7 - La muerte arcana y ficticia del dios

Ahora comenzaría yo por el final» partiendo de la conclusión apriorística de que los sistemas religiosos comienzan a afianzar su poder desde el momento en que asesinan - simbólica (o real) y cruelmente - a la divinidad sobre la que basan sus principios, sus ritos, la fe y el sistema de vida que tratan de imponer al mundo.

 

Ese asesinato, auténtico o mítico» es el que justifica la elaboración de todo un dogma basado en el arrepentimiento y el sacrificio, en la penitencia constante por una culpa que la autoridad religiosa insiste en achacar a la masa de los fieles, al tiempo que se instituye en juez y ejecutor del presunto delito del que sólo ella es responsable.


La fabricación de un mito
Recuerdo un ejemplo de nuestra historia inmediata que casi se convierte en parábola esclarecedora de lo que acabo de afirmar.

 

Yo mismo, casi por puro azar, fui testigo del hecho y sólo ahora, al paso de los años» se me revela su valor en tanto que ejemplo, en pequeño, de otros acontecimientos más trascendentales en la historia de las creencias religiosas y políticas (porque hay veces en las que la divisoria entre política y religión se hace, desgraciadamente, tan sutil, que resulta difícil encontrarla y establecer racionalmente sus límites estríe, tos).


Fue en los días finales de febrero de 1956, cuando la protesta latente y callada de los estudiantes españoles frente al régimen dictatorial del general Franco los lanzó a la calle en un primer (y fallido) intento de hacerse escuchar después de veinte años de silencio reprimido.

 

Uno de aquellos días - ahora no recuerdo la fecha exacta, pero no tiene tanta importancia - una manifestación de estudiantes se enfrentó en el bulevar madrileño de Alberto Aguilera con una masa de militantes del partido oficial, venidos de todas parles de España. Cuando los dos grupos se encontraban aún a veinte metros de distancia, sonó un disparo y cayó al suelo un muchacho de las filas falangistas.

 

Un disparo que pilló de sorpresa a la masa de estudiantes y que tuvo los siguientes efectos inmediatos (lo cuento como lo vi y escuché, como espectador, a menos de quince metros primero y a poco más de metro y medio unos minutos después):

Un grupo de diez o doce muchachos uniformados con la camisa azul del partido gubernamental se acercaron al chico caído, que sangraba abundantemente por la cabeza.

 

Se quitaron parsimoniosamente sus camisas y, en vez de auxiliar al herido, las bañaron en su sangre y. con el rostro compungido - la manifestación se había detenido a consecuencia del inesperado disparo - entonaron con el brazo en alto y la mano extendida el himno oficial de su organización. Luego lanzaron con porras y cadenas sobre los estudiantes.


Poco después, refugiado de la reyerta en una cafetería vecina, mientras tomaba un café y escuchaba las carreras y los golpes que se multiplicaban en la calle, entraron en el bar cuatro o cinco militantes del partido y se colocaron en la barra, a mi espalda. Uno de ellos estaba pálido como un muerto y sus compañeros pidieron para él un doble de brandy.

 

Sin proponérmelo, escuché su conversación, a través de la cual supe que el muchacho pálido había sido el que disparó la pistola e hirió a su propio compañero. Los otros le animaban, sin embargo, insistiendo en cosas como «lo has hecho por la patria», «cumpliste con tu deber» y palabras por el estilo.

Según supe más adelante, al herido se lo llevaron en estado gravísimo, casi muerto, a una clínica cercana. Hubo numerosas detenciones - entre los estudiantes, naturalmente - una seria amenaza surgida desde el partido oficial de organiza una nueva «noche de los cuchillos largos» si el muchacho llegaba a morir.

 

La prensa, una gubernamental y otra temerosa, cargó el disparo en la cuenta de los estudiantes rebeldes.

 

Y la clínica - en la que trabajaba un buen amigo mío, que fue quien me contó luego los acontecimientos que tuvieron lugar allí - se pobló de capitostes gubernamentales interesados morbosamente por la suerte del chico y de ministros inseguros de su inmediato futuro que, en ocasiones, llegaron junto al lecho del herido provistos de frascos llenos de agua bendita del santuario de Lourdes para ponerlos bajo su almohada en un intento desesperado de salvarle de una muerte que, de haberse producido, habría abocado en la matanza ritual de numerosos elementos disconformes (o, simplemente, divergentes) del estado de cosas que imperaba y combatía por su pervivencia en el poder.


El chico no murió. Luego se supo que era uno de tantos que. por unos bocadillos y un viaje pagado, había accedido a encabezar una manifestación cuyo motivo profundo ignoraba.

 

Se supo también que nadie en su partido quiso hacerse cargo de él, cuando salió de la clínica con el cerebro irremisiblemente dañado y hasta se supo - siempre de modo extraoficial, naturalmente - que se le dio un puestecillo de conserje o de botones en la misma clínica, porque el muchacho - que había sido durante más de dos meses el mártir esperado de un régimen con la credibilidad en entredicho - falló en su previsto camino hacia el martirio y resultó no ser más que un tarado vitalicio del que muchos sabían que incluso la herida causante de su desgracia había partido de sus espaldas y no - contra lo oficialmente proclamado - de los presuntos rebeldes con los que iba a enfrentarse.


Nada más que un botón de muestra
La historia de Miguelito - el chico se llamaba así - constituye, a mi modo de ver, una parábola que, a niveles estructurales, contiene los mismos elementos que, a menudo, configuran y entraman el proceso de los movimientos religiosos. (Por eso afirmaba un poco más arriba que política y religión se confunden demasiado a menudo.)

 

Desgraciadamente, los sistemas religiosos establecidos constituyen focos de poder temporal que nada - o muy poco - tienen que ver con la trascendencia de los seres humanos. Son iglesias que, en un amplio sentido, gobiernan, disponen y amenazan - de hecho y de derecho - en el proceder de los seres humanos que viven bajo su área de influencia.

 

En los días en que escribo estas líneas se palpa la. intromisión de un pontífice polaco en supuestos movimientos de liberación de los trabajadores de su patria, sometidos políticamente a un régimen socialista laico, como se vislumbra la influencia - directa o indirecta - de la revolución islámica del Irán del imán Jomeini en las elecciones presidenciales de los Estados Unidos de América.

 

La invasión de la Península Ibérica en el año 711 de la era cristiana se debió a una guerra santa muy paralela a la que ahora amenaza con extenderse como una mecha rápida por todo el Cercano Oriente productor de energía petrolífera.

 

Y todo ello porque la historia, nunca me cansaré de insistir en ello, no es un transcurrir, sino una tensión constante e intemporal de fuerzas que pretenden controlar en su propio beneficio la influencia sobre los seres humanos, siempre temerosos, siempre insolidarios, siempre dispuestos a pactar visceralmente con quienes parecen estar en condiciones de asegurarles la supervivencia con palabras pretendidamente simbólicas y esencialmente huecas y grandilocuentes: patria, pan. justicia, unidad de destino en lo universal, dictadura del proletariado, rebaño de Dios o, ¡qué más da!, la consideración gratuita del ser humano supuesto portador de valores eternos.


Al poder - e insisto en la palabra «poder», para diferenciarla esencialmente del concepto de autoridad real y libremente elegida - le hace falta provocar, a niveles masivos, un sentimiento 1 confundido y entremezclado de culpabilidad y de consecuente castigo por un acto o por una postura radicalmente inconsciente y pasiva.

 

1. No olvidemos la relación, no solo fonética sino también semántica, entre el sentimiento y los sentidos captadores de la realidad inmediata y aparente.

 

 

Ante esa postura, se hace patente la necesidad de arrepentimiento y penitencia, y de rechazo la obligatoriedad de expresar activa y sensiblemente (por medio del sacrificio ritual, propio o ajeno) la intención de vengar de algún modo el crimen, bien sea sobre uno mismo - autocastigo o penitencia - o sobre los demás - progrom, solución final, anatema o auto de fe - de modo que el sufrimiento psíquico o físico y hasta el castigo y la muerte sean una expiación consciente y proclamada de la falta presuntamente cometida, y al mismo tiempo un acto de sumisión y reconocimiento al poder establecido.

Pero creo también que nos engañaríamos si nos aferrásemos únicamente a esta idea como demostración palpable de fuerza y de sumisión, porque, si así fuera, es de suponer que la necesidad del sufrimiento y del castigo habrían de cesar en cuanto la masa de creyentes (o de súbditos) se hubiera mentalizado de modo definitivo e irreversible a la obediencia incondicionada.

 

En el hecho religioso hay también, y muy principalmente, una constante llamada al convencimiento de que la vida en este mundo debe ser tomada como un castigo o - mejor - como una prueba que. según la sepa superar el fiel, le abrirá el paso a otro universo en el que. después de la muerte, se gozará tanto como en éste se haya sufrido.

 

De este modo, tanto por el camino de la expiación como por el de la promesa trascendente, el creyente sumiso está constantemente condicionado hacia el sufrimiento físico y psíquico, de modo permanente o periódico. Ayunos, cilicios, flagelaciones, posturas inverosímiles en lugares increíbles, promesas de mutismos y abstenciones, caminos abruptos seguidos con los pies descalzos o de rodillas y hasta mutilaciones crueles e irreversibles se convierten en pruebas a lo largo de siglos y a través de las creencias, demostraciones patentes de religiosidad revelada.

 

Y queda consuetudinariamente establecido que tanto más puro y sincero será ese creyente cuanto mejor y más duramente cumpla - o haga cumplir - el rito universal del sufrimiento.

 

Un rito que, en el mejor de los casos, se vuelve con los siglos meramente simbólico y recordatorio - como en la Semana Santa cristiana o en el Yom Kippur de los judíos - pero que es estrictamente cumplido todavía, con toda su carga de culpas penitenciales, por sectas - como los menonitas o los hassidim en ambas corrientes religiosas - que aspiran aún a la pureza tradicional del sufrimiento primigenio.


A la vuelta misma de la esquina
Uno de los espectáculos más sorprendentes y sobrecogedores que pueden verse todavía en nuestro mundo tecnológico y sofisticado tiene lugar casi a orillas de río Ebro, en el pueblo riojano de San Vicente de la Sonsierra, durante los días penitenciales de la Semana Santa. Más de una vez, en páginas de otros libros y en artículos esparcidos por varias revistas, he tenido ocasión de hablar de los «picaos» de San Vicente.

 

Y más de una vez también he recibido severas amonestaciones, por parte de honrados párrocos y de fervientes cristianos, por mi interpretación de este rito que persiste inmutable a lo largo de los siglos.

 

A mí no me molestan los reproches, no sólo porque suelen venir de gentes que me enseñan con su fe primaria los entresijos morales del rito, sino porque constituyen una demostración - quién sabe si sana, al lado de la indiferencia general hacia lo presuntamente sagrado - de la persistencia de unos parámetros de lo sagrado que pueden constituir objeto de estudio sociológico inapreciable. Un estudio que, por lo demás, sigue a disposición del investigador en San Vicente de la Sonsierra, a pesar del deterioro turístico que ha sufrido la costumbre y de las - siempre relativas - concesiones que año a año se deben realizar.


En líneas generales, y por no insistir en un tema que probablemente es conocido de la mayoría, el rito de los «picaos» se basa en una cofradía de penitentes que, en los días señalados de la Semana Santa - jueves y viernes santos - salen con las imágenes procesionales, cubiertos con capuchas y túnicas blancas, y se autoflagelan con sacudidores de lino las espaldas. Cuando la piel se enrojece y brotan ampollas, los penitentes se ponen en manos de unos ayudantes que, provistos de bolas de cera con cristales incrustados, proceden a golpear los hematomas hasta que mana abundantemente la sangre, manchando la túnica y la tierra.

 

El rito se repite en aquellos días por la mañana y por la tarde, en cada una de las procesiones que se convocan para aquellas fechas y, hasta donde yo he podido llegar en los entresijos inmediatos, los flagelantes insisten sinceramente en conservar su incógnito y están - todavía hoy - convencidos del valor penitencial de aquel acto al que asisten como espectadores muchos más turistas que habitantes tiene el pueblo.1

 

1. Quien quiera ampliar los detalles de este tema, puede consultar mis libros Tras la huella de Babel. Posada, México, 1979 (cap. 12: «La sangre que fecunda la tierra»); y Mística y ovnis: signos para un apocalipsis. Altalena. Madrid, 1979 (cap. 2; «La diáspora de ida y vuelta»).

 


Pero por el momento me interesa más destacar el hecho de que la tradición de los flagelantes de la Semana Santa - esa tradición que subsiste en San Vicente de la Sonsierra, pero que fue práctica corriente en épocas pasadas en todo el ámbito cristiano - supone una continuidad clarísima de ritos que tenían lugar aún en pleno imperio romano, cuando el cristianismo empezaba a desarrollarse.

 

En fechas paralelas a esta semana de recuerdo oficial del sacrificio de Cristo, los fieles seguidores de los cultos mistéricos frigios celebraban la muerte y resurrección de Attis, el hijo de Cibeles, la Gran Madre que tuvo sus santuarios primitivos en el Pesionte y en el monte Ida.

 

Las fiestas daban comienzo el 15 de marzo y los adeptos, después de una serie de actos curiosamente semejantes a los que conforman la festividad cristiana - procesión con cañas al templo de Attis (cañas por palmas), traslado de un pino cubierto con vendas de lana roja (como se cubría la cruz en esos días) y adoración del pino como personificación del dios muerto - iniciaban una semana de luto que tenía un momento culminante en el «sanguinis diac», el día sangriento, a lo largo del cual los fieles se flagelaban hasta sangrar y había incluso mujeres que llegaban a cortarse los pechos y sacerdotes que se castraban con cuchillos de pedernal.


Las religiones del tiempo y el dolor
Los cultos frigios no fueron los únicos que, a lo largo de la historia religiosa de la humanidad, instigaron a la penitencia dolorosa y al sacrificio sangriento.

 

Los investigadores del fenómeno religioso, desde Frazer a Eliade, nos dan cuenta de numerosos pueblos y cultos que practicaron la crueldad y la muerte ritual y que hicieron - como en cierta manera lo ha venido haciendo el cristianismo - del dolor físico y aun del asesinato - pensemos en el Santo Oficio - una determinada forma de ascesis.

 

Significativamente, se da el caso genérico de que tales ritos cruentos coinciden con formas religiosas practicadas por pueblos agricultores. O, al menos, son ritos que surgen cuando los pueblos pasan a adoptar la agricultura como principal medio de subsistencia y abandonan el nomadismo y la práctica de la caza como forma habitual de vida.

 

La generalidad de los investigadores, al analizar esta circunstancia - aunque no todos han llegado a caer en ella - tratan de explicarla como una forma religiosa de imitación y de adecuación espiritual de los seres humanos al-fenómeno de muerte y resurrección que se produce en la naturaleza.

 

Por eso insisten constantemente en la característica generalizada de que esta serie de festividades tengan lugar precisamente en torno al equinoccio primaveral, cuando el invierno (la muerte de la tierra) deja paso a la vida que comienza a germinar coincidiendo con los días largos y tibios.


Es Mircea Eliade el primero - que yo recuerde, al menos - que descubre en estos ritos una circunstancia muy especial y definidora, o, al menos, es el único que parece haber dado en la diana de un factor que» por ser tan obvio, habría podido pasar totalmente desapercibido:

«Debemos llamar la atención desde el principio sobre la importancia que toma el tiempo, ritmo de las estaciones, para la experiencia religiosa de las sociedades agrarias. El labrador no se encuentra ya sólo implicado en las zonas sagradas «espaciales» - la gleba fecunda, las fuerzas activas en las semillas, en los retoños, en las flores - sino que su trabajo está integrado y gobernado por un conjunto temporal, por la ronda de las estaciones».1

1 -  MIRCEA ELIADE. Tratado de Historia de ¡as Religiones. trad. de Tomás Segovia. ediciones Era. México. 1972, pág. 299.


Creo que no cabe duda alguna.

 

El simple recuerdo de otras formas religiosas no ligadas a la agricultura nos pone frente a la realidad del contraste.

 

Ninguno de los sistemas religiosos enraizados con cultos y creencias anteriores a la implantación de la vida agrícola toma en cuenta el tiempo como factor condicionante de la trascendencia. Ninguno de ellos basa una parte - por mínima que sea - de su ritual en el dolor, en la penitencia o en la preocupación morbosamente escatológica, y sólo circunstancialmente - y esto de un modo frío y casi podríamos decir profesional - se realiza el sacrificio sangriento de un animal, sin que el ser humano participe en ningún caso en el presunto dolor o en la muerte de la bestia, sino, todo lo más, en la alegría que supuestamente va a causarle a la divinidad a la que ese animal es ofrecido como alimento.


De modo que, cosa extraña, en ese cúmulo insondable de factores escurridizos que vienen a unirse insólitamente en la formación de una circunstancia trascendente de cualquier tipo, he aquí que tres de ellos surgen decididamente implicados en un único y especial proceso religioso: Tiempo, Agricultura y Rito Cruel.

 

¿Se trata de una simple coincidencia? ¿Es tal vez el sacrificio cruento - o su secuela civilizada, la penitencia dolorosa - una mera reproducción a escala humana de la presunta crueldad del cosmos?


Cosas de los cuentos
He insistido muchas veces en el hecho de que los cuentos populares constituyen, si se leen con atención, una fuente inagotable de tradiciones perdidas y de recuerdo de prácticas ancestrales que ya están sólo presentes en esa memoria cósmica que los seres humanos reproducimos como impulso involuntario del inconsciente.

 

He dicho - y no me importa repetirlo, porque estoy convencido de que hay en ello una realidad que debería estudiarse con todas sus consecuencias culturales - que el cuento es como la implantación en la mente infantil de una enseñanza que se intenta grabar de modo análogo a como Pavlov grababa estímulos reflejos en el cerebro de sus animales de laboratorio.

 

El cuento es como una advertencia a tener en cuenta - inconscientemente - en el futuro; como una iniciación de la que, muy a menudo, apenas subsistirá más que el rito mágico.


En el cuento es posible, incluso, establecer el período histórico de su origen. Hay cuentos de tradición migratoria, como la de los cazadores del paleolítico; otros se remontan a los primeros tiempos del «descubrimiento» de la agricultura. A éstos precisamente quiero remitirme ahora porque, de modo significativo y general, son los que presentan rasgos específicos de crueldad del tipo que he descrito anteriormente: sacrificio doloroso, pago penitencial, separación de un ser querido, mortificación.

 

Lo mismo se exige en el cuento la entrega de un hijo que la amputación de un dedo, la privación vitalicia de la libertad en una servidumbre ominosa o el cumplimiento de una prueba que implica sacrificio y dolor. Se trata, en cualquier caso, de condiciones previas a la adquisición de un secreto o de castigos que deben cumplirse por haber violado una ley que realmente se ignoraba.

 

Estructuralmente, pues, el dolor es un condicionamiento de la trascendencia - del conocimiento - que se desea alcanzar o, al menos, una promesa condicionante de la presunta salvación, exactamente igual que hoy mismo subsiste, más o menos disimulado, en formas religiosas como el cristianismo, en las que el dolor y la penitencia son, a la vez, expiación de culpas para unos y ascetismos trascendentes para otros.


El aprendizaje de la agricultura exige - tal como surge igualmente en los cuentos populares de origen agrario primitivo - dos factores paralelos a ese del dolor que acabamos de describir someramente: uno de ellos, la estabilización espacial, el abandono obligatorio de la vida nómada y la subsiguiente instalación sedentaria en espacios vitales presuntamente apropiados; otro, la mentalización del ser humano respecto a un concepto cíclico del tiempo.

 

Un concepto que, por otra parte, se encuentra también en la base de todo pretendido conocimiento trascendente. Sólo entonces, cuando estos dos factores se han conjugado, surge el rito penitencial y doloroso.

 

Un rito que, por otra parte, tanto en el cuento como en los mitos religiosos y en las formas mistéricas - iniciáticas - de la idea trascendente, viene dictado por los mismos maestros o dioses que han transmitido los secretos agrícolas, bien con su ejemplo - Attis, Orfeo, Osiris - o con su enseñanza directa - Guetzalcoall, Oanes, Triptolemo

 

En todas las enseñanzas y en todas las prácticas que se derivan de ellas, el sacrificio doloroso, hasta brutal muchas veces, se realiza casi sin excepción con la tácita aprobación - o, al menos, con la mansa aceptación - de la víctima, cuando no se trata de un autosacrificio en el que dicha víctima es, al mismo tiempo, ejecutora de su propio proceso doloroso.


La descripción que hace Eliade del sacrificio agrícola entre los jond de Bengala 1 podría servirnos de ejemplo para muchos otros ritos semejantes en todo el ámbito planetario.

 

1. MlRCEA ELIADE, opm cttu pág. 311 y M.

 

 

Según cuenta, los meriah (víctimas) constituían un sector de población previamente elegido y, hasta el momento de su sacrificio, se les trataba excepcionalmente bien e incluso tenían tierras y podían casarse entre ellos y tener hijos.

 

Eran una especie de seres consagrados y se consideraba que su sacrificio era voluntario, aunque muchos de ellos - hijos de otros meriah - estaban «biológicamente» destinados desde su nacimiento a ese sacrificio, que tenía lugar en medio de una gran fiesta en la que la orgía precedía sistemáticamente a la crueldad del momento en el que la persona designada, después de haber sido drogada con opio, era estrangulada primero, para machacársele a continuación los huesos y cortar su cuerpo en pedazos para que cada aldea de la tribu recibiera un fragmento, que sería cuidadosa y ritualmente enterrado en los campos para propiciar las futuras cosechas.


Quiero sufrir, quiero morir
A mi entender, resulta tremendamente significativa la entrega voluntaria - o, al menos, sumisa - de la víctima jond en el sacrificio ritual.

 

Y me lo parece precisamente porque esa actitud no es únicamente una consecuencia que pudiéramos achacar al carácter presuntamente fatalista de los bengalíes o de algún otro determinado pueblo, sino que se da en muchas creencias religiosas de modo alarmantemente constante. Pensemos, sin ir más lejos, en el martirio de los primeros cristianos en los circos y en las cárceles de Roma.

 

Se sabe - y no sólo a través de las historias hagiográficas más o menos amañadas, sino por testimonios contemporáneos dignos del mejor crédito - que en aquellos mártires no se trataba únicamente de alcanzar a través de la muerte el paraíso prometido en los evangelios, sino que, en muchos casos, se daba efectivamente el placer de sentir el dolor que les estaban produciendo los hierros candentes, las lanzas, los colmillos de las fieras...

 

Un placer que corría paralelo, en todo caso, con el de los verdugos y el de los espectadores que presenciaban el derramamiento de sangre, las decapitaciones y los mil y un suplicios meticulosamente elegidos para hacer más lenta, más cruel, más dolorosa y quién sabe si más placentera esa muerte tan amorosamente deseada, tan morbosamente recibida, tan trascendentemente acogida.


Cronistas amantes auténticos del sufrimiento y de la sangre - hemólatras, los llamé en otro lugar - como Aurelio Prudencio, dedicaron su vida a la exaltación del martirio doloroso como camino directo y codiciable para alcanzar el cielo por la vía rápida.

 

Pero aquella situación no podía durar como matanza colectiva - lo mismo que no pudo sostenerse la heterodoxia catara, que no sólo aceptaba el martirio del fuego a que les sometían los inquisidores dominicanos, sino que se provocaban la muerte ritual por medio de la endura 1 - porque la idea evangélica, a pesar de las incitaciones al sufrimiento por parte de los dirigentes religiosos, era una «buena nueva» (ese es el significado literal déla palabra Evangelio) y no un empujón macabro y doloroso hacia la eternidad.

 

1. Sobre la endura catara pueden consultarse las obras de René Nelli (el máximo conocedor del problema) y mi libro citado, Claves ocultas de la Historia, en su capitulo I: «Los cataros: suicidio ritual».

 


Hacia el siglo IV, con el edicto de Milán, la Iglesia cristiana pasó de perseguida a presunta perseguidora.

 

Quiero decir que alcanzó súbitamente la libertad, la posibilidad de expansión y el principio del poder, que iba a hacerse efectivo muy pocos siglos después. Para muchos cristianos, sin embargo, ese súbito cese de la persecución constituyó un auténtico problema. Porque la santidad a la que aspiraban y que tan fácil resultaba de obtener mediante el martirio se convertía automáticamente en un problema personal, en el que ya no intervendrían unos verdugos dispuestos a sellar con sangre el pasaporte legalizado hacia la eternidad.

 

Es entonces cuando, de modo casi tan masivo como en los circos del imperio, comienzan a surgir en diversos puntos del mundo cristiano hombres y mujeres dispuestos al automartirio. al auto-sufrimiento que les convertiría en aspirantes a la gloria por la vía del dolor, de la penitencia cruel y del castigo físico de la carne.


Los anacoretas sumen por todas partes: en la Tebaida, en los montes de León, en las orillas del Jarama, en las cuevas segovianas de Sepúlveda. en el desierto castellonense de las Palmas, en los cerros de Jaén, en las rocas costeras de Grecia, en el Sahara cartaginés, en Armenia- Unos se suben durante veinte o cuarenta años a una columna que malamente les permite permanecer en cuclillas; otros ayunan en espera de que el hambre les mate (y, curiosamente, muy a menudo surge un cuervo - ave sagrada precristiana - que les trae cotidianamente el alimento); los hay que se visten de pieles y caminan a cuatro patas.

 

Pero, sobre todo, abundan los que se ataban una soga al cuerpo tan fuertemente que las hebras se les hundían en la carne, o los que vivían con una argolla de púas ceñida a la cintura, o los que se flagelaban sistemáticamente hasta despellejarse.

 

Nuevamente, el dolor y el sufrimiento se hacían razón de vida ansiosa de trascendencia. Lo mismo que entre los adeptos de los misterios frigios. Lo mismo que los fakires hinduistas. El sacrificio ritual - sobre uno mismo o sobre los demás - sigue constituyendo una base firme, yo diría que casi imprescindible, de determinados ritos religiosos. El dolor y la muerte tomados como camino de salvación.

 

Y, a ser posible, que ese dolor y esa muerte tengan lugar en un determinado sitio previamente fijado, religiosamente elegido: el enclave sagrado primordial.


Los hijos del mago Colibrí
El caso concreto de la cultura azteca del altiplano de México y sus prácticas religiosas podría darnos tal vez una luz complementaria para esclarecer el origen de este proceder hemolátrico o, al menos, para fijar unas líneas de conducta que nos permitan encontrar los paralelismos precisos que unen el comportamiento de pueblos, civilizaciones y formas religiosas que, al menos en apariencia, distan entre sí enormes distancias históricas, geográficas y culturales.


Es sobradamente conocido que los aztecas practicaron - posiblemente en mayor grado que cualquier otro pueblo conocido, con la probable excepción de la «solución final» nacionalsocialista - el sacrificio masivo de seres humanos.

 

Según cálculos realizados por diversos investigadores - Michael Harner, Sherburne Cook o Woodrow Boran - el número de seres humanos sacrificados anualmente en los altares aztecas antes de la llegada de los conquistadores cortesianos (1518) oscilaba entre los 15.000 y los 250.000.

 

En aquellas ceremonias, unas partes del cuerpo de estas victimas eran parcialmente devoradas en banquetes rituales en los que intervenían guerreros, nobles y sacerdotes, pero los corazones de los sacrificados (la ejecución se practicaba invariablemente mediante un tajo en el pecho con un cuchillo ritual de pedernal, de sílex o de obsidiana, tajo que ponía inmediatamente al descubierto el corazón, que era arrancado con las manos, aún vivo el reo) se ofrendaban a las representaciones divinas propias de cada ocasión: Huitzilopochtli (el Vichilobos de los españoles), Tláloc o Tezcatlipoca.


Los cronistas españoles de la campaña conquistadora - y aun los frailes que trataron de reconstruir la historia azteca años después de la colonización - nos han dejado testimonios tan espeluznantes de aquellas prácticas como las figuras que aparecen constantemente en los códices (Magliabcchi, Duran, etc.).

 

Bernal Díaz del Castillo, en diversos momentos de su Historia verdadera de La Conquista de Nueva España, describe el escenario de aquellos rituales, de tal modo que todavía espeluzna leer sus pasajes:

«... y estaban todas las paredes de aquel adoratorio tan bañado y negro de costras de sangre, y asimismo el suelo, que todo hedía muy malamente (...) y como todo hedía a carnecería, no veíamos la hora de quitarnos de tan mal hedor y peor vista...»

(capítulo XCII).

Poco más adelante, en el mismo capítulo, continúa:

«... y tenían un poco apartado un sacrificadero, y todo ello muy ensangrentado y negro de humo e costras de sangre, y tenían muchas ollas grandes y cántaros y tinajas dentro en la casa llenas de agua, que era allí donde cocinaban la carne de los tristes indios que sacrificaban y que comían los papas (los sacerdotes)»...

Y, llegado el momento de describir el aspecto de esos sacerdotes, apunta en el mismo capitulo:

«... he dicho estaban papas con sus vestiduras largas de mantas prietas y las capillas largas asimismo, como de dominicos, que también tiraban un poco a las de los canónigos y el cabello muy largo y hecho que no se puede despartir ni desenredar y todos los más sacrificaban las orejase en los mismos cabellos mucha sangre».

Aquellos sacerdotes con los cabellos emplastados de sangre seca eran la clase dirigente del pueblo azteca, los descendientes de aquel dios Sol, Huitzilopochtli, el «mago Colibrí» que sus antepasados encontraron en una caverna del lejano norte (tal vez las tierras del Lago Salado de Utah) y que les aconsejó que abandonasen la vida nómada y buscasen hacia el sur las tierras buenas para cultivar el maíz.


Un ciclo cerrado
Fijémonos ahora bien en la circunstancia histórica azteca y recordemos cuanto veníamos diciendo anteriormente, referido a otros pueblos. Los aztecas surgen de un lugar incierto del norte de lo que ahora constituye México.

 

Forman parte probablemente, aunque todo quede repleto de incertidumbres en ese primer estadio de su historia, de un gran imperio tol-teca que tenia su centro en el altiplano y sus núcleos culturales - eminentemente mágicos - en Teotihuacán, en Tula y en Xochicalco.

 

Los aztecas, como cazadores nómadas, en un principio - eso cuentan sus crónicas míticas - adoraron a una divinidad femenina, lunar, que fue conocida como Malinal Xóchitl primero y luego como Coyolxauhqui, con fama de poseer y de transmitir conocimientos mágicos a sus seguidores.


Todo deja entrever que la emigración hacia el sur de los aztecas - iniciada seguramente hacia principios de siglo XI - se produce coincidiendo con un acercamiento de aquel pueblo a la agricultura. Este paso cultural aparece simbolizado precisamente en el mito del mago Colibrí, Huitzilopochtli, que, según narran las leyendas y recogen posteriormente los cronistas, surgió de una caverna en el lejano norte e inspiró la lenta marcha de todo el pueblo hacia las grandes mesetas del istmo. A lo largo de todo ese enorme recorrido, se rinde culto paralelo a la vieja diosa maga lunar y al nuevo dios solar surgido de las entrañas de la tierra y promotor del ciclo agrícola.


En la segunda mitad del siglo XI - hacia 1168, según Vaillant - 1 los aztecas llegan, como pueblo paupérrimo inmigrante, al Anahuac, el valle de México. A lo largo de todo su recorrido han utilizado la tierra de modo esporádico, plantando maíz y reanudando el largo viaje después de la cosecha.

 

1. GEORGES VAILUNT. la civilización azteca, Fondu de Cultura Económica. México, Irad. de la cd. francesa les aiteqw* du Mexique, Cuy Straesse-Pean. París. 1951.

 

 

Al pasar por la comarca de Chapultepec, la historia mítica azteca relata que, una noche, aprovechando el sueño de la diosa, los aztecas la abandonaron y siguieron su camino sólo bajo la protección de Huitzilopochtli.

 

Fray Diego Duran, muy certeramente, interpreta el mito apuntando que ese abandono fue el de todos los seguidores del culto a Malinal Xóchitl, los cuales se instalaron en el lugar aún hoy conocido por Malinalcu y constituyeron una comunidad de brujos que subsistió hasta hace muy pocos años.2


2. Cf. mi libro Claves Ocultas de la Historia, Latina, Madrid. 1980, cap. IV: "Chalma: el misterio de una peregrinación."

 


Pero no es la aventura de los brujos malinalcos la que ahora nos interesa en primera instancia - aunque su presencia tiene mucho que ver con las conclusiones a las que posiblemente llegaremos - sino la circunstancia de que, una vez abandonado el culto lunar, los aztecas comienzan a practicar de modo sistemático los sacrificios humanos, al tiempo que se establecen definitivamente en tomo a las lagunas del altiplano como agricultores y empiezan a utilizar un calendario - una medida del tiempo - tremendamente sofisticado y de una exactitud que es imposible imaginar inventada sobre la marcha por un pueblo apenas salido del estadio primitivo del nomadismo.

 

Más aun. su primera victima cultural y periódica es precisamente la representación de Cópil o Cóhuil. el hijo de la diosa abandonada, que tendría que ser ritualmente despellejado, del mismo modo que la propia diosa lunar sería - también ritualmente - despedazada y desmembrada, tal como han descubierto los hallazgos arqueológicos recientes en la plaza del Tlatelolco de México capital.


La demanda de los dioses
Una vez más. Tiempo. Lugar (agrícola y sedentario) y Dolor se han unido en una más que insólita simbiosis en la que - a mi parecer - no bastan las teorías ecológicas de Harner 1 ni las explicaciones racionalistas y hasta psicológicas de un Wolff - «Obsesión fanática por la sangre y la muerte» 2 - sino que haría falta atender a la razón suprarracional sobre la que, posiblemente, se asienta la clave de esa obsesión, tan ajena en principio a la naturaleza misma del ser humano.

 

1- MICHAEL HARNER. -Bases ecológicas del sacrificio azteca», en Historia 16. año V. num. 45. pp 94^101. En este articulo, el autor trata de explicar - en principio con acierto - el canibalismo azteca como necesidad de acopio de proteínas imposibles de conseguir por otros medios.

2- Cita de HARNKA en art. cit.

 


Ninguna de las explicaciones que han pretendido justificar racionalmente el fenómeno hemolátrico y antropófago de los aztecas resulta totalmente convincente.

 

Si se quiere entender desde coordenadas alimenticias, como pretende Harner. justificando los sacrificios y la ingestión de partes de los reos como una necesidad fisiológica de obtener proteínas en un lugar donde la carne de animales herbívoros escaseaba en relación con el incremento de la población, habría que pensar que tales sacrificios tuvieron su inicio en épocas en las que no se daba tal circunstancia y en un entorno cultural en el que tampoco existían tales ritos antes de la llegada de los emisarios del norte, ya que, según confirman Lehmann y diversos investigadores más, los toltecas, anteriores dominadores del altiplano de México, sólo realizaban sacrificios florales a las mismas divinidades agrarias a las que los aztecas llegarían a inmolar (a la llegada de Cortés, 1519) al menos una víctima diaria, sin contar con las épocas de guerra victoriosa, en las que las matanzas rituales y los banquetes religiosos llegaron a dar cifras espeluznantes, como las registradas después de la campaña de Oaxaca, en 1486, cuando fueron sacrificados más de 20.000 prisioneros en una sola ceremonia.


Creo que la clave de estas motivaciones tendríamos que buscarla en las razones que impulsaban a las clases sacerdotales dirigentes - aztecas en el caso inmediato, pero ampliable a un buen número de sistemas religiosos planetarios de ayer y de siempre - a provocar, en principio, el terror, el dolor, la inseguridad, la inquietud y la necesidad de sufrimiento en un pueblo al que tenían atenazado con la excusa de ser únicos conocedores inequívocos (ellos, los sacerdotes) de los deseos divinos, siempre insospechados y siempre sorprendentes, precisamente por no corresponder a las coordenadas lógicas de la mentalidad general.

 

El pueblo no puede ni debe entender aquello, cae fuera de sus límites racionales. Pero se le convence - y ese convencimiento no tiene porqué partir de una irracionalidad absoluta, sino sólo de una incomprensión inmediata - de que el dios lo quiere así y basta para ser aceptado. De lo contrario, según las creencias particulares de la forma religiosa de que se trate, se harán realidad las más increíbles amenazas apocalípticas:

la condenación eterna en unos casos, la pérdida de la cosecha, terremotos, huracanes, diluvios o avalanchas en otros, el fin del mundo - de su mundo particular hecho universal - en los más.

El pueblo, de este modo, siente que son necesarios el sufrimiento y el dolor para paliar la ira cíe ese dios sólo conocido por la clase sacerdotal y, por lo tanto, inconscientemente odiado por temido. Y los sacerdotes, sabiéndolo, unen eventualmente el dolor del hombre con el hipotético e improbable dolor - y hasta muerte - del dios, para así justificar el sacrificio y proporcionar, al mismo tiempo, una mínima satisfacción vengativa (instintiva) a la masa víctima sempiterna del dolor ritual.


Prescindiendo de los ejemplos más inmediatos - Cristo, Attis u Osiris, de quienes ya hablábamos anteriormente - también el pueblo azteca nos proporciona en sus costumbres religiosas un ejemplo diáfano de esta circunstancia doloroso de la muerte del dios como muerte inmediata, sentida y celebrada cruelmente.


Regocijo para la muerte
La fiesta en honor de Tezcatlipoca, el alma del universo, comenzaba a prepararse desde un año antes de su celebración.

 

En ese momento, los sacerdotes elegían a un muchacho que, durante todo ese tiempo, sería considerado por todos como representación viviente de la divinidad. Se le trataba como a un dios, se le enseñaban y se le fomentaban costumbres propias del más alto rango, se le vestía con suprema elegancia y todo el pueblo le respetaba y le rendía pleitesía religiosa, y hasta le regalaba, porque hacerlo era como regalar al mismo dios.

 

A medida que pasaban los meses, aumentaban los honores y los placeres para aquel trasunto del dios.

 

Aprendía a tocar la flauta y se le proporcionaban los más bellos instrumentos. Veinte días antes de la fiesta, se le casaba con cuatro vírgenes que recibían nombres divinos y la nobleza le ofrecía banquetes suntuosos. El día de la fiesta, el hombre-dios montaba en una barca que. seguida de un cortejo, le llevaba con sus esposas por el lago.

 

Las barcas acompañantes lo iban abandonando a lo largo del viaje. Al llegar junto al templo del dios, le dejaban también sus esposas. El joven tenía que ir subiendo lentamente la escalinata del templo, rompiendo las flautas por el camino. Arriba le esperaban los sacerdotes, le tomaban por los brazos y las piernas, le tendían sobre el altar y, con un golpe certero, le abrían el pecho y le sacaban el corazón para ofrecérselo al dios.


La fiesta del Fuego Nuevo se celebraba cada 52 años. Los preparativos consistían en romper todo lo viejo - muebles, cacharros, imágenes, ropas - y renovar todo el ajuar. Todo el mundo apagaba sus fuegos y emprendía la marcha, detrás de los sacerdotes, hacia el cerro de Ixtapalapa - el cerro de la estrella - para alcanzar la cumbre a la media noche.

 

En el templo que había en la cima, en medio de la oscuridad, los sacerdotes sacrificaban a un prisionero y, después de haberle extraído el corazón - como de costumbre - encendían el fuego nuevo sobre el cuerpo ensangrentado. De aquella hoguera tomaban todos los asistentes el fuego nuevo para sus hogares, después de arrojar sobre la fogata espinas con las que se habían atravesado orejas, dedos, brazos y piernas. Las púas de cacto ensangrentadas eran el homenaje del pueblo al fuego vivificador.

 

En Malinalco - el lugar donde anteriormente vimos que se refugiaron los magos seguidores de Malinal Xóchitl, la diosa lunar - construyeron un impresionante convento fortaleza los caballeros del Sol, que constituían una orden militar y religiosa a la vez.

 

Las ruinas de la fortaleza de Malinalco son, aún hoy» uno de los restos más insólitos del inmenso panorama arqueológico mesoamericano. Templos, pirámides y dependencias están excavados en la masa de roca del cerro de los Peñascos (el Texcaltépec) y uno de sus recintos más impresionantes lo constituye el templo solar, levantado en honor a Huitzilopochtli.

 

Allí, cada 260 días, en la jornada de nahuiolin - la que figura en el centro mismo del gran calendario iniciático del Zócalo - se celebraba la fiesta llamada Netonatiuhzaualitzli, que consistía en mandar un mensajero a la divinidad con los saludos de los caballeros y regalos rituales que habrían de satisfacer al sol.

 

El enviado - los investigadores no parecen haberse puesto de acuerdo sobre si se trataba de un esclavo prisionero o de un caballero escogido - recibía al pie de la escalinata de! templo el bulto con los regalos, aceptaba el encargo que le hacía el sacerdote oferente y remontaba las gradas lentamente, como el ascenso mismo del sol desde el horizonte.

 

Luego subía al altar y hacía la ofrenda en voz alta e inmediatamente era tendido sobre la piedra y sacrificado según la costumbre del golpe de cuchillo de pedernal en el pecho y ofrenda del corazón a la divinidad- En ese momento, el sol se encontraba en su cénit.


Pongamos atención: tres fiestas, tres muertes rituales en lo alto del templo-pirámide-centro-del-mundo. con invocaciones a fuerzas vitales que pueden disponer a su antojo del destino del ser humano. Ni eran las únicas ni he descrito las especialmente crueles.

 

Han sido tomadas casi al azar, pero constituyen, en cierto modo, ejemplos generalizados en los que podía variar la fecha, la hora, la divinidad evocada o el número de sacrificados, pero casi nunca el hecho mondo y simple del golpe certero en el pecho con el cuchillo de pedernal o de obsidiana, del corazón arrancado con las manos y ofrecido todavía caliente a la divinidad, para regocijo suyo y para la paz de los seres humanos que vivían bajo la influencia de su poder superior.

 


De la Luna maestra al Sol dictador
En uno u otro lugar de la tierra, en cualquier época de la historia, remota o reciente, se repite invariablemente la oblación cruel y físicamente dolorosa a la divinidad presuntamente solar que ha llevado a los seres humanos a la costumbre de cultivar plantas comestibles, y a santificar un determinado concepto del tiempo por medio de unas medidas exactas y supuestamente científicas que. lejos de dominarlo, lo convierten - al tiempo - en rector absoluto de la vida y de la muerte.


Hay una concreta tendencia del hombre - manifestada en los que llamamos estadios inferiores de la civilización - al nomadismo y a modos de vida conformados a principios mágicos de origen lunar, que siempre perduran bajo la apariencia de poderes trascendentes que pueden ser aprovechados por los pueblos para lograr - personal o colectivamente - un contacto directo e inmediato con una realidad superior.

 

Este poder viene simbolizado, sin excepción, por la divinidad femenina, Gran Madre o Maestra que posee en grado superlativo la virtud propia de la mujer: la generación.

 

Isis, Astarté, Coyolxauhqui, Hécate, Tanit, Hera, Mama Odio, Cibeles o María, todas son madres transmisoras de trascendencia, de poder, de conocimientos profundos convertidos en magia y eventualmente anatematizados.


Sin embargo, llega un instante - repetido invariablemente en todas las culturas y en todas las latitudes - en el que el hombre recibe, generalmente de modo súbito e inexplicado, la orden de convertirse en sedentario.

 

(Y digo que recibe la orden, no como una imagen literaria, sino como traducción de lodos los mitos religiosos que narran el origen de ese cambio fundamental de vida, desde el mago Colibrí de los mexicas a la historia de Triptolemo, desde Baal a Beleños, desde al Viracocha andino al Oanes mesopotámico, pasando por ese Attis convertido en árbol que muere y renace cíclicamente y por las remotas divinidades agrícolas de los jond.)

 

Al ser humano, a partir de ese instante,

  • se le asigna un lugar del que no deberá ya moverse, porque allí y sólo allí estará la fuente de su supervivencia (si cumple los preceptos)

  • se le enseña cómo manipular dicha supervivencia, mediante el truco ficticio de un concepto del tiempo captado por la lógica - la «ciencia» - sensorial

  • se le imbuye el odio - o el temor - a todo cuanto signifique metalógica o trascendencia, a todo cuanto sobrepase los límites de esa razón pedestre e inmediata que ha de acatar

  • se le obliga a tributar su propia sensación física, por medio del dolor y del horror, a esa presunta divinidad que se ha erigido, no ya en maestra de conocimientos, sino en dueña absoluta y machista de un destino que, en realidad, le ha sido arrebatado al hombre como se le arrebata a un prisionero de por vida la decisión de disponer libre y voluntariamente de su propia supervivencia

Por esta vía, el ser humano deja de comunicarse directamente con la divinidad y se le obliga a que esta eventual comunicación - que seria en realidad la razón de su propia trascendencia - se realice a través de las clases sacerdotales que sirven - o pretenden servir - de médiums con esa realidad superior a la que el hombre parece no tener ya acceso.

 

En todas las religiones instituidas (y creo que conviene distinguir entre religiones y escuelas de trascendencia, porque existen diferencias fundamentales entre maestro y rector, entre gurú y prelado, incluso entre imán y obispo; y creo que conviene recordar otra vez que a Jesús lo llaman maestro sus discípulos y Salvador los prestes que edificaron la Iglesia, «interpretando» convenientemente sus palabras y convirtiendo en acto de fe sus enseñanzas), en todas las religiones, tengo que repetir, hay una institución que mediatiza las relaciones del hombre con su propia trascendencia, obligándole a estar agradecido a quien le salva en lugar de enseñarle a salvarse a sí mismo.

 

A partir de ese instante, en su papel de mediadora, la clase sacerdotal impulsa y promueve de mil maneras distintas el sacrificio doloroso, incluso convirtiendo en supuesto dolor el ciclo de las cosechas primero y la eventual presencia, seguida de muerte violenta, de la divinidad entre los humanos después, sólo con el fin de crear en la mente del fiel - del que tiene fe, es decir, del que cree sin saber - un complejo de culpa que ha de purgarse sufriendo - como sufrían los padres cartagineses, ritualmente obligados a entregar a su primer hijo en sacrificio - y penando y echando mano incluso de un arrepentimiento ficticio (imbuido, obligatoriamente impuesto) por un acto que nadie en su sano juicio podría tener conciencia de haber cometido, ni de tener la mínima responsabilidad, directa ni indirecta, sobre él.


Sin embargo, una vez aceptado el hecho - un hecho que tiene que admitirse, porque está ahí presente, en la historia y hasta en la vida cotidiana - impuestos en la existencia universal de esa tendencia al dolor físico y al sufrimiento moral que contribuye a la mediatización de las creencias, tenemos que preguntarnos su razón, su porqué, los motivos por los que ese choque visceral con lo macabro y doloroso parece imprescindible en el comportamiento religioso.

 

¿Se trata de una «manía» sacerdotal, de un sadismo innato que nace de las mismas clases dirigentes espirituales?

 

¿O, por el contrario, esas clases han actuado o siguen actuando en la actualidad, efectivamente, como intermediarias de algo que exige por alguna razón el sacrificio o la energía que se desprende del horror y del dolor?
 

Regresar al Índice