Los mesías de la tecnología
Los medios de comunicación acogieron El desafío mundial y a Jean-Jacques Servan-Schreiber como una esperanza.
¿Qué digo esperanza? ¡La Esperanza!
La prensa más al día y esa televisión que intenta vanamente emerger a los problemas actuales con la mente puesta en la permanencia de los viejos y buenos valores de Occidente se lanzaron a resumir, a preguntar, a glosar y a encender la mecha de los fuegos de artificio de ese futuro que, al parecer, sí tiene salvación.
Y Jean-Jacques Servan-Schreiber, repito
- todo parecido con el otro (Rousseau) se limita al nombre y al idioma
materno - respondió, pontificó, sacó de su bolsillo (tantas veces
como había una cámara cerca) su microprocesador de silicio, y lanzó
a troche y moche su Sermón del Monte de la nueva era.
Que esa crisis - al menos exotéricamente - viene producida por la circunstancia de que las materias primas imprescindibles para el mantenimiento del crecimiento industrial de los países desarrollados están localizadas en territorios que forman parte del llamado Tercer Mundo, es una realidad que se detecta en los manuales de geografía económica.
Que - en apariencia - esos países tercermundistas pueden dar al traste con el ideario evolucionista de Occidente y convertir a los países desarrollados en un caos de paro, de miseria y de futuro incierto, es un temor que aflora como visión apocalíptica en las declaraciones de los gobiernos, lo mismo que en las reuniones de los consejeros.
Aparte intentos aún en mantillas, como el Kuwait Found for Arab Development, las becas millonarias a unos pocos universitarios y algunas cantidades destinadas a la compra de bienes de consumo, los ríos de millones que fluyen en las arcas estatales de los países productores de materias primas fundamentales (y, sobre todo, de petróleo) parecen destinados, en su mayor parte, a engrosar hasta el reventón las arcas particulares o usufructuadas de jeques, emires, príncipes y familiares privilegiados de unos pocos magnates, sin que el ciudadano de a pie - o de a camello - pueda hacer uso de los beneficios que, teóricamente al menos, tendrían que proporcionarle esos ingresos en los que los ceros bailan como planetas locos en el universo de las estadísticas económicas.
Sólo que... ¿cómo se plantean, en
estos parámetros desafiantes, los conceptos de progreso y de
trabajo?
Nos describe con todo lujo de detalles las ocho factorías y nos demuestra que son el modelo viviente del ideal tecnológico para el mundo de los próximos años: la fábrica sin obreros, la industria totalmente automatizada, robotizada.
Las computadoras realizan prácticamente todo el trabajo que hasta ahora era competencia de los seres humanos: montan, atornillan, acoplan, controlan, pulen, vigilan, pintan, secan, prueban y dan el visto bueno inamovible al producto terminado y listo para lanzar al mercado.
Los antiguos obreros son reciclados; se les mete en escuelas de aprendizaje y en institutos de formación especial y se les transforma para que, a fin de cuentas, preparen sus cerebros para realizar - y mejorar - la labor que antes realizaban sus manos y sus ojos, su cuerpo y sus músculos.
Ahora, al parecer - y yo no dudo de que-sea muy cierto - ganan más, trabajan menos y abren camino para que las generaciones inmediatas y los que hasta ahora han sido los «condenados de la tierra» (1.°, 2.° y Tercer Mundo) alcancen el nivel de vida ideal que va a permitir, sin duda, que todos puedan tener crédito para adquirir - por ejemplo - la producción de automóviles que Toyota construirá en sus robotizadas factorías de Aichi.
Con lo cual, como es lógico y nadie podría dudar nunca, la tierra entera abocará a una era de hombres felices, comedores pertinaces de perdices y fundamentalmente consumidores masivos de todo ese progreso tecnológico casi divino (yo creo que podría suprimir sin más el casi), que ha convertido al ser humano - o va a convertirle de inmediato - en adorador incondicional e inapelable de la computadora, en catecúmeno de la tarjeta de plástico, en transformador de oraciones que ya no rezarán:
Y todo ese cúmulo de circuitos computados significa, por un lado, el germen de una nueva energía cuya base molecular es el silicio y cuya base intelectual es el cerebro humano (al menos por el momento).
Por otro lado - y todavía sigo exponiendo la idea de Servan-Schreiber - esos microprocesadores significan la necesaria compensación y el ofrecimiento que el mundo industrializado puede hacer al Tercer Mundo como equilibrio que pague (en términos de desarrollo económico) las materias primas que continúan en poder de los pueblos hoy subdesarrollados.
Se trata, pues, de actuar en todo el ámbito planetario fabricando hombres nuevos, familiarizados casi desde su nacimiento mismo con la tecnología y con las posibilidades que brindan los microprocesadores, para crear en toda la tierra una sociedad capaz de utilizar este nuevo y por el momento definitivo tipo de energía industrial que se está ofreciendo, la única con capacidad de acción suficiente para «liberar definitivamente al ser humano» de la lacra del tercermundismo, una lacra que habrá desaparecer en cuanto puedan llevarse a cabo, a nivel de bienios (y de multinacionales, tengo que añadir por mi parte) los planes necesarios de adaptación cerebral que hoy todavía parecen estar en fase de pura experimentación.
Allí, los muchachos nadan, practican artes marciales japonesas y una especie de yoga a la americana y reciben tres horas diarias de clase.
El resto del tiempo, durante el período de dos semanas que duran los cursos, tienen a su disposición computadoras Apple II y Texas 99/4 en vez de exincastillos, meccanos, geypermanes o balones. Y se les deja hacer con ellas prácticamente lo que quieren, después de habérseles enseñado los rudimentos de su funcionamiento y los principios de su técnica.
Hay niños que inventan melodías electrónicas, otros que descubren juegos con los que asustar a las amistades de sus padres. Denison Bollay, el director del centro, vigila, ayuda cuando se lo piden y plantea problemas como si propusiera juegos. Según él, frente a esta revolución tecnológica que se avecina sólo hay dos alternativas: controlarla o dejarse controlar por ella.
Y dice de sus pupilos:
Al parecer, ha dicho eso señalando con el dedo a Gregg,
un muchachito regordete que ha logrado descifrar un programa
complicadísimo y reconstruirlo después.
Deja de ser libre de elegir su propio destino y adapta su existencia a las presuntas conveniencias de un conjunto social que sólo se supone viable si son aceptados los principios religiosos o políticos que emanan del poder establecido.
(Y querría hacer ver, en este sentido, que dejo deliberadamente de citar palabras como convivencia y solidaridad, porque, aunque su sentido ha sufrido ya fuertes deterioros en su semántica actual, tienen aún para mí un valor fundamental que no querría degradar en modo alguno uniéndolas a la palabrería manipulatoría al uso. Me gustaría que, en lo posible, tratásemos todos de devolverle al lenguaje sus significados originarios, precisamente porque uno de los modos más sutiles de conspiración que ha sufrido la libertad humana ha sido el constante atentado contra lo que verdaderamente significa y representa cada término.)
El secreto - si es que de secreto puede hablarse - estriba en la concienciación del ser humano respecto a saber con certeza con qué tipo de fuerza manipuladora se ha de enfrentar y hasta qué límites de conciencia puede aceptar tal manipulación.
Donde comienza a
fallarnos esa mentalización es en el momento de plantearnos si hay
acaso un determinado número de potencias supra-gubernamentales,
macroeconómicas y hasta meta-espirituales que, formando a su vez
parte de una entidad colectiva única y planetaria, dominan la vida
del género humano desde planos anímicos, biológicos, económicos,
sociales, tecnológicos y políticos, moviendo los hilos de la
conciencia colectiva de la humanidad y jugando con esa conciencia de
tal modo que, desde la semántica a la supervivencia puramente
material, todo cuanto afecta al hombre y a sus relaciones con los
demás té controlado estrictamente, atado hasta sus cabos más sutiles
manejado sin que queden libres de esa voluntad superior nada más que
pequeñas verrugas socioculturales que malamente podrían resistir al
estricto control de la gran máquina detentadora del máximo poder.
Pero entendámonos bien: se trata de un desarrollo contemplado desde la perspectiva de una determinada civilización, la creadora de la era industrial de occidente, de las sociedades anónimas, de los superbancos y de las multinacionales.
Una civilización que ha basado los principios y los fines de su existencia en la tapadera de un bienestar material del hombre y que ha contemplado los distintos modos culturales planetarios desde las coordenadas de su propia y exclusiva función, de tal modo que ha dividido limpiamente el mundo en parcelas estancas, según el grado de desarrollo (económico y técnico, se entiende) que ha logrado introducir y el grado de dominio que ha conseguido imponer.
Curiosamente también, esos precios disparados periódicamente permiten, al mismo tiempo, que otras prospecciones situadas en el mundo occidental y que anteriormente se abandonaron por no rentables, comiencen a ser explotadas con garantías firmes de rentabilidad.
Y esta ayuda propuesta consiste en proporcionar a ese Tercer Mundo el aprendizaje y la utilización de la quintaesencia de la tecnología occidental: el microprocesador.
(Y aquí debo pedir perdón porque, deliberadamente, he englobado en ese mundo occidental a un país tan esencialmente distinto como es Japón, pero tendremos ocasión de analizar su caso, mucho más complejo de lo que en una primera visión puede parecemos y, por supuesto, exponente diáfano, a mi modo de ver al menos, de una situación espiritual ante la cual Occidente sí puede ver efectivamente tambalearse sus estructuras.
Creo incluso
que el hecho mismo de que Servan-Schreiber englobe limpiamente a
Japón en ese mundo es una muestra de su necesidad de integrarlo,
incluso ideológicamente, en las estructuras de macrogobierno - o de
poder oculto, si queremos decirlo con más propiedad - que rigen
realmente en los países del mundo occidental.)
La obediencia, el respeto, la confianza ciega en quienes presuntamente están en posesión inequívoca de la verdad, suponen una estabilización indefinida de los niveles de poder.
Desde la escuela primaria, el niño aprende hechos prefabricados y razones que están concebidas previamente para justificar y supervalorar tales hechos. Cada cual, desde la más tierna infancia aprende que el progreso (que es, el estado ideal del hombre) estriba en la ambición y en el poder, más que en el conocer. En último extremo, se graba en las mentes blandas de los niños que el conocimiento es necesario, pero solamente un camino para alcanzar el deseado poder.
Fijémonos en que en ninguna de esas premisas se tiene en cuenta ni se fomenta - antes bien, muy al contrario, se anula - la necesidad interna y natural del ser humano de encontrarse consigo mismo y con su función real en el mundo. Se aprende y se enseña, más o menos claramente, que ese ser humano no vale por lo que es, sino por lo que posee o por lo que potencialmente puede llegar a poseer.
La posesión se consigue por una capacidad adquisitiva. Por la capacidad de consumo.
¿Quién saldría realmente beneficiado de ese presunto desarrollo del potencial humano previsto por la enseñanza y la utilización de la informática? ¿Quién ganaría en esa quema de etapas tecnológicas que habría de significar el salto del Tercer Mundo por encima de una era industrial que ya está caducada para Occidente?
¿No significaría acaso la expansión, a niveles planetarios, de la mentalización hacia estratos de consumismo absolutamente necesarios para mantener los mismos centros de poder que ahora nos rigen y que el Tercer Mundo está ahora también en condiciones de anular?
Naturalmente, lo bueno es la posibilidad de mantener e incrementar la religión del consumismo, de la «jerarquía sacro-económica», del fin del ser humano en tanto que integrante convencido - creyente - de esa escala de valores cimentada hacia el utilitarismo.
Lo malo, por el contrario, será la vuelta de espaldas a ese progreso, la negación tácita del éxito como fin, la incredulidad ante el supuesto valor supremo del consumo.
Para mí, que no creo en absoluto en la aparición de la Era Industrial como fenómeno súbito y desarraigado de la continuidad histórica humana, no es un hecho casual tampoco que Ignacio de Loyola instituyera la Compañía de Jesús como una moderna Sociedad Anónima (recordemos que su nombre latino-eclesial es el de Societas Jesus, la que ha hecho posible las siglas S.J. con las que mundialmente se la conoce), ni que la Iglesia, a través de esta y de otras órdenes, se integrase desde el primer momento en los movimientos económicos mundiales, a través de intervenciones en bancos y compañías financieras e industriales.
Lo abstracto de la sociedad anónima da un carácter carismático e incluso eventualmente suprahumano a la entidad económica.
La industria, la banca, la gran compañía adquiere, en la mente del hombre de la calle del mundo occidental, una categoría casi celeste, con todo cuanto conlleva de mantenimiento y hasta de incremento progresivo del poder omnímodo sobre los seres humanos y, eventualmente, incluso sobre los gobiernos y sobre los estados.
Esa entidad macroeconómica y suprahumana es, de hecho, la que decreta en la actualidad quiénes son los «buenos» y quiénes han de ser considerados como los «malos», quiénes son válidos para integrarse en el sistema y hasta qué catecismos conviene fomentar y proclamar en cada instante para que quede asegurada la continuidad del poder omnímodo.
Si ahora y aquí conviene proclamar el reciclaje del ser
humano hacia la era de la informática, no se trata de un cambio
radical, de la toma de un nuevo camino ante una encrucijada, sino de
señalar cuál de los caminos que surgen en ella es realmente la
continuación del que se ha estado siguiendo hasta este preciso
momento.
Naturalmente, los datos que se manejan son totalmente ciertos. No cabe la menor duda: en menos de veinte años, Japón se ha colocado a la cabeza en prácticamente todos los sectores industriales que estuvieron hasta ahora en manos del mundo occidental.
Es totalmente cierto que el 78,5% de la industria robotizada del mundo se encuentra en las islas niponas, y que los automóviles japoneses, construidos por medio de computadoras, se han colocado en la primera fila de la producción mundial y muy pronto lo estarán también de la exportación.
El fallo está en un menosprecio manifiesto hacia determinado factor que no puede integrarse en las estadísticas al uso: me refiero al espíritu del hombre, al grado de conciencia mostrado por el ser humano en el momento de enfrentarse al hecho de la manipulación.
Por supuesto, es muy difícil - por no decir prácticamente imposible - que nosotros, gente de Occidente, seamos capaces de entender el espíritu japonés prescindiendo de las coordenadas sociológicas en las que estamos integrados. Sin embargo, esa práctica imposibilidad de comprensión no basta para que dejemos limpiamente el hecho a un lado y midamos el fenómeno japonés exclusivamente por nuestro sistema de valores.
Por lo tanto, es muy difícil, por no decir imposible, que el oriental pueda ser manipulado en el grado en que lo es el hombre occidental. Ya sé que pueden aportarse ejemplos que tienen la apariencia contraria, desde el kamikaze de la Segunda Guerra Mundial hasta el estado de total asentimiento del obrero japonés a las durísimas condiciones de vida que le impone su integración a la gran industria.
Sin embargo, la realidad es que estos actos y estas situaciones constituyen - contra lo que en apariencia representan - pruebas de su voluntad individual.
El japonés se mata o se integra en la sociedad
industrial del mismo modo que se interna temporalmente en un
monasterio Zen o en una escuela de artes marciales: porque cada acto
de su vida debe ser, sobre cualquier otra cosa, exteriorización de
su intima esencia humana y, por lo tanto, un paso en el camino de su
propia superación.
Salvadores y maestros
La diferencia entre ambas estriba en que, mientras el Salvador es una entidad «divinal» o sagrada, que llega de alguna parte para indicarle al ser humano lo que debe creer y el camino que debe seguir, el Maestro es un ser humano cuya función estriba en fomentar los poderes interiores o las posibilidades personales del discípulo que se coloca bajo su tutela, dejando siempre que sea él mismo quien descubra su propia trascendencia y su función en el mundo, y haciéndole conocer tan sólo cuándo un camino momentáneamente seguido no es el apropiado.
Incluso se da el caso - y las recopilaciones del Zen están llenas de ejemplos de este tipo, lo mismo que se encuentran en el budismo Mahayána y en los tratados lamaístas - que el maestro reproche duramente al discípulo su excesiva dependencia y que llegue incluso a apartarle violentamente de su lado si esa dependencia corre el peligro de hacerse irreversible.
Con este hecho - como con otros muchos que podrían venir a confirmarlo si me propusiera dar aquí una visión total de la síntesis trascendente de la humanidad, en lugar de un mero apunte para comprender las implicaciones religiosas que rigen los comportamientos más diversos del mundo moderno - se abre un camino en el que, según me parece, se establecen claramente los límites de la manipulación sociológica, que afecta con preferencia al mundo occidental, ese que venimos llamando de los países industrializados y progresistas, dominador nato de conciencias y de pueblos hasta el momento de la aparición de esos peligrosos brotes de rebeldía que amenazan seriamente con destruir todas las estructuras auténticamente mesiánicas y salvíficas que se quieren conservar desde las altas coordenadas del poder.
Cosa que no
sucede en modo alguno en los países de Oriente: ni en una lamascria
tibetana ni en el complejo fabril de la comarca de Aichi, donde se
fabrican por medio de doscientos ordenadores esas fabulosas
cantidades de automóviles Toyota de que anteriormente dábamos
cuenta, siguiendo los datos y las asombradas explicaciones
(mesiánicas una vez más) de Jean-Jacques Servan-Schreiber.
En relación con su nivel espiritual, y mal que nos pese el reconocerlo, somos nosotros quienes estamos en situación de subdesarrollo.
Porque, en tanto que los occidentales nos esforzamos por progresar para cumplir una función social manipulada desde nuestro exterior por entidades anónimas, la actitud del japonés, desde el gran potentado industrial heredero directo del feudalismo de los samurais hasta el último obrero de su factoría, llega desde su propia necesidad interior de superación; y el inmenso progreso de los últimos lustros no es en modo alguno el medio para obtener unos tremendos e incontrolables beneficios económicos, sino la consecuencia directa de una actitud vital en la que, aunque pueda parecer mentira, las ganancias pecuniarias cuentan mucho menos que el autoconvencimiento del deber cumplido, de la meta alcanzada, tanto con uno mismo como ante los demás.
La industria no es un fin en si misma (la institucionalización de una sociedad tecnológicamente desarrollada), sino un medio para demostrar que la autodisciplina y el dominio trascendente sobre uno mismo son capaces de igualar y hasta de superar a todo ese mundo de progreso aparente y de fragilísima espiritualidad que conforma la personalidad colectiva de los países de Occidente.
Sin embargo, salvo muy raras excepciones el sentido ritual de estas competiciones no ha pasado en Occidente de unas pruebas deportivas más o menos institucionalizadas (en los cuales incluso se ha llegado a vencer a campeones japoneses lo cual significa bien poco) - y su sentido profundo de dominio sobre uno mismo, y de rechazo sobre lo circundante, se ha pasado totalmente por alto, con una denominación tan concreta y tan desgraciadamente propia de nuestro entorno sociológico como «defensa personal».
Pero su esencia más profunda habrá necesariamente
de escapárseles, porque esa esencia responde a parámetros culturales
que, si han de ser asumidos conscientemente, debería comenzarse por
el abandono definitivo (y, por supuesto, voluntario) de las
presiones manipuladoras del medio ambiente en el que transcurre la
existencia cotidiana del hombre occidental.
Que esa entidad sea llamada Dios o que, ante la evidente ineficacia de sus pretendidos representantes, se transfiera a una abstracción paralela - el Desarrollo con mayúscula hoy, por ejemplo, como fue la diosa Razón (también con mayúscula) durante la Revolución Francesa o el Progreso en los inicios de la era industrial - . eso importa muy poco.
Utilizo una cita de Fernando Savater:
Ahora está sucediendo lo mismo con el desarrollo.
Pero la gran maquinaria manipuladora occidental busca ya afanosamente un sustitutivo de dependencia, porque,
1. FERNANDO SAVATER, Sobre la llamada manipulación del hombre.
Según lo que yo creo, no existe realmente el peligro de que el hombre occidental se escape del mecanismo manipulador que ya forma cuerpo con su existencia desde la noche de los tiempos. Incluso me imagino que si, de pronto, la gran maquinaría manipuladora desapareciese, la costumbre inveterada desde generaciones y consistente en obedecer a estímulos condicionantes, nos haría buscar desesperadamente un placebo mesiánico de cualquier tipo - incluso religioso otra vez - que pudiera sustituirla inmediatamente.
(Y pensemos que, lógicamente, no me estoy refiriendo a ese número siempre exiguo de espíritus libres - en realidad, muchos menos todavía de los que se imaginan que lo son - sino a esa enorme e informe masa media de la que prácticamente todos formamos parte, desde los marxistas a los cristianos de comunión diaria o de bautismo de inmersión, desde la pretendidamente desligada «nueva derecha» a los no menos pretendidos libertarios ácratas, tan fácilmente manipulables mediante la promoción simple de su status social.
El mecanismo manipulador sabe jugar muy bien con todas las aspiraciones del nombre occidental, desde las obsesiones musicales de una juventud aparentemente «pasota» hasta las reivindicaciones de los movimientos feministas, desde la instauración de las «modas» hippies hasta el empleo de los anticonceptivos. Todo cuanto sirve, de una manera u otra, para crear dependencias, abocará en elementos válidos destinados a ser manipulados: justicia social y droga, terrorismo y orden, paro y pleno empleo, ¿qué más da el nombre que se le dé a cada cosa?)
El problema, la intención, la visión de futuro estriba en llegar a saber el modo de hacer que obedezcan a los mismos estímulos los ciudadanos del Tercer Mundo.
El nombre de ese modo de actuar, aunque se quiera dorar la píldora con palabras altisonantes, fue escrito ya hace años por Nietzsche.
Se llama voluntad de poder, y de ella surge - y vuelvo a citar el texto del profesor Savater,
El secreto está en el modo de ejercer esa acción
Unos y otros, por el azar del predominio económico y de las circunstancias políticas de todos conocidas, tienen ante ellos, como punto de mira exclusivo y excluyente, el espejuelo del Desarrollo occidental, el gran dios del siglo XX, sin calibrar más allá de los muros de sus soberbias mansiones el sentir de unos seres humanos que tienen una concepción vital totalmente ajena a la nuestra.
Si el desafío se cumpliera - y hasta seria posible que fuera así - sucedería lo mismo que en aquella anécdota, típica de la mentalidad manipulada de nuestro mundo, en la que un joven boy-scout, al que le habían metido en la cabeza la idea de que tenía que cumplir necesariamente una buena acción cada día, se dedicaba esforzadamente a ayudar a las ancianas a cruzar las calles de su ciudad... aunque las buenas viejecillas no tuvieran la menor intención de hacerlo.
Del mismo modo, tengo el convencimiento
de que, al poner en juego el plan «desarrollo del potencial humano»,
los grandes manipuladores del mundo occidental - lo mismo que los no
menos
occidentalizados dirigentes del Tercer Mundo - se encontrarían con
más de una sorpresa: desde la utilización de los microprocesadores
para contar los granos de arena del desierto a la demostración de
que una mente humana debidamente evolucionada - y tengo el
convencimiento de que esas mentes existen y de que se encuentran
precisamente en el Tercer Mundo - puede inutilizar la microexactitud
de la maquinita con la puesta en marcha de los mecanismos profundos
de su voluntad.
Olvidemos también, si logramos mentalizarnos para ello, nuestra manía de juzgar a los hombres y a los pueblos con arreglo a nuestros patrones mentales.
Pensemos que a un hindú - es otro ejemplo - no se le va a poder regir la existencia por el paso inexorable de las cifras de un reloj digital, porque su concepto del tiempo - un concepto adquirido a lo largo de instantáneos milenios de civilización propia - no está medido desde las mismas coordenadas que nos sirven a nosotros.
Pensemos, si aún tenemos capacidad para ello, que fue nuestra civilización superior y dogmática (sí, la misma que ha puesto a punto el microprocesador de silicio, esa pastillita tan milagrosa, como si se tratase de la cápsula contenedora del antibiótico cura-males definitivo) la que, lejos de crear, destruyó civilizaciones enteras: la de los pieles rojas de los Estados Unidos, la de los pueblos del África negra, las de las islas del Pacífico; que a los indios de las praderas del Medio Oeste los envenenó con whisky peleón, que a los negros africanos los llenó de enfermedades desconocidas y los utilizó como esclavos, que a los nativos de los archipiélagos del Pacífico los convirtió en monos de imitación y en vendedores de folklore debidamente consagrado.
Y eso por no hablar - porque hasta resultaría feo recordar leyendas negras - el fin de las culturas americanas bajo la dominación eclesiocrática de los conquistadores hispánicos, tan peligrosos (aunque más vapuleados) que los Padres Peregrinos puritanos del Mayflower. No creo ahora que se trate de soñar, como el otro Jean Jacques (Rousseau) en la vuelta al «salvaje feliz».
El mundo tiene ya demasiado inclinada la rampa para detener una carrera evolutiva que no puede contenerse. Pero sí creo que se trata de respetar el modo que cada pueblo tiene de contemplar su propio progreso con arreglo a sus coordenadas tradicionales.
Cortar un solo patrón (tecnológico) y aplicarlo desde la mentalidad impersonal de la Sociedad Anónima, quepa o no quepa en el cuerpo colectivo de los demás pueblos, es precipitar una nueva confusión babélica y uniformar aquello que sólo con el respeto a su misma diversidad puede conservar, en este tercer milenio en el que entramos, la unidad esencial del género humano.
Si alguna oportunidad tiene el Tercer Mundo de contribuir efectivamente a la salvación de la humanidad es precisamente tomando conciencia, de una vez por todas, de que no ha de ser esclavo (ni siquiera de la computadora), de que sus valores propios son tan válidos (o más) que los nuestros, y de que sólo fomentándolos en su pureza podrán salvarlos y salvamos de rechazo a nosotros, dándonos - que falta nos hace - una lección definitiva e irreversible de humildad.
Haciéndonos ver, sin
asumirla, nuestra propia manipulación. Obligándonos, con su
libertad, a rechazarla.
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