Capítulo VI
Hauberrisser había dormido casi hasta el mediodía; no obstante
sentía un pesado cansancio en todos sus miembros cuando abrió los
ojos.
El deseo de saber qué contenía el rollo que le cayó durante la noche
y de dónde pudo salir, lo había perseguido en sueños, como esa
molesta sensación de espera que suele ahuyentar el reposo cuando
uno, antes de dormir, decide despertarse a una hora determinada. Se
levantó, examinó las paredes revestidas de madera de la alcoba y no
tardó en hallar la puertecilla abatible del armario secreto que
había ocultado el rollo.
Aparte de unas gafas rotas y algunas plumas
de ganso estaba vacío, y a juzgar por las manchas de tinta, había
sido utilizado como escritorio por el antiguo inquilino.
Hauberrisser aplastó los folios enrollados e intentó descifrarlos.
Los caracteres se encontraban considerablemente difuminados,
llegando a ser ilegibles en algunos pasajes, y muchas páginas,
pegadas entre ellas por el efecto de la humedad, formaban una
especie de cartón mohoso, de manera que quedaba poca esperanza de
conocer jamás su contenido.
Faltaban el principio y el final; el resto parecía ser un borrador
de algún trabajo literario, tal vez un diario, por las numerosas
tachaduras que llevaba.
En ninguna parte se veía un indicio de quién pudiera ser el autor,
ni tampoco fecha alguna que sirviera para fijar su antigüedad.
Malhumorado, Hauberrisser se disponía a olvidarse del rollo para
volver a tumbarse y recuperar las horas de sueño perdidas cuando al
hojear por última vez el manuscrito su vista tropezó con un nombre
que lo aterró tanto que por un instante dudó de haberlo leído
realmente.
Desafortunadamente se le había pasado ya la hoja, y su impaciencia
por volver a hallar el párrafo aniquiló su esfuerzo de búsqueda.
Sin embargo habría jurado que vio el nombre de Chidher el Verde. Lo
distinguía con nitidez si cerraba los ojos y se representaba el
pasaje en cuestión.
El sol entraba resplandeciente y caluroso por la amplia ventana sin
cortinas; una luz dorada llenaba toda la habitación tapizada de seda
amarilla. Pero a pesar del esplendor del mediodía hechizado,
Hauberrisser se sintió presa del pánico, de un miedo que nunca antes
había experimentado, de un horror que surge sin razón aparente para
disiparse enseguida y no dejar huella.
Intuyó que la causa de su
miedo no estaba en el manuscrito, ni tampoco en el hecho de haber
vuelto a tropezar con el nombre de Chidher el Verde. El motivo era
una profunda y repentina desconfianza en sí mismo, tan fuerte que
veía hundirse el suelo bajo sus pies.
Terminó rápidamente su aseo y
tocó el timbre.
—Dígame, señora Ohms —preguntó al ama de llaves de su piso de
soltero cuando ésta le trajo el desayuno—. ¿No sabe por casualidad
quién vivía aquí antes de venir yo?.
La vieja reflexionó un rato.
—Si recuerdo bien, la casa perteneció hace muchos años a un señor
bastante mayor. Si no me equivoco, dicen que era muy rico y algo
raro. Luego estuvo desocupada mucho tiempo y finalmente fue comprada
por un orfanato.
—¿Y no sabe cómo se llamaba ese señor y si vive aún?.
—Siento mucho no poder ayudarle, señor.
—Bien, gracias.
Hauberrisser volvió a examinar el rollo.
La primera parte del manuscrito era autobiográfica y describía con
frases breves y concisas el destino de un hombre que, perseguido por
la mala suerte, había intentado por todos los medios imaginables
crearse una existencia digna de ser vivida. Pero sus esfuerzos
fracasaron siempre en el último momento. Cómo consiguió más tarde y
prácticamente de la noche a la mañana acumular grandes riquezas, era
cosa imposible de averiguar, ya que faltaban unas cuantas páginas.
Hauberrisser tuvo que desechar varios folios porque se encontraban
totalmente amarillentos, envejecidos.
Las páginas que seguían
debieron haber sido redactadas unos años más tarde; la tinta era más
fresca y la letra temblaba como bajo el peso de la edad. Reparó
especialmente en algunas frases cuyo contenido presentaba cierta
semejanza con su propio estado de ánimo:
«Quien cree haber recibido
la vida para transmitirla a sus descendientes se está engañando a si
mismo. No es cierto: la humanidad no ha evolucionado. Únicamente lo
aparenta. Sólo algunos individuos aislados han progresado realmente.
Dar vueltas en un círculo significa estancarse. Tenemos que romper
el círculo, de otra manera no habremos hecho nada. Quienes opinan
que la vida empieza con el nacimiento y termina con la muerte, esos,
desde luego, no perciben el círculo. ¡Cómo podrían romperlo!».
Hauberrisser pasó la hoja.
Las primeras palabras que le saltaron a la vista fueron: “Chidher el
Verde”.
No se había equivocado.
Preso de una tensión que le cortaba el aliento, recorrió los
siguientes renglones sin que le proporcionaran prácticamente ninguna
explicación. El nombre de Chidher el Verde constituía el término de
una frase y en la página anterior faltaba el principio, así que no
existía conexión alguna entre ellas. No había ninguna posibilidad de
seguir el rastro, aunque podía suponer que el autor del manuscrito
atribuía a Chidher el Verde una idea determinada o que incluso lo
había conocido personalmente.
Hauberrisser se llevó las manos a la cabeza. Lo que estaba
sucediendo en su vida en los últimos días parecía un juego
malicioso, llevado a cabo por una mano invisible.
Por muy interesante que prometiera ser el manuscrito, no tenía ya
paciencia para seguir leyendo. Las letras bailaban ante sus ojos.
Estaba harto de dejarse burlar por estúpidas coincidencias.
—¡Voy a acabar con esto de una vez!.
Llamó al ama de llaves y le encargó que buscara un coche.
—Iré al Salón de artículos misteriosos y hablaré con el señor
Chidher el Verde — decidió.
Pero enseguida comprendió que no sería más que un golpe al aire,
porque… —¿Qué culpa podía tener el viejo judío de que su nombre me
persiga como un duende? —se dijo a sí mismo.
Agitado, daba vueltas por la habitación.
—Me conduzco como un loco —se dijo—. ¿A mí qué me importa todo
esto?. Podría vivir tranquilamente… como un buen burgués acomodado
—añadió una pérfida voz en su interior. Inmediatamente rechazó la
incipiente idea—. ¿No me han enseñado que la existencia no es más
que un enorme sinsentido si se la vive como suele hacerlo la
humanidad?. Aunque hiciera lo más insensato que uno pueda
imaginarse, siempre sería más inteligente que volver a caer en la
rutina tradicional cuya meta final es una muerte inútil.
El disgusto de vivir volvía a apoderarse de él; comprendió que para
evitar suicidarse cualquier día por aburrimiento no le quedaba más
remedio que dejarse llevar sin resistencia, al menos durante algún
tiempo, hasta que el destino le proporcionara un punto de apoyo
estable o lo llamara definitivamente con estas palabras:
«No hay
nada nuevo bajo el sol, el objetivo de la vida es la muerte».
Cogió
el rollo y lo llevó a su biblioteca para encerrarlo en su
escritorio.
Desconfiaba ya tanto de eventuales sucesos extraños que arrancó la
hoja donde se hallaba el nombre de Chidher el Verde y lo guardó en
su cartera.
No lo hizo por un temor supersticioso a que el papel pudiese
desaparecer, sino por el deseo de llevarlo encima y no depender del
recuerdo: era la defensa instintiva de un hombre deseoso de
sustraerse a las desconcertantes influencias de la memoria, un
hombre que no estaba dispuesto a renunciar a las percepciones de los
sentidos en el caso de que un sorprendente azar sacudiera su
habitual concepto de la vida cotidiana.
—El coche está abajo —anunció el ama de llaves— y acaban de traer
este telegrama.
«Por favor, vente hoy sin falta a tomar el té. Numerosa sociedad,
entre
otros tu amigo Ciechonski, desafortunadamente también la Rukstinat.
Te
maldeciré y desheredaré si no acudes.
Pfeill».
Hauberrisser, irritado, gruñó algo a media voz. No le cabía ninguna
duda de que el conde polaco había tenido la desfachatez de servirse
de su nombre para entablar contacto con Pfeill.
Ordenó al cochero
que lo condujera a la calle Jodenbree.
—Sí, sí, vaya todo recto, a través del Jodenbuurt —contestó con una
sonrisa cuando el cochero le preguntó, algo irresoluto, si debía
cruzar el “Jordaan”, el barrio de la judería,
o debía desviarse por las calles transversales.
Pronto se encontraron metidos de lleno en el barrio más extraño de
toda Europa.
La vida de sus habitantes parecía desarrollarse enteramente en la
calle. Se guisaba, se lavaba y se planchaba al aire libre. De una
cuerda que atravesaba la calle pendían sucios calcetines, el cochero
tuvo que agacharse para no topar con ellos con la cabeza.
Unos
relojeros que seguían desde sus mesitas el paso del coche con la
lupa pegada al ojo, evocaban la imagen de unos peces de alta mar
asustados. Las madres amamantaban a sus hijos. Habían instalado la
cama de un viejo paralítico delante de una puerta, para que
respirara el aire fresco.
En la esquina de la calle, un judío de
cuerpo hinchado, cubierto enteramente de muñecos de colores como Gulliver de enanos, ofrecía su mercancía
gritando con voz estridente y sin tomar aliento:
—¡Popipopipopipopipopi!.
—¡Kleerko, Kleerko, Kle-e-erkooop! —tronó una especie de Isaías que
se dedicaba a la compraventa de ropa usada.
Agitando una pierna de
pantalón como si fuese una bandera, invitó a Hauberrisser a que lo
honrara con su visita y se desvistiera sin ceremonias. Montones de
harapos malolientes obstruían el paso y hubo que esperar hasta que
el grupo de traperos despejara el camino. Al fin dejaron atrás la
calle y Hauberrisser vio brillar los reflejos del sol en la galería
acristalada del salón de artículos misteriosos.
Esta vez pasó cierto tiempo hasta que se abrió la ventanilla del
tabique y apareció el busto de la dependienta.
—¿En qué puedo servirle, señor? —preguntó la joven con tono frío y
visiblemente distraída.
—Quisiera hablar con su jefe.
—Lo siento, pero el señor catedrático se fue ayer de viaje por
tiempo indefinido.
La vendedora contrajo la boca en una mueca arrogante y dirigió a
Hauberrisser una mirada fulgurante y felina.
—No se preocupe, señorita, no me refiero al señor catedrático. Sólo
quisiera intercambiar algunas palabras con el viejo caballero que vi
ayer detrás del pupitre, ahí dentro.
—¡Ah, ese! —la cara de la joven se serenó. El señor Pedersen, de
Hamburgo, el que estuvo mirando la caja óptica, ¿verdad?.
—No, me refiero al viejo… israelita del despacho. Creí que el
negocio era suyo.
—¿Nuestra tienda?. Nuestra tienda jamás ha sido de ningún viejo
judío, señor. Somos una empresa declaradamente cristiana.
—Como Vds. quieran. Pero no obstante quisiera hablar con el viejo
judío que estaba ahí dentro, tras el pupitre. ¡Por favor, señorita,
sea tan amable!.
—¡Por Dios! —protestó la joven dama—. Ningún judío ha entrado jamás
en nuestra oficina, y ayer menos todavía.
Hauberrisser no se creyó ni una sola palabra. Contrariado,
reflexionó acerca de qué argumento podría emplear para desvanecer su
desconfianza.
—Bueno, señorita, dejemos eso. Pero dígame al menos una cosa: ¿quién
es ese Chidher el Verde cuyo nombre se lee en el letrero de la
puerta?.
—¿En qué letrero, por favor?.
—¡Dios mío!. ¡En el rótulo de su tienda, ahí fuera!.
La dependienta lo miró con los ojos muy abiertos.
—¡Pero si el rótulo dice “Zitter Arpad”! —tartamudeó, completamente
desconcertada.
Hauberrisser cogió su sombrero y se precipitó hacia fuera, con
furia, para comprobar lo que decía la leyenda del rótulo. A través
del espejo, divisó a la vendedora que se golpeaba la frente con
gesto de asombro.
Cuando miró el letrero su corazón estuvo a punto de dejar de latir:
debajo de las palabras “Salón de artículos misteriosos” se leía
efectivamente el nombre de Zitter Arpad.
Ni una letra de Chidher el Verde.
Se hallaba tan perturbado y experimentaba tanta vergüenza que se
marchó muy deprisa, dejando abandonado su bastón. Quería alejarse
cuanto antes de aquel lugar.
Durante una hora erró como ausente por toda clase de calles.
Callejones silenciosos, estrechos patios, de pronto una iglesia
elevándose ante él, portones sombríos donde sus pasos resonaban como
en un claustro.
Las casas parecían deshabitadas, como si llevaran siglos sin alojar
a ningún ser humano. De vez en cuando veía algún gato tomando el sol
en un barroco alféizar atestado de floridas macetas. Altos olmos
irguiéndose tras las tapias de pequeños jardines. Reinaba un
silencio absoluto. Hauberrisser volvió sobre sus pasos y se halló de
pronto en una calle medieval, parecía que el tiempo se hubiese
detenido en esta parte de la ciudad.
Vio relojes de sol en los muros, blasones llenos de adornos,
ventanas relucientes, tejados rojos, pequeñas capillas sumergidas en
la sombra, capiteles dorados alzándose hacia las nubes blancas y
plumosas.
Encontró abierto el portal de un claustro. Al entrar divisó un banco
que se hallaba bajo las ramas colgantes de un sauce. A su alrededor
proliferaban altas matas de hierba. No había ni un alma, ningún
rostro asomándose a las ventanas. Todo parecía desierto. Se sentó
para aclarar sus pensamientos.
Ya no se sentía desasosegado. La agitación provocada por el temor de
que un trastorno mental lo hubiese inducido a leer un nombre
equivocado en el rótulo había desaparecido.
Los extraños
pensamientos que ocupaban su cerebro desde hacía algún tiempo le
parecieron de repente un fenómeno mucho más extraordinario que el
insólito acontecimiento que acababa de vivir.
«¿A qué viene que yo —se preguntó— un hombre relativamente joven,
vea la vida como un anciano?. No se suele pensar asi a mi edad». En
vano intentó rememorar el momento en que se había producido en él
semejante transformación. Como cualquier otro joven, había sido
esclavo de sus pasiones hasta pasada la treintena, gozando hasta los
límites únicos que su salud y su fortuna le imponían. Tampoco
recordó haber sido especialmente contemplativo en sus años
infantiles. ¿Dónde se encontraba entonces la raíz de la cual había
brotado esa extraña planta sin flor que era su yo actual?.
“Existe un crecimiento interno, secreto…” —de golpe se acordaba de
haber leído esta frase pocas horas antes. Sacó la página que llevaba
guardada en su cartera, buscó cierto pasaje y leyó:
“Durante años permanece oculto, pero de repente, de modo
absolutamente inesperado y a menudo a causa de un acontecimiento
insignificante, se desvanece el velo y un día cualquiera surge en
nuestra existencia una rama cargada de frutos maduros. Nos damos
cuenta entonces de que, sin saberlo, sin que nunca nos hayamos
percatado de su florecimiento, éramos nosotros los jardineros de
este árbol misterioso…”
«¡Ojalá no hubiese caído jamás en la tentación de creer que alguna
potencia que no fuera yo mismo podía crear este árbol. ¡Cuánto
sufrimiento me habría ahorrado!. Yo era el único dueño de mi
destino, y no lo sabía. Como no era capaz de cambiarlo mediante las
acciones, creí estar indefenso ante él. Cuántas veces no habré
pensado que si dominaba mis pensamientos me convertiría en el
todopoderoso dirigente de mi destino. Pero siempre acababa
rechazando la idea porque mis poco convencidos esfuerzos no surtían
efectos inmediatos.
»Subestimaba el poder mágico del pensamiento y volvía a caer en el
error hereditario de la humanidad, atribuir una importancia
gigantesca a la acción y tomar a la mente por una quimera. Sólo
aquél que aprende a mover la luz es dueño de la sombra, y con ello,
del destino. Quien pretende realizar su destino por medio de la
acción no es más que una sombra incapaz de luchar contra las
sombras.
Pero parece que la vida debe torturarnos casi hasta la
muerte para que hallemos la clave. ¡Cuántas veces habré intentado
ayudar a otros explicándoles esta idea!. Me escuchaban e incluso me
aprobaban, pero mi argumentación les entraba por un oído y les salía
por el otro…
»Es posible que la verdad sea tan sencilla que no podamos
comprenderla enseguida. ¿O será necesario que el “árbol” toque el
cielo para que lleguemos a entender?. Me temo que a veces existe
mayor diferencia entre un hombre y otro que entre un hombre y una
piedra. El sentido de nuestra vida consiste en descubrir qué es lo
que hace verdecer a este árbol y qué es lo que lo protege de
secarse. ¿Pero cuánta gente habrá hoy en día capaz de comprender lo
que digo?.
Si me oyeran pensarían que les hablo en parábolas. Nos
separa la ambigüedad del lenguaje. Si yo publicara un artículo sobre
el crecimiento interior, ellos entenderían que se trata simplemente
de aumentar la inteligencia o mejorar el comportamiento, de igual
modo que sucede con la filosofía, donde sólo ven una teoría en lugar
de una forma de vivir.
Limitarse a los preceptos, aún de la manera
más sincera, no es suficiente para fomentar el crecimiento interior.
Infringirlos surte a menudo un efecto mayor. Cumplimos los preceptos
cuando deberíamos violarlos, y los violamos cuando deberíamos
cumplirlos. Del hecho de que los santos orienten sus acciones
exclusivamente hacia el bien deducen equivocadamente que haciendo
buenas obras se convertirán en santos. De esta manera se encaminan
hacia el abismo por la vía de una arrónea fe en Dios, y se
consideran justos.
Los ciega una falsa humildad, que cuando llega el
gran momento y contemplan el verdadero rostro de él, retroceden
asustados como niños y creen que han perdido la razón».
Hauberrisser tuvo una sensación que no experimentaba hacía mucho
tiempo, una prometedora esperanza se despertaba en él,
reconfortándolo. No sabía, ni quería saber, cuál era el motivo de su
alegría ni qué es lo que debía esperar.
Empezaba a sentirse afortunado por haber vivido el extraño episodio
relacionado con el nombre de Chidher el Verde, ya no se sentía como
el objeto de burla de unas coincidencias maliciosas. Intuyó que las
últimas frases del texto aludían al rostro de Chidher el Verde y se
sintió impaciente por saber más. Hubiera preferido volver
rápidamente sobre sus pasos y emplear el resto del día en la lectura
del rollo, debía contener informaciones detalladas sobre el “mágico
arte de dominar los pensamientos”, pero eran cerca de las cuatro y
Pfeill lo estaba esperando.
Un zumbido le hizo volverse. Se levantó
sorprendido, y a poca distancia, vio a un hombre vestido de gris,
con una careta de esgrima cubriéndole el rostro y una larga vara en
la mano. Por encima de él, flotaba en el aire una especie de enorme
saco que se balanceaba lentamente de un lado para otro y que
oscilaba de arriba a abajo con un mpvimiento continuo.
De pronto el
hombre acercó la punta de la vara al monstruoso racimo y consiguió
capturarlo con una redecilla.
Satisfecho, la vara sobre el hombro y
el saco a la espalda, ascendió por una escalera hasta desaparecer
por la terraza del tejado.
—Es el colmenero del convento —explicó una anciana ocasional que se
había percatado de la perpleja expresión de Hauberrisser—. El
enjambre se le había escapado y ha tenido que capturar a la reina.
Hauberrisser se marchó de aquel lugar.
Al llegar a una ancha plaza
tomó un taxi y se encaminó hacia la casa de campo de su amigo Pfeill
en Hilversum.
Numerosos ciclistas animaban la amplia y rectilínea carretera.
El
taxi avanzaba como a través de un mar de cabezas y centelleantes
pedales. El paisaje desfilaba velozmente, pero Hauberrisser no tenía
conciencia de todo ello. Sólo podía pensar en la imagen que acababa
de presenciar: el hombre de la máscara y el enjambre de abejas que
se apiñaban en torno a su reina como si no pudieran vivir sin ella.
El colmenero había capturado a la reina y con ella, todo el enjambre
se le había rendido. Lo sucedido se le antojó como una parábola:
«¿Acaso mi cuerpo es otra cosa que una legión de células vivas que
giran alrededor de un centro oculto, siguiendo un atavismo de
millones de años?».
Intuyó que existía una relación misteriosa entre
lo que había contemplado y las leyes de la naturaleza y comprendió
que el mundo resucitaría para él si fuese capaz de verlo bajo una
nueva luz, una luz que la vida cotidiana y la rutina habían
oscurecido.
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Capítulo VII
El coche cruzaba el barrio elegante de Hilversum. Por una avenida de
tilos penetró en el parque que rodeaba la soleada villa Buitenzorg.
El barón Pfeill aguardaba en lo alto de la escalera. Al ver a su
amigo Hauberrisser apearse del automóvil descendió alegremente los
peldaños.
—Es magnífico que hayas venido, amigo, ya me estaba temiendo que mi
telegrama no te hubiese hallado en tu gruta doméstica… ¿Te ha
ocurrido algo?. Pareces maditabundo. Otra cosa: Dios te bendiga por
haberme enviado a este maravilloso conde Ciechonski. Es un consuelo
en estos tiempos tan desolados —Pfeill estaba de tan buen humor que
ni siquiera cedió la palabra a su amigo, el cual protestó vivamente,
intentando informar a Pfeill acerca del estafador—. Esta mañana ha
venido a verme, y naturalmente, lo he invitado a almorzar. Si no me
equivoco, faltan ya un par de cucharitas de plata. Se me ha
presentado…
—¿… como ahijado de Napoleón IV?.
—Sí, claro. Además se ha referido a tí.
—¡Qué descaro!. A este tipo habría que propinarle un par de
bofetones.
—Pero, ¿por qué?. Si lo único que desea es ser admitido en un club
distinguido. Déjalo que satisfaga su capricho. Los deseos del hombre
son su paraíso. En fin, si lo que quiere es arruinarse a toda costa…
—Eso es imposible, se trata de un prestidigitador profesional
—interrumpió Hauberrisser.
Pfeill le dirigió una mirada compasiva.
—¿Tú crees que eso es suficiente, hoy en día, para tener éxito en un
club de poker?. Pero si todos los jugadores saben hacer trampas.
Perderá hasta los pantalones, eso es. A propósito, ¿has visto su
reloj?.
Hauberrisser soltó una carcajada.
—Si me quieres —exclamó Pfeill— cómpraselo y regálamelo para Navidad
—se acercó con cuidado a una ventana abierta, y tras hacer una señal
a su amigo, dijo en voz baja— Mira esto, ¿no es fantástico?.
Zitter Arpad, vestido de frac a pesar de la hora que era y con un
jacinto en el ojal, botas amarillas y corbata negra, se encontraba
reunido en íntima charla con una señora de edad avanzada, la cual,
muy excitada por haber capturado por fin a un hombre, tenía manchas
rojas en las mejillas y jugaba a ser la niña coqueta.
—¿La reconoces? —cuchicheó Pfeill—. Es la señora Rukstinat. ¡Que
Dios la llame pronto!. ¡Ahora le va a mostrar su reloj!. Apostaría
que está intentando seducir a la vieja con el espectáculo de los
amantes articulados. Es un Don Juan de primera categoría, queda
fuera de duda.
—Es un regalo de bautismo de Eugéne Louis Jean Joseph —se oyó la voz
del conde, temblorosa por la emoción.
—¡Oh, Floohzimjersch! —susurró la dama.
—¡Vaya!. ¿Tan lejos ha llegado ya que incluso lo llama por su
nombre? —Pfeill silbó entre dientes y se llevó a su amigo—. Venga,
vamonos. Estamos estorbando. Es una lástima que sea de día, si no
hubiera apagado la luz. Por compasión hacia Ciechonski. ¡No, no
entres ahi —retuvo a Hauberrisser frente a una puerta que acababa de
abrir un criado —. Ahí dentro están hablando de política —por un
instante se entrevio una numerosa sociedad, y en el centro, un
orador calvo y barbudo que se apoyaba con los dedos sobre una mesa—.
Es mejor que nos vayamos al “cuarto de las medusas”.
Hauberrisser se sentó en un sillón de cuero marrón-rojizo, tan
blando que casi se hundió en él. Contempló con sorpresa el entorno.
Las paredes y el techo estaban revestidos de placas lisas de corcho,
tan hábilmente colocadas que no se distinguía raya alguna. Las
ventanas eran de vidrio curvo; los muebles, los rincones y los
ángulos de las paredes, incluso los bastidores de las puertas,
aparecían suavemente redondeados.
No había cantos por ninguna parte;
la alfombra era blanda como arena de playa y en toda la habitación
reinaba el mismo tono pardo tenue.
—Es que he descubierto que una persona condenada a vivir en Europa
necesita una celda de aislamiento más que ninguna otra cosa. Una
hora de reposo en una habitación como esta es suficiente para
transformar al hombre más furioso en un molusco inofensivo,
suficiente para tranquilizarle los nervios por un buen período de
tiempo. Te aseguro que, aunque esté hasta el cuello de obligaciones,
basta el mero pensar en mi cuarto para que toda mis buenas
intenciones se disipen. Gracias a esta inteligente disposición soy
capaz de faltar diariamente a mis más importantes deberes sin ningún
cargo de conciencia.
—Al oírte hablar de esa manera cualquiera pensaría que te has
convertido en el sibarita más cínico que uno pueda imaginarse —dijo
Hauberrisser con regocijo.
—Falso —contestó Pfeill mientras ofrecía a su amigo una caja de
cigarros—. Totalmente falso. Mi escrupulosa conciencia guía todos
mis pensamientos y mis actos. Sé que en tu opinión la vida no tiene
sentido. Yo también fui presa de este error durante mucho tiempo,
pero paulatinamente he ido abandonando semejante idea. Lo único que
tienes que hacer es dejarte de vanos esfuerzos y volver a ser un
hombre natural.
—¿Es eso lo que tú llamas “natural”? —Hauberrisser señaló las
paredes de corcho.
—¡Claro!. Si yo fuera pobre estaría obligado a vivir en un cuarto
plagado de chinches. Hacerlo voluntariamente significaría llevar la
antinaturalidad a su mayor extremo. El destino sabrá el motivo por
el que nací rico. ¿Para recompensarme quizás por algo que hice en
una vida anterior y que, por supuesto, no recuerdo?. Esta
explicación me huele demasiado a cursilería teosófica. Lo más
probable, a mi modo de ver, es que el destino me haya impuesto la
tarea de empalagarme de las delicias de esta vida hasta la
saturación, hasta que desee comer pan duro para cambiar un poco.
De
ser así, no seré yo quien se eche atrás. En el peor de los casos me
habré equivocado. ¿Regalar mi dinero a otros?. De acuerdo, pero
antes quisiera comprender por qué. ¿Sólo porque lo dicen tantos
libros?. No. Mis principios no coinciden con esa divisa socialista
que reza: “Quítate de ahí para que me ponga yo”. ¿Acaso tengo que
darle una medicina dulce a quien la necesita amarga?. ¡Jugar con el
destino, lo que me faltaba!.
Hauberrisser le hizo un guiño.
—Ya sé por qué te ríes, bribón —continuó Pfeill, irritado—. Piensas
en esos malditos cuatro cuartos que le mandé al zapatero, por
equivocación, claro está. El espíritu tiene buenas intenciones, pero
la carne es débil… Vaya falta de tacto, reprocharme mis debilidades.
Toda la noche he tenido remordimientos por mi falta de carácter. Si
el viejo se vuelve loco, la culpa será mía.
—Ya que mencionas el asunto —dijo Hauberrisser— no deberías haberle
dado tanto de una vez, sino…
—…haberlo dejado morirse de hambre poquito a poquito —completó
Pfeill, con sarcasmo—. Todo eso son tonterías. El que actúa motivado
por el afecto tendrá mucho perdón, por haber amado mucho, desde
luego, pero exijo que al menos se me pregunte primero si quiero que
se me perdone algo. Porque pienso pagar todas mis deudas, incluidas
las espirituales, hasta el último céntimo. Tengo la impresión de que
mi alma, mucho antes de nacer yo, fue lo bastante inteligente como
para desear grandes riquezas. Como medida de seguridad.
Para no
entrar en el cielo por el ojo de una aguja. A mi alma no le
satisfacen los constantes cánticos laudatorios, y a mí también me
horroriza la música monótona. ¡Si por lo menos el cielo no fuese más
que una vana amenaza!. Pero no. Estoy firmemente convencido de que
existe una institución así después de la muerte. De modo que lo mío
es un auténtico número de equilibrista, vivir de una manera recta y
escaparse a la vez del futuro paraíso. Ya el difunto Buda se rompió
la cabeza dándole vueltas a este problema.
—Y tú también, por lo que parece.
—Cierto. Vivir y nada más no es suficiente, ¿no crees?. No tienes ni
la menor idea de lo atareado que estoy, y no me refiero a mis
negocios y sociedades, de ello ya se encarga mi ama de llaves, me
refiero al trabajo intelectual que suponen mis proyectos… la
fundación… de un nuevo Estado… y de una nueva religión. Sí señor.
—¡Por el amor de Dios!. Un día te van a encarcelar.
—No te preocupes, no soy ningún revolucionario.
—¿Y tienes ya una parroquia numerosa? —preguntó Hauberrisser con una
sonrisa, sospechando que se trataba de una broma más de su amigo.
Pfeill le dirigió una mirada recriminatoria, y tras un momento de
silencio, le contestó:
—Desafortunadamente, y como de costumbre, me entiendes mal. ¿No
sientes algo amenazador flotando en el ambiente. Profetizar el fin
del mundo es una tarea ingrata, lo han vaticinado tantas veces en el
curso de los siglos que ha perdido toda credibilidad. Sin embargo,
creo que está en lo cierto quien afirme sentir la proximidad de un
acontecimiento semejante. No es necesario que se trate de la
destrucción total del planeta, el declive del concepto tradicional
del mundo también es un apocalipsis.
—¿Crees que un cambio tan importante de los conceptos podría
producirse de un día para otro? —Hauberrisser meneó la cabeza de un
lado para otro en señal de duda—. Yo me inclinaría más bien por la
idea de una catástrofe natural que lo destruya todo. Los hombres no
cambian de la noche a la mañana.
—¿Acaso he dicho yo que excluya la posibilidad de una catástrofe
externa? — exclamó Pfeill—. Todo lo contrario, siento cómo se acerca
con cada fibra de mi ser. En lo que se refiere a la transformación
interior de los hombres, espero que no tengas razón más que en
apariencia. ¿Hasta donde se remontan tus conocimientos de la
historia para sostener tal tesis?. A lo sumo a unos miserables
milenios. Y además, ¿no han habido en este corto espacio de tiempo
algunas epidemias espirituales cuya misteriosa aparición debería
hacernos pensar?.
Las cruzadas, las cruzadas infantiles, por
ejemplo… Todo es posible, amigo mío, y cuanto más tiempo pasa, más
probable es que se produzca algo inesperado. Hasta hoy los hombres
se han desgarrado unos a otros a causa de ciertos fantasmas, tan
invisibles como dudosos, llamados “ideales”. Creo que finalmente ha
llegado el momento de acabar con tales quimeras. Es como si llevara
yo años preparándome para participar en esa lucha, para ser un
soldado espiritual.
Nunca antes había advertido tan nítidamente que
se avecina una gran batalla contra esos malditos fantasmas. Te
aseguro que una vez que empiezas a erradicar falsos ideales ya no
puedes parar. Es increíble qué cantidad de impertinentes mentiras
hemos ido acumulando por la vía de la herencia de las ideas.
»Verás, es a este arranque sistemático de las malas hierbas de mi
interior a lo que denomino la fundación de un nuevo Estado: el
Estado Libre, porque será un Estado absolutamente desinfectado de
cualquier germen de falsos idealismos.
»Por consideración a los restantes sistemas existentes y al conjunto
de la humanidad, a la cual no quisiera obligar a adoptar mis ideas,
sólo he admitido un único subdito en este Estado: yo mismo. También
soy el único misionero de mi fe, y no necesito adeptos de ninguna
clase.
—De lo que dices deduzco que no te has convertido en ningún tipo de
organizador —observó Hauberrisser, tranquilizado.
—Hoy en día cualquiera siente la vocación de organizar, lo cual
basta para patentizar lo erróneo de tal vocación. Lo contrario de lo
que hace la gran mayoría suele ser lo correcto.
Pfeill se levantó y comenzó a andar de un lado para otro.
—Ni siquiera Jesús se atrevió a organizar, se limitó a dar ejemplo.
La señora del cónsul Rukstinat y consortes, esos sí que se
atreverían a organizar. El derecho a organizar sólo le incumbe a la
naturaleza o al espíritu universal. Mi Estado tiene que ser eterno,
no necesita ninguna organización. Si la tuviera no alcanzaría a
cumplir su cometido.
—Pero si tu Estado quiere servir para algo es indispensable que
algún día comprenda a muchos ciudadanos. ¿De dónde los sacarás,
querido Pfeill?.
—Escúchame: el hecho de que a una persona se le ocurra una idea
significa que, simultáneamente, a muchos se les ha ocurrido lo
mismo. El que no comprende esto, no sabe lo que es una idea. Los
pensamientos son contagiosos, incluso cuando no los expresamos.
»O quizás cuando no los expresamos son todavía más contagiosos.
Estoy persuadido de que en este momento ya se ha incorporado a mi
Estado toda una multitud. Mi Estado terminará extendiéndose por el
mundo. La higiene corporal, amigo mío, ha conocido grandes
progresos; el miedo al contagio hace que desinfectemos hasta las
manijas de las puertas, pero hay otras enfermedades bastante peores
que las físicas, el racismo, el odio entre los pueblos, el
patetismo, etc., estas sí que habría que esterilizarlas con una
lejía mucho más potente que la de las manijas.
—Entonces, ¿lo que te propones es exterminar el nacionalismo?.
—Yo no pienso exterminar nada en los huertos ajenos que no perezca
por sí mismo, pero en el mío propio puedo hacer lo que me plazca.
Parece que el nacionalismo es una necesidad para la mayoría de los
hombres. Va siendo hora de que surja un Estado donde no sean las
fronteras y la lengua común lo que una a los ciudadanos, sino la
manera de pensar, un Estado donde la gente pueda vivir como quiera.
»En cierto modo, tienen razón los que se ríen cuando oyen hablar de
la reforma de la humanidad. Su único fallo consiste en olvidar que
basta con que uno sólo se transforme profundamente. La obra de ese
hombre nunca perecerá, lo advierta el mundo o no. Habrá abierto un
boquete en lo existente, un hueco que ya no se podrá cerrar,
independientemente de que los demás se percaten de ello enseguida o
al cabo de un millón de años.
Lo que se ha creado una vez no puede
desvanecerse más que en apariencia. Así me gustaría desgarrar la red
que tiene presa a la humanidad, sí, sin valerme de ningún tipo de
sermón público, sino empezando por mí, sustrayéndome yo mismo de las
ataduras.
—¿Ves tú alguna relación causal entre las catástrofes naturales que
presientes y la posible modificación de las concepciones de la
humanidad?.
—Siempre parecerá que es un gran cataclismo, un gran terremoto por
ejemplo, lo que incita al hombre a “volver sobre sí”, pero eso es
sólo aparente. Lo de las causas y los efectos es otra historia, a mi
modo de ver. Las causas no podemos reconocerlas nunca, todo lo que
percibimos son los efectos. Lo que identificamos como causa en
realidad no es más que un… presagio. Si suelto este lápiz, se caerá
al suelo. Que el hecho de soltarlo constituya la causa de la caída
puede creerlo un estudiante, pero yo no. Soltarlo es sencillamente
el presagio infalible de la caída.
»Las causas son algo completamente distinto de lo que he llamado
presagio. Nosotros nos imaginamos que provocamos efectos, pero esto
es una conclusión errónea y fatídica, una conclusión producida por
la engañosa luz bajo la que contemplamos el mundo. En realidad lo
que provoca la caída del lápiz y lo que un instante antes me induce
a soltarlo es la misma y misteriosa causa. Una repentina
modificación de las concepciones humanas y un gran terremoto bien
pueden tener la misma causa, pero es totalmente imposible que una
cosa cause a la otra, por muy plausible que pudiera parecerle a una
“sana razón”.
La primera es tanto un efecto como la segunda, y un
efecto nunca genera otro, aunque puede, como ya he dicho, constituir
un presagio en una cadena de acontecimientos, pero nada más. El
mundo en que vivimos es un mundo de efectos. El mundo de las causas
verdaderas permanece oculto. Cuando hayamos logrado penetrar en él
será porque finalmente nos habremos convertido en magos.
—Y dominar los pensamientos, descubrir su secreto origen, ¿no es
también una facultad mágica?.
Pfeill se detuvo de golpe.
—¡Evidentemente!. ¿Qué otra cosa sería si no?. Por eso precisamente
sitúo el pensamiento en un grado más elevado que la vida. Los
pensamientos nos conducen hacia una cumbre lejana en donde no sólo
podremos abarcar todo con la vista, además será posible lograr la
realización de todo cuanto deseemos.
Hasta el momento, los hombres
se limitan a la simple magia de las máquinas, pero creo que se va
aproximando el momento en el que algunos conseguirán hechizar por
medio de su fuerza de voluntad. Inventar aparatos maravillosos no es
más que el gesto de un paseante que recoge las zarzamoras que crecen
en los bordes de su camino hacia la cima.
Lo valioso no es la
invención en sí, sino la capacidad de inventar; lo valioso no es el
cuadro, sino la capacidad de pintar. El cuadro puede deteriorarse,
pero la capacidad de pintar nunca se perderá, aunque el pintor
muera. Persistirá como una fuerza sacada del cielo, quizás esté
dormida durante mucho tiempo, pero siempre volverá a despertar
cuando nazca el genio a través del cual pueda manifestarse. Me
complace mucho que los comerciantes sólo puedan arrebatarle al
inventor el plato de lentejas, y no lo esencial.
—Parece que hoy no estás dispuesto a dejarme hablar —Hauberrisser
interrumpió a su amigo— llevo un buen rato con ganas de decirte
algo.
—¡Adelante entonces!. ¿Por qué no hablas?.
—Antes, otra pregunta: ¿tienes algún indicio o… o presagio de que
nos encontremos actualmente ante un… digamos… cambio?.
—Hmmm. Sí. Se trata más bien de una especie de presentimiento.
Todavía estoy un poco como tanteando en las tinieblas. Sigo una
pista tan frágil como una tela de araña. Creo haber descubierto unas
marcas-límite en nuestra evolución interior, unas marcas que nos
indican que estamos penetrando en un nuevo territorio. Un encuentro
casual con una tal señorita van Druysen, la conocerás esta tarde, y
lo que me contó de su padre, me han llevado a esta conclusión. Esta
marca-límite debe ser la misma experiencia para todos los que se
encuentren maduros para ella. Me estoy refiriendo, no te rías, por
favor, a la visión de un rostro verde.
Hauberrisser reprimió un grito de sorpresa. Preso de la emoción,
cogió del brazo a su amigo.
—Por Dios, ¿qué te pasa? —exclamó Pfeill.
Hauberrisser le contó en pocas palabras lo que le había sucedido.
La
conversación que entablaron sobre el tema los enfrascó hasta tal
punto que casi no se apercibieron del criado, el cual, tendiéndoles
una bandeja con dos tarjetas y una edición del diario de Amsterdam,
les anunció la llegada de la señorita van Druysen y del doctor
Sephardi.
Pronto la conversación sobre el rostro verde se halló en pleno
apogeo.
Pfeill dejó que Hauberrisser hiciera el relato de su aventura en el
Salón de artículos misteriosos, y la señorita van Druysen se limitó
a añadir de vez en cuando alguna palabra a la descripción que el
doctor Sephardi hizo de su visita a la casa de Swammerdam. No era la
timidez lo que los mantenía en silencio, tanto Eva como Hauberrisser
se encontraban inmersos en una especie de depresión que les hacía
difícil hablar. Se esforzaban en no esquivarse mutuamente la mirada,
pero ambos tuvieron conciencia de que se estaban empeñando en
pronunciar palabras diferentes.
Hauberrisser se sentía algo
desconcertado por la total falta de coquetería femenina en Eva. Notó
que ella evitaba cuidadosamente todo cuanto pudiera revelarle el
menor interés por él. Al mismo tiempo estaba avergonzado por no
conseguir ocultar que se daba cuenta de lo artificial de la calma de
Eva, lo consideraba como una grosera falta de tacto.
Adivinó que
ella estaba leyéndole los pensamientos, por el modo con que sus
manos jugaban con un ramo de rosas, por cómo fumaba un cigarillo y
por multitud de otros pequeños detalles. Pero no halló el medio de
ayudarla. Un comentario trivial habría bastado para devolverle a la
joven la seguridad que simulaba, pero quizás también hubiera bastado
para herirla profundamente, o para darle la impresión de ser un
dandy poco delicado.
Al entrar Eva en la sala, su asombrosa belleza lo había dejado
atónito, reacción que ella fingió interpretar como un testimonio de
admiración al cual estaba acostumbrada.
Cuando Eva creyó advertir
que el desconcierto de Hauberrisser no se debía únicamente a su
presencia, sino también al hecho de que había interrumpido una
charla interesante entre él y el barón, tuvo la penosa sensación de
que él pudiese interpretar su actitud como vanidad femenina.
Hauberrisser comprendió instintivamente que la sensible muchacha
consideraba su belleza como una carga. Deseaba decirle francamente
cuánto la admiraba, pero temió no poder dar a su voz el necesario
tono de desapego. Había amado a demasiadas mujeres hermosas en el
curso de su vida para perder la cabeza inmediatamente, por muy
seductores que fueran los encantos de Eva. No obstante, ella lo
atraía mucho más de lo que sospechaba.
Al principio pensó que sería la prometida de Sephardi. Cuando se dio
cuenta de que no era el caso, sintió algo como un dulce júbilo
recorriendo su cuerpo. Enseguida trató de combatirlo, inducido por
un oscuro miedo a perder nuevamente su libertad y dejarse arrastrar
por el típico huracán que este tipo de experiencias desencadenan.
Pero a pesar de su prevención, despertaba en él un sentimiento de
profunda y auténtica vinculación a Eva, un sentimiento que no podía
compararse con todo lo que hasta ahora había llamado amor.
Las chispas eléctricas que se desprendían del mudo intercambio de
pensamientos eran demasiado evidentes como para escapar a la
observadora mirada de Pfeill. Le dolió advertir en los ojos de
Sephardi un hondo sufrimiento difícilmente contenido, un dolor que
impregnaba también cada palabra que pronunciaba; sus palabras
contenían una especie de prisa convulsiva muy extraña en un sabio
normalmente tan reservado.
Intuyó que este hombre solitario estaba enterrando una esperanza
secreta, pero no por ello menos ardiente.
—¿Adonde cree usted, doctor —preguntó Pfeill al acabar el relato de
Sephardi— que puede llevar ese extraño camino que se imaginan seguir
los del “círculo espiritual” de Swammerdam y del zapatero
Kjinkherbogk?. Temo que vayan a parar a un océano de visiones sin
límite y…
—…y con esperanzas que nunca se cumplirán —Sephardi alzó los hombros
con tristeza—. Es la vieja canción de los peregrinos en busca de la
Tierra Prometida, que errando sin guía por el desierto, los ojos
clavados en un espejismo, terminan muriéndose de sed. Siempre acaban
gritando: “¡Dios mío, por qué me has abandonado!”.
—Puede que tenga razón en lo que se refiere a todos los que creen en
el zapatero y en sus profecías —interrumpió Eva con seriedad— pero
en el caso de Swammerdam está usted equivocado. Estoy segura.
¡Piense en lo que nos contó de él el barón Pfeill!. ¡Fue capaz de
encontrar el escarabajo verde!. No puedo menos que creer que también
encontrará ese algo superior que está buscando.
Sephardi sonrió amargamente.
—Se lo deseo de todo corazón, pero en el mejor de los casos, y si no
desesperara antes, llegará a decir lo que todos: “Señor, en tus
manos encomiendo mi alma”. Créame, señorita Eva, he reflexionado
sobre las cosas del más allá más de lo que usted piensa. Durante
toda mi vida me he torturado preguntándome si realmente hay un modo
de escapar de esta prisión terrenal, y no, ¡no lo hay!. El sentido
de la vida consiste en esperar la muerte.
—Entonces —objetó Hauberrisser— los más sabios serían aquellos que
sólo viven por el placer.
—Cierto. Los que sean capaces de ello. Hay gente que no lo consigue.
—Y los que no lo consiguen, ¿qué pueden hacer? —preguntó Pfeill.
—Amar y cumplir los mandamientos, tal como dice la Biblia.
—¡¿Esto me lo dice Usted?! —exclamó Pfeill con sorpresa—. ¡Usted que
ha estudiado todos los sistemas filosóficos desde Lao Tse hasta
Nietzsche!. Pero dígame, ¿quién fue el inventor de esos
“mandamientos”?. Un profeta de leyenda, un pretendido traumaturgo.
¿Está usted seguro de que era algo más que un simple poseído?. ¿No
cree que alguien como el zapatero Klinkherbogk gozaría al cabo de
cinco milenios del mismo resplandor legendario, suponiendo que para
entonces no se haya olvidado su nombre?.
—Eso mismo. Suponiendo que para entonces no se haya olvidado su
nombre —fue la sencilla respuesta de Sephardi.
—Usted, pues, ¿da por sentado que existe un Dios que reina sobre los
hombres y dirige sus destinos?. ¿Puede darme alguna explicación que
esté de acuerdo con la lógica?.
—No, no puedo. Y tampoco quiero. Soy judío, no lo olvide. Quiero
decir que no sólo soy judío por la raza, sino también por la
convicción, y como tal vuelvo siempre al Dios tradicional de mis
antepasados. Lo tengo en la sangre, y la sangre puede más que
cualquier lógica. Mi razón, evidentemente, me dice que estoy
equivocado en cuanto a mi fe, pero mi fe me dice también que estoy
equivocado en cuanto a mi razón.
—¿Y qué haría usted si, como el zapatero Klinkherbogk, se le
apareciera un ser y le dictara sus actos? —inquirió Eva.
—Intentaría dudar de su mensaje. Así no tendría que seguir sus
consejos.
—¿Y si no pudiera usted dudar del mensaje?.
—Pues, eso es obvio: obedecerle.
—Ni aún en tal caso lo haría yo —murmuró Pfeill.
—A usted, con las convicciones que tiene, no podría aparecérsele
jamás un ser del más allá como el… llamémoslo “ángel” de
Klinkherbogk. Pero a pesar de todo usted seguiría las instrucciones
de un ángel tal, ¡estando convencido, claro, de actuar por su propia
iniciativa y autoridad!.
—O lo contrario —objetó Pfeill—. Uno podría imaginarse que Dios le
habla a través de un fantasma de rostro verde siendo uno mismo el
que habla.
—¿Dónde vé usted la diferencia esencial entre ambas cosas? —preguntó
Sephardi—. ¿Qué es comunicarse?. Es expresar en voz alta un
pensamiento. Y ¿qué es un pensamiento?. Es una palabra pronunciada
en voz baja. Así que, en el fondo, es lo mismo que comunicarse.
¿Está usted seguro de que las ideas que se le ocurren brotan
realmente dentro de usted?. ¿No podría ser que se tratara de una
comunicación que le viene de alguna parte?. A mi modo de ver, es
igualmente probable que el hombre no sea el productor, sino tan solo
el receptor, más o menos sensible, de todos los pensamientos
generados por… digamos, la madre Tierra. La aparición simultánea de
una misma idea que se da con tanta frecuencia es un argumento de
peso a favor de mi teoría.
»Claro que usted, si le sucediese esto, siempre diría que la idea en
cuestión era suya, y que se transmitía a los demás por contagio. A
eso podría yo contestarle que usted sólo habría sido el primero en
captar un pensamiento que flotaba en el aire, como un telegrama
recibido a través de las ondas producidas por un cerebro más
sensible.
Los demás lo recibirían igualmente, aunque un poco más
tarde que usted. Cuanta más energía y más fe en sí mismo posea uno,
más tenderá a considerarse como el creador de una gran idea, y al
contrario, cuanto más débil e influenciable sea una persona, más
fácilmente creerá que otros se la han inspirado. En el fondo, ambos
tendrán razón. Pero por favor, no me pregunte el “por qué”. No
quisiera perderme en la compleja explicación de la existencia de un
Yo central colectivo.
»En cuanto a la visión de un rostro verde como transmisor de un
mensaje o un pensamiento —lo cual, como ya dije antes, viene a ser
lo mismo— quisiera recordarles el hecho científicamente comprobado
de que existen dos categorías diferentes de personas: los que
piensan en palabras y los que piensan en imágenes. Supongamos que a
una persona acostumbrada a pensar en palabras le viene una idea
totalmente nueva para la cual nuestra lengua todavía no tiene
expresión, ¿Cómo podría esta idea manifestarse si no es a través de
la visión de una imagen parlante?. En el caso de Klinkherbogk, del
señor Hauberrisser, y en el suyo, la idea les fue comunicada
mediante la forma de un rostro verde.
—Permítame una pequeña interrupción —pidió Hauberrisser—. Cuando
relataba su visita a Klinkherbogk mencionó que el padre de la
señorita van Druysen había denominado al hombre de rostro verde como
el “hombre primordial”; en el salón de artículos misteriosos yo
mismo pude escuchar como mi visión se autodesignaba de manera
parecida, y Pfeill creyó haber visto un retrato del Judío Errante,
es decir, un retrato de otro ser cuyo origen se remonta al pasado
lejano.
¿Cómo explica usted tan extraordinaria coincidencia, doctor Sephardi?. ¿Como uno de esos pensamientos “nuevos”, desconocidos
para cada uno de nosotros, que no seríamos capaces de comprender con
sólo palabras sino a través de una imagen que se ofreciese a nuestro
ojo interno?. Aunque parezca ingenuo, yo creo que se trata de una
aparición, una misma criatura fantástica que ha penetrado en
nuestras vidas.
—Yo también lo creo así —aprobó Eva en voz baja.
Sephardi reflexionó durante un instante.
—Mi opinión es que la coincidencia confirma que se trata de un
“nuevo” pensamiento que se les ha impuesto a Vds. para que
comprendan algo. Tal vez continúe intentando hacerles comprender. El
hecho de que el fantasma aparezca bajo la forma de un hombre
primordial significa que se refiere a un saber, un conocimiento o
quizás una facultad espiritual extraordinaria que la humanidad
poseyó en tiempos remotos, pero que se ha ido olvidando. Ahora
quiere renacer, y en forma de visión, anuncia su llegada a unos
pocos elegidos. No me interpreten mal, no niego que el fantasma
pudiera ser un ente de existencia independiente, todo lo contrario,
incluso sostengo que cada pensamiento es un ente de esta clase. Por
otra parte, el padre de la señorita Eva dijo que él, el precursor,
era el único hombre que no era un fantasma.
—A lo mejor mi padre quiso decir que el tal precursor era un ser que
había alcanzado la inmortalidad, ¿no cree?.
Sephardi balanceó la cabeza, pensativo.
—Una persona que alcanzase la inmortalidad, señorita Eva,
subsistiría en forma de pensamiento eterno. No importa si puede o no
puede penetrar en nuestros cerebros como una palabra o una imagen.
No moriría aunque los hombres que viven en la Tierra fueran
incapaces de captarlo, de concebirlo o de “pensarlo”. Únicamente
estaría fuera de su alcance.
»Volviendo a la discusión con Vd., barón Pfeill, insisto en que yo,
como judío, no puedo apartarme del Dios de mis antepasados. La
religión de los judíos es, en la raíz, una religión de debilidad
voluntaria y elegida, la esperanza en Dios y en la llegada del
Mesías. Sé que también existe el camino de la fuerza, el barón ha
hecho alusión a él. La meta es la misma, pero en ambos casos dicha
meta sólo se reconoce al llegar. Ninguno de los dos caminos es malo
en sí, pero se tornan peligrosos cuando una persona débil, o un ser
lleno de nostalgia como yo, escoge el camino de la fuerza, o cuando
una persona fuerte elige la vía de la debilidad.
Antaño, en los
tiempos de Moisés, cuando no había más que los diez mandamientos,
era relativamente fácil ser un “Zadik Tomim”, un Justo Perfecto. Hoy
es imposible, como saben todos los judíos piadosos que se esfuerzan
por ello, observar las innumerables leyes rituales. Hoy es necesario
que Dios nos ayude, porque sin esta ayuda, nosotros, los judíos, no
podemos continuar avanzando.
Los que se lamentan de las dificultades
son unos locos, ya que el camino de la debilidad resulta así más
sencillo y perfecto, en tanto que el de la fuerza resulta más claro,
por el contraste…
Los fuertes ya no necesitan
la religión, caminan
libremente y sin bastón; los que sólo piensan en comer y beber
tampoco necesitan bastón, porque están estancados y no andan.
—¿Nunca ha oído hablar de la posibilidad de dominar los
pensamientos, señor Sephardi? —preguntó Hauberrisser—. No me refiero
a la capacidad de controlarse, en el sentido de la represión de las
manifestaciones emotivas. Lo digo pensando en ese diario que he
encontrado y que Pfeill acaba de mencionar.
Sephardi se sobresaltó.
Parecía haber estado esperando e incluso temiendo la pregunta.
Dirigió una rápida mirada hacia Eva.
En su rostro volvía a dibujarse aquella expresión doliente que
Pfeill ya le había notado en ocasiones anteriores.
Enseguida se recuperó, pero se advertía el esfuerzo que tenía que
realizar para hablar.
—Dominar los pensamientos es un antiquísimo método pagano para
llegar a ser un auténtico superhombre, pero no el superhombre del
que habló Nietzsche. Sé muy poco sobre este asunto. Me da algo de
miedo. En los últimos decenios han llegado a Europa diversas
informaciones procedentes de Oriente acerca del “puente hacia la
vida” —tal es la denominación de este peligroso sendero—.
Afortunadamente, la información es tan escasa que sólo sirve a
quienes poseen la clave básica.
Pero esta escasez informativa ha
sido suficiente para enloquecer a miles de personas, sobre todo
ingleses y americanos que deseaban conocer este camino mágico, digo
mágico porque no se trata de otra cosa que de magia. El fenómeno ha
dado lugar a una amplia producción literaria y al revalorizamiento
de diversos textos antiguos, además de a la proliferación de
estafadores de toda índole que se las dan de iniciados. Pero,
gracias a Dios, nadie sabe todavía donde se encuentra la campana
cuyo repicar oímos.
La gente peregrinó en masa a la India y al Tibet
sin saber que también allí se había perdido el secreto hacía tiempo.
Aún se resisten a aceptar tal pérdida. Es cierto que hallaron algo
en Oriente, algo que tenía un nombre parecido, pero que no es lo
mismo y que sólo los llevará nuevamente a la senda de la debilidad
de que hablábamos antes, o incluso a aberraciones como las de
Klinkherbogk.
»Los escasos textos originales que existen sobre el tema parecen
haber sido escritos con total franqueza, pero en realidad, al estar
privados de su clave, no son otra cosa que un buen medio de proteger
el misterio.
»Se dice que en Oriente sigue existiendo una reducida comunidad cuyo
origen se remonta a unos cuantos emigrantes europeos, unos
discípulos de los Rosacruces, de los cuales se comenta que conservan
el secreto en su totalidad. Se llaman a sí mismos “Parada”, lo cual
significa “uno que ha alcanzado la otra ribera”.
Sephardi se calló, como si quisiera concentrar toda su fuerza para
vencer un obstáculo que le impedía proseguir con el relato.
Permaneció durante algún tiempo mirando al suelo, con las manos
crispadas.
Finalmente incorporó la cabeza, y mirando alternativamente a Eva y a
Hauberrisser, dijo con voz apagada:
—Es una suerte para el mundo el hecho de que un hombre consiga
franquear el “puente hacia la vida”. Casi diría que significa más
que la llegada de un Mesías. Pero un hombre solo no puede alcanzar
la meta, para ello le hace falta… una compañera.
»Únicamente puede alcanzarse uniendo las fuerzas masculina y
femenina.
»Este es el sentido secreto del matrimonio que la humanidad ignora
desde hace milenios.
Por un momento le faltó la voz. Se levantó y se acercó a la ventana
para ocultar su rostro brevemente antes de continuar, aparentemente
tranquilo:
—Si alguna vez puede serles útil a Vds. dos lo poco que sé sobre
este asunto, no duden en disponer de mi…
Sus palabras hirieron a Eva como un rayo.
De pronto comprendió lo
que había ocurrido en él. Las lágrimas se agolparon en sus ojos. Era
evidente que Sephardi, con la perspicacia propia de un hombre que
había pasado toda su vida aislado del mundo, preveía el lazo de
sentimientos que la unirían con Hauberrisser. Pero, ¿qué le habría
inducido a abreviar de manera tan brusca el desarrollo de su
naciente amor, casi obligándolos a tomar una decisión?.
Si Eva
hubiera dudado de la integridad de carácter de Sephardi, habría
podido pensar en que todo era consecuencia de los astutos
tejemanejes de un pretendiente celoso que intentase impedir la
elaboración de una fina y delicada tela mediante su intervención
calculada.
¿No se trataba más bien de la decisión heroica de un hombre que,
sintiéndose falto de fuerzas para soportar la creciente indiferencia
de la mujer secretamente amada, prefiere zanjar el tema en lugar de
luchar en vano?.
Un presentimiento se apoderó entonces de ella, quizá existía otra
razón que justificara su apresurada intervención, algo que guardaba
una relación con lo que sabía acerca del “puente hacia la vida” y
con la manifiestamente intencionada brevedad de sus comentarios
sobre el asunto.
Recordó las palabras de Swammerdam acerca del destino que
repentinamente podía echar a galopar, todavía resonaban en sus
oídos.
La noche anterior, mientras contemplaba las negras aguas del canal
del Zee Dijk, tuvo el valor necesario para, siguiendo el consejo del
anciano, hablar con Dios.
Lo que ahora le estaba sucediendo, ¿eran ya las consecuencias de su
decisión?. Se sintió atemorizada por la idea de que estaba en lo
cierto. El recuerdo de la lúgubre Iglesia de San Nicolás, la casa
con la cadena metálica y el hombre del barco ocultándose como si
temiera ser reconocido, todas estas imágenes se insinuaron en su
mente como una fantasmagórica pesadilla. Hauberrisser, de pie ante
la mesa, estaba hojeando un libro, agitado, pero sin decir nada.
Eva intuyó que sólo ella podía romper el penoso silencio. Se acercó
a Hauberrisser, y mirándolo firmemente a los ojos, le dijo con voz
tranquila:
—Las palabras del doctor Sephardi no deberían causarnos confusión o
timidez, señor Hauberrisser. Han sido pronunciadas por un amigo.
Ninguno de los dos sabemos lo que el destino nos depara. Hoy todavía
somos libres, al menos yo lo soy. Si la vida quiere unirnos,
nosotros no podremos, ni querremos, evitarlo. Yo no hallo nada
anormal o vergonzoso en que esto suceda. Mañana temprano volverá a
Amberes. Podría aplazar el viaje, pero es mejor que dejemos de
vernos durante algún tiempo.
No quisiera arrastrar la incertidumbre
de haber estrechado un lazo prematuramente y bajo la impresión de un
breve instante, un lazo que luego no podría desatarse sin
sufrimiento. Usted se siente solo, según he podido deducir del
relato del barón Pfeill. Yo también me siento sola. Permítame
llevarme la sensación de que ya no lo estoy, la sensación de que
podré llamar amigo a alguien a quien me une la común esperanza de
buscar y hallar un camino que bordee lo cotidiano.
»Y por lo que se refiere a nosotros —Eva sonrió al doctor Sephardi—
conservaremos nuestra vieja y fiel amistad, ¿de acuerdo?.
Hauberrisser tomó la mano tendida de Eva y depositó en ella un beso.
—Eva —permítame que la llame por su nombre— no intentaré siquiera
pedirle que se quede en Amsterdam. Será el primer sacrificio que
haré: perderla el mismo día en que la…
—¿Quiere darme la primera prueba de su amistad? —Eva lo interrumpió
rápidamente—. Entonces no siga hablando de mí. Sé que las palabras
que iba a pronunciar no se las dictaba la cortesía o el formalismo,
pero a pesar de todo le pido que no termine la frase. Quiero que sea
el tiempo el que nos muestre si seremos algún día algo más que
amigos… En cuanto Hauberrisser comenzó a hablar, el barón Pfeill se
incorporó con la
intención de abandonar discretamente la habitación, para no estorbar
a la pareja. Pero al
percatarse de que Sephardi no podría seguirlo sin pasar muy cerca de
ellos, optó por
acercarse a la mesita que había junto a la puerta y coger un
periódico.
Tras echar una ojeada a las primeras líneas, exclamó
sobresaltado:
—¡Anoche se cometió un asesinato en el Zee Dijk!.
DESCUBIERTO EL AUTOR DEL CRIMEN.
«Ampliamos la información de nuestra edición de mediodía. Cuando el
científico Jan Swammerdam, vecino del Zee Dijk, quiso abrir la
puerta de la buhardilla que él mismo, por razones que aún no ha
revelado, había cerrado con llave, se la encontró abierta, hallando
posteriormente en el interior el cadáver cubierto de sangre de la
pequeña Katje. El zapatero Anselm Klinkherbogk había desaparecido,
al igual que una importante suma de dinero que, según las
declaraciones de Swammerdam, poseía todavía la noche anterior.
Las sospechas de la policía se centraron inmediatamente en la
persona de un empleado de la casa, pretendidamente visto por una
mujer cuando intentaba abrir a oscuras la puerta de la buhardilla.
Fue detenido enseguida, y puesto en libertad poco después, cuando
por iniciativa propia se entregó a la policía el verdadero autor del
crimen.
Se supone que asesinó primero al anciano zapatero y luego a la
nieta, que se habría despertado a consecuencia del ruido. Según
parece, el cadáver fue arrojado al canal, a través de la ventana. El
sondeo de las aguas aún no ha proporcionado resultados, dado que en
ese lugar el fondo está formado por un barro blando que alcanza
varios metros de profundidad.
No se excluye, aunque parece poco probable, que el asesino haya
cometido el crimen en un momento de enajenación mental, ya que sus
declaraciones al comisario son extremadamente confusas. Confiesa
haberse apoderado del dinero —se habla de varios miles de florines—
el cual había sido regalado a Klinkherbogk por un hombre de la
ciudad famoso por ser un gran derrochador. El hecho constituye un
buen ejemplo de lo poco apropiados que resultan a menudo tales
caprichos caritativos. Así que en definitiva, el caso tiene tintes
de ser un robo acompañado de homicidio…».
Pfeill dejó caer el periódico, cabeceando tristemente.
—¿Y el autor,
qué dicen del autor? —preguntó de modo precipitado la señorita van
Druysen—. Habrá sido aquel horrible negro, ¿no?. —El asesino… —Pfeill
pasó la hoja— El asesino es… aquí está: “El autor del crimen
es un judío de origen ruso llamado Eidotter, el cual es propietario
de un despacho de
bebidas alcohólicas en el mismo inmueble. Ya va siendo hora de que
el Zee Dijk…” etc.,
etc.
—¿Simón, el portador de la cruz? —exclamó Eva sobrecogida—. ¡No, no
creo que haya sido capaz de cometer un crimen tan premeditado y
repugnante!.
—Ni siquiera en estado de enajenación mental —añadió el doctor
Sephardi.
—¿Piensa usted entonces que fue el empleado, Ezequiel?.
—Tampoco. Puede que intentase abrir la puerta con una llave falsa,
para robar el dinero. Pero el asesino es el negro, es evidente.
—¿Pero qué puede haber incitado al viejo Lázaro Eidotter a
confesarse culpable del crimen?.
El doctor Sephardi alzó los hombros:
—Quizá creyó, al ver llegar a la policía, que el asesino era
Swammerdam, y quiso sacrificarse por él en un ataque de histeria.
Nada más verlo noté que no era normal.
»¿Se acuerda usted, señorita Eva, de lo que dijo el viejo
coleccionista de mariposas acerca de la fuerza oculta de los
nombres?. En mi opinión, basta con que Eidotter se repitiera varias
veces su nombre espiritual, Simón, para que se le ocurriese la idea
de sacrificarse por otro a la primera oportunidad. Incluso se me
ocurre que pudo ser el zapatero Klinkherbogk quien asesinara a la
pequeña en un arrebato de fanatismo religioso, y antes de que fuera
asesinado a su vez. Estuvo repitiendo el nombre de Abram durante
muchos años, eso está demostrado. Si en lugar de Abram hubiera
insistido en el nombre de Abraham, difícilmente se habría producido
la catástrofe de la inmolación de Isaac.
—Lo que está usted diciendo me resulta totalmente incomprensible —interumpió
Hauberrisser—. ¿El hecho de repetir constantemente una palabra para
sí mismo puede acaso determinar o modificar el destino de una
persona?.
—¿Y por qué no?. Los hilos que manejan las acciones humanas son muy
sutiles. Lo que está escrito en el libro del Génesis sobre el cambio
de nombres de Abram a Abraham y de Sarai en Sarah tiene que ver con
la Cabala u otros misterios todavía más profundos. Poseo indicios de
que es un error pronunciar los nombres secretos tal como se hace en
el círculo de Klinkherbogk. Como ustedes sabrán, a cada letra del
alfabeto hebreo le corresponde un valor numérico, por ejemplo: la
letra S es igual al 21, la M a 13, la N a 14.
Así podemos
transformar un nombre en cifras, y a partir de tales cifras
construir un cuerpo geométrico imaginario, un dado, una pirámide,
etc. Son estas formas geométricas las que pueden convertirse en el
sistema cristalino, por llamarlo de algún modo, de nuestro ser
interior, amorfo hasta ese momento.
Hay que imaginar el proceso de
manera adecuada y con la suficiente concentración. De esta forma
transformamos nuestra “alma” —no encuentro otra expresión— en un
cristal y la colocamos bajo las leyes eternas que rigen la
cristalización. Los egipcios atribuían una forma esférica al alma
perfecta.
—En el caso de que fuese realmente el infeliz zapatero quien mató a
su nieta, ¿qué fallo cometió en sus prácticas espirituales?
—preguntó el barón Pfeill, dubitativo—. ¿Existe una diferencia tan
esencial entre los nombres de Abram y Abraham?.
—Fue Klinkherbogk mismo quien se dio el nombre de Abram; el nombre
nació en su propio subconsciente. ¡Ahí radica el fallo!. Le faltó,
como decimos los judíos, la Neschamah enviada desde arriba, el soplo
espiritual de la divinidad, en este caso la sílaba “ha”. Fue a
Abraham a quien se encomendó el sacrificio de Isaac, en tanto que
Abram estaba destinado a convertirse en asesino, al igual que
Klinkherbogk. En su ansia por obtener la vida eterna, Klinkherbogk
no hizo sino llamar a la muerte. Antes dije que las personas débiles
no deben elegir el camino de la fuerza. Klinkherbogk se apartó del
camino de la debilidad, el camino de la esperanza, que era el suyo.
—¡Habrá que hacer algo por el pobre Eidotter! —exclamó Eva—. No
podemos quedarnos con los brazos cruzados mirando como condenan a un
¡nocente, ¿no?.
—No condenan a nadie tan rápidamente —fue la tranquilizadora
contestación de Sephardi—. Mañana iré a ver a Debrouwer, el
psiquiatra del Tribunal. Lo conozco desde los tiempos
universitarios. Hablaré con él.
—Y ¿crees que querrá ocuparse también del pobre y viejo
coleccionista de mariposas?. Tiene Vd. que escribirme a Amberes para
decirme como se encuentra —rogó Eva. Se levantó y únicamente tendió
su mano a Pfeill y a Sephardi—. Adiós, hasta pronto —Hauberrisser
comprendió enseguida que ella deseaba que la acompañara, por lo que
la ayudó a enfundarse el abrigo que un criado acababa de traer.
El frescor del ocaso humedecía la fragancia de los tilos cuando
Hauberrisser y Eva van Druysen atravesaban el parque. Blancas
estatuas griegas centelleaban a través de las alamedas.
Los chorros
de plata de las fuentes murmuraban soñadoramente, reflejando las
luces de las farolas.
—¿No podría ir a verla a Amberes de vez en cuando, Eva? —preguntó
Hauberrisser casi con timidez—. Me pide usted que espere hasta que
sea el tiempo el que nos una, pero ¿cree usted que nos unirá mejor
si intercambiamos cartas en lugar de vernos?. Ambos concebimos la
vida de otra manera que la masa, ¿por qué levantar un muro entre
nosotros, un muro que podría llegar a separarnos?.
Eva apartó la vista.
—¿Está realmente tan seguro de que estamos destinados el uno para el
otro?. La vida en común de dos seres puede ser algo muy hermoso.
¿Por qué ocurre entonces que con tanta frecuencia finaliza en
aversión y amargura?. A veces pienso que para un hombre debe tener
algo de antinatural el hecho de encadenarse a una mujer. Me imagino
que para él será como si le quebraran las alas… Por favor, déjeme
terminar, sé lo que quiere decir…
—No, Eva —Hauberrisser la interrumpió—. Está usted equivocada. Usted
teme lo que yo pueda decirle, no quiere oír cuáles son mis
sentimientos hacia usted, así que me callo. Las palabras de Sephardi,
aunque hayan sido dichas con honestas intenciones, han levantado
entre nosotros una barrera muy difícil de franquear. Deseo de todo
corazón que se cumpla la promesa que encerraban, pero me duele el
obstáculo que han supuesto. Si no hacemos un supremo esfuerzo para
derribarlo, siempre se interpondrá entre nosotros.
»A pesar de todo, en el fondo me alegro de que las cosas hayan
sucedido así. Usted y yo no corremos el riesgo de contraer un
matrimonio basado en la pura conveniencia. Lo que nos amenazaba
—permítame hablar en plural— era más bien una unión que sólo fuese
impulsada por el amor y el instinto. El doctor Sephardi tenía toda
la razón al decir que los hombres han perdido el verdadero sentido
del matrimonio.
—¡Eso es precisamente lo que me atormenta! —exclamó Eva—. Me siento
tan indefensa y desorientada frente a la vida como si esta fuese un
horrible monstruo voraz. Todo es necio, todo está desgastado. Cada
una de las palabras que utilizamos está llena de polvo. Soy como una
niña que acude al teatro con la ilusión de contemplar un mundo de
cuentos de hadas y no encuentra más que comediantes pintarrajeados.
El matrimonio se ha convertido en una institución repugnante que
priva al amor de su brillo y rebaja al hombre y a la mujer,
reduciéndolos a la mera funcionalidad.
Es como un hundimiento lento
y desesperado en la arena del desierto. ¿Por qué los seres humanos
no somos como las moscas efímeras? —se detuvo un instante y
contempló con nostalgia una nube de mariposas que, como un velo
encantado, rodeaban una luminosa fuente—. Durante años se arrastran
por los suelos como gusanos, preparándose para las nupcias como para
algo sagrado. Luego, tras celebrar un único y corto día de amor, se
mueren —un estremecimiento la interrumpió.
Hauberrisser advirtió en sus ojos oscurecidos que se hallaba
profundamente emocionada. Tomó su mano, acercándosela hasta los
labios.
Durante un rato Eva se mantuvo inmóvil; luego alzó los brazos y,
enlazando por el cuello a Hauberrisser, lo besó.
—¿Cuando serás mi esposa?. La vida es tan corta, Eva.
Ella no contestó. Se dirigieron en silencio hacia la entrada del
parque donde los aguardaba el coche del barón Pfeill. Hauberrisser
quiso repetir su pregunta antes de que se despidieran.
Anticipándose, Eva se detuvo, y estrechándose contra él, le dijo
suavemente:
—Te deseo, te añoro como a la muerte. Seré tuya, estoy segura, pero
lo que los hombres entienden por matrimonio nos será ahorrado.
Hauberrisser apenas captó el sentido de sus palabras, estaba como
aturdido por la felicidad de tenerla en sus brazos.
Pero poco a poco
fue transmitiéndosele el escalofrío de Eva, sintió que el pelo se le
ponía de punta, como si un soplo sagrado estuviese envolviéndolos,
como si el ángel de la muerte los protegiera con sus alas,
alejándolos de la Tierra rumbo a las floridas llanuras de una eterna
felicidad.
Cuando despertó de su inercia, el extraño éxtasis lo fue abandonando
paulatinamente y en su lugar se instaló un dolor amargo, temió no
volver a ver nunca más a Eva mientras el coche se perdía en la
lejanía.
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Capítulo VIII
Eva tenía intención de visitar a su tía, la señorita de Bourignon, a
la mañana siguiente, para consolarla, y coger posteriormente un tren
expreso hacia Amberes.
Pero una carta que encontró a su llegada al hotel, una carta
redactada con prisa y salpicada de restos de lágrimas, la indujo a
revisar su decisión.
La anciana señorita, totalmente derrumbada al parecer por el impacto
de los acontecimientos del Zee Dijk, daba cuenta de su firme
determinación de no salir del convento hasta que no se le calmara el
dolor y se sintiera en condiciones de afrontar con renovado interés
los asuntos de este mundo. En la última frase se quejaba de una
insoportable jaqueca que le impedía recibir cualquier visita.
Eva se tranquilizó al comprobar que el equilibrio emocional de la
vieja dama no se habia alterado en absoluto. Decidió mandar su
equipaje a la estación y tomar el tren de la medianoche, el cual le
había sido recomendado por el conserje porque, según decía, estaría
menos atestado que los demás.
Se esforzó por liberarse de la penosa sensación que le había causado
la carta.
¿De modo que así eran los corazones femeninos?.
Ella había temido
que “Gabriela” no pudiera sobreponerse al rudo golpe y en lugar de
eso… ¡jaqueca!.
—Las mujeres hemos perdido el sentido de lo grande —se dijo, llena
de amargura—. Lo abandonamos en la dulce época de nuestras abuelas,
convirtiéndolo en esas miserables labores de ganchillo.
Angustiada, la muchacha se llevó las manos a la cabeza.
—¿Seré yo un día igual que ellas?. ¡Cómo deploro haber nacido
mujer!.
Los tiernos pensamientos que la habían embargado durante todo el
viaje se despertaron nuevamente.
De pronto le pareció que la
habitación se inundaba del sensual aroma de los tilos en flor. Hizo
un esfuerzo por no pensar en ello y se sentó en el balcón a
contemplar el cielo sembrado de estrellas. Antaño, en su época
infantil, se sentía consolada por la idea de que un Creador,
instalado allá arriba en su trono, se preocupaba por su minúscula
persona. Ahora la apesadumbraba una especie de vergüenza por ser tan
pequeña.
En el fondo de su corazón despreciaba el empeño de las mujeres por
igualarse con los hombres en todos los sectores de la vida, pero no
obstante, el hecho de no poder ofrecer al hombre amado otra cosa que
su belleza se le antojaba demasiado poco, demasiado irrisorio.
Las palabras de Sephardi afirmando la existencia de un camino oculto
en virtud del cual la mujer podía ser para el hombre más que una
mera alegría terrenal, habían sido para ella como un rayo de
esperanza que la iluminaba, un rayo que apuntaba a lo lejos. ¿Pero
por dónde buscar la entrada?.
Llena de vacilación trató de reflexionar sobre el modo de poder
hallar ese camino, pero no tardó en darse cuenta de que, en lugar de
la lucha enérgica por la iluminación que un hombre libraría, su
tanteo no era más que una débil e infructuosa súplica de luz
dirigida a los poderes que se esconden tras de las estrellas.
Experimentaba el dolor más dulce y hondo que puede consumir a un
corazón joven y femenino: encontrarse con las manos vacías frente al
ser amado mientras se desea con toda el alma darle un mundo de
felicidad. Se sintió triste y miserable. No había ningún sacrificio,
por muy duro que fuese, que no hubiera hecho con júbilo por él…
Comprendía, gracias a su delicado instinto femenino, que lo máximo
que una mujer podía dar era el sacrificio de sí misma, pero todo
cuanto imaginaba poder ofrecer le parecía una vez más ridículo,
efímero e infantil comparado con la dimensión de su amor.
Someterse a él en todo, ahorrarle cualquier preocupación, leer el
menor deseo en sus ojos… ¡todo eso debía ser muy fácil!. Pero,
¿conseguiría con ello hacerlo feliz?. Tales dones no sobrepasaban el
nivel humano, y lo que ella pretendía entregar tenía que situarse
más allá de todo lo imaginable.
La amarga pena de ser rica como un rey en deseos de dar y pobre como
un mendigo en cuanto a qué dar, una pena que hasta ahora sólo había
sentido confusamente, creció dentro de ella hasta adquirir unas
proporciones gigantescas, apoderándose de todo su ser con el mismo
empuje que antes habría conducido a los santos hacia el martirio,
por encima de las burlas y de los insultos de la masa.
En la cumbre de su sufrimiento, apoyó la frente en la baranda, y con
los labios crispados, profirió una muda súplica: que se le
apareciese el más pequeño de aquellos que cruzaron por amor el río
de la muerte y le mostrara el sendero que lleva hacia la misteriosa
corona de vida, para que pudiese recogerla y darla.
Como si una mano
le hubiera tocado los cabellos, levantó la cabeza y vio que el cielo
había cambiado repentinamente: Una hendidura de luz pálida se
dibujaba de un extremo a otro, en ella se precipitaron las estrellas
como nubes efímeras empujadas por el viento. Entonces se abrió una
gran sala donde unos ancianos vestidos con amplias túnicas se
sentaban en torno de una larga mesa, con los ojos clavados en Eva,
como si estuvieran dispuestos para escuchar lo que iba a decir.
El
mayor de entre ellos tenía el perfil de una raza extranjera, llevaba
entre las cejas una marca resplandeciente y de sus sienes brotaban
dos rayos luminosos como los Cuernos de Moisés.
Eva comprendió que debía formular un voto, pero era incapaz de
hallar las palabras. Quiso suplicar a los viejos que escucharan sus
ruegos, pero su oración no pudo llegarles, porque se le había
quedado atragantada en la garganta.
La sala y la mesa se difuminaron y desaparecieron. Paulatinamente
fue disminuyendo la hendidura, hasta que la Via Láctea la cubrió
como una cicatriz centelleante. Sólo el hombre de la señal en la
frente permanecía visible.
Con un rictus de muda desesperación, Eva le tendió los brazos para
rogarle que esperase y la escuchara, mas él deseaba ya apartar la
vista.
Fue entonces cuando vio a un hombre montado en un caballo blanco que
ascendía a galope a través del aire. Reconoció a Swammerdam.
Swammerdam saltó del caballo, se acercó al anciano, lo increpó
rudamente y se lanzó sobre él con furia. Después, con un gesto
autoritario, señaló a Eva. Ella supo lo que él estaba esperando.
En su corazón retumbó la palabra bíblica de que el Reino de los
Cielos tenía que ser tomado a la fuerza… Abandonó entonces las
súplicas, y tal como Swammerdam se lo había enseñado, plenamente
consciente de su victoria, de su derecho a la autodeterminación,
ordenó al señor del destino que la impulsara hacia la meta más alta
que una mujer puede alcanzar, que la impeliera sin piedad hacia
adelante, más veloz que el tiempo, dejando a un lado la alegría y la
felicidad, sin perder un instante, aunque le costase mil veces la
vida.
Por el brillo de la marca frontal del hombre, comprendió que debía
morir.
Cuando había pronunciado la orden, el brillo se tornó tan
deslumbrante que ahogaba su capacidad de pensar. No obstante su
corazón desbordó de alegría: podía vivir, puesto que había visto el
rostro del hombre al mismo tiempo. Tembló bajo la inmensa fuerza que
se estaba liberando en ella, quebrando los candados que la
encerraban en una cárcel de servidumbre.
Sintió oscilar el suelo
bajo sus pies y creyó perder el conocimiento, pero sus labios
continuaban murmurando sin cesar la misma orden, una y otra vez,
incluso cuando ya el rostro celeste se había desvanecido.
Lentamente fue recobrando la consciencia de su entorno. Sabía que
tenía que ir a la estación, recordó haber mandado las maletas; vio
la carta de su tía sobre la mesa, la cogió y la rasgó en pequeños
fragmentos. Todo era tan natural como antes y sin embargo, todo le
parecía nuevo, diferente. Como si sus manos, sus ojos, todo su
cuerpo no fuese más que una herramienta, como si ya no estuviese
ligado de manera indisoluble a su Yo.
Tuvo la impresión de estar
viviendo simultáneamente en algún lugar lejano del universo, estar
viviendo otra vida, indistinta y todavía poco consciente, parecida a
la de un recién nacido. Los objetos que se hallaban en la habitación
no se distinguían esencialmente de sus propios órganos, unos y otros
eran objetos útiles al servicio de la voluntad, y nada más.
Se
acordó de la tarde pasada en el parque de Hilversum y experimentó
una sensación alegre y tierna, como si se tratara de un entrañable
recuerdo de la infancia, pero esos momentos eran insignificantes y
minúsculos en comparación con la felicidad indecible que el futuro
iba a proporcionarle.
Su estado de ánimo era semejante al de una ciega que solamente
hubiera conocido la noche cerrada, y que un día, al enterarse de que
podrá recuperar la vista, siente cómo dentro de su corazón palidecen
todas las demás alegrías.
Quiso saber si era a causa del contraste con su reciente experiencia
por lo que todo el mundo exterior le parecía de golpe tan
secundario. Todo lo que le transmitían los sentidos no era sino un
sueño, un espectáculo sin trascendencia para su Yo recién despierto.
Al ponerse el abrigo y verse reflejada en un espejo, sus propios
rasgos le resultaron extraños, necesitó recordar que era ella misma
quien se encontraba allí.
Cuanto hacía estaba marcado por la misma calma casi cadavérica;
miraba serenamente el porvenir, pese a su oscuridad impenetrable,
como quien sabe que el barco de su vida ha echado el ancla y espera
ecuánime la mañana siguiente, indiferente a las tormentas de la
noche.
Pensó que ya iba siendo hora de ir a la estación, pero la retuvo el
presentimiento de que no volvería nunca a Amberes.
Cogió papel y
tinta para redactar una carta a su amado y no pudo pasar el primer
renglón, se sentía paralizada por la certeza de que todo lo que
hiciera por su propia voluntad sería en vano, había mayores
posibilidades de detener la trayectoria de una bala que de oponer
resistencia al misterioso poder que se había apoderado de su
destino.
El murmullo de una voz que venía de la habitación contigua, y al
cual no había prestado ninguna atención, se apagó súbitamente.
El
silencio que siguió acentuó en ella la sensación de haberse vuelto
sorda para todo sonido procedente del exterior. Al cabo de un rato
creyó oír un cuchicheo persistente, tan lejano como si viniera de
otro país. Paulatinamente fue aumentando de tono, pareciéndose cada
vez más a los guturales sonidos de una lengua salvaje y extranjera.
No entendía las palabras, pero supo, por la fuerza sobrenatural que
la obligaba a dirigirse precipitadamente hacia la puerta, que el
sentido de la comunicación era una orden, una orden que debía
cumplir sin demora.
Descendiendo por la escalera se dio cuenta de que se había dejado
olvidados los guantes, pero su intento de volver sobre sus pasos se
vio frenado por una potencia desconocida y malévola, una potencia
que no era otra que la suya propia.
Rápidamente, y no obstante sin prisa, se internó en las calles; no
sabía si continuaría recto o doblaría en la próxima esquina, pero
estaba segura de que en el último momento no tendría dudas acerca
del camino a elegir.
Todos sus miembros temblaban a causa de la angustia mortal, todos
sus miembros excepto su corazón, el cual pemanecía ajeno a todo. No
era capaz de suprimir el miedo de su cuerpo, aunque lo contemplara
desde fuera, como si sus nervios pertenecieran a otra persona.
Al llegar a una gran plaza en cuyo fondo se alzaba el edificio de la
Bolsa, pensó durante un instante en dirigirse hacia la estación,
pensó que todo había sido una mera fantasía. Entonces se sintió
empujada hacia la derecha, hacia una red de calles estrechas y
sinuosas.
Las escasas personas que encontraba se detenían, Eva se percató de
que la seguían con la vista.
Dotada de una nueva facultad adivinatoria que nunca tuvo antes, fue
capaz, de golpe, de descifrar los móviles profundos de las personas.
En algunos percibía como una preocupación, como una corriente de
cálida compasión hacia ella, aunque esas personas no notaran nada de
lo que les estaba ocurriendo. No eran conscientes del por qué de sus
miradas, si se les preguntara seguramente responderían que miraban
por curiosidad.
Llena de asombro, tuvo conciencia de que un lazo invisible y secreto
unía a los seres humanos, de que sus almas podían reconocerse fuera
de sus cuerpos y comunicarse por medio de unas vibraciones muy
sutiles, totalmente imperceptibles para los sentidos externos. Como
bestias ávidas y salvajes, los seres humanos convertían la vida en
un combate, quizás hubiese bastado una diminuta fisura en la cortina
que tenían ante los ojos para que los más encarnizados enemigos se
transformaran en amigos fieles. Las callejuelas se tornaban cada vez
más solitarias e inquietantes.
Estaba segura de que las próximas
horas le acarrearían algo terrible —pensaba en la muerte a manos de
un asesino— si no conseguía romper el hechizo que la impulsaba hacia
adelante, pero no realizó intento alguno de luchar contra ello.
Toleraba sin resistencia la extraña voluntad que le imponía este
camino de tinieblas, imbuida de una confianza tranquila en que todo
lo que sucediera constituiría un paso más hacia la meta.
Cuando franqueó el estrecho puente de un canal percibió entre los
aquilones de las casas la silueta de la Iglesia de San Nicolás,
cuyas dos torres se recortaban sobre el horizonte como oscuras manos
levantadas en señal de advertencia. Respiró hondo de manera
involuntaria, aliviada por la idea de que fuera Swammerdam quien,
con el corazón apenado por la muerte de Klinkherbogk, la estuviera
llamando.
La acechante hostilidad que captaba a su alrededor le hizo ver que
estaba equivocada. Un odio tenebroso dirigido contra ella ascendía
desde la tierra, la fría e implacable cólera que se desata contra el
hombre en la naturaleza cuando éste osa sacudirse las cadenas de su
servidumbre.
Por primera vez desde que había abandonado la habitación, fue
consciente de que se hallaba indefensa, y tuvo miedo.
Trató de
detenerse, pero sus pies continuaban arrastrándola hacia delante, ya
no tenía ningún poder sobre ellos. En su desesperación levantó la
vista hacia el cielo; al contemplar las miríadas de estrellas se
apoderó de ella un sentimiento de consoladora plenitud, eran como
los ojos de un ejercito de todopoderosos salvadores que no
permitirían que alguien le hiciera el menor daño.
Pensó en los
ancianos de la sala, en cuyas manos había puesto su destino, como en
una asamblea de seres inmortales que con sólo abrir y cerrar un ojo
reducirían el globo terrestre a polvo. Nuevamente oyó los extraños e
imperativos sonidos guturales. Parecían estar muy cerca de ella,
acuciándola, aguijoneándola. Reconoció de un golpe, en la oscuridad,
la casa torcida donde Klinkherbogk había sido asesinado.
Un hombre se hallaba sentado sobre una baranda en la confluencia de
dos canales, estaba inmóvil e inclinado hacia delante, como deseoso
de escuchar aproximarse los pasos de Eva. Supo que la fuerza
demoníaca que la había obligado a venir al Zee Dijk emanaba de él.
Una angustia fatal la paralizó, helándole la sangre en las venas.
Supo, incluso antes de poder distinguir su rostro, que se trataba de
aquel horrible negro que había visto en la buhardilla del zapatero.
Espantada, quiso pedir socorro, pero se había roto el vínculo entre
su voluntad y su capacidad ejecutiva. Su cuerpo estaba sometido a un
poder ajeno. Como si estuviera muerta, como si se hallara fuera de
su cuerpo, vio acercarse al negro, lo vio titubear, detenerse cerca
de ella.
El negro alzó la cabeza, sus pupilas estaban torcidas hacia arriba,
como las de alguien que durmiera con los ojos abiertos. Eva se dio
cuenta de que estaba tan rígido como un cadáver, de que sólo tendría
que empujarlo levemente para que se cayera de espaldas al agua. Pero
al mismo tiempo comprendió que no sería capaz de hacerlo. Se vio a
sí misma como una víctima indefensa que se hallaría en manos del
negro en cuanto despertara, podía contar los minutos que la
separaban del mortal desenlace.
Un calambre intermitente en la cara
del negro le anunció que iba recobrando el conocimiento lentamente.
A menudo había oído decir que las mujeres, en particular las rubias,
pese a su violenta aversión contra los negros, no podían evitar
abandonarse completamente a ellos, como si la salvaje sangre
africana ejerciera sobre ellas una mágica atracción que no podía ser
combatida. Nunca lo había creído, y despreciaba tal actitud como
propia de criaturas bajas y bestiales, pero ahora, horripilada,
reconoció que realmente experimentaba un impulso así.
El abismo
aparentemente infranqueable que existe entre la aversión y la
embriaguez de los sentidos, en realidad no era más que una delgada
pared transparente, una pared que al derrumbarse convertía el alma
de la mujer en un campo de batalla para los instintos animales.
¿Qué era lo que confería a la llamada mental del salvaje, medio
bestia y medio hombre, esa fuerza inexplicable que la había
conducido como una lunática a través de calles desconocidas?, ¿no
era acaso la vibración inconsciente de su deseo, un deseo que,
orgullosamente, había creído no tener?.
Temblando a causa del temor, se preguntó si no poseería el negro un
poder diabólico capaz de arrastrar a las mujeres blancas, o si sería
ella más baja y ruin que las demás, que no obedecían a su llamada
porque ni siquiera la escuchaban.
No vio salvación posible. Toda la felicidad que había deseado para
su amado y para ella misma se desvanecería con su cuerpo. Había
querido apartarse de la tierra, pero la tierra retenía con mano de
hierro aquello que le pertenecía. Como una encarnación de su
impotencia se alzaba ante ella la descomunal figura del negro.
Lo
vio incorporarse de un salto y sacudirse la torpeza. Luego la cogió
por los brazos y la atrajo hacia sí con vehemencia. Eva profirió un
grito de socorro que repercutió en los muros de las casas.
El negro
le tapó la boca con la mano, presionando hasta casi asfixiarla.
Una cuerda de cuero rojo oscuro rodeaba el cuello descubierto del
zulú, Eva se agarró a ella convulsivamente, para no ser arrojada al
suelo. Por un instante consiguió librarse de la presión y reunió sus
últimas energías con objeto de pedir socorro nuevamente. Alguien
debió oirla, porque se escuchó el ruido de una puerta y la calle se
llenó de luces y de voces confusas. Notó que el negro la empujaba
salvajemente hacia la sombra de la iglesia de San Nicolás.
Dos
marineros chilenos ataviados con fajas naranjas los perseguían muy
de cerca, casi pisándoles los talones. Eva vislumbró el brillo de
las navajas abiertas, vio cómo se acercaban sus rostros valientes y
bronceados.
Continuó instintivamente aferrada al collar, estirando la pierna
todo lo posible para impedir la carrera del negro, que sin embargo,
no parecía notar su peso, bruscamente la levantó del suelo y siguió
corriendo pegado al muro del jardín. La muchacha observó ante sí los
abultados labios del zulú, sus dientes similares a las fauces de una
bestia. La bárbara expresión que incendiaba sus blancos ojos se le
incrustó de tal modo en los sentidos que se quedó rígida, como
hipnotizada, incapaz ya de oponer la más mínima resistencia.
Uno de los marineros se lanzó al suelo tratando de atrapar al negro.
Quedó a sus pies, encogido como un gato, apuntándole desde abajo con
la navaja.
El zulú elevó la rodilla con la rapidez de un relámpago y
la descargó en la frente del marinero, que se derrumbó totalmente,
con el cráneo machacado. De pronto, Eva se sintió arrojada por
encima del portal del jardín. Creyó que se le habían roto todos los
huesos. A través de los barrotes, en los que se habían quedado
enganchados algunos pedazos de su vestido, pudo contemplar al negro
luchando contra su segundo adversario.
La lucha duró pocos segundos. El marinero, fuertemente proyectado
contra un muro de la casa de enfrente, se estrelló contra una
ventana, la cual se quebró estrepitosamente como consecuencia del
impacto.
Eva, temblando de agonía, intentó escapar, pero el estrecho jardín
carecía de salida. Se acurrucó bajo un banco como un animal
perseguido, sabiéndose perdida de antemano; el color de su vestido,
que brillaba en la oscuridad, la delataría de un momento a otro.
Al ver al negro saltando el muro buscó algo punzante para hundírselo
en el corazón, no quería volver a caer viva en sus manos. Muda y
desesperadamente, suplicó a Dios que la ayudara a encontrar algo con
lo que darse muerte antes de que su verdugo la descubriera.
Entonces creyó haber perdido la razón. Estaba contemplando su propia
imagen, la cual se encontraba en mitad del jardín, tranquila y
sonriente.
El negro, que parecía verla también, se aproximó a ella,
sorprendido.
La joven lo vio hablar con la aparición; no pudo entender las
palabras, pero advirtió un repentino cambio en su voz, era la voz de
un hombre tan paralizado por el terror que no hacía otra cosa que
tartamudear.
Pese a que estaba persuadida de que todo era una alucinación y se
creía enloquecida por el hecho de ser víctima del salvaje, no podía
apartar la vista de la escena.
En ese instante tuvo la nítida certeza de que era ella misma y de
que el negro, por alguna razón incomprensible, se hallaba en su
poder.
Pero enseguida volvió a hundirse en la desesperación y reinició la
búsqueda de un arma.
Juntó todo su aplomo para discernir si estaba o no delirando; clavó
la vista en el fantasma y lo vio desvanecerse, como si hubiera sido
aspirado por la intensidad de su mirada. Se esforzó por distinguirlo
en la oscuridad y lo vio regresando a su propio cuerpo. Podía
atraerla hacia sí y volver a expulsarlo, pero cada vez que se
alejaba sentía un escalofrío corriéndola, como si la muerte se
arrimara a ella. Al negro ya no parecían afectarle en absoluto las
constantes apariciones y desapariciones. Hablaba para sí, a media
voz, como en sueños.
Eva intuyó que había vuelto a caer en el extraño estado de
inconsciencia en que se lo encontró cuando estaba sentado en la
baranda del canal.
Temblando todavía, tuvo el suficiente coraje para abandonar su
escondite.
Oyó voces que llamaban desde la calle. El reflejo de las linternas
en las ventanas de las casas transformaba las sombras de los árboles
en una especie de tropa de fantásticos saltarines. Contó los latidos
de su corazón, ¡ahora!, ¡ahora debían estar muy cerca las personas
que buscaban al negro!. Aunque se caía de agotamiento, se dirigió
corriendo hacia el portal del jardín.
Pidió auxilio con todas sus
fuerzas.
Finalmente perdió el conocimiento, pero aún pudo ver a una mujer de
falda corta y roja arrodillarse junto a ella y mojarle la frente.
Siluetas multicolores, semidesnudas, trepaban por la tapia. Agitaban
antorchas y tenían cuchillos centelleantes entre los dientes,
parecían un ejército de increíbles diablos surgidos de la tierra
para socorrerla. El resplandor de las antorchas circulando por el
jardín animaba las imágenes de los santos en los vidrios de la
iglesia.
Brutales maldiciones, proferidas en español, se cruzaron en
el aire:
«¡Ahí está el negro!. ¡Arrancadle las tripas!».
Vio
marineros abalanzándose sobre el zulú, vociferando con furia, y vio
cómo se derrumbaban bajo los golpes de sus terribles puños. El zulú
se abrió camino entre la horda, oyó su grito triunfal hendiendo el
aire, igual que un tigre que se hubiera liberado de sus cadenas.
Se
encaramó a un árbol y, con un salto tremendo, se lanzó sobre el
tejado de la iglesia.
Cuando despertó de su desmayo, soñó durante un instante con un
anciano que tenía la frente vendada y que se inclinaba sobre ella
llamándola por su nombre.
Creyó que se trataba de Lázaro Eidotter,
pero enseguida percibió cómo sus rasgos se transformaban en los del
negro, con sus blancos ojos y sus labios abultados, mostrando los
dientes con ademán amenazador, tal como se le había quedado grabado
en la memoria de manera indeleble.
Su delirio febril le hizo perder
nuevamente el conocimiento.
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Capítulo IX
Después de cenar, Hauberrisser permaneció durante una hora con el
barón Pfeill y el doctor Sephardi. Estuvo distraído y taciturno. Su
pensamiento estaba tan centrado en Eva que se sobresaltaba cada vez
que se dirigían a él.
Pensó en los días venideros y de pronto le resultó insoportable su
soledad en Amsterdam, pese a que poco tiempo atrás le había gustado
tanto. Aparte de Pfeill y Sephardi, cuya personalidad lo atrajo
desde el primer momento, no tenía amigos ni conocidos, y por otro
lado, hacía mucho tiempo que había roto las relaciones con su
patria.
Ahora que conocía a Eva, ¿sería capaz de soportar su
habitual existencia de ermitaño?.
Consideró la posibilidad de trasladarse a Amberes, en donde al menos
podría respirar el mismo aire que ella. Y quizás pudiera verla de
vez en cuando.
Sufría al recordar la frialdad con que le comunicó su decisión de
dejar en manos del tiempo o del azar la última palabra en cuanto a
si se establecería entre ellos un vínculo duradero, pero luego
evocaba sus besos, y embriagado por la felicidad, se solazaba en la
fortuna de que se hubieran encontrado.
Dependía de él, se dijo, que la separación durara sólo unos días.
¿Qué le impediría ir a verla la semana siguiente y pedirle que
mantuvieran el contacto?. Según tenía entendido ella era totalmente
independiente y no tenía que consultar con nadie sus
determinaciones.
Pero por muy claro y llano que le pareciese el camino hacia Eva,
evaluó todas las circunstancias y no pudo evitar que una confusa
sensación de angustia se alzara como una barrera frente a sus
esperanzas, un sentimiento irreductible que habia experimentado con
nitidez por vez primera cuando se despidieron. Intentaba imaginar un
futuro de color de rosa, se esforzaba a pensar en un desenlace
satisfactorio, hacía esfuerzos convulsivos para contrarrestar el
implacable “no” que resonaba en su corazón. Estaba al filo de la
desesperación.
Una larga experiencia le había enseñado que, una vez despiertas esas
raras certezas interiores acerca de la inminencia de una catástrofe,
y aunque en apariencia fueran infundadas, era inútil querer
acallarlas. Quiso apaciguarse diciéndose que su inquietud era una
consecuencia natural del amor. Aguardaba con impaciencia el momento
de enterarse de que Eva había llegado sana y salva a Amberes.
Sephardi y él descendieron en la estación de Westerpoort, que se
hallaba más cerca del centro de la ciudad que la estación central.
Acompañó al doctor hasta la calle Heerengracht y una vez allí echó a
correr hacia el hotel Amstel con objeto de dejar un ramo de rosas
para Eva, un ramo que Pfeill, adivinando sus pensamientos, le había
ofrecido sonriente.
El conserje le comunicó que la señorita van Druysen acababa de
partir, que si tomaba un taxi aún podía llegar antes de la salida
del tren.
Un coche lo llevó rápidamente a la estación. Esperó.
Los minutos pasaron y Eva no llegaba.
Telefoneó al hotel y tampoco había vuelto allí. Le aconsejaron que
preguntara en la consigna.
Las maletas no habían sido retiradas. Sintió oscilar el suelo bajo
sus pies. Entonces, consumido de inquietud por Eva, comprendió
cuánto la amaba. Ya no podría vivir sin ella.
El ultimo obstáculo que se interponía entre ellos, una leve
sensación de ser aún extraños el uno para el otro, se derrumbó
completamente bajo el peso de su preocupación. Sabía que si la
hallara ahora, la cogería entre sus brazos y la cubriría de besos, y
no la dejaría marcharse nunca más.
Faltaba un minuto. Ya apenas si le quedaban esperanzas de verla
llegar. No obstante aguardaría hasta que el tren se pusiera en
marcha.
Era evidente que le había sucedido algo. Tuvo que obligarse a
permanecer tranquilo.
¿Qué camino podría haber tomado?. No tenía ni un minuto que perder.
Si no había ocurrido ya lo peor todavía quedaba un recurso: sopesar
la situación con espíritu frío y lúcido, que era un método cuya
validez había constatado en sus viejos tiempos de ingeniero e
inventor, un método que podía ser una fuente casi inagotable de
ideas ingeniosas.
Desplegando todo su potencial imaginativo, trató
de desvelar el engranaje secreto de los acontecimientos, los cuales
debían haberse producido antes de que Eva abandonara el hotel.
Intentó ponerse en su lugar, especulando acerca de cuál sería su
estado de ánimo mientras esperaba el momento de marcharse.
El hecho de que enviara previamente su equipaje en vez de utilizar
el coche del hotel le hizo suponer que proyectaba ir a ver a
alguien.
Pero… ¿a quien?… ¿y tan tarde?…
Súbitamente recordó que Eva había rogado a Sephardi que fuera a ver
a Swammerdam lo antes posible.
El viejo coleccionista de mariposas vivía en el Zee Dijk —un barrio
de criminales, según decía el artículo del asesinato—. ¡Sí!. No
habia podido ir a ningún otro sitio.
Pensó en las terribles eventualidades que podían amenazarla en aquel
barrio y le dieron escalofríos. Había oído hablar de tabernas en las
que se robaba a los extranjeros y, tras asesinarlos, arrojaban sus
cuerpos al canal… el pelo se le erizaba al imaginar que hubiera
podido ocurrirle algo así a Eva.
Instantes después, el automóvil cruzaba velozmente el puente de
Openharen, que llevaba a la Iglesia de San Nicolás. Se detuvieron.
El chofer le explicó que era imposible entrar con el coche en los
estrechos callejones del Zee Dijk, el señor debía ir a la taberna
del “Príncipe de Orange”, le dijo mientras señalaba hacia un rayo de
luz, y preguntar al tabernero por la dirección que buscaba.
La puerta de la taberna estaba abierta y Hauberrisser entró
precipitadamente.
El local, excluyendo al hombre que estaba de pie
detrás del mostrador y que lo miraba con disimulo, se hallaba vacío.
A lo lejos estallaron fuertes gritos que parecían proceder de alguna
pelea.
El tabernero, después de recibir una propina, le indicó que el señor
Swammerdam vivía en el cuarto piso y, a regañadientes, le mostró una
escalera bastante peligrosa.
—No, la señorita van Druysen no ha vuelto por nuestra casa —contestó
el viejo coleccionista moviendo la cabeza después de que
Hauberrisser le contara sus preocupaciones.
Aún no se había acostado y se hallaba completamente vestido. Una
única vela, casi consumida, sobre la mesa vacía, y la expresión
dolida de su rostro, daban a entender que había pasado horas en la
habitación meditando acerca del terrible final de su amigo
Klinkherbogk.
Hauberrisser le cogió la mano.
—Perdóneme, señor Swammerdam, por sorprenderlo así, en plena noche y
sin ninguna consideración hacia su dolor. Sí, sé lo que acaba de
perder… —se interrumpió al advertir la expresión perpleja del
anciano— incluso conozco los detalles, el doctor Sephardi me lo ha
contado todo hoy. Si a Vd. le parece bien, luego podemos hablar de
ello detenidamente, pero en este momento toda mi preocupación es
Eva. Si pensaba realmente venir a verle y la han asaltado por el
camino… ¡Por el amor de Dios, no quiero ni pensarlo!.
Hauberrisser se incorporó de un salto, y totalmente fuera de sí a
causa de la inquietud, se puso a dar vueltas por el cuarto.
Swammerdam reflexionó durante un rato y con tono optimista le dijo:
—Por favor, no quisiera que interpretara mis palabras como una
fórmula vacía y consoladora… La señorita van Druysen no ha muerto.
Hauberrisser se dio la vuelta vehementemente.
—¿Cómo lo sabe?.
El tono tranquilo y firme del anciano le había quitado un peso de
encima.
Swammerdam vaciló un momento antes de contestar.
—Porque entonces la vería —dijo finalmente a media voz. Hauberrisser
le cogió del brazo.
—¡Le suplico que me ayude si puede!. Sé que toda su vida ha estado
presidida por la fe, quizás su mirada pueda ver más profundo que la
mía. Una persona imparcial puede ver a menudo…
—No soy tan imparcial como Vd. cree, señor Hauberrisser —lo
interrumpió—. Sólo he visto una vez a la señorita, pero no exagero
si le digo que la quiero tanto como si fuese mi hija. No me dé las
gracias, no hay de qué. Es absolutamente natural que haga todo lo
que esté en mis débiles manos para ayudarles a ella y a Vd., aunque
para ello tenga que verter mi vieja e inútil sangre. Ahora escúcheme
tranquilamente, se lo ruego: probablemente está en lo cierto al
suponer que le ha ocurrido algún accidente.
No fue a ver a su tía,
en tal caso yo lo hubiera sabido a través de mi hermana que acaba de
regresar del convento. No puedo asegurarle que la encontremos hoy,
pero lo intentaremos por todos los medios. Y si no la hallamos, por
favor, no se preocupe, estoy totalmente seguro de que… alguien en
comparación con el cual no somos nada, la protege. No quisiera
emplear expresiones que le resulten enigmáticas… Tal vez un día
llegue el momento de poder decirle por qué estoy tan firmemente
convencido de que la señorita Eva habrá seguido un consejo que yo le
di…
Lo que le ha ocurrido hoy será posiblemente la primera
consecuencia de ello. Mi amigo Klinkherbogk eligió en su día un
camino similar al que ahora ha tomado la señorita Van Druysen. Yo
había presentido su final desde hacía mucho tiempo, pero me aferraba
a la esperanza de poder evitárselo con mis ardientes oraciones. La
noche pasada me probó algo que yo sabía desde siempre: la oración es
un medio para despertar de manera intensa las fuerzas que dormitan
dentro de nosotros.
Creer que los rezos pueden modificar la voluntad
de Dios es una locura. Los hombres que han puesto su suerte en manos
del espíritu que mora en ellos mismos se rigen por la ley
espiritual. Se han emancipado de la tutela de la tierra, cuyos
dueños serán un día. Los sucesos que les ocurren tienen un sentido,
sirven siempre para impulsarlos hacia adelante. Todo cuanto les
ocurre lo hacen en un momento y de una manera que jamás podría ser
más propicio.
Créame, señor, ése es el caso de la señorita Eva. Lo
difícil es invocar al espíritu que debe guiar nuestro destino. Sólo
oye la voz del que está maduro, y la llamada debe ser dictada por el
amor al prójimo, en otro caso se despertarían en nosotros fuerzas
tenebrosas.
»Los Judíos Cabalistas lo expresan así: “Hay seres del imperio sin
luz del Sí, ellos interceptan las oraciones que no tienen alas”. Con
ello no se refieren a demonios que estén fuera de nosotros, sino a
los mágicos venenos de nuestro interior, esos venenos que
desintegran nuestro Yo cuando se despierta.
—¿Pero, no podría ser que como su amigo Klinkherbogk, Eva haya ido
hacia su perdición? —exclamó Hauberrisser, agitado.
—¡No!. Déjeme terminar, por favor. Nunca habría tenido el valor de
darle un consejo tan peligroso si en aquel momento no hubiera
percibido la presencia de aquél a quien acabo de mencionar. Ni Vd.
ni yo somos nada frente a él. Durante mi larga vida, y a través de
indecibles sufrimientos, he aprendido a distinguir su voz de las
insinuaciones de los deseos humanos.
El único peligro que corre la señorita Eva es el de escoger un mal
momento para la invocación, y ese momento peligroso, gracias a Dios,
ya ha pasado.
¡Hace apenas unas horas —Swammerdam sonrió con
alegría— que ella ha sido escuchada!. Quizás… no quiero ufanarme por
ello, porque tales cosas me suceden cuando estoy ausente y absorto,
en trance… Quizás haya tenido yo la suerte de haber podido acudir en
su ayuda.
Fue hacia la puerta y la abrió para su huésped.
—Ahora vamos a hacer lo que nos dicte la fría razón. En tanto que
todo lo material no esté de nuestro lado, no tendremos derecho a
esperar ayuda de lo espiritual. Bajemos a la taberna y ofrezca
dinero a los marineros para que busquen a la señorita, prometa
recompensar a quien la encuentre sana y salva.
Podrá Vd. comprobar
que son capaces de arriesgar sus vidas si fuera necesario. Estos
hombres son mejores de lo que suele creerse, lo que pasa es que se
han extraviado en la selva de sus almas y por ello dan la impresión
de ser bestias salvajes. En ellos se oculta una porción de heroísmo
que buena falta les haría a tantos burgueses decentes. Esta
capacidad heroica se manifiesta en ellos como salvajismo porque no
saben reconocer la naturaleza de la fuerza que los impele.
No temen
a la muerte, y los hombres valientes nunca son malos en el fondo. El
signo más evidente de que alguien lleva dentro de sí la inmortalidad
es su desprecio por la muerte.
Swammerdam y Hauberrisser penetraron en la taberna. La sala estaba
repleta. En mitad de la misma, tendido en el suelo, yacía el cadáver
del marinero chileno cuyo cráneo había sido destrozado por el negro.
A preguntas de Swammerdam, el tabernero respondió de manera evasiva,
dijo que no había sido más que una de tantas peleas de las que se
producían a diario en el puerto.
—¡El maldito negro de ayer…! —empezó a decir la camarera Antje, pero
no pudo continuar porque el tabernero le propinó un violento golpe
en las costillas.
—¡Cállate, guarra! —le gritó—. Era un fogonero negro de un barco
brasileño, ¡¿entendido?!.
Hauberrisser llamó aparte a uno de los bribones, le dio una moneda y
comenzó a interrogarle.
Enseguida se vieron rodeados por toda una banda de tipos salvajes
que les ofrecían las más diversas descripciones de la forma en que
habían ajustado las cuentas al negro. Sólo estaban de acuerdo en un
punto: se trataba de un fogonero extranjero. El amenazador semblante
del tabernero los mantenía a raya y sus gruñidos les recordaban que
bajo ningún concepto debían dar ningún detalle que pudiera delatar
al zulú.
Sabían que, de habérseles ocurrido apuñalar a tan valioso
parroquiano, el tabernero no hubiera movido ni siquiera el dedo
meñique, pero también sabían que la sagrada ley portuaria los obliga
a aliarse incluso con el enemigo cuando un peligro foráneo los
amenazaba.
Hauberrisser escuchaba con impaciencia las fanfarronadas cuando de
pronto oyó algo que hizo que su sangre se le agolpara en el corazón:
Antje mencionó que el negro había asaltado a una dama joven y
distinguida.
Se apoyó un momento sobre Swammerdam para no derrumbarse. Luego
vació su cartera en la mano de la camarera, era incapaz de
pronunciar una sola palabra, y la invitó mediante señas a que
contara lo ocurrido.
Habían oído gritos de mujer, contaron todos juntos, y salieron a la
calle.
—Yo la he tenido en mi regazo, estaba desmayada —exclamó Antje.
—¿Pero dónde está?. ¿Dónde está? —gritó Hauberrisser.
Los marineros se callaron, mirándose con perplejidad, como si
acabaran de comprender.
Nadie sabía dónde estaba Eva.
—Yo la he tenido en mi regazo —insistió Antje—. Se veía que no tenía
ni la menor idea del lugar en el que Eva había desaparecido.
Todos salieron corriendo, Hauberrisser y Swammerdam iban en medio
del grupo. Exploraron las callejuelas gritando el nombre de Eva e
iluminando cada rincón del jardín de la iglesia.
—Por allí se subió el negro —explicó la camarera señalando hacia el
tejado verde— y aquí la dejé sobre el adoquinado, yo también quería
perseguirlo, luego llevamos el muerto a la taberna y me olvidé de
ella.
Despertaron a los inquilinos de las casas vecinas para preguntarles
si Eva se había refugiado en alguna de ellas, pero en ninguna parte
había rastro alguno de la desaparecida.
Roto el cuerpo y el alma, Hauberrisser prometió todo lo que deseara
al que fuese capaz de traerle noticias de Eva. Swammerdam intentó en
vano tranquilizarlo. La idea de que Eva, desesperada por lo
ocurrido, se hubiera suicidado tirándose al canal, le quitaba los
últimos restos de sentido común. Los marineros se desplegaron a lo
largo de toda la Nieuwe Vaart, hasta el muelle de Prins Hendrik, y
volvieron sin el menor resultado.
Pronto el barrio entero participó en la búsqueda; los pescadores,
apenas vestidos, sondearon los atracaderos con las farolas de sus
barcos y prometieron que al amanecer rastrearían todos los canales.
A cada instante, Hauberrisser temía enterarse por boca de la
camarera, que no cesaba de narrarle de mil maneras distintas los
detalles del suceso, de que el negro había violado a Eva. Esa
pregunta le quemaba el corazón sin que se atreviese a formularla.
Finalmente se decidió, y balbuciendo, dio a entender lo que pensaba.
Los golfos, que trataban de consolarlo jurándole que despedazarían
al zulú en cuanto lo hallaran, se quedaron callados, evitaron
mirarlo a los ojos y algunos escupieron en silencio. Antje sollozó
quedamente.
A pesar de habitar en aquella inmundicia, todavía era lo bastante
mujer como para compadecerse del corazón roto de Hauberrisser. Sólo
Swammerdam permanecía tranquilo y sosegado. La inquebrantable
confianza que se reflejaba en su rostro, la amable paciencia con la
que movía la cabeza, sonriendo suavemente, cada vez que alguien
hacía la conjetura de que Eva se hubiese ahogado, terminaron por
inspirar una renovada actitud de esperanza en Hauberrisser.
Finalmente siguió el consejo del anciano, marchándose a casa en su
compañía.
—Ahora acuéstese y descanse —aconsejó Swammerdam cuando llegaron al
piso—. No permita que las preocupaciones alteren su sueño. Se puede
trabajar mejor con el alma cuando no es estorbada por las penas del
cuerpo, se puede trabajar con ella mejor de lo que se imaginan los
hombres. Déjeme que me encargue de todo lo que queda por hacer.
Avisaré a la policía para que busque a su prometida. No es que
espere mucho de ello, pero es necesario llevar a cabo todo lo que
exige la razón sensata.
Por el camino, Swammerdam había tratado de desviar hacia otros temas
la atención de Hauberrisser, de tal manera que el joven le contó
brevemente el hallazgo del diario enrollado y le mencionó sus planes
de emprender unos estudios que se habían visto truncados quizás para
siempre.
El viejo, viendo que la desesperanza volvía a nacer en el semblante
de Hauberrisser, cogió su mano y no la soltó durante un rato.
—Quisiera transmitirle la seguridad que siento con respecto a la
señorita Eva. Si tuviera tan sólo una mínima parte de ella, Vd.
mismo sabría lo que el destino espera que haga. Pero entretanto, lo
único que puedo hacer es darle un consejo. ¿Seguirá Vd. mi consejo?.
—Puede estar seguro —prometió Hauberrisser, nuevamente perturbado
por el recuerdo de las palabras de Eva en Hilversum en el sentido de
que Swammerdam, gracias a su viva fe, sería capaz de encontrar lo
más elevado—. Confíe en ello. Emana tanta fuerza de Vd. que a veces
me da la sensación de hallarme protegido contra el huracán por un
árbol milenario.
Cada palabra suya me reconforta.
—Quiero contarle un pequeño incidente —comenzó Swammerdam—que me ha
servido de referencia en la vida, por muy insignificante que al
principio me pareciera. En aquel entonces yo era aún bastante joven
y acababa de sufrir una decepción tan grande que la tierra se me
antojó durante mucho tiempo un lugar lúgubre e infernal. El destino
me trataba como un verdugo implacable. Inmerso en tal estado de
ánimo, sucedió que un día fui testigo de la manera en que se
adiestraba a un caballo.
Lo tenían atado a una larga correa,
obligándolo a dar vueltas en círculo sin que se le permitiera ni un
segundo de reposo. Cada vez que llegaba a un obstáculo que debía
saltar, lo esquivaba y se ponía terco. Los latigazos llovían sobre
su lomo durante horas, pero el caballo se negaba a saltar. El hombre
que lo atormentaba no era cruel, sufría visiblemente a consecuencia
del brutal trabajo que debía cumplir.
Tenía una cara amable y
bonachona, y cuando le reproché su comportamiento, me contestó:
«Preferiría gastarme todo el jornal en comprarle terrones de azúcar
si con ello comprendiera lo que quiero de él. Lo he intentado muchas
veces, pero siempre sin resultado. Es como si el diablo habitara en
este animal y le cegara el cerebro. Y eso que se le exige tan poca
cosa». Vi un ansia mortal en los delirantes ojos del caballo cada
vez que se acercaba de nuevo al obstáculo, el temor a recibir más
latigazos hacía reverberar en ellos el miedo.
Me rompí la cabeza
intentando hallar otro medio de hacerse comprender por el pobre
animal. Mientras le gritaba, primero con el espíritu y después con
palabras, que saltase porque de esa manera todo se acabaría
rápidamente, tuve que constatar, muy a mi pesar, que el doloroso
sufrimiento era el único maestro capaz de hacerle llegar a la meta.
Entonces reconocí súbitamente que yo actuaba lo mismo que el
caballo: el destino me estaba golpeando y todo lo que yo sabía es
que sufría.
»Odiaba a la fuerza invisible que me torturaba, pero hasta aquel
momento no había acabado de comprender que todo aquello sucedía
únicamente para que yo realizara algo, quizás salvar un obstáculo
espiritual que se hallaba ante mí.
»Esta pequeña experiencia se convirtió en un hito en mi camino:
aprendí a amar a los seres invisibles que me empujaban hacia delante
a latigazos, porque sentía que hubiesen preferido darme azúcar si
con ello consiguieran elevarme a un escalón superior al que ocupa la
efímera humanidad.
»El ejemplo que cito está algo cojo, naturalmente —continuó
Swammerdam con humor—. Cabe la pregunta de si el caballo progresaría
realmente por haber aprendido a saltar, o de si hubiera sido mejor
dejarlo en su estado salvaje. Pero sobra que le diga esto. Para mí
contó sobre todo una cosa: hasta entonces había vivido en la errónea
convicción de que todo lo malo que me sucedía era un castigo,
atormentándome por descubrir la razón de merecerlo. De repente
encontré un sentido para los rigores del destino y aunque a menudo
no comprendía qué obstáculo debía saltar, me esforzaba por ser un
caballo dócil.
»Pude experimentar en mí mismo el extraño y oculto sentido básico
del versículo bíblico que habla del perdón de los pecados: con la
noción del castigo había desaparecido igualmente la del pecado.
Sustituí la caricatura de un Dios vengador por una fuerza benéfica,
despojada de forma, que sólo deseaba instruirme, de la misma manera
que el hombre quería instruir al caballo. A menudo he contado esta
historia a otras personas, pero casi nunca caía en suelo fértil. La
gente se persuadía de que, siguiendo mi consejo, podrían adivinar lo
que el invisible “domador” esperaba de ellos.
Y como los golpes del
destino no cesaban inmediatamente, volvían a caer en la vieja
rutina, volvían a cargarse con la misma cruz que antes, unos
quejándose y otros refugiándose en una falsa humildad, “resignados”.
Le diré una cosa: el que está tan avanzado como para adivinar a
veces lo que quieren de él los seres del más allá, ya ha realizado
la mitad del trabajo. El sólo deseo de adivinarlo, por sí mismo,
conlleva ya un cambio total en la concepción de la vida. La
capacidad de adivinar, es algo más, es el fruto de esa semilla.
»¡Es tan difícil adivinar lo que debemos hacer!. Nuestros primeros
pasos son un tanteo irrazonable, las acciones que llevamos a efecto
recuerdan a las de los lunáticos, y no parecen estar relacionadas
entre sí. Pero poco a poco vemos cómo emerge un rostro del caos, un
rostro en cuyas facciones podemos leer la voluntad del destino. Al
principio sólo hace muecas.
Así ocurre con todo lo grande.
Cada nuevo invento, cada idea nueva
que se manifiesta en el mundo es al comienzo una especie de mueca.
El primer modelo de avión fue, durante mucho tiempo, y hasta que se
convirtió en un auténtico aeroplano, una caricatura de un dragón.
—Quería Vd. decirme lo que cree que debería hacer —pidió
Hauberrisser casi con timidez. Adivinaba que el anciano se había
extendido tanto por temor a que su consejo, al que estimaba
ostensiblemente como muy valioso, no fuese recibido con la debida
consideración y pudiera ser desechado.
—Es cierto, señor. Pero tenía que poner antes los fundamentos para
que no se extrañe por lo que voy a encomendarle. Tendrá que hacer
algo que en su opinión significará más bien una interrupción del
impulso natural que experimenta ahora. Sé, porque es humano y
comprensible, que en este momento sólo desea buscar a Eva. No
obstante, lo que debe hacer es lo que sigue: tiene Vd. que buscar la
fuerza mágica que excluirá que en el futuro le suceda otra desgracia
a su novia.
De otro modo podría ser que la encuentre únicamente para
volver a perderla, así como los humanos se encuentran en la Tierra
para ser separados por la muerte. Es necesario que la encuentre,
pero no como se encuentra a un objeto perdido, sino de una manera
nueva, encontrarla doblemente. Usted mismo me dijo en el camino que
su vida estaba cambiando paulatinamente, como un río amenazado de
perderse en las arenas.
Todo ser humano llega algún día a este
punto, aunque no sea en una sola existencia. Conozco eso. Es como
una muerte que sólo concierne al ser interior, dispensando al
cuerpo.
Pero precisamente ese es el instante más valioso que poseemos, un
instante que puede conducir a la victoria sobre la muerte.
El
espíritu de la tierra nota muy bien cuando está corriendo el peligro
de ser vencido por el hombre, por eso no tiende sus trampas más
pérfidas hasta ese momento. Plantéese a sí mismo la pregunta: ¿qué
pasaría si ahora encontrara a Eva?. De tener el valor suficiente
para afrontar la verdad, tendría que contestarse que el curso de sus
respectivas vidas continuaría fluyendo aún durante algún tiempo,
pero finalmente se secaría en las arenas de lo cotidiano. ¿No
mencionó que Eva tenía mucho miedo de casarse?.
Es precisamente
porque el destino quiere preservarla de ello, por eso les ha reunido
tan rápidamente como los ha separado.
»En cualquier otra época su vivencia no sería más que una mueca de
la vida, pero en ésta, cuando casi toda la humanidad se halla frente
a un enorme vacío, me parece imposible. No puedo conocer el
contenido del rollo que le llegó de tan misteriosa forma. Sin
embargo, le aconsejo que deje de lado lo externo y busque lo que
necesita en las lecciones escritas por aquel desconocido. Se lo
aconsejo muy vivamente. Pese a que tropiece en ellas con las muecas
de una desconcertante caricatura; aunque las mismas lecciones fuesen
engañosas acabaría encontrando en ellas lo que necesita.
»Quien busca correctamente no puede hallar una mentira. No existe
mentira en la que no pueda descubrirse la verdad. Sólo es necesario
que el que busca se encuentre en el punto justo. —Swammerdam se
despidió de Hauberrisser con un rápido apretón de manos—. Y usted se
encuentra hoy en ese punto exactamente. Podrá usted servirse sin
peligro de temibles fuerzas que en otro momento lo conducirían
irremediablemente hacia la locura, porque ahora es el amor quien las
convoca.
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Capítulo X
El primer acto de Sephardi, la mañana siguiente a su visita a
Hilversum, consistió en ir a ver al psiquiatra Debrouwer para
informarse sobre el caso de Lázaro Eidotter.
Estaba demasiado convencido de la inocencia del viejo judío como
para no sentirse obligado a intervenir en favor de su
correligionario, más en cuanto que el doctor Debrouwer pasaba por
ser un alienista extremadamente mediocre y de diagnóstico poco
seguro.
Aunque Sephardi sólo había visto a Eidotter una vez en su vida,
sentía gran simpatía por él.
El sólo hecho de que formara parte de un círculo de místicos
cristianos siendo judío, permitía suponer que era un Chassid
cabalístico, y todo lo referente a esta extraña secta judía le
interesaba en el mayor grado.
No se había equivocado al suponer que el psiquiatra emitiría un
juicio totalmente erróneo.
Apenas había expresado su convicción de
que Eidotter era inocente y de que sus confesiones se explicaban por
un ataque de histeria, cuando fue interrumpido por el doctor
Debrouwer, cuyo exterior delataba al pseudocientífico de cabeza
hueca:
—El examen no ha revelado ninguna anomalía. Sólo lo tengo en
observación desde ayer, pero está claro que no hay ningún síntoma
patológico.
—¿Considera, entonces, que el viejo es un asesino consciente y que
su confesión es verídica? —preguntó el doctor Sephardi con sequedad.
Los ojos del médico adoptaron una expresión de inteligencia
sobrenatural. Se colocó hábilmente a contraluz, para que el reflejo
de sus pequeñas gafas ovaladas realzara aún más, si cabía, su
imponente rostro de pensador.
Bajando la voz, como si de un secreto
se tratara, dijo en tono misterioso:
—No es que Eidotter sea el asesino, pero sí es cómplice. Se trata de
una conspiración.
—¿Ah, sí?. ¿Y en qué basa usted esa conclusión?.
El doctor Debrouwer se inclinó hacia delante y susurró:
—Su confesión coincide en ciertos puntos con los hechos, por
consiguiente, debe conocerlos. Se denunció a sí mismo como asesino
para que sus cómplices tuvieran tiempo de escapar.
—Se conocen, pues, todos los detalles del asesinato.
—Desde luego. Uno de nuestros más célebres criminalistas los
descubrió a partir del dictamen pericial. El zapatero Klinkherbogk,
en un ataque de… dementia praecox — Sephardi tuvo que contener la
sonrisa— apuñaló a su nieta con una lezna, y cuando se disponía a
abandonar el cuarto, fue asesinado por el criminal que acababa de
entrar a la habitación. Después, el asesino tiró el cadáver por la
ventana, al canal. Se ha encontrado una corona de papel dorado que
pertenecía a Klinkherbogk flotando sobre el agua.
—¿Y el relato de Eidotter es exactamente igual?.
—¡Sí, precisamente! —el doctor Debrouwer soltó una carcajada—.
Cuando los inquilinos supieron lo del asesinato, algunos de ellos
quisieron despertar a Eidotter y lo encontraron desmayado, sin
conocimiento. Está claro que fingía. Y por otra parte, de no haber
participado en el crimen, no podía saber que la pequeña murió
acuchillada por una lezna, no obstante lo mencionó expresamente en
su confesión. El hecho de que también se haya declarado culpable del
infanticidio tiene fácil explicación: lo hizo para confundir a la
policía.
—¿Y de qué modo pretende haber sorprendido al zapatero?.
—Afirma que se subió por una cadena que cuelga desde el tejado hasta
el agua del canal, y luego dice que le rompió el cuello a
Klinkherbogk, que lo había recibido alegre y con los brazos
abiertos. Puras tonterías, desde luego.
—Dice usted que es imposible que supiera lo de la lezna. ¿No podría
habérselo dicho alguien antes de entregarse a la policía?.
—Imposible.
Sephardi se quedó muy pensativo.
Su hipótesis inicial en el sentido
de que Eidotter se había declarado culpable para cumplir una misión
imaginaria que se correspondiese con su nombre de “Simón, el
portador de la cruz”, no se tenía en pie. Si el médico no mentía,
¿cómo era posible que Eidotter conociera el detalle de la lezna?.
Sephardi intuyó que el caso del viejo tenía que ver con fenómenos de
adivinación consciente.
Abrió la boca para expresar su sospecha de que el asesino podría ser
el zulú, pero antes de que pudiera pronunciar una sola palabra,
sintió, desde el fondo de su ser, un golpe violento que lo hizo
callar enseguida.
Había sido casi como un contacto físico, pero a pesar de ello no
concedió mayor importancia al asunto. Se limitó a preguntar si le
estaba permitido hablar con Eidotter.
—En principio no debería consentirlo —respondió Debrouwer— sobre
todo porque usted, según las informaciones del tribunal, estuvo con
él poco antes de los acontecimientos, en casa de Swammerdam. Pero si
insiste, y en atención a su inatacable reputación de sabio aquí en
Amsterdam, excederé con gusto mis atribuciones —tocó el timbre y
ordenó a un guardia que acompañara a Sephardi a la celda.
El viejo judío, tal como se le podía ver a través de la ventanilla
de la puerta, estaba sentado ante la ventana enrejada, contemplando
el cielo soleado.
Al oír la puerta se levantó con indiferencia.
Sephardi se acercó a él rápidamente y le apretó la mano.
—He venido a verle, señor Eidotter, primero porque lo considero un
deber de correligionario…
—Correligionario —murmuró Eidotter respetuosamente, haciendo una
reverencia.
—…y segundo, porque estoy convencido de su inocencia.
—Inocencia —repitió el anciano como un eco.
—Me temo que no confía en mí —continuó Sephardi tras un silencio—.
No se preocupe, he venido como amigo.
—Como amigo —dijo Eidotter como una máquina.
—¿Acaso no me cree?. Me causaría mucha pena.
El viejo judío pasó la mano por la frente con lentitud, como si
acabara de despertar.
Poniéndose la mano en el corazón, y articulando penosamente las
palabras —se esforzaba por evitar todo rastro de dialecto— dijo:
—Yo… yo no tengo… enemigos. ¿Y entonces?… Y por lo que ha dicho de
que viene como amigo, ¿de dónde sacaré el derecho de dudar de sus
palabras?.
—Muy bien. Me alegro. Voy a poder hablarle con toda franqueza, señor
Eidotter — Sephardi aceptó la silla que le ofrecía el viejo, y se
sentó de manera apropiada para poder observar su fisonomía—. Si
ahora le planteo algunas preguntas, no es por curiosidad, sino para
ayudarle a salir de la fatal situación en que se encuentra.
—…Ayudarle… —murmuró Eidotter.
Sephardi se calló durante un rato. Contempló con atención el rostro
del anciano, que aparecía inmóvil e impasible, sin la menor traza de
emoción.
Advirtió a primera vista las profundas arrugas que surcaban su cara,
debía haber sufrido horriblemente. Sin embargo, reparó en un extraño
contraste, un brillo ingenuo en sus ojos abiertos, una claridad como
nunca había visto en un judío ruso.
En la habitación de Swammerdam,
pobremente iluminada, no se había dado cuenta de ello. Había tomado
al viejo por un sectario, influenciado por una religiosidad
exagerada, que oscilaba entre el fanatismo y la autoflagelación. El
hombre que ahora estaba frente a él era completamente distinto. Sus
labios no eran toscos, ni tenían la expresión astuta y repugnante
que solía caracterizar al típico judío ruso. En cada línea revelaban
una extraordinaria potencia imaginativa.
Sephardi no podía imaginarse que esa mezcla de pueril inocencia y
decadencia senil fuera capaz de llevar un despacho de licores en un
barrio de criminales.
—Dígame —empezó con tono amable— ¿cómo se le ha ocurrido
autoinculparse del asesinato de Klinkherbogk y de su nieta?. ¿Quería
proteger a alguien?.
Eidotter negó con la cabeza:
—¿A quién tendría que proteger, si he sido yo el que los mató?.
Sephardi fingió que daba crédito a su afirmación:
—¿Y por qué los mató?.
—Pues… por los mil florines.
—¿Y dónde tiene guardado el dinero?.
—Eso ya me lo preguntaron los Gaónims —señaló hacia la puerta con el
dedo pulgar —. No lo sé.
—¿No se arrepiente de lo que ha hecho?.
—¿Arrepentirme? —el viejo reflexionó—. ¿Por qué iba yo a
arrepentirme?. Si no es culpa mía.
Sephardi se sorprendió. Aquello no era una respuesta de loco.
Dijo
sencillamente:
—Desde luego que usted no tiene la culpa. Porque no ha cometido el
crimen. Usted estaba durmiendo en la cama, todo se lo ha imaginado.
Tampoco se subió por la cadena. A su edad no hubiera podido hacerlo.
Eidotter vaciló.
—¿Quiere decir que yo no soy el asesino?.
—Naturalmente. Está más claro que el agua.
El anciano volvió a meditar durante un instante antes de gruñir con
indiferencia:
—Bueno. Parece lógico.
En sus facciones no se esbozó ni la menor señal de alegría. Ni
siquiera pareció sorprenderse.
El asunto le resultaba a Sephardi más enigmático cada vez. De
haberse producido un cambio de conciencia en Eidotter, se reflejaría
en sus ojos, los cuales, sin embargo, tenían todavía la misma mirada
pueril de antes.
Tampoco podía tratarse de una simulación
intencionada, el anciano había aceptado el hecho de su inocencia
como algo que no merecía ser comentado.
—¿Sabe lo que habría pasado de haber cometido usted el asesinato
realmente? — preguntó Sephardi con insistencia—. ¡Lo habrían
condenado a muerte!.
—¡Hm!. Condenado a muerte.
—Sí, señor. ¿No le asusta la idea?.
Evidentemente, la cuestión no producía ningún efecto en el viejo. Su
rostro se volvió tan sólo algo más pensativo, como si lo iluminara
un recuerdo. Alzó los hombros y dijo:
—Han ocurrido cosas mucho más terribles en mi vida, señor doctor.
Sephardi aguardó a que siguiera hablando, pero Eidotter se había
sumido nuevamente en un silencio de muerte.
—¿Siempre ha sido comerciante de licores?.
El viejo sacudió la cabeza, asintiendo.
—¿Marcha bien su negocio?.
—No lo sé.
—Pues si es tan indiferente con su negocio, un día lo perderá todo.
—Claro, cuando uno se descuida —fue la ingenua respuesta de Eidotter.
—¿Y quién cuida de él?. ¿Usted?. ¿O tiene mujer e hijos que se
ocupen de él?.
—Mi mujer murió hace mucho tiempo y… y los niños también.
Sephardi creyó ver un camino abierto hacia el corazón del anciano.
—¿No piensa de vez en cuando en los suyos con amor?. No sé si hará
mucho tiempo desde que los perdió, pero es imposible que se sienta
feliz con su soledad. Verá, yo tampoco tengo a nadie que se ocupe de
mí, puedo ponerme en su lugar fácilmente. No se lo pregunto por
curiosidad, ni por descifrar el enigma que representa usted para mí
—dijo, olvidando sin darse cuenta el motivo de su visita— lo hago
por pura humanidad y…
—…y porque su estado de ánimo lo necesita, y no puede evitarlo
—completó Eidotter, transformado por un instante.
En el semblante hasta ahora apagado del viejo se reflejó por un
momento un sentimiento de compasión y de profunda comprensión.
Un segundo después su cara volvió a ser la misma página en blanco
del principio de la visita.
Sephardi lo oyó murmurar, como ausente
de espíritu:
—Rabbi Jochanan dijo: «Formar un matrimonio acertado entre los seres
humanos es un milagro más grande que el realizado por Moisés en el
mar Rojo».
Comprendió de pronto que, aunque sólo fuera por un instante, el
viejo había compartido su dolor por la pérdida de Eva, un dolor del
que él mismo no era plenamente consciente en este momento.
Recordó
una leyenda de los Chassidim según la cual existían algunas personas
en esa comunidad, que sin estar locos, presentaban toda la
apariencia de estarlo, personas que al ser despojadas de su Yo
experimentaban las penas y alegrías de otros con tanta fuerza como
si fuesen propias. Lo había tomado por una fábula. ¿Podría resultar
que ese viejo de razón perturbada constituyera un vivo testimonio de
la leyenda?.
Su comportamiento, el hecho de que él mismo creyera
haber matado a Klinkherbogk, su forma de actuar hasta el momento,
visto así todo se situaba bajo una luz diferente.
—¿No recuerda si alguna vez se le ocurrió creer que había hecho algo
determinado y luego resultó que en realidad era una acción de otra
persona? —preguntó Sephardi con sumo interés.
—Nunca he reparado en ello.
—¿Es usted distinto de otras personas en cuanto a su modo de pensar,
de sentir?. Distinto de mí, por ejemplo, o de su amigo Swammerdam.
La otra tarde, cuando nos conocimos en su casa, no estuvo usted tan
callado, señor Eidotter, sino mucho más vivo. ¿Tanto le ha afectado
la muerte de Klinkherbogk? —lleno de compasión, cogió la mano del
viejo—. Si está preocupado, o si necesita un descanso, confíese a
mí, yo haré todo lo que pueda por ayudarle. Además, no creo que ese
negocio en el Zee Dijk sea lo más apropiado para usted. Quizás pueda
encontrarle otra ocupación más… digna. ¿Por qué rechazar la amistad
que se le ofrece?.
Las cálidas palabras de Sephardi le cayeron bien al anciano. Sonreía
con la felicidad de un niño alabado, aunque no parecía comprender lo
que Sephardi le proponía.
—¿Fui… fui distinto la otra tarde? —preguntó al fin, balbuceante.
—Desde luego. Habló largamente conmigo y con los demás. Era como…
más humano. Incluso llegó a discutir con Swammerdam acerca de la
Cabala. Deduje de ello que se había dedicado usted mucho a la
cuestión religiosa y a Dios.
Sephardi se interrumpió rápidamente, un cambio se estaba produciendo
en el viejo.
—Cabala… Cabala —murmuraba Eidotter—. Sí, claro, estudié la Cabala.
Mucho tiempo. Y Babli también y… y Jeruschalmi…
Sus pensamientos empezaban a perderse en el pasado lejano; los
articulaba como si fueran ajenos, se expresaba como si estuviera
enseñándole imágenes a otro, ahora despacio, ahora deprisa, conforme
desfilaban por su memoria.
—Lo que dice la Cabala sobre Dios está equivocado. En la vida es
completamente diferente. En aquella época, en Odessa, aún no lo
sabía. En el Vaticano, en Roma, tuve que traducir pasajes del Talmud.
—¿Ha estado usted en el Vaticano? —exclamó Sephardi con asombro.
El viejo no lo oyó.
—Luego se me secó la mano.
Levantó el brazo derecho; los dedos de la mano aparecían encorvados
y nudosos como raíces, a causa de la artritis.
—En Odessa los griegos ortodoxos me tomaron por un espía, por mis
relaciones con los goyyím romanos… y de pronto ardió nuestra casa,
pero Elias, su nombre sea alabado, nos salvó del peligro, y mi mujer
Berurje, yo y los niños, tan sólo nos quedamos en la calle.
»Más tarde, tras la fiesta de los Tabernáculos, vino Elias y comió
en nuestra mesa. Yo sabía que se trataba de Elias, pero Berurje
pensaba que su nombre era Chidher el Verde.
Sephardi se sobresaltó. ¡El mismo nombre había sido mencionado la
tarde anterior en Hilversum, cuando el barón Pfeill contó las
experiencias de Hauberrisser!
—En la comunidad se reían de mí. Siempre decían: «¿Eidotter?,
Eidotter es un Nebbochant, anda por ahí como un demente». No sabían
que Elias me instruía en la doble ley que Moisés transmitió a Josué,
de la boca al oído —sus rasgos, iluminados por la revelación, se
transfiguraron—. Tampoco sabían que El intercambió en mí las dos
luces de los Makifim. Después hubo una persecución de judíos en
Odessa. Tendí mi cabeza, pero el golpe fue a parar a Berurje, su
sangre corrió por el suelo cuando intentaba proteger a los niños.
Los niños murieron a golpes, uno tras otro.
Sephardi se levantó de un salto, se tapó los oídos, y espantado,
clavó la vista en Eidotter, cuyo sonriente rostro no traslucía
huella alguna de emoción.
—Ribke, mi hija mayor, gritaba pidiéndome ayuda cuando se
abalanzaron sobre ella, pero me tenían agarrado. Entonces la
rociaron con petróleo y… le prendieron fuego.
Eidotter se calló. Bajó la cabeza, pensativo, y se puso a arrancarse
hilillos de las costuras de su kaftán. Parecía tener plena
conciencia.
Sin embargo, no debía experimentar ningún dolor, porque
al cabo de un rato continuó con voz clara:
—Más tarde, cuando quise volver a estudiar la Cabala, no pude,
porque tenía intercambiadas las luces de los Makifim.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Sephardi, tembloroso—. ¿Que el
terrible dolor había trastornado su mente?.
—El dolor, no. Y tampoco mi espíritu está trastornado. Es como lo
que se dice de los egipcios, que tenían una poción que provoca el
olvido. De otra manera, ¿cómo podría haber sobrevivido?. Después de
aquello, durante mucho tiempo no supe quién era, y cuando recobré la
memoria, me faltaba lo que el hombre necesita para llorar, y también
algunas cosas que hacen falta para pensar. Las Makifim estaban
invertidas. Desde entonces tengo la cabeza en el corazón y el
corazón en la cabeza, por decirlo de alguna manera. Sobre todo en
determinados momentos.
—¿Podría explicármelo? —preguntó Sephardi suavemente—. Pero sólo si
le apetece, por favor. No quisiera que crea que se lo pregunto por
curiosidad.
Eidotter lo cogió de la manga.
—Mire, doctor. Cuando le doy un pellizco a la tela, usted no siente
ningún dolor, ¿no?. Si le duele a la manga, ¿quién puede saberlo?.
Pues lo mismo me sucede a mí. Lo sé muy bien, pero no lo siento.
Porque mis sentimientos están en mi cerebro. Tampoco me es posible
dudar de lo que se me dice, como solía hacerlo en mi juventud, en
Odessa. Tengo que creerlo, porque mi cerebro está en mi corazón. Del
mismo modo, no puedo reflexionar como antes, o se me ocurre algo o
no se me ocurre nada. Si se me ocurre, entonces es que es así en
realidad, lo percibo tan nítidamente que no podría distinguir si lo
he vivido o no. Por eso ni siquiera trato de reflexionar sobre ello.
—¿Y sus quehaceres cotidianos?. ¿Cómo se las arregla para llevarlos
a cabo?.
Eidotter señaló la manga nuevamente.
—Cuando llueve la ropa nos protege de la humedad, y cuando brilla el
sol nos protege del calor. Que usted se preocupe o no de ello no
importa, la ropa lo hace por sí sola. Mi cuerpo se ocupa del
negocio, pero yo no sé nada sobre eso. Rabbí Simón ben Eleasar dijo:
«¿Acaso visteis jamás un pájaro ejerciendo una profesión?. Y sin
embargo se alimenta sin problemas. ¿No debería alimentarme sin
problemas yo también?». Naturalmente, si las Makifim no estuvieran
intercambiadas dentro de mi, no podría dejar solo a mi cuerpo,
estaría atado a él.
Sephardi, reparando en la claridad del discurso, examinó los ojos
del anciano y vio que, aparentemente, ya no se diferenciaban en nada
de los de cualquier judío ruso. Al hablar, hacía gestos con las
manos, y su voz tenía ahora un timbre persuasivo.
Sus diferentes
estados mentales se sucedían sin transición.
—Claro que un hombre no puede conseguir esto por sí mismo —continuó
Eidotter—. No sirven para nada los estudios, ni las oraciones, ni
tampoco el Mikwaóth —el bautismo por inmersión. Nosotros solos no
podemos lograrlo, tiene que venir alguien del más allá para
intercambiarnos las luces.
—¿Cree que fue alguien del “más allá” quien lo hizo por usted?.
—Claro que sí, fue Elias, el profeta, ya se lo he dicho. Cuando un
día entró en nuestro cuarto, yo ya sabía que era él al escuchar sus
pasos. Previamente, al pensar que algún día podía ser nuestro
huésped, creía que todos mis miembros temblarían cuando lo viera
ante mí. Usted sabe, doctor, que nosotros los Chassidim esperamos su
llegada continuamente. Pero fue una cosa muy natural, como si
cualquier judío ordinario entrara por la puerta. Ni siquiera mi
corazón latió más deprisa.
Lo único que noté fue que, aunque me
esforzara, yo no podía dudar de que era él. Lo observé atentamente y
su cara me pareció cada vez más familiar; de pronto supe que no
había pasado ni una noche en mi vida sin que lo hubiera visto en
sueños. Como me hubiera gustado averiguar cuándo lo vi por primera
vez, escarbé en mis recuerdos y vi pasar toda mi juventud, y mi
infancia, y todavía más temprano, me ví en otra vida anterior, como
un hombre adulto, y nuevamente como un niño, y así seguía.
Yo nunca
había pensado que hubie ra vivido antes. El siempre estaba conmigo y
siempre tenía la misma edad y el mismo aspecto que el forastero que
en ese momento se sentaba en mi mesa. Naturalmente, me fijé en cada
uno de sus movimientos, en todo lo que hacía. De no saber que era
Elias nada me habría llamado la atención, pero sabiéndolo, cada
gesto suyo adquiría un significado profundo. En el curso de la
conversación intercambió la posición de los candelabros de la mesa,
entonces percibí claramente que había invertido las luces dentro de
mí.
A partir de aquel instante fui otro hombre muy distinto, meschugge, como me decían en la comunidad. El motivo de que
intercambiara las luces en mi interior lo conocí más tarde, cuando
masacraron a mi familia. Usted quería saber el por qué de que
Berurje creyera que se llamaba Chidher el Verde, ¿verdad, doctor?.
Pues bien, ella pretendía que se lo había dicho.
—¿Y luego ya no volvió a encontrarlo?. Comentó antes que le instruyó
en la Merkaba, es decir, en la segunda ley secreta de Moisés.
—¿Encontrarlo? —repitió Eidotter, pasándose la mano por la frente
como si tuviera que entender lentamente de qué se estaba hablando—.
¿Encontrarlo?. Una vez conmigo, ¿cómo podría haberse marchado?. El
está siempre conmigo.
—¿Y lo ve constantemente?.
—No lo veo en absoluto.
—Pero si dice que siempre está con usted. ¿Cómo hay que entender
eso?.
—No puede entenderse con la razón, doctor.
—¿No podría explicármelo con un ejemplo?. ¿Le habla Elias cuando lo
instruye, o qué hace?.
—Cuando usted se siente alegre… ¿está con usted la alegría?. Sí,
naturalmente. Pero no puede verla ni oírla. Pues así es.
Sephardi se calló. Advirtió que entre él y el anciano se abría un
abismo de incomprensión espiritual que era incapaz de franquear.
En conjunto, lo que el viejo acababa de decirle concordaba con sus
propias teorías sobre la evolución interior de la raza humana. Él
siempre había dicho, como el día anterior en Hilversum, que este
camino evolutivo se hallaba en la religión y en la fe religiosa,
pero ahora que tenía delante un ejemplo vivo en la persona del
anciano, se sentía sorprendido y decepcionado a la vez por la
realidad.
Debía reconocer que Eidotter, por el hecho de no estar
sujeto al dolor, era infinitamente más rico que los demás humanos,
le envidiaba su facultad, pero no se hubiera cambiado por él. Una
duda nació en él, la de si estaría o no en lo cierto con respecto a
lo que había dicho en Hilversum sobre la vía de la debilidad y la
búsqueda de un redentor.
Había pasado toda su vida solo, aislado, rodeado de un lujo inútil,
absorbido por estudios de todas clases. Ahora le pareció haber
pasado por alto muchas cosas y haberse perdido lo más importante.
¿Aspiraba efectivamente y con toda su alma a la llegada de Elias,
como este pobre judío ruso?. No; a través de sus lecturas se había
dado cuenta de que era necesario desearlo para que la vida interior
despertara en él, y su deseo se limitaba a la imaginación.
Ahora
tenía delante a un ser de carne y hueso que realmente consiguió
realizar un deseo así, y entonces él, Sephardi, el gran sabio, se
confesaba a sí mismo que no quería estar en su lugar.
Profundamente
avergonzado, se prometió explicar en la próxima ocasión que viera a Hauberrisser, a Eva y al barón Pfeill, que en realidad no sabía
prácticamente nada, que se veía obligado a confirmar la opinión de
un comerciante de licores judío de mente perturbada acerca de las
experiencias espirituales:
“Esto no se comprende con la razón”.
—Es como un viaje al reino de la plenitud —continuó Eidotter tras un
silencio durante el cual había sonreído felizmente— y no de un
retorno, como creía antes. Pero, hasta que no tenga las luces
invertidas, todo lo que crea una persona es erróneo, tan erróneo que
no puede ser concebido.
Uno espera la llegada de Elias, y cuando
llega, se da cuenta de que en realidad no es él quien ha venido,
sino uno mismo quien ha ido a su encuentro. Uno cree tomar mientras
está dando. Creemos estar parados, esperando, y estamos en
movimiento, buscando. El hombre camina mientras que Dios permanece
quieto. Elias vino a nuestra casa, ¿lo reconoció Berurje?. Ella no
fue hacia él y por tanto, él no vino a ella, de modo que pensó que
era un judío forastero que se llamaba Chidher el Verde.
Sephardi miró con emoción los ojos radiantes del anciano.
—Ahora he comprendido muy bien lo que quiere decir, aunque no pueda
sentirlo. Se lo agradezco. Quisiera poder hacer algo por usted.
»Puedo garantizarle su libertad con toda seguridad, no será difícil
convencer al doctor Debrouwer de que su confesión no guarda ninguna
relación con el asesinato. Aunque… —añadió, más bien para sí mismo—
por el momento, todavía no sé como voy a explicarle el caso.
—¿Puedo pedirle un favor, doctor?.
—Desde luego, naturalmente.
—Entonces no le diga nada a ese de ahí fuera. Que siga creyendo que
he sido yo. No quiero tener la culpa de que descubran al asesino.
Ahora sé quién fue. Entre nosotros: fue un negro.
—¿Un negro?. ¿Como lo sabe, de repente? —exclamó Sephardi perplejo y
algo receloso.
—Es como sigue —explicó Eidotter con tranquilidad—: Cuando, tras
haber estado unido a Elias como en un sueño no soñado, volví
parcialmente en mí, en la bodega, había ocurrido algo entre tanto.
Yo suelo creer que he presenciado las cosas, que he participado en
ellas. Si alguien, por ejemplo, le ha pegado a un niño, creo que lo
he hecho yo, y tengo que ir a consolarlo. Si alguien se olvida de
darle de comer a su perro, creo que ha sido un olvido mío y voy a
darle la comida.
Y si luego, por casualidad, me entero de mi error,
no tengo más que unirme un instante con Elias y volver enseguida
para saber como sucedieron las cosas. Casi nunca lo hago, porque no
tiene sentido, y además, cuando me separo de Elias me da la
impresión de quedarme ciego. Pero como usted ha estado meditando
durante tanto rato, lo he hecho, y he visto que era un negro el que
mató a mi amigo Klinkherbogk.
—¿Cómo, cómo ha podido ver que era un negro?.
—Pues, volvía a ascender mentalmente por la cadena, mirándome por
fuera, y he visto que era un negro con un collar rojo en el cuello,
descalzo y vestido con un mono azul. Al examinarme interiormente,
constaté que yo era un salvaje.
—Eso sí que habría de contárselo al doctor Debrouwer —exclamó
Sephardi al levantarse.
Eidotter lo retuvo por la manga.
—¡Me prometió guardar silencio, doctor!. No debe verterse sangre,
por el amor de Elias. Mía es la venganza… y además… —su semblante
amable adoptó de pronto una expresión de fanatismo amenazador,
profético— además, ¡el asesino es uno de los nuestros!. No un judío,
como está usted pensando en este momento —explicó al percatarse de
la cara de sorpresa que había puesto Sephardi— pero sí uno de los
nuestros. Acabo de reconocerlo, viéndolo internamente.
¿Que sea un
asesino?. ¿Quien tiene derecho a juzgarlo?. ¿Nosotros?. ¿Usted y
yo?. Mía es la venganza. El es un salvaje, y tiene su fe.
Dios nos
preserve a todos de tener una fe tan espantosa como la suya, pero su
fe es auténtica y viva. Estos son los nuestros, los que tienen una
fe que no se derrite en el fuego de Dios. Swammerdam, Klinkherbogk,
y también el negro. ¿Qué es eso de ser judío, cristiano, pagano?.
Sólo nombres para quiénes tienen una religión en lugar de una fe.
Así que le prohibo decir lo que sabe sobre el negro. Si tengo que
morir por él, ¿podría usted privarme de realizar esta ofrenda?.
Conmovido, Sephardi volvió a su casa.
Le daba vueltas a la idea de que en el fondo, curiosamente, el
doctor Debrouwer no se había equivocado al sostener que Eidotter
participaba en una conspiración, y que aspiraba a ganar tiempo para
el verdadero asesino. Todo concordaba, y sin embargo, el doctor
Debrouwer no podía estar más alejado de la verdad.
Sólo en ese
momento comprendió perfectamente las palabras de Eidotter:
«Todo lo
que cree una persona es erróneo en tanto sus luces no hayan sido
invertidas, tan erróneo que no puede ser concebido. Creemos tomar
cuando damos, creemos estar parados, esperando, y en realidad
estamos andando y buscando».
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