Introducción
“Vive donde ningún ser vivo puede vivir: en el muro de la última
farola”.
Esta frase perteneciente a la novela “El Golem” posee un
significado de leitmotiv.
Al fin y al cabo, el mismo Meyrink se
situaba en un espacio espiritual que a la mayoría de las personas
les parece inaccesible. Se caen igual que Athanasius Pernath en
cuanto se deslizan por delante de aquella “habitación sin ventana”,
porque la cuerda existencial a la que se aferran se rompe.
No consiguen conciliar las distintas categorías del Ser, no
consiguen convertirse en “un ser vivo aquí abajo y en el más allá”.
Con esto tocamos el segundo motivo de Meyrink, sobre el cual se basa
la obra de su vida…
Debido a la inevitable y esporádica revisión de sus haberes, la
historia de las ideas suele sacar a la luz algunos personajes cuyos
perfiles se habían difuminado en las sombras del olvido. Este es el
caso de Meyrink. No solo su vida fue un constante altibajo, también
su impacto literario discurrió entre la cresta y el valle de las
olas.
Cuando publicó sus primeras sátiras en el “Simplicissimus” de
Munich, el mundo empezó a reparar en él. Su voz llegó a escucharse
en Europa, desde Francia hasta los países nórdicos. Pero tuvo que
esperar hasta la publicación del Golem, en 1915, para conocer el
auténtico éxito. Se convirtió en el autor de moda. Se le comparó a
E.T.A. Hoffmann, a Edgar Allan Poe.
En todos los países se intentó
imitar el ambiente de sus obras. Literatos expertos seguían su
huella sin avergonzarse, pero solo conseguían evidenciar que no
basta con mezclar unos cuantos argumentos inquietantes y un puñado
de fantasmas con alguna misteriosa magia para lograr un auténtico Meyrink. Todo lo contrario: los malogrados discípulos del maestro
demostraron ser únicamente aprendices.
En aquella época, la critica literaria se ocupaba a menudo de
Meyrink. Intentaban encontrar el cajón adecuado para él,
clasificándolo ora entre los expresionistas, ora entre los autores
ideológicos, los sensacionalistas o los escritores de novelas por
entregas.
Nuestro autor se inquietaba por ello. Continuaba su
camino, escribiendo tras “El Golem”, “El rostro verde” (1916), “Los
murciélagos” (1916), “La noche de Walpurgis” (1917), “El dominico
blanco” (1921), y finalmente, “El ángel de la ventana de Occidente”
(1927).
Y entre novela y novela componía también relatos y bocetos
(a algunos de ellos les atribuímos hoy la etiqueta de “short stories”
ocultistas) y las poco acertadas “Historias de alquimistas” (1925).
Su nombre se encontraba en todos los manuales de literatura, ya
fuera prudentemente elogiado o ferozmente criticado. Muchos lo
odiaron por haberse visto ridiculizados en sus sátiras, las que “El
cuerno encantado del alemán provinciano” (1913) hizo resonar en el
mundo entero.
Pero lentamente se fue calmando el torbellino
literario.
Cada vez se hablaba menos de Meyrink, la gente se
olvidaba de él. Cuando murió, en 1932, ya había desaparecido del
mercado. Sus adeptos se retiraron a las catacumbas.
Ahora bien, una vez desvanecido el primer impacto, nuevos efectos
comenzaron a manifestarse, y en esta ocasión, en lugar de con
estridencia y sensacionalismo, operaron silenciosa y profundamente.
No fueron los críticos literarios, los cuales persiguen
incesantemente todo lo nuevo, quienes lo rehabilitaron, sino los
psicólogos: el suizo Carl
G. Jung descubrió en Meyrink una personalidad que se inspiraba en un
hondo manantial visionario, al igual que Dante, Nietzsche, Wagner,
Spitteler, William Blake, E.T.A. Hoffmann o Ridder Haggard, Benoit,
Kubin, Barlach.
Jung fue capaz de comprender las particulares leyes
que regían aquella creatividad artística:
“Su valor y su impacto”,
escribió, “tiene su origen en el carácter monstruoso de la
experiencia que surge, extraña y fría, o majestuosa e importante, de
las profundidades atemporales; por un lado aparece demoníaca o
grotesca, matizada por mil colores, aniquiladora de los valores
humanos y de las formas estéticas, terrorífica maraña del eterno
caos; por el otro lado se presenta como una revelación cuyas cimas y
profundidades son casi insondables para la intuición humana”.
Con
ello señala Jung su comprensión de esos terrenos límite, cuya
inequívoca determinación es prácticamente imposible, incluso para un
psicólogo.
La creación visionaria de Meyrink “desgarra” el telón en
el que se han pintado las imágenes del cosmos,
“desde abajo hasta
arriba, permitiendo a la mirada penetrar en las incomprensibles
profundidades de lo que queda por crear. ¿Se trata de adentrarse en
otros mundos, o en las ofuscaciones de una mente?. ¿Es una visión
perteneciente a los orígenes premundanos del alma humana, o al
futuro de las generaciones venideras?”.
El psicólogo no lo sabe y
deja la respuesta en el aire, no puede contestar, ni afirmar, ni
negar.
Algo sí que sabemos hoy, los libros de Meyrink constituyen
una incesante confesión, son testimonios de la lucha que sostuvo
contra los demonios que siempre amenazaron su existencia espiritual.
Este conflicto se desarrolló sobre tres niveles, primero en lo
biográfico, donde chocó con un odio que casi lo hunde físicamente.
Después en lo literario, terreno en el que la mofa y el escarnio, la
ironía y la sátira se manejaban como si fuesen espadas, y se
alcanzaba a los adversarios en pleno corazón.
Pero es en el tercer
nivel, el más alto, donde se levanta la “cabeza de la medusa”, donde
el trauma de lo animico se potencia hasta lo metafísico. El odio se
confunde con los temores de esta alma atormentada, incrementados
quizás por sentimientos de culpabilidad conscientes o inconscientes.
Durante toda su vida Meyrink luchó contra esa “cabeza de la medusa”,
a la cual se descubre de forma amenazadora en el libro titulado “El
dominico blanco”.
Puede que fuera para él un símbolo arquetípico que
temía ver salir desde el inconsciente colectivo hasta la luz del
día. Pero cuando el símbolo se elevaba, estallaba una lucha
espiritual a vida o muerte.
El lector intuirá la fragilidad de la
base sobre la que se mueve el luchador visionario. Por ello, el
miedo que experimenta puede considerarse como una reacción
saludable.
Para poder entenderlo del todo es necesario conocer la biografía de
Meyrink.
Sufrió mucho debido a su condición de bastardo. Su padre
era el barón von Varnbüler, ministro del estado de Württemberg.
Según la partida de nacimiento y bautismo, el lugar donde Gustav
Meyrink vino al mundo, el 19 de Enero de 1868, fue el hotel “Blauer
Bock” de Viena, en la Mariahilferstrasse. Como su madre figura Maria
Meyer, nacida en Breslau, protestante, hija de Friedrich August
Meyer y de su esposa María, nacida Abseger. Esta última fue también
su madrina.
La sombra de aquella María Meyer, a la que
frecuentemente confundieron con la actriz judía Clara Meyer, las dos
trabajaban en el Hoftheater de Munich, llenó de oscuridad toda la
existencia de Meyrink. Pero hubo otros terrores que aterraron el
alma del visionario, se sintió amenazado por fuerzas arquetípicas
que estaban más allá de sus padres.
La búsqueda en el pasado no
aporta una solución que pudiera transformarse en salvación. No
obstante, muchos de los personajes que pueblan las visiones de Meyrink parecen emanar de este terreno.
Si tomamos como ejemplo “El
dominico blanco”, hallamos una estructura compuesta por todos los
antepasados familiares, desde el “bisabuelo” hasta “Christopher”.
“Te convertirás en la copa del árbol destinado a contemplar la luz
de la vida. Yo soy la raíz que impulsa las fuerzas sombrías hacia la
claridad. Cuando el árbol haya alcanzado su máximo crecimiento, tú
serás yo y yo seré tú”.
La imposibilidad de disolver estas disonancias fue sin duda la causa
de su crónica disposición agresiva, la cual lo capacitaba para
pronunciar mordaces sátiras.
Los problemas que constantemente le
creaba el hecho de ser hijo ilegítimo de un noble ministro de Estado
y de una actriz de origen burgués le provocaron una gran tensión
psíquica. Una persona menos creativa se hubiera refugiado en una
neurosis. En el caso de Meyrink las crisis se transformaban en
productividad.
Interminablemente, Meyrink se sentía oprimido por una especie de
pesadilla. Por esta razón no cejó de buscar una “solución” cuya
forma externa, cuyo “ropaje” no tenía la menor importancia. En “El
dominico blanco” se denomina “disolución” (del cuerpo y de la
espada) y tiene un atavío taoísta. También adopta formas budistas,
cabalísticas, u otras cualesquiera, según el camino elegido.
Meyrink
siguió muchas vías diferentes, y no pudo evitar que algunas fueran
erróneas, aunque siempre rehuyó las respuestas fáciles y las ideas
esquemáticas. Por ello, durante toda su vida fue un perpetuo
buscador.
La novela “El rostro verde” alcanza una especial profundidad. Cuando
Meyrink escribía este libro, el destino le gastaba variadas bromas.
Por ejemplo, nada más elegir como título “El hombre verde de Amsterdam” empezó a verlo en todas las carteleras de cine,
anunciando una película. Este tipo de casualidades no cesaba de
producirse. Pero cuando hubo terminado el manuscrito a pesar de
todos los obstáculos, era evidente que había logrado una obra que,
como el “Golem”, poseía la máxima armonía de conjunto, tanto en su
forma externa como en su contenido.
En ella, Meyrink relata de modo
algo velado un perído decisivo de su desarrollo interior. El
leitmotiv es la superación del cuerpo a través del espíritu. El
místico Swammerdam exhibe una actitud teúrgica:
“Si realmente quiere
que su destino vaya al galope, debe invocar el núcleo mismo de su
ser, ese núcleo sin el cual sería un cadáver, e incluso ni siquiera
eso, y ordenarle que le lleve a la gran meta por el camino más
corto. Esto es una advertencia al mismo tiempo que un consejo, ya
que es lo único que el hombre debería hacer, así como el mayor
sacrificio que pueda ofrecer.
Esta meta es la única digna de
esfuerzo, aunque ahora no lo vea. Usted se verá empujado sin piedad,
sin pausa, a través de las enfermedades, los sufrimientos, la muerte
y el sueño, a través de los honores, las riquezas y la alegría,
siempre hacia adelante, a través de todo, como un caballo que
arrastra un carro a velocidad vertiginosa, con toda su fuerza, sobre
los campos y las piedras.
Eso es lo que yo llamo clamar a Dios.
¡Tiene que ser como hacer un voto en presencia de un oído atento!”.
De malograrse la llamada, de “no dar en el blanco con la flecha”, la
confusión mental enmaraña a los buscadores, y las oscuras fuerzas de Usebepu entran en posesión de sus víctimas.
Con los diversos
personajes del grupo de místicos holandeses, Meyrink ilustra varios
caminos posibles, caminos adecuados y caminos erróneos. Detrás de
todo se halla Chidher el Verde, el “árbol” cabalístico de la
chisidim, revelando su misterio:
“El amor efímero es un amor
fantasmal. Cuando veo brotar en la Tierra un amor que se eleva por
encima de lo fantasmal, extiendo sobre él mis manos como unas ramas
protectoras, para preservarlo de la muerte, porque no solo soy el
fantasma del rostro verde, también soy Chidher, el árbol eternamente
reverdecido”.
Hauberrisser y Eva alcanzan la meta del “matrimonio
sagrado”, igual que lo hacen en el “Golem” Athanasius Pernath y
Miriam.
Es en el “Rostro Verde” donde, de manera muy poco velada, Meyrink
expone el camino de evolución gradual que va desde el estado
tridimensional de la mera existencia hasta ese estado psíquico
límite, multidimensional, del “estar despierto”.
La vida de Meyrink estuvo estrechamente vinculada a la mágica ciudad
del umbral, a Praga.
Allí ejerció durante muchos años la profesión
de banquero; allí sufrió grandes injusticias que quebraron la base
de su existencia burguesa; también allí encontró, en Filomena Bernt,
la compañera de su vida. Siempre era bienvenido en las tertulias
literarias. En la Estrella Azul se formó un grupo que buscaba nuevas
vías de conocimiento, con Meyrink y el místico Karl Weinfurter, de
Praga, al frente.
También en Munich y en Viena se acogía de buen
talante al brillante conversador que era Meyrink. En su camino se
cruzaron Peter Altenberg, Roda Roda, Egon Friedell, Ludwig Ganghofer,
Paul Busson y muchos otros. Debe mucho a Fritz Eckstein,
enciclopedista y trotamundos, químico y fabricante, científico y
filólogo, el cual fue un genio del diálogo, pero apenas si publicó
algo.
Conoció Meyrink a toda clase de personas, iluminados y
charlatanes, místicos aparentes y verdaderos, santos y fariseos,
todos ellos símbolos de sabiduría o de advertencia.
Aunque al final Meyrink abandonó Praga, nunca pudo sustraerse al
encanto singular de la ciudad situada a orillas de un oscuro río.
Con su particular sensibilidad notaba las interferencias de las olas
culturales procedentes del Este y del Oeste, del Norte y del Sur.
Meyrink daba paseos nocturnos, atravesaba aquella urbe, aquel punto
de intersección, con sus cientos de torres y torrecillas, siempre a
la búsqueda de la “solución”, del “aquí abajo y el más allá”.
¿Acaso fue más que una simple coincidencia que la villa de Meyrink,
situada junto al lago Starnberg, donde murió el 5 de Diciembre de
1932, llevara el nombre de aquella otra casa pegada a la muralla del
Hradschin, y buscada tan fervorosamente, que desde tiempos
inmemoriales se llamó “La casa de la última farola”?
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Capítulo I
El forastero de vestimenta distinguida, que se había detenido en la
acera de la calla Jodenbree, leyó una curiosa inscripción en letras
blancas, excéntricamente adornadas, en el negro rótulo de una tienda
que estaba al otro lado de la calle:
Salón de artículos misteriosos de
Chidher el Verde
Por curiosidad, o por dejar de servir de blanco al torpe gentío que
se apiñaba a su alrededor y se burlaba de su levita, su reluciente
sombrero de copa y sus guantes —todo tan extraño en ese barrio de
Amsterdam—, atravesó la calzada repleta de carros de verdura.
Lo
siguieron un par de golfos con las manos hondamente enterradas en
sus anchos y deformados pantalones de lona azul, la espalda
encorvada, vagos y callados, arrastrando sus zuecos de madera. La
tienda de Chidher daba a un estrecho voladizo acristalado que
rodeaba el edificio como un cinturón y se adentraba a derecha e
izquierda en dos callejuelas transversales.
El edificio, a juzgar
por los cristales deslucidos y sin vida, parecía un almacén de
mercancías cuya parte posterior daría seguramente a un Gracht (uno
de los numerosos canales marítimos de Amsterdam destinados al
tráfico comercial).
La construcción, en forma de dado, recordaba una sombría torre
rectangular que hubiera ido hundiéndose paulatinamente en la blanda
tierra turbosa, hasta el borde de su pétrea golilla —el voladizo
acristalado—. En el centro del escaparate, sobre un zócalo revestido
de tela roja, reposaba una calavera de papel maché amarillo oscuro.
Su aspecto era muy poco natural, debido a la excesiva longitud de la
mandíbula superior, a la tinta negra de las cuencas de los ojos y a
las sombras de las sienes; entre los dientes sostenía un As de
picas. Encima había una inscripción que decía: “Het Delpsche Orakel,
of de stem uit het Geesteryk” (El oráculo de Delfos, la voz del
reino de los fantasmas).
Del techo pendían grandes anillos de lata engarzados como eslabones
de cadena, de los que colgaban guirnaldas de chillonas postales,
postales en las que podían verse rostros de suegras salpicados de
verrugas y con candados en los labios, o esposas malvadas amenazando
con la escoba. Había otras estampas de colores más transparentes,
exuberantes señoritas en camisa, sujetándose púdicamente la pechera,
y más abajo la leyenda: “Tegen het Licht te bekijken. Voor Gourmands”
(Para mirar a contraluz, para gourmets).
Reparó en unas esposas para delincuentes denominadas “el famoso ocho
de Hamburgo”. Había libros egipcios de sueños expuestos en filas,
chinches artificiales y falsas cucarachas (para echárselas al vecino
de taberna en la jarra de cerveza), unas alas de goma para la nariz,
frascos como retortas llenos de un zumo rojizo que se anunciaban
como un “exquisito termómetro de amor”, cubiletes con monedas de
lata.
“El terror del cupé” era una dentadura que podía fijarse
debajo del bigote (un medio infalible para que los señores viajantes
establecieran contactos duraderos en sus largos periplos por
ferrocarril). Y por encima de todo este lujo se estiraba desde el
fondo negro mate una mano femenina de cera, con un puño de encajes
de papel en la muñeca, impartiendo la bendición.
Fue menos por el deseo de comprar que por escapar del olor a pescado
que emanaba de sus dos jóvenes acompañantes por lo que el forastero
penetró en la tienda.
En un sillón arrinconado, un caballero de tez morena, barba violeta
y la coronilla brillante de grasa —el prototipo de una cara
balcánica—, estudiaba el periódico, el pie izquierdo calzado con
zapato de charol adornado de arabescos y echado sobre el muslo.
Escrutó al recién llegado con una mirada rápida y tajante. Alguien
bajó con estrépito una especie de ventanilla de tren, de un tabique
alto como un hombre, que separaba la estancia para los clientes del
interior del local.
Tras la abertura apareció el busto de una
señorita escotada, de seductores ojos azul celeste y rubia melena.
—Comprar, lo que sea, cualquier cosa.
Por el acento de su holandés entrecortado, la señorita advirtió al
instante que tenia delante a un compatriota, un austríaco, y, en
lengua alemana, empezó su explicación acerca de un juego de
prestidigitación a realizar con tres corchos de botella que había
cogido rápidamente.
Ponía en juego todo el encanto de una feminidad
bien entrenada en todos sus matices, empezando por clavar los senos
a su interlocutor masculino, y continuando con la emanación
discreta, casi telepática, del perfume de su piel, cuya eficacia
sabía aumentar aireando las axilas de vez en cuando.
—Aquí ve tres tapones, ¿verdad, señor?. Pongo el primero en mi mano
derecha, ahora el segundo, y cierro la mano. Bien. El tercero, lo
meto —sonrió, sonrojándose— en mi bolsillo. Y entonces, ¿cuantos
tengo en la mano?.
—Dos.
—No, tres.
Era verdad.
—Este juego de manos se llama El Corcho Volante y sólo cuesta dos
florines, señor.
—Bueno, enséñeme el truco, por favor.
—¿Puede pagarme primero, señor?. Es la costumbre de esta casa.
El forastero le dio los dos florines y pudo ver la repetición del
experimento, que se basaba en la pura habilidad manual.
Percibió
nuevamente los efluvios de la piel femenina, y se guardó en el
bolsillo los tapones de corcho, lleno de admiración por la
perspicacia comercial de la empresa de Chidher el Verde y
completamente convencido de que nunca sería capaz de imitar el
mágico juego.
—Aquí tiene tres anillos de hierro para cortinas, señor —recomenzaba
la señorita—, pongo el primero… —su discurso se vio interrumpido por
un fuerte jaleo de voces y estridentes silbidos que venía de la
calle. En el mismo instante se abrió bruscamente la puerta,
cerrándose inmediatamente con vehemencia.
Asustado, el forastero se dio la vuelta y divisó una persona cuyo
extraño atavío le causó una enorme sorpresa.
Era un cafre zulú
gigantesco, de barba negra rizada y gruesos labios, vestido
únicamente con una gabardina de cuadros; tenía un anillo rojo
alrededor del cuello, y su pelo, que rezumaba de sebo de carnero,
estaba peinado hacia arriba con tanto arte que parecía llevar una
fuente de ébano en la cabeza. En la mano sujetaba una lanza.
La cara balcánica saltó enseguida del sillón, le hizo una profunda
reverencia al salvaje, le quitó servicialmente la lanza para
depositarla en un paragüero, y descorriendo una cortina con gesto
obsequioso lo incitó a entrar en un gabinete contiguo, diciendo
cortésmente:
«Por favor, Mijnheer; ¿cómo está Usted, Mijnheer?».
—Si quiere hacer el favor de seguirme —la señorita volvió a
dirigirse al forastero— y de sentarse un poco, hasta que se haya
tranquilizado el gentío…
Entonces corrió hacia la puerta de cristal que se había abierto de
nuevo, y con una avalancha de insultos, «lárgate, maldito», empujó
hacia atrás a un tipo grosero, que despatarrado en el umbral,
escupía hacia adentro. Luego echó el cerrojo.
El interior del local,
donde entretanto había penetrado el forastero, consistía en un
cuarto dividido por armarios y cortinas turcas, con varios sillones
y taburetes en los rincones. En el centro había una mesa redonda, en
la que dos viejos y corpulentos señores —al parecer comerciantes
hamburgueses u holandeses—, clavaban la vista en unas pequeñas cajas
ópticas que zumbaban como aparatos cinematográficos, a la luz de una
lámpara de estilo oriental.
A través de un pasillo oscuro, formado
por estanterías de mercancías, se podía ver un pequeño despacho
cuyas ventanas de vidrio opalino daban al callejón lateral; en él se
encontraba un viejo judío con aspecto de profeta, de larga barba
blanca y bucles en las sienes, vestido con un caftán y un gorrito
redondo de seda en la cabeza. La sombra ocultaba su rostro.
Estaba
de pie, inmóvil, ante un pupitre, haciendo anotaciones en un libro.
—Dígame, señorita, ¿quién es ese negro tan raro que acaba de entrar?
—preguntó el forastero cuando se le acercó la dependienta para
proseguir su demostración con los anillos de cortina.
—¿Ese?, ¡oh!, es un tal Mr. Usibepu. Es una atracción, forma parte
de la tropa zulú que actúa en el circo Carré. Un señor muy especial
—añadió con brillo en los ojos—, en su patria es medicinae doctor…
—Ah!, sí, entiendo, curandero.
—Eso, curandero. Por eso aprende trucos mejores con nosotros, para
poder impresionar a sus compatriotas cuando vuelva a encaramarse al
trono en cuanto se presente la ocasión. Ahora mismo está dando
clases con el catedrático de Neumatismo, el señor Zitter Arpad de
Presburgo.
Entreabrió ligeramente la cortina y dejó que el forastero echara un
vistazo a un gabinete tapizado de naipes de whist.
La cara balcánica
se tragaba un huevo de gallina, con la garganta atravesada por dos
puñales cruzados cuyas puntas salían por detrás, y un hacha manchada
de sangre profundamente hundida en un tajo abierto en su cráneo.
Poco después sacó el huevo de la oreja del cafre zulú, que mudo de
estupor, se hallaba delante de él con sólo una piel de leopardo por
vestido. Al forastero le hubiera gustado ver más, pero el señor
catedrático dirigió una mirada reprobatoria a la señorita y ésta
soltó rápidamente la cortina.
Además, el teléfono la reclamó con un
timbrazo estridente.
—La vida se torna extremadamente variada cuando uno se toma la
molestia de mirarla de cerca, dando la espalda a las cosas tenidas
por importantes, que sólo traen sufrimientos y disgustos —dijo el
forastero, al tiempo que tomaba una cajita destapada de un estante
repleto de toda clase de juguetes baratos. La olió distraídamente.
Estaba llena de diminutos objetos tallados, como vacas y arbolillos
cuyo follaje estaba hecho de lana vegetal barnizada de verde.
El
peculiar perfume a resina y pintura lo cautivó completamente por
unos instantes. Navidad!, infancia!, momentos de espera con la
respiración contenida ante el ojo de la cerradura; una silla coja,
revestida de reps 1 rojo y con una mancha de aceite en la tela. Un lu-lú —cómo se llamaba, ah, sí!, Durudeldutt!— gruñendo debajo del
sofá y arrancándole la pierna de un mordisco al centinela
articulado.
1 Tela de seda o de lana, fuerte y bien tejida, que se usa en obras
de tapicería.
Luego salió arrastrándose muy contrariado y con el ojo
izquierdo cerrado: uno de los muelles del mecanismo se había soltado
dándole en la cara. Crujían las hojas de abeto y las rojas velas que
ardían en el árbol de Navidad tenían largas barbas de cera. No hay
nada como el olor a pintura de unos juguetes de Nüremberg para
resucitar tan rápidamente el pasado.
El forastero se sacudió el
hechizo.
«El recuerdo no trae nada bueno, todo empieza muy bonito y
de repente la vida muestra su severo rostro de maestro de escuela,
su facha sanguinaria y diabólica… No, no quiero pensar en eso!».
Se
volvió hacia el estante giratorio de al lado.
«Vaya, todos los tomos
tienen cantos dorados».
Cabeceando, descifró los extraños títulos grabados en los lomos,
títulos que no cuadraban en absoluto con el ambiente:
“G. Leindinger,
Historia del Orfeón académico de Bonn”.
“Fr. Aken, Esbozo de la
teoría del tiempo y el modo en la lengua griega”.
“K.W. Neunauge, La
terapéutica de las hemorroides en la antigüedad clásica”.
«Bueno, al
menos no hay nada de política, gracias a Dios» —se dijo.
Tomó uno de
un tal Aalke Pott, “Del aceite de hígado de bacalao y su creciente
popularidad, tercer tomo” y empezó a hojearlo.
La impresión miserable y el pésimo papel contrastaban asombrosamente
con la lujosa encuademación.
—¿Me habré equivocado?. ¿Será tal vez otra cosa que un himno al
aceite rancio? —el forastero abrió el libro por la primera página y
lo que leyó le divirtió bastante:
Biblioteca de Sodoma y Gomorra. Una colección para solterones.
(Edición conmemorativa).
Confesiones de una alumna viciosa.
(Continuación de la famosa obra: El caracol púrpura).
—Uno creería de veras haber dado con los “Fundamentos del siglo XX”;
por fuera se las dan de intelectuales ásperos y gruñones, y por
dentro piden a gritos dinero o mujeres —murmuró alegremente y soltó
una carcajada.
Preso de un súbito nerviosismo, uno de los dos corpulentos
comerciantes se apartó de golpe de su caja óptica (el otro, el
holandés, incómodo, pero sin alterarse, farfulló algo sobre
“magníficas vistas de grandes ciudades”).
Tenía la intención de
alejarse rápidamente, hacía esfuerzos desesperados por devolver a su
cara, que el deleite óptico había transformado en algo parecido a
una cabeza de cerdo dilatada, su habitual expresión
de comerciante respetable, siempre centrado en una rígida y
rectilínea concepción de la vida.
En ese momento, el satánico tentador de todos los malintencionados,
en forma de azar malicioso, le gastó una broma extremadamente
indecorosa, sin duda para abrirle los ojos del alma al honesto
caballero y hacerle reparar en la frivolidad del lugar donde se
encontraba.
Al enfundarse el comerciante su abrigo con un movimiento demasiado
apresurado, la manga puso en marcha el péndulo de un gran reloj de
pared. Enseguida se abrió una puertecilla pintada con íntimas
escenas familiares; pero en lugar del esperado cuco apareció la
cabeza de cera y el tronco escasamente vestido de una mujer cuya
mirada era de una desfachatez exagerada. Al son ceremonioso de las
campanadas del mediodía, cantó con voz viscosa:
Los carpinteros sierran Muy atrevidos, Desbastan con fervor, Fina y
pulida Quedará la tabla.
De repente no se oyó más que la última palabra, “tabla, tabla,
tabla”, repetida siempre al mismo ritmo como un graznido. O el
diablo había tenido compasión o un cabello se había introducido en
el mecanismo del gramófono.
Como ya no estaba dispuesto a seguir siendo víctima de unos duendes
bromistas, el jefe de los mares se largó a la desbandada, croando un
indignado «¡qué escandaloso!».
A pesar de conocer bien la pureza
moral de los pueblos nórdicos, el forastero no logró explicarse del
todo la enorme confusión del viejo caballero, hasta que brotó en él
la sospecha de haberlo conocido en alguna parte. Probablemente le
habría sido presentado en sociedad. Una imagen fugitiva vinculada a
tal recuerdo vino a confirmar su hipótesis — una señora mayor de
rasgos finos y tristes y una hermosa joven— pero no consiguió
acordarse del sitio ni del apellido.
Tampoco le ayudó a aclarar la memoria el rostro del holandés, que
acababa de levantarse y que, después de examinarlo de la cabeza a
los pies con la mirada despectiva de sus ojos azul marino, se alejó
lenta y pesadamente. El holandés era para él un perfecto desconocido
de aspecto brutal y pretencioso. La dependienta continuaba hablando
por teléfono.
A juzgar por sus respuestas, se trataba de importantes
encargos para una despedida de soltero.
«En realidad podría irme yo también —pensó el forastero—, ¿a qué
estoy esperando?».
Lo invadió una sensación de cansancio; bostezó y
se dejó caer en un sillón.
Una reflexión se libraba en su mente:
«Es un milagro que a uno no le
estalle la cabeza
o que no pierda el juicio por cualquier circunstancia, con todas
esas locuras que el destino levanta alrededor!. ¿Por qué sentirá uno
nauseas en el estómago cuando los ojos observan cosas
desagradables?.
Por el amor de Dios, ¿qué tendrá que ver con esto la
digestión?. No, el desagrado no puede ser la causa —seguía
cavilando—. Las repentinas ganas de vomitar también atacan cuando
uno permanece demasiado tiempo en las galerías de arte.
Tiene que
haber algo, como un mal de museo, del que los médicos no saben nada
aún. ¿O será por ese aroma a muerto que se desprende de todas las
cosas hechas por el hombre, sean feas o hermosas?. Que yo sepa nunca
me he mareado a la vista de un paisaje, por muy monótono que fuera,
así que ese puede ser el motivo. Un sabor a lata de conservas está
ligado a todo lo que se llama “objeto”. Da escorbuto».
No pudo menos que sonreír al recordar una expresión barroca de su
amigo el barón Pfeill, con quien había quedado para esa misma tarde
en el café “El Turco de oro”, y que odiaba con toda su alma
cualquier forma de pintura que tuviera relación con la perspectiva:
«El pecado original no fue comerse la manzana, eso es pura
superstición. La caída se produjo cuando empezaron a colgar cuadros
de las casas. Apenas acaba el albañil de dejarte las cuatro paredes
bien lisas, viene el diablo disfrazado de “artista” y te pinta
encima unos “agujeros con perspectiva”. De ahí hasta el llanto y el
crujir de dientes sólo hay un paso; algún día se contempla uno a sí
mismo comiendo desde la pared, en frac o condecorado, al lado de
Isidoro el Hermoso o algún otro idiota coronado, de cráneo piriforme
y hocico de Botocudos».
«Sí, sí —continuó el forastero el curso de sus pensamientos—, uno
debería estar preparado para reírse siempre y por cualquier cosa;
por algo será que las estatuas de Buda sonríen y las caras de los
santos cristianos están cubiertas de lágrimas. Si los hombres
sonrieran más a menudo quizá hubiese menos guerras.
Llevo ya tres
semanas paseando por Amsterdam; me empeño en no retener los nombres
de las calles, no pregunto qué edificio es éste o aquél, adonde va
este o aquel barco ni de dónde viene, no leo los periódicos para no
enterarme de que la “última noticia” es algo que lleva milenios
sucediendo. Vivo en una casa donde todo me es extraño, y seré casi
el único particular al que conozco.
Hace ya tiempo que he desistido
de averiguar para qué sirven los objetos que se presentan ante mis
ojos —¡no sirven en absoluto, sólo hacen servir!—. ¿Y por qué hago
todo esto?. Porque estoy harto de seguir trenzando la rancia coleta
de la cultura, primero la paz para preparar la guerra, luego la
guerra para reconquistar la paz, etc.; porque quiero ver ante mí, al
igual que Gaspar Hauser, una tierra nueva, totalmente desconocida;
quiero aprender a maravillarme de una forma distinta, parecida a la
de un crío que en una noche se transformase en un hombre maduro;
porque quiero convertirme en un “punto final” en vez de ser
eternamente una “coma”.
Renuncio a la “herencia espiritual” de mis
antepasados en beneficio del Estado. Prefiero aprender a ver las
viejas formas con ojos nuevos en lugar de mirar, como hasta ahora,
las formas nuevas con viejos ojos, tal vez adquieran así la juventud
eterna. El primer paso que he dado ha sido bueno, pero todavía me
falta saber sonreír por todo, en vez de sorprenderme solamente».
Nada provoca mayor somnolencia que las conversaciones en voz baja
cuyo sentido escapa al oído.
La charla apresurada y apenas
perceptible que mantenían tras la cortina el zulú y la cara
balcánica, había adormecido al forastero, el efecto hipnotizador de
su incesante monotonía lo sumió por un momento en un sueño profundo.
Cuando al cabo de unos instantes se enderezó, tuvo la impresión de
haber hallado en su interior una extraordinaria cantidad de
explicaciones, pero su consciente únicamente había retenido la
quintaesencia, en forma de frase seca —enlace fantástico de
impresiones recién vividas y continuos pensamientos—:
«Es más
difícil ser capaz de sonreír constantemente que encontrar entre las
innumerables tumbas de la tierra la calavera que uno llevó sobre los
hombros en una vida anterior.
Para saber mirar el mundo con ojos nuevos y sonriendo, el hombre
tendrá que perder los viejos a fuerza de llanto. Por muy difícil que
sea, hay que buscar la calavera» —pensó el forastero, obstinado en
proseguir el hilo de sus pensamientos y convencido de estar
totalmente despierto, aunque en realidad había vuelto a dormirse
profundamente.
«Forzaré a las cosas a hablarme con claridad y a
revelarme su auténtico significado, y que lo hagan con un alfabeto
nuevo, no como antes, cuando, dándose gran importancia, me
susurraban al oido viejos chismes del tipo:
“Mira, soy un
medicamento y te curaré cuando te hayas hartado de comer, o, soy un
estimulante para que puedas atiborrarte y volver a ingerir después
otro medicamento”.
Ya he comprendido que el quid de la cuestión está
en el dicho de la serpiente que se muerde la cola, como dice mi
amigo Pfeill, y si la vida no sabe ofrecerme mejores lecciones me
iré al desierto y comeré saltamontes y me vestiré de miel
silvestre».
—¿Usted quiere ir al desierto para aprender alta magia, nebbich, y
es tan tonto como para pagar al contado en monedas de plata un
ridículo truco con tapones de corcho, e incapaz casi de distinguir
una tienda de artículos de broma del mundo, y ni siquiera sospecha
que los libros de la vida tienen contenidos diferentes de esos
títulos de los lomos?.
Es Usted quien debería llamarse Verde, no yo
—una voz profunda y temblorosa contestó de repente a las
reminiscencias del forastero, y cuando éste levantó la vista
asombrado, advirtió que el viejo judío, el propietario de la tienda,
había entrado en la estancia y lo miraba fijamente.
El forastero se estremeció, nunca había tenido ante sí un rostro
semejante.
Era una cara lisa, con un vendaje negro en la frente, y no obstante
poblada de hondos surcos, como un mar puede tener olas intensas sin
estar jamás arrugado. Sus ojos parecían abismos sombríos y sin
embargo eran ojos humanos, no cavernas. La piel de color cetrino
tenía un aspecto metálico, como la de las razas prehistóricas que,
según los cuentos, la tenían muy similar al oro verde-negruzco.
—Desde que la Luna, esa eterna viandante, gira por el cielo
—continuó el judío—, vivo en esta tierra. He visto hombres que eran
como simios y que llevaban hachas de piedra en la mano; de la madera
venían y a la madera iban… —vaciló durante un segundo
— de la cuna al ataúd. Hoy siguen siendo como simios y aún llevan
hachas en la mano. Son seres que dirigen su vista hacia abajo, y
pretenden averiguar la infinidad oculta en las pequeñas cosas.
Han
descubierto que en el aparato digestivo de los gusanos habitan
millones de seres minúsculos, y en aquellos, otros miles de
millones, pero todavía no saben que en este sentido no hay límites.
Yo miro fijamente hacia abajo y hacia arriba. Ya no sé llorar, pero
aún no he aprendido a sonreír. Mis pies se mojaron en el diluvio,
pero nunca he conocido a nadie que tuviese razones para sonreír,
puede que haya pasado delante de él sin prestarle atención.
Ahora
que un mar de sangre baña mis pies, ¿habrá alguno que se atreva a
sonreír?. No lo creo. Probablemente tendré que esperar hasta que el
mismo fuego se propague en oleadas.
El forastero tiró de su sombrero de copa hasta taparse los ojos,
para no seguir viendo este rostro terrible que se incrustaba cada
vez más hondamente en sus sentidos, cortándole la respiración.
Por
ello no se dio cuenta de que el judío había vuelto a su pupitre, y
de que en su lugar estaba ahora la dependienta, que se acercó de
puntillas, cogió del armario una calavera de papel maché parecida a
la del escaparate y la depositó silenciosamente en un taburete.
Cuando el forastero hizo caer su sombrero con un movimiento brusco
de la cabeza, ella lo recogió velozmente, antes de que su
propietario pudiera alcanzarlo, y comenzó inmediatamente su
discurso:
«Señor, aquí ve Usted lo que llamamos el Oráculo de Delfos.
Gracias a él tenemos la posibilidad de vislumbrar en todo momento el
futuro, e incluso de recibir respuestas para las preguntas que
llevamos adormecidas —aquí, por alguna inexplicable razón, se miró
de reojo el escote— en nuestro corazón. Por favor, pregúntese algo
en silencio».
—Sí, sí, está bien —gruñó el forastero, confuso aún por los extraños
sucesos.
—Mire, ya se está moviendo el cráneo.
Lentamente, la cabeza de muerto abrió la dentadura, masticó un par
de veces y escupió un rollito de papel que la señorita atrapó con
agilidad, para desenrollarlo. Después la calavera castañeteó
aliviada.
¿Se realizará el ansia vehemente De tu alma?. Intervén tú mismo con
resolución Y pon la voluntad en el lugar Del deseo.
Estaba escrito con letras de tinta roja —¿o era sangre?— sobre la
tira de papel.
«Qué lástima no haberme fijado en mi pregunta —pensó el forastero, y
preguntó: ¿Cuánto?».
—Veinte florines, señor.
—Bien. Por favor —el forastero dudó si llevarse el cráneo en ese
mismo momento, no, imposible, en la calle me tomarían por Hamlet—
mándemelo a mi casa. Lo pago ahora.
Involuntariamente echó una
mirada al despacho, el viejo judío se tenía ante su pupitre en una
inmovilidad sospechosa, parecía no haber dejado ni un instante de
hacer anotaciones en su libro.
Luego el forastero apuntó su nombre y
dirección en un bloc que la dependienta le había tendido,
Fortunato Hauberrisser. Ingeniero. Hooigracht, 47.
Después abandonó el Salón de artículos misteriosos, todavía algo
aturdido.
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Capítulo II
Desde hacía meses, Holanda estaba inundada de extranjeros de todas
las nacionalidades que habían abandonado su vieja patria.
Apenas
había acabado la guerra, y el escenario ya estaba poblado de luchas
políticas internas cuyo número aumentaba constantemente. Muchos
extranjeros se refugiaron en las ciudades holandesas, algunos
pensaban quedarse definitivamente, otros solo se detuvieron para
orientarse, para decidir en qué parte de la tierra se establecerían
en lo sucesivo.
La fútil profecía de que al término de la guerra europea se
produciría una oleada de emigrantes procedentes de las capas
sociales más pobres y de las regiones más desvastadas, se vio
totalmente desmentida por la realidad.
Los barcos disponibles para
navegar hacia el Brasil y otras regiones famosas por su abundancia,
eran ciertamente insuficientes para transportar la gran multitud de
pasajeros de entrepuente, gentes que vivían del trabajo de sus
manos, y aún así su número era relativamente reducido en comparación
con el de los emigrantes de otras clases sociales: había un buen
número de gente acomodada que estaba harta de soportar la presión
del fisco patrio, que apretaba más y más las clavijas y estrujaba
sus rentas (éstos eran los no idealistas), y además muchísimos
intelectuales que con sus medios no veían ninguna posibilidad de
proseguir la lucha por la simple supervivencia, puesto que ésta se
había vuelto excesivamente costosa.
Ya en el curso de los atroces
años que precedieron a la guerra, las rentas de un deshollinador o
de un carnicero superaban con mucho el sueldo de un catedrático. La
humanidad de Europa había llegado al punto culminante donde la vieja
maldición “ganarás el pan con el sudor de tu frente” debía
entenderse al pie de la letra más bien que de manera simbólica; los
que sudaban el cerebro se veían sumidos en la miseria y perecían por
ausencia de metabolismo.
El músculo era soberano, mientras que las secreciones de la mente
humana se cotizaban cada día menos, y aunque el dios Dinero
permanecía en su trono, su posición se había desestabilizado
bastante: la cantidad de sucios pedazos de papel que se amontonaban
a su alrededor contrariaban su sentido estético.
Y la tierra estaba
desierta y vacía, y la oscuridad reinaba en la superficie del
abismo; el espíritu de los viajantes ya no podía flotar sobre el
agua como antaño.
Así ocurrió que la gran mayoría de los intelectuales europeos se
hallaban de viaje, y desde las ciudades portuarias de los países
menos afectados por la guerra, miraban hacia Occidente, tal como
Pulgarcito subido a lo alto de los árboles tratando de descubrir a
lo lejos la lumbre de un hogar.
Hasta la última habitación de los viejos hoteles, tanto de Amsterdam
como de Rotterdam, estaba ocupada, y cada día surgían otros nuevos.
En las calles más elegantes zumbaban toda clase de lenguas, y cada
hora partían trenes especiales a La Haya atestados de políticos de
ambos sexos y de todas las razas, deseosos de imponer sus opiniones
en el Congreso permanente de la paz, donde se discutía sin fin
acerca de la mejor manera de atrancar la puerta de un establo del
que la vaca se había fugado ya para siempre.
En los restaurantes
distinguidos y en los salones de té, la gente, apretada, leía los
periódicos de ultramar —los diarios europeos todavía se entregaban a
las convulsiones de un prescrito entusiasmo cuando trataban de la
situación actual—, pero incluso en los diarios de ultramar no había
nada que no pudiera resumirse en la antigua fórmula filosófica:
“Sé
que no sé nada, pero ni siquiera esto lo sé seguro”.
—¿Será posible que el barón Pfeill no haya llegado todavía?. Llevo
ya una hora entera esperando —preguntaba una señora en el café “El
Turco de oro”, un local sombrío y lleno de humo, situado en un
rincón de la Cruysgade, lejos del tráfico. Era una dama ya mayor, de
rasgos afilados, labios apretados e inconstantes ojos descoloridos,
el prototipo de mujer ajada con el pelo eternamente mojado que con
cuarenta y cinco años empieza a parecerse a su atrabilioso perro, y
que con cincuenta termina por gañir ella misma a la ajetreada
humanidad. Rabiosa, le gritó al camarero:
—¡Inaudito!. Tsss. Si se cree que para una dama es un placer estar
sentada en esta tabernucha con todos estos tipos que la miran a una
con la boca abierta…
—¿El señor barón Pfeill?. ¿Por qué no me describe su aspecto?. Yo no
lo conozco, Myfrouv —contestó fríamente el camarero.
—Naturalmente imberbe. Cuarenta, cuarenta y cinco, cuarenta y ocho,
yo que sé. No he visto su partida de nacimiento. Alto. Delgado.
Nariz puntiaguda. Sombrero de paja. Bronceado.
—Pero si hace mucho rato que está sentado ahí fuera, Myfrouv.
El camarero apuntó con gesto indiferente hacia la puerta, abierta a
una pequeña terraza instalada en la acera, entre la calle y el café,
protegida del exterior por rejas de hiedra trepadora y adelfas
ennegrecidas de hollín.
—Gambas, gambas! —tronó la voz baja de un vendedor de crustáceos al
otro lado de la ventana.
—Plátanos, plátanos! —chilló una voz femenina al mismo tiempo.
—Tsss. ¿No ve que este es rubio, con bigote corto y sombrero de
copa?. Tsss. —la dama se puso más y más furiosa.
—Me refiero al señor sentado al lado, Myfrouv. Usted no lo puede ver
desde aquí.
La dama se precipitó como un buitre sobre los dos caballeros y colmó
de una lluvia de reproches al barón Pfeill, que se había levantado
algo cortado para presentar a su amigo Fortunato Hauberrisser.
Ella
le dijo que lo había llamado sin éxito al menos doce veces, y que
finalmente había pasado por su casa sin encontrarlo, y todo esto
porque, Tsss, nunca solía estar en casa.
—En una época en la que todo el mundo está muy ocupado en consolidar
la paz, en darle los consejos necesarios al presidente Taft, en
persuadir a los renegados de que vuelvan a su trabajo, acabar con la
prostitución internacional, reprimir el trato de blancas, fortalecer
el sentido moral de los débiles y poner en marcha una recolección de
cápsulas de estaño para ayudar a los mutilados de todos los pueblos
—terminó indignada, mientras abría bruscamente un bolsito de mano
para volver a estrangularlo tirando del cordón de seda—. Yo creía
que en un momento como éste habría que estar en casa en vez de tomar
copas —dirigió una mirada venenosa hacia las dos delgadas copas de
irisados licores mezclados que reposaban sobre la mesa de mármol.
—Tienes que saber que la esposa del cónsul, Germaine Rukstinat, se
interesa por la… bienhechoría —explicó el barón Pfeill a su amigo,
disfrazando el doble sentido de sus palabras con una fingida torpeza
en el manejo de la lengua alemana—. Ella es el espíritu que siempre
afirma y sólo quiere lo bueno… como dice Goethe.
«Como para no darse cuenta…» —pensó Hauberrisser echando un
cauteloso vistazo a la furia, que para su sorpresa, se limitó a
sonreir aplacada—.
Desafortunadamente, Pfeill tiene razón, la gente
no solo desconoce a Goethe, sino que además lo venera. Cuanto más
falsas son las citas más profundamente creen haber penetrado en su
espíritu.
Pfeill se dirigió de nuevo a la señora:
—Yo pienso, Myfrouv, que en su círculo sobreestiman mi filantropía.
Mis provisiones de cápsulas de estaño, que tanta falta hacen a los
inválidos, son sensiblemente inferiores de lo que podría parecer. Y
aunque me he hecho miembro de un club de caridad —le aseguro que fue
involuntariamente—, por lo que se me ha atribuido fama de buen
samaritano, carezco muy a mi pesar del férreo vigor necesario para
cortar la fuente de ingresos de la prostitución internacional,
referente a la cual prefiero servirme de la divisa “Honni soit qui
mal y pense”. En cuanto a la abolición del trato de blancas, mis
relaciones con los directivos de estas organizaciones brillan por su
ausencia, ya que nunca tuve la oportunidad de conocer “íntimamente”
a los altos funcionarios de la policía antivicio del extranjero.
—Pero al menos tendrá cosas inservibles para los huérfanos de
guerra, ¿no, barón?.
—¿Tan alta es la demanda de cosas inservibles para los huérfanos de
guerra?.
La dama no oyó o fingió que no oía la irónica pregunta.
—¿Pero seguramente se inscribirá en la gran “redoute” que se
celebrará en Septiembre?, ¿verdad, barón?. El posible beneficio neto
que se deducirá la próxima primavera, se destinará a ayudar a todos
los mutilados de guerra. Será una fiesta sensacional, todas las
damas enmascaradas, y los caballeros que hayan adquirido más de
cinco invitaciones, serán condecorados con la Cruz de Misericordia
de la duquesa de Lusignan.
—Sí, una fiesta de este tipo tiene muchos atractivos —asintió
pensativo el barón—, sobre todo porque en estos bailes caritativos
donde todos se disfrazan, el amor al prójimo, en un sentido muy
amplio de la palabra, va tan lejos que a menudo la mano izquierda no
sabe lo que hace la derecha. También es comprensible que los ricos
hallen un placer permanente en el hecho de que el pobre tenga que
esperar el gran arreglo de cuentas. Pero, por otra parte, no soy lo
bastante exhibicionista como para lucir en mi ojal el comprobante de
haber cedido cinco veces en público a mis sentimientos de compasión.
No obstante, si la señora insiste…
—¿Puedo entonces reservarle cinco entradas?.
—Si me lo permite, solamente cuatro, Myfrouv.
—Señor, Señoría, señor barón —Pfeill oyó una voz apagada mientras
una diminuta mano sucia le tiraba de la manga tímidamente. El barón
se dio la vuelta y vio una chiquilla pobremente vestida de mejillas
hundidas y pálidos labios, la cual habiéndose acercado sigilosamente
por entre las macetas de adelfas, le tendió una carta.
Inmediatamente Pfeill se registró los bolsillos en busca de algunas
monedas.
—El abuelo, ahí fuera, quiere que le diga…
—¿Pero, quien eres tú, pequeña?, —preguntó Pfeill a media voz.
—El abuelo, el zapatero Klinkherbogk, manda decir, yo soy su hija
—contestó la niña confundiendo la respuesta con el mandado— y el
señor barón se ha equivocado, en vez de diez florines por el último
par de zapatos había mil…
Pfeill se puso rojo como la sangre, y golpeando enérgicamente la
mesa con su pitillera plateada para acallar las palabras de la
pequeña, dijo con voz brusca y fuerte:
«Toma, aquí tienes veinte
céntimos por el viaje».
En un tono más suave, añadió que todo estaba
en orden, que volviera a casa sin perder el sobre. Por un segundo,
asomó entre unos tallos de hiedra la cara lívida de un anciano,
prueba de que la niña no había venido sola, sino acompañada por su
abuelo, para asegurarse de que no perdiera el sobre por el camino.
Debía haber entendido las últimas frases y dejó escapar un débil
balbuceo, incapaz de hablar a causa de la emoción.
Sin haber prestado ninguna atención a los sucesos, la caritativa
dama había anotado en una lista las cuatro localidades de Pfeill, y
se despidió con algunas frías palabras de cortesía. Los dos amigos
estuvieron un rato callados, mutuamente se esquivaban la mirada y de
vez en cuando tamborileaban con los dedos en los brazos de las
sillas.
Hauberrisser conocía demasiado bien a su amigo para no saber
exactamente que si le preguntaba ahora por lo que había ocurrido con
el zapatero Klinkherbogk, le contaría irritado cualquier historia
fantástica por no ser sospechoso de haber ayudado a un pobre infeliz
en una situación de extrema necesidad.
Deseoso de iniciar una
conversación con otro rumbo, Hauberrisser intentó encontrar un tema
que no guardase relación ninguna con obras de caridad ni zapateros,
y sin que tal giro pareciera muy artificial. Aunque parecía una
tarea ridiculamente fácil, a cada minuto que pasaba le resultaba más
difícil.
«Es un maldito problema eso de “idear” —meditó—, uno se
cree que el cerebro genera los pensamientos, pero en realidad son
ellos mismos los que lo manejan a su aire, y son más independientes
que ningún ser vivo».
Cobró animo.
—Oye Pfeill, dime —de repente se había acordado del rostro
fantástico visto en el salón de artículos misteriosos—, tú que has
leído tanto en tu vida, la leyenda del Judío Errante ¿no es
originaria de Holanda?.
Pfeill le dirigió una mirada recelosa:
—¿Lo dices porque era zapatero?.
—¿Zapatero?, ¿cómo qué zapatero?.
—Pues se dice que el Judío Errante era en un principio Ahasverus,
zapatero de Jerusalén, que injurió y echó a Jesús cuando éste quiso
descansar en su camino al Gólgota, al Calvario; y que desde entonces
está condenado a errar, sin poder morirse hasta que no vuelva Cristo
a la tierra.
Al percatarse Pfeill de la expresión perpleja de Hauberrisser,
siguió rápidamente con su relato, para desembarazarse cuanto antes
del tema del zapatero.
—En el siglo XIII, un obispo inglés afirmó haber conocido en Armenia
a un judío llamado Kartaphilos, el cual le había confiado que en
determinadas fases lunares su cuerpo se rejuvenecía, convirtiéndole
durante algún tiempo en Juan el Evangelista, del que dijo Cristo que
no conocería la muerte.
»En Holanda, el Judío Errante se llama Isaac Laquedem; creyeron
reconocerlo en un hombre que tenía este nombre porque se había
detenido mucho rato ante una cabeza de Cristo, exclamando:
«Es él,
es él, así era».
»En los museos de Basilea y Berna se exponen incluso dos zapatos, un
derecho y un izquierdo, curiosos objetos hechos de trozos de cuero,
que miden un metro de largo y pesan medio quintal. Fueron
encontrados en distintos puertos montañosos de la frontera
ítalo-suiza y por el misterio que encerraban se les atribuyó una
incierta relación con el Judío Errante.
Por lo demás —Pfeill
encendió un cigarro—, es curioso que se te haya ocurrido la extraña
idea de preguntar por el Judío Errante precisamente ahora; acabo de
recordar hace unos minutos, y de una manera extraordinariamente
viva, un cuadro que vi muchos años atrás en una galería privada de
Leyden. Se le atribuye a un maestro desconocido y representa a
Ahasverus: un rostro de color bronce oliváceo increíblemente
aterrador, con un vendaje negro en la frente, los ojos sin blanco ni
pupilas, como si fueran… qué diría yo… como gargantas. Me persiguió
mucho tiempo, hasta en los sueños.
Hauberrisser se estremeció, pero Pfeill no se dio cuenta y continuó:
—El vendaje negro en la frente, según lo que leí más tarde, es
tenido en Oriente por la marca característica del Judío Errante. Se
dice que debajo oculta una cruz flameante cuya luz consume su
cerebro cada vez que éste recobra cierto grado de perfección. Los
sabios pretenden que se trata de alusiones a procesos cósmicos
relacionados con la Luna y que por este motivo el Judío Errante se
llamaría “Chidher”, lo cual significa el “Verde”, pero esto se me
antoja pura imaginación. La manía de interpretar como signo del
cielo todo lo que no se comprende de la Antigüedad ha vuelto a estar
de moda; había cesado durante algún tiempo, después de que un
francés bromista afirmara en un tratado satírico que Napoleón no
había vivido nunca, sino que era un mito astral cuyo nombre
verdadero era Apolo, dios del sol, y que sus doce generales se
relacionaban con los doce signos del zodíaco.
»Creo que los misterios de la Antigüedad encerraban un saber mucho
más peligroso que el mero conocimiento de los eclipses solares y las
fases de la Luna, misterios que realmente necesitaban ser ocultados.
»Hoy ya no hace falta ocultar estas cosas porque de todas formas la
masa imbécil no se las creería y se burlaría de ellas; son cosas que
obedecen a las mismas leyes armónicas que el Universo, y que por
tanto son análogas. Bueno, sea como sea, los sabios por el momento
reparten golpes sin saber donde se encuentra el blanco.
Hauberrisser estaba profundamente sumido en sus pensamientos.
—¿Qué piensas tú de los judíos en general? —preguntó después de un
largo silencio.
—Humm. ¿Lo que opino de ellos?. Pues, en gran parte me parecen unos
cuervos sin plumaje, increíblemente ladinos, negros, con el pico
torcido, sin que por ello sepan volar. Pero a veces se encuentran
águilas entre ellos, eso está fuera de duda; Spinoza por ejemplo.
—¿Así que tú no eres antisemita?.
—Ni en sueños se me ocurriría. Por la sencilla razón de que estimo
demasiado poco a los cristianos. A los judíos se les reprocha su
falta de ideales. Los cristianos, en todo caso, sólo tienen ideales
falsos. Los judíos exageran en todo: en cumplir las leyes y en
violarlas, en la piedad y en la impiedad, en el trabajo y en la
pereza; lo único que no exageran es el montañismo y las regatas que
llaman “Gojjim nadies”, y tampoco dan mucha importancia a lo
patético. Los cristianos exaltan lo patético, y por consiguiente,
minimizan casi todo lo demás. Yo, en cuestiones de fe, encuentro que
los judíos se guian demasiado por lo espiritual, por las escrituras,
y los cristianos ponen demasiado énfasis en los adornos.
—¿Crees que los judíos tienen una misión?.
—Desde luego, la misión de superarse a sí mismos. Todo en este mundo
tiene la misión de superarse. Quien se deja vencer por otros ha
malogrado su misión, o lo que es lo mismo, quien malogra su misión
es vencido por otros. Cuando uno consigue vencerse a si mismo, los
demás no se dan cuenta, pero cuando alguien consigue vencer a los
demás el cielo se tiñe de… rojo. Los profanos llaman progreso a este
fenómeno “luminoso”. Es sabido que los tontos, ante una explosión,
ven en el fogoso artificio lo esencial… Pero perdóname, tengo que
dejarte ahora —concluyó Pfeill consultando su reloj—, primero debo
irme a casa corriendo y segundo, mi sabiduría se te haría penosa a
la larga. Así que “servus”, como dicen los austríacos cuando piensan
lo contrario, y si tienes ganas, ven a verme muy pronto en Hilversum.
Depositó sobre la mesa una moneda para el camarero, sonrió a su
amigo, y diciéndole adiós con una seña, salió del café. Hauberrisser
intentaba ordenar sus pensamientos.
«¿Sigo soñando? —se preguntó muy
extrañado— ¿qué ha ocurrido ahora?. Me gustaría saber si en cada
vida humana existe este hilo de casualidades extraordinarias
o soy yo el único al que le pasan tales cosas. Podría ser que los
acontecimientos sólo se engarcen como anillos de una cadena cuando
uno no impide su correlación, a fuerza de hacer proyectos y
perseguir su realización obstinadamente, descuartizando así el
destino en trozos aislados que de otra manera se hubiesen tejido en
un continuo lago fantástico».
Trató de explicarse la simultánea
aparición de la misma imagen en su cerebro y en el de su amigo por
el fenómeno de la transmisión de pensamientos; pero esta vez la
teoría no parecía concordar con la realidad, como otras veces cuando solia tomar estas cosas a la ligera, intentando olvidarlas cuanto
antes.
El recuerdo que Pfeill conservaba del rostro oliváceo con el vendaje
negro en la frente tenía una base tangible: el retrato que decía
haber visto en una galería privada de Leyden; ¿pero de donde había
surgido la fantástica visión de ese rostro oliváceo que él acababa
de tener en la tienda de Chidher el Verde?.
«La repetición del
curioso nombre “Chidher” en apenas una hora, primero en el letrero y
más tarde como denominación legendaria de la figura del Judío
Errante, no deja de ser extraña, —se dijo Hauberrisser— pero no
serán pocos los hombres que hayan hecho observaciones de esta clase.
¿Por qué será que de repente un mismo nombre nunca oído lo bombardea
a uno sin cesar?, ¿y por qué será que justamente cuando uno tropieza
con gente que se parece a un amigo al que no vemos desde hace
tiempo, éste aparezca de pronto doblando una esquina?. Y no se trata
de un parecido imaginario, no, es un parecido fotográfico, una
semejanza tal, que uno, lo quiera
o no, no puede evitar pensar en la persona en cuestión.
¿De donde
vendrá todo eso?.
»Y las personas que se parecen físicamente, ¿no tendrían también un
destino similar?. ¡Cuántas veces lo habré constatado!. El destino
parece ser un fenómeno inevitablemente relacionado con la
constitución del cuerpo y la forma del rostro, ligado a una ley de
correspondencias que rige hasta los menores detalles. Una bola sólo
puede ir rodando; un dado sólo puede rebotar de forma irregular,
¿por qué entonces los seres vivos iban a escapar de estas rigurosas
leyes sólo porque su existencia sea mil veces más complicada?.
»Entiendo muy bien que la vieja Astrología no caiga en desuso y que
tenga hoy quizás más adeptos que nunca, y que una de cada diez
personas se haga levantar su horóscopo; no obstante, pienso que los
hombres se equivocan al creer que son las estrellas visibles del
firmamento las que determinan el curso del destino.
Debe tratarse de
otros “planetas” que circulan en la sangre y tienen otros períodos
de revolución que los cuerpos celestes como Júpiter, Saturno, etc.
Si los factores decisivos fuesen el mismo lugar de nacimiento, la
misma hora y el mismo minuto, ¿cómo explicar entonces que unas
monstruosidades como las hermanas siamesas Braschek, que nacieron en
el mismo segundo, hayan tenido destinos tan distintos?.
Es sabido
que una de ellas fue madre mientras que la otra quedó virgen».
Hacía rato que en una de las mesas más alejadas, había aparecido,
tras un enorme periódico húngaro, un caballero en traje de franela
blanca y corbata roja, con un sombrero ligeramente ladeado en la
cabeza, los dedos sobrecargados de llamativos anillos y un monóculo
pegado a un ojo oscuro y apasionado.
Cambiando varias veces de
sitio, como si le molestara una omnipresente corriente de aire, se habia acercado poco a poco a Hauberriser, sin que éste último,
sumido en sus cavilaciones, se percatara. El extranjero no consiguió
llamar la atención de Hauberrisser hasta que, con voz subida, pidió
al camarero información sobre los lugares de diversión y otras
curiosidades de Amsterdam.
Una rápida mirada le bastó a Hauberrisser
para darse cuenta de que aquel caballero tan obviamente empeñado en
parecer completamente desorientado, como si acabara de bajar del
tren, no era otro que el señor “catedrático” Zitter Arpad, del salón
de artículos misteriosos.
Le faltaba el bigote, y la brillantina corría ahora por otros
derroteros, pero la inequívoca facha picara del “prestidigitador de
Presburgo” no perdía por ello su originalidad ni en lo más mínimo.
Hauberrisser estaba demasiado bien educado como para dejar entrever,
ni siquiera con un pestañeo, que se acordaba del personaje; además
le divertía confrontar la fina maña del hombre culto con el vasto
artificio del inculto, que siempre se convence del éxito de su
disfraz sólo por el hecho de que el engañado no reaccione
inmediatamente adoptando un lenguaje mímico digno de ser estrenado
en una comedia.
No dudó de que el “catedrático” lo había seguido furtivamente al
café porque tramaba alguna pillería balcánica; no obstante, para
estar seguro de que sólo él y no otra persona era el blanco de la
mascarada, hizo el gesto de querer pagar e irse. Enseguida una viva
consternación se dibujó en el semblante del señor Zitter.
Hauberrisser se sonrió satisfecho, la empresa de Chidher el Verde,
admitiendo que el señor catedrático fuera efectivamente socio de la
misma, parecía disponer de múltiples medios para no perder de vista
a su clientela: damas perfumadas y de melena corta, corchos
volantes, viejos judíos fantasmas, calaveras proféticas y espías sin
talento vestidos de blanco.
¡Un respeto!.
—¿No habrá por aquí cerca algún banco donde poder cambiar unos
cuantos billetes ingleses de mil libras en moneda holandesa?
—preguntó el catedrático con aire negligente subiendo la voz
nuevamente. Al recibir la respuesta negativa, su rostro adquirió una
expresión muy enojada—. Aparentemente es problemático conseguir
moneda suelta en Amsterdam —añadió volviéndose a medias hacia
Hauberrisser en un intento de entablar conversación—. Ya tuve
dificultad por ello en el hotel.
Hauberrisser no contestó.
—Pues sí, bastantes dificultades, de verdad. —Hauberrisser seguía
sin ablandarse.
—Afortunadamente, el gerente del hotel conocía mi casa solariega…
Conde Ciechonski, si me permite que me presente. Conde Wlodzimierz
Ciechonski.
Hauberrisser hizo una reverencia apenas perceptible, murmurando su
apellido de la manera más incomprensible que pudo, pero el conde
debía tener el oído sumamente fino, puesto que saltó de su silla
vivamente emocionado, se acercó rápidamente a la mesa y sentándose
inmediatamente en el asiento que Pfeill había dejado libre, exclamó
con júbilo:
—¡Hauberrisser!, ¿el famoso ingeniero de torpedos Hauberrisser?. Yo
soy el conde Ciechonski, conde Wlodzimierz Ciechonski… Usted
permite, ¿verdad?.
Hauberrisser meneó la cabeza sonriendo:
—Se equivoca usted, nunca he sido ingeniero de torpedos «que idiota
—pensó para sí—. Es una lástima que se las dé de conde polaco. Me
habría gustado más como el catedrático Zitter Arpad de Presburgo,
así por lo menos podría haberle sacado algunas informaciones sobre
su socio Chidher el Verde».
—¿No?, ¡qué pena!, pero no importa. El apellido Hauberrisser por sí
sólo despierta en mí unos recuerdos tan queridos —la voz del conde
temblaba de emoción—. Este apellido y el nombre Eugéne Louis Jean
Joseph están estrechamente vinculados con nuestra familia. «Ahora
quiere que le pregunte quien es este Louis Eugéne Joseph. ¡Pues no!»
—pensó Hauberrisser mientras aspiraba el humo de su cigarro.
—Es que Eugéne Louis Jean Joseph era mi padrino. Inmediatamente
después se fue a África a morir. «Probablemente de remordimiento»
—gruñó para sí Hauberrisser.
—¿Así que murió?. ¡Qué desgracia!.
—Pues sí, qué lástima, qué lástima pero qué lástima… ¡Eugéne Louis
Jean Joseph!, podía haber sido emperador de Francia.
—¿Podía haber sido qué? —Hauberrisser creyó haber oido mal—.
¿Emperador de Francia?.
—¡Desde luego; —todo orgulloso mostró su triunfo—. El príncipe
Eugéne Louis Jean Joseph Napoleón IV. Cayó el 1 de Junio de 1879 en
un combate contra los zulúes. Incluso poseo un mechón de su cabello.
Extrajo de su bolsillo un reloj dorado del tamaño de un bistec y de
un mal gusto francamente diabólico, levantó la tapa y enseñó el
mechón de pelo negro y basto.
—El reloj me viene de él también. Un regalo de bautismo. Una
maravilla de la técnica —explicó—. Si se aprieta aquí, da las horas,
los minutos y los segundos, y al mismo tiempo, aparece en la parte
trasera una pareja de amantes móviles. Con este botón se pone en
marcha la aguja del cronómetro, con este otro se para. Presionándolo
más se ve la fase actual de la Luna, empujando todavía más sale la
fecha. Moviendo esta palanca hacia la izquierda salta una gota de
perfume de almizcle, hacia la derecha se oye la Marsellesa. Es un
verdadero regalo real. Sólo existen dos ejemplares en el mundo.
—Un consuelo en todo caso —admitió Hauberrisser ambigua y
cortésmente. Le divertía mucho la mezcla que resultaba de su extremo
descaro y su total ignorancia de los modales distinguidos.
El conde Ciechonski, alentado por la expresión amable del ingeniero,
tomó más y más confianza.
Habló de sus inmensas propiedades en la
Polonia rusa, desafortunadamente devastadas por la guerra. Por
suerte no las necesitaba para vivir, puesto que, gracias a sus
íntimas relaciones con los círculos bursátiles americanos en
Londres, ganaba unos cuantos miles de libras.
Más tarde sacó el tema
de las carreras hípicas, los jokeys corruptos, posibles novias
multimillonarias que conocía por docenas, tierras que se podían
comprar en el Brasil y el Ural a un precio ridículo, pozos
petrolíferos aún desconocidos en el Mar Negro, inversiones fabulosas
que le producirían un millón al día, tesoros enterrados cuyos
propietarios habían muerto o huido, métodos infalibles para ganar a
la ruleta…
Habló de gigantescas sumas que el Japón ansiaba pagar a
personalidades dignas de confianza a cambio de la aportación de
datos confidenciales, de lupanares subterráneos en las grandes
ciudades cuyo acceso estaba reservado a los iniciados. Habló incluso
con lujo de detalles del país del oro, el Ophir del rey Salomón,
que, como sabía por los papeles de su sobrino Eugéne Louis Jean
Joseph, se hallaba en el territorio de los zulúes. Era más diverso
que su reloj de bolsillo.
Ponía mil anzuelos cada vez más torpes
para engancharlo a su proa; como un ladrón miope que prueba sus
ganzúas una tras otra en la cerradura de la casa sin dar con el ojo,
así tentaba el alma de Hauberrisser, pero sin encontrar la ventana
por la que podía haber entrado. Al fin se rindió exhausto, y
pusilánime, pidió a Hauberrisser el favor de que lo introdujera en
algún elegante club de juego.
Pero sus esperanzas se vieron
truncadas otra vez, ya que el ingeniero se disculpó alegando que él
mismo era forastero en Amsterdam. Malhumorado, el conde sorbió su
sherry-cobler.
Hauberrisser lo contempló pensativo.
«¿No sería mejor decirle
directamente que no es más que un prestidigitador? —reflexionó—. Me
gustaría que me contara su vida. Debe haber sido bastante
variopinta. Este hombre habrá vadeado por todo tipo de lodos. Pero,
claro, lo negaría y terminaría por ponerse insolente. —Lo invadió un
sentimiento de irritación—. Existir entre los hombres y las cosas de
este mundo se ha vuelto insoportable. En todas partes hay montones
de cáscaras vacías, y cuando por casualidad uno da con algo parecido
a una nuez, resulta que, al cascarla, no es más que un guijarro
inerte».
—¡Judíos!. ¡Chasides! —gruñó despectivamente el estafador señalando
con el dedo a una tropa de desarrapados que atravesaban la calle
deprisa y en silencio. Los hombres en cabeza, embutidos en caftanes
negros y con las barbas revueltas, las mujeres detrás con sus hijos
en bandolera, fijaban los ojos en el horizonte con una expresión
demente.
—Emigrantes. Ni un céntimo en el bolsillo. Creen que el mar les
abrirá paso cuando lleguen, ¡vaya tontería!. El otro día, en
Zandvoort, todo un grupo se habría ahogado si no los hubieran sacado
a tiempo.
—¿Lo dice en serio o está bromeando?.
—No, no, hablo totalmente en serio. ¿No lo ha leído en los
periódicos?. Donde quiera que mire estalla el
fanatismo religioso.
Por el momento, los afectados son más bien los pobres, pero… —la
fisonomía irritada de Zitter se serenó al pensar que pronto podría
llegar el tiempo en que haría su agosto—… pero no tardarán mucho en
contagiarse también los ricos. Yo conozco eso.
Contento de haber hallado otro tema de conversación, Hauberrisser lo
había escuchado atentamente, se volvió de nuevo locuaz.
—No sólo en Rusia donde los Rasputines, los Juan Sergiew y otros
santos han brotado siempre de la tierra, en el mundo entero se está
extendiendo la locura de creer que el Mesías está de vuelta. La
agitación reina hasta entre los zulúes, en África; allí por ejemplo
hay un negro que hace milagros al que llaman el “Elias Negro”. Lo sé
de fuentes tan segura como Eugéne Louis… —se corrigió rápidamente—…
un amigo que estuvo allí recientemente cazando leopardos.
A
propósito, yo mismo conocí en Moscú a un célebre cacique zulú —su
rostro reflejó una súbita inquietud—. De no haberlo visto con mis
propios ojos no lo hubiera creído nunca: el tipo, un completo
imbécil para cualquier truco, sabe hacer brujerías, de verdad, de
una manera tan real como que usted me está viendo aquí sentado. Sí,
sí, ejerce la magia.
No se
ría, querido Hauberrisser, lo he visto yo
mismo y a mí no me engaña nadie con trucos —por un instante se
olvidó por completo de su papel de conde polaco—, yo me los conozco
todos de memoria. El diablo sabrá cómo lo hace. Dice que tiene un
fetiche que le permite resistir el fuego cuando lo invoca. El hecho
es que después de calentar al rojo vivo grandes piedras, ¡lo he
verificado yo mismo, señor!, anda despacio sobre ellas sin quemarse
los pies.
La agitación le hizo morderse las uñas y murmurar para sus adentros:
«Espérate muchacho, ya descubriré tu secreto».
Asustado por la idea
de haberse traicionado a causa de su negligencia, recuperó
velozmente su máscara de conde polaco y vació su copa.
—¡A su salud, querido Hauberrisser!, ¡a su salud!. Quizás pueda
verlo usted mismo. He oído decir que está en Holanda, actuando en un
circo. Bueno, ¿qué le parece si tomáramos un aperitivo en el
restaurante Amstelroom de aquí al lado?.
Hauberrisser se levantó de prisa. Zitter Arpad no le interesaba en
absoluto como conde.
—Lo siento muchísimo, pero hoy no estoy libre. Otra vez será,
quizás. Adiós. Encantado.
Perplejo por la súbita despedida, el estafador se quedó mirándolo
con la boca abierta.
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Capítulo III
Hauberrisser caminaba por las calles preso de una furiosa agitación
cuya causa ignoraba por completo.
Al pasar ante el circo donde
actuaba la tropa zulú de Usibepu, no podía ser otra que la
mencionada por Zitter Arpad, reflexionó un momento sobre si debía
asistir al espectáculo, pero desistió enseguida, ¿qué le importaba a
él que un negro supiese emplear la magia?. No era la curiosidad de
ver algo extraordinario lo que le impulsaba a errar y le provocaba
semejante inquietud.
Algo imponderable, amorfo, que flotaba en el
aire, excitaba su sistema nervioso. Era el mismo hálito opresivo y
misterioso que a veces, ya antes de emprender el viaje a Holanda, lo
sofocaba con tanta vehemencia que no podía eludir la idea del
suicidio.
Se preguntó de dónde provenía esta vez.
¿Acaso de los emigrantes
judíos que había visto, en virtud de una especie de contagio?.
«Debe
ser la misma influencia inexplicable que hace recorrer el mundo a
estos fanáticos religiosos y que a mí me ha expulsado de mi patria
—intuyó. Únicamente son distintos nuestros motivos».
Ya mucho antes
de la guerra había experimentado esta sensación opresiva, pero antes
aún le era posible dominarla, trabajando o distrayéndose.
Solía
interpretarla como la típica fiebre de los viajes, como un desvarío
nervioso o como síntoma de un modo de vida equivocado. Más tarde,
cuando la bandera de sangre comenzó a flotar sobre Europa, la
interpretó como presagio de los acontecimientos. ¿Pero por qué
seguía agravándose este malestar ahora que la guerra había
terminado, día tras día, casi hasta la desesperación?.
Y no sólo en
él, casi todas las personas con las que había hablado de ello decían
sentir algo similar. Todos ellos se consolaban igual que él,
pensando que al final de la contienda la paz volvería al corazón de
cada uno. Pero lo que ocurrió fue exactamente lo contrario.
La banal sabiduría de ciertas cabezas vacías que para cualquier cosa
suelen tener a mano la explicación más fácil, ¿podía resolver acaso
el misterio atribuyendo el paroxismo febril de la humanidad a la
alteración del bienestar?. La causa era más profunda. Fantasmas
gigantescos, surgidos de la mesa de operaciones de unos cuantos
generales impasibles y ambiciosos, se habían cobrado millones de
víctimas. Pero ahora se levantaba un fantasma aún más horrible.
Su
cabeza de medusa, ya enteramente fuera del abismo, se burlaba con
cruel ironía de la humanidad, que se había imaginado que con una
vuelta de la rueda de suplicio bastaría para asegurar la libertad de
las generaciones venideras. En el curso de las últimas semanas Hauberrisser había conseguido olvidarse de su hastío existencial. Se
le había ocurrido la extraña idea de que podría vivir como un
ermitaño, como un extranjero, indiferente, en una ciudad que de la
noche al día se había transformado en una especie de feria
internacional. Hasta cierto punto había logrado sus objetivos.
Pero
el antiguo cansancio volvía a apoderarse de él, a la menor ocasión
se instalaba de nuevo en su interior, multiplicado por el
espectáculo de la multitud que se tambaleaba a su alrededor
arrastrando su vacío. De repente, como si hubiera estado ciego hasta
ese momento, se sintió espantado por la expresión que advertía en
los rostros de la gente.
Estas ya no eran las caras de otro tiempo, aquellas caras que
acudían a los espectáculos ávidas de diversión o para olvidar las
penas cotidianas; ahora exhibían las primeras marcas de un incurable
desarraigo, la simple lucha por la supervivencia traza otro tipo de
surcos en la piel.
No pudo evitar pensar en ciertos grabados que mostraban las orgías y
danzas medievales que la gente celebraba para olvidarse de la peste,
o en esas bandadas de pájaros que silenciosamente y con sordo terror
giran en el cielo cuando sienten la amenaza de un terremoto…
Una fila interminable de coches se extendía hacia el circo y las
personas se precipitaban hacia el interior con febril
apresuramiento, como si fuera cuestión de vida o muerte. Había damas
de finos rasgos cubiertas de diamantes, baronesas francesas
convertidas en “cocones”, inglesas esbeltas y distinguidas que hasta
hacía poco formaban parte de la mejor sociedad y que ahora se
colgaban del brazo de cualquier bandido de ojos de rata y hocico de
hiena, enriquecido de la noche a la mañana por un golpe bursátil.
Se
veían princesas rusas que temblaban hasta en sus más íntimas fibras
debido a las noches en blanco y la vida agitada. No quedaba ninguna
huella de la anterior impasibilidad aristocrática de estas gentes,
todo había sido barrido por las olas de un diluvio espiritual.
Una
imagen del pasado se interpuso en la mirada de Hauberrisser: un
circo ambulante, un oso tras las rejas de una jaula, con la pata
izquierda atada, sin hacer otra cosa que balancearse incesantemente
de una pata a otra, encarnando la desesperación más absoluta, día
tras día, mes tras mes, e incluso años más tarde cuando volvió a
verlo en otra feria.
«¿Por qué no lo compraste para liberarlo? —gritó algo dentro de
Hauberrisser, un pensamiento que había reprimido al menos cien
veces, y que no dejaba de asaltarlo como un abrasador reproche,
siempre tan vívido e intransigente como el primer día. Era un hecho
aparentemente insignificante y minúsculo en comparación con las
enormes negligencias que se acumulan en la vida de un hombre, y sin
embargo se trataba del único pensamiento que el tiempo no era capaz
de borrar—.
La sombra de los millares de animales torturados y
asesinados pesa sobre nosotros como una maldición, y su sangre clama
venganza, —pensó Hauberrisser confusamente—. ¡Ay de nosotros si el
alma de un sólo caballo se encuentra entre los acusadores del Juicio
Final!… ¿Por qué no lo compré y lo liberé en aquel momento?».
¡Cuántas veces se había colmado de amargos reproches por aquello,
callándolo siempre con el argumento de que la liberación del oso no
habría tenido más importancia que el movimiento de un grano de arena
en el desierto!
Pero, ¿había llevado a cabo jamás algo que tuviera
más importancia?, se preguntaba pasando revista a su vida.
Había
estudiado, privándose del sol, para construir máquinas que estaban
ya más que oxidadas, perdiendo así la oportunidad de ayudar a otros
a disfrutar de ese mismo sol. Sólo había contribuido por su parte a
aumentar el sinsentido universal. Se abrió camino penosamente entre
la densa multitud y cuando llegó a una plaza desierta, paró un taxi
y ordenó al taxista que lo condujera hasta las afueras de la ciudad.
De golpe se había apoderado de él una necesidad imperiosa de
resucitar los días de sol perdidos.
Las ruedas traqueteaban por el adoquinado con una lentitud
desesperanzadora. El sol estaba a punto de ponerse. Impaciente por
llegar de una vez al campo, su irritación se incrementaba más y más.
Cuando divisó por fin el verde graso de la tierra, los millares de
cabezas de ganado protegidos con mantas del frescor de la tarde, las
campesinas holandesas con sus cofias blancas y sus cubos de ordeñar,
tuvo la impresión de que la imagen se proyectaba sobre una inmensa
pompa de jabón.
Mirando los canalillos donde se reflejaban los rayos rojos del sol
poniente, creyó hallarse delante de un país de ensueño que nunca
jamás debería pisar.
El olor a agua y prados sólo consiguió transformar su inquietud en
melancolía y abandono. Luego, al oscurecer y ascender sobre la
tierra una niebla plateada, le pareció que su cabeza era una cárcel
dentro de la cual él mismo estaba sentado, observando a través de
sus ojos como por unas ventanas cada vez más empañadas, un mundo de
libertad que se despedía para siempre.
Al reaparecer las primeras hileras de casas, la ciudad estaba
sumergida en una profunda penumbra.
El tañido de los innumerables campanarios vibraba en la neblina.
Despidió el taxi y echó a andar en dirección a su piso, atravesando
callejuelas retorcidas y bordeando canales donde flotaban toscos e
inmóviles barcos negros, hundidos en una marea de manzanas podridas
y basura.
Ante las puertas de las casas había grupos de hombres sentados con
pantalones azules y blusas rojas; las mujeres charlaban remendando
las redes de pescar y bandadas de niños jugaban en la calle.
Pasó rápidamente ante los portales abiertos que emanaban un tufo a
pescado, sudor y miseria cotidiana.
Le oprimía el pecho la inmensa desolación del puerto, con sus calles
de adoquines refregados, y sus mugrientos canales, sus habitantes
callados, sus estrechas fachadas y sus angostas tiendas de arenques
y quesos, débilmente alumbradas por lámparas de petróleo.
Por un instante sintió nostalgia de las ciudades más serenas y
soleadas donde había vivido. De repente le apetecía vivir nuevamente
en ellas, todo lo pasado suele parecer más hermoso y agradable que
el presente. Pero los más recientes recuerdos que conservaba de
ellas, sobre todo su decadencia moral y física, un declive imposible
de detener, sofocaron enseguida su incipiente nostalgia.
Para
acortar el camino cruzó un puente de metal que desembocaba en los
barrios elegantes; atravesó una calle animada, muy iluminada y con
suntuosos escaparates para, tras pocos pasos, encontrarse de nuevo
en un sombrío callejón en donde, como si de una enfermedad crónica
se tratara, había resucitado la vieja “Ness” de Amsterdam, una calle
de prostitutas y chulos, tristemente célebre, que había sido
destruida unos años antes.
Todas aquellas personas que Londres,
París, las ciudades rusas y belgas, habían vomitado, todos aquellos
que abandonaron su patria huyendo a la desbandada, se reunían en
estos “distinguidos” establecimientos.
Al paso de Hauberrisser, silenciosos conserjes uniformados con
levitas azules, tricornios y bastones cuya empuñadura era una bola
de metal, abrían y cerraban mecánicamente las puertas tapizadas. Del
interior de los locales brotaba un estridente y deslumbrante rayo de
luz, y durante un instante, como emergido de una garganta
subterránea, desgarraba el aire un grito salvaje, de música negra,
resonar de címbalos o de violines de gitanos.
Más arriba, en las
plantas altas, reinaba otra clase de vida, una vida callada,
susurrante, felina, acechando tras de las cortinas rojas.
Se oía
como un tamborilear de dedos sobre los cristales; llamadas apagadas,
en todas las lenguas del mundo. Distinguió un busto de mujer
ataviada con un camisón blanco, la cabeza invisible a causa de la
oscuridad, y más y más negras ventanas abiertas, fúnebres y
taciturnas, como si la muerte habitara en aquellas habitaciones.
La casa de la esquina, al final de la callejuela, a juzgar por los
carteles pegados en la pared tenía un carácter relativamente
inocente, entre café-concierto y restaurante. Hauberrisser entró.
La sala se hallaba repleta de gentes que comían y bebían sentados en
mesas redondas cubiertas por manteles de color amarillo. Al fondo,
sobre un tablado, había una docena de cupletistas y cómicos que,
sentados en semicírculo, esperaban su turno.
Un anciano de vientre
abombado, ojos saltones, barba blanca y delgadísimas piernas
enfundadas en un “tricot” verde rana, estaba sentado al lado de una
cantante francesa, con la que hablaba en voz baja de asuntos
aparentemente muy importantes. Mientras tanto, el público escuchaba
sin comprender un discurso pronunciado en alemán por un actor
disfrazado de judío polaco.
Lucía un caftán y unas botas altas y
llevaba una jeringuilla en la mano; acababa cada estrofa bailando de
manera grotesca y cantando con voz nasal:
“Tengo consulta de tres a cuatro y vivo en el segundo. Especialista
muy famoso es el doctor Feiglstock…”
Hauberrisser buscó un asiento libre con la mirada.
En todas partes,
la gente se apretaba, holandeses de clase media burguesa en su
mayoría. Únicamente en una mesa céntrica quedaban libres, cosa
extraña, un par de sillas. Tres opulentas mujeres y una vieja de
mirada severa y nariz aguileña, hacían punto alrededor de una
cafetera cubierta con un capirote de lana multicolor, como en un
islote de paz familiar.
Una señal amable de las cuatro damas le invitó a tomar asiento. En
el primer momento había creído que se trataba de una madre con sus
hijas enviudadas, pero enseguida se dio cuenta de que no podía haber
ningún parentesco entre ellas: las tres más jóvenes eran las típicas
holandesas rubias y gordas, de una edad aproximada de cuarenta y
cinco años, mientras que la matrona de cabellos blancos debía ser
originaria del sur.
El camarero sonrió maliciosamente al traerle el bistec. A su
alrededor la gente hacia muecas burlonas, mirándolo de reojo,
intercambiando observaciones a media voz. ¿Qué podía significar todo
esto?.
Hauberrisser no llegaba a entenderlo. A escondidas escudriñó
a las cuatro mujeres. No, imposible, eran la encarnación misma del
espíritu burgués. Su avanzada edad le pareció garantía de decencia.
Acababa de subir al estrado un actor de barba roja, tocado con un
sombrero de copa adornado con la bandera norteamericana y vestido
con pantalones rayados en blanco y azul y un chaleco de cuadros
amarillos y verdes del cual colgaba un despertador. Llevaba una oca
estrangulada en el bolsillo.
Terminó su actuación partiéndole el cráneo de un hachazo a su colega
disfrazado de rana, acompañado por el sonido estridente de la
canción “Yankee Doodle”.
Inmediatamente, un matrimonio de traperos
de Rotterdam se puso a cantar al compás del piano la vieja y
melancólica balada de la “desaparecida calle Zandstraat”:
“Zeg Rooie, wat zal jij verschrikken Ais jij's thuis gevaren ben; Da
zal je zien en ondervinden Dat jij de Polder nie meer ken. De heele
keet wordt afgebroken, De heeren krijgen nou d'r zin. De meides
motten uit d'r zaakies De Burgemeester trekt erin”.
El público, emocionado como si de una coral protestante se tratara,
se unió al canto, y los ojos de las tres gordas holandesas brillaban
humedecidos por las lágrimas:
“Ze gaan de Zandstraat netjes maken 't Wordtn kermenadebuurt De
huisies en de stille knippies Die zijn al an de Raad verhuurt. Bij
Nielsen ken je nie meer dansen Bij Charley zijn geen meisies meer.
En moeke Bet daar al'n hoedje Die wordt nú zuster in den Heer”.
Vivos y chillones como los arabescos de un caleidoscopio, los
números del programa se sucedían sin cesar, sin ningún tipo de
conexión entre ellos: muchachitas inglesas espantosamente inocentes,
apaches con bufandas de lana roja, una bailarina de vientre siria,
un imitador de campanas…
Esta mezcla de absurdos ejercía un efecto tranquilizador sobre los
nervios. El tiempo pasaba sin que Hauberrisser se diera cuenta.
Para
la apoteosis final los artistas enarbolaban las banderas de todas
las naciones del mundo, probablemente como símbolo de la paz
restituida, mientras que un negro cantaba y bailaba:
Oh Susy Anna Oh dont cry for me I'm going to Llosiana My true love
for to see…
Al final del espectáculo, Hauberrisser no salía de su asombro al
percatarse de que el numeroso público había dejado la sala
prácticamente vacía.
Sus cuatro compañeras de mesa también habían desaparecido
silenciosamente, dejándole sobre su copa de vino un tierno recuerdo,
una tarjeta de color rosa con dos palomas dándose el pico que decía:
Madame Gitel Schlamp. Abierto toda la noche.
Waterloo Plein, nº 21.
15 señoritas
En su hotel particular.
¡Así que… efectivamente…!
—¿Desea el señor prorrogar su entrada? —preguntó el camarero en voz
baja, mientras sustituía rápidamente el mantel amarillo por un
blanco lienzo adamascado; luego depositó en el centro de la mesa un
ramo de tulipanes y puso cubiertos de plata.
Un gigantesco ventilador empezó a zumbar aspirando el aire plebeyo.
Unos lacayos en librea perfumaron el ambiente con vaporizadores,
deslizaron hasta el tablado un tapete rojo como una lengua e
instalaron sillones de cuero gris en toda la sala. Empezaban a
entrar damas ataviadas con elegantísimos trajes de noche y
caballeros con frac, posiblemente miembros de la misma alta sociedad
internacional que Hauberrisser había visto apiñándose en el circo.
En pocos minutos la sala volvió a estar repleta, sin que quedara ni
un solo asiento libre.
Ligero tintineo de cadenas de monóculos, risas sofocadas, frufrú de
sedosos vestidos, perfumados guantes femeninos, ríos de perlas
centelleantes, estallidos de corchos de champagne, ladridos furiosos
de un lulú, hombros de mujer discretamente perfumados, penetrante
olor de cigarrillos caucásicos… La imagen que presentaba la sala
poco rato antes había cambiado por completo.
La mesa de Hauberrisser
fue nuevamente ocupada por cuatro damas: una señora mayor con un
binóculo dorado y tres más jóvenes, a cual de ellas más hermosa.
Eran rusas, de manos finas y nerviosas, pelo rubio y ojos oscuros;
fingían no notar las miradas de los caballeros, aunque no
pestañeaban ni las esquivaban. Un joven inglés cuya vestimenta
desvelaba a distancia un magnífico sastre, se acercó a la mesa e
intercambió unas palabras con ellas. Su rostro era fino y
distinguido, y reflejaba un extremo cansancio. La manga izquierda,
vacía hasta el hombro, pendía flácidamente alargando aún más su alta
y delicada estatura.
Hauberrisser se vio rodeado por gentes a las
que el pequeño burgués de cualquier nación odia instintivamente, de
la misma manera que los chuchos aborrecen a los perros de raza,
criaturas que son y serán siempre un enigma para la masa, siendo
para ella objeto de desprecio y envidia al mismo tiempo, seres
capaces de vadear la sangre sin pestañear, pero que se desmayan al
oír el chirrido de un tenedor en un plato, personas que echan mano
de la pistola por una mirada despectiva y que sonríen tranquilamente
al ser sorprendidos haciendo trampas en el juego, que consideran
normales ciertos vicios que harían santiguarse al burgués y que
preferirían pasar sed durante tres días antes de beber en un vaso
previamente utilizado por otro, que creen en Dios como en algo
evidente, pero que se alejan de él por considerarlo poco
interesante.
Son criaturas que ya no tienen alma y que por ello
suscitan el rechazo de la chusma, que nunca la ha tenido, unos
aristócratas que prefieren morir antes de humillarse y que poseen un
olfato infalible para detectar al proletario en una persona,
clasificándola en peor grado que a las bestias y no obstante
arrojándose a sus pies si por casualidad estuviera sentada sobre un
trono, gentes poderosas que se sienten más desamparados que un niño
en cuanto el destino frunce las cejas…
Unos instrumentos del diablo
y a la vez sus juguetes.
Una orquesta invisible había dejado de tocar la marcha nupcial de
Lohengrin.
Sonó una campana.
En la sala se hizo el silencio.
Sobre el escenario se podía leer una inscripción formada por
diminutas bombillas:
¡La Force de l'Imagination!
De detrás del telón surgió un caballero con aspecto de peluquero
francés, vestido de frac y guantes blancos, medio calvo y con una
barba puntiaguda, las mejillas caídas, ojeras pronunciadas y una
pequeña rosa roja en el ojal. Saludó y sin decir nada más se sentó
en una silla situada en el centro del tablado.
Hauberrisser, suponiendo que escucharía uno de esos discursos de
doble sentido tan habituales en los cabaret, apartó la vista con
enojo en el instante en que el actor empezaba —¿por distracción o
para acompañar alguna broma de mal gusto?— a desabrochar su
vestimenta.
Al cabo de un minuto seguía reinando un silencio absoluto tanto en
la sala como en el escenario.
Luego comenzaron a tocar dos violines de la orquesta y se oyó, como
viniendo de muy lejos, el sonido nostálgico de un altavoz que
entonaba la melodía de,
“Guárdete Dios, hubiera sido tan bonito que
Dios te guarde, no ha podido ser”.
Sorprendido, Hauberrisser cogió
sus prismáticos y los enfocó hacia el escenario. Lo que vio le
espantó tanto que casi se le cayeron de las manos.
¿Qué ocurriría
allí?. ¿Se había vuelto loco de repente?. Un sudor frío le cubrió la
frente… No cabía duda, ¡tenía que estar loco!. Era imposible que el
espectáculo que contemplaba pudiera realmente desarrollarse en el
escenario, ante centenares de espectadores, damas y caballeros que
poco tiempo atrás pertenecían a la mejor sociedad.
Tal vez en una taberna del puerto, en el barrio del Nieuve Dijk, o
en un aula de la Facultad de Medicina a título de curiosidad médica…
Pero ¿aquí?…
¿Acaso estaba soñando?. ¿A lo mejor se había producido un milagro
que atrasara de golpe la aguja del tiempo, situándola en la época de
Luis XV?.
El actor se cubría el rostro con ambas manos, apretándoselo como
alguien que intenta imaginarse una cosa lo más vivamente posible,
poniendo en juego toda la fuerza de su fantasía… Al cabo de unos
minutos se levantó, saludó con una inclinación rápida y desapareció.
Hauberrisser echó un vistazo a las damas de su mesa y a los
espectadores de su entorno. Nadie se había inmutado en lo más
mínimo.
Una princesa rusa fue la única que se permitió la desenvoltura de
aplaudir.
Como si nada hubiera ocurrido, todos volvieron a charlar de la
manera más natural del mundo.
De pronto, Hauberrisser tuvo la impresión de estar rodeado de
fantasmas; pasó los dedos sobre el mantel y aspiró el perfume de
almizcle que emanaba de las flores, pero la sensación de irrealidad
no hizo más que incrementarse.
De nuevo se oyó el sonido estridente de la campana y las luces de la
sala se apagaron.
Hauberrisser aprovechó la ocasión para irse. Una vez en la calle
casi se avergonzó de su agitación. En el fondo, ¿qué había sucedido
que fuese tan horrible?, se preguntó. Nada que no se hubiera
repetido infinitamente en el curso de los siglos de historia de la
humanidad, y de manera mucho peor. Una máscara había caído, una
máscara que siempre ha ocultado la hipocresía consciente o
inconsciente, la falta de temperamento disfrazada de virtud,
monstruosidades generadas por los cerebros de monjes ascetas.
Durante unos cuantos siglos una imagen morbosa, tan colosal como un
templo, había tomado la apariencia de la cultura. Ahora se estaba
desmoronando, dejando en evidencia la putrefacción. Un absceso que
revienta, por muy nauseabundo que sea su aspecto, ¿acaso no es menos
horroroso que su continuo crecimiento?.
Sólo los niños y los locos,
que no saben que los colorines del otoño son los colores de la
descomposición, se lamentan cuando en lugar de la esperada primavera
llega el mortal noviembre.
Por mucho que Hauberrisser se esforzaba tratando de recobrar su
equilibrio y de sustituir el juicio prematuro de la emoción por el
frío razonamiento, el terror no cedía ante los argumentos de la
razón.
Poco a poco, como si una voz tenue le hablara al oído, sílaba a
sílaba, con frases entrecortadas, terminó por percibir nítida y
claramente que su terror no era más que ese miedo confuso y
paralizador de algo que no podía definir, un miedo que conocía desde
hacía mucho tiempo, como un repentino percatarse de que la humanidad
se precipitaba hacia su perdición.
Lo que a uno le cortaba la respiración era el hecho de que una
exhibición que ayer se habría considerado el colmo de lo imposible,
le pareciera hoy al público un espectáculo completamente natural. Se
internó en una de las callejuelas laterales que rodeaban el
caféconcierto, yendo a desembocar en una galería acristalada que le
resultó familiar.
Al doblar la esquina se halló ante la tienda de Chidher el Verde. El
local que acababa de abandonar no era otra cosa que la parte
posterior del curioso edificio de la calle Jodenbree, con su torre
circundada por un tejado plano que ya le había llamado la atención
anteriormente.
Levantó la vista hacia las dos ventanas de cristal deslucidos, se le
aguzó la impresión de irrealidad: en la oscuridad, el edificio
presentaba una extraordinaria semejanza con un gigantesco cráneo
humano que apoyara los dientes de la mandíbula superior sobre el
adoquinado.
Camino de su casa se le ocurrió comparar el fantástico desorden del
interior de aquel cráneo de piedra con la multitud de pensamientos
que se embrollan en el cerebro de las personas. Los enigmas que
seguramente se ocultaban tras aquella frente pétrea se condensaron
en su pecho como un opresivo presentimiento de inquietantes sucesos
que acechaban entre los pliegues del destino. ¿Seguro que la visión
del rostro verde en el Salón de artículos misteriosos había sido un
sueño y nada más que un sueño?, reflexionó.
La figura del viejo judío, inmóvil ante su pupitre, de pronto le
pareció más cercana a un espejismo que a la realidad. Los pies del
hombre, ¿habían tocado el suelo efectivamente?. Cuanto más intentaba
representarse mentalmente la imagen, más dudaba
de su veracidad.
De golpe recordó con nitidez haber visto los cajones del pupitre a
través del caftán.
Una súbita desconfianza de sus sentidos y de la materialidad en
apariencia tan bien establecida del mundo exterior brotó de su alma,
alumbrándolo como un relámpago.
Se acordó de algo que había
aprendido de niño, algo como una llave que abriera el misterio de lo
inexplicable: que la luz de ciertas estrellas de la Vía Láctea,
situadas a unas distancias inconcebibles, necesitan setenta mil años
para llegar a la Tierra; si aquellos mundos se pudieran observar con
un potentísimo telescopio, se verían unos sucesos acontecidos
setenta mil años atrás y ya sumergidos en el reino del pasado, como
si estuviesen ocurriendo en el mismo instante.
Esto significaba que
la infinidad del espacio conservaría eternamente en la luz la imagen
de cada acontecimiento.
La idea lo amedrentaba.
«Debe existir
entonces una posibilidad de resucitar lo pasado, aunque sobrepase el
poder humano» —concluyó para sí mismo.
En ese momento, como si
hubiese una relación entre esta ley del retorno fantástico y la
visión del viejo judío ante su pupitre, le pareció que éste se
materializaba junto a él y se sintió presa del pánico; era como sí
caminara a su lado, invisible, y sin embargo, mucho más presente que
aquella estrella brillante y lejana de la Vía Láctea que todos
pueden ver noche tras noche y que no obstante, quizá lleve ya
setenta mil años apagada.
Se detuvo frente a su vivienda, una casa pequeña, antigua y
estrecha, con solo dos ventanas, precedida de un jardincillo. Abrió
la maciza puerta de haya.
La sensación de estar acompañado era tan nítida que
involuntariamente miró hacia atrás antes de entrar. Subió la
escalera, que era justo lo bastante ancha para una persona — como en
casi todas las casas holandesas— y tan empinada como una escalera de
bomberos, y penetró en su dormitorio. Era un cuarto largo y
estrecho, con el techo de artesonado; en el centro había una mesa y
cuatro sillas.
Todo lo demás, los armarios, las cómodas, el lavabo e
incluso la cama, estaba empotrado en las paredes revestidas de seda
amarilla. Tomó un baño y se acostó.
Al apagar la luz, reparó en un cartón de forma cúbica que se hallaba
sobre la mesa.
«¡Ah!, el Oráculo de Delphos que he comprado en el Salón de
artículos misteriosos» —recordó somnoliento. Al cabo de un rato un
sobresalto lo sacó de su sueño; creyó haber oído un ruido extraño,
como si una mano golpeara el suelo con unas varitas.
¡Debía haber alguien en la habitación!.
¡Pero si había echado el cerrojo de la puerta!. Se acordaba
perfectamente.
Palpó la pared con cuidado en busca del interruptor cuando algo como
una tablilla de madera le golpeó ligeramente en el brazo. En el
mismo instante oyó un ruido en el muro y un objeto de poco peso le
cayó sobre la cara.
Un segundo más tarde lo deslumbró la luz de la bombilla; sonaron de
nuevo los golpes de las varitas.
Provenían del interior de la caja verde que estaba sobre la mesa.
«Se habrá puesto en marcha el mecanismo de esa estúpida calavera de
papel, eso será todo» —gruñó Hauberrisser con enojo.
Asió el objeto
que le había caído encima. Todo lo que pudo discernir con sus ojos
medio adormilados fue que se trataba de un rollo de folios repletos
de letras finas y borrosas.
Lo arrojó al suelo, volvió a apagar la luz y cerró los ojos.
«Tiene
que haberse caído de alguna parte, o puede que haya tocado la puertecilla de algún armario secreto» —se dijo.
Se agolparon en su
cerebro una serie de imágenes cada vez más fantásticas.
Acabó
soñando con un cafre zulú, que tocado con un capirote de lana y
exhibiendo verdes membranas natatorias en los pies, tenía una
tarjeta del conde Ciechonski, mientras que el calavérico edificio de
la calle Jodenbree hacía guiños y muecas.
Lo último que captó del mundo real, antes de sumergirse en los
abismos de un sueño profundo, fue el silbido tembloroso de una
sirena de barco.
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Capítulo IV
El barón Pfeill se dirigía hacia la estación central con la
intención de tomar el tren de la tarde que lo llevaría a su casa de
campo de Hilversum.
Había llegado ya al puerto, atravesando el barullo de los puestos y
tiendas del mercado, cuando el ruido ensordecedor de cientos de
campanas le indicó que eran la seis. No tendría tiempo de coger el
tren.
Rápidamente decidió volver hacia el centro. Casi le aliviaba haber
perdido el tren, puesto que así le quedaban un par de horas para
arreglar un asunto que lo traía de cabeza desde que se despidió de
Hauberrisser.
Se detuvo ante un maravilloso edificio de estilo barroco, con
ladrillos rojos y tejas blancas, situado en la sombría alameda de la
Heerengracht. Durante un instante se quedó mirando la inmensa
ventana corredera que cubría casi toda la fachada del primer piso.
Tiró de la maciza aldaba de bronce.
Transcurrió una eternidad; finalmente, un viejo lacayo en librea,
medias blancas y calzones a media pierna de seda morada, acudió a
abrirle.
—¿Está el doctor Sephardi en casa?. Se acuerda de mí. ¿verdad, Jan?.
Súbale esta tarjeta al señor y pregúntele si…
—El señor ya lo está esperando, Mynheer. Pase, por favor.
El anciano criado subió en primer lugar por una estrecha escalera
revestida de tapices hindúes, las paredes estaban adornadas con
bordados chinos. La escalera era tan empinada que tuvo que apoyarse
en el pasamanos de cobre para no perder el equilibrio.
Un
embriagador olor a sándalo perfumaba toda la casa.
—¿Me está esperando?. ¿Cómo? —preguntó el barón, sorprendido.
Llevaba años sin ver al doctor Sephardi y la idea de ir a visitarlo
se le había ocurrido media hora antes.
Quería comparar sus
respectivos recuerdos de aquel cuadro del rostro verde para obtener
claridad acerca de algunos detalles que de manera extraña
presentaban discordancias entre lo que él recordaba y lo que había
contado a Hauberrisser en el café.
—El señor le ha enviado esta mañana un telegrama a La Haya para
solicitar su visita, Mynheer.
—¿A la Haya?. Hace ya mucho tiempo que vivo en Hilversum. Es pura
casualidad que haya venido hoy a verle.
—Enseguida informaré al señor de que está usted aquí. Mynheer.
El barón tomó asiento y esperó.
Todo, hasta el más mínimo detalle, se encontraba en el mismo lugar
que en otros tiempos: tapetes de seda en los respaldos de las sillas
talladas en madera maciza; dos sillones holandeses al lado de la
espléndida chimenea con sus columnas y azulejos de cerámica verde
incrustada de oro; tapices multicolores de Isfahan cubrían el
alicatado blanco y negro del suelo; princesas japonesas de porcelana
rosa pálido por los rincones; una mesa con un tablero de mármol
negro; retratos pintados por Rembrandt y otros maestros de los
antepasados de Sephardi, unos elegantes judíos portugueses que en el
siglo XVII encargaron la construcción de la casa al célebre Hendrik
de Keyser y que en ella vivieron y murieron.
Pfeill comparó los rostros de aquellos hombres de épocas pasadas con
los rasgos del doctor Ismael Sephardi.
Tenían la misma cara
alargada, los mismos ojos grandes y oscuros en forma de almendra,
los mismos labios delgados y la misma nariz ligeramente arqueada, el
prototipo del judío español orgulloso y de expresión casi
despectiva.
Ninguna huella de evolución se advertía en estos rasgos, habían
permanecido idénticos a través de los siglos. Un minuto más tarde
entró el doctor Sephardi acompañado por una bellísima señorita rubia
que debía tener unos veintiséis años.
—¿De veras me ha mandado un telegrama, querido doctor? —preguntó
Pfeill—. Jan me ha dicho…
—El barón Pfeill posee un sistema nervioso de extrema sensibilidad
—explicó Sephardi sonriendo a la joven dama—. Basta con nombrar un
deseo para que lo cumpla. Ha venido sin haber recibido mi telegrama.
La señorita van Druysen es la hija de un amigo de mi padre —añadió
dirigiéndose a Pfeill—. Ha venido desde Amberes para pedirme consejo
en un asunto del que sólo usted tiene conocimiento. Se trata de un
cuadro, o mejor dicho, podría estar en relación con ese cuadro que
me dijo que había visto un día en Leyden. Era un retrato del
Ahasverus.
Pfeill lo miró lleno de asombro.
—¿Es ésta la razón por la que me ha telegrafiado?.
—Sí. Ayer fuimos a Leyden para contemplar el cuadro, pero nos
dijeron que nunca ha existido tal cuadro en aquella colección. El
director, Holwerda, al que conozco bien, me afirmó con rotundidad
que su museo no contenía cuadro alguno, sino antigüedades egipcias…
—Permítame explicar al señor porqué me interesa tanto este asunto
—dijo la joven entrando resueltamente en la conversación—. No quiero
aburrirle con la historia de mi familia, barón. Intentaré ser lo más
breve posible. Un hombre, o mejor, una aparición, jugó un papel muy
importante en la vida de mi padre, a quien amé infinitamente. A
veces, absorbía todos sus pensamientos durante meses. Entonces yo
era demasiado joven y quizás demasiado superficial para comprender
la vida interior de mi padre (mi madre había muerto ya mucho antes),
pero ahora todo el pasado ha resucitado en mí y me atormenta una
constante inquietud que me empuja a descifrar cosas que debía haber
aprendido hace mucho tiempo.
Me tomará por una exaltada si le digo
que preferiría morir hoy que mañana. Ni el vividor más desilusionado
estará tan cerca del suicidio como yo… Lo del cuadro, o la
aparición, ¿qué podría significar?. No sé prácticamente nada de
ello. Sólo sé que siendo niña, cuando interrogaba a mi padre sobre
la religión o sobre Dios, me solía decir que pronto llegaría el
momento en que la humanidad habría agotado todos sus recursos y que
entonces toda la obra humana sería barrida por un huracán
espiritual.
Los únicos que sobrevivirían a la catástrofe son
aquellos capaces de contemplar en sí mismos el rostro verde del
precursor, del hombre primordial que no conoce la muerte. Estas eran
sus palabras exactas.
Cada vez que mi curiosidad se excitaba y le preguntaba cómo era ese
precursor, si era un hombre vivo o un espectro, o Dios mismo, y cómo
lo reconocería si me topara con él, me contestaba:
«No te preocupes,
hija, no es ningún espectro, y aunque se te presentara como tal, no
temas nada: es el único hombre sobre la Tierra que no es un
espectro. Lleva en la frente un vendaje negro bajo el cual oculta el
símbolo de la vida eterna, porque el que lleve el símbolo al
descubierto y no profundamente escondido, es como si llevara la
marca de Caín. Puedes tropezar con él en cualquier lugar, muy
probablemente cuando menos lo esperes…»
Tras un corto silencio, continuó:
—Cuando al cabo de muchos años estalló esta horrible guerra, que
tanto ha desacreditado al cristianismo…
—Perdón —la interrumpió Pfeill—, a la cristiandad. Son cosas muy
distintas.
—Sí, desde luego, la cristiandad. Entonces pensé que mi padre
predijo el futuro, que había hecho alusión a esta inmensa matanza…
—Estoy seguro de que no aludía a la guerra —intervino Sephardi—.
Acontecimientos de esta naturaleza, por muy horribles que sean, sólo
afectan a quienes realmente los viven en su propia carne. Esta
guerra ha dividido a los hombres en dos grupos que ya no podrán
comprenderse: unos han visto el terror del infierno y mientras vivan
conservarán su visión dentro del corazón, a otros sólo les ha
llegado la tinta negra de los periódicos. Yo soy de los últimos;
confieso francamente y sin avergonzarme que los sufrimientos de
tantos millares de personas no me han dejado ninguna huella. ¿Por
qué iba a mentir?. Si otros afirman lo contrario y dicen la verdad,
estoy dispuesto a inclinarme humildemente ante ellos. Pero no creo
que haya muchos… Perdóneme, señorita, la he interrumpido. «Es un
alma muy íntegra» —pensó Pfeill, observando con satisfacción el
sabio y orgulloso rostro de Sephardi.
—En aquel tiempo —continuó la joven— pensaba que mi padre se refería
a la guerra; pero poco a poco he ido percatándome de lo que mi padre
quería decir al declarar que la humanidad se vería desprovista de
sus últimos recursos. Cuando le hablé al doctor Sephardi del hombre
primordial, así lo llamaba mi padre, preguntándole si no se trataría
de una simple ilusión mental, recordó haberle oído hablar de cierto
cuadro…
—Que desafortunadamente no existe —Pfeill terminó la frase—. Es
cierto que le hablé al doctor Sephardi de este retrato. También es
verdad que estaba convencido de haberlo visto en Leyden hace años.
Pero ahora estoy seguro de que no lo he visto nunca, ni en Leyden ni
en ninguna otra parte.
»Esta tarde he hablado con un amigo acerca del retrato y nuevamente
lo he visto en mi recuerdo enmarcado y colgado de la pared. Pero más
tarde, cuando me dirigía hacia la estación, repentinamente comprendí
que el marco no era más que una invención de mi fantasía para
materializar lo que únicamente existía en mi cabeza. Entonces decidí
venir aquí para preguntar al doctor Sephardi si en realidad le había
comentado algo de este cuadro o si incluso este comentario lo había
soñado.
»Esta imagen, ¿cómo puede haber penetrado en mi mente?. Para mí es
un misterio. El retrato me ha perseguido a menudo, hasta en sueños.
¿Acaso soñé que se hallaba expuesto en Leyden y luego mezclé el
sueño con la realidad?.
»La cosa se complica aún más por el hecho de que mientras hablaba
usted de su padre, señorita, el rostro se me ha aparecido con una
nitidez escalofriante, vivo y con los labios temblorosos, como si
fuesen a decir algo, de ningún modo muerto e inerte como en una
pintura.
De golpe se calló. Parecía como si estuviera escuchando en su
interior el murmullo de la aparición.
Algo turbados, el doctor Sephardi y la joven guardaron silencio. De
la calle llegaba el sonido de uno de aquellos grandes órganos que
por la tarde solían recorrer la ciudad lentamente, arrastrados por
un par de poneys.
—Lo único que puedo suponer —comenzó Sephardi al cabo de un rato— es
que en este caso se trata de una especie de estado hipnótico. Un día
usted vivió algo en su sueño, es decir, inconscientemente, y más
tarde, la experiencia se confundió con los acontecimientos
cotidianos bajo la apariencia de un retrato, convirtiéndose así en
aparente realidad. No tema que esto sea patológico o anormal —añadió
al advertir en Pfeill un gesto de rechazo— estas cosas son mucho más
frecuentes de lo que se cree.
Si se descubriera su verdadero origen,
estoy convencido de que se nos caería la venda de los ojos y
participaríamos en esa vida paralela que en nuestro estado actual
experimentamos sin saberlo durante nuestro sueño. Lo que escriben
los extáticos místicos cristianos sobre el “segundo nacimiento” sin
el cual sería imposible “ver el reino de Dios”, no me parece que sea
sino el despertar de un Yo muerto hasta ese momento a un reino que
existe con independencia de los sentidos, en una palabra, al
“Paraíso”.
Tomó un libro de una estantería y les enseñó un grabado.
—El sentido del cuento de la Bella Durmiente se refiere seguramente
a esto, y tampoco sabría interpretar de otra manera esta antigua
representación alquimista titulada “El segundo nacimiento”: un
hombre desnudo que se levanta de su ataúd, junto a una calavera con
una vela encendida sobre la coronilla. ¡Ah!, antes de que se me
olvide, a propósito de los cristianos extáticos: la señorita van
Druysen y yo asistiremos esta noche a una reunión de este tipo en el
Zee Dijk. Es cosa curiosa, pero también ahí aparece el rostro verde.
—¿En el Zee Dijk? —preguntó Pfeill riendo—. ¡Pero si es el barrio de
los maleantes!. Les habrán tomado el pelo.
—Dicen que ya no está tan mal frecuentado como antes, sólo queda una
taberna de marineros, de muy mala fama, eso sí, el “Príncipe de
Orange”. Los demás habitantes del barrio son unos pobres artesanos
inofensivos.
—También vive allí un anciano algo original, con su hermana; se
llama Swammerdam, está loco por su colección de mariposas y a ratos
se cree que es el rey Salomón. Nos ha invitado —dijo alegremente la
joven—. Mi tía, una señorita de Bourignon, lo ve a diario. Bueno,
¿qué me dice de mi distinguido parentesco?. Para prevenir cualquier
equívoco, diré que es una respetable canóniga del convento de las
Beguinas y profesa una devoción desbordante.
—¡¿Qué?!. ¿El viejo Swammerdam vive aún? —exclamó el barón entre
risas—. Habrá pasado ya de los noventa, ¿no?. ¿Sigue teniendo
aquellas suelas de goma que medían dos dedos de espesor?.
—¿Lo conoce?. ¿Qué tipo de persona es, en el fondo?. ¿Es en verdad
un profeta como afirma mi tía?. Por favor, cuénteme algo sobre él.
—Con gran placer, si eso le gusta, señorita. Pero tengo que darme
mucha prisa y despedirme prácticamente ya si no quiero volver a
perder mi tren. En todo caso, le digo adiós de antemano. No espere
nada fantástico, lo que le puedo contar es simplemente divertido.
—Tanto mejor.
—Pues bien. Conozco a Swammerdam desde que tengo catorce años. Más
tarde lo perdí de vista, naturalmente. Yo, en aquellos tiempos, era
un golfo tremendo y me apasionaba todo lo que no fuese estudiar.
Entre otras cosas coleccionaba insectos y tenía terrarios con
reptiles de todas clases. Nada más descubrir en alguna tienda
especializada una rana o un sapo asiático tan grande como un bolso,
los adquiría para encerrarlos en grandes vitrinas con calefacción.
Por las noches el croar era tan ensordecedor que temblaban las
ventanas de todo el vecindario.
»¡Y anda que no tragaban sabandijas los bichos!. Tenía que
acarrearlas por sacos.
»Si hoy hay tan pocas moscas en Holanda, se debe únicamente a mi
afán de entonces por hallar alimentos para mis bestias. Las
cucarachas, por ejemplo, las exterminé yo. Y eso que casi nunca veía
a mis ranas; durante el día se escondían bajo las piedras y por las
noches mis padres insistían en que me acostara y durmiera.
»Al final mi madre me aconsejó que pusiera en libertad a las bestias
y guardara sólo las piedras: vendría a ser lo mismo y sería más
cómodo; pero yo, evidentemente, rechacé con vehemencia esta
proposición absurda.
»Mi afán por coleccionar insectos se convirtió pronto en la
comidilla de la gente y me acarreó la benevolencia de la sociedad
entomológica que en aquel tiempo estaba formada por un barbero de
piernas combadas, un comerciante de pieles, tres maquinistas
jubilados y un disector del museo de ciencias naturales. Este último
no se atrevía a participar en las excursiones de sus compinches
porque su mujer se lo tenía prohibido. Todos los miembros del grupo
eran ancianos frágiles que coleccionaban mariposas o escarabajos y
que veneraban una bandera de seda con letras bordadas que decía:
“Osiris, Sociedad de investigaciones biológicas”. Me aceptaron como
miembro a pesar de mi juventud. Conservo todavía un diploma que
termina diciendo: “Le brindamos nuestro mejor saludo biológico”.
»Pronto me di cuenta de la razón por la cual habían deseado tanto mi
entrada en el club.
»De estos ancianos biologistas, algunos estaban medio ciegos y por
lo tanto eran incapaces de dar con los escondrijos de los
lepidópteros nocturnos, otros apenas si podían caminar a través de
las dunas a causa de sus varices. Algunos, en el momento preciso de
agitar las redecillas para capturar un pavón 2, sufrían ataques
agudos de tos, de manera que la presa solía escapárseles.
2 Mariposa con manchas
redondeadas, a modo de ojos, en las alas, que recuerdan a los
dibujos del plumaje del pavo real.
Yo no
ostentaba ninguna de estas minusvalías y descubrir un gusano sobre
una hoja a unos cuantos kilómetros de distancia era como un juego
para mí. Por ello, no fue nada sorprendente que aquellos viejos
listillos pensaran en servirse de mí y de un compañero de estudios
como perros de caza.
»Sólo uno de ellos, Jan Swammerdam, que por aquel entonces andaría
por los sesenta y cinco años, me aventajaba en este arte. Con sólo
revolver una piedra encontraba siempre una larva de escarabajo u
otra cosa interesante.
»Pasaba por haber alcanzado el don de la clarividencia en este
dominio, gracias a su impecable modo de vida.
»Ya saben ustedes, en Holanda se estima mucho la virtud. Nunca lo vi
vestir otra cosa que su levita negra; entre los homoplatos se le
perfilaba la marca redonda de la redecilla que llevaba debajo del
chaleco y cuyo mango verde asomaba por las faldillas. ¿Por qué no
llevaba nunca un cuello de camisa, sino un ribete doblado que había
recortado de un viejo mapa de tela?. Me enteré un día que fui a
visitarlo en su buhardilla: «No puedo abrirlo», me explicó señalando
el armario que contenía su ropa. «La Hipocampa Milhauseri, una oruga
muy rara, se ha transformado en crisálida justo al lado de la
bisagra y tardará tres años en salir».
»Hacíamos nuestras excursiones en tren. Sólo Swammerdam iba andando,
porque era demasiado pobre para pagarse los viajes. Para no gastar
las suelas de sus zapatos solía untarlas con una misteriosa solución
de caucho, la cual se endurecía con el tiempo y llegaba a tener un
espesor de varios centímetros. Se ganaba la vida vendiendo algunos
bastardos de mariposas poco habituales que de vez en cuando
conseguía criar. No obstante, los ingresos eran insuficientes, y su
esposa, que siempre aceptaba sus caprichos con una sonrisa, se murió
de inanición. A partir de aquel momento, la despreocupación de
Swammerdam por los problemas financieros fue absoluta y empezó a
vivir únicamente por su ideal: quería encontrar cierto escarabajo
verde que según los científicos está especializado en vivir a una
profundidad de treinta y siete centímetros, pero sólo en lugares
cubiertos de estiércol de oveja.
»Mi compañero y yo dudábamos de que el escarabajo habitara en
semejantes lugares. Éramos lo bastante malvados como para distribuir
de vez en cuando un poco de estiércol, que para este fin solíamos
llevar en los bolsillos, en sitios particularmente duros de las
calles. Nos regocijábamos sobremanera cuando Swammerdam, al percibir
los excrementos, se ponía a excavar como un topo enloquecido. Una
mañana, sin embargo, se produjo un verdadero milagro que nos
conmovió hondamente.
»Otra vez estábamos de excursión. A la cabeza caminaban los ancianos
berreando el cántico de la asociación:
»“Euperpia púdica (Este es el nombre latino de una bella mariposa)
no hay aquí, qué lástima. Pero si las hubiera, las guardaría
enseguida en mi bolsillo”.
»Swammerdam iba en cola, alto, delgado, negro, la pala sobre el
hombro. Una
expresión realmente bíblica transfiguraba su vieja cara entrañable.
Cuando le preguntamos por la causa nos respondió con aire
misterioso, revelándonos tan sólo que aquella noche había tenido un
sueño muy prometedor.
»Poco después dejamos caer disimuladamente un poco de estiércol.
Swammerdam lo descubrió, se detuvo, se quitó el sombrero, respiró
profundamente, y temblando de fe y esperanza, miró largamente al
sol, hasta que sus pupilas alcanzaron el tamaño de cabezas de
alfileres. Entonces se agachó y comenzó a cavar con tanta fuerza que
las piedras volaban a su alrededor. Mi compañero y yo estábamos a su
lado; Satán retozaba en nuestros corazones.
»De improvisto Swammerdam palideció, dejó caer la pala, y las manos
crispadas sobre la boca, clavó la vista en el hoyo que había
abierto.
»Sus dedos temblorosos sacaron a la luz un escarabajo de reflejos
verdes.
»Estaba tan emocionado que no pudo pronunciar palabra durante largo
rato. Dos espesas lágrimas se deslizaron sobre sus mejillas.
Finalmente nos contó en voz baja: —Esta noche se me ha aparecido en
sueños el espíritu de mi mujer, con el rostro tan radiante como una
santa. Me ha consolado prometiéndome que hoy hallaría el escarabajo.
—Mi amigo y yo, como dos criminales, nos marchamos a hurtadillas, y
durante todo el día la vergüenza nos impidió mirarnos a los ojos.
»Mi compañero me comentó más tarde que durante mucho tiempo le había
horrorizado su propia mano, esa mano que en el momento de gastarle
una broma cruel al pobre viejo quizás había sido el instrumento de
una santa.»
Al caer la noche el doctor Sephardi acompañó a la señorita van
Druysen al Zee Dijk, una callejuela oscura que se hallaba en el
barrio de peor fama de Amsterdam, cerca de la sombría iglesia de San
Nicolás, en el punto de confluencia de dos canales.
La luz rojiza de
una feria veraniega en plena actividad, cuyos puestos y tiendas
estaban instalados en una calle vecina, subía al cielo y espesaba el
aire al mezclarse con la blanca neblina de la ciudad y con el brillo
de la luna llena, formando un fantástico vaho opalino donde flotaban
las sombras de los campanarios como largos triángulos puntiagudos de
velo negro.
El ruido de los motores que movían los columpios se
parecía a los latidos de un enorme corazón.
La música jadeante de los órganos, los redobles de los tambores y
las estridentes voces de los vendedores ambulantes llenaban las
lóbregas calles con sus vibraciones.
Todo evocaba un espectáculo que
apareciese iluminado por antorchas, donde oleadas de personas se
apretaran ante los bastos puestos de chucherías que ofrecían toda
clase de dulces y panes de especias; carreras veloces de
multicolores caballitos, columpios balanceándose rápidamente,
cabezas de moro con una pipa de yeso como blanco, loros chillones
sobre aros plateados, monos que hacían muecas, todo ello sobre un
fondo de estrechas fachadas, parecidas a una tropa de gigantes
negruzcos con ojos cuadrados y enrejados.
La morada de Jan Swammerdam se hallaba en el cuarto piso, lejos del
alboroto de la feria, en un edificio inclinado hacia adelante en
cuyo sótano se ubicaba la mal afamada taberna “Príncipe de Orange”.
Un olor a yerbas y plantas disecadas emanaba de una pequeña
droguería situada junto a la entrada de la casa. Un letrero indicaba
además que durante el día un cierto Lázaro Eidotter abastecía de
aguardiente el barrio del Zee Dijk. El doctor Sephardi y la señorita
van Druysen subieron la empinada escalera y fueron recibidos por una
vieja dama de pelo cano y rizado y grandes ojos infantiles.
Era la
tía de la joven van Druysen.
Les saludó muy cordialmente, diciendo:
—¡Bienvenida Eva, y bienvenido tú, rey Gaspar, en el nuevo
Jerusalén!.
Seis personas que formaban un recogido círculo en torno de la mesa
se levantaron algo embarazadas para ser presentados por la señorita
de Bourignon.
—Aquí Jan Swammerdam y su hermana.
La hermana de Swammerdam era una ancianita arrugada, tocada a la
manera holandesa, con cofia y “krulltjes”. No cesaba de hacer
reverencias.
—El señor Lázaro Eidotter, que no forma parte de nuestro circulo
espiritual pero que desempeña el papel de Simón, el portador de la
cruz…
—Y también vivo en esta casa, con permiso —añadió lleno de orgullo
Eidotter, un viejo judío de origen ruso que se vestía con un talar.
—Ahora la señorita Mary Faatz, del Ejército de Salvación, que en
nuestro grupo lleva el nombre de Magdalena… y nuestro querido
hermano Ezequiel —señaló con la mano hacia un joven de cara
esponjosa, como hecha de pasta amasada, y marcada por hoyos de
viruela; los ojos inflamados, sin pestañas—. Es empleado de la
droguería de abajo. Su nombre espiritual es Ezequiel porque juzgará
a las generaciones cuando se haya cumplido el tiempo.
El doctor Sephardi dirigió una mirada interrogante a la señorita van
Druysen.
La señorita de Bourignon, que se había dado cuenta del desconcierto
de Sephardi, explicó:
—Llevamos todos un nombre espiritual; Jan Swammerdam, por ejemplo,
es el rey Salomón, su hermana se llama Sulamita y yo soy Gabriela,
que es el femenino del arcángel Gabriel, pero por lo general me
llaman la “guardiana del umbral” porque tengo la misión de recoger
las almas perdidas en el mundo y reconducirlas al paraíso. Dentro de
poco entenderá mejor todo esto, señor doctor, porque usted es uno de
los nuestros aunque no lo sepa. ¡Es el rey Gaspar!. ¿Nunca ha
sentido los dolores de la Crucifixión?.
La confusión de Sephardi continuaba aumentando.
—Me temo que la hermana Gabriela sea algo impetuosa —interrumpió Jan
Swammerdam sonriendo—. Hace ya muchos años que resucitó en esta casa
un verdadero profeta del Señor, encarnándose en la persona de un
sencillo zapatero llamado Anselm Klinkherbogk. Lo conocerán hoy
mismo. Vive en el piso de arriba. De ninguna manera somos
espiritistas, como ustedes pudieran creer. Casi diría: todo lo
contrario, porque no tenemos nada que ver con el reino de los
muertos. Nuestra meta es la vida eterna.
Ahora bien, en cada nombre
hay una fuerza oculta, y si repetimos incesantemente este nombre en
nuestro corazón, sin abrir la boca, hasta que termine por llenar
nuestro ser entero día y noche, entonces atraemos hacia nuestra
sangre su fuerza espiritual, que circulará por nuestras venas y a la
larga transformará nuestros cuerpos. Esta paulatina transformación
de nuestro cuerpo (porque solamente él necesita ser transformado, el
espíritu es perfecto desde el principio) se manifiesta en un abanico
de sensaciones que anticipan un estado que denominamos “el segundo
nacimiento espiritual”.
»Consiste, por ejemplo, en un dolor taladrante, roedor, que viene y
se va sin que sepamos por qué; al principio sólo martiriza la carne
pero luego penetra hasta los huesos atravesándonos totalmente, hasta
que se manifiestan los síntomas del “primer bautismo”, el “bautismo
del agua”, que indica que hemos alcanzado el primer grado de la
Crucifixión: son los estigmas de las manos, unas heridas que se
abren de manera inexplicable y de las cuales sale agua.
Swammerdam y los demás, a excepción de Lázaro Eidotter, mostraron
sus manos, en las que se veían profundas cicatrices redondas que
parecían causadas por clavos.
—¡Pero si eso es pura histeria! —exclamó consternada la señorita van
Druysen.
—Llámelo histeria si quiere, señorita. Esta histeria que padecemos
nosotros no tiene nada de enfermizo. Hay una gran diferencia entre
histeria e histeria. Sólo aquélla que se traduce en éxtasis y
trastornos mentales tiene un carácter patológico y degrada a quienes
la sufren; pero esta otra forma restablece el orden mental y nos
eleva, iluminándonos, conduciéndonos a esa visión directa que es
superior a la comprensión a través del pensamiento. En las
Escrituras esta meta se llama la “palabra interna”. De la misma
manera que piensa el hombre de nuestro tiempo, murmurando palabras
en su cerebro sin darse cuenta, así el hombre regenerado hablará
otra lengua misteriosa, con nuevas palabras que no se prestan ni a
conjeturas ni a equívocos. El lenguaje deja de ser un pobre medio de
comunicación para convertirse en una revelación de la verdad bajo
cuya luz desaparece todo error, porque en lugar de yuxtaponerse, los
anillos mágicos del pensamiento se engarzan como en una cadena.
—¿Usted ha llegado a este nivel, señor Swammerdam?.
—De haberlo alcanzado no estaría aquí, señorita.
—Ha dicho que el hombre normal piensa generando palabras en la
mente. ¿Qué sucede con los sordomudos de nacimiento, que no conocen
ninguna lengua? —preguntó Sephardi con interés.
—Pasarán por una parte en imágenes y por otra en la lengua original.
—¡Déjeme decir algo también, Swammerdam! —interrumpió Lázaro
Eidotter, deseoso de participar en la discusión—. Usted conoce la
Cabala, pero yo también la he estudiado. “En el principio fue el
Verbo” es una mala traducción. Bereschit significa “ser inteligente”
y no “en el principio”. ¿Por qué entonces “en el principio”?.
—¡El ser inteligente! —murmuró Swammerdam que durante un rato
permaneció sumergido en profundas cavilaciones—. No sé. No obstante
el sentido sigue siendo el mismo.
Los demás habían escuchado en silencio, intercambiando miradas
significativas.
Eva van Druysen intuyó que la expresión “ser inteligente” había
evocado en ellos el “rostro verde oliváceo”. Miró interrogadora a
Sephardi y éste le contestó con una seña casi imperceptible.
—¿De qué modo recibió su amigo el don de la profecía y cómo se
manifiesta? — preguntó Sephardi rompiendo el silencio, ya que nadie
parecía dispuesto a hablar.
Jan Swammerdam pareció emerger de un sueño.
—¿Klinkherbogk?. Pues… —intentó concentrarse— Klinkherbogk ha
dedicado toda su vida a buscar a Dios con tanta intensidad que ello
absorbía todos sus pensamientos. Durante muchos años esta sed
persistente le quitaba el sueño. Una noche que como de costumbre se
hallaba ante su bola de cristal, (esas bolas que colocan los
zapateros delante de una vela encendida, para ver mejor, ya saben),
cuando una forma nació en el punto luminoso del centro de la bola y
se acercó a él.
Entonces se repitió lo que está escrito en el
Apocalipsis, el ángel le dio un libro diciendo: “Toma y devóralo; te
pesará en las entrañas, pero en tu boca será dulce como la miel”. La
aparición tenía el rostro tapado, pero la frente estaba al
descubierto y en ella ardía una resplandeciente cruz verde.
Eva van Druysen recordó las palabras de su padre acerca de los
fantasmas que lucían abiertamente la marca de la vida eterna, y por
un instante se sintió helada de terror.
—Desde entonces Klinkherbogk posee la “palabra interna” —continuó
Swammerdam—. Ella le decía, y a mí también a través de su boca,
puesto que en aquella época yo era su único discípulo, cómo debíamos
vivir para comer del árbol de la vida que se halla en el paraíso. La
promesa que nos fue hecha era: un poco de tiempo aún y todas las
aflicciones de la existencia terrestre se apartarán de nosotros, y
todo lo que la vida nos quite nos será devuelto con creces igual que
a Jacob.
El doctor Sephardi estaba a punto de objetar que era peligroso e
ilusorio prestar fe a tales profecías nacidas del subconsciente,
pero recordó a tiempo del relato del barón Pfeill sobre el
escarabajo verde. Comprendió que de todas maneras era demasiado
tarde para cualquier tipo de advertencia.
El anciano debió adivinar en parte la orientación de sus
pensamientos, puesto que siguió diciendo:
—Han pasado ya cincuenta años desde que nos fue hecha la promesa,
pero hay que armarse de paciencia, y ocurra lo que ocurra,
perseverar en el ejercicio que consiste en murmurar incesantemente
nuestro nombre espiritual dentro de nuestro corazón, hasta que el
segundo nacimiento se haya consumado.
Había pronunciado las palabras con calma y aparentemente confiado,
pero un ligero temblor en su voz, como si presintiera una cruel
desesperación, traicionaba su esfuerzo por dominarse y no quebrantar
la fe de los demás.
—¡Cincuenta años lleva usted practicando ese ejercicio!. ¡Qué
horror! —exclamó involuntariamente el doctor Sephardi.
—¡Ah!, pero si es divinamente bonito ver cómo todo se cumple
—susurró efusivamente la señorita de Bourignon— y cómo afluyen aquí
los altos espíritus del universo para reunirse en torno a Abram (es
el nombre espiritual de Anselm Klinkherbogk, ¿saben?, porque es el
patriarca), y aquí, en este miserable barrio de Amsterdam, colocan
la primera piedra del nuevo Jerusalén. Ha venido Mary Faatz (era
antes una prostituta y ahora es la piadosa hermana Magdalena)
—explicó en voz baja a su sobrina, cubriéndose la boca con la mano—
y… Lázaro ha sido resucitado de entre los muertos… ¡Ah!, es verdad,
Eva, no te comenté nada de ello en la carta que te envié hace poco
para invitarte a asistir a nuestras reuniones. ¡Imagínate!. ¡Lázaro
ha sido resucitado por Abram!.
Jan Swammerdam se levantó, se acercó a la ventana y guardó silencio
mientras contemplaba la oscuridad.
—¡Sí, sí, auténticamente resucitado de entre los muertos!. Yacía
como muerto en su tienda cuando Abram entró y lo resucitó.
Todas las miradas se centraron sobre Eidotter que se apartó confuso,
y gesticulando y encogiéndose de hombros, explicó en voz baja al
doctor Sephardi que había algo de cierto en el asunto.
—Sin conocimiento, así sí que estaba. Muerto, tal vez. ¿Por qué no
iba a estar muerto, con lo viejo que soy?.
—Por eso te conjuro, Eva —dijo la señorita de Bourignon,
dirigiéndose a su sobrina enfáticamente— únete a nosotros, porque el
reino de los cielos se aproxima y los últimos serán los primeros.
El empleado de la droguería, que hasta el momento había estado
sentado junto a la hermana Magdalena, se levantó bruscamente, golpeó
la mesa con el puño cerrado, y con los ojos inflamados muy abiertos,
gritó balbuceante:
—Sí, sí, sí… L-l-los primeros s-s-serán l-los ul-últimos, y es más
fácil que un a-ca-ca…
—El espíritu está entrando en él. El Logos habla por su boca
—exclamó la guardiana del umbral—. ¡Eva, conserva en tu corazón cada
una de sus palabras!.
—…Ca-camello pa-pase por el o-jo de una ag-ag…
Jan Swammerdam se acercó rápidamente al poseído, en cuya cara se
pintaba una expresión de maldad bestial, y lo calmó con unos roces
magnéticos aplicados sobre la frente y sobre la boca.
—Es sólo el “contraste”, así lo llamamos nosotros —dijo la anciana
hermana Sulamita con ánimo de tranquilizar a la señorita van Druysen
que en su espanto se había precipitado hacia la puerta—. El hermano
Ezequiel padece a veces ataques en los que su naturaleza inferior se
impone. Pero se le pasará pronto.
El empleado se había dejado caer, y a cuatro patas en el suelo,
gruñía y ladraba como un perro, mientras que la chica del Ejército
de Salvación, arrodillada a su lado, le acariciaba el pelo
suavemente.
—No piense mal de él. Todos somos pecadores y el hermano Ezequiel
pasa su vida, día tras día, aquí abajo, encerrado en este siniestro
almacén. Así sucede que cuando por casualidad ve a gente rica
—perdone que le hable con tanta franqueza, señorita— la amargura se
ceba en él y lo trastorna. Créame señorita, la pobreza es una carga
muy pesada. ¿De dónde sacará un joven corazón como el suyo la
necesaria fe en Dios para soportarla?.
Por primera vez en su vida, Eva van Druysen vislumbró los abismos de
la existencia, y lo que antes había leído en los libros se irguió
ahora ante ella en toda su terrible realidad.
Pero sólo había sido
un efímero relámpago, apenas suficiente para iluminar las abismales
tinieblas.
«Cuanto más horrible debe ser lo que dormita en las profundidades
donde tan raramente penetran los ojos de una persona favorecida por
el destino» —se dijo a sí misma.
Un alma acababa de mostrársele en su odiosa desnudez, como liberada
por una especie de explosión espiritual de los despojos impuestos
por las conveniencias, un alma rebajada al rango de una bestia en el
mismo instante de pronunciarse las palabras de aquél que por amor
dejó su vida en la cruz.
Eva se sintió profundamente espantada al percatarse de su inmensa
complicidad, establecida por el simple hecho de pertenecer a una
clase social privilegiada y por haberse desinteresado con tanta
naturalidad de los sufrimientos ajenos; un pecado de omisión
minúsculo como un grano de arena en cuanto a la causa y devastador
como un aluvión en cuanto a sus efectos.
Su terror era comparable al
de una persona que en su distracción creyese jugar con una cuerda y
de repente notara que tiene en la mano una serpiente venenosa.
Cuando la hermana Sulamita comentó la pobreza del empleado, su
primera reacción fue echar mano del monedero, era el típico reflejo
emotivo que intenta sobreponerse a la razón. Luego le pareció
inoportuna la ocasión de ayudar y la firme decisión de reparar mejor
y con más eficacia lo omitido ocupó el lugar de la acción. De nuevo
había salido victorioso el viejo truco, ganar tiempo hasta que hayan
pasado los arranques de compasión. Mientras tanto Ezequiel se había
recuperado de su ataque y lloraba en silencio.
Sephardi, que como todos los distinguidos judíos portugueses en
Holanda seguía aferrado a la ancestral costumbre de no ir nunca a
una casa ajena sin llevar un pequeño regalo, aprovechó la ocasión
para liberar al enfermo de la atención general.
Desembaló un
fumigatorio plateado y lo entregó a Swammerdam.
—¡Oro, incienso y mirra!… ¡Los tres Reyes Magos de Oriente! —murmuró
la “guardiana del umbral” con la voz sofocada por la emoción y
dirigiendo la vista piadosamente hacia el techo—. Cuando ayer
supimos que iba usted a venir acompañado de Eva, Doctor, Abram le
dio el nombre espiritual de Gaspar, y ahora ha venido trayendo el
incienso. El rey Melchor, que en la vida real se llama Barón Pfeill
(lo sé por la pequeña Katje) ha aparecido hoy también en espíritu
—llena de misterio, se volvió hacia los demás, que la escuchaban con
sorpresa— y ha enviado dinero. ¡Ah, en este momento veo con los ojos
del espíritu!. También Baltasar, el rey negro, está cerca de
nosotros.
Hizo un guiño a Mary Faatz, la cual le contestó con una mirada
cómplice.
La hermana Gabriela continuó:
—Sí, la hora del fin de los tiempos
se acerca con pasos agigantados… Unos golpes en la puerta la
interrumpieron; Katje, la nieta del zapatero Klinkherbogk entró
en la habitación e hizo el siguiente anuncio:
—¡Rápido, subid todos!. El abuelo está teniendo su segundo
nacimiento.
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Capítulo V
Eva van Druysen retuvo un momento al viejo coleccionista de
mariposas antes de seguir a los demás, que subían ya a la buhardilla
de Klinkherbogk.
—Disculpe, señor Swammerdam, sólo quería hacerle una breve pregunta,
aunque en realidad tendría muchas cosas que preguntarle. Lo que
acaba de decir acerca de la histeria y sobre la fuerza oculta de los
nombres me ha emocionado hondamente, pero por otra parte…
—¿Me permite que le dé un consejo, señorita? —Swammerdam se paró y
la miró a los ojos con gravedad—. Comprendo muy bien que lo que
acaba de escuchar haya podido desconcertarla. No obstante puede
sacarle gran provecho si lo toma como una primera lección y si no
busca instrucciones espirituales en otros sino en sí misma. Sólo las
enseñanzas que proceden de nuestro propio espíritu llegan a buena
hora, porque nos encuentran maduros para recibirlas. En cuanto a las
revelaciones hechas a otros, debe mostrarse ciega y sorda. El
sendero que conduce a la vida eterna es delgado como el filo de un
cuchillo; ni podrá ayudar a otros cuando los vea titubear, ni
tampoco esperar ayuda de ellos. El que mira a los demás pierde el
equilibrio y cae en picado. Aquí no hay, como en el mundo, un avance
colectivo; sin embargo es imprescindible tener un guía, pero éste
debe surgir del reino del espíritu. Únicamente en los asuntos
terrestres podrá servirle de guía otro ser humano.
»Todo lo que no surge del espíritu es polvo inerte, no hay que rezar
a ningún otro Dios que no sea aquel que se manifiesta en nuestra
alma.
—¿Y si en mí no se revela ningún Dios? —preguntó Eva con
desesperanza.
—Entonces tiene que llamarlo en silencio, poniendo todo el fervor
del que sea capaz.
—¿Usted cree que entonces vendría?. ¡Sería demasiado fácil!.
—¡Vendrá!. Pero, no se asuste, primero vendrá para juzgar sus actos
pasados, como el Dios terrible del Antiguo Testamento, que dijo:
“Ojo por ojo y diente por diente”. Se manifestará a través de
cambios bruscos en su vida externa. Primero debe perderlo todo,
incluso… —Swammerdam bajó mucho la voz, como temiendo que ella
pudiera entenderlo
— incluso perder a Dios, si quiere volver a hallarlo siempre de
nuevo. Y hasta que no haya depurado la imagen que tiene de El, y no
esté despojada de toda idea de forma, y de toda noción de
exterioridad e interioridad, de creador y criatura, de espíritu y
materia, no podrá…
—¿…Verlo?.
—No, eso nunca. Pero se verá a sí misma a través de Sus ojos.
Entonces se habrá liberado del polvo, porque su vida no será suya
sino la de El, y su conciencia dejará de depender del cuerpo, el
cual caminará hacia la tumba como una sombra desencarnada.
—¿Pero de qué sirven entonces esos golpes de la vida externa de los
que habla?. ¿Son pruebas o son un castigo?. —No hay pruebas ni
castigos. La vida externa, los reveses del destino, todo no es
más que un proceso de curación, más o menos doloroso según sea el
estado del enfermo.
—¿Y cree usted que mi destino cambiará si, como me ha dicho, clamo a
Dios?.
—Al instante. Solo que no va a “cambiar” de una manera literal, será
como un caballo que echa a galopar después de haber ido al paso.
—¿Entonces, su propio destino ha pasado como un huracán?. Perdone
que le pregunte, pero según lo que he oído hablar de usted…
—…Ha pasado de una forma muy monótona, querrá decir —continuó
Swammerdam sonriendo—. ¿Se acuerda de lo que acabo de decirle?. No
mire nunca a los demás. Mientras que uno vive una determinada
experiencia como si fuese un mundo, a otro puede parecerle una
cascara de nuez.
»Si realmente quiere que su destino vaya al galope, debe invocar el
núcleo mismo de su ser, ese núcleo sin el cual sería un cadáver, e
incluso ni siquiera eso, y ordenarle que le lleve a la gran meta por
el camino más corto. Esto es una advertencia al mismo tiempo que un
consejo, ya que es lo único que el hombre debería hacer, así como el
mayor sacrificio que pueda ofrecer. Esta meta es la única digna de
esfuerzo, aunque ahora no lo vea. Usted se verá empujada sin piedad,
sin pausa, a través de las enfermedades, los sufrimientos, la muerte
y el sueño, a través de los honores, de las riquezas y la alegría,
siempre hacia adelante, a través de todo, como un caballo que tira
de un carro a velocidad vertiginosa, con toda su fuerza, sobre los
campos y las piedras. Eso es lo que yo llamo clamar a Dios. ¡Tiene
que ser como hacer un voto en presencia de un oído atento!.
—Pero, ¿y si una vez que el destino haya venido me debilito y quiero
volver atrás?.
—En la vía espiritual no puede volver atrás, no, ni siquiera volver,
pararse, mirar hacia atrás y transformarse en estatua de sal, el que
no haya hecho ninguna promesa. Un voto es como una orden en la vía
espiritual: Dios es en este caso el… servidor del hombre para
cumplirlo. ¡No se espante, señorita, no es ninguna blasfemia!. ¡Todo
lo contrario!. Por eso… sé que lo que voy a decir es una tontería,
porque me conmueve la compasión, y todo lo que se hace por compasión
es una tontería… por eso le advierto: ¡no prometa demasiado!. Si no,
podría compartir la suerte del mal ladrón al que le rompieron los
huesos en la cruz.
La emoción había hecho palidecer el rostro de Swammerdam. Eva le
cogió la mano.
—Se lo agradezco, maestro, ahora sé qué debo hacer.
El anciano la atrajo hacia él y la besó en la frente, conmovido.
—¡Que el señor del destino le sea un médico misericordioso, hija
mía!.
Subieron la escalera.
Eva se detuvo un instante ante la puerta, como bajo el efecto de una
ocurrencia repentina.
—Otra cosa, maestro. Todos estos millones de personas que han
sangrado y sufrido no habrán hecho ningún voto; entonces, ¿para qué
tanta interminable miseria?.
—¿Acaso sabe usted que no hicieron ninguno?. Podría haber sido en
una vida anterior, o en un estado de sueño profundo, cuando el alma
del hombre está despierta y tiene más conciencia de lo que necesita.
Como si una cortina se entreabriera bruscamente, Eva hundió su
mirada por un instante en la luz cegadora de un nuevo conocimiento.
Las últimas palabras le habían revelado más sobre la determinación
de los seres que todos
los sistemas religiosos de este mundo juntos.
Si uno piensa que nadie sigue otro camino que el elegido por él
mismo, entonces ya no hay razón para quejarse de la pretendida
injusticia de la suerte.
—Si no le encuentra sentido a lo que ocurre en nuestro círculo,
señorita, no se preocupe por ello. A menudo, un camino que lleva
hacia abajo es el atajo más rápido para subir. La fiebre de la
reconvalecencia espiritual a veces toma el aspecto de una corrupción
diabólica. Yo no soy el “rey Salomón” y Lázaro Eidotter no es “Simón
el portador de la cruz”, como se lo imagina con demasiada facilidad
la señorita de Bourignon. No obstante, esta confusión del Antiguo y
Nuevo Testamento no es en sí tan absurda.
Nosotros consideramos la
Biblia no sólo como un relato de acontecimientos pasados, sino como
un camino que partiendo de Adán conduce a Cristo, un camino que hay
que recorrer por la vía mágica de la evolución interior, de “nombre”
a “nombre”, es decir, de “realización” en “realización” —dijo Swammerdam mientras ayudaba a Eva a ascender los últimos peldaños—
desde la pérdida del Paraíso hasta la Resurrección. Puede que para
algunos sea un camino lleno de horrores y… —de nuevo murmuró con voz
apagada lo que había dicho acerca del mal ladrón cuyos huesos habían
sido rotos en la cruz.
Mademoiselle de Bourignon se hallaba ante la puerta de la
buhardilla, esperaba junto a los demás la llegada de Eva y
Swammerdam.
Tan sólo Lázaro Eidotter se había despedido, yéndose a
su piso. Inundó a su sobrina de un torrente de palabras con objeto
de prepararla antes de entrar.
—Fíjate, Eva, ha ocurrido algo indeciblemente grande. Y precisamente
hoy, el día de la fiesta del solsticio… ¡Ah!, todo está tan
profundamente lleno de sentido… eh, qué te iba a decir… ah, sí, se
ha producido el gran acontecimiento que tanto hemos esperado. Acaba
de nacer el hombre espiritual, acaba de encarnarse en una criatura,
en el seno del padre Abram.
Lo ha oído gritar dentro de sí cuando
estaba clavando un talón a un zapato, lo cual, como se sabe,
constituye el “segundo nacimiento”, visto que el “primero” son los
dolores de estómago, así lo dicen las Escrituras si uno las
interpreta debidamente. Definitivamente los tres Reyes Magos podrán
completarse, Mary Faatz acaba de decirme que conoce, aunque
superficialmente, a un negro salvaje que vive en Amsterdam.
»Hace
una hora lo vio por la ventana de la taberna de abajo, y yo he
reconocido enseguida que se trata de una intervención de las
potencias celestes, ya que no puede tratarse de otro que del rey
Baltasar de Etiopía. ¡Ah, es realmente una gracia indescriptible que
la misión de descubrir al tercero de los Reyes Magos me haya sido
reservada a mí!. Soy tan feliz que apenas puedo aguardar el momento
de decirle a Mary que lo haga subir».
Abrió la puerta y los hizo entrar uno tras otro.
El zapatero Klinkherbogk estaba sentado al final de una larga mesa
llena de suelas y herramientas, rígido e inmóvil.
Una parte de su
demacrado rostro aparecía iluminada por la deslumbrante claridad de
la luna que penetraba a través de la ventana y que hacía brillar los
pelos canosos de su rala barba de marino holandés como si fueran
hilos de plata; la otra porción de su cara estaba inmersa en una
profunda oscuridad.
Sobre su calvo cráneo llevaba una corona dentada, recortada en papel
dorado.
Un fuerte olor a cuero reinaba en la habitación. La bola de cristal
resplandecía como el ciclópeo ojo de un monstruo saturado de odio,
cuyo cuerpo disimulara la oscuridad, y proyectaba un reflejo sobre
el montón de monedas de diez florines que se encontraban ante el
profeta.
Eva, Sephardi y los miembros del círculo espiritual se quedaron
junto a la pared, de pie, sin moverse, y esperaron. Nadie se atrevía
a mover un solo músculo, estaban todos como hechizados.
El empleado clavaba sus pupilas en el brillo de las monedas. Los
minutos se arrastraban lentamente, en un silencio absoluto, como si
vacilaran, como si quisieran prolongarse en horas. Una polilla salió
zumbando de las tinieblas, dio unas vueltas alrededor de la vela y
se quemó, crujiendo al consumirse en la llama. El viejo profeta
tenía la vista fija en la bola de cristal, tan quieto como si
estuviese tallado en roca, la boca abierta, los dedos crispados
sobre las monedas de oro, parecía escuchar unas palabras que le
llegaran de muy lejos.
Un ruido sordo y confuso salió de golpe de la taberna, se expandió a
través de la calle y se extinguió poco después como si alguien
hubiese abierto y cerrado la puerta de la casa. De nuevo se hizo un
silencio absoluto.
Eva quería mirar hacia Swammerdam, pero el temor de leer en su
rostro su propio presentimiento de una calamidad cercana, un temor
que casi le quitaba la respiración, la retuvo. En el tiempo de un
latido de corazón, creyó recordar haber oído pronunciar en voz baja,
casi imperceptible, las palabras: «Señor, aparta de mí este cáliz».
Esta evocación se difuminó rápidamente entre los lejanos alborotos
de feria que un soplo de aire había acercado a la ventana.
Levantó la vista y vio que la tensión de las facciones de
Klinkherbogk disminuía, tornándose en una expresión de desconcierto.
—El tumulto de la ciudad es grande, y su pecado enorme. Por ello
descenderé y veré si han actuado enteramente según el ruido que ha
llegado hasta mí, y si no es así, lo sabré —murmuró Klinkherbogk.
—Estas son las palabras del Eterno en el Libro del Génesis —dijo la
hermana Sulamita con los labios temblorosos y santiguándose —antes
de hacer llover del cielo el azufre y el fuego… Que el Señor no se
enoje por lo que voy a decir: tal vez se encuentren diez justos en
la ciudad.
Estas palabras calaron hondo en Klinkherbogk, evocando en él la
visión de un próximo fin del mundo.
Empezó a hablar dirigiéndose
hacia la pared con voz monótona, como si leyera algo, el ánimo
ausente.
—Veo una tormenta acercándose a la tierra, rugiendo con estrépito; a
su paso todo lo que está de pie quedará derruido, veo una nube de
flechas que vuelan. Las tumbas se abren y las calaveras de los
muertos barren los aires como un chubasco de granizos. Su soplo hace
que el agua salga de ríos y diques, proyectándola de su boca como
llovizna; arroja al suelo las alamedas, los árboles altos, como
cabelleras flotantes. Y esto por amor a los justos que han recibido
el bautismo de la vida —su voz volvió a turbarse.
Pero aquél al que
esperáis no vendrá como Rey hasta que no se hayan cumplido los
tiempos. Antes debe nacer en vosotros el precursor, que tomará la
forma de un hombre nuevo para preparar el reino. No obstante, habrá
muchos entre vosotros que tendrán ojos y oídos nuevos, para que no
se vuelva a decir de los hombres: “Tienen oídos y no oyen, tienen
ojos y no ven”. Pero… —la sombra de una profunda tristeza afligió su
rostro— ¡pero tampoco veo entre ellos a Abram!.
Porque a cada cual se le dará según su medida y él habrá apartado de
sí la coraza de la pobreza antes de que haya llegado la hora del
nacimiento del espíritu, y habrá ofrecido a su alma un becerro de
oro y brindado una fiesta a los sentidos.
Un poco más de tiempo y ya
no estará con vosotros. El rey de Etiopía le traerá la mirra de la
otra vida y arrojará su cuerpo como pasto a los peces de las aguas
turbias, porque el oro de Melchor llegó antes de que el niño
estuviera en el pesebre y pudiera así alejar la maldición que pesa
sobre todo oro. Ha nacido entonces para la desgracia, antes de que
la noche termine.
El incienso de Gaspar ha llegado demasiado tarde.
Pero tú, Gabriel, escucha: no extiendas la mano hacia la espiga que
no esté madura para la cosecha, a fin de que la hoz no hiera al
segador y deje el trigo sin cortar.
La señorita de Bourignon, que durante el discurso había suspirado
efusivamente sin hacer el menor esfuerzo por comprender el sentido
oculto, reprimió un grito de alegría cuando oyó pronunciar su nombre
espiritual, “Gabriel”, susurró algunas palabras a Mary Faatz, la
cual abandonó la habitación precipitadamente. Swammerdam,
percatándose de ello, intentó impedir su salida sin conseguirlo: la
chica corría ya escaleras abajo.
Dejó caer la mano con cansancio y
sacudió la cabeza resignadamente. La guardiana del umbral lo
contemplaba extrañada.
El zapatero, que tras recobrar el
conocimiento llamó angustiado a su nieta, volvió a sumergirse en su
éxtasis.
Durante todo este tiempo, un disoluto grupo formado por cinco
personas ocupaba una mesa en la taberna marinera “Príncipe de
Orange”.
Habían comenzado jugando a las cartas; y más tarde, al
avanzar la noche, cuando el establecimiento se encontraba atestado
de toda clase de chusma, hasta el punto de que apenas si era posible
mover los brazos, estos señores se retiraron a una habitación
contigua que servía como habitáculo diurno para la camarera, Antje,
una moza informe y maquillada, vestida con una falda de seda roja
que no alcanzaba a cubrirle las rodillas.
Tenía el cuello gordo, una
trenza muy rubia, pechos caídos y las aletas nasales corroídas. “La
guarra del puerto”, así la llamaban los parroquianos.
Allí estaba el tabernero, ex-timonel de un buque brasileño, un tipo
rechoncho y con nuca de toro, en mangas de camisa, las manazas
cubiertas de tatuajes, y pequeños anillos de oro en los lóbulos de
las orejas, una de las cuales le había sido medio arrancada.
También
se hallaban en el local el zulú Usibepu ataviado con un mono azul;
un agente de variedades jorobado y poseedor de horribles y largos
dedos que recordaban las patas de una araña; el catedrático Zitter
Arpad que, cosa extraña, había recuperado su bigote y adaptado su
vestimenta al actual ambiente, y finalmente, un joven bronceado y
vestido con un blanco smoking colonial al que llamaban el “hindú”,
uno de esos hijos de plantadores que llegan a veces desde Batavia u
otras colonias neerlandesas a Europa para conocer la patria
holandesa y que en pocas noches dilapidan su dinero de la manera más
insensata en una taberna de ladrones.
El joven señorito llevaba ya
una semana “viviendo” en el “Príncipe de Orange” y no había visto ni
una sola vez la luz del día, aparte de una raya de crepúsculo en la
madrugada a través de las verdes cortinas de la ventana, poco antes
de que sus ojos se cerraran bajo el efecto de la borrachera y se
dejara caer sobre el diván, sin desvestirse ni lavarse, para dormir
hasta la noche. Entonces volvía a los dados, las cartas, la cerveza,
el vino y los aguardientes peleones, invitando a la gentuza del
puerto, marineros chilenos y mujerzuelas de Bélgica, hasta ver
rechazado por el banco el último talón; al final le tocaba el turno
a la cadena del reloj, los anillos y los gemelos de oro.
El tabernero se había sentido obligado a invitar a esta fiesta final
a su amigo Zitter Arpad, y el catedrático acudió puntualmente
trayendo consigo como contribución al festín al cafre zulú, que por
su calidad de artista de primera clase siempre llevaba dinero
suelto.
Hacía ya horas que estos señores jugaban al “macao”, sin que ninguno
de ellos consiguiera poner de su parte a la diosa Fortuna.
Cada vez que el catedrático trataba de hacer trampas, el agente de
variedades mostraba sus dientes en una sonrisa irónica, de modo que
el señor Arpad se veía obligado a postergar un poco el ejercicio de
su habilidad manual, ya que no le convenía en absoluto tener que
compartir a su negro protegido con el jorobado.
Por lo demás, en lo
referente al “hindú” sucedía exactamente igual, así que muy a pesar
suyo, ambos rivales se veían forzados a jugar limpio por primera vez
en su vida —una actividad que, a juzgar por la melancólica expresión
de sus rostros, debía recordarles sus años infantiles, cuando las
apuestas consistían todavía en almendras y nueces.
El tabernero, por su parte, jugaba limpio por propia voluntad. A su
modo de ver, como caballero que era se lo debía a sus invitados, lo
cual no significaba que en caso de pérdidas éstos no le compensaran
después, esto era obvio y no requería acuerdos explícitos. El
“hindú” era excesivamente inocente para concebir siquiera la idea de
mangonear las cartas, y el zulú todavía no estaba lo suficientemente
iniciado en los misterios de la magia blanca para permitirse algún
truco mágico, la ayuda de un quinto as, por ejemplo.
Fue hacia la medianoche, cuando las encantadas melodías del banjo en
la sala comenzaron a solicitar con creciente insistencia la
presencia del joven mecenas, porque la masa, sedienta de
aguardiente, ya no pudo contener su impaciencia, cuando se
delinearon las fuerzas en contienda de tal modo que, en un
santiamén, el “hindú” y el zulú se vieron desplumados por la
sociedad de común interés constituida por el señor Zitter y el
agente de teatro.
El señor catedrático, cuya característica más
sobresaliente era la generosidad, no dejó de insistir hasta que la
señorita Antje consintiera en cenar con él y su amigo Usibepu en la
sala de juego, ahora desierta. Conocía muy bien las preferencias del
zulú por los platos selectos y una mezcla de alcohol,
desnaturalizado con esencias de ácido nítrico, llamado “Mogador”.
La conversación que animaba la cena se desarrollaba casi
exclusivamente en un galimatías de inglés macarrónico, jerga del
Cabo y dialecto basuto, lenguas que ambos señores dominaban a las
mil maravillas. Sólo la camarera se veía obligada a recurrir más que
a nada a las miradas ardientes, sacar la lengua y otros gestos de
significado internacional, para contribuir al entretenimiento del
invitado.
Hombre de mundo de una pieza, el profesor supo no sólo asegurar la
fluidez de la conversación con la mayor habilidad, sino que tampoco
perdió de vista ni un momento su meta principal de arrancarle al
zulú el secreto de cómo poder andar descalzo y sin quemarse sobre
las piedras incandescentes, e imaginaba mil artificios para alcanzar
su cometido.
Ni el observador más atento hubiera podido advertir en su rostro que
estaba igualmente obsesionado por otra idea que guardaba estrecha
relación con una confidencia de Antje: el zapatero Klinkherbogk, que
vivía arriba en la buhardilla, había mandado cambiar esa misma tarde
en la taberna un billete de mil florines en monedas de oro.
Bajo la influencia del ardiente Mogador, la cena suculenta y las
artimañas de sirena de la muchacha, el cafre zulú no tardó en
hallarse preso de un estado de excitación creciente, de modo que
resultó preciso alejar de la habitación todos los objetos frágiles y
afilados, y sobre todo impedirle cualquier contacto con los
pendencieros marinos de la sala, que buscaban, llenos de envidia por
causa de Antje, una buena ocasión para embestirlo con sus navajas.
Una pérfida insinuación del catedrático de que el truco de las
piedras incandescentes no era sino un tosco engaño, consiguió sacar
de quicio al zulú de tal manera, que amenazó con romperlo todo si no
se le traía enseguida un brasero con ascuas encendidas. Zitter, que
ansiaba la llegada de ese momento, hizo entrar el cubo, preparado
hacía rato, y mandó tirar las brasas ardientes sobre el suelo de
cemento.
Usibepu se agachó y aspiró el vapor asfixiante con las narices
dilatadas. Sus ojos adquirieron paulatinamente una expresión vítrea.
Parecía ver algo y sus labios se movían como si hablara a un
fantasma.
De repente dio un salto y profirió un grito desgarrador, tan
estridente y terrible que el jaleo de la muchedumbre en la taberna
cesó inmediatamente, y sus caras lívidas se apiñaron silenciosamente
en torno a la puerta para ver qué pasaba en el interior.
En un
segundo se había arrancado toda la ropa, y completamente desnudo, se
puso a bailar alrededor de las brasas, todo músculos, parecido a una
pantera negra con espuma en la boca y ladeando la cabeza
continuamente hacia delante y detrás a una velocidad vertiginosa.
El espectáculo era tan impresionante y espantoso que hasta los
marineros chilenos tenían la respiración cortada por el terror. La
danza terminó de golpe como por efecto de una inaudible voz. El zulú
pareció haber recobrado el conocimiento. Su rostro había adquirido
un color ceniciento. Grave y lentamente posó sus pies desnudos sobre
las brasas ardientes y se mantuvo erguido e inmovilizado durante
varios minutos.
Ni el más leve olor a quemado que indicara sufrimiento en su piel.
Cuando bajó del montón de brasas, el catedrático comprobó que las
plantas de sus pies estaban completamente intactas y ni siquiera
calientes.
Una joven con el uniforme azul del Ejército de Salvación que
entretanto había entrado silenciosamente en la habitación y había
asistido al final del espectáculo hizo una señal amistosa al zulú, a
quien parecía conocer.
—Vaya, Mary, ¿de dónde sales tú? —exclamó la Guarra del Puerto con
sorpresa y abrazándola cariñosamente.
—Esta tarde he visto por la ventana que el señor Usibepu estaba
aquí. Lo conozco del Café Flora, donde intenté una vez interpretarle
la Biblia —explicó Mary Faatz—. Una distinguida anciana del convento
de las Beguinas me manda hacerle subir. Hay allí arriba otros dos
señores distinguidos.
—¿Dónde, arriba?.
—Pues en casa del zapatero Klinkherbogk.
Al oír ese nombre Zitter Arpad se echó hacia atrás, pero fingió
inmediatamente no tener el menor interés, y en su jerga africana,
empezó a sondear al zulú, a quien el triunfo hacía más accesible a
las preguntas que de costumbre.
—Felicito a mi amigo y bienhechor, el maestro Usibepu del país del
Ngome. Estoy orgulloso de ver que es un gran mago y un iniciado en
los misterios de Obeah T'changa.
—Obeah T'changa! —exclamó el negro—. ¡Obeah T'changa esto!
—castañeteó los dedos desdeñosamente—. Yo, Usibepu, gran medicina.
Yo Vidû T'changa. Yo verde serpiente venenosa Vidû.
Con la rapidez del relámpago el catedrático enlazó algunas ideas.
Creyó haber dado con una pista. Había oído decir a unos artistas
hindúes que la mordedura de ciertas serpientes provocaba en algunos
individuos capaces de acostumbrarse al veneno unos estados anormales
extraordinarios, como clarividencia, sonambulismo, invulnerabilidad
y otros parecidos.
Lo que era posible en Asia, ¿por qué no iba a
darse también en los salvajes de África?.
—A mí también me mordió la gran serpiente mágica —presumió,
señalando una cicatriz cualquiera de su mano. El zulú escupió con
menosprecio:
—Vidû no serpiente de verdad. Verdadera serpiente sucio gusano.
Serpiente Vidû es un Souquiant. Su nombre es Zombi.
Zitter Arpad perdió la sangre fría.
¿Qué significaban esas
palabras?. Nunca las había oído: ¿Souquiant?. La palabra parecía ser
de origen francés. ¿Y qué quería decir “Zombi”?. Cometió la
imprudencia de confesar su ignorancia, entregando así su prestigio
de una vez por todas al desprecio del negro.
Usibepu se irguió arrogantemente y explicó:
—Un hombre que puede cambiar de piel es un Souquiant. Vive
eternamente. Un espíritu. Invisible. Sabe hechizar todo. El padre de
los hombres negros era Zombi. Los zulúes sus hijos favoritos.
Salieron de su costado izquierdo.
Golpeó fuertemente su enorme tórax, haciéndolo resonar.
—Cada rey zulú conoce nombre secreto de Zombi. Cuando lo llama,
Zombi aparece como gran serpiente venenosa Vidû con verde rostro de
hombre y sagrado signo fetiche en la frente. Cuando zulú por primera
vez ve a Zombi y Zombi tiene rostro velado, entonces zulú debe
morir. Pero cuando Zombi aparece con signo en la frente oculto y
rostro verde descubierto, entonces zulú vive y es Vidû T'changa,
gran medicina y señor del fuego. Yo, Usibepu, soy Vidû T'changa.
Zitter Arpad se mordió los labios con enojo. Se daba cuenta de que
esta fórmula no le servía para nada.
Para compensar, se empeñó en ofrecer sus servicios de intérprete a
Mary Faatz quien, con gestos y palabras, intentaba persuadir al
negro, que se había vuelto a vestir, de que la siguiera.
—Estos señores no podrán entenderse con él sin mi ayuda —insistió
sin llegar a convencerla.
Usibepu terminó por comprender lo que Mary Faatz esperaba de él y
subió con ella al piso de Klinkherbogk.
El zapatero permanecía sentado ante la mesa, con la corona de papel
en la cabeza.
La pequeña Katje había corrido hacia su abuelo, el
cual levantó los brazos como para abrazarla, pero el estado
sonambulesco se apoderaba nuevamente de él, enseguida bajó los
brazos y volvió a fijar la vista en la bola de cristal.
La niña regresó de puntillas a su sitio, entre Eva y Sephardi. El
silencio de la habitación se había hecho aún más espeso y torturador
que antes. Eva tuvo la impresión de que ni los ruidos podrían ya
romperlo. No hacía más que condensarse a continuación de cada
susurro de ropa o crujido de las vigas del suelo. Estaba como
coagulado en una presencia permanente, inaccesible a las vibraciones
sonoras, una alfombra de terciopelo negro donde flotaran reflejos de
colores sin atravesarla.
Unos pasos inseguros, que avanzaban como tentando el camino,
ascendían por la escalera, acercándose a la buhardilla. A Eva se le
antojó que un ángel exterminador surgía lentamente de la tierra.
Se estremeció de espanto cuando la puerta crujió suavemente detrás
de ella y apareció el negro como una sombra gigantesca en la
penumbra.
Los demás sintieron el mismo miedo violento, pero nadie se atrevió a
cambiar de sitio, como si la muerte hubiera cruzado el umbral y
buscara a alguien mirándolos uno tras otro. La expresión de Usibepu
no reflejó ni la menor sorpresa al encontrarse con esta extraña
reunión y el silencio que reinaba en la habitación.
Se había parado, inmóvil, y devoraba a Eva con los ojos ardientes,
sin girar la cabeza, hasta que Mary llegó en ayuda de la joven,
situándose silenciosamente delante de ella. El blanco de sus ojos y
sus dientes resplandecientes pendían en la oscuridad como
fantásticas manchas luminosas. Eva combatía su horror esforzándose
en mirar por la ventana, delante de la cual colgaba una cadena
metálica, gruesa como un brazo, de una grúa montada en un caballete
del tejado. Inmóvil se prolongaba hasta las profundidades del canal,
reflejando el brillo de la luna.
Un ligero murmullo, apenas
perceptible, flotaba en el aire cada vez que, empujada por la brisa
nocturna, el agua de los dos canales confluyentes al pie de la casa
chocaba contra los muros. Un grito desde la mesa los sobresaltó a
todos.
Klinkherbogk se había medio incorporado y señalaba con su
dedo rígido un punto luminoso en la bola.
—Ahí está de nuevo— se le oyó decir con voz agonizante— el hombre
terrible de la máscara verde ante el rostro, que me dio el nombre de
Abram y el libro para que me lo tragara.
Como
deslumbrado por un resplandor, cerró los ojos y cayó
pesadamente hacia atrás.
Todos permanecían inmóviles, con la respiración cortada. Sólo el
zulú se inclinó hacia adelante, y fijando la mirada en un punto en
la oscuridad sobre la cabeza de Klinhkerbogk, dijo a media voz:
—El Souquiant está detrás de él.
Nadie entendió lo que quería decir. Siguió un silencio de muerte,
que parecía interminable, durante el cual nadie se atravía a
pronunciar palabra alguna.
Eva notaba que le temblaban las rodillas bajo el efecto de una
agitación inexplicable.
Tenía la impresión de que un ser invisible impregnaba el cuarto de
su presencia, paulatinamente, con una lentitud siniestra. Cogió la
mano de la pequeña Katje, que se encontraba a su lado. De repente
algo se levantó en la oscuridad aleteando con un ruido espantoso y
una voz llamó bruscamente:
—¡Abram!. ¡Abram!.
Eva tenía el corazón a punto de salirse y vio que los demás también
estaban convulsos.
—Aquí estoy —dijo el zapatero sin moverse, como en sueños.
Eva iba a dar un grito, pero un terror mortal le oprimió la
garganta.
Un pavoroso silencio volvió a paralizar durante un momento todos los
corazones. Luego un pájaro negro de alas salpicadas de blanco voló
como enloquecido por la habitación, chocó de cabeza contra el
cristal de la ventana y cayó al suelo batiendo las alas.
—Es Jacob, nuestra urraca —murmuró Katje al oído de Eva—. Se ha
despertado.
Eva lo oyó como a través de una pared. Aquellas palabras, en vez de
tranquilizarla, no consiguieron más que aumentar la sensación
estrangulante de la presencia de un ser demoníaco. De nuevo llegó a
sus oídos una voz, tan inesperadamente como antes la llamada del
pájaro.
Salió de los labios del zapatero y parecía un grito ahogado:
—¡Isaac!. ¡Isaac!.
Sus rasgos se habían transformado repentinamente, tomando una
expresión de locura delirante.
—Aquí estoy —contestó la pequeña Katje, igual que su abuelo al
reclamo del pájaro, como dormida.
Eva notaba que la mano de la niña estaba helada. La urraca graznaba
estrepitosamente bajo el alféizar. Parecía la risa de un duende
diabólico.
Sílaba tras sílaba, sonido tras sonido, el silencio había absorbido
las palabras y la risa maliciosa, como la ávida boca de un fantasma.
Surgieron y se callaron como la resonancia de un acontecimiento de
la prehistoria bíblica resucitado fantásticamente en la habitación
de un mísero artesano.
Una campanada de la iglesia de san Nicolás resonó en el cuarto y
rompió por un instante el encanto de sus vibraciones.
—Quisiera irme, me afecta demasiado —dijo Eva en voz baja a Sephardi,
dirigiéndose hacia la puerta.
Le sorprendía el hecho de no haber oído dar las horas en el reloj
del campanario durante todo ese tiempo, ya que debían haber pasado
varias horas desde el toque de la medianoche.
—¿Se puede dejar así, tan solo, al anciano? —preguntó a Swammerdam,
quien calladamente estaba invitando a los demás a darse prisa, y
miró hacia Klinkherbogk—. Aún parece estar en trance, ¿no?. Y la
niña duerme también.
—Pronto se despertará, cuando nos hayamos ido —contestó en tono
tranquilizador el coleccionista de mariposas. Pero en sus palabras
se percibía un ligero matiz de temor contenido—. Luego vendré a
verlo.
Casi hubo que recurrir a la fuerza para empujar al negro fuera de la
habitación.
Con ojos febriles miraba fijamente las monedas de oro
que se hallaban en la mesa. Eva se dio cuenta de que Swammerdam no
lo perdía de vista ni un momento y que, mientras los demás bajaban
la escalera, volvió sobre sus pasos para cerrar con llave la
buhardilla del zapatero, guardándola en su bolsillo.
Mary Faatz se
había adelantado a los demás para traer a los invitados sus abrigos
y sombreros y conseguirles un coche.
—Ojalá vuelva el rey moro. Lo hemos dejado irse sin despedirse
siquiera. ¡Oh, Dios!. ¿Por qué la fiesta del segundo nacimiento ha
sido tan triste? —se lamentó la señorita de Bourignon mientras
esperaba ante el portal la llegada del taxi que debía llevarla al
convento, conducir a Eva a su hotel y dejar luego a Sephardi en su
casa. Swammerdam, que los había acompañado, estaba a su lado sin
pronunciar palabra y con la cara descompuesta.
El jaleo de la feria en la calle Warmoesstraat se había extinguido.
Sólo un banjo seguía tocando aires salvajes, tras las ventanas
cubiertas por sus cortinas, en la taberna del Zee Dijk. El muro de
la casa que daba a la iglesia de San Nicolás estaba sumido en una
oscuridad profunda. El otro lado, donde la buhardilla del zapatero,
en lo alto del canal, contemplaba el lejano puerto envuelto en
nieblas, brillaba, blanco y húmedo, bajo la viva luz de la luna.
Eva se acercó a la baranda que separaba la callejuela del canal y
miró al agua negra e inquietante.
A pocos metros de ella, la cadena metálica que pendía del tejado
pasando por delante de la ventana del zapatero, tocaba con su
extremo inferior un resalto del muro, apenas tan ancho como un pie.
Un hombre, de pie en una canoa, se disponía a agarrar la cadena. Al
percatarse de la silueta clara de Eva, se agachó rápidamente,
volviendo la cabeza.
Eva oyó aproximarse el coche por la esquina y volvió, de prisa y
sobrecogida, hacia Sephardi. Durante un instante, sin saber por qué
ni cómo, había recordado los blancos ojos del negro…
El zapatero Klinkherbogk soñaba que atravesaba el desierto subido en
un burro, con
la pequeña Katje a su lado, y que delante de él iba, como guía, el
hombre del rostro velado que le había dado el nombre de Abram.
Cabalgaba así día y noche, cuando de pronto vio en el cielo un
espejismo y un país, fértil y maravilloso como no lo había visto
nunca, descendió hasta él. Y el hombre le dijo que era el país de
Monja.
Y Klinkherbogk subió a una colina, construyó una hoguera y colocó a
Katje sobre ella.
Entonces alargó la mano y cogió el cuchillo para sacrificar a la
niña. Su corazón estaba frío y ajeno a la compasión, porque sabía
por las Escrituras que sería un carnero lo que ofrecería en
holocausto en lugar de Katje.
Y cuando había inmolado a la niña, el
hombre se quitó el velo del rostro, el signo incandescente se borró
de su frente y dijo:
—Te enseño mi rostro, Abram, para que goces a partir de ahora de la
vida eterna. Pero quito de mi frente el signo de la Vida para que su
vista no siga consumiendo más tu pobre cerebro. Porque mi frente es
tu frente y mi rostro es tu rostro. Sabe que el verdadero “Segundo
Nacimiento” es esto: que tú seas uno conmigo y reconozcas que yo, tu
guía hasta el árbol de la vida, has sido tú mismo.
»Muchos han visto mi rostro, pero no saben que esto significa el
segundo nacimiento, y por ello puede ser que no encuentren la vida
eterna.
»Antes de que franquees la puerta estrecha volverás a encontrar la
muerte, y previamente el bautismo de fuego que te sumirá en un dolor
y una desesperación abrasadores. Tú mismo lo quisiste así.
»Pero entonces tu alma entrará en el reino que te he preparado, como
un pájaro que sale de su jaula para volar hacia la aurora eterna».
Se acordó de una época en que, siendo aún joven, hizo un voto en el
deseo de allanar el camino a los que le siguieran en el tiempo: no
quería dar ningún paso más en el camino espiritual a menos que el
Señor del destino le impusiera la carga de un mundo entero. El
hombre desapareció.
Klinkherbogk se encontraba en una profunda oscuridad y oía un
retumbar parecido al trueno que se atenuaba poco a poco hasta quedar
reducido al ruido lejano de las ruedas de un coche sobre un
adoquinado desnivelado.
Paulatinamente recobró el conocimiento, el sueño se difuminaba en su
memoria y vio que se hallaba en su buhardilla y… llevaba en la mano
una lezna ensangrentada.
La mecha de la vela consumida luchaba por no extinguirse y la llama
oscilante iluminaba el pálido rostro de la pequeña Katje, que yacía
apuñalada sobre el tersillo gastado.
El vértigo de una descomunal desesperación se apoderó de
Klinkherbogk.
Quería atravesarse el pecho con la lezna… Su mano no le obedecía.
Quería aullar como una bestia… Un calambre había paralizado su
mandíbula y no podía abrir la boca. Quería estrellarse el cráneo
contra la pared… Sus pies se tambalearon como si tuviera las
articulaciones rotas.
El Dios al que había rezado toda su vida despertó en su corazón con
los torcidos rasgos de una cara diabólica. Titubeando, fue hacia la
puerta para pedir socorro, sacudiéndola hasta desplomarse… La puerta
estaba cerrada con llave. Entonces se arrastró hasta la ventana, la
abrió bruscamente e iba a llamar a Swammerdam cuando percibió,
suspendido entre cielo y tierra, un rostro negro que lo miraba
fijamente.
El negro, que se había subido por la cadena, entró de un
salto. Por un instante Klinkherbogk vio una estrecha raya roja bajo
las nubes del levante, le volvió el recuerdo relampagueante de su
sueño y estiró los brazos con añoranza hacia Usibepu como si fuera
el Salvador.
El negro dio un salto atrás, espantado por la sonrisa que
transfiguraba los rasgos de Klinkherbogk, luego se lanzó sobre él y
cogiéndolo por el cuello se lo rompió.
Al cabo de un minuto, tras atiborrarse los bolsillos de oro, tiró
por la ventana el cadáver del zapatero.
El cuerpo chocó contra las aguas turbias y nauseabundas del canal
mientras que la urraca salía volando hacia la aurora, gritando con
júbilo:
—¡Abram!. ¡Abram!
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