por Alain de Benoist
Febrero 1977
traducción en español, revisada y
actualizada por Editorial-Streicher
15 Octubre 2014
del Sitio Web
Editorial-Streicher
El
Cristianismo y la Caída de Roma
En 1977 se publicó
el libro de Louis Rougier 'Le
Conflit du Christianisme et de la Civilisation
Antique'.
El intelectual
francés Alain de Benoist (1943) escribió el
prefacio a dicho libro, que es lo que
presentamos a continuación.
El texto en francés,
que el sitio donde se encuentra (r.garrigues.pagesperso-orange.fr)
ha titulado como 'Le
Christianisme A Ruiné la Civilisation Antique',
está presentado en castellano en
centrostudilaruna.it (Cristianismo
- El Comunismo de la Antigüedad),
traducción a la que hemos agregado frases y
palabras que omite, y que hemos corregido en
base al original en francés.
El contenido del
ensayo es lo que se indica, cómo y en qué medida
el cristianismo primitivo (el Comunismo de la
Antigüedad) colaboró en la corrosión y
disolución, mediante ideales socialistas
remontables al discurso de los profetas del
Antiguo Testamento, del inmenso Imperio romano.
Partiendo de una
cita de Nietzsche, de quien hoy se conmemoran
170 años de su nacimiento, Benoist analiza
diversas opiniones con respecto a dicha
influencia, y notando los paralelos con la
realidad actual.
El Cristianismo
...Ha Arruinado la Civilización Antigua
En El Anticristo, Nietzsche no duda en afirmar que "el
cristianismo nos ha frustrado los frutos de la civilización
antigua", y desarrolla así su afirmación [El Anticristo, 58]:
"Ese Imperio romano que se alzaba
aere perennius [más duradero que el bronce] constituía la
organización más grandiosa que jamás haya sido llevada a cabo en
condiciones tan difíciles, junto a la cual todas las tentativas
anteriores y posteriores no son más que fragmentos, chapuzas,
diletantismo; y esos santos anarquistas convirtieron en 'obra
pía' la destrucción del 'mundo'; es decir, de ese Imperio
romano, hasta que no quedase piedra sobre piedra (...).
El cristianismo fue el vampiro del
Imperio romano; él redujo a la nada, de la noche a la mañana,
esa inmensa proeza: la de haber desbrozado el terreno para una
gran civilización que podía desarrollarse sin prisas.
¿Es que aún no lo hemos comprendido?
El Imperio romano que hoy conocemos, que la historia de las
provincias romanas nos hace conocer cada vez mejor, esa
admirable obra de arte de gran estilo, era sólo un comienzo.
"Su construcción había sido calculada para que los milenios
demostrasen su solidez; y hasta hoy no se ha vuelto a construir
así, ni siquiera se ha soñado hacerlo en tales proporciones
sub specie aeterni. Aquella organización fue lo bastante
sólida para resistir a los malos emperadores, pues el principio
básico de toda gran arquitectura es que el azar de las personas
no debe influir en semejantes cosas, pero no lo fue para
resistir a la corrupción de la especie más corrompida, la del
cristiano...
Esa plaga de parásitos clandestinos
que, con el favor de la noche, la niebla y el equívoco, se
insinuaba a cada uno por separado hasta despojarlo de su
seriedad para los cosas auténticas, de su instinto de las
realidades, esa banda vil, afeminada y dulzona de cobardes, fue
robándole una tras otra las 'almas' a aquel inmenso edificio,
arrebatándole aquellas naturalezas preciosas, viriles,
aristocráticas, que sentían la causa de Roma como propia y
ponían en ella toda su seriedad, todo su orgullo.
Fueron las sórdidas maniobras de
esos santurrones, la zorrería de esos conventículos, ideas tan
lúgubres como las de 'infierno', 'sacrificio de los inocentes',
'unión mística' al beber la sangre, pero sobre todo el fuego,
lentamente atizado, de la venganza, del desquite de los
chândâlas, lo que acabó con Roma.
"Es la misma especie de religión que ya había combatido Epicuro,
en su forma anterior.
Leed a Lucrecio y comprenderéis
contra qué luchaba Epicuro: no contra el paganismo, sino contra
el 'cristianismo', quiero decir, contra la perversión de las
almas mediante las ideas de culpa, de castigo y de inmortalidad.
Combatía los cultos subterráneos, todo aquel cristianismo
latente. Negar la inmortalidad fue ya una auténtica
liberación...
"El cristianismo fue una fórmula para superar y para integrar,
todos a la vez, los cultos subterráneos de toda clase, el de
Osiris, el de la Gran Madre, el de Mitra, por ejemplo; en esta
visión consistió el genio de Pablo. En este punto su instinto
fue tan seguro que puso en labios, y no sólo en labios, del
Salvador, las ideas con que seducían las religiones de los
chandalas, haciendo descarada violencia a la verdad,
haciendo del Salvador una cosa que pudiera comprenderla también
un sacerdote de Mitra...
Éste fue su momento de Damasco:
comprendió que tenía necesidad de la creencia en la inmortalidad
para desacreditar el 'mundo', que el concepto de 'infierno'
vencería también a Roma, y que con el 'más allá' se destruye la
vida...
Nihilista y cristiano son cosas que
van de acuerdo..."
En su relato de las guerras contra los
persas, Herodoto atribuye el éxito de las pequeñas ciudades
griegas frente al poderoso Imperio iranio a la "superioridad
intelectual" de sus compatriotas.
¿Habría explicado igualmente su
decadencia por su "inferioridad"?
La cuestión de saber por qué desaparecen
las culturas y se derrumban los Imperios ha acuciado siempre a
historiadores y filósofos. En 1441 Leonardo Bruni hablaba de
la vacillatio del Imperio romano; su contradictor, Flavio
Biondo, prefería el término inclinatio (que resumía, para
el hombre del Renacimiento, el abandono de las antiguas costumbres).
El debate estaba ya planteado: ¿fue destruido el Imperio o se
derrumbó solo?
Para Spengler, las alternancias que se
dan en la Historia son efecto de una fatalidad. Las causas
identificables de una decadencia son sólo causas segundas: ellas
acentúan, aceleran un proceso, pero sólo pueden intervenir cuando
ese proceso se ha iniciado. Desde esta perspectiva se puede hablar
propiamente de decadencia: los factores de debilitamiento son a la
vez causas y efectos; su "responsabilidad" se encuentra, por otra
parte, disminuida.
Aunque también cabe pensar que ninguna
necesidad interna fija un final a las culturas: cuando mueren, es
porque alguien las mata.
Conocida es la opinión de André
Piganiol:
"La civilización romana no murió de
muerte natural. Fue asesinada".
(L'Empire Chrétien, 1947)
En este caso, la responsabilidad de los
"asesinos" es completa.
No obstante, podemos admitir que sólo
estructuras ya muy debilitadas, carentes de energía, se abandonan al
golpe que las hiere, al enemigo en acecho. Voltaire, que fue, tras
Maquiavelo, uno de los primeros en hablar de ciclos históricos,
decía que el Imperio romano había caído simplemente,
"porque existía, dado que todo debe
tener un fin".
(Diccionario Filosófico, 1764)
No trataremos de averiguar aquí si la
caída de Roma era o no irremediable, ni siquiera de identificar
todos los factores que contribuyeron a provocarla, sino de examinar
qué responsabilidad tiene en esa caída el naciente cristianismo.
Es bien sabido que fue el británico Edward Gibbon (1737-1794)
quien primero estableció esa responsabilidad, en los capítulos XV y
XVI de su History of the Decline and Fall of the Roman Empire.
Antes que él, en 1576, Löwenklav
había defendido al emperador Juliano, cuyo talento, templanza y
generosidad alababa, abriendo así una brecha en la doctrina que
pretendía que los emperadores cristianos habían sido, por el sólo
privilegio de su fe, superiores a los paganos. Poco después, el
jurisconsulto y diplomático Grocio (1583-1645) haría suya la tesis
de Erasmo sobre el origen germánico de las aristocracias neolatinas.
Por último, en 1743, Montesquieu
atribuía la decadencia y caída de Roma a diferentes factores, tales
como la extinción de las viejas familias, la pérdida del espíritu
cívico, la propagación de las instituciones democráticas, la
colusión entre el poder administrativo y las fortunas procedentes de
los negocios, la fuerte natalidad de la población de origen
extranjero, la vacilante lealtad de las legiones, etcétera.
Disponiendo de mejor documentación que
sus predecesores, Gibbon tomó de nuevo todos esos elementos,
dispuesto a escribir una "historia sin prejuicios". Sus
conclusiones, teñidas de una ironía heredada de Pascal, siguen
siendo válidas en esencia hoy en día.
En el siglo XIX, Otto Seeck (Historia de la Decadencia del
Mundo Antiguo, 1894), partiendo de una idea de Montesquieu, así como
de ciertas consideraciones de Burckhardt (en su Época de
Constantino, 1852-1853) y de Taine (particularmente la oposición
entre "épocas de enfermedad" y "épocas de sanidad"), insistió en un
factor biológico y demográfico:
la desaparición de las élites (Ausrottung
der Besten), acompañada por el envejecimiento de las
instituciones y la importancia cobrada por la plebe y la
muchedumbre de esclavos, que constituyeron la primera clientela
de los predicadores cristianos.
Esta tesis fue adoptada por M.P.
Nilsson (Imperial Rome, 1926), tras haber sido confirmada por
Tenney Frank, quien, tras examinar unas 13.900 inscripciones
funerarias antiguas, llegó a la conclusión de que, a partir del
siglo II, el 90% de la población de Roma era de origen extranjero,
en su mayoría de origen oriental (Race Mixture, en American
Historical Review, XXI, 1916, pág. 705).
En Marco Aurelio (1895), Renan hizo suya una de las
fórmulas de Nietzsche:
"Durante el siglo III, el
cristianismo succiona como un vampiro a la sociedad antigua".
Y añadía esta frase, que tantos ecos
despierta hoy:
"En el siglo III, la Iglesia, al
acaparar la vida, agota a la sociedad civil, la sangra, hace en
ella el vacío. Las pequeñas sociedades mataron a la gran
sociedad" (págs. 589-590).
En 1901, Georges Sorel
(1847-1922) publicaba un ensayo sobre La Ruina del Mundo Antiguo.
"La acción de la ideología cristiana
- afirmaba - rompió la estructura del mundo antiguo a la manera
de una fuerza mecánica que obrase desde su interior. Lejos de
poder decir que la nueva religión infundió nueva savia en un
organismo envejecido, podríamos afirmar que lo dejó exangüe.
Cortó los lazos que existían entre
el espíritu y la vida social y sembró por doquiera gérmenes de
quietismo, desesperanza y muerte".
Por su parte, Michael Rostovtzeff
(Social and Economic History of the Roman Empire, 1926), oponiéndose
en ciertos puntos a Seeck, y también a Max Weber (Orígenes Sociales
de la Decadencia de la Civilización Antigua, l896), planteaba una
cuestión esencial:
"¿Es posible extender una
civilización superior a las clases bajas sin degradar su nivel,
sin diluir su valor hasta el punto de hacerlo desaparecer?. ¿No
está toda civilización, desde el momento en que empieza a
penetrar en las masas, condenada a la decadencia?".
Ortega y Gasset iba a responderle, en La
Rebelión de las Masas:
"La historia del Imperio romano
es... también la historia de la subversión y del imperio de las
masas, que absorben y anulan a las minorías dirigentes y se
colocan en su lugar".
Esta panorámica quedaría incompleta si
omitiésemos señalar tres obras aparecidas a comienzos de siglo y que
nos parece que anuncian el desarrollo de la crítica dentro del
contexto en que se sitúa el presente ensayo:
-
L’Intoleránce Religieuse et la
Politique (1911), de Bouché-Leclercq
-
La Propagande Chréthienne et les
Persecutions (1915), de Henri-F. Secrétan
-
Le Christianisme Antique (1921),
de Charles Guignebert.
(Sobre el mismo tema puede consultarse
el reciente libro de Bryce Lyon, The Origin of the Middle Ages.
Pirenne’s Challenge to Gibbon, Gallimard, 1973).
El cristianismo, "religión oriental por sus orígenes y sus
caracteres fundamentales" (Guignebert), se infiltró en el mundo
antiguo de modo casi subrepticio. El Imperio romano, tolerante por
naturaleza, no le prestó atención durante mucho tiempo.
En la Vida de los Doce Césares,
de Suetonio, leemos a propósito de un acto de Claudio:
"Expulsó de Roma a los judíos, que
estaban en continua efervescencia por instigación de un tal
Crestos".
En conjunto, el mundo grecolatino
permaneció en un principio cerrado a la predicación.
El elogio de la debilidad, de la
pobreza, de la "locura", le parecía algo insensato. En consecuencia,
los primeros centros de propaganda cristiana se instalaron en
Antioquia, en Éfeso, en Tesalónica y en Corinto.
En estas grandes ciudades cosmopolitas y
mundiales, en las que esclavos, artesanos e inmigrantes se mezclaban
con los mercaderes, donde todo era objeto de compra y venta, y
predicadores e iluminados, en número cada vez mayor, rivalizaban
para seducir a unas abigarradas e inquietas muchedumbres, fue donde
los primeros apóstoles encontraron terreno abonado.
A. Causse, que fue profesor en la facultad de teología
protestante de la Universidad de Estrasburgo, escribe:
"Si los apóstoles predicaban el
Evangelio en las plazuelas de los pueblos no era sólo por una
sabia política misionera, sino porque la nueva religión era
acogida más favorablemente en esos medios nuevos que por las
viejas razas apegadas a su pasado y a su suelo. Los verdaderos
griegos iban a permanecer durante mucho tiempo ajenos y hostiles
al cristianismo.
Los atenienses habían acogido a
Pablo con una indiferencia irónica: '¡Ya nos hablarás de eso
otro día!' [cuando les habló de la Resurrección].
Y habrían de transcurrir muchos años
antes de que los viejos romanos abandonasen su aristocrático
desprecio por aquella 'detestable superstición'. La primera
Iglesia de Roma era muy poco latina, y en ella apenas se hablaba
el griego.
Pero los sirios, los asiáticos y
toda la muchedumbre de los graeculi sin tradiciones municipales
recibían con entusiasmo el mensaje cristiano".
(Essai sur le Conflit du
Christianisme Primitif et de la Civilisation, 1920)
J.B.S. Haldane, que consideraba
el fanatismo como una de las "cuatro invenciones verdaderamente
importantes hechas entre el año 3000 y el 1400 a.C." (The Inequality
of Man, Nueva York, 1938), atribuía su paternidad al
judeo-cristianismo.
Yahvé, el dios de los desiertos de Arabia,
es un dios solitario y celoso, exclusivo y cruel, que preconiza la
intolerancia y el odio.
"¿No odio, ¡oh Yahvé!, a los que te
aborrecen y me enardezco contra tus enemigos? Los aborrezco y
los tengo por enemigos".
(Salmo 139:21-22)
Jeremías implora:
"Les darás su merecido, ¡oh
Yahvé!... y ¡tu maldición será con ellos! Los perseguirás con
ira y los exterminarás de debajo del cielo".
(Lamentaciones 111:64-66)
"De cierto, ¡oh Dios!, harás morir
al impío" (Salmo 139:19). "Y por tu misericordia disiparás a mis
enemigos, y destruirás a todos los adversarios de mi alma".
(Salmo 143:12).
La Sabiduría, que personifica lo
infinitamente bueno, amenaza:
"También yo me reiré de vuestro
infortunio, me mofaré cuando sobrevenga vuestro espanto".
(Proverbios 1:26)
El Deuteronomio habla de la suerte que
debe reservarse a los 'idólatras':
"Si tu hermano, hijo de tu madre, tu
hija, o la mujer que descansa en tu seno, o el amigo tuyo, que
es como tú mismo, te incitara en secreto diciendo: '¡Vamos y
sirvamos a otros dioses!' que no conoces... antes lo habrás de
matar; tu mano descargará en él primeramente para hacerle morir,
y después la mano de todo el pueblo.
Cuando oigas que en una de las
ciudades que Yahvé te concede para habitar se dice que han
surgido hombres indignos que han seducido a sus conciudadanos
diciendo: '¡Vamos y sirvamos a otros dioses!' que no conoces,
indagarás, y si ves que es cierta tal abominación, herirás a
filo de espada a los habitantes de esa ciudad; la consagrarás al
exterminio, así como a cuanto en ella exista.
Juntarás todo su botín en medio de
su plaza y quemarás en el fuego totalmente la ciudad y toda su
presa a honra de Yahvé, tu dios. Así quedará convertida en
perpetuo montón de ruinas, sin ser reedificada..."
(Deut. XIII)
En el Evangelio, Jesús dice,
cuando van a prenderlo:
"Porque todos los que tomen espada,
a espada perecerán".
(Mateo 26:52)
Pero antes había afirmado:
"No penséis que he venido a traer
paz a la tierra; no he venido para traer paz, sino espada.
Porque he venido para poner en disensión al hombre contra su
padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra;
y los enemigos del hombre serán los de casa".
(Mateo 10:34-36)
También había pronunciado la frase que
es divisa de todos los totalitarismos:
"El que no está conmigo, está contra
mí".
(Mateo 12:30)
La Iglesia primitiva aplicará
escrupulosamente tales consignas.
Incrédulos y paganos son infra-hombres a
los ojos de los apóstoles. Pedro los compara a "animales
irracionales, nacidos para presa y destrucción" (2 Pedro 2:12).
Jerónimo aconseja al cristiano converso pisotear el cuerpo de su
madre si ésta trata de impedirle que la abandone para siempre a fin
de seguir la enseñanza de Cristo.
En el año 345, Firmicus Maternus
hace de la matanza un deber:
"La ley prohíbe, santísimos
emperadores, perdonar ni al hijo ni al hermano. Obliga a
castigar a la mujer que amamos tiernamente y a hundirle el
cuchillo en el seno. Pone las armas en la mano y ordena
volverlas contra los amigos más íntimos..."
En adelante, la práctica evangélica de
la caridad estará estrictamente subordinada al grado de adhesión a
misterios y dogmas.
Europa será evangelizada por el hierro y
el fuego. Herejes, cismáticos, librepensadores y paganos serán,
renovando el gesto de Poncio Pilato, entregados al brazo secular
para ser sometidos a suplicio y muerte. La denuncia se verá
recompensada con la atribución de los bienes de las víctimas y de
sus familias.
Los,
"que habiendo entendido el juicio de
Dios - había escrito Pablo - son dignos de muerte".
(Romanos 1:32)
Tomás de Aquino precisa:
"El hereje debe ser quemado".
Uno de los cánones adoptados en el
Concilio de Letrán declara:
"No son homicidas quienes matan
herejes" (Homicidas non esse qui heretici trucidant).
Por medio de la bula Ad extirpenda,
la Iglesia autorizará la tortura.
Y en 1864, Pío IX proclamará todavía en
el Syllabus:
"Anatema sea quien diga que la
Iglesia no tiene derecho a emplear la fuerza, que no tiene
ningún poder temporal directo o indirecto".
(XXIV)
Voltaire, que sabía sumar, había hecho
la cuenta de las víctimas de la intolerancia religiosa desde los
comienzos del cristianismo hasta su época.
Teniendo en cuenta las exageraciones y
descontando mucho en beneficio de la duda, halló un total de
9.718.000 personas que habían perdido la vida ad majorem Dei
gloriam. Junto a esa cifra, el número de cristianos muertos en
Roma bajo el signo de la palma (símbolo del martirio y la
resurrección gloriosa en el cristianismo primitivo) resulta
insignificante en comparación.
"Gibbon cree poder afirmar - escribe
Louis Rougier - que el número de mártires en toda la extensión
del Imperio romano, a lo largo de tres siglos, no llegó al de
los protestantes ejecutados en un solo reinado y exclusivamente
en las provincias de los Países Bajos, donde, según Grocio, más
de cien mil súbditos de Carlos V murieron a manos del verdugo.
Por conjeturales que sean estos
cálculos, puede afirmarse que el número de mártires cristianos
es pequeño comparado con las víctimas de la Iglesia durante
quince siglos: destrucción del paganismo bajo los emperadores
cristianos, lucha contra los arrianos, los donatistas, los
nestorianos, los monofisitas, los iconoclastas, los maniqueos,
los cátaros y los albigenses, Inquisición española, guerras de
religión, dragonadas de Luis XIV, pogroms de judíos…
Ante tales excesos, podemos
preguntarnos, con Bouché-Leclerq, 'si los beneficios del
cristianismo (por grandes que sean) no se han visto de sobra
compensados por la intolerancia religiosa que tomó del judaísmo
para difundirla por el mundo'..."
(Celse contre les Chrétiens,
Copernic, 1977).
Los antiguos creían en la unidad del
mundo, en la intimidad dialéctica del hombre con la Naturaleza.
Su filosofía natural estaba dominada por
las ideas de devenir y de alternancia. Los griegos asimilaban la
ética a la estética, el kalôn al agathôn, el bien a la belleza, y
con justicia ha escrito Renan:
"Un sistema en el que la Venus de
Milo no es más que un ídolo es un sistema falso, o al menos
parcial, porque la belleza vale casi tanto como el bien y la
verdad. Con tales ideas es inevitable una decadencia en el
arte".
(Les Apótres, pág. 372).
El "hombre nuevo" del cristianismo
profesaba una visión de las cosas muy diferente. Llevaba en sí un
conflicto, no el conflicto cotidiano que forma la trama de la vida,
sino un conflicto escatológico, absoluto: el divorcio del mundo.
El cristianismo primitivo extiende la idea mesiánica presente en el
judaísmo bajo una forma exacerbada, debida a una espera milenaria.
En las palabras atribuidas a Jesús encontramos citas
literales de las visiones del
Libro de Enoc.
Para los primeros cristianos, el mundo,
etapa transitoria, valle de lágrimas, lugar de dificultades y
tensiones insoportables, exige una compensación, una visión radiante
que justifique (moralmente hablando) la impotencia de aquí abajo.
Por eso la Tierra aparece como el campo
en que se enfrentan las fuerzas del Mal y del Bien, el príncipe de
este mundo y el Padre celestial, los poseídos por el demonio y los
hijos de Dios:
"Y ésta es la victoria que ha
vencido al mundo: nuestra fe".
(I Juan 5:4)
La idea de que el mundo pertenece al
Mal, más tarde característica de ciertos gnósticos (los maniqueos),
aparece con frecuencia en los primeros escritos del cristianismo.
El propio Jesús afirmaba:
"No ruego por el mundo... yo no soy
del mundo".
(Juan 17:9-14)
Juan insiste:
"No améis al mundo, ni las cosas del
mundo. Si alguno ama al mundo, él no tiene el amor del Padre.
Porque todo lo que hay en el mundo, la concupiscencia de la
carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida, no
proviene del Padre, sino del mundo".
(I Juan 2:15-16)
"No os extrañéis si el mundo os
aborrece".
(Ibid. 3:13)
"Sabemos que somos de Dios, y el
mundo entero yace bajo el poder del Maligno".
(Ibid. 5:19)
Más tarde, la regla de Benito enunciará
como precepto que los monjes deben "hacerse extraños a las cosas del
mundo" (A saeculi actius se facere alienum).
En la Imitación de Cristo leemos:
"El verdaderamente sabio es el que,
para ganar a Cristo, considera como basura y estiércol todas las
cosas de la tierra".
(I, 3, 5)
NOTA: Véase cómo la
soteriología "mundana" de la Iglesia actual está en contradicción
con los antiguos principios. Joseph Lortz, en su Histoire de
l'Eglise, afirma que "la tarea de la Iglesia es penetrar y
conquistar el mundo".
Para Teilhard de Chardin, el
cristianismo nos obliga "no solamente a servir sino a amar el
mundo".
En medio del gran renacimiento artístico y literario de los dos
primeros siglos, los cristianos se mantenían, como extraños que
cultivaban su extranjería, indiferentes o, más frecuentemente,
hostiles.
La estética bíblica rechaza la
representación de las formas, la armonía de las líneas y los
volúmenes; en consecuencia, sólo tenían una mirada de desdén para
las estatuas que adornaban plazas y monumentos.
Por lo demás, para ellos cualquier cosa
era objeto de odio. Las columnatas de los templos y los paseos
cubiertos, los jardines con sus fuentes y los altares domésticos
donde chisporroteaba una llama sagrada, las ricas mansiones, los
uniformes de las legiones, las villas, los navíos, las calzadas, las
obras, las conquistas, las ideas: en todas partes veía el cristiano
la marca de la Bestia.
Los padres de la Iglesia no
condenaban sólo el lujo, sino cualquier obra de arte profana, los
atuendos de colores, los instrumentos musicales, el pan blanco, los
vinos extranjeros, las almohadas de plumas (¿acaso no había reposado
Jacob su cabeza sobre una piedra?) e incluso la costumbre de
cortarse la barba, en la que Tertuliano ve "una mentira contra el
propio rostro" y un intento de mejorar la obra del Creador.
El rechazo del mundo se hacía aún más formal entre los cristianos
primitivos que estaban convencidos de que la Parusía (el retorno de
Jesucristo al final de los tiempos) iba a tener lugar de inmediato.
Era el propio Jesús quien se los
había prometido:
"De cierto os digo que algunos de
los que están aquí no gustarán la muerte hasta que hayan visto
al Hijo del hombre viniendo en su reino".
(Mateo 16:28)
"De cierto os digo que no pasará
esta generación hasta que todo esto acontezca".
(Mateo 24:34)
En vista de ello, repetían a más y mejor
la buena nueva.
Mas "el fin de todas las cosas se
acerca" (I Pedro 4:7). "Ya es el último tiempo" (I Juan 2:18).
Pablo vuelve una y otra vez sobre esta
idea. A los hebreos:
"No perdáis, pues, vuestra
confianza, que tiene gran galardón... Porque todavía un poquito
y el que ha de venir vendrá, y no tardará".
(Hebr. 10:35-37)
"No dejando de congregarnos... sino
exhortándonos, y tanto más cuanto veis que aquel día se acerca".
(Ibid., 10:25)
A los tesalonicenses:
"Teneos firmes, porque se acerca el
advenimiento del Señor".
A los corintios:
"Hermanos, el tiempo es corto;
resta, pues que los que tienen esposa sean como si no la
tuviesen".
(I Cor. 7:29)
A los filipenses:
"El Señor está cerca. Por nada
estéis afanosos".
(Fil. 4:5-6)
En su diálogo con Trifón, Justino afirma
que los cristianos van a ser muy pronto reunidos en Jerusalén, y que
será para mil años (LXXX-LXXXII).
En el siglo II, el frigio Montanus
declara entrever la inminencia del fin del mundo. En el Ponto,
campesinos cristianos abandonan sus campos para esperar el día del
juicio.
Tertuliano reza pro mora fines, "para
que se retrase el fin". Pero pasaba el tiempo y no ocurría nada.
Las generaciones desaparecían, una tras
otra, sin haber visto el glorioso advenimiento; y ante la continua
demora de sus esperanzas escatológicas, la Iglesia, dando una prueba
de prudencia, acabó por resignarse a situar la Parusía en un "más
allá" indeterminado.
Hoy sólo los Testigos de Jehová
repiten a fecha fija:
"El año que viene, en la Jerusalén
de los cielos".
La doctrina cristiana implicaba una
revolución social.
En efecto, afirmaba por vez primera no
que el alma existe (lo que no la hubiese hecho original), sino que
todos poseen una idéntica al nacer. Los hombres de la cultura
antigua, que si nacían en una religión era por nacer en una patria,
tendían más bien a pensar que, al adoptar un comportamiento
caracterizado por el rigor y el dominio sobre sí mismos, podría
ocurrir que llegasen a forjarse un alma, pero que ésta era una
suerte sin duda reservada a los mejores.
La idea de que todos los hombres
pudiesen ser gratificados con ella sin diferenciación y por el solo
hecho de existir, les resultaba particularmente chocante. El
cristianismo sostenía, por el contrario, que todo el mundo nacía con
un alma, lo que equivalía a decir que los hombres nacían iguales
ante Dios.
Por otra parte, en su rechazo del mundo, el cristianismo se
presentaba como heredero de una vieja tradición bíblica de odio a
los poderosos, de exaltación sistemática de los "humildes y los
pobres", cuyo triunfo y desquite sobre las civilizaciones "inicuas y
orgullosas" habían anunciado los profetas y los salmistas.
En el
Libro de Enoc, muy divulgado en el
siglo I en los medios cristianos (se le cita en las epístolas de
Judas 15:4, y de Bernabé XV), se lee:
"El Hijo del hombre hará levantar a
los reyes y los poderosos de sus lechos y a los fuertes de sus
sitiales; quebrará su fuerza... Derribará a los reyes de sus
tronos y de su poder. Hará volver la cara a los fuertes, y los
cubrirá de vergüenza".
(Enoc 46:4-6)
Jeremías se complace en imaginar a las
futuras víctimas en forma de animales de matadero:
"Sepáralos, ¡oh Yahvé!, como ovejas
para el matadero y resérvalos para el día de la matanza".
(Jer. 12:3)
A las mujeres de los poderosos, a las
que llama "vacas de Basán" (Amós 4:1), Amós les predice:
"Yahvé ha jurado por su santidad:
Vendrán días sobre vosotras en que os levantarán con anzuelos, y
a vuestra descendencia con arpones de pesca".
(4:2)
Los salmos esbozan el principio de la
lucha de clases, y el mismo espíritu inspirará,
"a los primeros grupos de cristianos
y más tarde a las órdenes monásticas".
(A. Causse, op. cit.).
"En el fondo, no hay en los Salmos
más que un solo tema - dice Isidore Loeb - que es la lucha del
pobre contra el malvado, y su triunfo final gracias a la
protección de Dios, que ama al uno y detesta al otro".
(Littérature des Pauvres dans la
Bible)
El pobre es necesariamente víctima de
una injusticia.
Se le llama el Humilde, el Santo, el
Justo, el Piadoso. Es desgraciado, presa de todos los males; está
enfermo, inválido, solo, abandonado, relegado a un valle de
lágrimas, riega su pan con lágrimas, etcétera.
Pero soporta su dolor, lo busca incluso,
porque sabe que tales pruebas son necesarias para su salvación, que
cuanto más humillado sea más triunfará, cuanto más sufra más verá un
día sufrir a otros. En cuanto al malvado, es rico, y su riqueza
siempre es culpable.
Es feliz, construye ciudades,
desempeña funciones sociales preeminentes, manda los ejércitos; pero
en la misma proporción en que domina será un día castigado.
"Tal es el ideal social del
profetismo judío - dice Gérard Walter - una especie de
nivelación general que hará desaparecer toda distinción de clase
y conducirá a la creación de una sociedad uniforme, de la que
estará proscrito todo privilegio, cualquiera que sea.
Este sentimiento igualitario,
llevado a sus últimos límites, va unido al de la animosidad
irreductible contra los ricos y los poderosos, que no serán
admitidos en el futuro reino.
La Humanidad ideal de los tiempos
que se anuncian comprenderá a todos los justos sin distinción de
credo ni nacionalidad".
(Les Origines du Communisme,
1931)
El segundo libro de los Oráculos
Sibilinos pone a la Humanidad regenerada en una nueva Jerusalén
bajo un régimen estrictamente comunista:
"Y la tierra será común a todos, no
habrá ya ni muros ni fronteras. Todos vivirán en común y la
riqueza será inútil. Entonces ya no habrá ni pobres ni ricos, ni
tiranos ni esclavos, ni grandes ni pequeños, ni reyes ni
señores, sino que todos serán iguales".
(Or. Sib. II, 320-326)
Así, se comprende mejor que en un primer
momento el cristianismo les haya parecido a los antiguos una
religión de esclavos y de heimatlos [apátridas], vehículo de
una especie de "contracultura", que sólo logra éxito entre
insatisfechos, desclasados, envidiosos y revolucionarios que esperan
por anticipado:
esclavos, artesanos, bataneros,
cardadores, zapateros, mujeres solas, etc.
Celso describe a las primeras
comunidades cristianas como,
"un amasijo de gentes ignorantes y
mujeres crédula, reclutados entre la hez del pueblo", y sus
adversarios apenas tratan de desengañarlo en este punto.
Lactancio predica la igualdad de
las condiciones sociales:
"No hay equidad allí donde no hay
igualdad".
(Inst. VII, 2)
Bajo Heliogábalo, Calixto, obispo
de Roma, recomienda a los conversos casarse con esclavas.
El propio Calixto, que vivió hacia
155-222, había sido él mismo un esclavo. La Iglesia lo canonizó, así
como a su adversario, el anti-Papa Hipólito, a pesar de que éste lo
había tratado de "anarquista" (anomos).
Ninguna idea es más odiosa para los cristianos que la idea de
Patria:
¿Cómo se puede servir a la vez a la
tierra de los padres y al Padre que está en los cielos?
La salvación no depende del nacimiento,
ni de la pertenencia a la ciudad, ni de la antigüedad del linaje,
sino exclusivamente del respeto a los dogmas. A partir de entonces,
basta con distinguir a los creyentes de los incrédulos, y cualquier
otra frontera debe desaparecer.
Pablo lo subraya con insistencia:
"Ya no hay ni judío ni griego, ni
hombre ni mujer".
Hermas, que gozó en Roma de gran
autoridad, condena a los conversos a un exilio perpetuo:
"Vosotros, los servidores de Dios,
vivís en una tierra extranjera. Vuestra ciudad está muy lejos de
ésta".
(Sim. I, I)
Pero, como escribe Renan,
"el socialismo se hace cargo, cuando
el patriotismo se debilita".
Los antiguos romanos eran conscientes de
esto, y ello explica el tono de sus invectivas.
Celso, patriota preocupado por la
salud del Estado, que presiente el debilitamiento del Imperium y la
disminución del sentimiento cívico que inevitablemente el triunfo
del igualitarismo cristiano podría provocar, comienza su Discurso
Verdadero con estas palabras:
"Una nueva raza de hombres nacidos
ayer, sin patria ni tradiciones antiguas, coligados contra todas
las instituciones religiosas y civiles, perseguidos por la
justicia, generalmente tachados de infamia y que se glorían de
esa común execración: eso son los cristianos. Son facciosos que
pretenden andar por su cuenta y separarse de la sociedad común".
Y Tácito, hablando de los
cristianos, a los que detestaba por sus "abominaciones" (flagitia),
los acusa del crimen de "odio al género humano".
Él escribe:
"Reprimida durante un tiempo - dice
- esta execrable superstición, volvió a desbordarse no sólo en
Judea, cuna de la plaga, sino en la misma Roma, donde cuantos
horrores e infamias existen afluyen de todas partes y encuentran
crédito".
El Imperium es en esta época el
instrumento de una concepción del mundo que se lleva a cabo en forma
de un vasto proyecto.
Gracias a él, la pax romana reina
en un mundo ordenado. Horacio, lleno de admiración, exclama:
"El buey vaga seguro por los campos
que fecundan Ceres y la Abundancia, y los navegantes surcan por
todas partes los mares apacibles".
En Halicarnaso, una inscripción
tripartita en honor de Augusto proclama:
"Las ciudades florecen en medio del
orden, la concordia y la riqueza".
Para los cristianos primitivos el mundo
es impuro, y el Estado pagano es obra de Satán.
El Imperio, supremo símbolo de una
fuerza orgullosa, no es más que una burla arrogante. La armoniosa
sociedad romana entera es declarada culpable, pues su resistencia a
las exigencias de Yahvé, sus tradiciones, su modo de vida, son otras
tantas ofensas a las leyes del socialismo celestial. Y como
culpable, debe ser castigada; es decir, destruida.
De la literatura cristiana de los dos primeros siglos exhala, como
una larga queja, toda una serie de anatemas.
En su febril impaciencia, los apóstoles
predican,
el "tiempo de la venganza", los
"días de castigo", donde "se cumplirá lo que ha sido escrito".
(Lucas 21:22)
Anuncian, como lo harán tras ellos los
primeros padres de la Iglesia, la inminencia de la revancha, de la
"gran noche", donde todo quedará trastornado.
La epístola de Santiago, un verdadero
panfleto, contiene una llamada a la lucha de clases:
"¡Vamos ahora, ricos! Llorad y
aullad por las miserias que os vendrán. Vuestras riquezas están
podridas y vuestras ropas están comidas por la polilla".
(5:1-2)
Santiago, que ha leído el Libro de Enoc,
anuncia terribles torturas a ricos y paganos. Imagina el juicio
final como un "día de masacre",
"una especie de inmenso matadero al
que serán arrastradas por millares las personas acomodadas, bien
gordas, bien alimentadas, en posesión de todas sus riquezas, y
se regocija al saborear la perspectiva de verlos a todos
regurgitar y alimentar con su grasa la formidable carnicería que
entrevé en sus sueños".
(Gérard Walter, op. cit.)
Sobre todo, acusa a los ricos de
deicidio:
"Condenasteis y matasteis al Justo".
(5:6)
Esta tesis, que hace de Jesús la
víctima, no de un pueblo sino de una clase, no tardará en hacerse
popular.
Tertuliano escribe:
"Los tiempos están maduros para el
final de Roma entre las llamas. Ella va a recibir el salario que
sus obras han merecido".
(De la Oración, 5)
El Libro de Daniel, escrito entre 167 y
165 a.C., y el Apocalipsis de Juan, son las dos fuentes principales
donde se alimenta este santo furor.
Hipólito (hacia 170-235), en su
Comentario sobre Daniel, sitúa el fin de Roma hacia el año 500 y lo
atribuye al auge de las democracias:
"Los dedos de los pies de la estatua
del sueño de Nabucodonosor representan las democracias que se
avecinan, y que se separarán unas de otras como los diez dedos
de la estatua, en los que el hierro estará mezclado con
arcilla".
Hacia 407, Jerónimo, en otro
Comentario sobre Daniel, define el fin del mundo como,
"el tiempo en que el reino de los
romanos deberá ser destruido".
Otros autores repiten tales profecías:
Eusebio, Apolinar, Metodio de Olimpo... Contra Roma, la "ciudad
maldita", la "nueva Babilonia", la "gran ramera", los ardores
revolucionarios no conocen límites. La urbe es el último avatar de
Leviatán y Behemot.
En todos estos apocalipsis, estos misterios sibilinos y profecías de
doble sentido, en toda esta inquietud, esta hipersensibilidad frente
a los "símbolos" y los "signos", en toda esta literatura salmódica,
encontramos más maldiciones que las que habrían hecho falta para
calentar los espíritus, sacudir las imaginaciones e incluso armar
manos todavía indecisas.
Esto explica las acusaciones que, en el
año 64, siguen al incendio de Roma.
El Deuteronomio mandaba a los siervos de Dios degollar a las
poblaciones incrédulas e incendiar sus ciudades en honor de Yahvé, y
Jesús había repetido la imagen:
"El que en mí no permanece, será
echado fuera como sarmiento que se seca, y lo recogen y lo echan
al fuego y arde".
(Juan XV, 6)
Y, en efecto, desde Roma hasta las
hogueras de la Inquisición, es mucho lo que va a arder.
La sagrada piromanía se ejercitará sin
descanso.
"Esta idea (de que el mundo de los
impíos será destruido por el fuego) - dice Bouché-Leclercq - la
habían recibido los cristianos de los videntes judíos, de
aquellos profetas y sibilistas que invocaban tan pronto al rayo
como a la tea, al hierro como al fuego, sobre las ciudades y los
pueblos enemigos de Israel.
Jamás la imaginación ha quemado
tanto como en las profecías de Isaías y de Ezequiel, la más rica
colección de anatemas que haya dado nunca la literatura
religiosa".
"En esta opinión de un incendio
general - añade Gibbon - la fe de los cristianos venía a
coincidir con la tradición oriental (...) El cristiano, que
basaba su creencia no tanto en los falaces argumentos de la
razón como en la autoridad de la tradición y en la
interpretación de la Escritura, esperaba con terror y confianza
el acontecimiento, estaba seguro de su inminencia ineluctable.
Y como esta idea solemne ocupaba
permanentemente su espíritu, consideraba cuantos desastres
sobrevenían en el Imperio como otros tantos síntomas infalibles
de la agonía del mundo".
Esta certidumbre, de que era necesario
que el Imperio se derrumbase para que llegase el Reino, explica los
encontrados sentimientos de los primeros cristianos frente a los
bárbaros.
Es indudable que, en un primer momento,
se sintieron tan amenazados como los romanos. Ambrosio, obispo de
Milán, distingue entre los "enemigos exteriores" (hostes extranei) y
lo interiores (hostes domestici). Para él, era a los godos a quien
Ezequiel se refería al hablar del pueblo de Magog. Pero, en una
segunda etapa, esos mismos bárbaros, que no tardarían en ser
evangelizados, aparecieron como auxiliares de la justicia divina.
Los cristianos no podían en efecto considerar que su suerte
estuviese ligada a la de una "Babilonia de impudicia".
Por eso, el Carmen de Providentia
o los Commonitorium Orientii apenas se interesan por los
"enemigos interiores".
En el siglo III, en su Carmen
Apologeticum, un autor cristiano, Comodiano, habla de los
germanos (más precisamente de los godos) como "ejecutores de los
designios de Dios".
En el siglo siguiente, Orosio
afirma a su vez que las invasiones de los bárbaros son "juicios de
Dios" que sobrevienen "en castigo de las culpas de los romanos" (poenaliter
accidisse). Es el equivalente de las "plagas" de las que se había
servido Moisés para culpar al faraón.
El 24 de Agosto del año 410, Alarico, rey de los visigodos,
tras asediar Roma durante varias semanas, penetra de noche en la
ciudad por la porta Salaria.
Es una patricia conversa, Proba Faltonia,
de la familia de los Anicios, la que envia a sus esclavos a ocupar
la puerta y la entrega al enemigo. Los visigodos son cristianos, y
la solidaridad espiritual e ideológica ha jugado a favor de ellos.
Los Anicios, de los que Amiano Marcelino (XVI, 8) dice que tenían la
reputación de ser insaciables, eran conocidos como fanáticos del
partido católico.
El saqueo de Roma que siguió fue
descrito por los autores cristianos bajo las apariencias más
amables.
Se alabó la "clemencia" de Alarico.
"¿Es que los vencidos eran
culpables?", debió preguntar Georges Sorel.
Del jefe visigodo, dice Agustín que fue
el enviado de Dios y el vengador del cristianismo.
Orosio cuenta que sólo murió un senador,
y además por su culpa ("no se había dado a conocer"); que a los
cristianos les bastaba hacer el signo de la cruz para ser
respetados, etcétera.
"Tan atrevidas mentiras - observa
Augustin Thierry - fueron admitidas más tarde como hechos
indiscutibles" (Alaric).
Hacia el año 442, es Quodvulteus, obispo
de Cartago, quien pretende que los estragos de los vándalos son pura
justicia.
En uno de sus sermones, se esfuerza por
consolar a un fiel que se ha quejado de las devastaciones:
"Sí, me dices que el bárbaro te lo
ha quitado todo... Veo, comprendo, medito: a ti, que vivías en
el mar, un pez más grande te ha devorado. Espera un poco: vendrá
un pez aún mayor que devorará al que devora, despojará al que
despoja, tomará al que toma (...) Esta plaga que hoy padecemos
no durará siempre: en verdad, está en manos del Todopoderoso".
Por último, a fines del siglo V,
Salviano de Marsella afirma que,
"los romanos han sufrido sus penas
por el justo juicio de Dios".
En el siglo II, la Ciudad se había visto
invadida por cultos extranjeros. Se había levantado en la colina
Palatina un templo a la Gran Madre, en el que oficiaban fanatici.
El contagio moral hizo el resto.
"Por la brecha abierta en la barrera
que cierra el horizonte de la vida terrestre iban a penetrar
toda clase de quimeras y supersticiones, salidas del inagotable
depósito de la imaginación oriental".
(Bouché-Leclercq)
Fueron las baccanalia, los ritos de los
misterios, el culto isiaco, el de Mitra, y por último el
cristianismo.
Sobre las tumbas se leía cada vez con
mayor frecuencia la mención:
"El último de su familia".
La estirpe de Pompeyo había desaparecido
en el siglo II, como la de Augusto y la de Mecenas.
Roma no estaba ya en Roma; en el Tíber
desembocaban todos los ríos de Oriente. Fue sólo mucho más tarde, en
el Renacimiento, observará Petrarca (1304-1374) que la "época negra"
(tenebrae) de la historia romana había coincidido con la era de
Teodosio y de Constantino.
Mientras que en el Norte de Europa, a
comienzos del siglo XVI, Erasmo (hacia 1469-1536) afirmaba, aunque
él se decía "miliciano de Cristo", que los verdaderos bárbaros de
los tiempos antiguos, los "verdaderos godos", habían sido los monjes
y escoliastas de la Edad Media.
En su ensayo sobre El Fin del Mundo Antiguo, Santo
Mazzarino recuerda con toda justicia que, hasta época reciente,
la cultura del Bajo Imperio siempre,
"ha parecido cualitativamente
inferior a la de las épocas de las grandes civilizaciones que la
han precedido".
Pero hoy, dice, ya no ocurre igual:
"Todas las voces del mundo romano
'decadente', entre los siglos III y VI, se nos han hecho
accesibles".
A la inversa,
"del decadentismo, del expresionismo
y otras categorías modernas de la crítica literaria o artística
podemos decir finalmente que son otros tantos caminos para
conocer el mundo del Bajo Imperio (...) El parentesco entre
nuestra época y ese mundo es un hecho en el que todos pueden
estar de acuerdo".
Y pregunta por último:
"Esta revaloración de la poesía y el
arte del Bajo Imperio, ¿hasta qué punto podemos extenderla a las
manifestaciones de orden social y político?".
Curiosamente, Mazzarino, según el cual
vivimos probablemente en el mejor de los mundos posibles, extrae de
esta observación la conclusión de que la idea de decadencia es pura
ilusión.
En ningún momento llega a pensar que, si
el Bajo Imperio parece hoy más digno de aprecio a nuestros
contemporáneos, es porque encuentran en él estigmas que les son
familiares, porque el período actual refleja como ningún otro la
imagen de las tenebrae de que hablaba Erasmo, y es esta
semejanza la que nos ha puesto en condiciones de apreciar lo que las
generaciones anteriores, de mejor salud, no podían ver.
La presente obra [el libro de Louis Rougier, del cual este
artículo constituye el prefacio], que desarrolla extensamente las
cuestiones que hemos evocado aquí, no tiene sólo un interés
histórico.
El parentesco de circunstancias hace que
sea extremadamente actual, ya que, como Louis Rougier mismo ha
observado,
"la ideología revolucionaria, el
socialismo, la dictadura del proletariado, se derivan del
pauperismo de los profetas de Israel.
En la crítica de los abusos del
Antiguo Régimen hecha por los oradores de la Revolución, en el
proceso al régimen capitalista por los comunistas de nuestros
días, resuena el eco de las furibundas diatribas de Amós y Oseas
contra los poderes de este mundo en el que la insolencia del
rico oprime al justo y desuella al pobre, como resuenan también
los amargos vituperios de la literatura apocalíptica judía y
cristiana contra la Roma imperial".
(Celse)
A un Celso no le sería difícil
identificar todavía hoy a,
"una nueva raza de hombres, nacidos
ayer, sin patria ni tradiciones... unidos contra todas las
instituciones... perseguidos por la justicia... facciosos que
pretenden vivir a su modo... y se glorían de la común
execración".
En el mundo occidental, en el seno de
los países desarrollados, unos nuevos fanatici, hirsutos, barbudos,
que viven "en comunidad", verdaderos apátridas, hostiles a toda
estructura ordenada, a toda ciencia, a toda jerarquía, a toda
frontera, a toda selección, se separan del mundo y denuncian la
"Babilonia" de los tiempos modernos.
Al igual que las primeras comunidades
cristianas proclamaban la abolición de todas las categorías
naturales en beneficio exclusivo de la ecclesia de los
creyentes, hoy se extiende un neo-cristianismo que anuncia el
inminente advenimiento de una nueva Parusía, de un mundo igualitario
unificado por la superación de las "viejas querellas", la
socialización del Amor y la huída hacia adelante hacia lo demoniaco
de lo "social".
El 30 de Diciembre de 1973, el hermano
Roger Schutz, prior de Taizé, declaraba:
"Por encima de todo, tiene que haber
Amor, porque el Amor es quien nos da unidad".
El cristianismo antiguo rechazaba el
mundo.
La Iglesia de la época clásica
distinguía el orden de lo alto del de aquí abajo. El
neo-cristianismo, trasladando audazmente sus esperanzas seculares
del cielo a la Tierra, sustituyendo el más-allá con el más-acá,
laiciza su teodicea [explicación del papel divino en la Historia].
Ya no celebra las nupcias solemnes de
los conversos con el Esposo místico, sino los desposorios de
Cristo con la Humanidad por intercesión del Espíritu universal
del socialismo.
También rechaza el mundo, pero sólo el
mundo actual, afirmando que puede ser "cambiado", que otro mundo
debe sucederle y que el proletariado, el nuevo Mesías, puede,
mediante su esclarecida intervención, realizar aquí abajo el viejo
sueño de los profetas de la Biblia:
detener la Historia y hacer que
desaparezcan injusticias, desigualdades y tensiones:
"Hoy más que nunca, el espíritu
griego, convertido en espíritu científico, y el espíritu
mesiánico, transformado en espíritu revolucionario, se
oponen de modo irreductible. La existencia de unos sectarios
y fríos fanáticos a quienes la participación subjetiva en un
cuerpo de verdades reveladas, en una gnosis, da, a sus
propios ojos, derechos sobre todo y sobre todos, derecho a
hacerlo todo y permitírselo todo, persiste en plantear una
cuestión de vida o muerte a una sociedad que está al borde,
no ya de la guerra de religión, sino de una forma cercana a
esa plaga histórica: la guerra de civilización".
(Jules Monnerot, Sociologie
de la Révolution, 1969)
Ciertos críticos repiten contra la
civilización europea las palabras de Orosio y Tertuliano contra
Roma:
los reveses que hoy ella sufre son
en castigo por sus culpas pasadas.
Ella está pagando por su "orgullo", su
riqueza, su poder, sus conquistas.
Los bárbaros que van a saquearla la
harán expiar los sufrimientos del Tercer Mundo, las ambiciones
impotentes de la plebe y la humillación de los mal dotados. Sobre
sus ruinas se edificará la Jerusalén de los nuevos tiempos.
Entonces veremos desaparecer,
"el velo que oculta a todos los
pueblos, la manta que cubre a todas las naciones".
(Isaías 25:7)
Volvemos a tropezarnos con la misma
interpretación moralizante de la Historia. Pero ni la Historia ni el
mundo son gobernados por una moral. El mundo es mudo: gravita en
silencio.
En su ensayo sobre La Cuestión Judía, afirmaba Marx
que sólo el comunismo podría,
"realizar de manera profana el fondo
humano del cristianismo", señalando así, en una frase, las
"insuficiencias revolucionarias" de la doctrina cristiana
("religión de esclavos, pero no revolución de los esclavos") y
las afinidades entre ambos sistemas proféticos, el espiritual y
el terrestre.
Roger Garaudy explicita este
propósito recordando que el cristianismo fue,
"un elemento disgregador del poder
romano".
Y añade:
"La hostilidad al culto imperial, la
negativa a participar en él y, más aún, la prohibición entre los
cristianos de servir militarmente al Imperio en una época en que
el reclutamiento se hacía cada vez más difícil y en que el
número de cristianos aumentaba de día en día, prohibición que
subsistió hasta el siglo IV, tenía un claro significado
revolucionario.
Por lo demás, hay en el personaje de
Cristo, magnificado por la imaginación colectiva de los
primeros cristianos, y heredero de numerosos mesías semejantes
al 'Maestro de Justicia' esenio, un innegable aspecto
revolucionario".
(Marxisme du XXe siecle, 1966)
Engels, que recuerda que,
"como todos los grandes movimientos
revolucionarios, el cristianismo fue obra de las masas
populares", notó también el parentesco entre ambas doctrinas:
-
la misma certidumbre
mesiánica
-
la misma esperanza
escatológica
-
la misma concepción de la
verdad (bien percibida por P. Tillich), etcétera.
En el cristianismo primitivo, él ve,
"una fase totalmente nueva de la
evolución religiosa, llamada a convertirse en uno de los
elementos más revolucionarios de la historia del espíritu
humano".
(Contribution a l'Histoire du
Christianisme Primitif)
Y es que a sus ojos, el cristianismo es
el non plus ultra de la religión.
En efecto, éste ha "cumplido" (en el
sentido de la Aufhebung) todas las religiones que lo precedieron.
Convertido en la "primera religión universal posible" (Engels, Bruno
Bauer y el Cristianismo Primitivo), es también, por la fuerza de las
cosas, la última: todo término marca una cesura, que implica otro
comienzo. Tras el cristianismo, suponiendo que haya un "después", no
puede venir ya otra cosa que su contradicción.
Joseph de Maistre ha dicho:
"El Evangelio fuera de la Iglesia es
un veneno",
...y el sacerdote Daniélou:
"Si separamos el Evangelio de la
Iglesia, se vuelve loco".
Estas palabras cobran todo su sentido
hoy, en momentos en que la Iglesia, nuevo catoblepas, [1]
intenta abolir su propia historia para encontrar sus orígenes.
A lo largo de dos milenios se habían
puesto en marcha en el seno de la Iglesia unas estructuras de orden
que, a la vez que se permitía que ellas se adaptaran a la mentalidad
europea, permitían poner en forma, razonar, el peligroso mensaje
evangélico.
El "veneno" estaba suavizado, y los
fieles estaban mitridatizados. [2]
Hoy, el neo-cristianismo quiere poner
esos dos milenios entre paréntesis, para volver a las fuentes de una
religión verdaderamente universal y dar mayor impacto a su mensaje.
Si es cierto que estamos viviendo el "fin" de la Iglesia (no,
ciertamente, el del Evangelio), ese fin adopta la forma de un
regreso a un comienzo.
El Evangelio (la pastoral) se separa
cada vez más de
la Iglesia (la dogmática). Pero ese
fenómenos es una pura repetición: tiende a restituir a los católicos
las condiciones "revolucionarias" en y por las cuales fue creado el
cristianismo primitivo.
De ahí el interés capital de la obra del
señor Rougier, que, al mostrarnos lo que ocurrió, describe al mismo
tiempo lo que nos espera.
Notas
1. Animal del que habla Plinio el
Viejo, de aspecto tardo y estúpido, con un largo cuello y que
arrastra su cabeza. Símbolo literario de la estupidez humana (NdelE).
2. Mitridatismo es la práctica de la protección de uno mismo
contra un veneno auto-administrándose poco a poco cantidades de
veneno no letales. La palabra deriva de Mitrídates VI, rey de
Ponto, quien, al temer ser envenenado, ingiere con regularidad
pequeñas dosis, con el objetivo de desarrollar inmunidad.
Después de haber sido derrotado por Pompeyo, la leyenda dice que
Mitrídates trató de cometer suicidio utilizando un veneno, pero
a causa de su inmunidad tuvo que recurrir a un mercenario para
hacerse atravesar con su espada (NdelE).
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