CAPÍTULO V
-
DALAMACHIA
Al despertar, los ojos de Sinuhé quedaron prendidos en aquel sol.
Jamás había visto algo igual. Su contemplación resultaba
singularmente agradable. En lugar de dañar la vista, aquel
majestuoso disco negro situado prácticamente en el cenit-permitía
una dilatada observación. Sus rayos, igualmente negros, se
derramaban por todo el firmamento. Sin embargo, a una considerable
distancia del suelo, la oscura luminosidad procedente del extraño
sol parecía desaparecer o detenerse o transformarse. No hubiera
podido precisar a qué altura se registraba dicho fenómeno, pero el
caso era que, a partir de dicho punto, la negra radiación solar
cambiaba o se extinguía, dando paso o siendo sustituida por una
claridad amarillenta. Sus propias ropas, sus manos, todo se hallaba
teñido por.aquella luz alimonada. Y fue en ese instante, al
contemplar su cuerpo, cuando advirtió que se encontraba tendido
sobre una arena igualmente amarilla. Al palparla, identificó el
lugar con un desierto o, quizá, con alguna playa. Y cuando se
disponía a incorporarse, una mano acarició sus cabellos, al tiempo
que una voz muy familiar se propagaba clara y dulcemente en el
interior de su cabeza.
• Ya vuelve en sí.
Al sentarse sobre la arena, descubrió a su espalda a Nietihw.
Permanecía de rodillas, sonriente y con la diadema de letras ciñendo
su frente y cabellos. Pero algo había cambiado en su compañera...
Bajo la túnica -que había trocado su azul por el amarillo que
parecía llenarlo todo-, Sinuhé observó con perplejidad un cuerpo
«vacío» y transparente. En lugar de las vísceras y órganos internos
normales en todo ser humano, la mujer presentaba una compleja red de
delgados vasos, igualmente transparentes, por los que circulaban
millares de diminutas burbujas de todos los colores. Estos tubos, a
la manera de arterias, venas y capilares, partían del centro del
tórax, repartiéndose y ramificándose por la totalidad del organismo
de Nietihw.
Sinuhé cerró los ojos.
• ¡Dios mío! ¿Es que estoy soñando? Aquel pensamiento tuvo una
fulminante respuesta. La voz de su amiga volvió a sonar en el fondo
de su cerebro:
• No, Sinuhé... No se trata de un sueño.
Era la primera vez que su compañera le llamaba por su nombre
secreto. Y Sinuhé abrió los ojos, desconcertado.
Nietihw, sin abandonar su cálida sonrisa, señaló su cuerpo,
transparente como el cristal y aparentemente vacío, añadiendo:
• No te alarmes. La misión que nos ha sido encomendada requiere que
mi anterior y denso cuerpo físico sufra una variación temporal...
Esto que ves -apuntó Nietihw hacia el interior y el centro de su
pecho- no es otra cosa que un circuito vital por el que circulan
antídotos complementarlos de las corrientes de Vida del sistema al
que pertenecemos...
Aproximó su rostro al punto señalado por Nietihw y descubrió –en el
lugar que lógicamente debería haber ocupado el corazón-los tres
conocidos círculos concéntricos -emblema de Micael- y.de los que,
precisamente, arrancaban los vasos más gruesos de aquel fascinante
circuito vital.
• ...No es igual -prosiguió la mujer sin despegar sus labios-, pero
guarda una cierta semejanza con los cuerpos moronciales o de los
resucitados y de los que tú, precisamente, ya me habías hablado. La
sustancia moroncial es mucho más sutil que ésta, aunque la
estructura de dichos cuerpos resulta idéntica a la que aquí ves: los
aparatos circulatorio, digestivo y respiratorio (como puedes
observar) no existen en los cuerpos moronciales. No se necesitan
después de la muerte física. En su lugar, los ángeles resucitadores
proporcionan a los humanos evolucionarios estos cuerpos temporales,
alimentados de una vida, que puede ser eterna, merced a estos
circuitos vitales.
Maravillado, Sinuhé siguió el continuo y lento circular de los
millares de diminutas burbujas coloreadas, que eran expulsadas sin
cesar desde los tres conductos concéntricos, repartiéndose a través
de cientos -quizá miles- de aquellos milimétricos vasos, de una
transparencia sin igual. Pero, de pronto, el reportero retrocedió
asustado. Examinó sus ropas y cuerpo y, al comprobar que su
organismo conservaba la estructura de siempre, no pudo evitar un
pensamiento que le llenó de espanto.
• Entonces, ¿has muerto?...
Nietihw recibió la amarga duda de su amigo con una comprensiva y más
amplia sonrisa.
• No, Sinuhé... Sencillamente, y sólo mientras dure nuestra misión,
el poder de Ra ha fortalecido mi espíritu, variando mi esencia
corporal.
• ¿Por qué? -preguntó nuestro hombre, que no acertaba a entender lo
que estaba sucediendo. Y antes de que Nietihw llegara a responder,
formuló una segunda pregunta-: ¿Y por qué mi cuerpo no ha sufrido
transformación alguna?
Las lógicas preguntas de Sinuhé iban a quedar en el aire.
Porque, súbitamente, la luz amarillenta que lo inundaba todo
desapareció... Fue un cambio brusco. La atmósfera tenue y alimonada
que les envolvía fue invadida por otra coloración verde, tan sutil
como.la anterior. Y los cuerpos, vestimentas y la arena de aquel
paraje quedaron impregnados de un tinte esmeralda.
Sinuhé levantó los ojos hacia el sol negro, comprobando cómo las
profundidades de aquel firmamento desconocido seguían teñidas de
tinieblas. Por debajo, sin embargo, la radiación –ahora
verdosa-mantenía su increíble forma de paraguas lumínico. Fue en
esos instantes, al incorporarse, cuando divisó el mar. Consternado,
giró sobre sus talones, oteando el horizonte que se levantaba frente
a aquel océano igualmente verde y dormido, A lo lejos, a través de
la esmeralda transparencia del ambiente, apuntaban algunos montes y
macizos boscosos, todo ello sumido bajo la misma coloración. Sinuhé
concentró su atención en la playa, escudriñando sus límites. Uno de
ellos se perdía en la lejanía. El otro, en cambio, y a escasa
distancia de donde se encontraban, aparecía cortado por la abrupta
invasión del roquedo en el mar.
• ¿Dónde estamos?
En esta ocasión, Nietihw permaneció en silencio. Ambos, aunque de
forma incompleta y confusa, recordaban su experiencia en el claro
del bosque. Pero, ¿cómo habían llegado hasta allí? ¿Qué extraño
mundo era aquél?
Y el investigador repitió la pregunta que formulase minutos antes
del incomprensible cambio de luz:
• ¿Por qué mi cuerpo no ha sufrido variación alguna?
Nietihw tomó entre las suyas las manos de Sinuhé, replicando:
• No puedo explicarte por qué, pero el poder de las tinieblas sólo
me busca a mí... Tú, además, tienes a Ra.
• ¿Ra? ¿Dónde está...?
Giró la cabeza, buscando la casi olvidada silueta de su redondo
amigo. Pero el disco no dio señales de vida. En un movimiento
reflejo, dirigió la mirada hacia su dedo anular derecho. Sin
embargo, allí tampoco estaba su enlace...
Inquieto y confuso, consultó su reloj.
• ¡Oh, Dios!
Los dígitos se hallaban inmóviles, señalando las 13 horas y 51
minutos. Justamente el momento del inicio de la luna nueva y de la
aparición de aquella misteriosa niebla en el bosque de la.aldea.
Pulsó nerviosamente los mandos del reloj, pero éste se negó a
obedecer.
• ¡Se ha parado! -exclamó resignado.
Nietihw se limitó a sonreír. Y tomándole de la mano. le invitó a
caminar hacia la orilla. El miembro de la Orden de la Sabiduría, sin
poder reprimir su inquietud, volvió el rostro en varias ocasiones,
tratando de localizar a Ra. Y fue en una de esas infructuosas
observaciones cuando se percató de otro detalle que le inmovilizó
sobre la delicada arena. Nietihw, extrañada, le interrogó con la
mirada. Y Sinuhé, sin poder articular palabra, o quizá habría que
decir pensamiento alguno, señaló sus huellas.
Al fin, apenas repuesto de su sorpresa, acertó a decir:
• ¡Fijate!... Sólo quedan mis pisadas. ¿Y las tuyas?
Efectivamente, aunque los pies de Nietihw se hundían en la arena, a
diferencia de los de Sinuhé, aquéllos no dejaban huellas.
• Tranquilízate -musitó su compañera-, ya te he dicho que mi cuerpo
ha cambiado. Y aún podrás contemplar otras maravillas..., por la
gracia y el poder de los servidores de Micael. Nietihw retrocedió un
par de pasos. Cerró los ojos y, cruzando sus manos sobre los tres
circuitos concéntricos de su pecho, exclamó:
• ¡Waw..., emblema del agua!: muéstranos el camino.
Al instante, ante los atónitos ojos del investigador, una de las
letras que componía la diadema de Nietihw -la Wintensificó
su brillo esmeralda, formándose a su alrededor una pulsante aureola.
Y, lentamente, la última letra de NIETIHW fue separándose de la
frente de la hija de la raza azul. Sinuhé, temeroso, se echó atrás.
Evidentemente, su antigua amiga no era la que él había conocido en
la Casa Azul. A su prodigioso cuerpo de cristal había que añadir un
conocimiento que, en un primer momento, le desbordó.
• ¡No temas! -repuso Nietihw-. Waw es parte de mí misma.
Sus ojos, sin asomo de desconfianza, seguían las evoluciones de la
letra, que había empezado a elevarse silenciosa y majestuosamente.
La W, envuelta en aquella especie de bruma verde-brillante, se
detuvo a unos diez o quince metros sobre la orilla del mar.
E.instantáneamente invirtió su posición, convirtiéndose así en una
M. Y sus dos brazos exteriores -siempre arropados por sendos halos
luminosos-se prolongaron hasta hundirse en el manso y silencioso
oleaje. Sinuhé cayó entonces en la cuenta de otro hecho en el que no
había reparado: las olas, que rompían incesantemente sobre la arena,
no hacían el menor ruido. Pero, absorto en la contemplación de la
ahora gigantesca M, olvidó pronto la insólita circunstancia de aquel
océano mudo. De pronto, el agua -tersa y en reposo hasta
entonces-empezó a borbotear frente a los luminiscentes y largos
brazos de aquella letra mágica.
El mar, bajo el influjo de aquella M o W invertida, siguió
burbujeando, como si un horno oculto y gigantesco hiciera hervir sus
aguas. El borboteo fue haciéndose más y más intenso y, de improviso,
entre las verdes pompas gaseosas se destacó un bulto.
El soror, al intuir la naturaleza de aquel ser, hizo ademán de
interponerse entre los brazos de la letra y su compañera, en un
intento de protegerla. Pero Nietihw le rogó que no se moviera. Y, en
silencio, caminó hasta situarse bajo la M.
Aquel bulto, informe en un primer momento, había seguido emergiendo
de entre las agitadas aguas. Sinuhé no se equivocaba. Ante sí había
aparecido una descomunal cabeza de serpiente, cubierta de grandes
placas que chorreaban abundantemente. Y a la monstruosa cabeza había
seguido un cuerpo igualmente escamado y grueso como el tronco de un
roble.
El animal, impulsado por una fuerza invisible, continuó ascendiendo
verticalmente, hasta alcanzar la misma altura que la letra. En ese
instante, a corta distancia del verde y tenso ofidio, amaneció entre
el oleaje lo que, presumiblemente debía ser la cola del animal. Ésta
se elevó también, dirigiéndose hacia la cabeza. Al poco, la
totalidad de la serpiente flotaba a escasa altura de las aguas,
adoptando una figura prácticamente circular. Y el mar se
tranquilizó. El hervor se extinguió y sólo el chorrear del inmenso
monstruo alteró brevemente la superficie del océano..La serpiente,
ingrávida como una pompa de jabón, abrió entonces sus terroríficas
fauces, disponiéndose a devorar su propia cola. Pero Nietihw, atenta
bajo los brazos de la M, lanzó un grito:
• ¡Samej!
Sinuhé, espantado, vio cómo la cabeza del reptil giraba en dirección
a su amiga. Y los vidriosos ojos, enormes como lunas, se tiñeron de
sangre.
• ¡Samej! -clamó de nuevo la hija de la raza azul, al tiempo que
levantaba su brazo derecho, señalando la corona que tocaba sus
sienes-, ¡que tu secreto bese mis manos!... ¡Indícanos el camino! Y
Samej, la serpiente, como si hubiera reconocido a Nietihw, cerró sus
amenazadoras fauces. Y el escarlata de sus ojos fue difuminándose.
La hija de la raza azul extendió entonces sus brazos en dirección al
animal, esperando la entrega del secreto solicitado.
Los ojos del reptil despidieron rápidos e intermitentes destellos
blancos y sus mandíbulas se abrieron nuevamente. Y con movimientos
ondulantes fue avanzando hacia la mujer. Su cuerpo, sin tocar en
ningún momento el agua, parecía reptar por un terreno invisible. Al
llegar frente a Nietihw, se detuvo. Durante unos instantes,
interminables para Sinuhé, los fulgurantes ojos del ofidio
permanecieron clavados en el menudo y frágil cuerpo de su amiga. El
investigador, impotente, temió lo peor. Samej arqueó entonces su
reluciente lomo y, muy despacio, hizo descender su cabeza hasta casi
tocar las delicadas y transparentes palmas de las manos. En esos
críticos momentos, Sinuhé echó de menos -¡y de qué forma!-la
poderosa presencia de Ra.
Aquellas fauces, capaces de abarcar un caballo, y armadas de una
triple fila de dientes, largos y curvados como hoces, exhalaban un
continuo chorro de humo, de un verde más opaco que el que teñía su
cuerpo. Las volutas de aquella especie de gas no tardaron en ocultar
las manos de Nietihw. Pero ésta, imperturbable, no se movió.
Instantes después, Samej retiró su cabeza, irguiéndose y cerrando la
descomunal boca. Las palmas de la
mujer seguían envueltas en el impenetrable aliento que, poco a poco,
iba disipándose..El monstruo surgido de
las aguas retornó al punto sobre el que había aparecido, adoptando
de nuevo la figura de gran círculo o rueda. Y cuando el extremo de
su cola tocaba ya la cabeza, Samej separó sus mandíbulas, empezando
a devorarse a sí misma.
En cuestión de segundos, los treinta metros, o más, que alcanzaba el
cuerpo del reptil quedaron engullidos. En ese momento, cuando la
cabeza del ofidio tragaba ya su propio cuello, un segundo chorro de
humo escapó de entre las fauces.
Y Samej -o lo que quedaba de ella- se precipitó sobre el mar,
desapareciendo entre las aguas. En el aire había quedado una
nubecilla verdosa que, empujada por una brisa inexistente, se
dirigió hacia Sinuhé... De momento, el perplejo investigador no se
percató del lento pero constante desplazamiento de la nubecilla
verdosa. Una vez desaparecida la misteriosa criatura, su atención se
había detenido de nuevo en Nietihw. Concretamente, en sus manos. El
humo exhalado por Samej había ido disipándose y sobre las palmas
podía adivinarse ya algo negro y reluciente...
Cuando el verdoso aliento de la serpiente hubo desaparecido, la
mujer protegió el misterioso objeto, encerrándolo entre sus manos.
Acto seguido abandonó su posición bajo los espigados brazos de la M,
regresando al lado de su compañero. Y antes de que éste pudiera
interrogarla sobre cuanto había visto, la letra recuperó su tamaño
inicial. Giró sobre sí misma y, sin prisas, se dirigió hacia la
diadema de la mujer. Limpia y suavemente, la W ocupó su posición,
completando así el nombre cósmico. Nietihw se situó entonces frente
al reportero y, extendiendo sus manos cerradas hacia él, le rogó que
examinara el secreto de Samej. Sinuhé obedeció. Disponiendo las
suyas en forma de cuenco, las situó bajo las de su amiga y esperó.
Cuando Nietihw dejó caer el enigmático objeto entregado por la
serpiente, Sinuhé sintió sobre la piel de sus palmas una superficie
fría y con aristas. Su amiga, comprendiendo la curiosidad que le
consumía, sonrió divertida. Retiró entonces sus manos, dejando al
descubierto una pequeña esfera negra y pulida como la obsidiana,
pero sumamente liviana. Al examinarla, Sinuhé comprobó que, en
realidad, se trataba de.una esfera y un cubo, perfectamente
embutidos el uno en el otro.
• ¿Qué es? -preguntó Sinuhé.
• En su interior se encuentra el secreto de Samej, la que se nutre
de su propia sustancia. Sólo ella y los rebeldes conocen el camino
para descubrir los archivos secretos de IURANCHA. Sinuhé palpó aquel
cuerpo, en busca de algún resorte o ranura que le permitiera
abrirlo. Al principio, presa de un temor casi reverencial, se limitó
a acariciarlo. Pero, por más vueltas que le dio, no acertó a
descubrir el sistema o mecanismo de apertura.
Al cabo de un tiempo, a pesar de sus esfuerzos, tuvo que rendirse.
Interrogó a Nietihw y ésta, por toda respuesta, le formuló una
pregunta:
• Dime, ¿qué puede significar Samej?
Como miembro de la orden de la Sabiduría había sido adiestrado en la
Kábala y, súbitamente, al recordar el nombre de la serpiente, empezó
a comprender.
• Samej, en hebreo, significa besar...
Nietihw, satisfecha, aceptó la aclaración y con un leve movimiento
de sus translúcidos labios le invitó a besar la extraña esfera.
No sin ciertos reparos, Sinuhé accedió. La sujetó entre las puntas
de sus dedos y la aproximó hasta su boca.
Entretanto, la pequeña nube verdosa había terminado por situarse
sobre la pareja.
Los labios tocaron finalmente la impecable y negra superficie del
ojeto... Tras depositar aquel tímido beso sobre la
esfera-cuadrangular arrojada por Samej, Sinuhé, temeroso, se
apresuró a alejarla de su rostro. En los segundos inmediatos, nada
sucedió. Confundido, cruzó su mirada con la de Nietihw. Pero, antes
de que ninguno de los dos llegara a expresarse, los vértices del
cubo o cuadrilátero que se hallaba inmerso en la esfera empezaron a
dilatarse. Sinuhé, sobresaltado, soltó aquel cuerpo, pero, en lugar
de caer a tierra, se mantuvo ingrávido y sometido a bruscas e
intermitentes contracciones. Las aristas del cubo se curvaron y,
ante el asombro del investigador, el.objeto siguió deformándose,
como si estuviera siendo moldeado por un escultor invisible. Pronto
aparecieron dos profundos orficios, y, bajo los mismos –como si se
tratase de una nariz-, un tercer hueco. La esfera, casi
irreconocible, se resquebrajó por su zona inferior, surgiendo al
instante una especie de boca.
A partir de ese momento, tanto Nietihw como su compañero
reconocieron la figura que flotaba a la altura de
sus cabezas: estaban ante una calavera negra. Pero, ¿qué
significaba?
Una vez finalizado el proceso de transformación, la lustrosa y
macabra osamenta abrió su puntiaguda mandíbula inferior y, al
instante, la nubecilla se precipitó como un dardo entre la anárquica
dentadura de la calavera. Y en un abrir y cerrar de ojos, el humo
esmeralda fue absorbido por el cráneo flotante, desapareciendo en su
interior.
La calavera cerró entonces su boca y, con un suave cabeceo, fue
aproximándose al perplejo Sinuhé. Éste retrocedió, al tiempo que
pedía ayuda a su impasible amiga.
• ¡Dios mío!...¡Nietihw!
Pero la descarnada cabeza siguió balanceándose en el aire,
acercándose con aquella permanente y helada sonrisa.
• ¡Quieto, Sinuhé! -clamó al fin la hija de la raza azul-. ¡No
temas!... ¡Extiende tus manos!
La voz de Nietihw no apaciguó el creciente pavor del investigador
pero, al menos, logró que éste se detuviera.
Y temblorosamente presentó sus manos...
La calavera se inmovilizó entonces a escasos centímetros de la cara
de Sinuhé. Y sus tenebrosas y vacías cuencas irradiaron una luz
blanca, idéntica a la que había visto en los ojos de la serpiente. Y
algo, de pronto, apareció en el fondo de aquellos fantasmales ojos.
• Sinuhé, di: ¿qué ves?
La voz de su compañera sonó nítida.
• Dime: ¿qué estás viendo? -repitió en tono imperativo.
Sinuhé, pálido, medio hipnotizado por los focos luminosos que
brotaban de las cuencas, forzó la vista, en un esfuerzo por obedecer
a su amiga.
• Hay..., algo -tartamudeó.
• ¿Qué, Sinuhé? -inquirió Nietihw con impaciencia..-Sí..., veo una
figura. ¡No!, son dos... Parecen iguales...
Cada una se encuentra en un ojo... Pero...
Nietihw le animó para que prosiguiera.
• ¡No es posible! -musitó nuestro hombre-. Esa figura es...
Y antes de que pudiera describirla, los ojos de la calavera se
apagaron. Sin perder el monótono cabeceo, la osamenta retrocedió. Y
situándose por encima de las sudorosas palmas del investigador,
abrió de nuevo sus mandíbulas.
Sinuhé, con la mirada extraviada, parecía ajeno a todo cuanto le
rodeaba. Un súbito y potente chasquido terminaría por devolverle a
la realidad. Sin previo aviso, la calavera había cerrado su
mandíbula inferior, haciendo chocar violentamente sus brillantes y
negras piezas dentarias. Como consecuencia del golpe, un puñado de
dientes saltó por los aires. Y, pausadamente, girando sobre sí
mismos, ingrávidos, fueron a caer sobre las abiertas manos del soror.
Sinuhé, sobresaltado por el entrechocar de la dentadura, a punto
estuvo de olvidar la orden de Nietihw y retirar sus manos. Sin
embargo, las piezas fueron cayendo, una tras otra, sobre las palmas.
Nada más tocar la piel, Sinuhé descubrió maravillado cómo cada uno
de los oscuros dientes se convertía en un número. Primero apareció
un 3. El siguiente se transformó en un 1. A éste le siguió un 4...
Después, otro 1, un 5, un 9, un 2, un 6, hasta que, finalmente, la
última pieza dentaria descendió sobre las manos, cambiando su forma
por otro diminuto 9, tan azabache y reluciente como sus hermanos...
Nietihw y su compañero, extasiados, no se atrevieron a reaccionar.
¿Qué era y qué significaba aquel caótico puñado de números?
La hija de la raza azul, más audaz que Sinuhé, avanzó hacia su
amigo, dispuesta a examinar el montón de números que reposaba entre
sus manos. Pero, cuando estaba a punto de tocarlos, las cuencas,
nariz y boca de la osamenta empezaron a rezumar sendos hilos de
aquel humo verdoso que habían visto introducirse poco antes en su
interior. Y Nietihw se contuvo..Las finas columnas de humo fueron
envolviendo la calavera, hasta que terminaron por ocultarla bajo una
opaca esfera, similar a la nube que había sido arrojada por las
fauces de Samej. Y los expedicionarios, con los ojos fijos en aquel
globo esmeralda, asistieron entonces a otra rápida y mágica
transformación: la etérea esfera experimentó una súbita contracción.
Osciló en el aire y, como si se tratase de una bola de cristal, se
rompió en pedazos. Miles de verdes fragmentos se precipitaron a
cámara lenta sobre la arena.
Al quebrarse, en el lugar que había ocupado la nubecilla esférica
surgió una redonda, negra y familiar silueta...
• ¡Ra! -exclamó Sinuhé.
Y su rostro se iluminó ante la inesperada aparición de su viejo
amigo. Y el disco, siguiendo su costumbre, le respondió iluminando
las letras que le identificaban.
Nietihw tenía prisa por desentrañar aquel nuevo misterio. Y
olvidándose del disco -que se mantenía inmóvil sobre la pareja-,
dedicó su atención a los números que descansaban sobre las palmas de
Sinuhé. Tomó uno y, al separarlo del resto, los demás le siguieron,
atraídos por un enigmático magnetismo. El investigador miró a su
compañera y ésta, en silencio, se limitó a examinar la cadena de
números. Los contó y, cuando estuvo segura, mostró la secuencia a su
desconcertado amigo.
• No hay duda -comentó con aire de triunfo-, esta clave nos
conducirá a los archivos secretos.
Sinuhé leyó la cadena de números que sostenía Nietihw con ambas
manos cautivado por la fuerza que los cohesionaba y que le recordó a
la no menos misteriosa adherencia que mostraban las letras de la
corona. Pero no acertó a descifrarla. Buscó ayuda en los ojos de su
compañera. Ésta, sin embargo, no parecía dispuesta a simplificar el
dilema.
• Observa atentamente, Sinuhé.
Éste concentró su mirada en los quince eslabones flotantes,
repitiendo la secuencia por tres veces:
• 3... 1... 4... 1... 5... 9... 2... 6... 5... 3... 5... 8... 9...
7... 9. -¿No te dice nada? -insistió Nietihw.
• 3 1 4 1 5....El miembro de la Logia secreta se detuvo. Repasó
aquellos primeros cinco dígitos y, tras consultar el resto de la
secuencia, sonrió.
• Claro... -repuso al tiempo que acentuaba su sonrisa de
satisfacción-, ahora entiendo el porqué de aquella
figura en los ojos de la calavera...
Nietihw aguardó la explicación que, en parte, ya sabía.
• ¡3,1416! Estos números corresponden a los quince primeros
elementos del famoso número pi: el número por excelencia; el número
trascendente. La mujer asintió.
• Entonces -prosiguió Sinuhé-, la figura que vi en las cuencas...
¡Demonios, ahora caigo: es la misma que aparece grabada en la
sortija ...!
• ¿Qué sortija? -inquirió la hija de la raza azul.
Y el investigador, señalando a Ra, explicó a su amigo cómo el disco
se convertía en ocasiones en un hermoso y dorado sello cuadrangular,
con un altorrelieve en el que podía distinguirse un ser de cabeza
cuadrada, de ojos enormes y redondos, con un cuerpo flamígero y
sujeto con ambas manos a las jambas de lo que él, en un principio,
interpretó como una puerta.
• Ahora entiendo -concluyó-. Ahora sé que esas jambas y el dintel
superior no forman una puerta, sino la letra griega pi. Nietihw
parecía dudar. Y Sinuhé trató de convencerla.
• Ahora verás...
Levantó su brazo derecho en dirección al disco y pidió a éste que
ingresara en su dedo anular. Ra se iluminó con un rojo intenso y,
tras lanzar uno de sus flujos de anillos celestes sobre la mano de
su amigo, se desmaterializó, reapareciendo en el citado dedo y en
forma de sortija. Complacido, alargó la mano hacia el rostro de
Nietihw, invitándola a que examinara el sello y la figura labrada en
el mismo. La hija de la raza azul le cedió la cadena de números,
comprobando el delicado altorrelieve, ahora teñido también por la
radiación esmeralda que iluminaba el lugar.
• Sin embargo -reflexionó Sinuhé-, no termino de entender.
Tenemos una secuencia de números, aparentemente relacionada con la
letra pi que yo vi sobre esa criatura de cabeza cuadrada y que
aparece igualmente en la sortija. Pero, ¿adónde.nos conduce todo
ello? ¿Qué es lo que tenemos que buscar?
¿Por qué Samej nos ha entregado un secreto que sólo añade oscuridad
a nuestra misión? Nietihw no respondió a las cuestiones planteadas,
con toda razón, por su compañero de aventuras. En parte, porque ni
ella misma conocía la respuesta ni los agitados sucesos que estaban
a punto de producirse. Le bastaba con saber que la búsqueda de los
archivos secretos de IURANCHA dependía en buena medida del número pi
y de la desconocida criatura que aparecía bajo la letra griega. En
el fondo, aquella incertidumbre hacía más atractiva la misión. Y
mientras recuperaba la cadena de números, colocándola -a guisa de
collar-alrededor del cuello de su amigo, procuró animarle:
• Sinuhé, no desfallezcas. Agurno nos ordenó buscar a Solonia, el
serafín que guardó Edén... Quizá la clave entregada por la serpiente
nos conduzca hasta él y su espada.
• Sí, quizá... -asintió el soror con cierto desaliento. Y
acariciando las negras cuentas de su collar se apresuró a seguir a
Nietihw, que había empezado a caminar por la orilla de aquel océano
mudo, en dirección a los acantilados que se difuminaban en la
lejanía.
Cuando apenas llevaban andados un centenar de metros, Sinuhé se
percató de algo que, en el fondo, no te sorprendió excesivamente:
sus cámaras no habían saltado con él a aquel mundo irreal. Y aunque
Ra seguía allí, en su dedo, la ausencia del equipo fotográfico le
produjo una cierta desazón. En realidad, ¿cuál era su cometido en
todo aquello? ¿Por qué había sido elegido para acompañar a la hija
de la raza azul? Ensimismado en estos y otros pensamientos
semejantes, continuó avanzando pesadamente por la verdosa arena de
aquella solitaria playa, sin perder de vista ni un solo instante la
grácil y ligera figura de Nietihw que, más que caminar, parecía
deslizarse.
El roquedo se hallaba ya a un tiro de piedra cuando, de improviso,
la mujer se detuvo. Sinuhé la imitó, buscando con la mirada el punto
que había llamado su atención. Pero, por más que escudriñó las rocas
esmeraldas que se derramaban sobre la.arena, adentrándose en el mar,
no percibió nada anormal. El lugar parecía desierto.
• ¿Qué sucede? Nietihw, con los ojos fijos en el acantilado, le
indicó que no se moviera. Llevó su mano derecha a la diadema y
tomando la letra E la trasladó primero sobre los círculos
concéntricos de su pecho, lanzándola a continuación hacia el cielo.
Sinuhé, boquiabierto, vio cómo la E tomaba altura y, a gran
velocidad, se perdía entre la tenue atmósfera verde, en dirección a
la masa rocosa que cerraba aquel extremo de la playa. En esta
ocasión, la letra no aumentó o modificó sus dimensiones y Sinuhé
terminó por perderla de vista. Al poco, la E surgía nuevamente entre
la bruma, reincorporándose directamente a la corona de Nietihw.
• ¿Qué está pasando? -insistió Sinuhé.
• Eim, la letra que simboliza mi propio oído -le explicó al fin-, ha
detectado la presencia de una extraña criatura...
• ¿Dónde? -le interrumpió, alarmado-. Yo no veo a nadie...
• Al otro lado del roquedo. Ven. Sígueme... Y sin el menor titubeo,
Nietihw se lanzó a la carrera hacia la zona que acababa de
sobrevolar la E.
• Pero...
El intento de Sinuhé por retener a su impetuosa amiga fue estéril. Y
a regañadientes, con el corazón alterado y presintiendo un inminente
peligro, salió tras ella.
Al trasponer las primeras rocas, Nietihw y su agitado amigo vieron
cortado su avance por un segundo murallón rocoso de casi cinco
metros de altura. Sinuhé, jadeante, examinó aquella pared,
comprendiendo con cierto alivio que sería imposible escalarla y
asomarse al otro lado del acantilado. Con un signo de impotencia
hizo ver a su amiga que sólo cabía retroceder. Nietihw dudó. Echó
mano de su diadema y, tomando la H, la situó también sobre su pecho.
Pero, indecisa, la devolvió a su lugar, sobre la frente.
• ¿Qué te sucede? -preguntó, intrigado por el súbito arrepentimiento
de Nietihw-. ¿Para qué sirve esa letra?
¿Por qué no la has utilizado?.-Hai, la H -comentó la hija de la raza
azul-, es el símbolo del aire..., y nos hubiera permitido volar al
otro lado. Pero algo me dice que su ayuda no es aconsejable. El
reportero te miró desconcertado.
• La criatura que se encuentra al otro lado de esta roca -añadió-,
parece hallarse en peligro y es preferible actuar con sigilo.
Y Nietihw, dirigiendo su mirada hacia las olas que rompían entre el
roquedo, invitó a su amigo a que le siguiese.
• Daremos un pequeño rodeo.
Sinuhé tampoco tuvo oportunidad de hacerle ver los posibles riesgos
que entrañaba introducirse entre las aguas que se batían silenciosa
pero duramente sobre los afilados rompientes.
• ¡Espera!... ¡Quizá Ra pudiera...!
Pero, desoyendo la recomendación de su compañero, continuó saltando
y esquivando las rocas, dispuesta, al parecer, a penetrar en el mar.
Sin embargo, cuando sus pies tocaron el agua, la mujer volvió a
detenerse. Esperó a que Sinuhé llegase a su altura y, acto seguido,
tomando de su diadema la W, la puso en contacto con el triple
circuito, arrojándola entre las embravecidas olas.
• ¡Waw!... -gritó-, emblema del agua, ¡ábrenos camino!
Y la letra inició una serie de rápidos planeos sobre el mar. A los
pocos segundos, aquellas áreas de la superficie marina sobre las que
Waw había volado quedaron súbitamente congeladas. Sinuhé no podía
dar crédito a lo que estaba viendo. Las verdosas crestas de las olas
sobre las que planeaba la W quedaban petrificadas, convertidas en
grandes y destellantes masas rocosas, casi graníticas. A ambos lados
de aquel mar solidificado, en cambio, las aguas seguían
agitándose...
Concluida su misión, la W, como un dócil bumerang, regresó hasta las
sienes de su dueña y señora. Y Nietihw, tomando a Sinuhé de la mano,
empezó a caminar sobre la franja de océano cristalizado. El pasillo
se adentraba un trecho en el mar para después girar en dirección a
la playa, sorteando así el acantilado. Fue en los últimos metros, en
el momento en que la pareja estaba a punto de saltar sobre la arena
de la orilla, cuando el investigador sintió una sorda vibración bajo
sus pies. Una vez en tierra firme, con el corazón en un puño,
descubriría la causa.del estremecimiento del singular puente de
piedra que les había tendido Waw: la rugosa superficie del estrecho
sendero que les había conducido hasta allí empezó a licuarse
nuevamente. Y entre el cada vez más frenético oleaje surgió el
ondulante lomo de Samej, la serpiente. Un escalofrío recorrió a
Sinuhé.
• ¿Hemos caminado sobre su cuerpo? -estalló retrocediendo al divisar
entre las aguas los purpúreos ojos del reptil-. ¡Nietihw!
Sinuhé descubrió con desolación que su amiga no se hallaba a su
lado. Y sin dejar de retroceder, giró su cabeza en todas
direcciones. Pero Nietihw, en efecto, había desaparecido. Y, de
pronto, el gigantesco cráneo de Samej emergió de entre las aguas,
clavando sus circulares ojos rojos en aquel hombre que, torpemente,
trataba de alejarse de la orilla.
La serpiente siguió elevándose sobre el oleaje hasta que la robusta
cabeza se halló a una considerable altura. Las placas de la piel,
chorreando aquella agua verdosa, reflejaron mil veces la tambaleante
figura de Sinuhé quien, aterrorizado, caía una y otra vez en su
atropellada huida. Samej avanzó pausadamente. Abandonó las aguas y,
arrastrándose sobre su vientre, inició la persecución del
investigador.
• ¡Nietihw!... ¡Auxilio!
Y Sinuhé cayó nuevamente sobre la arena. Al volverse hacia el
gigantesco reptil el pavor terminó por inmovilizarlo. La cabeza del
monstruo se erguía a cinco o seis metros por encima de su cuerpo. En
un último intento trató de arrastrarse en dirección a un pequeño
grupo de rocas, pero la cola de Samej batió la arena esmeralda,
cerrándole el paso. Paralizado por el miedo, vio cómo la serpiente
abría sus fauces, dejando al descubierto aquel enjambre de afiladas
cuchillas.
• ¡No!... ¡Dios mío!... ¡Ra!
Y siguiendo un postrero impulso, cerró su puño derecho, dirigiéndolo
temblorosamente hacia los sanguinolentos ojos del animal.
• ¡Ra, ayúdame!
Al instante, del anillo brotó un viento helado e impetuoso que hizo
retroceder a Samej. Sinuhé, ante la salvadora reacción de su amigo,
recobró los perdidos ánimos e, incorporándose, siguió.apuntando su
puño hacia la serpiente. A pesar de sus convulsiones, parte del
cuerpo, erguido aún sobre la arena, empezó a presentar signos de
congelación. Los largos colmillos quedaron convertidos en carámbanos
y los circulares ojos, empañados por una escarcha igualmente
verdosa. Y, de pronto, Samej quedó rígida e inmóvil como un poste.
El chorro helado cesó y Sinuhé, sin saber qué hacer, continuó con el
brazo extendido, sin dejar de vigilar el cuerpo aparentemente muerto
de su enemigo.
Y antes de que el investigador pudiera reaccionar o tomar una
decisión, aquella mole cilíndrica se cuarteó en miles de pequeños
fragmentos de hielo que cayeron sobre la arena. Desconcertado, bajó
su brazo, aproximándose a los restos de Samej. A los pies de Sinuhé
no yacían los millares de cristales de hielo en los que había visto
descomponerse el cuerpo del reptil. En su lugar, sobre la arena,
aparecían un largo arco y una aljaba con una única flecha, todo
ello, ¡de hielo!
Dudó. Temía tocarlos. Pero, finalmente, se decidió y, en efecto,
comprobó que, tanto el arco como la cuerda, estaban formados por un
hielo purísimo y transparente. Examinó también el carcaj y su
solitaria flecha, advirtiendo que se hallaban confeccionados con el
mismo material. Aquélla, en lugar de terminar en punta, aparecía
rematada por una extraña protuberancia.
• ¡Oh!, no es posible...
Al descubrir los perfiles de la insólita cabeza de flecha, nervioso
y alarmado, la soltó. Pero la finísima arma, de metro y medió de
longitud, no llegó a caer sobre la playa. Como una exhalación buscó
la boca de la aljaba, introduciéndose en ella.
Poco faltó para que dejara allí mismo el arco y su carcaj. Pero,
repuesto de la primera impresión, volvió a hacerse con la flecha,
observándola minuciosamente.
• No es posible... -repitió al cerciorarse de lo que había visto
segundos antes.
La flecha, efectivamente, terminaba en una cabeza algo más reducida
que un puño: ¡la cabeza de Samej! Esculpida en el hielo podían
distinguirse las cerradas fauces de la serpiente, así como sus
circulares ojos....Y siguiendo otro de sus naturales impulsos, se
echó la aljaba a la espalda, tomando con su izquierda el espigado y
frío arco.
Pero, cuando se disponía a localizar a la desaparecida Nietihw, un
penetrante alarido retumbó en su cerebro... Al recibir aquel grito
desgarrador, creyó identificarlo con la voz de su compañera.
Aturdido por la segunda aparición de Samej, la serpiente, no había
tenido oportunidad de ocuparse de la repentina ausencia de Nietihw
ni de la exploración del lugar en el que se hallaba. Entre la verde
transparencia de aquella atmósfera, y en el extremo opuesto al que
ahora se encontraba, el investigador distinguió los restos de un
navío varado en la arena. Aunque descansaba a varios centenares de
pasos, parecía desarbolado y semienterrado al pie del alto talud
rocoso que cerraba la playa a partir del roquedo que ambos se habían
visto obligados a rodear. Pero, por más que forzó la vista, no
advirtió señal alguna de vida junto al casco del barco. El murallón
rocoso que habían sorteado le cortaba el paso a su espalda y lo
mismo sucedía a su derecha, con el referido talud. A la izquierda se
abría aquel océano y, en consecuencia, sólo le quedaba un camino: el
que conducía al lugar donde se recortaba el buque.
Adoptando un máximo de precauciones, se dirigió finalmente hacia
aquel extremo de la playa. Por más que meditaba sobre ello, no
lograba entender por qué la hija de la raza azul le había abandonado
en tan críticos instantes y a qué podía deberse aquel afilado
alarido.
• Si al menos tuviera la certeza de que Nietihw ha seguido este
mismo camino...
Pero la ondulada y verdosa superficie de la playa no presentaba
huella alguna. Al llegar a las proximidades del barco perdido,
Sinuhé detuvo su marcha. Inspeccionó a conciencia los restos,
advirtiendo que, en efecto, estaba ante un vetusto casco de madera
de unos cuarenta metros de eslora, encallado bajo el acantilado e
inclinado por su mura de babor. Antes de rodearlo, examinó el
campanudo casco que se levantaba frente a él, semienterrado por
toneladas de aquella arena esmeralda. Rascó las resecas cuadernas,
deduciendo que el posible naufragio había tenido.lugar muchos años
atrás. Y paso a paso, muy lentamente, se dirigió hacia la popa, con
el fin de averiguar qué escondía la cubierta y si, como intuía,
aquel grito podía haber partido del otro lado del buque, qué o quién
lo había lanzado. Parapetado tras el timón, dirigió una primera
mirada a la playa que se extendía desde allí y que, hasta ese
momento, había quedado oculta por el casco.
• ¡Oh, no!
La escena que se ofrecía a sus ojos le estremeció. A cosa de un
centenar de metros del buque, descubrió sobre la arena el cuerpo
inmóvil de Nietihw. A su lado, con los brazos en alto, aparecía una
extraña criatura que, en un primer momento, confundió con un niño.
Segundos después, al verle bajar los enormes brazos, comprendió con
terror que no se trataba de un niño. Aquel ser era idéntico a los
que él había visto en la torre y en el bosque de Sotillo. Había, sin
embargo, una clara diferencia con aquéllos: esta monstruosa criatura
no tenía el cuerpo transparente. Tanto su voluminoso cráneo como el
resto del cuerpo presentaban una coloración negruzca.
De pronto, aquel personaje volvió a izar sus brazos por encima de la
cabeza. Sinuhé vio brillar algo entre sus manos e intuyendo que su
amiga podía correr grave peligro, saltó a un lado del barco. Tomó la
flecha de su aljaba y, situándola en contacto con la cuerda de hielo
de su arco, procedió a tensarla, apuntando hacia el enorme cráneo
del ser. En lugar de quebrarse, aquella cuerda fue cediendo
centímetro a centímetro, al tiempo que los músculos de Sinuhé se
endurecían como piedras. Al alcanzar la máxima tensión, el
investigador asistió perplejo a otro mágico suceso: las cerradas
fauces labradas en la cabeza de la flecha se abrieron de par en par
y la saeta, sin que el arquero llegara a destensar la cuerda, escapó
rauda –como si tuviera vida propia en dirección al monstruoso
enano...
Aturdido, no reaccionó. La flecha había perforado la atmósfera
verdosa, dejando tras de sí un hilo blanco y
luminoso que, poco a poco, fue difuminándose. Sinuhé hubiera jurado
que había apuntado al cráneo, pero la
saeta, en lugar de alcanzar el punto elegido por el improvisado
arquero, varió su trayectoria, dando de lleno en el pecho de la
criatura..El ser cayó de espaldas, sosteniendo entre sus manos aquel
objeto reluciente que, dada la distancia, no acertó a identificar.
Y convencido de que se hallaba muerto o malherido, corrió en
dirección a Nietihw. Ésta continuaba tendida sobre la arena, sin
ofrecer señal alguna de vida. Pero, cuando le faltaba una veintena
de pasos para llegar hasta ella, atónito, detuvo su marcha: entre
los oscuros dedos del monstruo se hallaba la dorada y brillante
corona de letras de su amiga. Al desviar la mirada hacia Nietihw no
sólo confirmó que su diadema había desaparecido de las sienes sino
que, además, otro hecho singular le dejó perplejo: al ser despojado
del nombre cósmico, el cuerpo de la mujer había perdido su total
transparencia, recobrando su primitivo aspecto humano. El
desconcierto del investigador fue momentáneo. De improviso, algo
negro e informe empezó a culebrear entre la arena, muy cerca del
voluminoso cráneo del ser que yacía de espaldas, con la enorme
flecha sobre el tórax.
El comprender de qué se trataba, Sinuhé retrocedió descompuesto.
Pero aquello sólo parecía interesado en la mágica corona de Nietihw,
enredada entre los crispados dedos de la inmóvil criatura. Una mano
sarmentosa y oscura había brotado súbitamente entre la arena,
avanzando como un pulpo sobre los extendidos y desproporcionados
brazos del hombrecillo que, al parecer, había arrebatado la diadema
a la hija de la raza azul. Sinuhé sintió cómo se le erizaban los
cabellos.
La mano, amputada a la altura de la muñeca, siguió explorando las
largas extremidades de la criatura, utilizando sus cinco dedos a
manera de tentáculos. Por fin, al llegar junto a las letras, sus
dedos índice y pulgar procuraron la liberación de la diadema,
arrastrándola seguidamente hacia la verde superficie de la playa.
Fue entonces, al comprender las intenciones de la mano cortada,
cuando Sinuhé cerró su puño derecho, invocando el nombre de Ra.
Pero, al intentar cortar el paso a la mano, que huía ya con el
nombre cósmico, nuestro hombre sintió cómo alguien o algo hacía
presa en su pie izquierdo. Y, desequilibrado, fue a dar de bruces
sobre la arena. Al revolverse contra lo que había provocado su
aparatosa caída, sintió cómo su corazón ascendía hasta la boca: otra
esquelética y negra.mano, igualmente seccionada por la muñeca, se
había enroscado en su tobillo, reteniéndole con titán1ca fuerza. Y
Sinuhé, desesperado, vio cómo la primera mano se hundía entre las
suaves dunas verdosas, desapareciendo bajo tierra con la corona. Al
instante, las puntas de los dedos de una tercera mano se abrieron
paso entre los granos de arena, muy cerca del rostro exánime de
Nietihw. Y tras ésta aparecieron una cuarta y una quinta y una sexta
manos, todas en continuo movimiento y como articuladas por una
inteligencia diabólica y subterránea. Y cada una fue a aferrarse a
un extremo de la túnica celeste, tirando de la mujer con evidente
intención de sepultarla.
• ¡Oh, no...!
Sinuhé, caído sobre la arena, intentó zafarse de la mano que te
retenía, pero todas sus convulsiones y patadas fueron inútiles.
Y horrorizado comprobó cómo aquellas cuatro manos empezaban a
enterrar el cuerpo indefenso de su amiga...
• ¡Ra!
El grito de Sinuhé tuvo una respuesta fulminante. Al cerrar de nuevo
su puño derecho, apuntando el anillo hacia el cuerpo de Nietihw,
cuyas piernas habían desaparecido ya bajo la arena, de la sortija
escapó un humo blanco que, vertiginosamente, fue adoptando una forma
humana. Sinuhé no necesitó mucho tiempo para identificarla: ¡era él
mismo!
¿Qué pretendía Ra creando aquel brumoso doble suyo?
Inmovilizado por el abrazo de la férrea mano, el investigador
descubrió asombrado cómo en el pecho de aquel segundo Sinuhé habían
aparecido unas enigmáticas letras, labradas igualmente en humo:
ALEF - MEN - TAV.
Estos caracteres hebreos, dispuestos en este orden, formaban la
palabra EMET (verdad). Pero Sinuhé, aturdido ante el cada vez más
rápido hundimiento del cuerpo de su compañera en la arena, no acertó
a intuir en aquellos dramáticos momentos los propósitos de su amigo.
E, irritado al ver cómo las tétricas manos seguían arrastrando a
Nietihw hacia Dios sabe qué abismo, interpeló a Ra por segunda vez,
urgiéndole a que los liberase de aquella nueva pesadilla. Por toda
respuesta, la.blanca y humeante escultura se arrodilló junto al casi
desaparecido cuerpo de la hija de la raza azul, soplando con todo su
poder sobre el pálido rostro de la mujer. Y por la boca del doble
surgió un chorro de letras: las mismas que lucía en el tórax. Al
momento, la delicada epidermis de Nietihw quedó cubierta por una
especie de nieve, cuyos copos no eran otra cosa que cientos de alef,
men y tav. Y ante la sorpresa del verdadero Sinuhé, el progresivo
hundimiento de su amiga se vio interrumpido. E inmediatamente, como
si hubieran sido alertadas por «algo» mucho más codiciado que el
cuerpo que arrastraban a las profundidades de aquella playa, se
destacaron entre la arena los famélicos y amenazadores dedos de las
cuatro manos. Y todas ellas, al unísono, se dirigieron hacia la
nevada faz de la señora.
Impasible, el segundo Sinuhé -del que se desprendían continuos y
finos jirones de humo blanco- esperó a que las cuatro amputadas
manos cabalgaran hasta detenerse sobre la cara de Nietihw. Una vez
allí, cada una de las manos, visiblemente irritadas, se dedicó a
pulverizar entre sus dedos los cientos de consonantes hebreas.
Aquél, sin duda, era el momento esperado por la criatura que había
creado Ra... Y antes de que las destructoras manos pudieran
reaccionar, el doble abrió nuevamente su boca, practicando una
profunda aspiración. Y ante la perplejidad de Sinuhé, todas las alef
que aún reposaban sobre la cara de Nietihw se vieron absorbidas por
la potente aspiración, penetrando de nuevo en aquella humeante
figura.
Sobre el rostro sólo permanecieron las men y tav, formando así una
nueva y súbita palabra: muerte. Las manos, desprevenidas, se
abrieron al contacto con la muerte. Pero era demasiado tarde. Los
cientos de men y tav, a su vez, habían empezado a devorarlas. Y en
segundos, las negras garras quedaron reducidas a sendas osamentas.
El doble giró entonces hacia la última mano: la que seguía
aprisionando el pie del investigador. Pero, cuando se disponía a
repetir la operación, los dedos soltaron el tobillo de Sinuhé,
hundiéndose como escorpiones entre la arena esmeralda.
Y de la misma forma que había surgido, así vi o extinguirse Sinuhé a
su otro yo: sin que nadie pudiera evitarlo, el humo.blanco fue
absorbido de nuevo por la sortija, desapareciendo en un instante.
Sinuhé se precipitó entonces sobre el inmóvil cuerpo de su amiga.
Sacudió de su rostro los restos de aquella nieve, arrojando lejos
las esqueléticas garras. Y no sin esfuerzo pudo al fin desenterrar a
Nietihw. Su cuerpo, en efecto, había vuelto a ser el de siempre. Y
su amigo, alarmado, comprobó cómo su corazón permanecía mudo.
• ¡No!... ¡Nietihw!
Todos sus intentos por reanimarla fueron inútiles. La hija de la
raza azul, sumida en una total palidez, parecía efectivamente
muerta. Desconsolado, se arrodilló junto a ella y abrazándose a su
cabeza, se vio sorprendido por un amargo llanto. Pero, de pronto,
arrastrado por una súbita indignación, arrancó la sortija de su dedo
y maldiciendo la aparente pasividad de Ra, la arrojó violentamente
hacia los restos del navío.
• ¿Por qué?... ¿Por qué lo has permitido?
Cegado por la rabia y el sufrimiento, Sinuhé no reparó en otro
suceso sorprendente: de las profundidades de aquel firmamento
tenebroso surgió de repente el aleteo de un pájaro. Y tomando en su
pico el anillo, voló hacia la pareja, posándose sobre el vientre de
Nietihw.
Sinuhé, receloso, trató de espantar al enorme cuervo. Pero este,
tras engullir la sortija, abrió de nuevo su negro pico, exclamando
con voz grave:
• ¡Hijos de IURANCHA! ¡No temáis! He venido a saldar mi vieja deuda.
Sinuhé retrocedió alarmado ante aquella ave parlante.
• Al principio de los tiempos -prosiguió el cuervo-, uno de mis
antepasados desobedeció a un humano llamado Noé. Fue soltado después
del gran diluvio, pero no regresó al arca. Por ello, y en castigo a
su desobediencia, su blanco y primitivo plumaje fue cambiado por
otro negro y sombrío. Y el pájaro dio unos cortos pasos sobre el
cuerpo de Nietihw, introduciendo su pico en uno de los bolsillos de
la túnica. Al retirarlo, apareció el pequeño frasco de cristal que
contenía los luminosos y misteriosos gránulos de arena recogidos por
Sinuhé en el calvero del bosque y que habían constituido su
singular.regalo de cumpleaños. Sinuhé ignoraba, por supuesto, que
Gloria o Nietihw lo hubiera escondido en el fondo de su túnica.
El cuervo, saltando sobre la arena, fue a depositarlo a los pies de
su desconcertado y mudo observador.
• Ahora estamos en paz -repuso el cuervo dirigiendo sus ojos
azabaches hacia Sinuhé-. Será suficiente que los labios de tu
compañera toquen los ibos para que vuelva a la vida.
• ¿Los ibos? -preguntó extrañado-. ¿Qué son?
Y el pájaro, tras picotear vanas veces la pared de vidrio del
recipiente que yacía sobre la arena, abrió sus alas, dispuesto a
remontar el vuelo.
• Algún día, en IURANCHA -sentenció- a los ibos les llamarán tiempo.
Sin más, batió su plumaje, elevándose entre la luz esmeralda.
Pero, cuando apenas si había iniciado el vuelo, la oscura tonalidad
de su cuerpo desapareció, siendo sustituida por otra blanca y
deslumbrante. Y el cuervo siguió alejándose hacia el sol negro del
que había surgido. Indeciso, Sinuhé contempló el frasco de arena. No
sabía cómo, pero en todo aquello adivinaba la mano de Ra. Sin
embargo, su amigo había sido tragado por aquel oportuno cuervo
blanco. Y este pensamiento volvió a intranquilizarle. Desvió los
ojos hacia Nietihw y, al verla inmóvil e indefensa, supo que la
misión de búsqueda de los archivos secretos de IURANCHA había
llegado a un momento sumamente delicado: él había perdido a Ra y
Nietihw su corona mágica...
Pero, acostumbrado desde siempre a los cambios de suerte, no se dejó
abatir. Recogió el providencial regalo de cumpleaños y, tras
examinarlo, clavó sus rodillas junto al cuerpo de la hija de la raza
azul. Abrió el recipiente e, incorporando ligeramente la cabeza de
Nietihw, aproximó la boca del frasco a los lívidos labios de
aquélla. Los gránulos se deslizaron entre destellos hasta tocar a
Nietihw. En ese instante, al posarse sobre los labios, cada una de
las partículas de aquella arena cenicienta perdió su luminosidad,
convirtiéndose en microscópicas gotas doradas. Al contacto con
aquella especie de oro potable, Nietihw reaccionó. Sinuhé sintió
cómo el cuerpo de su compañera se.estremecía. Sus labios se
entreabrieron y el puñado de ibos desapareció en su boca.
• ¡Nietihw!
Presa de una intensa emoción, fue asistiendo a la progresiva
recuperación de la mujer. La palidez se esfumó y, al poco, sus ojos
se abrieron.
• ¡Oh!... ¡Nietihw!, ¿qué te ocurre?
La mujer parpadeó. Finalmente fijó la mirada en el asustado rostro
de su compañero. Y Sinuhé pudo verificar cómo sus hermosas pupilas
emanaban sendos abanicos luminosos, formados por los siete colores
del arco iris.
A cada parpadeo, los arcos iris desaparecían, reapareciendo cuando
Nietihw sostenía sus ojos abiertos. Y
aquellos haces multicolores -según pudo comprobar el investigador-
llegaban a propagarse hasta la persona, cosa o lugar que constituían
el objetivo de la visión de Nietihw. Así, cuando la hija de la raza
azul -totalmente repuesta-, se decidió a incorporarse, las estelas
de colores que partían de sus ojos iluminaron primero su propio
cuerpo y, acto seguido, a la criatura que yacía sobre la playa, la
flecha y, por último, los alejados restos del navío varado.
La pregunta fatal no tardaría en producirse. Nietihw llevó las manos
a sus cabellos y, al descubrir que su diadema había desaparecido,
interrogó a su silencioso compañero. Éste se limitó a señalar al ser
que permanecía junto a ellos.
• ¿Qué ha sucedido? -le imploró, bañando el rostro de Sinuhé con
aquellos catorce colores.
El investigador pasó a relatarle cuanto había vivido y presenciado
y, al concluir, le interrogó a su vez sobre la razón por la que le
había dejado solo en presencia de Samej, la serpiente. Nietihw, con
evidentes muestras de desaliento, se dejó caer sobre la arena.
Hundió su rostro entre las rodillas y comenzó a sollozar. Pero no
todo estaba perdido. Y Sinuhé, conmovido, se apresuró a consolarla.
Al levantar su cabeza, el joven observó maravillado cómo las
lágrimas de su amiga, en lugar de resbalar por las mejillas, eran
capturadas por los abanicos de luz, deslizándose por ellos como la
lluvia sobre el cristal. Y algunas de aquellas lágrimas pasaron de
esta forma a los ojos y al rostro.del propio Sinuhé, quien,
perplejo, sintió cómo la zozobra y la tristeza de su amiga inundaban
igualmente su corazón.
• Lo siento, Sinuhé -repuso la hija de la raza azul, haciendo un
esfuerzo por recordar, Elm (la E) me había puesto sobre aviso de
algo... Mejor dicho, de alguien.
Sinuhé asintió, trayendo a su memoria el lanzamiento de aquella
letra por encima del acantilado.
• Luego, al pisar la playa, todo fue muy rápido y confuso... Sin
proponérmelo, la «W» saltó de mi diadema y me vi arrastrada por ella
hasta este mismo lugar. Tendida en la arena, casi como ahora, se
hallaba esa u otra criatura muy parecida. Me incliné sobre ella y,
cuando casi estaba convencida de que se hallaba muerta, sus brazos
se dispararon hacia mí. A partir de ese momento, no puedo
recordar...
• No lo sé de cierto -añadió Sinuhé-, pero es casi seguro que sólo
buscaba tu corona...
La pareja guardó silencio. Y ambos, movidos por el mismo
pensamiento, dirigieron sus miradas hacia el ser que había provocado
aquella inesperada catástrofe.
Sin embargo, como había intuido Sinuhé, no todo estaba perdido... Al
observar cómo Nietihw tomaba el frasco de arena entre sus manos, se
decidió a formular el pensamiento que acababa de nacer en su mente y
que, evidentemente, era compartido por su amiga:
• ¿Crees que los ibos podrán...?
• Pronto lo averiguaremos -replicó la mujer, dirigiéndose con
decisión hacia la criatura. Pero, al llegar hasta el pequeño ser,
Sinuhé retuvo a su compañera.
• Un momento...
E inclinándose sobre el enjuto cuerpecillo descubrió con cierta
alarma cómo la cabeza de la flecha, en lugar de perforar el pecho,
había mordido con sus fauces la negra y rugosa piel, justamente en
el punto donde la criatura presentaba aquel extraño emblema: un
círculo rojo con otro más pequeño y negro en el centro.
• ¡Dios!....-¿Qué ocurre? -preguntó Nietihw intrigada. Sinuhé le
mostró aquella especie de escudo y en tono solemne anunció.
• Esta criatura lleva sobre su pecho la bandera de Lucifer...
Debemos actuar con precaución.
Nietihw retrocedió asustada. Su compañero, con gran sigilo y
meticulosidad, procedió a estudiar el cuerpo del presumible servidor
del Maligno. Tal y como había sospechado, la estructura de aquel ser
era casi idéntica a las de aquellos que él había visto en Sotillo:
una enorme cabeza, provista de dos minúsculos ojos, tan negros como
su piel y rodeados de aquella extraña y repulsiva callosidad y, en
el lugar que debería ocupar la boca, una especie de orificio
igualmente circular.
Sinuhé no acertó a descubrir fosas nasales ni oídos. El resto del
cuerpo -de un metro escaso de longitudaparecía cubierto y protegido
por una piel correosa. Los brazos, extremadamente largos y delgados,
se proyectaban por debajo de las rodillas, terminando en unas manos
casi infantiles, con cinco dedos iguales, pero sin pulgares. Los
piececillos, en cambio, carecían de dedos.
Tampoco disponía de sexo. Sinuhé, consternado, no supo explicarse
por qué aquella monstruosa criatura no ofrecía un cuerpo
transparente como los que él había visto en las ocasiones
precedentes. ¿Qué podía provocar aquella sustancial diferencia? Si
el inquieto investigador hubiera podido conocer en aquellos momentos
las tumultuosas circunstancias a través de las cuales llegaría a
desvelar este nuevo misterio, lo más probable es que allí mismo
hubiera rogado por el fulminante fin de su misión... Pero Sinuhé,
absorto en aquella minuciosa exploración, no podía imaginar lo que
les deparaba el destino.
Al reparar de nuevo en las fauces de la flecha observó con
preocupación cómo entre los colmillos de hielo, que aprisionaban y
desgarraban parte del tórax, no aparecía sangre.
Desconfiado, pegó su oído al pecho pero, tras una atenta escucha, no
percibió sonido alguno. 0 aquel ser carecía de corazón o, cosa
probable, se hallaba realmente muerto... Y algo más sereno se
dispuso a arrancarle la saeta. Nietihw había vencido parte de su
miedo y, arrodillándose junto a su amigo, preparó el frasco con los
ibos..Nada más cerrar su mano sobre el fuste de hielo de la flecha,
la reducida cabeza de Samej cobró vida y sus fauces se abrieron,
dejando libre su presa. Sinuhé soltó la saeta y ésta, trazando una
curva sobre su cabeza, fue a introducirse en la aljaba.
La pareja, expectante, aguardó. Pero la criatura siguió inmóvil, con
los vidriosos ojos fijos en aquel cielo verde-esmeralda.
Y Sinuhé, armándose de valor, pasó su brazo izquierdo por debajo de
la campanuda cabeza, despegándola de la arena.
Cuando su mano rozó aquella piel rugosa como el esparto, un
escalofrío le recorrió las vísceras. Procurando disimular, animó a
su amiga para que abriera el recipiente y vertiese parte de la
destellante arena sobre el tenebroso agujero que parecía servirle de
boca...
Y Nietihw, con manos temblorosas, aproximó el frasco al rostro del
monstruo. Como medida de precaución, Sinuhé rogó a su compañera que
se apartase. Sujetó los brazos de la criatura con gran firmeza y
esperó.
Los finísimos y destellantes granos de arena que el cuervo blanco
había denominado ibos, y que el investigador había empezado a
identificar con porciones de tiempo, habían ido cayendo sobre la
boca circular del ser. Y, al igual que sucediera con la hija de la
raza azul, no tardaron en convertirse en aquel oro líquido. Pero,
¿tendrían el mismo efecto revitalizador que en el caso de Nietihw?
La respuesta no se hizo esperar...
Lo primero que llamó la atención de los jóvenes iuranchianos fue una
potente luminosidad en el emblema situado en el centro del pecho.
Por las numerosas dentelladas practicadas por la triple fila de
dientes de Samej surgieron otros tantos hilos de luz, de un vivo
escarlata. Una misteriosa actividad había empezado a producirse en
el interior de la criatura.
Curiosamente, la mordedura de la serpiente había dejado sobre la
bandera de Lucifer una figura familiar: los tres anillos
concéntricos que constituían, precisamente, el símbolo contrario: el
de Micael. Cada uno de estos círculos se hallaba formado por
veinticuatro pequeños orificios, provocados, como digo, por los
colmillos de la flecha de hielo. En total -según.contó Sinuhé-, los
tres círculos sumaban 72 hendiduras, por las que escapaban otros
tantos rayos luminosos.
Fascinados por aquella triple corona escarlata que brotaba de su
tórax, ni Sinuhé ni Nietihw advirtieron cómo los ojos de la criatura
empezaban a parpadear... Y, poco a poco, la luminosidad rojiza fue
perdiendo fuerza, hasta apagarse por completo. Y la criatura,
levantando su enorme cráneo, clavó sus ojos en la mujer. Nietihw,
pálida, no pudo separar su mirada de aquellos impenetrables
círculos. Y durante algunos minutos, sus catorce colores fueron
misteriosamente absorbidos por las negras y opacas paredes que
formaban tales ojos. El rostro de Sinuhé había quedado a poco más de
un palmo de aquella horrenda cabeza. Consciente del riesgo que podía
suponer soltar los brazos de la criatura, continuó en la misma
postura: de rodillas y a horcajadas sobre el frágil cuerpo.
El ser debió percibir el progresivo miedo, de Sinuhé. Giró entonces
su cabeza hacia él y el orificio que le servía de boca se abrió. Y
ante la sorpresa de la pareja, exclamó con voz ronca y cavernosa:
• Os doy las gracias por haberme concedido un nuevo período de
vida... No temáis. Aunque mi misión, como la de mis hermanos, los
medianes primarios, consiste en aniquilaros, en mi memoria quedan
restos de un sentimiento que, ahora, es más fuerte que la orden de
Belzebú...
Sinuhé, desconcertado, interrogó a su amiga con la mirada. Y Nietihw,
convencida de la sinceridad del median, hizo un geste de aprobación.
Sinuhé procedió a soltar a la criatura. Sin embargo, receloso, echó
mano al instante de la flecha de hielo, apuntando con ella hacia el
emblema de Lucifer.
El median se puso en pie y, moviendo su cabeza negativamente,
reprochó la actitud amenazante del joven:
• Mi nombre es Vana y, como os he dicho, mis creadores (Van y Amadon)
supieron dotarme desde un principio del sentimiento de gratitud.
¿Cómo puedo demostrarlo?
• Si es cierto lo que dices -intervino Nietihw-, dinos cómo llegar
hasta Solonia, el guardián de Edén...
Vana pareció dudar. Pero, finalmente, llevando su mano izquierda
sobre los círculos rojo y negro de su pecho, habló así:.-Otros 40
000 seres como yo, residentes en IURANCHA desde la llegada de los
Cien de Caligastía, velan por la seguridad de los archivos que
buscáis con tanto empeño... Voy a saldar mi deuda de gratitud hacia
vosotros porque (estoy seguro) mi revelación no pone en peligro el
sagrado secreto que envuelve tales archivos... A Solonla sólo puede
llegarse a través de los hombres Pi.
• ¿Los hombres Pi? -preguntó Sinuhé al tiempo que devolvía la saeta
a su carcal- ¿Quiénes son?
El median guardó silencio. Dio varios pasos en dirección a su
interlocutor y, tomando entre sus dedos el collar de números que
colgaba del cuello de Sinuhé, repuso:
• ¿Y tú me lo preguntas?... Sólo los miembros de la Orden del Gran
Número pueden llevar este distintivo... Sin embargo –pareció
reflexionar Vana-, es evidente que ni tú ni la mujer sois hombres Pi.
Nietihw, cada vez más inquieta, no dejó terminar a la criatura:
• ¿Y cómo podemos llegar hasta ellos?
El median se volvió entonces hacia el barco y, dirigiendo su brazo
izquierdo hacia los restos, repuso:
• Dalamachia...
Antes de que pudiera proseguir, la superficie de la arena sobre la
que se encontraban empezó a agitarse. Y Vana, Nietihw y Sinuhé
descubrieron con horror cómo decenas de oscuros y nerviosos dedos
aparecían entre sus pies...
• ¡Las golem!... ¡Huid!... ¡Son las golem!
La voz del median se quebró. Una veintena de aquellas sarmentosas
manos había hecho presa en sus famélicas piernas, arrastrándole
hacia el interior de la tierra.
• ¡Huid!
Sinuhé esquivó de un salto las primeras garras que reptaban ya hacia
él y tomando del brazo a su compañera, la arrastró en dirección al
navío varado...
Nietihw, presa del pánico, obedeció a su amigo, corriendo con
desesperación. Sinuhé volvió el rostro y observó cómo la cabeza de
Vana desaparecía, engullida entre remolinos de polvo
esmeralda..Cuando el median fue definitivamente tragado, un enjambre
de aquellas huesudas garras, saltando y avanzando como un ejército
de oscuras arañas, se precipitó tras la pareja. Jadeantes siguieron
corriendo hacia el casco, pero el avance sobre la arena resultaba
cada vez más lento y fatigoso. Y las manos, mucho más ágiles, fueron
ganando terreno.
Cuando apenas faltaban cincuenta metros para alcanzar el buque, una
de las garras, más veloz que el resto, hizo presa en la túnica de
Nietihw. Y la hija de la raza azul, al sentirla, se detuvo,
paralizada por el miedo.
• ¡No! -le gritó Sinuhé- ¡Sigue!... ¡Sigue!
Los afilados dedos empezaron a tirar hacía el suelo, mientras el
resto de las manos, adivinando la crítica situación de los humanos,
frenó igualmente su atropellado avance, deslizándose ahora con
movimientos lentos y calculados.
Sinuhé, sin pensarlo, extrajo la flecha de hielo y, levantándola por
encima de su cabeza, asestó un preciso golpe sobre la garra.
Y las fauces de Samej, abiertas desde el instante mismo en que fuera
retirada de la aljaba, se cerraron como un cepo mortal sobre las
nervudas articulaciones de la cara posterior. Los dedos, heridos por
la cabeza de la saeta, soltaron la túnica y Nietihw, ante los
imperiosos gritos de su compañero, siguió huyendo hacia el barco. El
investigador, sin pérdida de tiempo, colocó la flecha en su arco y,
apuntando hacia el hervidero de garras, disparó. Pero la saeta, con
su presa entre los dientes, fue a caer en la arena, entre el arquero
y el enfurecido enjambre. Al punto, ante los atónitos ojos del
iuranchiano, entre continuos estertores, las puntas de aquellos
cinco agonizantes dedos comenzaron a prolongarse, apareciendo en
cada una de ellas sendas cabezas de serpiente. Y las nuevas cinco
Samej cayeron a su vez sobre otras tantas garras. Y éstas, sufriendo
idéntica metamorfosis, fueron a clavarse sobre el resto de las manos
que, desconcertadas, empezaron a retroceder. Sinuhé, aprovechando la
confusión, corrió tras los pasos de Nietihw. Ésta, desde lo alto de
la cubierta del navío, tenía los ojos fijos en aquel cimbreante
bosque de implacables serpientes que, poco a poco, había ido
exterminando a las diabólicas y enigmáticas golem..Sin respiración,
su compañero alcanzó al fin el inclinado casco.
Pero, antes de saltar junto a Nietihw, algo le llamó la atención.
En aquella banda de babor, junto a la proa, podía leerse aún un
desgastado nombre: DALAMACHIA. Al verle aparecer sobre la carcomida
cubierta, Nietihw, presa de un ataque de nervios, se arrojó en
brazos de su amigo.
Sinuhé, sin perder de vista la singular batalla que tenía lugar
sobre la playa, acarició sus cabellos, procurando tranquilizarla.
Sin embargo, cuando sus corazones latían aún vertiginosamente, otro
suceso vino a conmocionarles: de improviso, aquella atmósfera
verdosa que les envolvía se oscureció. Y todo quedó sumido en una
luz violeta...
• ¡Dios mío!... ¿Qué es esto?
Ante el desconcierto de la pareja, el sol negro corría ya muy
próximo al horizonte, a punto prácticamente de ocultarse tras una de
las cadenas montañosas.
• Debemos darnos prisa -reaccionó Sinuhé, intuyendo que aquellos
cambios de coloración en la atmósfera debían guardar una estrecha
relación con el movimiento del extraño sol-; es preciso que
busquemos el camino hacia los hombres Pi...
Nietihw asintió.
Aquella brusca oscuridad violácea, sin embargo, había venido a
complicar la ya angustiosa situación de nuestros amigos. La cubierta
del buque apenas si era visible y la playa, por supuesto, sólo
constituía una tenebrosa incógnita. ¿Qué había sucedido con Samej?
Sinuhé comprobó que la saeta no había regresado a su aljaba. Y un
inquietante pensamiento comenzó a hostigarle: ¿habrían vencido las
golem a su única aliada?
Ni la hija de la raza azul ni su compañero estaban dispuestos a
esperar el resultado de aquel sangriento encuentro entre la cabeza
de la serpiente y las manos amputadas. Y Sinuhé, recordando la
última indicación de Vana, el median rebelde, sugirió a Nietihw que
descendieran cuanto antes a las profundidades de la embarcación.
Quizá allí, en alguna parte del viejo casco, encontrasen el camino
hacia los enigmáticos hombres Pi..La mujer, movida por un
irrefrenable deseo de alejarse de las golem, accedió al momento. Los
haces multicolores de sus ojos iluminaron la cubierta, descubriendo
hacía popa la que parecía la única entrada. Los arcos iris de la
mujer exploraron fugazmente la oscura cámara y, tras lanzar una
última ojeada a la playa, Sinuhé introdujo su arco de hielo por el
escotillón, comprobando con gran contrariedad que la distancia hasta
el fondo de la bodega era superior a los cinco metros. ¿Cómo podían
salvar semejante altura? Ra había desaparecido y, para colmo, la
diadema cósmica de Nietihw había sido robada y enterrada por una de
aquellas golem...
La mujer comprendió el problema y, señalando el collar de números
que portaba su amigo, le sugirió que lo utilizase.
• Pero, si apenas alcanza medio metro de longitud... –esgrimió
Sinuhé, descartando la idea.
Nietihw sonrió y tomando el collar entre sus manos le pidió que
recordase a qué letra hebrea se hallaba ligado el número pi.
• A samej -contestó aquél, sin saber adónde quería ir a parar.
• ¿Y cual es su valor numérico? -insistió la hija de la raza azul.
• Sesenta... ¡Claro! -descubrió al fin el miembro de la Orden de la
Sabiduría-. ¡Sesenta!
Y haciéndose con la cadena de números flotantes invocó la letra y su
número sagrado:
• ¡Samej!... ¡Sesenta!
Al momento, a los quince primeros dígitos del número pi se
encadenaron otros cuarenta y cinco, hasta formar una secuencia de
sesenta.
Y sin dudarlo, Sinuhé arrojó por el escotillón la mágica cuerda de
números. Y Nietihw, con gran decisión, fue la primera en descender
por la improvisada escala.
El investigador dudó. ¿Clavaba el primer número -el 3- en el marco
de madera del escotillón y se deslizaba así hasta la bodega, o
recogía la cuerda y salvaba la distancia de un salto? Si se
inclinaba por la primera solución, lo más probable es que no pudiera
recuperar su collar, ahora convertido en un largo cabo... Y en una
de sus típicas reacciones, arrolló nerviosamente la cadena en torno
a su cintura, lanzándose al vacío..Al verlo caer, Nietihw profirió
un grito, ocultando el rostro entre sus manos. Y al cerrar sus ojos,
la oscuridad en el fondo del barco fue total.
Sinuhé, en su celo por conservar la mágica cuerda, no había
calculado bien la distancia. En realidad eran siete los metros que
debía salvar. Y, cuando estaba a punto de estrellarse, algo vino a
frenar la caída. La hija de la raza azul retiró sus manos y los
haces de colores volvieron a iluminar el lugar. El cuerpo del
inconsciente reportero se balanceaba como una pluma a poco más de
metro y medio del suelo. Nietihw acudió en su ayuda, descubriendo
entonces por qué su amigo había quedado providencialmente suspendido
en el aire: Samej, la saeta de hielo, aparecía cimbreante a su
espalda, con sus fauces clavadas en el cinturón de números.
Lentamente, la flecha fue descendiendo, hasta que los pies de Sinuhé
tocaron el fondo de la bodega. Una vez a salvo, la cabeza de la
serpiente soltó su presa, reincorporándose al vacío carcaj.
Repuestos del susto, ambos se dedicaron a una exhaustiva exploración
del lugar. Los ojos de Nietihw, única fuente de iluminación,
recorrieron la estancia, comprobando con sorpresa que se hallaban en
una reducida y vacía estancia... de forma piramidal. Curiosamente,
el vértice donde confluían los cuatro inclinadísimos tabiques lo
constituía el escotillón por el que acababan de bajar.
A los pocos minutos, sorpresa y desilusión eran los sentimientos
dominantes en los corazones de nuestros aventureros. Sorpresa
porque, según pudieron verificar, aquellas cuatro caras de la
pirámide no estaban construidas a base de madera, como la cubierta y
el exterior del casco. Los supuestos mamparos se hallaban formados
por veintitrés hileras de piedras cada uno. Y cada hilera, a su vez,
integrada por graníticos bloques rectangulares...
Desilusión porque, por más que palparon y revisaron, allí no había
puerta o conducto algunos.
• ¿Qué es esto...? ¿Habremos equivocado el camino? –manifestó Sinuhé,
dirigiendo una impaciente mirada a la violácea claridad que se
recortaba desde el escotillón..Pero su compañera, semiarrodillada
frente a uno de los muros, no parecía atender los comentarios de su
amigo. Sus dos abanicos multicolores se hallaban concentrados en una
misteriosa pintura en la que apenas habían reparado hasta ese
momento. Sinuhé, cada vez más inquieto, seguía hablando solo,
tentando con frenesí aquellas hileras de frías piedras, trazadas y
ajustadas de forma impecable. Y, de pronto, sin saber por qué, tuvo
el presentimiento de que habían caído en una trampa...
Sin embargo, optó por silenciar aquella súbita sensación. E,
intrigado por el silencio de su compañera, terminó por unirse a
ella. Ante sus ojos, ocupando buena parte de uno de los muros,
aparecía, no una pintura, sino un delicado relieve, tallado sobre la
apretada red de bloques rectangulares. Los catorce colores que
emanaban de Nietihw fueron paseándose de arriba abajo y de izquierda
a derecha, mostrando al miembro de la Escuela de la Sabiduría una
conocida muestra del milenario arte egipcio:
un círculo -símbolo del dios Ra-, del que partían nueve largos rayos
luminosos cuyos extremos eran rematados por sendas manos humanas.
Tras unos minutos de atenta observación, Sinuhé pidió a la hija de
la raza azul que concentrase toda su luz en aquellas manos. Nietihw
obedeció, descubriendo, a su vez, que, en cada una de las palmas,
aparecía labrada una pequeña letra hebrea.
... D... A... L... A... M... A... CH... I... A...
La voz del investigador, leyendo y traduciendo cada uno de estos
caracteres, se propagó por el estrecho y puntiagudo recinto con un
eco solemne.
• Dalamachia -repitió Sinuhé, sumido en profundas cavilaciones.
Pero el insólito criptograma no concluía ahí. Nietihw bajó los ojos,
iluminando al pie del ideograma una serie de jeroglíficos. Y el
soror, adiestrado por la Logia secreta en la lectura e
interpretación de la triple escritura de Egipto -la jeroglífica, la
hierática y la demótica-, no tardaría en comprobar que aquellos
grafismos correspondían a esta última: la de los muy iniciados...
Nietihw dejó que su compañero ultimara la traducción de la referida
leyenda. Y, al fin, con una exclamación de triunfo, procedió a leer
en voz alta:.-Si, Nietihw... Ahora comprendo. Escucha: ¡Oh Ra!... La
lengua sagrada ilumina el número de tu ojo: llave de Dalamachia.
La mujer, sin comprender el significado de aquellas palabras, le
rogó que se explicase con claridad.
• Alguien (no sé quién) ha escrito en este muro la clave para entrar
en Dalamachia...
• Pero -le interrumpió la hija de la raza azul- ¿qué es Dalamachia?
Sinuhé se encogió de hombros.
• Eso no lo sé... Sin embargo, tal y corno nos indicó Vana, ese
nombre debe guardar alguna relación con los hombres Pi... Y la única
forma de averiguarlo es poner en práctica lo que esconde este
relieve.
• ¿Y qué debemos hacer?
• Observa -señaló el joven-que la lengua sagrada en cuestión sólo
puede ser la hebraica: la que forma la palabra Dalamachia.
• Sigo sin comprender...
• Observa igualmente -continuó Sinuhé con un creciente
entusiasmo-que cada una de estas letras hebreas tiene un valor
numérico... Pues bien, si sumamos todos y cada uno de esos valores,
¿qué número crees que se obtiene?
Esta vez fue Nietihw la que se encogió de hombros.
• ¡El seis! -estalló Sinuhé.
• Otra vez el seis... -murmuró la mujer con un cierto aire de
preocupación.
• Sí. Fíjate... No hay duda...
Y Sinuhé, arrodillándose frente a las nueve manos, entonó la primera
letra -la D-, como si de un mantra se tratase:
• ¡Daleth!.... el cuatro...
El eco se propagó por la pequeña pirámide y, de pronto, en el centro
del disco o círculo superior se destacó un intenso punto rojo.
• ¡Dios mío!... ¡Sinuhé: mira!
Estupefacta, la pareja permaneció unos segundos con la vista fija en
el redondel de piedra. ¿De dónde procedía aquella luz rojiza?
Sinuhé, comprendiendo que el canto de cada una de aquellas letras
provocaba la activación de algún resorte o mecanismo secreto en el
círculo, se apresuró a entonar la segunda:.-¡Aleph!..., el uno. Un
nuevo eco se confundió con los restos del primero y, tal y como
había supuesto, un segundo punto rojo apareció en el símbolo solar.
• ¡Lamed!..., el treinta. Corno un milagro, al pronunciar la L, una
tercera ascua escarlata brilló en el gran círculo.
• ¡Aleph!..., el uno.
• ¡Mem!..., el cuarenta.
• ¡Aleph!..., el uno.
• ¡Cheth!..., el ocho.
Al cantar la CH, un séptimo punto -también rojizo- se abrió en el
disco y Nietihw, que seguía iluminando la parte superior del relieve
con sus arcos iris, susurró al tiempo que se aferraba, temerosa, al
brazo del exultante Sinuhé:
• ¡No sigas!
Pero, haciendo caso omiso de las cautas palabras de la mujer, entonó
la penúltima letra:
• ¡Yod!..., el diez.
En el centro del círculo, los ocho puntos formaban ya la figura de
un «6» de un vivísimo escarlata. Y Sinuhé, al verlo, repitió
victorioso la leyenda que acompañaba el ideograma:
• Sólo la lengua sagrada ilumina el número de tu ojo: llave de
Dalamachia.
Pero, antes de que el investigador llegara a cantar la última A, una
corriente de aire helado procedente del escotillón los indujo a
mirar hacia lo alto...
Los haces multicolores de los ojos de Nietihw iluminaron entonces
una figura cuadrangular. Se hallaba suspendida a corta distancia
sobre la boca -también cuadrada-por la que habían penetrado en el
interior del barco. Y la pareja, intuyendo nuevos y graves
acontecimientos, se apresuró a situarse en la vertical del referido
escotillón. En esos precisos momentos, mientras observaban cómo
aquella especie de losa se precipitaba hacia el truncado vértice de
la pirámide, Sinuhé experimentó nuevamente la angustiosa sensación
de que habían caído en una trampa. El chasquido de la pieza,
encajando y cerrando el escotillón, fue la trágica confirmación.
• ¡Oh, no!... ¡Estamos atrapados!.Nietihw, temblorosa, se aferró de
nuevo a Sinuhé, implorándole que hiciera algo. Pero el miedo del
investigador era tan intenso como el de su compañera y, a pesar del
viento helado que había precedido al cierre del recinto, su rostro
empezó a sudar copiosamente. Fueron necesarios algunos e
interminables minutos para que, al fin, sobreponiéndose, se
decidiera a actuar. Aparentando calma, rogó a su amiga que iluminara
de nuevo uno de los oblicuos muros de la pirámide. Nietihw accedió
entre sollozos. Y ante el desconcierto de la hija de la raza azul,
se dedicó a contar las sucesivas hileras de piedras que armaban el
muro.
Concluido el recuento, se dirigió a la pared contigua, repitiendo la
operación con un mutismo irritante.
Al terminar, su rostro se iluminó. Nietihw supo entonces que su
enigmático amigo había descubierto algo. Pero, dominando su
incertidumbre, prefirió guardar silencio y esperar.
Sinuhé contó igualmente las hileras de piedras del tercer y cuarto
muros y, una vez satisfecha su curiosidad, dio una palmada,
exclamando con un hilo de esperanza:
• ¡Nietihw, creo que estoy en lo cierto...!
La mujer le miró anhelante.
• Cada una de estas paredes -añadió el soror-consta de veintitrés
hiladas o filas de bloques de piedras. Y las cuatro, como puedes
observar, rematan la cúspide de una pirámide... ¿No te dice nada
todo esto?
Nietihw reflexionó:
• ¿La cúspide de una pirámide? ¿Veintitrés hiladas de piedra?...
Sinuhé no llegó a captar el gesto de impotencia en el rostro de su
amiga. Absorto en sus meditaciones había vuelto sobre uno de los
muros, procediendo a medir la altura de vanos de aquellos sillares.
• ¡Exacto! -comentó para sí-. ¡Once décimas de paso!... Ahora sólo
resta una última comprobación.
Y ante los atónitos ojos de Nietihw empezó a caminar -de norte a sur
y de este a oeste-sobre la cuadrada plataforma que formaba el piso
de la pirámide.
• No hay duda. Cada lado de este cuadrado -repuso-, suma algo más de
veintiún pasos: la famosa unidad lineal del antiguo Egipto. Es
decir, teniendo en cuenta que cada uno de estos.pasos egipcios
equivale a 0,5432 metros..., sí, poco más o menos la mitad... Eso
significa unos once metros.
Nietihw, consumida por la impaciencia y aterrorizada ante la idea de
aquel enterramiento en vida, estalló:
• ¡No entiendo nada, Sinuhé! ¿Qué es lo que te propones? ¿Cómo vamos
a escapar de esta trampa?
• No pierdas los nervios... Si no me equivoco, nos encontramos en la
parte superior de la Gran Pirámide de Keops...
La mujer, temiendo que aquella serie de infaustos sucesos hubiera
podido trastornar la mente de su compañero, tomó sus manos entre las
suyas e iluminando el rostro de Sinuhé con sus arcos iris, le
interrogó sin poder ocultar su preocupación:
• ¿Estás bien?
Sinuhé comprendió y, esbozando una media sonrisa, replicó:
• Todo lo bien que puede permitirme esta locura. Y saliendo al paso
de las lógicas dudas de Nietihw, le detalló cuanto había averiguado:
• Tú sabes que en la actualidad... Es decir -rectificó-, en esa
actualidad a la que pertenecíamos antes de saltar a este extraño
mundo, la famosa Gran Pirámide del rey Keops se halla o se hallaba
truncada. La hija de la raza azul asintió. Ella, como Sinuhé, sabía
que la cima de dicha pirámide fue mutilada siglos atrás; muy
probablemente en el siglo IX, en tiempos del califa Al-Mamum, que
fue quien ordenó el desgraciado desmantelamiento de los bloques de
piedra del revestimiento de la citada construcción.
• Pues bien, según todos los egiptólogos, en un principio, la Gran
Pirámide estaba compuesta por 226 hiladas de bloques. En esa
actualidad o tiempo o mundo de los que procedemos, la referida tumba
de Keops sólo presenta 203 hiladas. Faltan, por tanto, 23...
Sinuhé señaló entonces los cuatro muros que les encarcelaban,
sentenciando:
• Casualmente, este remate piramidal tiene las mismas hiladas y
dimensiones que la cúspide arrebatada a la Gran Pirámide:
veintiún pasos y pico en su base o, sí lo prefieres, once metros y
medio y algo más de trece pasos de altura.
• ¿No puede tratarse de un error o de una casualidad?.Sinuhé volvió
a sonreír. Él, como miembro de la Logia secreta de la Sabiduría,
había sido adiestrado en la llamada Mística de los Números,
practicada de forma sistemática por los egipcios y, muy
especialmente, por los constructores de pirámides.
• No ignoras -replicó- que la mística del número (auténtica religión
para los egipcios) les exigía que toda cantidad, cualquiera que
fuera su naturaleza, debía reflejar el simbolismo de la Justedad. A
su vez, esta Justa Medida era el símbolo de la virtud humana. Y una
de las más importantes manifestaciones de esa Justedad lo
constituían los llamados triángulos rectángulos sagrados. Los
egipcios los utilizaron en todas sus construcciones importantes y la
Gran Pirámide no fue una excepción. En mis estudios sobre esta
Maravilla pude constatar cómo, a partir de la hilada 203 (sobre la
que nos encontramos en este instante) únicamente la 226 equivalía
cuantitativamente al diámetro potencial de una circunferencia de
709,9999 de longitud, cuya fracción infinitesimal hace que su
lectura virtual sea de 710 enteros, convirtiéndose, con su diámetro
de 226 enteros, en la más perfecta circunferencia, símbolo, como te
digo, de esa Justa Medida..., y testimonio evidente del conocimiento
que tenían sus constructores de la razón existente entre el diámetro
y su circunferencia. Por otra parte, una de esas medidas que acabo
de verificar (siete metros y pico de altura) equivale a la vigésima
parte del volumen de la Pirámide, de 270 pasos o 146, 6 metros de
altura...
Sinuhé advirtió que Nietihw apenas si podía seguir -y mucho menos
comprender-las explicaciones matemáticas que estaba recibiendo. Y
resumiendo su descubrimiento, concluyó:
• Quiero decirte que sólo la Gran Pirámide de Keops reúne o reunía
las medidas concretas a que estoy refiriéndome. En consecuencia, y
no me preguntes cómo ni por qué, estamos prisioneros en lo más alto
de la misma.
Nietihw no tuvo tiempo de formular la siguiente y más importante
cuestión: ¿cómo escapar de aquel angustioso
encierro? Las mediciones de Sinuhé habían interrumpido las sucesivas
invocaciones de las letras sagradas y esto, a la vista de lo que
empezaba a brotar en el cabalístico relieve, podía precipitar los
acontecimientos....Ocho de las nueve manos humanas que remataban los
rayos luminosos que nacían del disco o símbolo solar habían empezado
a cobrar vida. Nietihw se percató de ello y, desconcertada, señaló
el relieve, al tiempo que lo iluminaba con sus haces multicolores. Y
la pareja, muda y paralizada por la sorpresa, observó cómo aquellos
dedos de piedra se contraían y articulaban, pujando por desprenderse
del muro. Sólo la última mano -la que presentaba en su palma la A
que completaba la palabra Dalamachia- seguía manteniendo su
primitivo y pétreo aspecto.
Y, de pronto, la primera de las manos se cerró violentamente,
aplastando en su interior la letra D. La hija de la raza azul enfocó
sus arcos iris sobre dicha garra, comprobando con espanto cómo las
afiladas falanges se teñían de negro. Al momento, con un crujido
siniestro, la garra se quebró a la altura de la muñeca, cayendo
sobre el enlosado.
• ¡Las golem!
Nietihw y Sinuhé retrocedieron hasta el centro de la pirámide,
mientras el resto de las convulsivas y serpenteantes manos iban
cerrándose, pulverizando cada una de las letras alojadas en sus
respectivas palmas. Y una tras otra, -al igual que la primera,
fueron desprendiéndose del relieve, cayendo sobre el piso y
avanzando lenta y amenazadoramente hacia los iuranchianos.
• ¡Sinuhé!, ¿qué podemos hacer?
El primer impulso del hombre fue echar mano de su flecha de hielo.
Pero, antes de utilizar a Samej, entonó la última de las letras
sagradas:
• ¡Aleph!..., el uno.
El eco del nuevo mantra rebotó enloquecido en los muros de la
cúspide de lo que Sinuhé suponía la Gran
Pirámide de Keops. Y, al momento, apareció un noveno y postrero
punto escarlata, configurando un definitivo 6
en el centro del disco del ahora mutilado altorrelieve.
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