1 Los Dioses existen
Superhombres
Dioses Grandes diferencias entre ellos
Los Dioses tienen cuerpo físico
Ubicación de los Dioses
La ciencia y los Dioses
Los Dioses y las religiones
El cristianismo y los Dioses
Yahvé, un Dios más
Mitología y Dioses
¿Apariciones subjetivas
Pruebas históricas
Las teofanías se repiten
Paralelos entre las teofanías
Hebreos y aztecas
Teofanía de los mormones
Los ovnis como teofanía
Pero ¿quiénes son los Dioses?
Como a lo largo de todo este libro
estaremos refiriéndonos constantemente a ellos, convendrá que
digamos qué entendemos cuando decimos «los Dioses», con minúscula.
Ya hace tiempo que, en otra parte, hice la siguiente distinción
entre los seres racionales iguales
o superiores al hombre: hombres, superhombres, Dioses, Dios.
Superhombres
Los superhombres son, fundamentalmente, hombres como nosotros, pero
preparados para cumplir una gran misión, y por eso están dotados de
excepcionales cualidades que los habilitan para cumplir esa misión.
Algunos de ellos ya vienen preparados desde su nacimiento y otros
adquieren esas cualidades en un momento de su vida, cuando son
seleccionados por alguno de los Dioses, de los que hablaremos
enseguida.
Los fundadores de las grandes religiones suelen ser superhombres. El
que en nuestros días quiera ver a un superhombre y convencerse de
los increíbles poderes de que suelen estar dotados, que vaya en la
India, a una pequeña ciudad llamada Puttaparthi, cerca de Bangalore
y de Hyderabad (capital del Estado) y que trate de ver lo más de
cerca posible a un tal Sathya Sai Baba. Digo lo más de cerca
posible, porque no será raro que cuando llegue a Prasanthi Nilayam,
el lugar templo en que él reside, se encuentre con varios miles
—cuando no cientos de miles— de devotos suyos que le impedirán toda
aproximación física al superhombre.
Zoroastro, Buda, Mahoma, Moisés, Confucio, Lao Tse, etc.,
pertenecieron a esta clase de seres.
Y antes de dejar el tema de los superhombres (sobre el que hemos de
volver en repetidas ocasiones a lo largo de estas páginas),
tendremos que dejar bien claro que estos seres humanos
excepcionales, por muy grandes que sean sus poderes, no son sino
instrumentos de los que los Dioses se valen para lograr sus deseos
en la sociedad humana y en general en nuestro planeta (que no es tan
nuestro como nos habíamos imaginado). Unos deseos que, hoy por hoy,
el cerebro humano no logra descifrar y que probablemente
permanecerán totalmente indescifrables para nosotros mientras
nuestra inteligencia no dé un paso drástico en su evolución.
Tal como he dicho, los superhombres son fundamentalmente hombres,
bien por su manera de aparecer en este mundo, bien por su
constitución física, o bien por su muerte más o menos similar a la
de los demás hombres. Sin embargo, es de notar que con frecuencia
algunos de ellos, en su proceso de utilización por parte de los
Dioses, se han apartado considerablemente en algunos aspectos de su
vida, de lo que es normal en los demás hombres.
Tal podría ser el
caso de Krishna, de Viracocha, de Quetzalcoatl y del mismo
Jesucristo.
Dan la impresión de haber participado en alguna manera,
de la naturaleza de los Dioses, como si fuesen una especie de
híbrido de Dios y hombre; o como si fuesen Dioses especialmente
preparados para desempeñar una misión en este planeta.
Dioses
Los Dioses, en cambio, no son hombres. Algunos de ellos tienen el
poder de manifestarse como tales —y de hecho lo han hecho en
infinitas ocasiones— y hasta convivir íntimamente con nosotros
cuando esto les conviene para sus enigmáticos propósitos; pero en
cuanto cumplen su misión o en cuanto logran lo que desean, se
vuelven a su plano existencial en el que se desenvuelven de una
manera mucho más natural y de acuerdo a sus cualidades psíquicas y
electromagnéticas.
Pero los Dioses no son hombres; y en una de las pocas cosas en que
coinciden con nosotros es en el ser inteligentes, aunque sus
conocimientos y su inteligencia superen en mucho a la nuestra.
De su
inteligencia hablaremos más en detalle posteriormente.
Grandes diferencias entre ellos
Aunque sobre esto hemos de volver en varias partes del libro, sin
embargo conviene dejarlo bien claro desde ahora: Entre los Dioses
hay muchas más diferencias de las que hay entre los hombres.
Estas
diferencias son de todo tipo, y no sólo se refieren a su entidad
física en su estado natural, sino a la manera que tienen de
manifestársenos; a su mayor o menor capacidad para manipular la
materia y para hacer incursiones en nuestro mundo; a su grado de
evolución mental y por lo tanto tecnológica, y hasta, en cierta
manera, a su grado de evolución moral, siendo, al parecer, algunos
de ellos mucho más cuidadosos en no interferir indebidamente en
nuestro mundo y hasta en no interferir en modo alguno.
Difieren
entre ellos también en su origen; pudiendo ser algunos de ellos de
fuera de este planeta, aunque me inclino a pensar que los que más
interfieren en la vida y en la historia de la humanidad, son de este
mismo planeta que nosotros habitamos, como más tarde veremos.
Difieren también, tanto en las causas por las que se manifiestan
entre nosotros, como en los fines que tienen cuando lo hacen.
Estas
grandes diferencias entre ellos, no provienen —tal como sucede entre
los hombres— de pertenecer a razas, patrias, religiones, culturas, o
clases sociales diferentes, o por hablar distintos idiomas; la causa
de las diferencias entre los Dioses es mucho más profunda; pues
mientras los hombres, por muchas que sean las diferencias, todos
somos igualmente seres humanos y pertenecemos a la misma humanidad,
los Dioses no pertenecen a la misma clase genérica de seres, y
entre
algunos de ellos es muy posible que haya tanta diferencia como hay
entre nosotros y un mamífero desarrollado.
Y también es muy posible
que haya menos diferencia entre nosotros y algunos de ellos, que
entre algunos de ellos entre sí.
Por las noticias que tenemos, recibidas de ellos mismos (que nunca
son del todo fiables), muchos de ellos desconocen por completo a
otros que se han encontrado en sus incursiones en nuestro nivel de
existencia, dándose únicamente cuenta de que no pertenecen al mundo
humano. Si hemos de creer lo que nos han dicho, no sólo tienen una
desconfianza mutua, sino que en algunas ocasiones hemos sabido de
antipatías manifiestas entre ellos y hasta de batallas declaradas.
Un ejemplo típico de este antagonismo y hasta de estas batallas, lo
tenemos en la rebelión que, según la teología cristiana, Luzbel
organizó con muchos de sus seguidores, contra Yahvé. Los creyentes
que admiten al pie de la letra
las enseñanzas clásicas de la
Iglesia, y que creen a pies juntillas qué esa es la única y total
explicación de los orígenes de la existencia del hombre sobre la
Tierra y de sus relaciones con Dios, deberían saber que todas las
grandes religiones nos hablan de parecidas batallas entre sus
Dioses, o entre un Dios principal y los Dioses menores.
Y los no creyentes que miran esas historias bíblicas como algo
mitológico a lo que no hay que hacer mucho caso, deberían saber que
mitos y leyendas no son más que historias distorsionadas por el paso
de los milenios. Y deberían saber que esas batallas entre Dioses que
aparecen en todos los libros más antiguos de la humanidad (es decir,
en las «historias sagradas» de todas las religiones) se siguen
repitiendo hoy delante de nuestros ojos, tal como más adelante
veremos.
Digamos por fin, que estas grandes diferencias entre los Dioses se
traducen en su diversísimo comportamiento en nuestro mundo y en sus
relaciones con nosotros que varían enormemente de un caso a otro, y
que, debido precisamente a esa gran variedad, nos tienen todavía hoy
perplejos acerca de qué es lo que en realidad quieren.
Los Dioses tienen cuerpo físico
Aunque la entidad física de los Dioses es diferente de la nuestra,
sin embargo podemos decir que los Dioses tienen algún tipo de cuerpo
o algún tipo de entidad física.
Y aquí tendremos que hacer un pequeño paréntesis para explicar que
en el Cosmos, todo, hasta lo que infantilmente llamamos
«espiritual», es en cierta manera «físico» (al igual que todo lo
físico está de alguna manera impregnado de espíritu). «Fisis» es una
palabra griega que significa naturaleza, y en este sentido podemos
decir que todo lo que es natural, o pertenece al orden natural, es
físico. Y los Dioses no pertenecen al orden «sobrenatural» tal como
éste ha sido definido siempre por los teólogos.
Para entender las entidades físicas de los Dioses (y de otras muchas
criaturas no humanas) no tenemos más remedio que acudir a la física
atómica y subatómica. El «cuerpo» de los Dioses es electromagnético
y está hecho de ondas. Y el que encuentre este lenguaje sospechoso,
debería saber que el cuerpo humano, en último término está hecho
también de ondas y nada más que de ondas; porque eso es en
definitiva toda la materia.
(Y ésta es la gran maravilla y el gran
secreto de todo el Universo. Y éste es el hecho físico —por encima
de todos los sentimentalismos y de todas las concepciones dogmáticas
y místicas— que más nos acerca a la ininteligible Entidad que ha
hecho el Cosmos).
La «materia» del «cuerpo» de los Dioses, siendo en el fondo lo mismo
que la nuestra, está estructurada en una forma mucho más sutil, lo
mismo que la «materia» que compone el aire está en una forma mucho
más sutil que la que compone un lingote de acero, aunque en último
término las dos sean exactamente iguales.
Los Dioses superiores, a diferencia de nosotros, tienen la capacidad
de manejar y dominar su propia materia, adoptando formas más o menos
sutiles y haciéndolas más o menos asequibles a la captación por
nuestros sentidos, cuando así lo desean.
Ubicación de los Dioses
Otra de las cosas en que muchos de ellos coinciden con nosotros, es
en su ubicación en el Universo, pues si bien su nivel de existencia
(o como los esotéricos dicen hace muchos años: su «nivel
vibracional») no coincide con el nuestro, sin embargo para muchos de
ellos, nuestro planeta es también su planeta.
Preguntar dónde viven exactamente, sería un poco ingenuo. Su
ubicación obedece a leyes físicas diferentes a las que nosotros
conocemos, porque las ideas que los hombres tenemos del espacio y
del tiempo son completamente rudimentarias. Muchos de ellos pueden
vivir —y de hecho viven— aquí y entre nosotros, y sin embargo no ser
detectados normalmente por nuestros sentidos.
Nuestros sentidos
captan sólo una pequeña parte de la realidad circundante. El aire,
con ser un cuerpo físico con una realidad semejante a la de una
piedra, es completamente invisible para nuestro ojo. Muchos sonidos
y muchísimos olores que nuestros sentidos no captan en absoluto, son
el mundo normal en que se desenvuelven los sentidos de los animales.
Las ondas de televisión que inundan nuestras casas, únicamente son
visibles por nosotros mediante el uso de un aparato. No tendremos
por tanto que extrañarnos de la invisibilidad de los Dioses. En el
mundo paranormal hay una casuística abundantísima para reforzar esta
tesis.
Aparte de esto, en el irrebatible campo de la fotografía, hay casos
en que una foto normalmente desarrollada, no acusa la presencia de
objetos que sólo pudieron ser descubiertos cuando los negativos
fueron «quemados» por la hábil mano del fotógrafo. En algún libro
mío he publicado pruebas gráficas de esto.
De lo dicho anteriormente podemos deducir que no necesitan un suelo
para sostenerse ni un aire que respirar y por lo tanto no tienen
necesidad de estar en ninguno de los lugares del planeta en que los
hombres estamos, con nuestra materia y con nuestras cualidades
físicas específicas.
Por otro lado, creo que no hay más remedio que admitir que algunos o
quizás muchos de ellos, procedan de otras partes del Universo,
siendo nuestro planeta solamente un lugar de paso o una residencia
temporal, lo cual explicaría, por lo menos en parte, la falta de
continuidad en muchas de sus actividades en nuestro planeta, y en
concreto las grandes variaciones que vemos en sus intervenciones en
la historia humana.
La ciencia y los Dioses
Algún lector se estará preguntando a estas alturas, de dónde hemos
sacado nosotros esta peregrina idea de la existencia de semejantes
seres. La ciencia no nos dice nada de ellos. Pero la ciencia tampoco
nos dice nada de cosas tan importantes como el amor y la poesía, y
en realidad sabe muy poco sobre ambas cosas.
Y la misma
parapsicología académica, que es la ciencia que de alguna manera
debería interesarse por la existencia de estos seres, tampoco nos
dice nada de ellos y más bien rechaza su existencia cuando algún
parapsicólogo audaz hace alguna sugerencia acerca de su posible
presencia en algunos hechos paranormales.
Desgraciadamente así son las cosas debido a la esclerosis mental de
muchos de los llamados científicos. Pero allá la ciencia y la
psicología con sus prejuicios y con sus miopías.
«Amicus Plato, sed magis árnica veritas». La cruda verdad, por más inverosímil e
incómoda que parezca, es que semejantes seres existen y de ellos
tenemos testimonios en todos los escritos que la humanidad conserva
desde que el hombre empezó a dejar constancia gráfica de lo que
pensaba y veía.
Y de probarlo nos iremos ocupando a lo largo de
estas páginas.
Los Dioses y las religiones
Pero si la megaciencia no dice oficialmente nada acerca de estos
seres (porque extraoficialmente y en privado, muchos científicos de
primera fila, dicen muchas cosas), la religión, —que es un aspecto
importantísimo del pensamiento humano— dice muchísimas cosas y lleva
diciéndolas desde hace muchos siglos. Y al decir religión, estoy
diciendo todas las religiones sin excluir la religión cristiana.
En la mayoría de las religiones a estos seres se les llama
«espíritus», de una manera general, aunque tengan variadísimos
nombres, dependiendo de las diferentes religiones y dependiendo de
los diferentes «espíritus».
Porque hay que tener presente que todas
las religiones conocen las grandes diferencias que hay entre estos
«espíritus».
Los griegos y romanos eran los que en cuanto a nomenclatura, más se
acercaban a la realidad y les llamaban simplemente «Dioses», aunque
reconocían que eran espíritus que podían adoptar formas corporales
cuando les convenía y aunque por otra parte reconocían también a
toda una serie de deidades o espíritus inferiores que estaban
supeditados a estos «Dioses» mayores.
El cristianismo y los Dioses
El cristianismo, por más que nosotros creamos que está muy por
encima de toda esta concepción politeísta, acepta también estos
espíritus y de hecho nos está constantemente hablando de ellos en
toda la Biblia y en todas las enseñanzas del magisterio cristiano a
lo largo de muchos siglos. En el cristianismo se les llama «ángeles»
o «demonios», se les atribuyen grandes poderes —de hecho a algunos
de ellos nos los presenta la historia sagrada como rebelándose
contra Dios— y se hacen grandes distinciones entre ellos.
Recordemos
si no, la gradación que hay entre las diversas categorías de
«ángeles»; arcángeles, ángeles, tronos, dominaciones, potestades,
querubines, serafines... Todos estos nombres son una prueba de que
la Iglesia tiene una idea muy concreta y muy definida de ellos. Y lo
más curioso es que en la Biblia, al mismísimo Yahvé, en alguna
ocasión, también se le llama «ángel».
Y para que vayamos desembarazándonos de muchas de las ingenuas ideas
que nos han inculcado acerca de todo el mundo trascendente,
tendremos que decir que estos «espíritus» no son todo lo buenos que
nos habían dicho. De hecho
la Santa Madre Iglesia siempre nos ha
dicho de algunos de ellos —a los que llama demonios— que eran
perversos, enemigos de Dios y amigos de apartar al hombre de los
caminos del bien.
Pero lo que tenemos que saber es que la lucha que según la teología
estalló entre los ángeles antes de que el mundo fuese creado (una
lucha que convirtió a algunos ángeles en demonios) todavía continúa
y las rivalidades entre los espíritus todavía no se han terminado,
siendo todos ellos muy celosos de sus rangos y prerrogativas. En
esto el cristianismo coincide con las otras mitologías.
Y otra cosa aún más importante que tenemos que tener en cuenta a la
hora de juzgar a estos espíritus que nos presenta la Iglesia, es que
el que en la Biblia se nos presenta no sólo como jefe de todos ellos
sino como creador del Universo, no sólo no es creador del Universo
sino que ni siquiera es superior ni diferente de otros «espíritus»
que conocemos de otras religiones.
Sí reconocemos que es superior a
los otros «ángeles» que nos presenta el cristianismo, pero no lo
reconocemos superior a otros «Dioses» como Júpiter o Baal. En la
misma Biblia tenemos pruebas de esto, si nos atenemos a lo que en
ella leemos, y no le damos interpretaciones retorcidas contrarias a
la letra del texto.
Ya me he hecho eco de esto en varios otros
lugares y he citado este curiosísimo texto de la Biblia que, muy
extrañamente, los exegetas pasan por alto sin apenas dignarse hacer
ningún comentario acerca de él:
«Tomará Arón dos machos cabríos y
echará suertes sobre ellos: una suerte por Yahvé y una suerte por
Azazel. Y hará traer Arón el macho cabrío que le haya correspondido
a Yahvé y lo degollará como expiación. Pero el macho cabrío que le
haya correspondido a Azazel, lo soltará vivo en el desierto después
de presentarlo ante Yahvé».
(Lev. 16, 5-10).
Yahvé, un Dios más
Yahvé, a pesar de que se presenta como el Dios supremo y único,
reconoce la existencia de Azazel (que según una nota de la Biblia de
Jerusalén, era el espíritu maligno que dominaba aquellas regiones
desérticas) y no sólo eso, sino que le reconoce sus derechos y no
quiere buscarse problemas con él, siendo esa la razón de que le
ordene a Arón que suelte vivo el macho cabrío que le haya tocado en
suerte a Azazel, para que éste haga con él lo que le plazca.
De no ser Yahvé un ser de la misma categoría que Azazel, no hay
razón ninguna para explicarse su extraña conducta. Más adelante,
cuando le echemos una mirada más de cerca al Yahvé del Pentateuco,
nos convenceremos de que, poco más o menos, es como los Dioses de
las demás religiones, que se manifestaban a los diferentes pueblos
para dirigirlos y «protegerlos».
En esta lucha que los ángeles tuvieron entre sí y que la teología
nos dice que culminó en la derrota de Luzbel, el gran triunfador
resultó ser Yahvé, que a lo que parece, era el supremo jefe de esta
facción de ángeles que en aquel momento estaban manifestándose en
nuestro planeta. Naturalmente siendo nuestra teología de acuerdo a
las enseñanzas de Yahvé en el Monte Sinaí (y en posteriores
manifestaciones a lo largo de los siglos a diversos profetas y
videntes), Luzbel tiene que aparecer como el malo y Yahvé como el
bueno.
Pero usando nuestra cabeza, tal como hacemos para juzgar los
hechos de la historia, en donde vemos que los vencedores describen
todos los hechos en su favor y presentan a los vencidos como malos y
perversos, podemos llegar a la conclusión de que no hay mucha
diferencia entre estos dos personajes.
Y si Luzbel se comporta como
se comportan los hombres (y muy probablemente se comporta de una
manera parecida), es muy lógico que trate de tomar venganza de su
vencedor y la mejor manera de hacerlo es tratando de restarle
súbditos y de deshacer toda la obra que aquél haya pretendido hacer
entre los hombres.
Mitología y Dioses
Las abundantes y diversísimas mitologías de todos los pueblos, que
antaño se nos presentaron como fruto de la imaginación semi-infantil
de los pueblos primitivos, poco a poco han ido ganando valor en los
tiempos actuales, pues vemos en ellas ni más ni menos que el
recuerdo, deformado por los siglos, de hechos sucedidos hace muchos
miles de años.
Los antropólogos las estudian y las conocen muy bien,
pero las enfocan desde un punto de vista prejuiciado, para explicar
sus teorías. El estudioso de la nueva teología cósmica las estudia
desde otro punto de vista completamente diferente y mucho más
abarcador, sin dejarse atrapar ni por las teorías concebidas a
priori de los antropólogos, ni por los dogmas obcecantes de
cualquiera de las religiones que tienen aprisionadas las mentes de
casi todos los habitantes de este planeta.
Los estudiosos de esta nueva teología tratan de esclarecer y
corroborar estas mitologías cotejándolas con otros hechos con los
que nos encontramos en la historia y con multitud de fenómenos con
los que nos encontramos hoy día.
Lo que el estudio de estas mitologías va dando de sí, es que en la
antigüedad remota y no tan remota (y muy pronto veremos que en
nuestros mismos tiempos), seres que se decían celestiales, se les
manifestaban a los asombrados habitantes de este planeta y les
decían que ellos eran «Dioses» todopoderosos o, más audazmente, el
Dios creador de todo el Universo.
Los primitivos terrícolas, con
unos conocimientos muy rudimentarios de la naturaleza, asombrados,
por una parte, ante la belleza de lo que contemplaban, y
aterrorizados por otra, no dudaban un momento de que estaban
realmente ante los señores del Universo y rendían sus mentes sin
dudar, poniéndose incondicionalmente a su servicio.
Si esto hubiese sucedido con un solo pueblo, hubiésemos podido
achacarlo a una variedad de causas; pero lo cierto es que este
fenómeno de la manifestación de un «Dios» se ha dado en
prácticamente todos los pueblos de los que tenemos historia escrita.
Colectivamente hablando, el fenómeno de la manifestación de un Dios,
y hablando individualmente, el fenómeno de la «aparición» o
«iluminación», son hechos que se han estado repitiendo
constantemente en todas las latitudes, en todas las culturas y en
todas las épocas a lo largo de los siglos. Más tarde, cuando
describamos más a fondo la manera que los Dioses tienen de
comunicarse con los hombres, hablaremos en concreto de estos
fenómenos.
Pero tenemos que dejar sentado como un hecho histórico
incuestionable, que absolutamente todos los pueblos sin excepción,
han obedecido y adorado a algún «Dios», del que decían que —de una
manera u otra— se había manifestado y comunicado con sus antepasados
a los que había instruido en muchas cosas (frecuentemente en cómo
curar las enfermedades o en otros secretos de la naturaleza),
habiéndoles prometido protección si eran fieles a lo que él les
dijese, o más en concreto, si seguían las normas de vida que él les
dictaba.
¿Apariciones subjetivas?
Naturalmente aquí cabe discutir si estas creencias de todos los
pueblos se debían a apariciones objetivas de estos seres
«celestiales» o eran sencillamente una creación subjetiva debida a
la religiosidad innata de los hombres de todos los tiempos. La
ciencia oficial con psicólogos y psiquiatras al frente, nos dirá
indefectiblemente que estas creencias se debían a esto último, y que
tales apariciones o manifestaciones objetivas nunca tuvieron lugar.
Contrarios a ellos tenemos a los fanáticos religiosos (o simplemente
a los creyentes fervorosos) que defienden —si hace falta con sus
vidas— que la realidad objetiva de las apariciones y manifestaciones
divinas de que les habla su santa religión, es incuestionable.
¿Quién está en la verdad?
Como muy bien sabe el lector, la verdad
total no es patrimonio de nadie, y en este caso concreto así sucede
exactamente. La ciencia tiene mucho derecho para decir que en
infinidad de ocasiones lo que se presenta como «visión» es una pura
alucinación, fruto de un psiquismo enfermizo; y que lo que se
presenta como milagro —es decir como una prueba de la presencia
inmediata o cuasi inmediata de Dios— no es más que el uso consciente
o inconsciente por parte del taumaturgo, de una ley desconocida de
la naturaleza.
Hasta aquí la parte de razón que tiene la ciencia oficial, que no es
poca. Pero los religiosos también tienen su parte de razón. Su
pecado consiste en distorsionar los hechos y en desorbitarlos,
convirtiendo en verdades absolutas o universales lo que únicamente
son fenómenos relativos, locales y temporales. En muchísimas
ocasiones, el hecho de la visión o de la aparición ha sucedido
objetivamente, pero no ha sido precisamente lo que los videntes han
creído que era, o más exactamente, lo que les han hecho creer que
era.
Aquí es donde entra en juego la acción engañosa de los Dioses.
Esta acción deceptoria no sólo actúa inmediatamente y a corto plazo
sobre los videntes y sus contemporáneos, sino que se extiende muchos
años después, hasta los mismos científicos y la sociedad humana en
general, haciéndoles creer que tales «visiones» son cosas puramente
subjetivas, «mitológicas» y totalmente carentes de realidad.
Como podemos ver, el juego de los Dioses es doble:
-
a los testigos
inmediatos los convierte en ardientes fanáticos (los pobres no
tienen otro remedio después de haber visto y sentido lo que han
visto y sentido)
-
al resto de la sociedad —y muy especialmente a la
sociedad científica—, que no han sido testigos inmediatos, les
produce un efecto totalmente opuesto, es decir les crea una especial
y desproporcionada resistencia mental para admitir semejantes hechos
como reales, por más que los veamos repetidos y documentados hasta
la saciedad en todos los libros sagrados y profanos de todas las
culturas y de todas las épocas
Las religiones —omnipresentes en
toda la historia humana— son el resultado de tales hechos
«imposibles».
Pruebas históricas
El objeto de este primer capítulo es precisamente el ir rompiendo
esta especial dificultad que los hombres de esta sociedad
tecnificada tenemos para admitir semejantes hechos, y es ayudar nos
a admitir la posibilidad de que no seamos únicamente nos otros los
habitantes inteligentes de este planeta.
Pues bien, en este particular, quiero poner al lector en contacto
con un gran libro en el que encontrará pruebas históricas —cientos
de documentos tan auténticos como aquéllos en los que fundamentamos
nuestra historia— procedentes de todas las culturas y de todas las
latitudes. Me refiero al libro de mi entrañable amigo
A. Faber
Kaiser titulado «Las nubes del engaño».
En él podrá ver
que la mayor parte de los historiadores de la antigüedad han dejado
testimonio escrito de la aparición o de la intervención en la
historia humana de unos extraños personajes inteligentes no humanos
que han llenado siempre de admiración a nuestros antepasados.
Naturalmente, el incrédulo seguirá pidiendo pruebas para cerciorarse
de la existencia de semejantes seres inteligentes no humanos. Y se
las proporcionaremos, o mejor dicho él mismo se las puede
proporcionar, si se toma el trabajo, tal como dijimos unas líneas
más arriba, de leer los repetidos y documentados testimonios que se
encuentran en todos los libros sagrados y profanos de todas las
culturas y de todas las épocas; y se convencerá de esta realidad, si
reflexiona desapasionadamente acerca de los fundamentos doctrinales
y de los orígenes de todas las religiones.
Tomemos por ejemplo los orígenes del cristianismo y despojémonos por
unos instantes de nuestros sentimientos hacia él (ya que si no lo
hacemos así, el afecto que sentimos hacia las creencias propias y de
nuestros padres, nos impedirá examinarlas desapasionada y
racionalmente).
Los diez mandamientos fundamentales de la religión cristiana, no
sólo son el fruto de la aparición de uno de estos seres suprahumanos,
sino que fueron entregados personalmente por él y nada menos que
grabados en piedra, si es que hemos de creer a lo que por más de
tres mil años ha venido enseñando el judeo-cristianismo.
En el libro
más respetado en todo el mundo occidental, se nos dice que un ser
llamado Yahvé se apareció en una nube desde la que se comunicaba con
los humanos. Una nube que según leemos en el Pentateuco, hacía cosas
muy extrañas para ser una nube normal. Este señor, al que
acompañaban otros seres suprahumanos dotados de extraordinarios
poderes (que por otro lado eran bastante parecidos en sus pasiones a
los hombres y que con mucha frecuencia se inmiscuían abiertamente en
sus vidas) estuvo apareciéndose de la misma manera durante varios
siglos a todo el pueblo hebreo y de una manera personal a diversos
individuos a los que les indicaba cuál era su voluntad específica en
aquel momento.
Estos seres suprahumanos a los que nos referimos, se
presentaban siempre como enviados por aquel ser que se presentó en
el monte Sinaí; y el mismo Cristo —al que, como ya he dicho,
consideramos no como uno de estos seres suprahumanos, sino como a un
humano extraordinario— se presentó siempre como un enviado de aquel
señor del Sinaí al que él llamaba su «padre».
Posteriormente en el
cristianismo, las apariciones de todo tipo de seres no humanos, o
humanos ya glorificados, son cosa completamente normal y admitida
por las autoridades de la Iglesia. Negar ahora este hecho, tal como
pretenden hacerlo algunos teólogos modernos, es querer tapar el sol
con un dedo.
A los que nos digan que Dios tiene el derecho de manifestarse como
quiera y a los que nos presenten la teofanía del judeo-cristianismo
como algo único, les diremos que si bien es cierto que Dios tiene el
derecho de presentarse como quiera, no es lógico que lo haga con
todas las extrañísimas circunstancias con que lo hizo en el caso del
pueblo hebreo y por otro lado no estaremos de acuerdo de ninguna
manera, en que el caso judeo-cristiano sea un caso único.
Muy por el
contrario, nos encontramos con que la manera de manifestarse Yahvé
al pueblo hebreo, no difiere fundamentalmente en nada, de la manera
que otros Dioses usaron para manifestarse a sus «pueblos escogidos»;
porque como ya dijimos, estos seres suprahumanos gustan de «escoger»
un pueblo en el que centran sus intervenciones con la raza humana, y
en el que influyen positiva y negativamente, a veces de una manera
muy activa y directa.
En este particular el judeocristianismo no
tiene originalidad alguna tal como enseguida veremos.
Lo que sucede
es que los cristianos, al igual que los fieles creyentes de otras
religiones, concentrados en el estudio y en el cumplimiento de sus
dogmas y ritos, y aislados por sus líderes religiosos de las
creencias y ritos de otros pueblos, han ignorado y continúan
ignorando hechos históricos que por sí solos son capaces de sembrar
grandes dudas sobre la originalidad y la validez de las propias
creencias religiosas.
Las teofanías se repiten
La experiencia de haber sido «adoptados» por un «Dios», es casi
común a todos los pueblos de la antigüedad, con la circunstancia de
que esta adopción conllevaba ciertas condiciones que eran también
comunes a todos los pueblos: la exigencia de sacrificios sangrientos
de una u otra clase, a cambio de una protección (que resultaba ser
tan mentirosa y, a la larga, tan poco eficaz como la que Yahvé
dispensó al pueblo hebreo).
De hecho leemos en una nota de la Biblia
de Jerusalén:
«En el lenguaje del antiguo Oriente, se reconocía a
cada pueblo la ayuda eficaz de su Dios particular».
Si bien es cierto que las mitologías y leyendas folklóricas de la
antigüedad no tienen en muchos casos prueba alguna documental
(aunque en muchos otros casos sí la tienen) nadie puede negar la
realidad altamente intrigante de que de hecho muchos pueblos,
separados por miles de años y por miles de kilómetros han tenido
creencias y practicado ritos muy semejantes; ritos y creencias que,
analizados a fondo, se dirían procedentes de un tronco común.
Con la
peculiaridad de que muchos de estos ritos y creencias son bastante
antinaturales e ilógicos, pudiendo uno llegar a la conclusión de que
no brotaron espontáneamente de la mente de los humanos como una
ofrenda a sus «Dioses protectores», sino que les fueron impuestos a
los terrícolas por alguien que, a lo largo de los siglos, ha
conservado los mismos gustos retorcidos, contradictorios y en muchos
casos crueles.
Paralelos entre las teofanías
Volviendo al caso histórico del pueblo hebreo, y dejando de lado a
los otros Dioses de los pueblos de Mesopotamia, tan
desconcertantemente parecidos a Yahvé y contra los que éste tenía
tan tremendos celos (Baal, Moloc, Nabú, Aserá, Bel, Milkom, Oanes,
Kemos, Dagón, etc.) vamos a fijarnos en una experiencia específica y
extraña exigida por Yahvé al pueblo hebreo y vamos a encontrarnos
con otro pueblo (separado del pueblo hebreo por unos 10.000
kilómetros en el espacio y por unos 3.000 años en el tiempo) al que
su «Dios protector» le hizo pasar por la misma extraña experiencia.
Me refiero al hecho de andar errantes por muchos años antes de
llegar a la «tierra prometida» y bajo el mandato específico y la
dirección inmediata de Yahvé.
El lector que quiera conocer más a
fondo los detalles de todo este peregrinar no tiene más que leer el
libro del Éxodo, que es uno de los cinco primeros que componen la
Biblia.
Hebreos y aztecas
Pues bien, esta extraña aventura —que tiene que haber resultado
penosísima para el pueblo judío— la vemos repetida con unos
paralelos asombrosos e incomprensibles en el pueblo azteca. Según
las tradiciones de este pueblo, hace aproximadamente unos 800 años
que su Dios Huitzilopochtli se les apareció y les dijo que tenían
que abandonar la región en que habitaban y comenzar a desplazarse
hacia el sur «hasta que encontrasen un lugar en el que verían un
águila devorando a una serpiente».
En este lugar se asentarían y él
los convertiría en un gran pueblo.
La región en que por aquel entonces habitaban los aztecas estaba en
lo que hoy es terreno norteamericano —probablemente entre los
estados de Arizona y Utah— y por lo tanto su peregrinar hasta
Tenochtitlán fue notablemente más extenso que el que a los hijos de
Abraham les exigió su «protector» Yahvé. La caminata de los «Hijos
de la Grulla» (como tradicionalmente se llamaba a los aztecas) fue
de no menos de tres mil kilómetros y no precisamente por grandes
carreteras sino teniendo que atravesar vastos desiertos y zonas
abruptas y de densa vegetación que ciertamente tuvieron que poner a
prueba su fe en la palabra de su Dios Huitzilopochtli.
Pero por fin, después de mucho caminar encontraron en una pequeña
isla, en medio del lago Texcoco, el águila de la profecía devorando
una serpiente en lo alto de un nopal.
Esta pequeña isla estaba exactamente donde ahora está la
impresionante plaza del Zócalo, en medio de la ciudad de México. La
febril actividad constructora de los aztecas —muy influenciada por
otros dos pueblos que anteriormente se habían distinguido mucho por
sus grandes construcciones: los olmecas y los toltecas— pronto
convirtió aquellos lugares pantanosos, en la gran ciudad con la que
se encontraron los españoles cuando llegaron a principios del siglo
XVI.
Hoy día ya apenas si quedan algunas partes con agua del lago Texcoco, pero cuando llegaron los aztecas, allá por el año 1325, el
lago ocupaba una superficie notablemente mayor del valle de México.
Con lo dicho hasta aquí, no podríamos encontrar sino un paralelo
genérico con lo que les aconteció a los hebreos, y ciertamente no
tendríamos derecho a esgrimirlo como un argumento en favor de
nuestra tesis. Pero si consideramos cuidadosamente todos los
detalles de la historia de la peregrinación azteca, nos
encontraremos con muchas otras circunstancias muy sospechosas.
Helas
aquí:
-
La personalidad de Yahvé era muy parecida a la de
Huitzilopochtli.
Ambos querían ser considerados como protectores y hasta como padres,
pero eran tremendamente exigentes, implacables en sus frecuentes
castigos y muy prontos a la ira.
-
Ambos les dijeron a sus pueblos escogidos, que abandonasen la
tierra en que habitaban. Yahvé lo hizo primeramente con Abraham
haciendo que dejase Caldea y lo hizo posteriormente con Moisés
forzándolo a que abandonase Egipto al frente de todo su pueblo.
-
Ambos acompañaron «personalmente» a sus protegidos a lo largo de
toda la peregrinación, ayudándolos directamente a superar las muchas
dificultades con que se iban encontrando en su camino.
-
Yahvé los acompañaba en forma de una extraña columna de fuego y
humo que lo mismo los alumbraba por la noche que les daba sombra por
el día, y les señalaba el camino por donde tenían que ir, haciendo
además muchos otros menesteres tan extraños y útiles como apartar
las aguas del mar para que pudiesen pasar de una orilla a otra, etc.
Huitzilopochtli acompañó a los aztecas en forma de un pájaro, que
según la tradición era una gran águila blanca que les iba mostrando
la dirección en que tenían que avanzar en su larguísima
peregrinación.
-
Este peregrinar en ninguno de los casos fue de días o semanas. En
el caso judío, Yahvé, extrañísimamente, se dio gusto haciéndoles dar
rodeos por el inhóspito desierto del Sinaí durante 40 años (cuando
podían haber hecho el camino en tres meses). Huitzilopochtli fue
todavía más errático y desconsiderado en su liderazgo, pues tuvo a
sus protegidos vagando dos siglos aproximadamente, hasta que por fin
los estableció en el lugar de la actual ciudad de México.
-
Si el tiempo que ambos pueblos anduvieron errantes no fue breve,
tampoco lo fue la distancia que tuvieron que cubrir. Primero Abraham
fue desde Caldea a Egipto de donde volvió a los pocos años. Pero
enseguida vemos a su nieto Jacob volver de nuevo a Egipto (siempre
bajo la mirada de Yahvé, que era el que propiciaba todas estas idas
y venidas) hasta que, al cabo de unos dos o tres siglos, vemos a
todo el pueblo hebreo —por aquel entonces ya numerosísimo— de vuelta
hacia la tierra prometida capitaneado por Moisés, pero dirigido
desde las alturas por aquella nube en la que se ocultaba Yahvé.
La
distancia que tenía que recorrer el pueblo hebreo era, teóricamente,
de unos 300 kilómetros; pero Yahvé se encargó de estirar esos 300
kilómetros hasta convertirlos en más de mil. La distancia recorrida
por el pueblo azteca fue mucho mayor, ya que no debió de ser
inferior a los tres mil kilómetros, distancia que fue fielmente
recorrida por las seis tribus que inicialmente se pusieron en
camino.
-
Ambos pueblos tuvieron que enfrentarse a un sinnúmero de tribus y
pueblos que ya habitaban la «tierra prometida» cuando llegaron los
«pueblos escogidos». Los amorreos, filisteos, gebuseos, gabaonitas,
amalecitas, etc., que a cada paso nos encontramos en la Biblia en
guerra con los judíos, tienen su contrapartida americana en los
chichimecas, tlaxcaltecas, otomíes, tepanecas, xochimilcos, etc.,
con quienes tuvieron que enfrentarse los aztecas en su peregrinaje
hacia Tenochtitlán.
-
Ambos pueblos, en cuanto fueron adoptados por sus respectivos
Dioses protectores, comenzaron a multiplicarse rápidamente, pero
sobre todo en cuanto llegaron al lugar prometido y establecieron en
él, se hicieron muy fuertes y pasaron a ser, pueblos dominantes
en toda la región, avasallando a sus vecinos. Ambos pueblos llegaron
a la cúspide de su desarrollo aproximadamente a los dos siglos de
haberse establecido en la tierra prometida.
-
Ambos pueblos fueron adoctrinados en un rito tan raro como es la
circuncisión. Este es un «detalle» tan extraño que, induce a
sospechar muchas cosas, entre ellas, que Yahvé y Huitzilopochtli
eran hermanos gemelos en sus gustos.
-
Tanto Yahvé como Huitzilopochtli les exigían a sus pueblos
sacrificios de sangre. Entre los hebreos esta sangre era de
animales, pero entre los aztecas la sangre era frecuentemente
humana, como en la dedicación del gran templo de Tenochtitlán
cuando, según los historiadores, se sacrificaron varios miles de
prisioneros, abriéndoles el pecho de un tajo y arrancándoles el
corazón, todavía latiendo y sangrante, para ofrecérselo a
Huitzilopochtli. Yahvé, a primera vista no llegaba a tanta barbarie,
pero parece que a veces acariciaba la idea.
Recordemos si no, el
abusivo sacrificio que le exigió a Abraham de su hijo Isaac (y que
sólo a última hora impidió) y el menos conocido de la hija de Jefté
(Jue. 13). Este caudillo israelita le prometió a Yahvé que mandaría
sacrificar al primer ser viviente que se le presentase a la vuelta
al campamento, si Yahvé le concedía la victoria sobre los ammonitas.
Cuando volvía victorioso de la batalla, la primera que le salió al
encuentro para felicitarle fue su propia hija. Y Yahvé, que con
tanta facilidad le comunicaba sus deseos a su pueblo, no dijo nada y
permitió que Jefté cumpliese su bárbaro juramento. Y éste no es el
único ejemplo de este tipo.
(Y conste que no decimos nada —para no extendernos— de los
auténticos ríos de sangre que el propio Yahvé causó con las
continuas batallas a las que forzó durante tantos años a su pueblo.
RÍOS de sangre que a veces provenían exclusivamente de su pueblo
escogido cuando «se encendía su ira contra ellos» cosa que sucedía
con bastante frecuencia).
-
Tanto Yahvé como Huitzilopochtli abandonaron de una manera
inexplicable a sus respectivos pueblos cuando éstos más los
necesitaban. Yahvé —que ya estaba bastante escondido desde hacía
varios siglos— se desapareció definitivamente a la llegada de los
romanos a Palestina, y Huitzilopochtli hizo lo mismo cuando llegaron
los españoles; y a partir de entonces, la identidad de los aztecas
como pueblo, se ha disuelto en el variadísimo mestizaje de la gran
nación mexicana.
(Es muy dudoso, por no decir imposible, que los
aztecas, pese a las promesas de su protector, logren el supremo y
desesperado acto de supervivencia de los israelitas, de volver a
resucitar como un pueblo de historia y características propias).
-
Por supuesto, como no podía ser menos, ambos pueblos fueron
instruidos detalladamente acerca de cómo habían de construir un gran
templo en el lugar en donde definitivamente se instalasen. (Este es
otro «detalle», como más adelante veremos, que ha sido básico en
todas las apariciones religiosas a lo largo de la historia).
-
Por si todos estos paralelos no fuesen suficientes, nos encontramos
todavía con otro, que le confieso al lector que a mí me produjo una
profunda impresión cuando lo encontré ingenuamente relatado por fray
Diego Duran, uno de los muchos frailes franciscanos que escribieron
las crónicas de los primeros tiempos del descubrimiento de las
Américas, basados en lo que los propios indios les contaban.
El buen fraile, en su relato de las creencias de los antepasados de
los aztecas, nos cuenta (por supuesto, con una cierta lástima ante
el paganismo «demoníaco» en que se hallaban sumidos aquellos
pueblos) que cuando el pueblo entero avanzaba hacia el sur,
siguiendo siempre a la gran águila blanca que los dirigía desde el
cielo, lo primero que harían al llegar a un lugar, era construir un
pequeño templo para depositar en él el arca que transportaban
mediante la cual se comunicaban con su Dios.
Este detalle de llevar también un arca, al igual que los hebreos, y
de considerarla de gran importancia pues era el vínculo que tenían
con su protector, es algo que me sumió en profundas reflexiones y
que me hizo llegar a la conclusión de que algunos de estos
«espíritus que están en las alturas» —tal como los denomina San
Pablo— tienen gustos muy afines. Y puede ser que no sólo gustos,
sino también necesidades, cuantas veces se asoman a nuestro mundo, o
a nuestra dimensión, en donde no pueden actuar tan naturalmente como
lo hacen cuando están en su elemento.
-
Todavía como un último paralelo, podríamos añadir lo siguiente: Si
el Yahvé de los hebreos tuvo su contrapartida americana en Huitzilopoctli, el
Cristo judío, en cierta manera reformador de los
mandamientos de Yahvé, tuvo su contrapartida en Quetzalcoatl, el
mensajero de Dios, instructor y salvador del pueblo azteca, que,
como Cristo, apareció en este mundo de una manera un tanto
misteriosa; fue aparentemente un hombre como él, y como él, se fue
de la tierra de una manera igualmente extraña, prometiendo ambos que
algún día volverían.
-
Hasta aquí llegaban los paralelos que personalmente había
investigado hace ya unos cuantos años; pero la lectura del libro de
Pedro Ferriz «¿Dónde quedó el Arca de la Alianza?», ha dado pábulo a
mis sospechas y a mis paralelos, con los detalles que allí aporta.
Uno de ellos es el curioso «cambio de nombres». Resulta que
Huitzilopoctli tenía la misma «manía» que Yahvé (Abram-Abraham,
Sarai-Sara, Jacob-Israel) y hasta que el mismo Jesucristo (Kefas,
Boanerjes). Y por cierto la misma «manía» que encontramos en los
modernos «extraterrestres» que con gran frecuencia les cambian el
nombre a sus contactados.
-
Pero no sólo eso sino que el Moisés
azteca - que era el único que
hablaba con Huitzilopochtli, según Ferriz - se llamaba "Mexi y su
hermana (¡porque también tenía una influyente hermana!) se llamaba
Malínal. Pues bien, fonéticamente, Meshi se parece a Moshe (Moisés
en la versión fonética castellana), y Malínal a María.
Y aunque al
lector este paralelo pueda parecerle una exageración traída por los
pelos, debería saber que estos «parecidos» en cuestión de nombres
propios, son algo con lo que nos encontramos frecuentemente en el
mundo de lo religioso-paranormal (Chishna-Cristo; Maturea-Matarea,
etc.) y son algo normal en el mundo esotérico. Son chispazos de la
Magia Cósmica que escapan a nuestra lógica.
Hasta aquí los paralelos entre el peregrinar del pueblo hebreo y el
peregrinar del pueblo azteca. Si todas estas similitudes las
encontrásemos únicamente entre estos dos pueblos, podríamos
achacárselas tranquilamente a pura coincidencia casual.
Pero lo que
se hace tremendamente sospechoso es que éstas y otras
«coincidencias» las encontramos en gran abundancia en muchos otros
pueblos de la Tierra, separados por miles de años y por miles de
kilómetros1.
1 A manera de apéndice final, en mi libro «Israel Pueblo-Contado»
pongo el caso de una tribu negra del Zaire, a la que, aparte de
otros curiosísimos paralelos con el pueblo hebreo, su «Yahvé» —que
en este caso se llamaba Murl— les enseñó e impuso la circuncisión
(!).
Teofanía de los mormones
En nuestro intento por presentarle al lector pruebas o testimonios
de la existencia de los Dioses, nos fijaremos ahora en el hecho
histórico de la aparición y posterior expansión de la religión
mormona. Ya no se trata de hechos difuminados por el paso de los
siglos —tal como sucede en el caso de hebreos y aztecas— sino de un
hecho casi contemporáneo a nosotros —absolutamente
contemporáneo con el nacimiento de la nación norteamericana— y
perfectamente documentado y hasta notarizado.
De todo él podemos
tener menos dudas que de muchos otros hechos que hoy son
perfectamente admitidos como históricos. Naturalmente, el que no se
interese por investigarlos o no quiera admitirlos como históricos,
por muchas que sean las pruebas que se le presenten, seguirá
repitiendo insensatamente que tales hechos no han existido.
Joseph Smith era un joven y humilde campesino que allá por] el año
1823 vivía en el estado de Nueva York, cerca de la actual ciudad de
Elmira. Un buen día cuando se hallaba dedicado a la oración,
mientras hacía un alto en su labor de arada de la heredad; paterna,
vio cómo repentinamente delante de él tomaba forma una figura
luminosa y «celestial» que dijo ser el ángel Moroni. Este ser siguió
apareciéndosele en fechas sucesivas y lo fue instruyendo acerca de
lo que en el futuro debería hacer, sobre todo en relación con sus
ideas religiosas que quería que fuese diseminando entre sus
familiares y vecinos.
De nuevo estamos ante un caso en que alguien dice que tuvo una
visión. Pero en este caso, este alguien tuvo pruebas de que la
visión no era fruto de su imaginación. El ángel Moroni le dijo que
le iba a entregar una especie de tablas de oro, escritas en
caracteres antiguos (que él le enseñaría a descifrar) en las que
estaba la historia antigua de Pueblos llegados por mar desde Europa,
que habían habitado Norteamérica, y las creencias que tanto Joseph
Smith como sus seguidores deberían sustentar en adelante.
El misterioso ser cumplió su palabra y un buen día le dijo que'
debajo de cierta piedra en el campo encontraría las tablas o láminas
de oro; que podía llevárselas durante un tiempo para traducirlas y
dárselas a examinar a peritos que testimoniasen de su existencia.
Así lo hizo J. Smith y no sólo en una sino en dos ocasiones se
levantó acta ante notario y más de diez testigos, de la existencia y
pormenores de dichas tablas, describiéndolas en detalle en cuanto a
peso, forma, número de ellas y contenido.
En ambos testimonios
escritos (que se guardan con gran celo en el templo central de la
Iglesia Mormona de Utah) se hace constar ex profeso que dichas
tablas fueron examinadas por expertos y especialistas en metales y
que todos estuvieron de acuerdo en que eran de oro puro y si se
hubiesen de cotizar según el precio corriente del metal, tendrían un
gran valor por la gran cantidad del mismo que contenían.
Tal como le había dicho «el ángel» y una vez traducidas y
transcritas, Joseph Smith las colocó en el sitio en que le indicó su
celestial confidente, y ya nunca más las volvió a ver. El contenido
de dichas tablas es lo que constituye la mayor parte de las
«sagradas escrituras» de la Iglesia mormona que pueden ser
adquiridas en cualquier librería o biblioteca.
Asegurado el joven campesino en sus creencias con todos estos hechos
de los que no podía tener la menor duda, y auxiliado por todas las
personas que fueron igualmente testigos de estos y otros hechos
paranormales (o «sobrenaturales» según la creencia de ellos) comenzó
a extender la nueva religión de la «Iglesia de Jesucristo de los
santos de los últimos días», tal como la denominó oficialmente.
Posteriormente veremos cómo en el movimiento religioso de Joseph
Smith se cumple una de las tres leyes a las que los Dioses se
atienen cuando lanzan una nueva religión: en este caso particular se
la entroncó con el ya existente movimiento o pensamiento cristiano,
aunque se le hizo tomar un nuevo rumbo «renovador» desde el punto de
vista de los mormones, y «herético» desde el punto de vista de los
cristianos tradicionales.
Sin embargo lo que ahora nos interesa, y el objeto principal de
haber traído a colación el caso de los mormones, es la circunstancia
de las pruebas concretas (y demostrables desde un punto de vista
estrictamente histórico), del hecho de la aparición de un ser
extrahumano a un mortal al que adoctrinó extensamente acerca de toda
una serie de creencias y ritos.
Creencias y ritos que dieron lugar
—a pesar de las innumerables dificultades presentadas por los
practicantes de otras creencias— a la actual Iglesia Mormona,
firmemente establecida en el medio-oeste de los Estados Unidos y con
una fuerza expansionista superior a la de la mayoría de las
religiones seculares y clásicas; sus misioneros pueden ser vistos en
casi todas las grandes y medianas ciudades de la mayor parte de las
naciones del mundo.
El lector se pasmaría si conociese la enorme semejanza que existe
entre lo que le sucedió a Joseph Smith y lo que les ha sucedido a
muchísimos otros seres humanos: no sólo a famosos iniciadores o
reformadores de religiones, sino a simples mortales cuyos casos
nunca fueron reconocidos por sus coterráneos por juzgarlos puras
invenciones de su exaltada imaginación.
Por muchos años me resistí a admitir la realidad o la objetividad de
semejantes apariciones, sobre todo de aquéllas que se daban fuera
del seno de la Iglesia católica. Ello era el fruto de la cerrada
educación religiosa que había recibido en mi familia, y dicho más
crudamente, del fanatismo glorificado y racionalizado en el que yo
vivía y en el que viven tantas gentes que se creen de «mente
abierta».
En la actualidad estoy absolutamente convencido de que muchas de las
apariciones que la gente dice haber tenido, tienen algún grado de
objetividad y se dan no sólo en el seno del cristianismo sino en
todas las religiones, y en algunas de ellas, con mucha mayor
abundancia que en el catolicismo.
No sólo eso, sino que estoy convencido de que estas intromisiones
directas y visibles de los Dioses en las vidas humanas, se dan
también fuera del contexto religioso, bajo otros nombres y en otros
marcos que no tienen nada que ver con lo religioso; por ejemplo bajo
la forma de «espíritus-guía», «maestros superiores», «extraterrestes»,
etc.
El maestro Rosso de Luna, a estos seres no humanos que con
frecuencia irrumpen en las vidas humanas, les llama «jiñas», una
palabra que tiene profundas raíces lingüísticas y que en castellano
tiene otra manifestación más conocida, que es la palabra «genio» (en
el sentido de duende o deidad menor).
Por extraño que al lector pueda parecerle, hay personas que tienen
un trato personal con estos jiñas, que se manifiestan con una
entidad física indistinguible de la de cualquier ser humano; y el
contacto se hace no sólo en lo alto de montañas o en lugares
secretos, sino que algunos de ellos reciben tranquilamente en sus
casas a estos misteriosos visitantes, siendo de ello testigos todo
el resto de la familia; si bien hay que notar que el trato del jiña
y sus conversaciones, suelen circunscribirse casi exclusivamente al
humano con quien él quiere relacionarse.
Y tengo que confesarle al
lector que en la actualidad tengo escritas las vidas de dos de estos
jiñas y de sus relaciones con dos seres humanos diferentes (un
hombre y una mujer), con multitud de testigos que dan fe de haberlos
visto y hasta de haber hablado con ellos. (Por supuesto, sin que
estos testigos supiesen que estaban tratando con un ser no humano).
El día que los seres humanos a los que me refiero —y con los que me
une una estrecha amistad— me den permiso, publicaré o daré a
conocer hechos interesantísimos.
Los ovnis como teofanía
En líneas anteriores dijimos que este fenómeno de la «aparición» de
un ser extrahumano a un ser humano y de la subsiguiente
«iluminación» de la mente del ser humano, es algo que se ha dado
siempre y que se sigue dando en la actualidad con no menos
frecuencia que en tiempos pasados.
Estamos tratando de probar esta
afirmación; y la prueba en este caso, aunque esté velada con otros
nombres y con otras circunstancias, nos la van a facilitar las
agencias de noticias más famosas y los periódicos del mundo entero.
La prueba la englobaremos en eso que se llama «fenómeno ovni», que
es algo mucho más profundo de lo que se suele leer en la mayor parte
de revistas y periódicos y hasta de libros que tratan
específicamente del tema.
El fenómeno de los objetos volantes no identificados, gústele a la
ciencia o no, es algo que está en la mente de todas las personas
civilizadas del planeta y es algo, que pese a las reiteradas
censuras y campañas en contra, aflora constantemente a las páginas,
pantallas y ondas de todos los medios masivos de comunicación. El
fenómeno ovni es en un aspecto, un síntoma de esta constante
Comunicación de los Dioses con los mortales y en otro aspecto, es
el
medio que en la actualidad los Dioses usan para ponerse en contacto
con nosotros.
Hoy día, imbuidas nuestras mentes de viajes extraterrestres y
Cósmicos, y excitada nuestra imaginación por adelantos técnicos y
electrónicos desconocidos por nuestros antepasados, interpretamos
este fenómeno conforme a nuestros contenidos de conciencia; lo mismo
que ellos los interpretaban de acuerdo a los suyos. Sin embargo hay
que notar que si bien nuestros antepasados se equivocaban en
absolutizar y magnificar lo que sus ojos veían (convirtiéndolo en
objeto de adoración) estaban más cercanos a la verdad que nosotros,
cuando los convertimos en meros visitantes extraterrestres (y
muchísimo más cuando los achacamos a puras alucinaciones de
psicópatas).
El fenómeno ovni es mucho más que la mera visita de
unos señores habitantes de otros planetas, y tiene mucha más
relación con el fenómeno religioso que con los viaje de astronautas
extraterrestres.
Cuando uno se asoma por primera vez al fenómeno ovni lógicamente,
desconoce toda su profundidad (su variadísima ilógica casuística, su
enorme influencia en la psicología humana, su trascendencia
sociológica, su componente físico y, más en concreto,
electromagnético y radiante, etc.) tiende a explicárselo con un
fenómeno de viajes y viajeros interplanetarios más avanzado pero al
fin de cuentas, paralelo al fenómeno que desde hace dos décadas está
teniendo lugar en nuestro planeta, en donde después de miles de años
de aislamiento, la raza humana ha sido capaz de vencer la fuerza de
la gravedad y de remontarse más allá de la atmósfera en misiones
investigadoras hacia otros cuerpos celestes
Esto es lo que a primera vista se presenta y lo que, en un
principio, explicó la presencia de tantos extraños vehículos en
nuestros cielos. Pero a medida que se siguió investigando y profundizando en el fenómeno, se vio, no sin pasmo, que la cosa no era
tan sencilla y que la explicación que en un principio se había dado,
estaba lejos de dar una solución total al problema.
Un ovnílogo consciente y verdaderamente experimentado (cosa que no
siempre sucede entre los que se creen conocedores de fenómeno) no
negará la posibilidad y aun la probabilidad de que parte del
fenómeno sea lo que aparenta ser, es decir naves de procedencia
extraterrestre — teledirigidas o tripuladas personalmente— que
vienen a nuestro planeta con fines exploratorios, de la misma manera
que nosotros nos asomamos a la Luna o Marte. Pero todavía queda un
enorme sector del fenómeno para el que esta explicación es
claramente insuficiente.
Y en llegando a este punto, no cabe otro remedio que explicarle al
lector, aunque sólo sea de una manera general, en que consiste el
fenómeno ovni y en ponerlo al tanto de ciertas particularidades que
no suelen ser tenidas en cuenta en los despachos de prensa que tan a
menudo se leen en los medios informativos.
El llamado «fenómeno ovni» consiste fundamentalmente en ciertos
objetos que surcan nuestra atmósfera (aunque también pueden
manifestarse sobre la tierra o en el mar) que dan la impresión de
estar dirigidos por seres inteligentes (en innumerables ocasiones se
ha visto a sus tripulantes bajar de los aparatos y muchos hombres y
mujeres han hablado con ellos) que no son seres humanos como
nosotros; sin embargo a pesar de todos los esfuerzos que se han
hecho para dilucidar su procedencia, su constitución física, sus
intenciones, sus métodos de propulsión y mil otras circunstancias
relacionadas con ellos, hasta hoy no podemos conocer con exactitud
casi ninguna de estas circunstancias ya que los datos que de ellos
hemos obtenido, bien sea por investigaciones nuestras, bien por lo
que ellos mismos nos han dicho, son completamente contradictorios y
en muchísimas ocasiones totalmente absurdos.
Sin embargo el hecho de
su presencia entre nosotros es innegable y confirmado por cientos de
miles de testigos en todas las épocas y en todas las latitudes.
Esta falta de un consenso en cuanto a muchas de sus peculiaridades,
no quiere decir que no hayamos progresado mucho en la comprensión de
todo el fenómeno y que no hayamos ido descubriendo muchas de sus
raíces profundas, que estaban totalmente ocultas no sólo para
nuestros antepasados, sino para los que hace sólo treinta años
comenzaron a estudiar el fenómeno.
A pesar de que muchos de los estudiosos siguen todavía en sus
investigaciones en un nivel bastante rudimentario y se niegan a
admitir ciertas implicaciones psíquicas del fenómeno, sin embargo en
la actualidad ya los mejores investigadores saben que el fenómeno es
en sus manifestaciones variadísimo y, como dijimos, en gran manera
contradictorio de sí mismo.
Saben también que no es lo que parece
ser a primera vista, siendo por lo tanto en una gran medida
engañoso; o dicho en otras palabras, que induce fácilmente al error
del que lo observa o estudia. Saben que tras hechos que
aparentemente tienen una finalidad, se ocultan otras intenciones
mucho más profundas y a largo plazo; y saben finalmente que todo el
fenómeno es altamente peligroso para el psiquismo del que] se acerca
a él sin las debidas cautelas.
En realidad sabemos sobre el fenómeno otras muchas cosas que son aún
más importantes para el hombre; pero estas otras cosas —que son
precisamente las que el autor quiere comunicarle de una manera
especial al lector— son de más difícil comprensión y admisión y por
eso las iremos exponiendo a lo largo del libro y las haremos objeto
de especiales análisis.
Para que el lector no pierda el hilo de las ideas, le recordaremos
que la razón de haber traído el fenómeno ovni, fue para demostrarle
o por lo menos para aminorar su resistencia a admitir las
«apariciones» en nuestro mundo, de seres no humanos. En el fenómeno
ovni se podrán encontrar, atestiguado por todas las agencias de
noticias del mundo, con miles de tales casos, aunque en sus
circunstancias difieran de cómo nos lo habían contado los
historiadores de otros tiempos. Más tarde veremos que, a pesar de
las variantes, se trata del mismo fenómeno.
Nuestro problema consiste por lo tanto, en relacionar y, mejor aún,
en identificar estos avistamientos modernos de que nos hablan los
periódicos, con las visiones de que nos hablaban los místicos (que
han constituido por siglos el origen y la esencia de todas las
religiones sin excluir al cristianismo) y con los «prodigios» de que
nos hablan todos los historiadores griegos y latinos, al igual que
los libros sagrados de todas las religiones.
En las visiones de los antiguos podemos estudiar más claramente las
intenciones de los que se les aparecían, ya que claramente les
indicaban su voluntad, les decían cuál era la conducta que debían
seguir hacia ellos, y no tenían reparo en decir quiénes eran (aunque
mintiesen en la gran mayoría de los casos); sin embargo, el problema
con que nos confrontamos en estas visiones o apariciones de la
antigüedad, es la imposibilidad de probar su realidad objetiva,
debido al tiempo que desde ellas ha transcurrido, y debido a que han
llegado hasta nosotros mezcladas con muchos elementos míticos o
legendarios que en muchos casos las hacen difícilmente admisibles.
En cambio, las visiones modernas (procedentes del fenómeno ovni), si
bien carecen de esa diafanidad en sus intenciones y se nos presentan
de una manera mucho más contradictoria en su contenido ideológico,
tienen por otro lado algo que echábamos de menos en las antiguas:
son perfectamente comprobables. Si logramos, por lo tanto,
identificar las visiones modernas con las antiguas, habremos dado un
gran paso de avance para dilucidar la esencia de todas ellas, ya que
lo que les faltaba a unas lo encontramos en las otras y viceversa.
Esta labor de identificación de ambos fenómenos es la que ha venido
haciendo la ovnilogía más avanzada en la última década, por más que
algunos investigadores del fenómeno no hayan sido capaces de superar
las etapas iniciales de esta importantísima ciencia y continúen
investigando miopemente ciertos aspectos secundarios de ella.
Hoy no tenemos absolutamente ninguna duda de que lo que los antiguos
llamaban «los Dioses» —y los enmarcaban en todo un complejo sistema
de creencias y ritos— es exactamente lo mismo que los modernos
denominamos con el genérico término de «fenómeno ovni», cuando éste
se entiende en toda su amplitud y profundidad.
Es decir, las
inteligencias que están detrás del llamado fenómeno ovni, son las
mismas que los antiguos personalizaban en los diferentes Dioses. En
aquellos tiempos, estas inteligencias creyeron más oportuno (y menos
riesgoso para ellas) el presentarse de aquella manera; mientras que
en nuestros tiempos (ante una humanidad mucho más avanzada
tecnológicamente) han creído más oportuno presentarse bajo
apariencias más fácilmente asimilables o tolerables por los hombres
de hoy. Pero las intenciones de su presencia entre nosotros, o de su
intromisión en nuestras vidas, son en el fondo, las mismas.
Será por lo tanto muy oportuno estudiar con una mirada panorámica,
cuál ha sido el efecto de su injerencia en las vidas de nuestros
antepasados, ya que esto podría darnos alguna directriz en cuanto a
cómo deberían ser nuestras relaciones con ellos o cómo debería ser
nuestra reacción a su presencia entre nosotros.
Pero antes de
iniciar esta tarea, tendremos que profundizar un poco más en quiénes
son estos Dioses de los que venimos hablando; cómo son en sí mismos;
cuáles son sus cualidades o defectos; sus relaciones entre ellos
mismos y con el Dios del Universo, al que muchos de ellos han
querido suplantar en la mente de los hombres; cuáles son sus poderes
y sus debilidades; hasta dónde llegan sus conocimientos; cuáles son
sus normas morales, si es que tienen algunas; su relación con
nuestro continuo espacio-tiempo, etc., etc.
Aunque al escéptico, se le haga muy difícil admitir que los hombres
podamos saber nada acerca de estas interioridades (de unos seres de
cuya misma existencia duda) la realidad es que, dada la larguísima
relación de estos seres con la raza humana, ésta, una vez que ha
llegado a una cierta madurez intelectual, ya ha comenzado a atar
cabos y a encontrar ciertas leyes profundas que rigen la conducta de
estos seres inteligentes no humanos; leyes que hasta ahora no habían
podido descubrir, debido en parte a su falta de madurez histórica y
cultural y en parte al cuidado que los mismos Dioses han tenido a lo
largo de los siglos en disimular no sólo sus intenciones con
respecto a la raza humana sino hasta su presencia en nuestro planeta
y en muchísimas ocasiones, su presencia física en medio de nuestras
ciudades2.
2 Me doy cuenta de que mi exposición del fenómeno ovni es demasiado
escueta y el que lo desconoce o no cree en él, desearía más datos y
más pruebas; pero ese no es el objeto de este capítulo ni de este
libro. Sin embargo a lo largo de él irán saliendo multitud de datos
y pruebas. Yo doy por asentado el fenómeno y remito al lector
incrédulo a muchos otros libros sobre este tema, escritos algunos de
ellos por científicos de primera línea. La verdad es que no admitir
hoy día la existencia del fenómeno ovni, después de la enorme
cantidad de testimonios y pruebas que sobre él se han aportado, es
demostrar una cerrazón de mente nada envidiable.
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