| 
			  
			  
			  
			
			
  
			por Fernando Garrido
			Tortosa1881
 
			del Sitio Web 
			
			
			Filosofia 
			selección por Editorial-Streicher 
			
			17 Marzo 2013 
			del Sitio Web
			
			Editorial-Streicher 
			
			
			Versión completa 
			  
				
					
						
							
								
								A propósito 
								de jesuitas y ascensos al poder, nos han 
								indicado la existencia de un autor y una obra 
								que al conocerla la hemos juzgado conveniente 
								para ser difundida, que es un estudio histórico 
								y un ejemplo de un malestar antiguo.
   
								Fernando Garrido 
								Tortosa (1821-1883), español propagador de las 
								ideas socialistas del siglo XIX, prolífico 
								escritor por ende, escribió en 1881 un libro 
								titulado "¡Pobres Jesuitas!", que está 
								digitalmente completo en el sitio
								
								www.filosofia.org.    
								Hemos decidido 
								presentar para el lector que carezca de toda 
								noticia de dicha obra, su 
								Introducción y los 
								capítulos 
								2, 
								6 y 
								21, que son muy ilustrativos de 
								lo jesuítico en general.    
								Hay, sin embargo, 
								algunas afirmaciones que debe tenerse en cuenta 
								que son de hace 130 años y que hoy no son tan 
								ciertas.  
								  
								El resto creemos que sí lo son. 
								  
			Editorial-Streicher 
			
 
			  
			  
			  
			  
			  
			  
			¡Pobres Jesuitas! 
			(Selección)
 
			Origen, doctrinas, máximas, privilegios y 
			vicisitudes  
			de la Compañía de Jesús desde su fundación hasta 
			nuestros días,  
			seguida de la Monita Secreta, o Instrucciones 
			ocultas de los jesuitas,  
			por primera vez publicadas en castellano.
 
			  
			
 INTRODUCCIÓN
 
 
				
					
						
						"No calumniemos a los 
						jesuitas"Voltaire
 
			La lucha secular sostenida contra el progreso y la ciencia por la 
			Iglesia romana, y la influencia que la Compañía de Jesús ejerció y 
			ejerce sobre el clero católico y en la política de la corte 
			Pontificia, dan a su historia un extraordinario interés.
 La historia de esa Compañía está tan íntimamente ligada a la del 
			mundo civilizado desde hace trescientos cuarenta años, que de todos 
			los hechos resulta, a pesar de su título, por cierto pretencioso, de 
			Compañeros de Jesús, que los jesuitas se ocuparon siempre más de las 
			cosas de este mundo que de las del otro, que es para ellos, cuando 
			más, una pantalla o un reclamo para seducir incautos.
 
 Verdad es que esto nada tiene de extraño, pues en definitiva, a toda 
			corporación teocrática el otro mundo sirvió de pretexto, de reclamo, 
			para apropiarse los bienes de éste e imperar en él, temporal y 
			espiritualmente.
 
 Pero esta famosa Compañía, Sociedad, Orden o Instituto, que con 
			todos estos nombres se la conoce, ofrece el fenómeno sorprendente y 
			único de haberse fundado, progresado y desenvuelto en el mundo a 
			pesar de las persecuciones más violentas, destierros, procesos, 
			asesinatos, suplicios, proscripciones en masa y anatemas de los 
			mismos Papas que en el último siglo concluyeron por suprimirla.
 
 Estas persecuciones tuvieron lugar en los países bárbaros como en 
			los civilizados, en las monarquías como en las repúblicas, por los 
			reyes más católicos como por los más heréticos, pudiendo decirse que 
			la Compañía de Jesús ha crecido a fuerza de maldiciones, 
			sobrenadando en medio de las más terribles tempestades contra ella 
			desencadenadas, o reapareciendo tras cada naufragio, más vigorosa y 
			emprendedora, al mismo tiempo que más cauta e hipócrita.
 
 A la hora en que escribimos, algunos miles de jesuitas, vestidos de 
			negro, con apariencias inofensivas, y hasta humildes, de aspecto 
			reservado, cauteloso siempre, con frecuencia entrometidos, 
			insinuantes, en las cinco partes del mundo, procuran por todos los 
			medios imaginables el restablecimiento del poder temporal y 
			espiritual de los Pontífices romanos, al mismo tiempo que la 
			posesión de la mayor suma de riquezas y bienes mundanos, y por medio 
			de unos y otros el dominio universal.
 
			  
			Y, cosa en verdad sorprendente, 
			estas negras legiones, aparentemente desarmadas, desafían y tienen 
			en jaque a los gobiernos más poderosos que les son abiertamente 
			hostiles, se imponen y dominan como señores a pueblos que los 
			aborrecen, y no ocultan sus propósitos y esperanza de destruir la 
			civilización moderna, sometiendo la Sociedad al Syllabus, que es su 
			obra, su programa y su bandera.
 ¿Qué institución, de entre las muchas abortadas por las entrañas de 
			la Iglesia romana, ha hecho hablar más de ella que la Compañía de 
			Jesús, en los tres siglos y medio que cuenta de existencia? Ninguna.
 
			  
			Desde su origen se vio perseguida por grandes y pequeños; pero hasta 
			de las persecuciones supo sacar partido para engrandecerse, 
			representando el papel de mártir y de víctima, cual actor consumado.
 Precisamente en las naciones de donde fue una y muchas veces 
			expulsada, por considerarla los poderes públicos incompatible con su 
			independencia, la Compañía de Jesús ha mostrado empeño más tenaz en 
			volver a introducirse para restablecer su influencia, aunque haya 
			tenido que ocultarse bajo todo género de disfraces y que recurrir a 
			los medios más falsos, ilegales, criminales y tenebrosos.
 
 Los jesuitas fueron mal recibidos en todos los países, sin excluir 
			los más católicos.
 
			  
			Fueron de todos expulsados, incluso de la misma 
			Roma de los Papas; pero a todos volvieron, entrando por el tejado si 
			hallaron cerrada la puerta, realizando la fábula de los espíritus 
			invisibles, pues para estos negros vampiros no hay puerta cerrada.
 Ellos mismos han dicho en ocasiones solemnes:
 
				
				"Entramos como 
			corderos; nos echan como a lobos; pero volvemos como leones". 
			Son como las arañas, que se está seguro de ver reaparecer, 
			recomenzando su tela, en toda casa que no se barre bien todos los 
			días y no se deshollina al menos todos los sábados.
 Jesuitas y jesuitismo han llegado a ser, en los idiomas de todos los 
			países, sinónimos de hipocresía, falsedad, disimulo y ambición, que 
			procura satisfacerse por medios bajos, rastreros, solapados, y hasta 
			criminales.
 
 En todas partes se considera insultado el hombre a quien dicen:
 
				
				"¡Es usted un jesuita!" 
			El misterio en que siempre se envolvió la Compañía de Jesús para 
			realizar sus designios, no ha contribuido poco al acrecentamiento de 
			su influencia, porque todo lo misterioso ejerce sobre las 
			imaginaciones exaltadas acción poderosa.  
			  
			En cambio, por la misma 
			razón, siempre han sido sospechosos y mirados con desconfianza por 
			las gentes sensatas y de sano criterio, que no pueden comprender que 
			las ideas justas y los propósitos honrados se oculten en las sombras 
			y busquen medios que no pueden mostrarse a la luz del día para 
			llegar a la realización de sus fines, sobre todo cuando nada se 
			opone a su manifestación.  
			  
			Por esto la Compañía de Jesús no ha sido 
			ni es popular en ningún país. Aparte de su propósitos, sus medios 
			repugnan a la conciencia pública.
 Los libros y escritos de todos los géneros, clases y formas, 
			publicados en todas las lenguas, en contra de los jesuitas, son 
			innumerables; las defensas y apologías de su Institución, publicadas 
			por los jesuitas de capa larga o corta, no lo son menos; y, sin 
			embargo, aún se está lejos se haber dicho sobre la Compañía la 
			última palabra.
 
 La bibliografía anti-jesuítica no está, a pesar de todo, bastante 
			generalizada para que la generación contemporánea pueda darse cuenta 
			de todo el mal que esta Compañía hizo, hace y hará, por desgracia, 
			todavía, a la causa del progreso y de la humana moral.
 
 Leyendo la historia y las obras más importantes escritas tanto en 
			pro como en contra de los jesuitas, nos ha sorprendido el hecho, 
			verdaderamente extraño, que les es especialísimo, de la 
			universalidad de las persecuciones que han sufrido, y de su 
			inutilidad para librar de ellos a las naciones.
 
			  
			Podría decirse que 
			es una secta indestructible, a pesar de que no puede oponer a los 
			poderes constituidos la más pequeña resistencia material. Si, como 
			ahora en Francia, la echan por la puerta, tenemos la seguridad de 
			que entrará por la ventana. 
			  
			¿Cuántas veces la arrojaron por ésta y 
			volvió a entrar por la puerta? 
			  
			De casi todas las naciones 
			civilizadas o bárbaras está hoy legalmente expulsada la Compañía de 
			Jesús, y a pesar de las leyes y de la opinión pública, existe en 
			todas ellas; y puesto que los medios empleados contra ella no dieron 
			los resultados que sus autores se proponían, parécenos objeto digno 
			de llamar la atención de los hombres pensadores la investigación de 
			las causas de esta impotencia de los poderes públicos y de las leyes, 
			para librar las naciones de esta secta, por ellos calificada de 
			plaga social, y por la pública opinión de cáncer poco menos que 
			incurable.
 La Compañía de Jesús nació en la época del Renacimiento, en la que 
			la Iglesia romana se veía atacada por toda suerte de enemigos, 
			protestantes, musulmanes y filósofos, y cuando, como nunca, el virus 
			de la corrupción corría sus entrañas.
 
 En medio de aquella terrible tempestad de guerras religiosas, 
			provocada por la política mundana y personalísima de los Papas, 
			
			un 
			vasco español, hombre oscuro y desprovisto de instrucción, concibió 
			la idea de crear una nueva y católica corporación, destinada a 
			sostener la supremacía del Papado contra sus enemigos y a extender 
			sus dominios por medios diferentes de los empleados hasta entonces 
			por el clero secular, por las órdenes monásticas y por la 
			Inquisición.
 
			  
			Y preciso es convenir en que, no por más modestos y 
			menos brillantes, estos medios jesuíticos han dejado de producir su 
			efecto, siquiera no impidieran la progresiva decadencia de la 
			autoridad pontificia, ni que media Europa abandonara el catolicismo.
 Para conservar, como para extender su dominio, los Papas, cual 
			Mahoma, habían empleado, según las circunstancias, la atracción y el 
			terror, la predicación humilde y la fuerza brutal.
 
			  
			La Compañía de 
			Jesús, sin renunciar a estos medios, comunes a todas las 
			organizaciones teocráticas, los subordinó a los que le eran 
			peculiares:  
				
				la astucia, la falsedad, la superchería, el desprecio 
			más profundo de la conciencia y de la moral, y por lo tanto el 
			crimen, proclamando altamente que: 
					
					"el fin justifica los medios, y 
			que los inferiores deben obedecer ciegamente las órdenes de sus 
			jefes, creyéndolas buenas, aunque todo mundo las tenga por 
			detestables". 
			
			
			La Inquisición desapareció del mundo llamado cristiano; las órdenes 
			monásticas, que fueron durante siglos la inmensa democracia 
			militante del Papado, desaparecieron por completo de muchas naciones, 
			sin excluir las católicas, y sólo quedan en otras cual tristes 
			restos de épocas pasadas, de ignorancia y fanatismo, incompatibles 
			con el estado social contemporáneo. 
			  
			Pero la Compañía de Jesús ha 
			sobrevivido y aumenta en lugar de disminuir, hasta el punto de haber 
			llegado a ser el elemento preponderante, el alma, por decirlo así, 
			del catolicismo moderno.
 Esta Compañía, creada para ser milicia de los Papas, ha concluido 
			por infiltrarse de tal modo en la organización eclesiástica, que al 
			fin le ha influido su espíritu, absorbiendo el catolicismo romano y 
			devolviéndole la unidad de objeto y de acción, que el galicanismo en 
			Francia y el regalismo en España, en Portugal y en otras naciones, 
			le habían hecho perder en los últimos siglos.
 
 Los mismos Papas se han visto convertidos en instrumentos de los 
			jesuitas; pero, bajo su influencia, el Pontificado ha perdido su 
			carácter y esplendor de otros tiempos, hasta reducirse a jefatura de 
			una secta, por muchos considerada empresa industrial, explotadora de 
			la necedad de unos y de la bellaquería de otros, que no responde ni 
			a las necesidades ni a los sentimientos y grandes aspiraciones de la 
			Humanidad en nuestros días.
 
 La astucia, la doblez, con sus medios innobles y mezquinos, pueden a 
			veces producir éxitos momentáneos, más o menos inesperados, pero no 
			pueden nunca producirlos sólidos y permanentes, porque son impropios 
			para apoderarse del sentimiento público.
 
 La intriga fue siempre medio de acción de minorías impotentes, 
			instrumento de oligarquías y de intereses antisociales; mas por la 
			misma causa repugna a los pueblos, para los cuales la verdad y la 
			justicia, o lo que por tales han tomado de buena fe, deben mostrarse 
			altamente, a la luz del día, para ser por todos aceptadas y 
			aclamadas.
 
			  
			Esto es precisamente, aparte de otras causas que le son 
			ingénitas, el lado flaco, por no decir repugnante, del catolicismo 
			romano, desde que cayó bajo el poder de los hijos de Ignacio de 
			Loyola.
 A pesar de que la Compañía de Jesús produjera hombres notables, 
			historiadores, legisladores, oradores, apóstoles, capitanes y 
			estadistas, y de haberse consagrado a la instrucción de la juventud, 
			en parte alguna de las en que estableció sus reales, pudo destruir 
			la repulsión instintiva que inspira a los pueblos todo lo que lleva 
			el sello del jesuitismo.
 
			  
			Las cualidades personales de sus miembros 
			más distinguidos no bastaron a salvar la institución jesuítica de 
			esta antipatía que ha inspirado siempre.
 Los mismos jesuitas lo han reconocido así, y han escrito muchos 
			libros para hacer la defensa y la apología de su Compañía.
 
			  
			El 
			jesuita Bartolí, por ejemplo, escribió lo siguiente: 
				
				"No sólo entre 
			los herejes, también entre los católicos hay quien con sus palabras 
			y escritos se empeña en hacer caer sobre la Compañía el odio y el 
			desprecio del mundo, presentándola perturbadora, peligrosa, 
			dominadora y degenerada..." 
			Hombre del siglo XIX, amante de la Humanidad y de sus derechos, es 
			evidente que yo no puedo menos de desear la más completa disolución 
			de este Instituto, tristemente célebre, por ver en él un enemigo 
			irreconciliable, una negación viva y activa del humano progreso. 
			  
			Pero adversario leal, al escribir estos apuntes sobre la Compañía de 
			Jesús, cúmpleme manifestar que, lejos de odiar a sus miembros, los 
			compadezco, por haber abdicado su personalidad, sometiéndose como 
			dóciles instrumentos a un jefe supremo, al General de la Orden, en 
			el que ven nada menos que un representante de Dios: mi antipatía es 
			para la Institución, no para sus miembros.  
			  
			Por eso repetiré con 
			Voltaire: 
				
				"¡No calumniemos a los jesuitas!" 
			Por eso añado: ¡Pobres jesuitas!.
 
 
			  
			Capítulo II
 
				
				Sumario: Despotismo del general de la Compañía. Sus atribuciones 
			absolutas. El disimulo y la falsedad erigidos en regla de conducta, 
			en deberes ineludibles para sus miembros por la Compañía de Jesús. 
			Defensa de tal inmoral procedimiento por sus mismos escritores.
 
			
			I
 Dirijamos ahora una mirada a las instituciones de la Compañía, 
			porque su conocimiento es necesario para comprender, así su fuerza 
			resistente como las persecuciones que ha sufrido, y la general 
			animadversión que sobre ella pesa.
 
 No es tan fácil como pudiera creerse el conocimiento y definición de 
			las constituciones de la Compañía. Su gobierno es monárquico 
			independiente, puesto que depende de la voluntad de su General, a 
			pesar de estar subordinado a los Pontífices romanos.
 
 Pretendió, sin embargo, San Ignacio que su Sociedad o 
			Compañía fuese una monarquía mixta, puesto que reservó a la 
			congregación o junta general de los hermanos profesos la elección 
			del General, repartiendo además entre éste y la junta general el 
			poder legislativo, y reservando también a ésta el derecho de deponer 
			en ciertos casos al General; pero ¿de qué servía este derecho a la 
			congregación?
 
 Como en las monarquías mixtas o constitucionales, esta participación 
			del pueblo en el poder es ilusoria, porque el General es quien 
			únicamente tiene facultades para reunir a sus mal llamados socios o 
			profesos, que tienen derecho a tomar parte en la junta; y como son 
			hechuras suyas y de él lo esperan todo, porque el General, como los 
			reyes en las monarquías, concede los empleos y distribuye las 
			funciones, está seguro de que harán cuanto a él se le antoje.
 
 La soberanía de la Sociedad, es por tanto, una ilusión; y Lainez, 
			que sucedió a Ignacio en el generalato, propuso e hizo aceptar, en 
			la primera junta o congregación por él convocada, que sólo el 
			General tenía derecho para establecer reglas nuevas.
 
 El General asume, por lo tanto, los poderes ejecutivos y legislativo, 
			ni más ni menos que un rey absoluto.
 
 Veamos ahora cuáles son sus prerrogativas.
 
 
			  
			
			II
 Él administra la Sociedad y ejerce jurisdicción sobre todos sus 
			miembros.
 
			  
			De él emana toda la autoridad de los provinciales y demás 
			superiores, reservándose la facultad de distribuir a cada uno o de 
			retirarle el poder que le concedió, cuando le parece necesario. Debe 
			velar por la observancia de las instituciones, pero puede 
			dispensarse de ello.
 Ningún misionero puede, sin permiso del General, aceptar dignidades 
			fuera de la Sociedad, y cuando las acepte, autorizado por él, aunque 
			sea un puesto de los primeros de la Iglesia o del Estado, siempre 
			está sometido a las reglas de la Compañía, debiendo oír los consejos 
			de su General en el desempeño de su cargo, sea éste civil o 
			eclesiástico.
 
 El General está vinculado para hacer reglas, dar ordenanzas y 
			declaraciones sobre la Constitución de la Compañía.
 
			  
			Las bulas de 
			1540, 1543 y 1571 lo autorizan para hacer todas las Constituciones 
			particulares que crea necesaria al bien de la Sociedad, con facultad 
			de cambiarlas, modificarlas o abolirlas, y de reemplazarlas por 
			otras cuando lo crea conveniente.
 Sobre cuanto se refiere a la Compañía el General puede mandar a 
			todos los miembros de ella, aunque haya transmitido parte de sus 
			poderes a algunos de sus inferiores, anular lo que éstos hagan, o 
			modificarlo como mejor le parezca, sin que por esta contradicción 
			exima a sus subordinados de la obediencia pasiva que le deben, como 
			a representante de Jesucristo.
 
			  
			Sólo él tiene plenos poderes para 
			hacer toda clase de contratos.
 Sin duda, para engañar incautos, hay en las constituciones una 
			disposición que autoriza a la congregación a deponer al General en 
			caso de malversación de caudales, y otras en la que se establece que 
			los asuntos graves debe tratarlos delante de sus asistentes.
 
			  
			Pero 
			todo esto es completamente nulo, porque él solo determina lo que son 
			asuntos graves, porque sus asistentes no tiene ni voz ni voto, y 
			porque él puede expulsar de la Sociedad a quien le parezca, y 
			admitir y conceder grados y oficios sin dar a nadie cuenta de ello, 
			debiendo obedecerle todos los individuos que forman parte de la 
			Compañía bajo pena de pecado mortal.  
			  
			Las tales cortapisas son 
			ridículas, irrisorias.
 ¿Quién ha de atreverse con una autoridad que puede establecer 
			misiones en todas las partes del mundo, cambiar los misioneros y 
			revocar las misiones ordenadas, mandando a los miembros de la 
			Compañía a donde quiera, incluso a países de infieles y de bárbaros?
 
 Él solo tiene facultad para conmutar los legados que se hagan a la 
			Sociedad, revisar y corregir los libros de ésta, distribuir, por sí 
			o por delegados, las gracias concedidas por los Papas a la Sociedad, 
			conceder indulgencias a las congregaciones y a los seminaristas 
			agregados a la de Roma, y en todo sitio y lugar a las congregaciones 
			de hombres y mujeres dirigidas por jesuitas.
 
			  
			En virtud de la suprema 
			autoridad que ejerce sobre la Orden, puede hacer partícipes de las 
			buenas obras, plegarias y sufragios, a los protectores, bienhechores 
			y adeptos de la Compañía.
 El General debe conocer a fondo la conciencia de todos sus 
			subordinados, especialmente la de los superiores.
 
 Todo lo que él ha concedido y dispuesto, debe cumplirse, mientras no 
			lo revoque su sucesor.
 
 Los provinciales tienen obligación de darle cuenta todos los meses 
			del estado de sus provincias, y al mismo tiempo deben hacerlo los 
			consultores, especie de contralores, que se entienden directamente 
			con el General.
 
			  
			Los superiores tienen que mandarle todos los años 
			listas, conteniendo, una, los nombres de todos los hermanos de sus 
			respectivos colegios, especificando su edad, patria, tiempo que 
			están en la Sociedad, estudios que han hecho y ejercicios que 
			practicaron, sus grados en ciencias, &c.; y otra lista especificando 
			las cualidades y talento de cada hermano, su genio, juicio y 
			prudencia, su experiencia en los negocios, su temperamento, y la 
			opinión de su director respecto al empleo para que le crea más apto.
 ¿Qué puede ser la Compañía de Jesús, sometida a un General, armado 
			de tales y tan extraordinarios atributos, preeminencias y 
			privilegios, más que dócil instrumento pasivo de éste?
 
 
			  
			
			III
 Como si no fueran suficientes tantos poderes y atribuciones reunidos 
			en un solo hombre, cuando tienen los jesuitas que escribirse cosas 
			que exigen secreto, deben hacerlo de manera que sólo lo entienda la 
			persona a quien va dirigida la carta, a cuyo efecto el General da 
			las claves.
 
 Estaban obligados los jesuitas, por las bulas de Pablo III de 1540 y 
			1543, a ejecutar cuanto los Papas les ordenasen referente a la 
			salvación de las almas y a la propagación de la fe, aunque fuera en 
			tierra de turcos y gentiles.
 
			  
			Pero la autoridad del Papa sobre esto 
			se ha restringido posteriormente a las misiones en países 
			extranjeros, reservándose al General la facultad de llamar a sí a 
			los jesuitas que el Papa mande a las misiones, sin haber fijado el 
			tiempo que deben durar.
 No pueden los jesuitas apelar al Papa de las órdenes de su General, 
			a menos que el Papa no les conceda especial permiso; mas para 
			desligarlos de sus votos basta la autoridad del General, y en lo que 
			respecto a ellos pueden hacer lo mismo el Sumo Pontífice y el 
			General, les está encomendado que se dirijan al segundo y no al 
			primero.
 
 El General de los jesuitas es, como vemos, un verdadero soberano 
			absoluto, cuyos Estados están incrustados en todos los reyes, y su 
			poder es tanto más grande cuanto que no representa fuerza aparente, 
			pues como vamos a ver, les mandan sus reglas conformarse en lo 
			posible, hasta en el traje, con los usos y costumbres de cada país, 
			a fin de no chocar con ellos y evitar persecuciones.
 
 Hallamos a este propósito, las siguientes gráficas frases en la 
			historia de la Compañía, escrita por jesuita Bartolí, antes citado:
 
				
				"No tiene la Compañía ningún vestido particular, y donde hay razón 
			para ello, o la costumbre del lugar lo reclama, podemos cambiar el 
			que usemos".
 "Habiendo excitado los nuevos herejes, en el norte de Europa, 
			antipatías hacia el hábito religioso, se consideró prudente que los 
			miembros de la Compañía usaran trajes que no les impidieran vivir 
			familiarmente con los que debían convertir.
   
				Por esta misma razón 
			nuestros misioneros en la China y en la India se visten de 
			mandarines y de brahmanes, que son los más respetables en aquellos 
			países; y en las naciones heréticas los transformamos en mercaderes, 
			médicos y artistas, y hasta en criados, para poder desempeñar 
			nuestras misiones sin despertar sospechas". 
			En confirmación de lo que dice Bartolí sobre las mudanzas de traje y 
			disfraces de los jesuitas, podríamos añadir que en estos tiempos no 
			han abandonado su táctica, pues así se les ha reconocido disfrazados 
			de milicianos nacionales como de voluntarios realistas, bajo la 
			blusa de los internacionalistas, como cubiertos con la boina de los 
			facciosos.
 Esta sujeción de los medios al fin, ha podido ser útil a los 
			intereses de la Compañía, pero en cambio le ha impedido adquirir 
			respetabilidad, influyendo no poco en la desconfianza que por 
			doquiera ha inspirado, y en las persecuciones que ha sufrido.
 
 Sólo la carencia de sentido moral, el desprecio de sí propio y de 
			los otros hombres, al mismo tiempo que el imperio en las almas del 
			más ciego fanatismo, pueden explicar el que los jesuitas hayan 
			practicado como sistema el engaño de los disfraces, y que en sus 
			obras hagan alarde de ello como de la cosa más natural.
 
 Imaginémonos, en efecto, un sacerdote, un apóstol de la religión 
			cristiana, vestido de mandarín chino, para predicar el Evangelio que 
			condena el engaño, y se comprenderá que los disfraces que emplean 
			los jesuitas deben ser causa de la repulsión y de las persecuciones 
			de que tantas veces fueron víctimas.
 
 Para comprender todo lo odioso de estas reglas de conducta de los 
			jesuitas, y su carencia de derecho para quejarse de las 
			persecuciones que a ellas han debido, bástanos ver lo que les 
			sucedería, y el juicio que formaríamos de sacerdotes indios o chinos 
			que vinieran a nuestros países cristianos a inducir a los creyentes 
			en el abandono de la religión de sus padres; y que para asegurarse 
			la impunidad, dejando sus hábitos sacerdotales, se vistieran las 
			togas de nuestros magistrados y los uniformes de nuestros generales.
 
			  
			¿No es cierto que a los misioneros gentiles hubiera sucedido en 
			tierra de cristianos lo que en sus orientales regiones sucedía a los 
			misioneros jesuitas, disfrazados de mandarines? 
			  
			La fanática plebe 
			los habría apedreado; y si las autoridades lograban sacarlos vivos 
			del tumulto popular, dando con ellos en la cárcel, los procesaran 
			por usar uniformes y trajes a que no tenían derecho, aplicándoles 
			todo el rigor de las leyes, por ver en ellos enemigos declarados de 
			la religión de Estado, y acaso de la independencia nacional.
 Agréguese a lo dicho que, casi siempre, a las misiones jesuíticas 
			acompañó o siguió de cerca la guerra de conquista, y se comprenderá 
			que las persecuciones contra estos sectarios eran consecuencia de su 
			conducta, conducta que ha perjudicado mucho más que servido a la 
			religión católica, en cuyo beneficio se empleaba [...]
 
 
 
			
			VI
 Establecen las constituciones cuatro clases de miembros.
 
			  
			Los 
			profesos, que hacen unas veces tres, otras cuatro votos; los 
			coadjutores, los estudiantes, y los novicios. Pero hay otra quinta 
			clase, según vemos en el capítulo primero del Examen, compuesta de 
			las personas admitidas a la solemne profesión de los votos de 
			castidad, de pobreza y de obediencia, según la Bula del Papa Julio III. Los miembros de esta quinta clase no son profesos, coadjutores, 
			estudiantes ni novicios.
 Hay también, según dicha Bula, personas que viven sometidas al 
			General, gozando exenciones, poderes y facultades, que parecen 
			sustraerlas a su autoridad, y sobre las cuales declara Pablo III que 
			el General conservará plena jurisdicción.
 
 ¿Quiénes son esas personas? ¿Son esos jesuitas desconocidos, que no 
			llevan sotana; jesuitas de capa corta, como el vulgo los llama? ¿Son 
			afiliados y afiliadas, que forman en torno de la Compañía una 
			especie de círculo invisible, oídos y brazos ocultos, que oyen y 
			obran por su cuenta, facilitando su obra de dominación por medios 
			secretos, que sólo por los efectos se conocen?
 
 Si pudiera darse respuesta afirmativa a esas preguntas, 
			desaparecería el misterio.
 
			  
			No obstante, la historia de los jesuitas 
			y sus instituciones nos muestra que la existencia de la quinta 
			categoría responde a la índole de la institución, y es necesaria a 
			su acción y desenvolvimiento, como término medio entre la Compañía y 
			la Sociedad, en cuyo seno debe realizar sus fines.
 
 
 
			
			Capítulo VI
 
 
				
				Sumario: Despotismo de los Generales de la Compañía. Esclavitud de 
			los miembros. Obligación que tienen de delatarse unos a otros. 
			Ejercicios llamados espirituales. 
			
			
 I
 La vida íntima del jesuita puede resumirse en estas palabras: Callar 
			y obedecer.
 
 La esclavitud es un estado normal. El jesuita es tanto más esclavo 
			individualmente cuanto más libre es la corporación a que pertenece.
 
 Sin embargo, Gregorio XIV decía en su Bula de 1591, al conceder al 
			General de los jesuitas prerrogativas exorbitantes, que:
 
				
				"Entre 
			otros bienes y ventajas que resultarían a la Compañía, organizada 
			como un gobierno monárquico, sería una unidad perfecta, por los 
			sentimientos; y que sus miembros, dispersos en todas las partes del 
			mundo, ligados a sus jefes por la obediencia pasiva, serían más 
			pronta y eficazmente conducidos y obligados por el soberano Vicario 
			de Jesucristo en la Tierra, a las diferentes funciones que les 
			asigne, según el voto especial que hayan hecho". 
			Esto decía Gregorio XIV; mas la verdad es que la autoridad del 
			General no es monárquica sino despótica, dictatorial y tiránica, 
			puesto que no tiene límites ni cortapisas.
 El despotismo y la esclavitud son términos correlativos, que se 
			explican el uno por el otro; cuando se sabe lo que es un esclavo, se 
			sabe lo que es un amo.
 
				
					
					
					Bajo el punto de la vista material, carecer de propiedad y de 
			libertad individual, es ser esclavo.
					
					Bajo el punto de la vista moral e intelectual, es esclavo el que se 
			encuentra privado de la libertad de sus juicios y de la su voluntad. 
			El despotismo material degrada al hombre; el moral e intelectual lo 
			rebaja a la condición de bestia, desde la más elevada cualidad 
			humana, que radica esencialmente en la conciencia.
 La primera clase de esclavitud, obra de la fuerza bruta, procede del 
			poder civil; la segunda, del fanatismo y de las instituciones 
			religiosas. Aquella la aborta el estado seglar; ésta, el 
			eclesiástico; ambos despotismos repugnan a la Naturaleza y a la 
			humana razón.
 
 Ambas tiranías se combinan perfectamente, como en ninguna otra 
			institución de las innumerables fundadas por la Iglesia romana, en 
			la Compañía de Jesús, para lo cual han necesitado poco menos que 
			deificar al General de la Orden.
 
			  
			Las constituciones de la Compañía 
			colocan al General en el lugar de Jesucristo; hacen de él un Dios.
 En ellas se encuentran centenares de frases semejantes a éstas:
 
				
				"Es preciso ver siempre y en todas partes a Jesucristo en la persona 
			del General...
 "Al General se le debe obedecer como a Dios mismo...
 
 "La obediencia al General debe ser perfecta en la ejecución, en la 
			voluntad y en el entendimiento, persuadiéndose de que todo lo que 
			manda es precepto y voluntad de Dios. Sea quien quiera el superior, 
			siempre debe verse en él a Jesucristo".
 
			¿Cabe mayor impiedad, en gentes que 
			pretenden ser tan piadosas, como el ver en un hombre imperfecto, 
			sujeto a error, a mala fe y a peor voluntad, al mismo Dios?
 San Ignacio pone algunas restricciones insignificantes a la 
			obediencia ciega, repitiendo, por ejemplo, con San Bernardo, que el 
			hombre no debe hacer nada contrario a Dios, y otras que parecerían 
			eficaces tratándose de hombres libres, pero ilusorias para personas 
			sometidas a los ejercicios, noviciado, reglas, votos y disciplina de 
			los jesuitas.
 
			  
			Tanto más cuanto que la obediencia que sus 
			instituciones les imponen no es a una ley o estatutos sino a la 
			voluntad del General, en lo cual la disciplina de la Compañía de 
			Jesús se parece a la de los soldados, cuyo primer deber consiste en 
			obedecer ciegamente a sus jefes, sin parar mientes en la moralidad o 
			inmoralidad de las órdenes en que deben de ejecutar; puesto que 
			responsable es el que las da y no el que las ejecuta; pero con la 
			desventaja de que el jefe militar sólo exige del soldado que cumpla 
			su orden, en tanto que el jesuita, además de cumplirla, esta 
			obligado a creerla justa.
 
			  
			
			II
 He aquí que a este propósito se lee en la Historia de las 
			Persecuciones Políticas y Religiosas (del mismo autor, 1864, 
			Barcelona):
 
				
				"Las constituciones de casi todas las órdenes religiosas contienen 
			duras máximas respecto a la obediencia.
 "Dícese en la regla de San Benito que debe obedecerse hasta en las 
			cosas imposibles...
 
 "En la regla de los Cartujos se dice que debe inmolarse la voluntad 
			como se sacrifica un cordero.
 
 "Las constituciones monásticas de San Basilio deciden que los 
			religiosos deben ser en manos del superior lo que la leña en las del 
			leñador.
 
 "En la regla de los Carmelitas descalzos se establece que deben 
			ejecutar las órdenes del superior como si no ejecutarlas o hacerlo 
			con repugnancia fuese pecado mortal; y en la de San Bernardo se 
			asegura que la obediencia es una ceguera feliz que ilumina el alma 
			en la vía de la salvación.
 
 "Dice San Juan Clímaco que la obediencia es una tumba de la voluntad 
			y que no debe resistírsela.
 
 "San Buenaventura dice que el hombre verdaderamente obediente es 
			como un cadáver, que se deja remover y transportar sin resistencia..."
 
			Estas máximas, esparcidas en las reglas e instituciones monásticas, 
			las han acumulado los jesuitas en las suyas, convirtiéndolas, de 
			máximas, en reglas obligatorias, en votos eternos.
 ¿Puede calcularse adónde puede llegar un hombre que, como el General 
			de los jesuitas, no sólo puede mandarlo todo a los miembros de su 
			Compañía, sino que, a consecuencia de ser su cargo vitalicio, y de 
			la organización de la Compañía, ha podido penetrar en las 
			conciencias de sus subordinados y conocer sus más recónditos 
			pensamientos?
 
 Por esto, sin duda, algunos Papas han querido convertir el 
			generalato de los jesuitas en trienal, en lugar de perpetuo, como ha 
			sido siempre; pero no lo han conseguido nunca.
 
 En todas las otras órdenes monásticas hay asambleas y capítulos, que 
			se reúnen regularmente y que hasta cierto punto sirven de barrera a 
			los abusos de los Generales; nada de esto existe en la Compañía de 
			Jesús, cuyos miembros sólo se congregan al morir su General para 
			nombrar el sucesor.
 
 
 
			
			III
 De la misma manera que el General se reserva el derecho de no 
			cumplir los contratos cuando los considera perjudiciales para la 
			Compañía, se reserva también el derecho de expulsar a sus miembros, 
			a pesar de que éstos no pueden retirarse por su propia voluntad, so 
			pena de ser excomulgados y tratados como apóstatas.
 
 Sólo hasta que hacen su primer voto pueden retirarse los novicios; 
			pero aunque los hayan hecho todos, y a cualquier dignidad que se 
			elevaran, el General puede expulsarlos sin decirles por qué ni 
			consultar a nadie, y sin obligación de darles nada, aunque hubiesen 
			llevado grandes caudales al entrar en la Compañía.
 
 Esta esclavitud es, pues, más dura que cualquiera otra, pues el amo 
			está siempre obligado a mantener al esclavo, y la facultad del 
			General de expulsar por causas secretas a los miembros de la 
			Compañía prueba hasta qué punto la injusticia y el desprecio de los 
			hombres están encarnados en esta Institución, en la que el 
			despotismo y el misterio se sobreponen a toda consideración y 
			respeto humano.
 
			  
			Todas las corporaciones pueden expulsar a sus 
			miembros pero sólo de la Compañía de Jesús los pueden expulsar sin 
			juzgados y condenarlos.
			El despotismo está tan en la raíz de este árbol, que sus miembros no 
			cuentan con nada, ni a nada tienen derecho.
 Vive la tiranía por la delación y la inquisición; sus armas son 
			secretas, y sus servidores no pueden menos de ser espías y delatores, 
			al mismo tiempo que son espiados y delatados.
 
 El déspota debe conocer el carácter, talentos y cualidades de sus 
			esclavos para sacar de ellos más provecho, empleándolos donde puedan 
			serle más útiles. Necesita también alimentar en ellos la 
			desconfianza, para que sólo en él la tengan, y que su poder sea el 
			único que se haga sentir.
 
 Todo debe ser vil y bajo en la esclavitud, que no admite elevación 
			de alma ni libertad de ánimo.
 
 Ningún proyecto laudable puede brotar en almas esclavas, y no es 
			posible que hombres degradados por la renuncia de su albedrío, por 
			la servidumbre, el espionaje y las delaciones, por una inquisición 
			que amenaza y obra constantemente, puedan elevarse a grandes 
			concepciones. Si la Naturaleza les ha dado la fuerza, la educación 
			les priva del valor.
 
 Los esclavos no tienen patria; renunciaron a sus padres y olvidaron 
			el hogar doméstico. Sólo ven la grandeza del déspota a quien sirven 
			y el Imperio en que domina; sus ojos están siempre inclinados ante 
			el amo y no tienen actividad propia sino la que les infunde el poder 
			a quien sirven.
 
 En los artículos 9 y 10, título II, se dice que todo jesuita debe 
			alegrarse de que sus faltas y defectos, y en general cuanto en él se 
			observe, sea revelado a sus superiores por el primero que lo vea, y 
			que todos deben vigilarse y delatarse recíprocamente. Estos 
			artículos pertenecen a los llamados esenciales del Instituto, y se 
			encuentran en la página 70 del citado título II.
 
			  
			¿Será posible que 
			los jesuitas, ocupados en espiarse y delatarse unos a otros, puedan 
			amarse recíprocamente? ¡Qué profundos y reconcentrados odios, 
			cubiertos con la careta de la más falsa y baja hipocresía, deben 
			ocultarse en los conventos de los jesuitas!.  
			  
			¡Qué afectos, qué 
			sentimientos tiernos y humanos deben quedar en aquellos corazones, 
			que no pueden abrirse a las dulces emociones de la familia, ni a las 
			sinceras y francas expansiones de la amistad, ni a los nobles y 
			levantados sentimientos y arranques del amor patrio, impulsos y 
			móviles de las más grandes y sublimes acciones del hombre!.
 ¡Hasta la honra obliga la Compañía a abandonar a los desgraciados 
			que entran a formar parte de ella!: Dice el capítulo IV del Examen, 
			de los que quieren entrar en la Compañía, que se les advierte que 
			abandonan todo derecho, cualquiera que sea, a defender su honra, y 
			que lo deben a sus superiores, para bien de su alma y gloria de 
			Dios.
 
 Dice el capítulo V, que las delaciones son obligatorias. ¡Qué 
			degradación del ser humano!.
 
 ¿Puede, después de esto, decirse con justicia, que un jesuita es un 
			hombre?
 
 
 
			
			IV
 Considérase en la Compañía gravísimo pecado alimentar el menor 
			escrúpulo o duda acerca de los privilegios del Instituto, suponiendo 
			que sería dudar de la legitimidad de su voto, del poder del Papa, 
			del de la Sociedad y del de sus fundadores.
 
 No sólo durante el noviciado, sino aun después de profesar, 
			practican los jesuitas los Ejercicios espirituales.
 
 Figúrese el lector a un joven, encerrado solo en una habitación, sin 
			libros, en un lugar silencioso, a fin de que nada lo distraiga, 
			entregado a meditaciones tan interesantes, profundas, filosóficas y 
			racionales como las siguientes:
 
				
				"Debe el novicio representarse dos estandartes, cuyos jefes son: 
			Jesucristo el de uno y Satanás el de otro.  
				 
				  
				Debe imaginarse a 
			Jesucristo, bajo forma agradable, en campo bien situado, viendo a 
			sus discípulos organizados como soldados; y a Satanás, de aspecto 
			repugnante, reuniendo sus tropas de todas las partes del mundo. 
				   
				Meditando sobre el infierno, debe ver una llama ardiente y almas 
			quemadas en cuerpos de fuego; oír bramidos, blasfemias, e imaginarse 
			que por el olfato y el paladar siente las sensaciones más repulsivas". 
			A todo novicio se le previene que debe hacer durante la noche una 
			meditación de este género, otra por la mañana, y repetirla después 
			de oír misa, y que debe excitar su mente de tal manera que le 
			parezca que realmente ve y siente los objetos sobre que medita.
 Estos ejercicios famosos podrían llamarse método de ver visiones. 
			Presentarlos a jóvenes y mujeres fáciles de exaltar, como medios 
			ordinarios de perfección espiritual, no es otra cosa que preparar 
			sus almas para el más ciego y embrutecedor fanatismo.
 
 Por estos comienzos pueden deducirse los fines.
 
 
 
 
			
			Capítulo XXI
 
 
				
				Sumario: Máximas, opiniones y juicios inmorales y criminales 
			publicados y sustentados por los jesuitas en todos los países. La 
			gloria descrita por los jesuitas. 
			Sobre todas las causas de la antipatía, del temor, de la repulsión, 
			que la Compañía inspiró desde su origen, incluso a sus mismos 
			protectores, y hasta a sus miembros, hay una apenas mencionada en 
			este rápido relato que debe considerarse como la principal, y que 
			por sí sola bastara a hacer odiosa esta teocrática institución.
 
			  
			Ya 
			se comprenderá que nos referimos a la moral por ella proclamada y 
			practicada, aunque debiéramos decir a su inmoralidad y no a su 
			moral.
 No relajación de la moral sino inmoralidad, y la más repugnante, ha 
			esparcido la Compañía de Jesús doquiera ha puesto la planta. Las 
			doctrinas, las máximas de sus doctores, son la negación de la moral 
			cristiana y hasta de la humana.
 
			  
			No sabemos que haya existido jamás 
			corporación alguna que ostentara con tanto cinismo la perversión del 
			sentido moral, sacrificando al éxito toda noción de virtud, y con 
			ella de humana dignidad; y por más que nos repugne, inspirándonos 
			horror, no podemos menos que recordar aquí alguna de las máximas, 
			opiniones, consejos y preceptos publicados por las lumbreras de la 
			Compañía de Jesús.
 No hay maldad, vicio, crimen que no estén dispuestos a perdonar, ¿qué 
			digo perdonar? que no ensalcen, si ha de redundar en provecho de su 
			causa.
 
 ¿El parricidio horroriza? pues oigamos al jesuita portugués Esteban Facúndez, en su tratado sobre 
			Los Diez Mandamientos de la Iglesia, 
			publicado en 1626:
 
				
				"Los niños católicos pueden acusar a sus padres 
			del crimen de herejía, aunque sepan que por esto serán quemados... y 
			no tan sólo podrán rehusarles el alimento, si pretenden apartarlos 
			de la fe católica, sino que hasta pueden, sin pecar y en justicia, 
			asesinarlos..." 
			Dicastillo, jesuita español, en el tomo 2º de 
			La Justicia del 
			Derecho, página 511, hace las siguientes pregunta y respuesta:  
				
				"¿Será 
			lícito a un hijo matar a su padre cuando está proscrito? Muchos 
			autores sostienen que sí, y si el padre fuera nocivo a la Sociedad [Compañía 
			de Jesús], opino lo mismo que esos autores". 
			Juan de Cárdenas, jesuita español, dice en su Crisis Teológica, 
			publicada en Colonia en 1702: 
				
				"Es permitido a un hijo desear la 
			muerte de su padre; pero a causa de la herencia y no de la muerte 
			misma". 
			He aquí ahora a donde llega el casuismo de los jesuitas: 
			Tomás Tamburini, jesuita italiano, hace las preguntas que siguen sobre el 
			homicidio: 
				
				"¿Puede un hijo desear la muerte de su padre por gozar la herencia?; 
			¿una madre puede desear la muerte de su hija, para no verse obligada 
			a mantenerla y dotarla?; ¿un sacerdote puede codiciar la muerte de 
			su obispo con la esperanza de sucederle? 
			Respuestas:  
				
				"Si sólo apetecéis y os informáis con júbilo de esos 
			acontecimientos, os es lícito desearlos y recibirlos sin pesar, 
			porque no os regocijáis del mal ajeno sino del bien que os resulta". 
			Escribiendo sobre la violación dice el abad 
			Moullet, jesuita: 
				
				"El que por fuera, amenaza, engaño, o importunidad de sus ruegos, ha 
			seducido a una doncella, sin promesa de casamiento, está obligado a 
			indemnizar de todos los perjuicios que resulten de este acto a la 
			joven y a sus padres. No obstante lo dicho, si el crimen quedara 
			absolutamente oculto, es más probable que en el fuero interno no sea 
			obligado el seductor a reparar lo más mínimo".
 "El que desflora a una joven con su consentimiento, no incurre en 
			más castigo que hacer penitencia; porque siendo dueña de su persona 
			puede conceder sus favores a quien mejor le parezca, sin que sus 
			padres tengan derecho a estorbarlo por otro medio, que por la 
			voluntad que les asiste para evitar que sus hijos ofendan a Dios".
 
			Este párrafo está sacado de las Cuestiones Prácticas, acerca de las 
			funciones del confesor, publicadas por el jesuita Fejelli en 1750. 
			Pero sigamos copiando al abad Moullet, que vale la pena de ser 
			conocida su jesuítica moral.  
			  
			He aquí un caso de adulterio: 
				
				"Si alguno sostuviese relaciones culpables con alguna mujer casada, 
			no porque es casada, sino por su belleza, haciendo abstracción de la 
			circunstancia del matrimonio, esas relaciones no constituyen el 
			pecado de adulterio..." 
			Otro jesuita francés, llamado Bauny, escribía en 1653 esta 
			edificante frase:  
				
				"Es lícito a toda clase de personas penetrar en 
			las casa de prostitución, para convertir a las mujeres perdidas, 
			aunque sea muy verosímil que pecarán; a pesar de que lo intentaran 
			varias veces, y siempre se dejaran arrastrar hacia el pecado, por la 
			vista y zalamerías de estas mujeres". 
			De las Virtudes y de los Vicios, titulaba el jesuita portugués 
			Castro Palao una obra publicada en 1631, y en ella decía, página 18: 
				
				"Si a un criado le obligase la necesidad a servir a un amo lujurioso, 
			esta misma necesidad le permite ejecutar las cosas más graves, 
			pudiendo proporcionarle concubinas, y conducirle a los sitios más 
			reprobados; y si su señor quisiera escalar una ventana para dormir 
			con una mujer, puede sostenerle sobre sus hombros, o seguirle con 
			una escala, porque éstas son acciones de por sí indiferentes". 
			El jesuita Corneille de la Pierre, en sus 
			Comentarios Acerca del 
			Profeta David, publicados en París el año 1622, dice hablando de 
			Susana: 
				
				"Susana dijo: Si me abandono a los deseos impúdicos de esos viejos, 
			soy perdida.    
				En semejante extremidad, como temiera la infamia por un 
			lado y la muerte por otro, Susana podía decir: no consentiré en 
			acción tan vergonzosa; pero la sufriré sin desplegar los labios, a 
			fin de conservar la vida y el honor.    
				Las jóvenes inexpertas creen 
			que para ser castas, es necesario pedir socorro y resistir con todas 
			sus fuerzas al seductor.    
				No se peca sino por el consentimiento y la 
			cooperación, y no consintiendo ni cooperando, pudo permitir Susana 
			que los viejos saciaran en ella su lujuria, pues no tomando parte 
			interiormente, cierto es que no pecaba". 
			Dice Escobar, en su tratado De la Lascivia:  
				
				"Un religioso no peca 
			despojándose de su hábito, aunque lo haga por motivo vergonzoso, 
			como robar, fornicar, o entrar en una orgía".
 "Una mala disposición, como mirar a las mujeres con deseos de 
			lujuria", pregunta Escobar, "¿es incompatible con el deber de oír 
			misa? Basta oír misa", dice, "aun en tales disposiciones, pero 
			refrenando su... exterior".
 
			Cualquiera pensaría que iba a decir "refrenando sus malos 
			pensamientos". La doctrina jesuítica se contenta con cubrir las 
			apariencias.
 Preguntas Morales, llama el jesuita Vicente Fillinus a un libro 
			publicado en 1663, y en su página 316 hallamos lo siguiente:
 
				
				"Un 
			hombre y una mujer que se desnuden para abrazarse, hacen un acto 
			indiferente, no cometen un pecado". 
			Teología Moral Universal llama el jesuita escocés
			Cordon a un libro 
			en el que se lee este párrafo, entre otros análogos:  
				
				"Una ramera 
			puede legítimamente hacerse pagar, a condición de que el precio no 
			sea muy alto. El mismo derecho tiene toda prostituta que en secreto 
			fornique; no así la mujer casada, porque las ganancias de la 
			prostituta no están estipuladas en el contrato del matrimonio..." 
			El jesuita portugués Enríquez, dice en la 
			Suma de Teología Moral, 
			publicada en 1600:  
				
				"Un clérigo, que sabiendo el peligro que corre, 
			penetra en la alcoba de una mujer a la que le unen lazos amorosos, y 
			sorprendido en adulterio por el marido, mata a éste por defender su 
			vida o sus miembros, ¿puede conceptuarse irregular? no; y debe 
			continuar ejerciendo sus funciones eclesiásticas". 
			Oigamos al citado Tamburini, en el libro VIII, capítulo V 
			De la 
			Fácil Confesión: 
				
				"¿En cuánto puede vender una mujer los placeres a los hombres? 
				   
				Respuesta: 
			necesario será para apreciarlos en lo justo, atender a la hidalguía, 
			hermosura y decoro de la mujer. Si es recatada, vale más que la que 
			admite en su casa al primer llegado...    
				Distingamos. ¿Se trata de una 
			ramera, o de una mujer honesta? Aquella no puede pedir en justicia a 
			uno sino lo que recibió de otro; debe fijarse un precio: se reduce a 
			un contrato entre ella y el que paga, pues el uno da el dinero, y la 
			otra pone el cuerpo. Una mujer de decoro puede exigir lo que le 
			plazca, porque en cosas de esta naturaleza, la persona que vende es 
			dueña de su mercancía.    
				Una doncella y una mujer honesta pueden 
			vender su honor tan caro como lo estimen..." 
			En sus Comentarios Acerca de la Biblia, dice el jesuita 
			Jacobo Tizin, 
				
				"que la casta Susana debió abandonar su cuerpo a los ancianos... 
			pues la reputación y la vida son preferibles a la pureza del cuerpo". 
			El jesuita Banny dice que se debe absolver a una mujer que oculta en 
			su casa a un hombre con el cual peca muchas veces, por no poder 
			librarle sin perderse, o por circunstancias que le obliguen a 
			detenerle.
 Preste ahora atención el lector:
 
				
				"¿Es lícito matar a un inocente, 
			robar, o fornicar? Sí, por mandato de Dios, que es árbitro de la 
			vida y de la muerte, y obligatorio el cumplimiento de sus mandatos". 
				 
			Esta enormidad la dice el jesuita Pedro Alarcón, en su 
			Compendio de 
			la Suma Teológica de Santo Tomás, páginas 244 y 365.
 Como los jesuitas deben obedecer las órdenes de su General cual si 
			emanaran del mismo Dios, claro está que depende de la voluntad del 
			General de la Compañía de Jesús que todos los miembros de ella sean fornicadores, ladrones y asesinos.
 
			  
			Pero continuemos oyendo al tal 
			Alarcón:  
				
				"¿El robar es permitido al que se ve apremiado por la 
			necesidad? Le es permitido secreta o privadamente, a no tener otros 
			medios de socorrer sus menesteres. Esto no es ni hurto ni rapiña, 
			porque, conforme al derecho natural, todo es común en este mundo". 
			Teología Moral llama el jesuita 
			Antonio Pablo Gabriel a un libro en 
			que dice:  
				
				"So pena de pecado mortal, es justo resistirse a 
				restituir 
			lo que se robó en pequeñas porciones, por grande que sea la suma". 
			Lo mismo dice el jesuita Banny en la página 143 de la 
			Suma de los 
			Pecados:  
				
				"Los robos pequeños hechos en diferentes días a un hombre o 
			a muchos, por grande que sea la suma, no son pecados mortales". 
			El padre Cadenas en su Teología, dice:  
				
				"Si los amos cometen 
			injusticia con sus criados en los salarios, pueden éstos hacerse 
			justicia, valiéndose de compensaciones". 
			En la misma doctrina abunda el jesuita 
			Casnedi, en sus Juicios 
			Teológicos:  
				
				"Dios prohíbe el robo cuando se le considera como malo, 
			pero no si se le reputa bueno". 
			El jesuita Fegelli es más explícito.  
			  
			En la página 137 del Confesor, 
			dice:  
				
				"Es lícito a un criado robar a su amo por compensación; pero a 
			condición de no dejarse sorprender con las manos en la masa". 
			Muchos son los autores jesuitas que sustentan esta doctrina; pero 
			oigamos a Longuet, que dice en la cuestión IV, página 2ª: 
				
				"Si los 
			padres no dan dinero a sus hijos, pueden robárselo. Cuando un hombre 
			está sumido en la indigencia y otro nada en las riquezas... aquel 
			puede robar a este en secreto, sin pecar, ni estar obligado a la 
			restitución..." 
			En el Tratado de la Encarnación, tomo I, página 408, añade: 
				
				"Se 
			puede robar a todo deudor que se sospeche no ha de pagar..." 
			Los jesuitas debían tener mucho partido entre los taberneros, pues 
			el padre Tollet dice en su libro de Los Siete Pecados Mortales:  
				
				"El 
			que no puede vender el vino en lo que vale... puede disminuir la 
			medida y echarle agua, y venderlo cual vino puro" (...) "Cuando se 
			vea un ladrón resuelto a robar a un pobre, se le puede disuadir, 
			designándole alguna persona rica para que la robe en lugar de la 
			otra". 
			Escribiendo sobre la confesión, en su Moral Teológica dice el 
			jesuita Escobar:  
				
				"Nadie está obligado a confesar más que lo que 
			atenúa el pecado".  
			Esto lo dice en la página 135 del tomo VII.
 Para los seminarios escribió su Compendium el jesuita Moullet, y en 
			él dice:
 
				
				"¿A qué se obliga el que jura ficticiamente y con ánimo de 
			engañar? A nada, en virtud de la religión". 
			Cárdenas, dice en su Crisis Teológica:  
				
				"Permitido es, jurar sin 
			intención de cumplir, si hay razones graves para ello". 
			En su Operae Moralis dice el padre 
			Sanchiz:  
				
				"Se puede jurar que no 
			se hizo una cosa aunque se hiciera; esto es cómodo en casos críticos, 
			y justo cuando es útil para la salud, el honor o el bien". 
			Oigamos ahora la moral que propaga el jesuita 
			Ginsenius, respecto al 
			comercio:  
				
				"Es permitido comprar una cosa por menos de lo que vale, 
			de aquel a quien obliga la necesidad? Lo que se vende por necesidad 
			pierde, no el tercio de su valor, sino la mitad" (...) "Es lícito a 
			los taberneros echar agua al vino, y a los labradores paja en el 
			trigo, y venderlos al precio común..." 
			El jesuita Arbault dice que:  
				
				"Los hombres pueden sin escrúpulos, 
			atentar unos a otros por la detracción, la calumnia y los falsos 
			testimonios". Y luego añade: "Para cortar las calumnias se puede 
			asesinar al calumniador, pero a escondidas, a fin de evitar el 
			escándalo". 
			Casnedi, en su Juicio Teológico, dice: 
				
				"Si creéis que os manda 
			mentir, mentid". 
			En Las Virtudes y los Vicios, libro publicado en 1631, dice el 
			jesuita Castro Palao:  
				
				"Preguntado acerca de un robo que ejecutasteis, 
			para obligaros luego a la compensación, acerca de un préstamo que 
			verdaderamente no debéis, porque le habéis satisfecho, o que en la 
			actualidad no le debáis porque ha variado el plazo, o que vuestra 
			pobreza os excusa de no pagarlo; podéis jurar que no recibisteis 
			préstamo alguno..." 
			El jesuita Sánchez, defiende el jurar en falso poniendo el siguiente 
			ejemplo:  
				
				"Un hombre sorprendido in fraganti, y a quien se le obliga 
			a jurar que contraerá matrimonio con la joven que deshonró, puede 
			jurar que se casará, sobreentendiéndose: "si fuere obligado o en 
			adelante me agrada"".  
			Y luego añade:  
				
				"Si alguno quiere jurar sin 
			obligarse a cumplir su juramento, puede estropear el vocablo, y 
			entonces no comete más que una mentira venial, que fácilmente se 
			perdona". 
			El ya citado Sánchez dice:  
				
				"¿Es permitido practicar el acto conyugal 
			antes de la bendición nupcial? Sí..." 
			Escobar sustenta que:  
				
				"es lícito matar traidoramente a un proscrito". 
			El jesuita Amicis dice que, 
				
				"un religioso debe matar al hombre capaz 
			de dañarle a él o a su religión, si cree que abriga tal intento". 
			Dice el jesuita Caravelfand que, 
				
				"si una mujer de baja condición se 
			jacta de haber dormido con un religioso, éste puede matarla, aunque 
			ella diga verdad". 
			El jesuita Bunny dice, 
				
				"que se perdone el pecado de un amo con su 
			criada, y el de dos primos, cuando no puedan vivir separados sin 
			incomodidad". 
			En su Catecismo Teológico, el jesuita
			Poney, describe así el paraíso: 
				
				"Pregunta: ¿Qué veremos en el paraíso?
 Respuesta: La sagrada humanidad de Cristo, el adorable cuerpo de la 
			Virgen, y de otros santos, amén de mil y mil bellezas.
 
 
				Pregunta: ¿Nuestros demás sentidos gozarán del placer que les es 
			propio?
 
 Respuesta: Sí, y lo más admirable: gozarán eternamente sin 
			fastidiarse nunca.
 
 
				Pregunta: ¿Cómo?: ¿el oído, el olfato, el gusto y el tacto gozarán 
			de todo el placer que pueden recibir?
 
 Respuesta: Sí; el oído gozará del encanto de la armonía; el olfato 
			recibirá el placer de los olores; el gusto el de los sabores; nada 
			faltará al deleite del tacto.
 
 
				Pregunta: ¿Con qué vestidos se cubrirán los bienaventurados?
 
 Respuesta: Con un vestido de gloria y de luz, que brillará 
				por todas las partes de su cuerpo, y señaladamente por las que 
				sufrieron más por Dios..."
 
			En su libro De las Ocupaciones de los Santos asegura el jesuita 
			Enríquez: 
				
				"Capítulo 73. Hombres y mujeres gozarán en el paraíso con festines, 
			máscaras y bailes".
 "Capítulo 74. Los ángeles se disfrazarán de mujeres, y aparecerán a 
			los santos con suntuosos vestidos de señora, rizados los cabellos, y 
			con camisas de muselina".
 
 "Capítulo 75. Jesucristo mora en un magnífico palacio, y cada 
			bienaventurado tiene en el cielo una habitación particular. Allí hay 
			largas calles, hermosas y grandes plazas, castillos y ciudadelas".
 
 "Capítulo 62. El supremo placer consiste en besar y abrazar los 
			cuerpos de las bienaventuradas, al bañarse en pilas bien dispuestas, 
			donde cantarán como ruiseñores".
 
 "Capítulo 65. Las mujeres tendrán blondos cabellos, se adornarán con 
			rubíes..."
 
			Todos estos textos, y cientos de ellos no menos edificantes, sacados 
			de obras de los jesuitas, y condenados por los tribunales, son 
			imputables a la Compañía, pues los miembros de ésta no pueden hacer 
			nada sin autorización de sus jefes, y por eso éstos no condenaron 
			las máximas de sus subordinados.
 Así, pues, todos estos pareceres, sentencias y máximas, forman en 
			conjunto la moral jesuítica, que inmoralidad debe llamarse, y en 
			efecto se le llama, por cuantas autoridades y tribunales 
			intervinieron en las obras y en la conducta de la Compañía de Jesús.
 
 Después de leer los hechos, datos y documentos condensados en estas 
			páginas, no puede menos de producirse el convencimiento de que la 
			Compañía de Jesús es una institución anticristiana, inmoral y 
			corruptora, por lo que no sin razón fue perseguida y condenada en 
			todos los tiempos y en todos los países.
 
			  
			Y puesto que no bastaron 
			los medios hasta ahora empleados contra ella, además de suprimirla, 
			hay que calificarla de Sociedad secreta, y aplicar el Código Penal a 
			sus miembros, por pertenecer a una corporación ilícita, cuyos medios 
			y fines condenan las leyes.
 
			  
			  |