenidos lo habían transformado empeorándolo.
Tratamos juntos otros problemas, en especial el de la guerra y la postguerra.
Jircszah era un burgués demócrata y pacifista.
-- La otra guerra dividió al mundo en tres bloques rivales - me decía -, los
anglosajones como capitalistes tradicionales, los soviets y Alemania, esta
última apoyándose en el Japón e Italia: sobraba uno de ellos. La postguerra
conocerá un mundo dividido en dos, la democracia de los pueblos no ganará nada
con ello y la paz no será menos precaria. Ellos creen que luchan por la libertad
y que la edad de Oro nacerá de las cenizas de Hitler.
[68] Será terrible después: los mismos problemas se plantearán para dos en vez
de para tres, en un mundo que estará material y moralmente arruinado. Bertrand
Russell tenía razón en la época de su briosa juventud: «Ninguno de los males que
se pretende evitar con la guerra es tan grande como la guerra misma.»
Yo era de la misma opinión, e incluso iba más allá.
Posteriormente he pensado con frecuencia en Jircszah.
* * *
10 de marzo, las quince horas: un oficial de la S.S. entra en el bloque. A
formar en el patio.
-- Raus, los! Raus, raus!
Tenemos que partir y empiezan las formalidades. Desde hacía ocho días corría el
rumor sobre este transporte y las suposiciones seguían su curso: a Dora, decían
unos, a Colonia para descombrar las ruinas y salvar lo que se pueda todavía,
recuperar lo aprovechable, decían otros. Es esta última suposición la que se
abre camino en la opinión. La gante bien informada munifiesta que ahora, al
sentir que ha perdido la partida, la jefatura del nacionalsocialismo suprime el
comando de Dora, considerado como el infierno de Buchenwald, y no envía allá a
nadie más. Añaden que al ser empleados en adelante en los peligrosos trabajos de
descombro se nos tratará bien. En cualquier momento habrá el peligro de que
explote una bomba, pero se comerá abundantemente, primero la ración del campo y
luego lo que se encuentre en los sótanos, algunos de los cuales están repletos
de comestibles.
Nosotros no sabemos qué es Dora. Ninguno de los que hasta ahora han sido
enviados allí ha regresado. Se dice que es una fábrica subterránea en perpetuo
estado de instalación y en la que se fabrican armas secretas. Se vive allí
dentro, se come, se duerme y se trabaja sin salir nunca a la luz del día.
Diariamente, camiones cargados de cadáveres los llevan a Buchenwald para ser
quemados, y por estos cadáveres se deducen los horrores del campo. Felizmente,
no iremos nosotros allá abajo.
Las dieciséis horas: nos encontramos todavía ante el bloque, en la posición de
Stillgestanden, (17) bajo la mirada de la S.S. El jefe de bloque pasa por entre
las filas y hace salir a un anciano o un mutilado así como a los judíos.
Crémieux, que reúne en sí
[64] esta triple condición, está en el grupo. El pequeño cojo también, y algunos
rostros que no pertenecen a ancianos, mutilados, ni judíos, pero de los que
sabemos todos que sus propietarios se han hecho pasar por comunistas o realmente
lo son, están entre los favorecidos por el jefe de bloque.
Las dieciséis y media: en dirección a la enfermería para la inspección sanitaria
- inspección sanitaria por llamarlo así -. Un médico de la S.S. fuma un enorme
puro, arrellanado en un sillón; pasamos ante él uno tras otro en la fila, y ni
siquiera nos mira.
Las diecisiete treinta: en dirección al Effektenkammer, (18) se nos viste de
nuevo, pantalón, chaqueta y capote, todo a rayas, zapatos ad hoc (de cuero, con
suelas de madera) para reemplazar los chanclos impropios para el trabajo.
Las dieciocho treinta: formación que dura hasta las veintiuna. Antes de
acostarnos, tenemos todavía que coser nuestros números sobre las prendas que
acabamos de recibir, en la parte izquierda del pecho para la chaqueta y el
capote, bajo el bolsillo derecho en el pantalón.
11 de marzo, las cuatro treinta: diana.
Cinco treinta: formación hasta casi las diez. ¡Estas formaciones! En marzo, en
el frío, llueva o haga viento, tenemos que permanecer de pie horas y horas para
ser contados una y otra vez. Esta es una formación general para todos aquellos,
sin distinción de bloque, que han sido designados para el transporte, y tiene
lugar en la plaza, ante la torre.
A las once, la sopa.
A las catorce horas, nueva formación que dura hasta las dieciocho o las
diecinueve: hemos perdido la noción del tiempo.
12 de marzo: nos despertamos como de costumbre, formación de cinco y media a
diez. Formaciones, siempre formaciones. Quieren volvernos locos. A las quince,
abandonamos definitivamente el bloque 48 y, tras una estancia de algunas horas
en la plaza, somos conducidos al bloque del cine, donde pasamos la noche, los
más favorecidos sentados, la mayoría de pie.
Al día siguiente, nos despertamos a las tres y media, una hora antes de lo
habitual. Se nos lleva junte a la torre, donde esperamos de pie, para ser
embarcados, en la noche, en el frío, sin
[65] nada en el vientre desde el día anterior a las once. Entre las siete y las
ocho subimos a los vagones.
Viaje sin nada de particular. Nos ponemos cómodos y charlamos. Tema: ¿adónde
iremos? El tren toma la dirección oeste: a Colonia, eso es. ¡Hemos ganado!
Alrededor de las dieciséis para en pleno campo, en una especie de apartadero
donde bajo la nieve, chapotean en el lodo unos seres desgraciados, pálidos,
sucios, con unos harapos rayados al igual que nuestra ropa nueva. Descargan
vagones, cavan en unas obras de canalización, transportan la tierra extraída.
Unos individuos con brazalete y un número bien vestidos, rebosantes de salud,
les aguijonean con amenazas, injurias y porras de goma. Está prohibido hablar a
los que trabajan. Al pasar a su lado, si casualmente están fuera del alcance de
la vigilancia, nos atrevemos a preguntarles en una voz lo más baja posible:
-- Dime, ¿dónde estamos?
-- En Dora, amigo, no has terminado de estar en la m...
Fernando y yo, nos miramos. Difícilmente llegamos a creer al charlatán optimista
de Colonia. Sin embargo, un gran desánimo nos invade, los brazos nos cuelgan
lacios, sentimos pasar la sombra de la muerte.
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1 / Aparecido en 1948 con el título de "El paso de la línea".
2 / ¡Atención, atención!... No intenten evadirse! ¡Fusilados en el acto!
3 / ¿Voy a tener que matarte?
4 / ¡Tienes suerte!.., Idiota!... ¡Bribón!
5 / Personaje de una obra de Romain Rolland (N. Del T.)
6 / Campo del Servicio del Trabajo.
7 / No, respira todavía...
8 / Desde que se escribió este, se ha probado que ellos tampoco recibieron la
orden: véase el preámbulo para la 2ª y 3ª edición, página 296.
9 / ¡Silencio!
10 / Cour des Miracles: asilo de los mendigos y maleantes parisinos. (N. del T.)
11 / Gueules de Vaches: hocicos de vaca, insulto que se suele lanzar a los
policías franceses. (N. del T.)
12 / Durante el sitio de Arras, los jóvenes soldados protestan por la falta de
víveres. Uno de ellos toca la flauta y entonces callan sus compañeros, en los
que hace revivir nostálgicamente los recuerdos y las canciones de la región. (N.
del T.)
13 / ¡Aquí estamos en Buchewald, granuja! ¡Mira, allí está el crematorio!
14 / Ernst Thälmann, jefe del Partido comunista alemán tras la caída de Ruth
Fischer en 1925. al subir al poder el nacionasocialismo fue internado en
Buchenwald, donde murió en agosto de 1944. Al firmarse en 1939 el tratado de no
agresión germanosoviético, el gobierno ruso pidió y obtuvo la entrega de unos
cincuenta jefes comunistas que estaban en campos de concentración alemanes.
Wilhelm Pieck, refugiado en la Unión Soviética y enemistado con Thälmann por
viejas rencillas, intervino cerca de Stalin para que el jefe del K. P. D. no
fuese reclamado. (N. del T.)
15 / Al ser liberado en mayo de 1945, cuando todavía me encontraba en Alemania y
en el camino de regreso, oí una charla radiofónica de un deportado Gandrey
Retty, si no recuerdo mal, en la que ofrecía esta interpretación. Así nacen los
bulos.
16 / Colonia de castigo en Argelia bajo el gobierno de Napoleón III. (N. Del T.)
17 / Firmes.
18 / Vestuario..