Hijos:
van a ser difíciles los tiempos que vienen, en el mundo que
les tocará vivir.
No
se crean el cuento de que la tecnología lo solucionará todo,
que la vida del hombre del futuro será mucho mejor que la
del pasado.
Lamentablemente vienen tiempos muy duros.
Ustedes saben que siempre les he tratado de transmitir
esperanza, que no creo se pueda tener hijos o educar sin
ella.
Pero mi esperanza no está puesta afuera, en los grandes
adelantos técnicos.
Me
temo que muchos de esos adelantos - algunos notables, es
verdad - puedan ser manipulados por fuerzas
destructivas o alienantes, como siempre ha sucedido en la
historia.
Y
por eso deposito mi esperanza en otra dimensión:
en la interioridad, en esa
palabra tan despreciada hoy, por "vaga": la palabra
"espíritu".
Si
algo salvará al hombre y a la humanidad será,
Hubo un ruso que ustedes todavía no conocen, un hombre del
siglo XIX,
Fédor Dostoievski, que dijo
que el corazón del hombre es el verdadero campo de batalla
entre el bien y el mal.
Ahí se juega todo.
Él
fue el profeta de todos los horrores que devastarían el
siglo siguiente, el de nuestros abuelos.
Muy pocos le creyeron...
Muchas veces se reconoce a los profetas porque no son
escuchados: hoy día - y tal vez con razón - desconfiamos de
ellos, porque es fácil confundir a los falsos con los
verdaderos.
Nos falta un Dostoievski
del siglo XXI.
Puede que ya haya nacido y
sea un muchacho de algún país periférico, como el
nuestro.
¿Llegarán a tiempo sus palabras, sus visiones?
Porque el desierto avanza, hijos, y a una velocidad
impresionante.
Yo sé que ustedes están preocupados del "cambio
climático".
Tal vez sean ustedes y sus hijos de los últimos que puedan
conocer y disfrutar la Tierra tal como la conocemos y amamos
hoy:
con sus primaveras,
inviernos, veranos y otoños estables, claros,
distintos...
Tal vez ustedes sean los últimos en escuchar los cantos
primaverales de los zorzales en nuestros jardines.
Deténganse a oírlos y no los olviden jamás, graben los
sonidos, los colores, las maravillas y milagros de la Tierra
en su alma.
Necesitarán volver a ellos en tiempos de sequía.
Ustedes mismos todos los días me obligan a reciclar los
papeles, separarlos de los plásticos, me hacen tomar
conciencia de los pequeños gestos para cuidar este frágil
planeta.
Pero, hijos, maestros míos en muchos sentidos, eso no basta.
Porque esa desertificación es el resultado de otra, más
profunda e invisible:
la desertificación
interior.
No
sacamos nada con separar la basura reciclable del plástico y
materiales tóxicos si no lo hacemos también adentro de
nosotros mismos.
La desertificación interior crece,
-
cuando perdemos la
capacidad de asombro
-
cuando no nos maravillamos
ante una nube que pasa
-
cuando nos olvidamos de
abrazar un árbol
-
cuando creemos que todo se
puede comprar y vender
-
cuando a todos le ponemos
precio,
...y
el reino de la cantidad es más importante que el reino de la
gratuidad.
¿Gratuidad?
Sí, lo más esencial, lo
que nos puede salvar como especie es gratis, es un don,
un regalo.
Todavía no le han puesto precio a las estrellas ni al aire…
todavía no se venden en el mercado los abrazos que nos damos
antes de dormirnos o al despertar.
Pero miren alrededor, el hombre ya está haciéndose esclavo
de sus propios inventos, y lo peor de todo:
cree que es más libre que
nunca...
En
suma, hijos, hay dos desiertos que avanzan: el de afuera y
el de adentro.
Pero el de adentro es el que más me preocupa, porque es muy
fácil no verlo. Sobre todo hoy día, en que pareciera que lo
tenemos todo...
¿Qué pasaría si les dijera que estamos más indigentes que
nunca?
¿Me dirían:
"estás loco, papá"?
Tal vez estoy loco…
Pero quisiera terminar esta carta con esperanza.
Los acabo de mirar mientras duermen…
¡Y en sus rostros puros
acabo de reencontrar la esperanza… sí, ahí está, intacta
aún!…
Más que en estas torpes palabras, en estas divagaciones de
un padre en la noche…