A partir de esos instantes, todo se precipitó. Las golem, como si
intuyeran que sus presas podían escapar
nuevamente, arquearon los oscuros dedos, dispuestas, al parecer, a
saltar como felinos sobre la pareja. Pero,
como digo, los acontecimientos iban a atropellarse unos a
otros....Los nueve pequeños círculos que emitían la
luz rojiza abandonaron de pronto su forma de 6 y, adoptando una
posición horizontal, se convirtieron en un
almendrado ojo.
-¡Mira, Nietihw! -exclamó Sinuhé, convencido de que aquél tenía que
ser el ojo a que hacía referencia la
misteriosa inscripción.
Y el ojo comenzó a parpadear desde el centro del círculo de piedra.
Y a cada parpadeo, del ojo de Ra fueron
expulsados millones de copos blancos y luminosos, idénticos a los
ibos que habían visto ascender desde la
arena del calvero. En segundos, todo -incluidos los muros y el
pavimento de la pirámide-fue cubierto por las
torrenciales emisiones de corpúsculos. Y antes de que las garras,
igualmente bañadas por los ibos, llegaran a
reaccionar, éstos cristalizaron, convirtiéndose en innumerables y
minúsculos espejos triangulares.
Sólo los cuerpos de Sinuhé y Nietihw se vieron libres de dicha
transformación.
Las golem -desconcertadas- contuvi eron el inminente ataque.
Aquella constelación de espejos había empezado a reflejar las
nevadas y relucientes figuras de los humanos
en miles de puntos opuestos, incluidas las abruptas superficies de
las garras. Y los catorce colores que partían
de los ojos de Nietihw, reflejados ahora en el mosaico de espejos
que constituía cada una de las 1 185 piedras
rectangulares que formaban las cuatro paredes, así como en las losas
del pavimento y en las igualmente
espejeantes manos, llenaron el recinto con más de cien mil bandas
multicolores que se entrecruzaban y
reflejaban de nuevo, formando una diabólica tela de araña.
Sin embargo, tras los primeros momentos de confusión, vanas de las
golem saltaron hacia el centro de la
pirámide. Y sus curvadas uñas hicieron blanco en los rostros de
Nietihw y de Sinuhé...
Las garras, al comprobar que su ataque había sido certero, se
ensañaron con los cuerpos de la pareja. Vanas
de las golem estrangularon los cuellos de los iuranchianos, mientras
otras, sedientas de sangre, disparaban
sus dedos sobre los ojos, clavándolos como garfios.
Al perforar los globos oculares, los arcos iris se extinguieron y,
con ellos, el laberinto multicolor que llenaba la
pirámide. Sólo.los millones de copos blancos que cubrían las
hieráticas figuras de Sinuhé y de la hija de la raza
azul siguieron destellando en la oscuridad. Casi simultáneamente,
los inmóviles cuerpos de nuestros
aventureros empezaron a desmoronarse.
Como si, en efecto, se tratase de estatuas de arena, aquellas
esfinges se vinieron abajo, arrastrando a las
golem en su desintegración.
Coléricas, las garras fueron emergiendo de entre los luminosos
montones de ibos en que habían quedado
reducidos Nietihw y su compañero. Pero, para cuando las amputadas y
espejeantes manos lograron
desembarazarse de los refulgentes gránulos, otro increíble suceso
estaba a punto de consumarse: cegadas por
aquel instinto asesino, las golem no habían reparado en el disco de
piedra y en su enigmático y parpadeanteojo... Éste, separándose del
muro, sobrevoló el lugar, deteniéndose sobre las garras. Su parpadeo
se hizo
entonces más y más rápido y los millones de ibos fueron absorbidos
hacia lo alto, penetrando como un
torbellino por la pupila escarlata. Y el ojo de Ra multiplicó su
fulgor, hasta convertirse en una esfera rojiza y
palpitante. Las golem se replegaron hacia uno de los ángulos de la
pirámide y, de pronto, la pequeña nube
esférica comenzó a gotear, salpicando de rojo el gran espejo que
cubría el enlosado.
103
Dos de aquellas gotas aumentaron de tamaño y el resto, impulsado por
un oculto poder, se distribuyó a su
alrededor, formando un sanguinolento entramado que comenzó a
hincharse sobre el pulido pavimento.
Lo que había sido el ojo de Ra terminó por disolverse y, cuando la
última gota escarlata se precipitó sobre la
monstruosa forma que seguía creciendo sobre el suelo de la pirámide,
la totalidad de los espejos se agrietaron.
Y con un bramido, aquella figura se despegó hacia lo alto,
iluminando la cámara con dos enormes y circulares
ojos inyectados en sangre: ¡era Samej, la serpiente!
Su corpulento cuerpo continuó emergiendo entre las losas, mientras
su cabeza giraba y se balanceaba en el
aire, en busca de algo... Al fin, el ofidio descubrió a las golem.
Arqueó el vientre y, abriendo sus fauces, exhaló
un espeso chorro de humo verde que cubrió a las garras.
Concluida su misión, el cuerpo de Samej retrocedió, hundiéndose y
desapareciendo por el mismo orificio por el
que.había brotado. Cuando sus inmensos ojos circulares se perdieron
definitivamente bajo las losas, éstas se
cerraron tras la serpiente y las tinieblas reinaron de nuevo en la
pirámide.
Pero, ¿qué había ocurrido con las golem? Y, sobre todo, ¿qué había
sido de Sinuhé y de la hija de la raza
azul?
Cuando Sinuhé volvió en si, sus ojos resultaron lastimados por los
intensos abanicos luminosos que manaban
de Nietihw. La hija de la raza azul, arrodillada, sostenía entre sus
manos la cabeza de su amigo.
-¡Oh, Dios mío! -suspiró aliviada-. ¡Al fin!
El miembro de la Escuela de la Sabiduría apartó la vista de su
compañera, tratando de recordar. Pero, por más
que bregó con su memoria, apenas si acudieron a su cerebro algunos
recuerdos tan brumosos como
inconexos. Veía, sí, aquella lluvia de copos blancos que terminaría
por cubrirles y los miles de espejos en el
interior de la pirámide. A partir de esos instantes, todo se
difuminaba.
Interrogó a Nietihw, pero ésta negó con la cabeza. ¿Qué les había
sucedido? ¿Dónde estaban?
Con movimientos inseguros, ayudado por su amiga, se puso en pie. Los
arcos iris proyectados por aquélla
recorrieron el lugar y ambos comprendieron que se hallaban en una
cámara de forma cúbica, de unos dos
metros de lado y construida a base de sólidos bloques de granito. En
una de las caras se abría un túnel, con
una boca estrecha y rectangular. En cuclillas se asomaron al mismo,
pero sólo distinguieron un largo y negro
corredor descendente de un metro escaso de altura por ochenta
centímetros de anchura.
La pareja, movida por un mismo sentimiento de recelo, prefirió
evitar, de momento, la idea de aventurarse por
aquel tenebroso lugar. Sinuhé palpó las rugosas paredes de la
angosta sala en la que habían aparecido. Por
más vueltas que le dio al asunto, no supo cómo ni por qué habían
llegado hasta allí. Nietihw fue iluminando
puntualmente cada una de las áreas y ángulos solicitados por su
compañero y, finalmente, el soror de la Gran
Logia guardó silencio, cayendo en una de sus acostumbradas y
herméticas reflexiones. Para él, aquel
inexplicable cambio de escenario tenía que ser obra de Ra. Pero no
era éste el.pensamiento que le
atormentaba. Si sus cálculos no estaban equivocados, aquella cámara
y el túnel que partía de la misma tenían
que guardar una estrecha relación con el interior de la Gran
Pirámide de Keops. Y aunque intentó disimularlo,
un estremecimiento le sacudió de pies a cabeza.
-¿Qué te ocurre? -le interrogó Nietihw.
Pero Sinuhé, al menos de momento, no estaba dispuesto a inquietar a
su amiga con lo que sólo eranelucubraciones. Él había estudiado la
estructura interna de la Gran Pirámide y sabía de la diabólica red
de
pasadizos, cámaras y pozos trazada por sus constructores, y lo
difícil que podía resultar evadirse de los
mismos. Otros muchos antes que ellos –especialmente saqueadores de
tesoros-lo habían intentado y la
mayoría, al no hallar la salida, había enloquecido y muerto en dicho
laberinto.
Pero, naturalmente, podía estar equivocado...
-Nada, no me sucede nada -repuso, haciendo un esfuerzo-.
Quizá sea el frío...
Efectivamente, por la boca del túnel se percibía una sutil corriente
de aire fresco. Y el investigador, señalando
dicha entrada, animó a Nietihw a proseguir la búsqueda de los
hombres Pi. En realidad no tenían otra
alternativa. Aquella cámara, con sus desnudos e inmensos bloques de
piedra, empezaba a resultar angustiosa
y asfixiante.
Y la pareja se dispuso a penetrar en aquel inquietante y tenebroso
pasadizo. Antes, a requerimiento de Sinuhé,
llevaron a cabo un inventario de cuanto conservaban.
Inexplicablemente, el arco de hielo, la aljaba y la solitaria
saeta habían desaparecido. Por el contrario, la cadena con los
sesenta primeros dígitos del número pi seguía
arrollada a la cintura de Sinuhé.
En cuanto a Nietihw, su único bagaje era el pequeño frasco de
cristal con los ibos.
Y Sinuhé, presintiendo graves e inminentes dificultades, volvió a
echar de menos a su desaparecido amigo: el
disco...
La suerte -una vez más-estaba echada. Y tomando a Nietihw de la
mano, se adentraron en el silencioso y
negro corredor...
Lo angosto del túnel les obligó a caminar encorvados, con las
barbillas pegadas a sus rodillas. Sinuhé, rozando
con su cuerpo.la pared izquierda, se situó ligeramente en cabeza,
mientras Nietihw, asida a su mano derecha,
procuraba iluminar el resbaladizo y cada vez más inclinado corredor.
Sin embargo, los haces multicolores que
brotaban de sus ojos no terminaban de localizar el fondo del
pasadizo. Y un creciente temor fue apoderándose
de ellos. ¿Qué les aguardaba al final de aquel oscuro túnel?
104
Durante los primeros metros, sólo el rítmico arrastrar de los pies
sobre el tosco piso y sus respiraciones, cada
vez más fatigosas, rompieron el espeso silencio, tan impenetrable
como los muros entre los que se deslizaban.
Sinuhé, ante la progresiva inclinación del pasadizo -en aquel punto
debía oscilar alrededor de los veinticinco
grados-, detuvo su marcha. Convenía adoptar precauciones y así se lo
comunicó a Nietihw. Ésta, buscando
una mayor estabilidad, dejó libre la mano derecha de su compañero. Y
presionando ambos muros laterales con
sus respectivas palmas, trató de frenar así la inercia impuesta por
la pendiente.
De pronto, algo llamó la atención del investigador. Sus ojos habían
quedado fijos en el techo del pasadizo. La
hija de la raza azul concentró su mirada hacia aquel punto y los
catorce colores iluminaron tres series de
jeroglíficos, toscamente pintados en rojo.
Tras una breve observación, el soror comprobó que se trataba de unas
marcas, probablemente hechas por los
picapedreros que habían trabajado en la construcción, y que -en una
escritura oval y típicamente egipciareproducía
los siguientes nombres: Kufu-Knem Kufu-Knem.
-¡Dios mío! La exclamación de Sinuhé, cargada de negros presagios,
sólo sirvió para inquietar aún más a su
compañera. Y Nietihw, en su afán por descubrir la razón de aquel
lamento, dejó atrás a su amigo, caminando
precipitadamente hacia la zona sobre la que se distinguían las
cartelas.
Sinuhé no tuvo tiempo de detenerla. Y antes de que pudiera evitarlo,
los pies de la mujer resbalaron y la hija de
la raza azul se precipitó de bruces hacia el fondo del túnel.
-¡Sinuhé..., auxilio!.El grito se propagó como un cañonazo por el
estrecho corredor, helando la sangre de su
amigo, que no tardó en perderla de vista.
Durante algunos segundos, el eco del alarido se mezcló con el
continuo y cada vez más apagado roce del
cuerpo de Nietihw sobre la resbaladiza pendiente. Después, tras unos
instantes interminables, volvió a
escuchar un segundo grito. Esta vez, más agudo y terrorífico. Y,
súbitamente, la voz de su amiga se quebró. Y
el silencio lo llenó todo.
A tientas y con el corazón encogido, Sinuhé se lanzó pasadizo abajo.
Pero, como le sucediera a Nietihw, a los
tres o cuatro pasos perdió el equilibrio, rodando por el tobogán.
Finalmente, tras una inacabable serie de golpes contra los muros,
fue a dar con sus maltrechos huesos en un
rellano, también de piedra. Aturdido, se incorporó como pudo pero,
al descubrir lo que se levantaba frente a él,
a punto estuvo de caer desmayado.
Aquel túnel descendente le había conducido hasta una segunda cámara,
notablemente más espaciosa que la
primera. En uno de sus muros -el situado frente a la boca del
pasadizo que acababa de abandonar-, el cuerpo
de Nietihw, de espaldas a Sinuhé, aparecía firmemente abrazado por
un ser que, en un primer momento, el
aterrado investigador asoció con un esqueleto.
-¡Jesucristo!
Fue aproximándose cautelosamente. Los arcos iris de su inmóvil
compañera, fijos sobre el muro,
proporcionaban al recinto una mediocre claridad. Aquella aparente
contradicción le confundió aun más. Nietihw,
en pie y con el cuerpo pegado a la pared, permanecía en la más
absoluta inmovilidad, firmemente sujeta por la
espalda por aquellos larguiruchos brazos. Si está desmayada
-reflexionó-, ¿cómo es posible que sus ojos sigan
manando luz? La respuesta llegaría cuando Sinuhé, en actitud
defensiva, se situó frente al costado derecho de
su desventurada amiga.
-¡Dios de los cielos!...
Los haces multicolores le revelaron entonces la verdadera naturaleza
del ser que él había confundido con un
esqueleto: la hija de la raza azul se hallaba atrapada por unos
brazos.momificados..., que salían de la piedra.
Aquellas correosas extremidades superiores y un cráneo -igualmente
momificado, que brotaba también del
muro por encima de Nietihw-constituían la repulsiva criatura que
atenazaba a su compañera.
-¿Cómo es posible? -musitó, al tiempo que golpeaba la piedra con su
puño-. ¡Esto es puro granito...!
Su primera y lógica impresión fue que los restos de aquella momia
habían sido sepultados en el interior del
enorme y sólido muro. Pero ¿cómo?
Una vez seguro de la macabra naturaleza de aquellos acartonados
brazos, semicubiertos de polvorientas tiras
de tela, toda su atención se centró en Nietihw. Efectivamente,
respiraba.
Las palmas de sus manos se hallaban pegadas a la pared, como
tratando de rechazar aquel siniestro abrazo.
Su cabeza, incomprensiblemente recta y echada hacia atrás, apuntaba
hacia el cráneo que sobresalía por
encima suyo. Sus ojos, abiertos al máximo, reflejaban un espanto que
hizo temer a Sinuhé por su vida. En
realidad era aquel pánico insuperable –más que el abrazo de hierro-
lo que la mantenía paralizada.
Sinuhé, guiado por el instinto, hizo presa en uno de los brazos,
tirando con todas sus fuerzas. Pero el cepo no
cedió un solo milímetro. Volvió a intentarlo desde otro ángulo, pero
resultó igualmente inútil. Aquel amasijo de
tendones y músculos presentaba la misma consistencia que el granito
al que se hallaba unido. Y el miembro de
la Escuela de la Sabiduría, sofocado, se dejó caer contra el muro,
luchando por hallar una solución. Si no
lograba liberar a Nietihw, ni ella ni él tendrían la menor
oportunidad de salir con vida de aquel negro
subterráneo.
Luchando contra la desesperación, se despegó de la pared, iniciando
un meticuloso examen del recinto. Pero
los fríos y desnudos muros no le aclararon gran cosa. Se trataba
–eso parecía evidente-de una de las
múltiples cámaras o antecámaras existentes en la Gran Pirámide. La
inoportuna inscripción descubierta en el
techo del pasadizo descendente, con el nombre de Kufu -verdadera
identidad del rey Keops-, le había
convencido de que se encontraban en el interior de dicha pirámide. Y
conociendo, como conocía, la inclinación
105
de sus.constructores a tender todo tipo de trampas que confundieran
y malograran a los posibles intrusos o
violadores de tumbas, llegó al convencimiento de que su compañera
había sido víctima de la fatalidad y, por
supuesto, de uno de aquellos ardides. Quizá estas reflexiones y la
dramática realidad de la hija de la raza azul,
prisionera de aquel monstruo nacido de un bloque de granito,
hubieran terminado por arruinar los ánimos de
cualquiera. Pero Sinuhé sabía también que casi todas las trampas de
la Gran Pirámide disponían de sendos y
secretos dispositivos, capaces de anular sus mortales efectos,
siempre y cuando fueran descubiertos a
tiempo... Y ésta -Sinuhé lo intuía-, no tenía por qué ser una
excepción. Pero ¿dónde se escondía ese posible
resorte secreto que permitiese la liberación de Nietihw?
Desalentado, el soror regresó al muro contra el que continuaba su
amiga. Repasó la piedra rectangular de la
que emergían la cabeza y los brazos de la momia, pendiente del menor
resquicio o señal, Fue estéril. Aquella
mole de granito, sólidamente encajada, no ofrecía la menor pista..
Desmoralizado, se dejó caer sobre el piso, reclinando la espalda en
el fatídico bloque. A su derecha, el cuerpo
de Nietihw seguía estático y de puntillas. Y fue aquel detalle, en
el que no había reparado hasta entonces, el
que le conduciría a otro descubrimiento decisivo. Con la vista fija
en los pies de su amiga, percibió de pronto
cómo el extremo inferior de la túnica de la hija de la raza azul
oscilaba levemente. La casi imperceptible
oscilación de la tela le hizo reaccionar.
-¿Cómo no me he dado cuenta antes?
Maldiciendo su mala estrella, buscó la franja del muro que aparecía
enfrentada a aquella zona de la túnica de
Nietihw.
Situó las palmas de sus manos a dos o tres centímetros de la roca y,
en efecto, detectó una finísima corriente
de aire.
Alborozado siguió la trayectoria de la invisible fisura, comprobando
que se extendía a una cuarta del suelo y a
todo lo ancho del muro. Si no estaba equivocado, allí podía hallarse
la clave.
Retrocedió un par de pasos, situándose frente a Nietihw.
Observó la pared y, tras una breve meditación, tuvo
el.convencimiento de que se encontraba ante una posible
puerta basculante, muy típica del ingenio egipcio. De ser así
–siguió cavilando-, quizá la rotación de la losa
provoque la apertura de los brazos... Pero ¿cómo hacerlo?
El único dispositivo capaz de mover esta losa de granito -se
dijo-sólo puede encontrarse al otro lado del muro...
A no ser que...
Una feliz idea acababa de aparecer en su cerebro. En sus años de
estudio y preparación en el seno de la Logia
de la Sabiduría había tenido ocasión de comprobar cómo algunas de
estas puertas secretas podían ser
abiertas merced a un mecanismo oculto en algunas de las momias que
hacían las veces de genios-guardianes.
Dicho dispositivo tenía además un carácter de amuleto para la momia
en cuestión. Algunos de estos resortesamuletos,
en forma de placas linguales, habían sido vistos por él en momias
del Royal Scottish Museum de
Edimburgo, del Gulbenkian de Durham, en Inglaterra, y del
Rijksmuseum van Oudheden de Leiden.
¿Qué perdía con probar?
Decidido, se dirigió al cráneo que brotaba de la roca. Pero la
cabeza se hallaba a más de dos metros del suelo,
y Sinuhé, con su mediana estatura, se vio ante la irritante
circunstancia de rozar tan sólo el puntiagudo mentón
del cadáver. Sólo cabía una solución. Sin pensarlo saltó sobre los
brazos que aprisionaban a Nietihw,
encarándose así con la calavera.
La boca, tal y como suponía, se hallaba entreabierta, dejando al
descubierto una amarillenta fila de dientes.
Sobre el labio inferior, a la altura de los incisivos y caninos,
descubrió una pequeña lámina, de forma
rectangular y arqueada, que se perdía en el interior.
Sinuhé atrapó el extremo de la lengüeta y, con el corazón acelerado,
tiró de ella.
Los efectos del tirón fueron más rápidos y bruscos de lo que podía
imaginar el voluntarioso Sinuhé. La lámina
metálica –posiblemente de oro-cedió cosa de diez centímetros y, acto
seguido, movidos por un mecanismo
oculto, los brazos de la momia se abrieron de golpe. Sinuhé, que se
había instalado en cuclillas sobre los
resistentes antebrazos, no tuvo tiempo de saltar. Su propio impulso
al tirar del resorte-amuleto y la.automática
apertura de dichos brazos provocaron una nueva caída del
investigador, que fue a estrellarse contra el duro
enlosado.
Desde el suelo asistió a un no menos fulminante giro de la pared de
piedra. Ésta basculó sobre un artificio
oculto en el centro del granítico rectángulo -presumiblemente a lo
largo del eje menor-, haciendo que la parte
inferior del muro se elevase en dirección al recién liberado cuerpo
de Nietihw. La roca, imparable, empujó a la
hija de la raza azul, desplazándola y derribándola muy cerca de
Sinuhé. Y la mujer quedó tendida en el suelo,
inmóvil y con sus haces multicolores iluminando el techo de la
cámara.
Y antes de que nuestro hombre pudiera reaccionar, la puerta secreta
completó el vuelco previsto por aquel
oculto mecanismo, cerrándose de nuevo.
Sinuhé, satisfecho ante la liberación de su amiga, no prestó mayor
atención al hecho de que la hoja de piedra
hubiera vuelto a encajarse, cerrándoles nuevamente el paso.
Arrodillado junto a Nietihw, procuró devolverla a
la realidad. Tras zarandearla, se vio obligado a propinarle dos
sonoras bofetadas. Al fin, sus ojos parpadearon
y la extrema palidez de su rostro fue extinguiéndose.
-¡Nietihw!
Algo más repuesta, la mujer se incorporó; paseó la mirada a su
alrededor y, al descubrir a su compañero, se
arrojó en sus brazos, víctima de un ataque de nervios.
106
-¡Tranquilízate!... Lo peor ha pasado...
Sinuhé evitó toda referencia a su caída por el túnel y al posterior
y trágico encuentro con los brazos de la
momia. Tras secar las lágrimas de la mujer, le suplicó que
contuviese su miedo.
-Ahora -concluyó-, lo importante es salir de este maldito lugar...
Por primera vez desde que recuperase el dominio de sí misma, la hija
de la raza azul desvió su mirada hacia el
muro contra el que había permanecido atrapada y, tras una breve
pausa, preguntó:
-¿Dónde estamos?
Sinuhé le recordó los jeroglíficos en pintura roja descubiertos en
el techo del pasadizo descendente, haciéndole
ver que, si sus.cálculos no fallaban, se encontraban en uno de los
toboganes que cruzaban quizá el macizo
central de la Gran Pirámide de Kufu o Keops y que, de acuerdo con
sus conocimientos, podía conducirlos, bien
a la cámara del Rey o de la Reina, o a lo más profundo de la
pirámide: a la tenebrosa cámara subterránea.
Sinuhé, sin embargo, no hizo mención de los múltiples peligros que,
como en el caso del abrazo mortal de la
momia, podía reservarles el paso por aquellos corredores...
-Y ésta -finalizó el soror, señalando las paredes que los
rodeaban-tiene que ser una de las cámaras trampa
que, a su vez, nos separa del camino que puede llevarnos hasta los
hombres Pi...
-¡Los hombres Pi...! -comentó la mujer con escepticismo-. ¿De verdad
crees que llegaremos a ellos?
-Estoy seguro -fingió Sinuhé-. No olvides que aún llevo la cadena...
Pero las palabras del investigador se vieron interrumpidas. En mitad
de la penumbra, algo había empezado a
brillar...
Giraron los rostros hacia la losa de granito que acababa de bascular
sobre sí misma. En el centro había
empezado a destellar un pequeño objeto...
La mujer hizo ademán de aproximarse, pero su compañero, desconfiando
de aquella súbita aparición, la retuvo
a su lado.
Nietihw bañó entonces la totalidad del muro con sus arcos iris y
ambos, maravillados, observaron cómo sobre
la rugosa superficie de la piedra, y por encima del brillante
objeto, iba apareciendo una serie de jeroglíficos.
Al incidir sobre la minúscula y fulgurante pieza, los abanicos
luminosos que partían de Nietihw sufrieron una
instantánea refracción, propagándose en todas direcciones. Y aquel
objeto se presentó ante los iuranchianos
en toda su belleza.
Nietihw, olvidando la prudencial actitud de su compañero, dio un
paso hacia el muro, examinando de cerca la
joya. Porque de eso se trataba. Ante la pareja, alojada en un nicho
de unos diez centímetros de lado, había
surgido una prodigiosa gema, formada por doce perfectas y
transparentes caras. Del corazón del diamante
partía una cegadora luz blanca que irradiaba.hacia cada uno de los
pentágonos regulares que delimitaban el
valioso dodecaedro.
Sinuhé imitó a su compañera, comprobando cómo la piedra preciosa
flotaba ingrávida en el hueco practicado
en la roca. Y tras una atenta observación, levantó la vista,
tratando de descifrar aquel nuevo ideograma.
En voz alta, el miembro de la Logia fue traduciendo los caracteres.
Extranjero: estás ante la primera puerta...
Sinuhé dudó. Algunos de los símbolos, a pesar de su reciente y
misteriosa aparición sobre la losa, se hallaban
deteriorados, como si hubieran sido trazados cientos o miles de años
atrás.
Nietihw concentró toda su luz sobre los jeroglíficos y ambos
descubrieron entonces la razón de aquellas
imperfecciones: de la misma forma que los habían visto dibujarse
sobre la piedra, así habían empezado
también a autoeliminarse. No había, pues, tiempo que perder. Y
Sinuhé recorrió la leyenda a toda velocidad:
-... que conduce a Dalamachia... EBEN es mi nombre.
Apenas si había concluido aquella única y precipitada lectura cuando
las tres hileras de jeroglíficos se borraron.
Y ante la pareja sólo quedó el deslumbrante tesoro...
La hija de la raza azul repitió las palabras que acababa de
pronunciar su amigo y, volviéndose hacia él,
preguntó su significado.
Extranjero: estás ante la primera puerta que conduce a Dalamachia
-memorizó Sinuhé en actitud reflexiva-.
EBEN es mi nombre.
-¿Y bien? -insistió Nietihw.
Pero el investigador sólo acertó a encogerse de hombros.
-A no ser...
-¡Habla, por Dios! -le recriminó Nietihw.
-A no ser que ese nombre (Eberr) tenga relación con la piedra
preciosa que menciona el Zóhar o Libro del
Esplendor, uno de los más antiguos e intrincados textos cabalísticos
de los judíos... El Zóhar sitúa al comienzo
de los tiempos una gema de incalculable valor, alrededor de la cual
la historia humana fue sumando sus
sucesivas intuiciones del Infinito. Al explicar la creación del
mundo, el texto dice que el Creador, desde su
trono.majestuoso, arrojó una piedra preciosa al abismo. Uno de los
extremos de este prisma maravilloso fue a
hundirse en la oscuridad y el otro emergió del caos. La Tradición
llama a este diamante Eben Hashetiaj, y
aseguran los kabalistas que sobre dicha base se estableció el mundo.
La citada piedra (Eben) se perdió y
todas las leyendas afirman que quien la posea dominará el mundo...
Por un momento, conforme desarrollaba su exposición, la hija de la
raza azul creyó descubrir en los ojos de su
amigo un destello que le llenó de inquietud. Sinuhé, con la vista
clavada en el diamante, parecía sumido en
insólitas reflexiones.
107
Finalmente, extendiendo sus manos hacia la gema, musitó con una voz
desconocida:
-...Sí, aquel que lo posea dominará el mundo. -Y atrapando la piedra
la retiró del nicho.
Nietihw, desconcertada, no supo qué decir.
-¿Por qué no podemos apoderarnos de ella? -repuso el investigador,
saliendo al paso de las inquietudes que
flotaban en el ánimo de su compañera-. Después de todo, ¿quién está
arriesgando su vida en esta loca
misión...?
La hija de la raza azul no respondió. Se limitó a bajar los ojos,
mientras su amigo acariciaba el fulgurante
tesoro.
Fueron momentos de gran tensión. Desarmada ante la inesperada
codicia de su compañero, no acertó a
reaccionar.
Pero, de improviso, de la misma forma que se había hecho con la
gema, Sinuhé volvió a depositarla en el
hueco del muro.
Nietihw buscó ansiosa la mirada de su amigo y, al cruzarse con ella,
comprobó aliviada cómo aquel vehemente
deseo de posesión se había extinguido tan rápidamente como había
llegado.
Nietihw no hizo comentario alguno. Sin embargo, al contemplar el
diamante, ingrávido de nuevo en la
hornacina, supo que aquella oportuna rectificación de Sinuhé
significaba una difícil victoria. La fina intuición de
la hija de la raza azul no se equivocaba...
Apenas la joya fue devuelta a la oquedad, la luz del diamante
menguó, hasta quedar reducida a un remoto
destello interno. Y ante la sorpresa de nuestros protagonistas, sus
doce caras.pentagonales se abrieron,
transformándose en otros tantos pétalos de cristal. En el fondo de
aquella rosa flotante seguía viva la chispa
luminosa que había constituido el corazón de la gema.
Nietihw y Sinuhé se miraron perplejos. Y el miembro de la Orden de
la Sabiduría, llevado por aquel impenitente
afán de curiosearlo todo, pegó su nariz a la delicada y cristalina
flor. A los pocos segundos, volviéndose hacia
su expectante amiga, comentó sin poder disimular su desconcierto:
-¡No puede ser!... ¡Fíjate, Nietihw!
Y apuntando con el dedo índice, fue contando la totalidad de las
aristas que sumaban los doce pétalos
pentagonales.
-...¡Sesenta!... ¡Suman sesenta: el valor numérico de Samej!
La hija de la raza azul no pudo reprimir un escalofrío al escuchar
el nombre de la serpiente. Pero,
dominándose, señaló a su vez el cinturón de números que portaba
Sinuhé, añadiendo algo en lo que no había
caído su meticuloso compañero:
-0 el valor del número pi, si consideramos tan sólo sus cinco
primeros dígitos: 3,1416...
Sinuhé, no muy conforme con esta observación, movió la cabeza
negativamente. Pero su amiga, convencida
de que aquélla era una clara pista en la búsqueda de los hombres Pi,
situó ambas manos bajo la ingrávida y
transparente rosa y, con suma delicadeza, la retiró del nicho. Al
momento, al contacto con la piel, los doce
pétalos se abrieron al máximo y la minúscula y blanca luz de su
interior fue aumentando en volumen e
intensidad, hasta llenar por completo el cuenco que formaban las
manos de Nietihw.
Lo ocurrido a continuación fue tan rápido como un relámpago:
las paredes, el techo y pavimento de la cámara se estremecieron,
como sacudidos por un violento seísmo.
Instintivamente, Nietihw protegió la rosa contra su pecho, mientras
su compañero caía derribado por la fuerte
sacudida.
La vibración cesó al instante. Y la pareja, sin aliento, asistió al
desmoronamiento de la laja de granito en cuyo
interior había aparecido el valioso diamante. Mientras el resto de
los muros no parecía haber sufrido daño
alguno, la puerta secreta que Sinuhé había hecho bascular sobre sí
misma quedó reducida a un.montón de
polvo. Y ante los iuranchianos surgió un segundo y oscuro pasadizo.
En tanto Sinuhé recapacitaba sobre aquel extraño temblor, negándose
a admitir el origen telúrico del mismo, su
compañera retiró la rosa de su pecho y, abriendo las manos,
contempló maravillada cómo de la masa luminosa
se desprendían, uno a uno, los doce pétalos pentagonales. Incapaces
de articular palabra, Nietihw y Sinuhé
observaron cómo cada una de aquellas perfectas láminas geométricas
revoloteaba en el aire, yendo a fundirse
unas con otras hasta formar una hermosa y gigantesca mariposa de
cristal, de alas transparentes y articuladas.
Boquiabierta, la pareja vio entonces cómo el enorme insecto batía
sus alas, perdiéndose en las tinieblas del
corredor que acababa de abrirse ante ellos.
Pero un súbito grito de la hija de la raza azul estremeció de nuevo
a Sinuhé...
Nietihw, con sus arcos iris iluminando sus propias manos, había
quedado paralizada. La masa brillante que
sostenía entre las palmas y de la que habían escapado los doce
pétalos de cristal, acababa de perder su
luminosidad. En su lugar había aparecido un reducido cerebro, de un
tamaño similar a un puño, e igualmente
transparente.
Nietihw, atemorizada, no había podido evitar aquel alarido. Su
compañero se precipitó sobre ella,
contemplando igualmente atónito la pequeña masa cerebral
-aparentemente de un ser humano- que palpitaba
entre los dedos de la hija de la raza azul. Bajo la corteza se
distinguía un núcleo rojizo y brillante como un rubí.
-¡Dios mío, Sinuhé! -exclamó la mujer sin saber qué hacer-.
¿Qué es esto...?
Su compañero, tan desconcertado como ella, no supo responder.
-No sé qué sentido tiene todo esto -repuso el investigador,
rompiendo así el silencio-, pero debemos continuar.
108
Y señalando el fondo del oscuro pasadizo, animó a su amiga a
reanudar la marcha.
Aquel nuevo túnel, también descendente, aunque de menor inclinación,
resultó mucho más cómodo que el
anterior. La.pareja, apoyada por los permanentes haces multicolores,
pudo penetrar en él sin necesidad de
agacharse. Los muros laterales –ahora de caliza blanca-alcanzaban
casi los dos metros de altura. Y Nietihw,
con el pequeño cerebro entre sus manos, se sintió reconfortada
cuando notó el brazo de su amigo sobre sus
hombros.
En la mente del investigador seguía candente el recuerdo del
supuesto terremoto. Había algo extraño, muy
extraño, en aquel temblor. Algo que no conseguía desentrañar y que,
al mismo tiempo, fustigaba su corazón...
¿Por qué no habían escuchado el trueno que siempre acompaña a estos
movimientos sísmicos? ¿Por qué la
agitación de las paredes de la cámara había coincidido con la
apertura de los doce pétalos de cristal, en el
instante en que Nietihw tuvo la iniciativa de tomar la rosa entre
sus manos?
Durante algunos minutos, los tensos ánimos de Sinuhé se vieron
relativamente relajados por aquellos
pensamientos. En el fondo, deseaba olvidar que avanzaba por aquel
tenebroso corredor, al encuentro de lo
desconocido... Por otra parte, el descubrimiento del nuevo pasadizo
le había hecho dudar sobre el punto hacia
el que se dirigían. Él recordaba que la entrada a la pirámide de
Keops, situada en la cara norte, presentaba un
tobogán descendente de 53 pasos. Llegados a ese punto, el túnel
debería haberse dividido en dos: un ramal
que ascendía en dirección al centro de la tumba -donde se hallaban
las cámaras del Rey y de la Reina- y otro
que discurría hacia el subsuelo: hacia la tétrica cámara
subterránea... De este pasadizo, en cambio, no tenía
noticia alguna-Pero, además –se dijo a sí mismo-, ¿qué garantías
tenemos de que nuestro ingreso en la Gran
Pirámide se ha producido por la entrada principal?
Como venía siendo casi habitual desde que se viera envuelto en
aquella aventura, sus meditaciones fueron
interrumpidas bruscamente: Nietihw había enfocado lo que parecía el
final del túnel...
-¡Mira!
La voz de la mujer -casi un susurro- se propagó como un dardo entre
las tinieblas. Frente a ellos, tenuemente
iluminada por los catorce colores de Nietihw, se levantaba una mole
oscura y brillante en la que espejeaban
dos ojos..Asustada, la mujer parpadeó. Pero la intermitente
oscuridad sólo contribuyó a realzar más la viveza
de aquella mirada. Tras unos instantes de tensa espera, Sinuhé
decidió avanzar. Y, lentamente, en un silencio
asfixiante, cubrió los metros que le separaban de aquel nuevo
misterio. Algo más atrás, por consejo de su
amigo, la hija de la raza azul aguardó expectante.
Al levantar la vista, percibió que la informe masa negra que les
cerraba el paso era en realidad una imponente
escultura.
La examinó con calma, comprobando que estaban ante una esfinge,
espléndidamente tallada en un bloque de
basalto negro.
A diferencia de la famosa Esfinge de Gizeh, ésta no presentaba un
aspecto totalmente humano. La voluminosa
cabeza –que ocupaba la casi totalidad del túnel-lucía un curvado
pico de halcón y por entre sus labios se
destacaba una larga y afilada lengua bífida, característica de las
serpientes. En cuanto a los ojos, rasgados
como los de una pantera, habían sido magistralmente coloreados. Una
envoltura de bronce, que hacia las
veces de párpados, cubría el globo, formado, a su vez, por un
fragmento de cuarzo blanco veteado de rosa. En
el centro, representando las pupilas, Sinuhé observó sendos trozos
de cristal de roca. Y bajo los mismos, un
clavo brillante determinaba cada uno de los puntos visuales,
provocando a la luz de los ojos de Nietihw una
radiación preñada de vida...
El cuerpo que sostenía aquella titánica cabeza -mitad hombre, mitad
animal-correspondía al de un león
sedente, con dos poderosas zarpas.
Sinuhé reclamó la presencia de su amiga y ambos volcaron toda su
atención en las tres columnas de
jeroglíficos talladas en el torso de la majestuosa esfinge.
-¡Oh, Ra! -fue traduciendo el miembro de la Escuela de la
Sabiduría-. Tú has dado las garras al león... Tú has
regalado al pájaro con el vuelo... Tú has puesto la ponzoña en la
boca de la cobra... Pero, ¿qué arma has
reservado para el extranjero que ha llegado hasta tu segunda puerta?
Sinuhé repasó los símbolos.
-¿Garras al león? ¿Vuelo al pájaro? ¿Veneno a la serpiente?...
¿Qué clave encierra esta inscripción?.Nietihw había desviado la
vista hacia el pequeño y cristalino cerebro que
conservaba entre sus manos. Conforme se había ido aproximando a la
esfinge, el núcleo granate se había
manifestado más y más brillante, hasta el punto de impregnar los
hemisferios con su tonalidad rubí. Y ahora, al
pie de la escultura, la masa cerebral había iniciado una acelerada
serie de palpitaciones.
La hija de la raza azul advirtió a su compañero de tan intrigante
suceso.
-Algo parece claro -manifestó Sinuhé, volviendo a los símbolos
labrados en el pecho del león-. Este cerebro
tiene que guardar alguna relación con la esfinge. Pero ¿cuál?
-El secreto -terció Nietihw- debe esconderse en esa última frase:
¿qué arma reservas para el extranjero que ha llegado a tu segunda
puerta?
-¿Segunda puerta? -le interrumpió Sinuhé-. ¿Qué segunda puerta?
¿Dónde está?
Su compañera no supo contestar. Y ambos, en pie ante la esfinge,
cayeron en un dilatado silencio.
Incapaz de resolver el enigma, el investigador abandonó pronto sus
reflexiones, entregándose a una inspección
rigurosa y pormenorizada de cada una de las partes de la escultura.
109
Deslizó sus dedos sobre las frías zarpas del león, con la esperanza
de descubrir quizá algún nuevo resorte
secreto. Pero todas las pesquisas resultaron inútiles. Por último,
trepó a lo alto de la gigantesca cabeza.
Nietihw, sin poder precisar por qué, seguía obcecada con la última
parte del jeroglífico. Su intuición la llevaba,
incluso, más allá: La clave -se repetía mentalmente- tiene que estar
en la palabra arma...
E inesperadamente, un trivial comentario de Sinuhé, que seguía
encaramado en lo alto de la esfinge, vino a
despejar la incógnita:
-Aquí sólo hay un pequeño pozo -anunció, señalando una escondida
oquedad practicada en la base misma de
la cabeza.
-¿Un pozo? -inquirió la mujer en un tono que a Sinuhé se le antojó
exagerado.
-Sí, pero no veo qué importancia...
-¿Qué dimensiones tiene? -preguntó Nietihw con brusquedad..Sinuhé
empezó a comprender que en la mente
de su amiga aleteaba alguna idea y, sumiso, palpó el orificio,
deduciendo que en aquella cavidad apenas si
habría entrado una mano cerrada.
Y así se lo transmitió a Nietihw.
-¡Un puño! -clamó la hija de la raza azul con aire triunfante-.
¿Es que no lo entiendes?
En el rostro de Sinuhé, esmaltado por los haces de colores de los
ojos de su amiga, se dibujó un rictus de
desconcierto.
-Recuerda el cráneo de piedra de la Esfinge de Gizeh. ¿No dispone
también de un pozo..., y en el mismo
lugar?
El investigador asintió.
-Y ahora dime: si las armas del león, del pájaro y de la cobra son
sus garras, vuelo y veneno, respectivamente,
¿cuál será la del hombre?
Ambos dirigieron sus miradas hacia el palpitante cerebro.
-Sí -sentenció Nietihw, alzando sus manos en dirección a la frente
de la esfinge-, ¡la razón!
El investigador descendió junto a su sagaz compañera y, sin pérdida
de tiempo, la ayudó a llegar hasta el lugar
que él acababa de abandonar. Una vez allí, Nietihw, extremando sus
cuidados, procedió a depositar el
refulgente cerebro escarlata en el reducido orificio. El
acoplamiento fue matemático. Y la hija de la raza azul,
sonriente, contempló entusiasmada cómo la enigmática masa aceleraba
sus pulsaciones. Pero, súbitamente,
como si la implantación de aquel cerebro hubiera disparado un oculto
mecanismo, los párpados de cobre de la
esfinge se cerraron. Y una nueva vibración hizo oscilar el
pasadizo...
-¡Nietihw!... ¡Cuidado!
Sinuhé no pudo tender siquiera su mano para ayudar a su compañera.
Los muros y techo oscilaron
violentamente –como sacudidos por una remota y ciclópea onda
sísmica-y la boca de la esfinge, ante el
espanto del investigador, se abrió de par en par.
-¡Jesucristo!
Aturdido ante el inmenso boquete, Sinuhé, en un movimiento reflejo,
apenas si tuvo tiempo de protegerse el
rostro con los brazos. De las fauces de la esfinge -que hubieran
permitido el paso de varios hombres a un
tiempo-brotaron unas lenguas de.fuego..., ¡blanco! Y a borbotones,
como un río flamígero, se precipitaron
sobre el túnel, arrollando a su paso a Sinuhé. Éste, envuelto por el
singular torrente, braceó
desesperadamente, percibiendo con no poca sorpresa que las
llamaradas, lejos de abrasarle, se comportaban
como una corriente de agua, mojando, incluso, sus ropas.
Medio asfixiado buscó la superficie. Al emerger entre aquellas aguas
de fuego observó cómo la impetuosa
fuerza de las mismas le había arrastrado casi hasta el fondo del
pasadizo, perdiendo de vista a Nietihw. Y
sorteando las crestas espumosas de las llamaradas que seguían
inundando el corredor, nadó con todas sus
fuerzas en dirección a la boca de la esfinge.
A la luz que irradiaba el silencioso y nacarado caudal -coronado,
como digo, por sucesivas lenguas de un fuego
frío y húmedo-, el enloquecido investigador se percató de otro
factor que le impulsó a bracear con mayor
desesperación: el nivel del oleaje de fuego seguía subiendo
inexorablemente, amenazando con inundar el túnel
por completo.
-¡Sinubé!... ¡Aquí!
De pronto, entre las encabritadas llamaradas que rompían como las
olas contra el cuerpo de nuestro hombre,
se destacó la voz de Nietihw. Y Sinuhé, llenando sus pulmones de
aire, se sumergió en el torrente, buceando
en dirección a las fauces de la escultura. De esta forma, su avance
fue más rápido. Pero, al borde del
desfallecimiento, se vio obligado a buscar la superficie. Tras dar
una fuerte patada contra el suelo del pasadizo
nadó raudo hacia lo alto.
-¡Aquí!... ¡Aquí!
Al emerger entre el agitado y fantástico fluido, los ojos del joven
reconocieron la mano de su amiga, extendida
hacia él y a poco más de medio metro de donde se hallaba. La hija de
la raza azul, encaramada en lo alto del
cráneo de basalto, pugnaba por rescatar a su compañero.
Por un momento, Sinuhé temió por la vida de Nietihw: las aguas
cubrían ya los ojos de la esfinge y no tardarían
en sepultarla.
-¡Vamos! -gritó la mujer con rabia-. ¡Agárrate de una vez!
110
Dominado por el instinto de conservación, se catapultó hacia aquella
mano, aferrándose a ella con todas sus
fuerzas.
Durante segundos, la mujer resistió el tirón, firmemente sujeta.por
su mano izquierda a la base de la cabeza de
piedra. Pero, inesperadamente, el flujo de la corriente cambió y el
investigador se vio absorbido hacia las
sumergidas fauces.
-¡Dios mío!... ¡Nietihw!
Un súbito remolino se formó en tomo a Sinuhé y éste, al sentirse
arrastrado, terminó por soltar la mano de su
amiga. Y los abanicos luminosos que brotaban de los espantados ojos
de Nietihw alumbraron a su compañero
en el crítico momento en que el torbellino lo devoraba,
desapareciendo entre la ardiente espuma blanca.
-¡Sinuhé..., no!
Nietihw no lo dudó. Y en una reacción que ni ella misma llegaría a
explicarse jamás, saltó tras su compañero,
siendo igualmente atrapada por aquel embudo infernal.
La fuerte corriente la arrastró hacia las abiertas fauces de la
esfinge. Y durante segundos, el cuerpo de Nietihw
se vio gobernado por aquel río espeso y turbulento, chocando sin
cesar contra las paredes de lo que parecía la
continuación del corredor por el que habían tenido acceso a la
monumental escultura de basalto negro.
Con los pulmones a punto de estallar, la hija de la raza azul se
sintió finalmente impelida hacia el fondo del
túnel. Allí, la marea blanca cambió de color y las lenguas de fuego
se diluyeron, transformándose en un humo
verdoso. Pero Nietihw no tuvo tiempo de comprenden la fuerza del
torrente había terminado por vomitarla fuera
del pasadizo. Y, de pronto, envuelta en aquella bruma esmeralda, se
encontró tendida sobre un reluciente piso
dorado. Aturdida y con las ropas empapadas, levantó la vista y,
entre jirones de aquel gas verdoso, descubrió a
Sinuhé, de pie frente a ella.
El miembro de la Escuela de la Sabiduría se abalanzó hacia su
compañera y, sin mediar palabra, la tomó por
los brazos, arrastrándola sin consideración hacia el centro del
recinto donde habían aparecido.
Nietihw, sin entender el extraño comportamiento de Sinuhé, intentó
zafarse. Pero éste, con rostro grave, le
señaló el punto donde la había tomado..La hija de la raza azul
volvió la cabeza y un grito escapó de su
garganta. Sobre las láminas de oro que cubrían el aposento
zigzagueaba pesadamente una vieja conocida:
Samej, la serpiente. Sus fauces, abiertas y mostrando las
amenazadoras filas de dientes, exhalaban aquel
familiar chorro de humo verdoso. El mismo que Nietihw había visto al
final del túnel por el que había sido
arrastrada.
La mujer, pálida, buscó refugio entre los brazos de su amigo.
-¿Cómo es posible?... Entonces, ¿los pasadizos y ese río de
fuego?...
Sinuhé confirmó los balbuceantes pensamientos de su amiga:
-No cabe otra explicación, Nietihw. Durante todo este tiempo hemos
permanecido en el interior de Samej...
El ofidio se irguió entonces sobre los primeros tramos de su vientre
y, como deseando confirmar la deducción
de Sinuhé, hizo desaparecer su aliento esmeralda, lanzando desde lo
más profundo de su tráquea un penacho
de aquellas llamaradas blancas y húmedas que habían inundado el
segundo corredor. Y entre las oscilantes
lenguas que brotaron de Samej, la pareja vio aparecer por último la
delicada figura de la mariposa de cristal...
Al momento, las blancas y afiladas llamas de agua desaparecieron. Y
la serpiente cerró sus fauces, iniciando
una de sus temibles aproximaciones hacia los indefensos
iuranchianos...
Nietihw fue la última en percatarse de la repentina pérdida de sus
arcos iris. Al ser expulsada, al igual que
Sinuhé, de las entrañas de la gran serpiente, sus ojos habían
recobrado la normalidad. Afortunadamente, el
lugar donde se encontraban aparecía iluminado por una intensa y
dorada claridad que arrancaba del profuso
chapeado que recubría la totalidad de la estancia, incluidos techo y
pavimento. En circunstancias menos
dramáticas, es posible que hubiesen quedado sobrecogidos y
cautivados por aquel derroche de oro. Pero en el
centro de la refulgente y desnuda sala cuadrangular seguía reptando
Samej...
Sinuhé ayudó a su compañera a incorporarse y, con una rapidísima
inspección ocular, buscó un posible
refugio..Desolado, descubrió que las paredes que les cercaban no
ofrecían defensa ni escape algunos. En el
centro de cada uno de los cuatro muros -como una remota
posibilidad-, creyó distinguir sendas puertas,
formadas igualmente por láminas doradas de más de dos metros de
altura. Para colmo de males, ni la hija de
la raza azul ni su amigo disponían en esta ocasión de arma alguna.
Sólo la cadena de números continuaba
arrollada a la cintura de Sinuhé. Sin embargo, acosados por la cada
vez más próxima presencia de la
serpiente, ninguno de los dos reparó en su existencia.
La pareja retrocedió e, instintivamente, corrió hacia una de
aquellas puertas. Y Samej, con sus enormes ojos
circulares teñidos de rojo, contrajo los anillos centrales de su
cuerpo, lanzándose en pos de nuestros amigos.
-¡Sinuhé! -clamó la mujer desconcertada-. ¡No es posible...!
A pesar del frenético ritmo con que trataban de alcanzar la puerta,
ésta y la totalidad del muro de oro se
alejaban de la pareja a la misma velocidad con que corrían. A los
pocos segundos se detuvieron, agotados y
perplejos por el inexplicable distanciamiento de la pared. Sinuhé,
con el rostro sudoroso, contempló el muro,
ahora inmóvil como ellos y a poco más de diez metros de distancia.
Era inútil razonar. Y girando sobre sus
talones se dispuso a hacer frente a Samej.
Pero antes, en un Postrer
intento por salvar a Nietihw, le indicó otra
de las misteriosas puertas -la situada en ese momento a la izquierda
de la pareja-, ordenándole que corriese
hacia ella. La mujer titubeó. Pero, con un gesto autoritario, la
obligó a cumplir su decisión. Y la hija de la raza
azul emprendió una nueva y desesperada carrera. Sin embargo, tal y
como sospechaba el investigador,
también aquella segunda pared dorada empezó a alejarse de su amiga,
haciendo inútil su huida.
111
Sinuhé comprobó entonces que, de las cuatro paredes que formaban el
recinto, sólo la que intentaba alcanzar
su amiga se desplazaba a gran velocidad, convirtiendo el habitáculo
en una interminable sala rectangular.
La serpiente, sorprendida por aquella inesperada separación de sus
víctimas, contuvo momentáneamente su
avance. Parecía dudar. Levantó su cabeza hasta casi tocar el techo
y, tras contemplar la temblorosa figura del
hombre, la desdeñó,.volviendo el acorazado cráneo hacia aquel frágil
cuerpo que se alejaba hacia ninguna
parte...
El cuello de Samej se balanceó. Sus fauces volvieron a abrirse y la
triple hilera de cuchillas destelló durante
unos segundos, reflejando el oro de los muros. Y el reptil se
arrastró tras los pasos de la hija de la raza azul.
Desesperado, Sinuhé saltó sobre el lomo de Samej y, gateando sobre
las pétreas placas que lo cubrían, intentó
llegar hasta la cabeza. Trepó por el ancho cuello pero, en una de
las violentas oscilaciones de la serpiente,
salió proyectado contra el piso. El ofidio se revolvió entonces
hacia el malparado iuranchiano y levantando la
cola se dispuso a aplastarlo. Sinuhé, con la mirada fija en los
sanguinolentos ojos del monstruo, creyó llegado
su fin...
Por suerte o por desgracia para el miembro de la Logia secreta, sus
aventuras no iban a concluir ahí, bajo el
peso del ciclópeo cuerpo de Samej...
Cuando ya se consideraba perdido, una silueta olvidada cruzó
vertiginosa por encima de la oscilante cola del
reptil. Era la transparente mariposa de diamante. Y rauda como un
rayo se precipitó sobre el extremo de
Samej, clavando una de sus alas entre las placas. La serpiente,
herida, se estremeció y una violenta sacudida
se propagó por todo su cuerpo. Cuando la onda alcanzó el punto donde
se hallaba incrustada la oportuna
mariposa, ésta saltó por los aires, despedida como un guiñapo.
Y al momento, por la brecha abierta en la cola brotaron aquellas
llamaradas blancas y húmedas entre las que
había buceado Sinuhé.
Aterrorizado, el investigador se hizo a un lado. Esta vez, sus
reflejos evitaron que el cuerpo de Samej le
arrollara. El animal, entre convulsiones, dirigió su cabeza a la
zona herida, arrojando sobre la misma un espeso
chorro de humo verde. Pero nuestro hombre, animado por el ataque de
la mariposa, aprovechó aquellos
momentos de confusión y recogió del suelo a su valerosa amiga. Las
alas seguían rígidas y afiladas como
hachas..Entretanto, Samej había logrado cerrar su herida y, con las
fauces semiocultas por continuas columnas
de humo, se dirigió hacia Sinuhé, acorralándolo contra su propia
cola.
El reptil echó atrás el cráneo y, tensando los anillos, se dispuso
para el ataque final.
Consciente del peligro que se cernía sobre él, tomó la mariposa por
una de sus alas y levantándola por encima
de su cabeza, la arrojó contra el ofidio. En décimas de segundo, la
doble hacha, girando sobre sí misma como
una hélice mortal, cruzó los metros que la separaban de Samej,
hundiéndose en su cuello, bajo la gran
mandíbula.
Y el investigador, sin detenerse a comprobar el resultado de aquel
lance, se alejó de la serpiente en dirección a
Nietihw.
A escasos metros, la pareja, exhausta, pudo comprobar cómo Samej
perdía el equilibrio y, entre estertores, su
cabeza chocaba violentamente contra las láminas de oro del
pavimento. Una de las alas de la mariposa había
penetrado limpiamente en el cuello, abriendo una nueva y aparatosa
herida por la que había empezado a fluir,
a borbotones, un reguero de aquella agua de fuego.
Samej intentó cubrir la brecha con sus volutas de gas. Pero, al
clavarse justo bajo sus fauces, los continuos y
violentos movimientos de la cabeza sólo conseguían hundir más
profundamente el ala de diamante. Dos
terroríficos coletazos anunciaron el inminente fin del monstruo. Y
Samej, agonizante, giró su cráneo en
dirección a la pareja. Sus ojos, entonces, fueron perdiendo aquel
tinte escarlata, ganando en un azul intenso.
Y de pronto, sin que Sinuhé pudiera evitarlo, la hija de la raza
azul, compadecida ante el trágico final de su
enemigo, se precipitó sobre sus fauces entreabiertas.
-¡No!... ¡Nietihw!
La advertencia no fue atendida por la impetuosa mujer quien, rodilla
en tierra y desafiando los afilados dientes,
había empezado a vaciar el frasco de los ibos en la boca de Samej.
Cuando Sinuhé consiguió rescatar el brazo de su amiga del interior
del reptil, más de la mitad de los luminosos
gránulos se había perdido en la garganta del monstruo.
-¿Por qué?..., ¿por qué lo has hecho?.Nietihw no respondió. Pero
Sinuhé, mientras la alejaba del ofidio, supo
leer en su mirada una mezcla de piedad y reconocimiento hacia aquel
misterioso ser que, a su manera, había
contribuido -y no poco- al desarrollo de la misión.
Y ante el creciente temor del investigador, los efectos de la arena
mágica no tardaron en presentarse...
De las fauces de la serpiente brotó una bocanada de humo esmeralda,
más densa y abundante que las
anteriores. Sinuhé, temiendo una vuelta a la vida de Samej, se echó
atrás, protegiendo a Nietihw. Pero, en
contra de lo que esperaba, el cuerpo del reptil no experimentó
movimiento alguno. Las nevadas lenguas de
fuego seguían fluyendo por la brecha, cada vez más abundantes y
veloces. Si aquel torrente lechoso y en
permanente caracoleo constituía la sangre de Samej, no cabía duda de
que el animal se estaba desangrando
aceleradamente.
Este pensamiento no tranquilizó al investigador. Si el oleaje de
fuego continuaba manando a este ritmo, la
estancia podría verse anegada en cuestión de minutos. Y en ese caso,
¿qué hacer? ¿Por dónde escapar?
112
El agua de fuego cubría ya los pies de los iuranchianos cuando,
inesperadamente, el extremo superior de la
gran columna de humo verde se convulsionó. Y un sin fin de pequeñas
volutas, girando y bullendo sin cesar,
dieron forma a una familiar cabeza...
La pareja, al reconocer aquella temblorosa y humeante figura,
retrocedió. Pero la blanca marca, que
continuaba ascendiendo, empezó a entorpecer su marcha. Además,
¿hacia dónde dirigirse?
Nietihw y su compañero, avanzando penosamente, separando las
llamaradas con las manos, optaron por la
puerta más cercana. Esta vez, el muro no se alejó. Y nuestros
protagonistas, sin atreverse a mirar hacia atrás,
toparon al fin con las doradas planchas que cubrían aquella parte de
la estancia.
Al volverse, el espectáculo les dejó sin habla. Las lenguas de fuego
cubrían casi por completo el inerte cuerpo
de Samej y por las semianegadas fauces del reptil seguía brotando
aquella columna de humo esmeralda. Pero
el aliento de la serpiente se había transformado en una segunda y
espectral Samej....Nietihw, considerándose
responsable de este inesperado y poco deseado final, rompió a
llorar.
Y la cimbreante serpiente de humo, trazando un amplio arco en el
aire, fue aproximándose a la aterrorizada
pareja.
La hija de la raza azul, con las espumosas crestas del río de fuego
rozando ya su cintura, ocultó el rostro con
ambas manos, sollozando desconsoladamente. Pero, ante la sorpresa de
ambos, la vaporosa cabeza de
Samej se detuvo a corta distancia.
Y allí se mantuvo, impasible, vigilante, con sus circulares y opacos
ojos verdosos clavados en Nietihw. Ésta,
confusa al no producirse lo que imaginaba un nuevo ataque, fue
descubriendo sus arrasados ojos. En ese
instante, la boca de humo de aquel fantasma se abrió, apareciendo,
uno tras otro, los doce cristalinos pétalos
que poco antes habían dado vida a la providencial mariposa de
diamante.
E, ingrávidos, permanecieron en el aire, girando lenta y
pausadamente sobre sí mismos, como esperando una
decisión de la atónita hija de la taza azul.
Sinuhé, sin saber qué hacer, extendió sus manos, en ademán de
recibir las brillantes piezas. Pero éstas no
descendieron. Y, al fin, Nietihw, comprendiendo, imitó a su amigo.
Y uno tras otro, los pétalos pentagonales fueron posándose sobre sus
palmas.
Cuando el último cristal tomó contacto con la piel de Nietihw, las
piezas se iluminaron y, alineándose, se
convirtieron en una reluciente llave.
Satisfecha, la segunda Samej se deslizó ondulante sobre la
superficie del río de fuego y, ante la sorpresa de la
pareja, fue hundiéndose en la agitada masa de llamas blancas, hasta
desaparecer.
Nietihw manipuló la llave con curiosidad, observando que los dientes
estaban formados por letras, igualmente
transparentes y, como el resto del inesperado presente de Samej, de
una dureza diamantina. Incapaz de
descifrarlas, se apresuró a depositarla en las manos de su no menos
desconcertado amigo.
Sinuhé, de momento, no prestó atención a la llave. Sus ojos estaban
fijos en el punto por el que habían visto
sumergirse a la serpiente de humo. Súbitamente, aquellas lenguas de
fuego húmedo habían empezado a girar,
provocando un remolino que.amenazaba con propagarse por la blanca
laguna en que había quedado
convertida la cámara dorada. Y temiendo que la fuerza de aquellas
aguas pudiera arrastrarlos hacia el ojo del
torbellino, tomó a su compañera, pegando sus espaldas contra la
puerta del muro.
La hija de la raza azul, obedeciendo a su instinto, pidió a Sinuhé
que utilizase la llave.
-¿La llave? -exclamó aquél sin comprender- ¿Cómo?
-¡Sus dientes forman una palabra!... ¡Ahí debe estar la clave! –le
gritó la mujer, que había empezado a sentir
cómo la corriente tiraba de ambos hacia el centro de la cada vez más
encrespada superficie del agua de fuego.
Y Sinuhé, batallando por mantenerse junto al muro, levantó la llave
por encima de las llameantes ondas,
descubriendo, en efecto, que los dientes componían la palabra hebrea
HESED.
Desgraciadamente, ni Sinuhé ni Nietihw disponían de tiempo para
reflexionar sobre el nuevo enigma. El
remolino giraba cada vez con mayor ímpetu y el investigador, sin
perder un segundo, aprisionó la llave entre
sus dientes, procediendo a soltar la cadena de números que
conservaba alrededor de su cintura.
Anudó uno de sus extremos al ojo de la llave y, tras gritar a su
amiga que se aferrase a su cuello, levantó la
llave, lanzándola al aire. Pero el violento y espumeante torbellino
blanco había hecho presa en ellos. Y Sinuhé,
con su compañera firmemente sujeta a su espalda, se vio succionado
hacia el centro de la laguna.
De pronto, entre los enloquecidos y cada vez más rápidos giros del
remolino, Sinuhé, que seguía
desesperadamente agarrado a la cadena de sesenta números, sintió un
fortísimo tirón. Pero sus brazos, casi
descoyuntados, resistieron aquel embate. La llave, tal y como
esperaba el miembro de la Escuela de la
Sabiduría, había ido a incrustarse en algún lugar de la cámara.
Palmo a palmo, cubierto en ocasiones por las embravecidas lenguas de
fuego, inició una lenta aproximación
hacia el desconocido pero providencial punto en el que suponía se
había clavado o enganchado la no menos
mágica llave...
Con las manos ensangrentadas, Sinuhé, al filo del desfallecimiento,
pudo al fin separarse del ojo del torbellino.
Y.tras descansar unos minutos sobre la tensa superficie de las
aguas, prosiguió su avance, aferrado siempre a
la cadena del número pi.
Cuando la extenuada pareja se hallaba ya a escasos metros del muro,
el nivel de la laguna descendió
bruscamente. Y sin que supieran cómo, las blancas llamaradas
empezaron a desaparecer por el ojo del
remolino, como si una misteriosa mano hubiese abierto un orificio en
el suelo de la cámara.
113
Sinuhé y su compañera no tardaron en hacer pie. Pero, agotados,
permanecieron tendidos y sujetos a la
cadena.
Cuando las últimas lenguas se escurrieron y la sala presentó su
primitivo brillo dorado, Nietihw rasgó parte de
su túnica, vendando amorosamente las manos de su amigo.
-¡Ánimo! -le susurró, luchando por convencerle y convencerse de que
lo peor había pasado-. ¡Salgamos de
aquí!
Sin embargo, en lo más profundo de su ser, la hija de la raza azul
sabía que las pruebas a que estaban siendo
sometidos no habían finalizado.
El joven se incorporó y, sacudiendo sus ropas, siguió el curso de la
cadena. A los pocos pasos advirtió que los
negros y brillantes números, mágicamente cohesionados entre sí,
conducían hasta una de las puertas.
Concretamente, a una cerradura ubicada a media altura y en la que,
en efecto, se había introducido la llave de
diamante.
Sin comentarios, procedió a soltar los números que había anudado al
extremo de la referida llave, recogiendo
seguidamente la cadena. Pero esta vez, en lugar de arrollarla a su
cintura, la situó en torno a su cuello. Y con
evidente curiosidad se dedicó a inspeccionar los paneles de oro que
adornaban o protegían el misterioso
acceso.
Nietihw, a su lado, le recordó la palabra que daba forma a los
dientes, preguntándole su significado. Y el
investigador, distraídamente, le respondió que HESED era un vocablo
hebreo que quería decir clemencia. Y
ensimismado en la búsqueda de alguna inscripción o señal que
pudieran arrojar un rayo de luz sobre aquel
nuevo enigma, no se percató del imprudente alejamiento de su
compañera.
La mujer, confiando en la sagacidad de Sinuhé, olvidó
momentáneamente la puerta. Desde que viera
desaparecer las.blancas llamaradas, sentía una irrefrenable
curiosidad. ¿Cómo y por dónde se habían
escurrido aquellas aguas de fuego?
Silenciosamente, sin que su amigo lo advirtiera, caminó hacia el
centro de la cámara dorada...
Pero, cuando apenas le separaban unos pasos del oscuro círculo que
adivinaba ya sobre el pavimento, un
súbito presentimiento estuvo a punto de hacerle volver.
Aquella curiosidad, no obstante, fue más fuerte y prosiguió hasta el
borde de un agujero de algo más de un
metro de diámetro, perfectamente delimitado por las láminas de oro.
Al asomarse, descubrió un pozo, sumido
en una total oscuridad.
-¡Nietihw, creo que tengo la solución...!
Las palabras de Sinuhé, que acababa de girar la cabeza en busca de
su compañera, quedaron bloqueadas en
su garganta.
Impotente, contempló cómo la hija de la raza azul era arrebatada por
una sombra.
De un salto, se separó de la puerta, lanzándose en pos de su amiga.
Pero, para cuando quiso llegar a la
abertura, aquélla había desaparecido.
No alcanzó siquiera a mirar en el interior del pozo. Antes de que
pudiera hacerlo, catapultada desde lo más
profundo, se elevó una plancha igualmente dorada que lo cerró
herméticamente.
Todos sus forcejeos fueron inútiles. Golpeó y pateó sobre la lámina.
Invocó a su perdido amigo Ra, suplicó y,
finalmente, cayendo de rodillas sobre el pavimento. Lloró
amargamente.
Era la segunda vez que perdía a Nietihw, y la sola idea de que
hubiera sido capturada por las golem o por los
medianes rebeldes le sumió en el abatimiento. ¿Qué podía hacer por
su compañera? ¿Cómo y hacia dónde
debía buscarla? Se encontraba solo y perdido en el interior de lo
que suponía la Gran Pirámide de Keops y,
además, sin armas ni ayuda alguna...
En uno de sus bruscos cambios de estado de ánimo, Sinuhé secó sus
lágrimas y, con paso decidido, con el
corazón encendido por la rabia, se lanzó hacia la puerta en la que
sobresalía la llave de diamante. Colérico y
maldiciendo la hora en que había aceptado aquella absurda misión,
hizo girar la llave con ambas manos. Un
chasquido escapó de la cerradura y,.al instante, los paneles de oro
de la puerta se agrietaron. Y por las mil
fisuras escaparon unas minúsculas llamaradas azules, que se
propagaron velozmente, consumiendo las
cuarteadas láminas doradas.
El investigador, temiendo que el fuego celeste pudiera alcanzarle,
dio un paso atrás. Las voraces lenguas,
apenas de una pulgada de longitud, se extinguieron sin embargo tan
rápidamente como habían surgido.
Al volatilizarse el chapeado, la puerta quedó convertida en un
inmenso espejo rectangular. Ésa, al menos, fue
la primera impresión de Sinuhé. Allí, frente a él, se recortaba su
propia imagen. Pero, al observarse a sí mismo
con mayor detenimiento, quedó perplejo: el Sinuhé que reflejaba
aquel supuesto espejo no lucía al cuello la
cadena de números. El resto, en cambio, era su vivo retrato. ¿Cómo
puede ser?, se preguntó alarmado, al
tiempo que llevaba su mano derecha al collar, en un tímido y casi
mecánico gesto por autoconvencerse de que
estaba soñando o de que sufría una alucinación. Pero la cadena,
efectivamente, continuaba sobre su pecho...
Un escalofrío fue el preludio de otro suceso no menos fantástico.
Desconcertado, vio cómo la imagen que
permanecía frente a él no repetía el movimiento que acababa de
efectuar. Por lógica, si en verdad se hallaba
ante un espejo, el brazo de dicha imagen –su brazo- debería haberse
elevado también en dirección al collar.
Aturdido, comenzó a gesticular. Sin embargo, el otro no se movió. Y
siguió mirándole impasible, con los brazos
caídos a lo largo del cuerpo, mientras Sinuhé, con un creciente
sentimiento de ridículo, terminaba por bajar las
manos.
114
La cólera inicial había dejado paso a una mezcla de admiración y
temor. Algo especialmente singular estaba a
punto de producirse. Y Sinuhé, intuyéndolo, experimentó aquel vicio
y familiar cosquilleo en sus entrañas,
previo siempre al inicio de alguna aventura.
No satisfecho, sin embargo, avanzó hacia la superficie del espejo,
tocándola con las temblorosas yemas de sus
dedos. La sensación recibida fue inequívoca: aquello era una fría y
compacta lámina, quién sabe si de metal
bruñido o de cristal azogado..Cada vez más desasosegado, retrocedió
de nuevo, interrogando a la imagen:
-¿Quién eres?
Y el rostro del otro Sinuhé cambió su impenetrabilidad por una
acogedora sonrisa. Y el verdadero investigador -
¿o no se trataba del verdadero?-vio cómo los labios de la imagen se
abrían y una conocida voz -la suya-
resonaba desde el fondo del espejo.
-Soy Ra, tu otro YO.
-¿Mi qué...?
La sonrisa se hizo más acusada y, en tono benevolente, repitió lo
que el Sinuhé de este lado del espejo ya
había escuchado con toda nitidez:
-Tu otro YO, Sinuhé...
Y antes de que nuestro perplejo amigo tuviera oportunidad de ordenar
sus ideas, añadió:
-Sabes que en cada mortal conviven dos personalidades. Una (tú en
este caso), primitiva y agresiva. Feroz.
Enraizada en el animal que todos los humanos evolucionarios llevan
dentro.
Otra (yo), nacida directamente del Padre Universal y que constituye
su chispa prepersonal en cada ser. Yo, Ra,
represento el Amor, la Belleza y la Sabiduría.
-¿Y qué deseas de mí? -tartamudeó el investigador.
-La clemencia de tu compañera, la hija de la raza azul, para con
Samej os ha permitido llegar hasta la tercera
puerta. A partir de ahora seré yo quien prosiga la gran búsqueda. A
este lado de Duart (el umbral de
Dalamachia), la cólera, la ambición y la mentira no tienen acceso.
Irritado por aquellas (sus propias palabras) y con el cerebro al
límite de la resistencia, el Sinuhé de este lado
levantó sus puños en actitud amenazante. Pero, antes de que llegara
a golpear el espejo, los brazos de Ra
salieron de la bruñida superficie, arrebatándole el collar de
números. Y Sinuhé, al filo del histerismo, vio cómo
su otro YO introducía la cadena en el interior del espejo,
depositándola, a su vez, en torno a su cuello.
Y levantando la mano derecha en señal de saludo, sonrió de nuevo.
Acto seguido, el espejo, y con él toda la
sala dorada, quedaron envueltos en densas tinieblas..Al verla, tuvo
la sensación -casi la seguridad-de que
aquella antorcha había sido depositada allí justamente para él. La
retiró del aro de metal que la sostenía
oblicua al muro e, intrigado, paseó la amarillenta llama a su
alrededor. ¿Dónde estaba? ¿Qué había ocurrido?
Sus recuerdos y vivencias se hallaban intactos en su memoria: los
túneles descendentes, el pequeño cerebro
de cristal, la esfinge, aquel río de fuego húmedo, la sala dorada y
la dramática experiencia con la serpiente, la
desaparición de Nietihw e, incluso, la aparición de su otro YO en el
espejo...
Pero, a partir de aquel oscurecimiento, el archivo de su memoria se
negaba a funcionar. Por más que se
esforzó no fue capaz de rememorar cómo había llegado hasta allí.
Examinó el lugar, comprobando que se
encontraba en lo alto de un tramo de escalones, toscamente excavados
en la roca. A su espalda le cerraba el
paso un murallón igualmente rocoso de más de dos metros de altura
por algo más de metro y medio de
anchura.
Tentó las paredes laterales, llegando a la conclusión de que eran
tan macizas como el muro que se levantaba
tras él. A partir de aquel reducido rellano donde se hallaba se
iniciaba el citado tramo de escaleras y,
seguidamente, a la tibia y crepitante luz de la tea, Sinuhé divisó
un oscuro corredor. Era obvio que la única
salida posible sólo podía buscarla en aquella dirección.
¿Es que la sala dorada se hallaba al otro lado del murallón? En ese
supuesto, ¿cómo había atravesado
semejante bloque de piedra?
Convencido de que sus dudas no se verían satisfechas por el camino
de la lógica y del raciocinio, optó por
prescindir de tales disquisiciones. Ahora lo único importante era
averiguar dónde estaba y, sobre todo, cómo
dar con el paradero de su amiga.
Descendió los dieciséis escalones y, una vez en la boca del nuevo
pasadizo, se detuvo unos instantes,
asombrado de su propia serenidad. Al pensar en la hija de la raza
azul no lo había hecho, como en de esperar,
con angustia o cólera. Es más: su pulso no parecía alterado ante lo
tenebroso del lugar ni ante los posibles
peligros que quizá le aguardasen. No es que el fantasma del miedo
hubiese desaparecido de su corazón, pero,
inexplicablemente, su ánimo rebosaba paz. Era como si supiera que
parte de aquella batalla había sido ganada
y que los.archivos secretos de IURANCHA se hallaban casi al alcance
de la mano...
Pero la inquietante soledad de aquel corredor no tardaría en
devolverle a la realidad. El pasadizo, muy holgado,
presentaba unos muros -incluidos techo y pavimento-tan toscamente
trabajados como los que acababa de
abandonar. Se trataba de un túnel rectangular, horadado en una
caliza muy consistente, cuyas paredes,
evidentemente, habían sido labradas a golpe de piqueta. Mientras
avanzaba por él, la ausencia de los
graníticos sillares que delineaban los pasadizos por los que se
habían deslizado anteriormente le condujo a
una nueva duda: ¿Es que se hallaba fuera de la Gran Pirámide? 0, por
el contrario, ¿había penetrado en la
plataforma rocosa sobre la que se sustentaba la Primera Maravilla
del mundo? Sinuhé -el nuevo, quizá el
auténtico Sinuhé- necesitaría algún tiempo para despejar esta
incógnita...
115
Pendiente de cualquier señal o inscripción, prosiguió su lento
avance. Y al poco, cuando apenas si había dado
una veintena de pasos, la luz de la antorcha iluminó el final del
túnel.
Cautelosamente adelantó la tea, descubriendo que el pasadizo
terminaba en una sala igualmente rectangular,
de unos ocho por cuatro metros. Durante algunos minutos, inmóvil en
el umbral de la cámara, no se atrevió
casi a respirar. El amarillento chisporroteo del hacha fue empujando
las tinieblas y, súbitamente, sobre la pared
situada a la derecha de Sinuhé, surgieron unas oscilantes y deformes
sombras. A pesar de su crecido valor, un
escalofrío volvió a intimidarle y a punto estuvo de dejar caer la
maza de madera que le servía de antorcha.
Retrocedió un par de pasos, pegándose de espaldas a los últimos
metros del muro derecho del corredor. Y la
oscuridad volvió a llenar la silenciosa estancia. ¿Qué eran aquellas
sombras que había visto oscilar sobre la
pared? Los escalofríos se propagaron ahora en cadena y todos los
vellos de su cuerpo se erizaron.
Con el rostro vuelto hacia la semiiluminada puerta de acceso a la
cámara, esperó lo peor. Aquellas sombras se
dijo a sí mismo-tienen que pertenecer a algo o a alguien. En el
segundo caso, si se trata de seres vivos, al
ser delatado por la luz de la tea, quizá su ataque sea
inmediato....Y sumido en un silencio de muerte, esperó
ver asomar en el umbral, en cualquier momento, las siluetas de Dios
sabe qué monstruosas criaturas...
Los segundos transcurrieron densos e interminables. Pero, ante la
extrañeza de Sinuhé, nada ni nadie hizo
acto de presencia en el umbral de la cámara. Y arrastrando la
espalda por el muro, volvió a asomarse.
La boca del túnel se abría justamente en la mitad de la cámara y, en
consecuencia, la pared en cuestión
quedaba a unos cuatro metros del tembloroso miembro de la Escuela de
la Sabiduría.
La tea iluminó la estancia por segunda vez y, en efecto, distinguió
las temidas sombras. Sus ojos se habituaron
pronto a la penumbra reinante, distinguiendo la causa de dichas
sombras. Ante él se levantaban dos figuras
humanas, cubiertas en parte por unas brillantes superficies doradas
que, al reflejar la luz de la antorcha,
parecían tener un halo propio.
Al comprender de qué se trataba, respiró aliviado y, poco a poco,
midiendo cada paso, fue aproximándose a
ellas.
Pegadas al muro -una frente a otra-, como centinelas, se erguían dos
estatuas negras, a tamaño natural, con
faldellines, pectorales, brazaletes en muñecas y bíceps y sandalias
de oro.
Cada una portaba un mazo en la mano derecha mientras, con la
izquierda, sujetaban sendos báculos,
igualmente dorados. Las cabezas se tocaban con pañoletas típicamente
egipcias, perfectamente ajustadas
hasta las cejas y chapadas en oro. Al acercar la antorcha a los
rostros surgieron inconfundibles las facciones
de Mut, el buitre guardián del antiguo Egipto. Sinuhé presintió que
se hallaba en la antesala de una tumba.
Pero, ¿de quién? Él sabía que los arqueólogos no habían encontrado
momia alguna en el interior de la
pirámide de Keops. Al menos, en las cámaras y pasadizos descubiertos
hasta hoy...
Y una intensa emoción fue apoderándose de todo su ser. ¿Qué nueva
sorpresa le reservaba el destino? ¿Qué
se escondía al otro lado de aquel muro? Porque, obviamente, aquellos
centinelas con cabeza de buitre habían
sido dispuestos en aquel lugar como genios o dioses protectores...
Se imponía un inmediato y minucioso
reconocimiento del paño de roca situado entre ambos centinelas de
madera, y el investigador, sin poder
contener su.ansiedad, acercó el hacha a la pared. En el primer
examen vislumbró ya una posible confirmación
de sus sospechas: aquella zona central del muro presentaba una
superficie distinta a la tosca caliza del resto
de la cámara.
-Parece yeso... -comentó a media voz.
Y elevando la amarillenta flama descubrió que, en efecto, se hallaba
ante una puerta tapiada, enyesada y
¡sellada!
Con una creciente excitación aproximó el rostro y la antorcha al
pequeño sello oval, perfectamente impreso en
arcilla, distinguiendo en la parte superior al clásico perro
acostado y, a sus pies, los nueve cautivos enemigos
de Egipto.
-¡No es posible! -exclamó con una notable confusión.
Volvió a inspeccionar el sello y, convencido de lo que tenía ante
sus ojos, se dejó caer frente al muro, escoltado
a ambos lados por las hieráticas figuras de Mut y sus amenazadoras
sombras.
Aquél, si su memoria no le traicionaba, era el sello de la
Necrópolis Real, ubicada en el llamado Valle de los
Reyes.
¿Cómo podía ser entonces que se encontrase en el interior de la Gran
Pirámide? ¿0 es que, como venia
sospechando, aquélla no era la tumba del rey Keops?
Sentado en mitad de la penumbra, dedicó un tiempo a reflexionar.
Pronto desistió. En aquel lugar -fuera o no la
Gran Pirámide- habían ocurrido sucesos demasiado extraños y
fantásticos como para intentar enjuiciar la
presencia de aquel sello real con un mínimo de rigor científico.
Supongo que lo más práctico -concluyó- será dejarse llevar por los
acontecimientos...
Para empezar, lo primero y más importante era cruzar aquella puerta
tapiada. Pero, ¿cómo lograrlo? No
disponía de herramientas adecuadas y, aunque así hubiera sido, la
demolición del muro le habría llevado
demasiado tiempo. Tenía que haber otro sistema...
Repasó cuidadosamente cada una de las estatuas, con la remota
esperanza de hallar algún resorte secreto.
Después de múltiples e infructuosos intentos abandonó su propósito,
centrando su atención en la cámara.
Caminó arriba y abajo.
116
Palpó e inspeccionó las paredes y el suelo y, finalmente, al borde
de la rendición, regresó hasta la irritante
puerta. Aunque.luchaba por espantarlo, un sentimiento de angustia
empezaba a invadirle. ¿Y si realmente se
hallaba enterrado en vida?
Iluminó la capa de yeso, recorriéndola desde el dintel hasta el
pavimento. Fue en una segunda inspección de la
puerta cuando, de pronto, en el extremo inferior izquierdo de la
misma, descubrió un nuevo sello, más pequeño
que el anterior.
Nervioso, depositó la antorcha sobre el piso y, tumbándose frente al
círculo de arcilla, trató de descifrarlo.
Con el corazón agitado, fue traduciendo los pequeños y delicados
jeroglíficos:
Aquí... en DUART, MUT vela el sueño... del Señor del Oeste, hermano
y yerno del...
La lectura se vio interrumpida. Como mecidas por una corriente de
aire, las llamas de la tea oscilaron. Sinuhé,
asustado, volvió la cabeza hacia las tinieblas que pesaban sobre la
cámara. Sin embargo, todo parecía
tranquilo. Y atribuyendo aquella oscilación a alguno de sus
nerviosos movimientos, prosiguió la lectura del sello
real.
... hermano y yerno del último depositario del Gran Tesoro del Reino
en Medio del Mar... Su primera daga
señala hacia Dalamachia...
-¡Dalamachia! -exclamó sin disimular su sorpresa y alegría.
Aquel endiablado nombre, convertido ahora en el objetivo básico en
la búsqueda de los hombres Pi, estimuló
sus ánimos, atacando la traducción con renovados bríos.
... La segunda, hacia el traidor: Horemheb.
Cerró los Ojos y comprobó si había sido capaz de memorizar el
jeroglífico.
Aquí en DUART, MUT vela el sueño del Señor del Oeste, hermano y
yerno del último depositario del Gran
Tesoro del Reino en Medio del Mar. Su primera daga señala hacia
Dalamachia. La segunda, hacia el traidor:
Horemheb.
Y abriendo los ojos, releyó el criptograma.
-¡Exacto! -se dijo, felicitándose por su excelente memoria. Tomó
nuevamente la antorcha y, sentándose a un
par de metros de la puerta tapiada, se dispuso a desmenuzar cuanto
había leído en el escondido sello de la
Necrópolis Real. Pero su corazón se vio alterado por segunda vez:
las amarillentas llamas del hacha
que.mantenía con ambas manos fueron sacudidas por otra ráfaga.
Esta vez, incluso, el soplo llegó frío y claro hasta su rostro.
Su primer impulso fue ponerse en pie. Aquellas oscilaciones de la
antorcha no podían ser accidentales. En la
cámara, a excepción de la entrada al túnel, no había abertura o
resquicio algunos. Al menos, él no los había
detectado. Y en el supuesto de que todo se debiera a una corriente
de aire nacida o provocada desde el
corredor, ¿por qué las llamas se habían doblegado justamente hacia
su rostro, como empujadas desde la
pared tapiada? Lo normal, tratándose de una corriente y dado que la
boca del pasadizo se hallaba a la derecha
y por detrás de Sinuhé, es que aquélla hubiera impulsado la flama en
cualquier dirección menos en la que
acababa de tomar.
Estas deducciones se atropellaron mientras sus ojos, fijos en la
resinosa punta del hacha, veían cómo las
llamas, en segundos, recuperaban la Verticalidad y, con ello, la
normalidad. Pero sus vellos seguían erizados.
La sensación de que alguien había lanzado un poderoso soplo contra
la antorcha era incuestionable. Y el
miedo le mantuvo anclado sobre el rugoso suelo de la cámara. ¿Qué
podía hacer? Si algo o alguien se hallaba
allí, invisible en mitad de la penumbra, sólo cabía esperar. Pero,
esperar... ¿qué?
Sin atreverse a mover un músculo lanzó sendas miradas a las negras
estatuas. Ninguna de las dos -pensó en
un afán por serenarse- ha podido girar sus cabezas de madera y
soplar...
Aquélla, obviamente, era una conclusión lógica. Si las tallas se
encontraban encaradas, difícilmente podían ser
las responsables de la agitación de la tea. ¿O sí?
Sinuhé recorrió después los báculos y mazas de oro, pero no observó
nada sospechoso. Las segundas,
formadas por sendos mangos cilíndricos, rematados por unas esferas
magistralmente labradas, eran los únicos
objetos -dada su posición, a la altura del nacimiento de los muslos
de las estatuas- que coincidían con el nivel
de la antorcha. Pero rechazó la idea de que dichas mazas hubieran
sido las causantes de tales agitaciones.
Los minutos fueron discurriendo en absoluta calma y,
progresivamente, el espíritu de Sinuhé recuperó también
su habitual y frío ritmo. Aquella tregua le devolvió el interés por
la.inscripción descubierta en el ángulo inferior
izquierdo del tabique que tenía frente a él. Y convencido de que los
crípticos jeroglíficos ocultaban una
información decisiva para el buen fin de su accidentada búsqueda, se
enfrascó en las hipotéticas
interpretaciones de los mismos.
Lo primero que le llamó la atención fue la palabra Duart. Su otro
YO, al hablarle desde el espejo, había hecho
mención de ella: ...A este lado de Duart (el umbral de Dalamachia),
la cólera, la ambición, y la mentira recordaba
Sinuhé- no tienen acceso. Parecía claro, por tanto, que la expresión
aquí, en Duart debía significar
que aquella cámara en la que él se hallaba –o quizá lo que se
ocultaba al otro lado de la puerta tapiada- era
precisamente el umbral de la ansiada Dalamachia. Por otra parte
-siguió meditando-, el monosílabo Duart, en el
lenguaje del antiguo Egipto, quería expresar el más allá. ¿Cómo
podían conjugarse entonces ambos
conceptos? ¿Es que Dalamachia era considerado el más allá?
El galimatías se hizo más intrincado al analizar las siguientes
palabras. Quizá la menos complicada fue Mut. El
miembro de la Escuela de la Sabiduría asoció en seguida el término a
las estatuas que montaban guardia junto
a la puerta sellada.
117
Aquellos rostros con forma de buitre correspondían precisamente a la
figura de Mut, una de las aves
carroñeras más abundantes en Egipto (la gyps fulvus) y que, desde la
más remota antigüedad, había cumplido
el papel de guardián.
Estaba claro, en consecuencia, que las mencionadas tallas de madera
negra, con Ojos y pico de buitre,
velaban o guardaban el sueño del Señor del Oeste, hermano y yerno
del último depositario del Gran Tesoro del
Reino en Medio del Mar.
Fue en estas frases donde, como digo, tropezó con mayores
dificultades. La expresión Señor del Oeste sólo
podía hacer referencia -siempre según las creencias del antiguo
Egipto- a un rey que, al morir, recuperaba así
su calidad de dios; es decir, de Señor del Oeste.
Los pensamientos de Sinuhé retrocedieron hasta su vieja teoría sobre
el rey Keops. Pero, evidentemente,
había otro dato que echaba por tierra esta posibilidad. Se trataba
de la palabra Horemheb. Este famoso general
había vivido en tiempos de los no menos famosos faraones Amenofis IV
(el singular rey hereje,.también
conocido por Ajnaton o Akhenaton), Tutankhamon y Ay. El Señor del
Oeste, a que hacía alusión el jeroglífico
tenía que ser, indefectiblemente, alguno de estos tres reyes. El
calificativo de traidor, además, venía a coincidir
con la inmensa mayoría de las hipótesis de los egiptólogos, que no
dudan en considerar a Horemheb como un
usurpador del trono de Egipto.
Tal y como había estudiado Sinuhé, el citado general, tras la muerte
del rey y Padre Divino Ay, último faraón de
la XVIII dinastía, se había hecho con el poder absoluto de Egipto,
fundando la XIX dinastía.
Pero ¿a qué faraón podía referirse la inscripción? ¿Qué gran rey
dormía el sueño de la muerte al otro lado de
aquella pared?
Después de no pocas vueltas en su cerebro, el miembro de la Escuela
de la Sabiduría llegó a una conclusión
provisional: de los tres monarcas citados, sólo uno podía ser
hermano y yerno, a un mismo tiempo, de aquel
desconocido depositario del Gran Tesoro del Reino en Medio del Mar.
Por el momento no quiso aventurarse a
bucear en la naturaleza de tan intrigante tesoro...
Era menester ir por partes. Y Sinuhé, desempolvando sus estudios
sobre Egiptología, estimó que aquel Señor
del Oeste podía ser Tutankhamon, hijo, como su antecesor en el trono
-Akhenaton-, de Amenofis III y,
consecuentemente, hermano del hereje. Además, Tutankhamon, el rey
adolescente, siguiendo las complicadas
costumbres de su época, había contraído matrimonio con la princesa
Anjsenamon, una de las seis hijas de su
hermano Akhenaton, casado a su vez con la bellísima Nefertiti. Ay,
por su parte, quedaba descartado comoprotagonista de semejante
parentesco. Únicamente el faraón Tutankhamon, según estos cálculos,
se hallaba
doblemente vinculado -como hermano y yerno- al fascinante rebelde de
la teología egipcia: Akhenaton.
¿Quería decir esto que el rey enterrado al otro lado del muro era
Tutankhamon?
Parte del enigma parecía despejado: el rey Akhenaton tenía que ser
el depositario del Gran Tesoro. Pero, ¿de
qué tesoro? Y, sobre todo, ¿qué clase de relación existía entre ese
Gran Tesoro y Tutankhamon?.Las nuevas
incógnitas encendieron aún más los excitados ánimos del
investigador. Había que encontrar el medio de
atravesar aquella maldita puerta tapiada...
En cuanto al Reino en Medio del Mar, Sinuhé desistió. Por más que
repasó la historia del viejo Egipto no supo
o no pudo vislumbrar a qué podía referirse.
De lo que no cabía duda era de que, al otro lado, en alguna parte,
dos puñales o dagas pertenecientes al rey
muerto señalaban, una a Dalamachia y la otra, a Horemheb, el
traidor.
¿Significaba todo esto que la misteriosa Dalamachia estaba ya al
alcance de su mano? ¿Y qué pensar de
Horemheb? ¿Escondía aquella advertencia nuevos peligros?
Repasó la inscripción por enésima vez, pero, desgraciadamente,
aquella información sólo parecía referirse a lo
que, presumiblemente, podría encontrar más allá del tabique que le
cerraba el paso. En cuanto a la forma de
cruzarlo, ni un solo indicio...
En el fondo, su situación era más penosa que antes de descubrir el
segundo sello real: intuía que estaba muy
cerca de algo fascinante y decisivo y, sin embargo, no veía el modo
de pasar al otro lado.
¡Debo encontrarlo!
Molesto e irritado consigo mismo, seguía obsesionado con el segundo
sello real. Hasta que, en una de aquellas
tensas ojeadas al tabique, reparó nuevamente en el óvalo de arcilla
–el primer sello-situado en el centro
geométrico de la puerta tabicada.
La figura impresa en la parte superior -el perro acostado, imagen
del rey difunto después de las mágicas
transformaciones que debía sufrir antes del definitivo renacimiento
a la inmortalidad apenas le sugirió nada. Sin
embargo, no sucedió lo mismo con los nueve cautivos grabados bajo el
citado perro. Se hallaban distribuidos
en tres hileras de tres, cuatro y dos prisioneros, respectivamente.
Mecánicamente, en un sondeo más, el miembro de la Orden de la
Sabiduría convirtió cada uno de aquellos
números en las correspondientes letras del alfabeto hebreo, de
acuerdo con el.riguroso método enseñado por
la Kábala. Y ahí empezó una curiosa serie de descubrimientos...
El 3, según este procedimiento, equivalía a la letra sagrada Gimel,
que es el símbolo de la garganta. El 4 venía
a significar Daleth o pecho. El último -el 2-, corresponde en hebreo
a la letra Beth o boca, como órgano de la
palabra humana.
-¡Curioso! -musitó Sinuhé, perplejo-. ¡Muy curioso...!
118
Desde un punto de vista esotérico, aquellas tres palabras -boca,
garganta y pecho- estaban casi gritando que
quizá la pronunciación de algún sonido o mantra mágico -como ya
había ocurrido en la cúspide de la pirámidepodría
franquearle el camino... Pero, ¿qué palabra o palabras formaban esa
clave?
El siguiente hallazgo llegó por sí solo. Al sumar las tres hileras
de cautivos aparecía el no menos sagrado 9. Y
Sinuhé, poniéndose en pie, sintió cómo se aproximaba a la solución.
Siguiendo el mismo procedimiento cabalístico, este número –el 9-
tenía su equivalente en la letra hebrea Teth.
¿Y cuál es su oculto o esotérico significado?, se preguntó el
investigador que, por supuesto, conocía la
respuesta:
-Oculta muralla o pared -sentenció en voz alta, al tiempo que,
gozoso, golpeaba el tabique con ambas palmas-,
erigida para guardar un tesoro y cuidar de un objeto querido..., en
medio de peligros. ¡Jesucristo!, ¿cómo no
me he dado cuenta mucho antes?
Ahora aparecía con mayor claridad: alguna palabra de profundo e
intenso poder, que brotara del pecho,
garganta y boca de un ser humano, era el oculto medio para derribar,
abrir o anular aquel obstáculo.
Procurando dominar su ansiedad, buscó entonces el segundo sello. Esa
clave, de existir, tenía que esconderse
en los jeroglíficos que acababa de descifrar. Pero, ¿dónde? ¿En qué
palabra o frase?
Tras repasar cada vocablo, comprobó que ninguna de aquellas
expresiones guardaba relación con la clave que
buscaba.
-¿Y si probara con el total de las palabras? -se animó a sí mismo.
Sinuhé, entonces, ayudándose con los dedos, puso en marcha la
conversión a números de cada una de las
letras, siguiendo para ello el método conocido por Gematría. Pero la
suma final, aunque familiar -3 327 o 6-, no
le dijo nada..., de momento..En un nuevo asalto al mensaje, se
inclinó por deletrear cada sílaba, procediendo a
la suma de las mismas. Y surgió lo inesperado...
-A-quí, en DUART, MUT ve-la el sue-ño del Se-ñor del O-es-te,
her-ma-no y yer-no del úl-ti-mo de-po-si-ta-rio
del Gran Te-so-ro del Rei-no en Me-dio del Mar. Su pri-me-ra da-ga
se-ña-la ha-cia Da-la-ma-chia. La se-gun-
da, ha-cia el trai-dor: Horem-heb.
¿Setenta y dos sílabas? -se preguntó incrédulo.
Al contar de nuevo comprendió que estaba en lo cierto: ¡72!
Mentalmente, sin atreverse a pronunciarlo, resucitó en su memoria el
Nombre Inefable y Temible -suma de las
72 sílabas sagradas- que, según la más arcana tradición hebraica,
había sido utilizado por Moisés para separar
las aguas del mar Rojo:
SHEM HAMEFORASH.
Este nombre, al igual que el integrado por el Tetragrama -YOD-HE-
VAV-HE-, una de las designaciones de la
Divinidad y de la que se derivó una burda traducción fonética (Yavé
o Jehová), goza de un misterioso y mítico
poder, conocido únicamente por los muy iniciados.
Ahora lo veía con claridad. Para tener acceso al otro lado –una
cámara funeraria, sin duda-, había que
pronunciar el nombre que sintetizaban aquellas 72 sílabas -SHEM
HAMEFORASH-, al que podía llegarse
únicamente mediante la interpretación cabalística y complementaria
de ambos sellos reales.
Toda una compleja pero eficaz medida de seguridad para preservar el
tesoro que, indudablemente, se esconde
detrás de este muro, dedujo Sinuhé, convencido de hallarse a un paso
de la Verdad que tanto anhelaban él y
su desaparecida compañera.
Y tras una minuciosa revisión de sus cálculos, se situó frente al
sello ovalado, dispuesto a pronunciar el
Nombre Inefable y Temible con todo el respeto y solemnidad de que
era capaz...
Inspiró profundamente, llenando al máximo sus pulmones.
Aquel nombre -SHEM HAMEFORASH-debía nacer en lo más íntimo de su
pecho y, tal y como le habían
enseñado los Kheri Hebs de su Orden secreta, brotar por su garganta
y boca, sublimado en forma de sucesivos
mantras o sonidos mágicos.
Sólo así tendría efectividad. Pero el soror no pudo articular
una.sola sílaba. La antorcha había empezado a
oscilar en su mano derecha, contagiada por el tembloroso pulso.
Sinuhé desistió. Comprendió que primero debía dominar sus nervios y,
tomando asiento frente al tabique,
depositó la tea en el suelo, entre él y la puerta enyesada. Cruzó
las piernas, adoptando una de las clásicas
posturas de yoga y cerró los ojos.
Después de una larga y pausada serie de hondas inspiraciones, cuando
estimó que su ritmo cerebral había
descendido por debajo de los catorce ciclos por segundo, emitiendo
así las benéficas ondas alfa, se dispuso a
vocalizar el Nombre Inefable y Temible. Pero antes, corno medida
preventiva ante los posibles peligros que
pudieran sobrevenirle en aquella nueva aventura, fabricó mentalmente
una burbuja transparente y blindada que
le rodease. De esta forma, con el espíritu reconfortado y protegido
en el interior de su propia creación mental,
Sinuhé –con voz grave- llenó la silenciosa cámara con potentes y
rotundos mantras...
-¡SHEM... HAM... E... FO... RASH...!
El eco de aquellas palabras golpeó las cuatro paredes, llenando el
lugar y el corazón del investigador de
amenazadores presagios. Al extinguirse, expectante, abrió los ojos,
esperando que el muro, quizá, se viniese
abajo. Pero nada sucedió... al menos en aquellos primeros momentos.
Consumido por la impaciencia llegó a pensar que su entonación no
había sido correcta o, lo que era peor, que
aquél no era el nombre clave. Sin embargo, no tuvo tiempo para
continuar reflexionando en este sentido.
Bruscamente, un tercer y silbante soplo de aire cayó sobre el hacha,
apagando las llamas.
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A pesar de saberse defendido por la burbuja mental, el súbito soplo
y las sólidas tinieblas que se precipitaron
sobre el recinto le sobrecogieron. ¿Qué debía hacer? ¿Se incorporaba
y avanzaba hacia la puerta tapiada?
Pero ¿cómo actuar en mitad de aquella oscuridad?
Obedeciendo a su instinto optó por aguardar. Y su tensa espera no
fue larga. De pronto, muy cerca, en algún
punto que él creyó identificar con las proximidades del tabique
sellado, se escucharon unos ruidos. Forzó la
vista, pero las tinieblas eran demasiado espesas. Sus oídos, en
cambio, afinados por el.miedo, siguieron
registrando aquella serie de sonidos, cada vez más nítidos y
próximos.
-Sí, parecen pasos...
Y un sudor frío, incontenible y perturbador, bañó sus manos y
rostro.
Efectivamente, parecían pasos. Sinuhé movió la cabeza en todas
direcciones, pero aquello -lo que fuera- no
terminaba de llegar a él. Tembloroso aguzó al máximo sus oídos,
descubriendo que, en realidad, los pasos
correspondían, no a un ser, sino a varios.
Y, desconcertado, creyó percibir cómo daban vueltas en tomo suyo, a
cosa de uno o dos metros. justamente a
la distancia en que se levantaba la pared de su burbuja. ¿Es que
aquellos seres -hombres o bestias- estaban
rodeando la esfera mental?
¿Y con qué intenciones?
La respuesta llegó fulminante: de pronto, los pasos cesaron y el
investigador no pudo impedir que sus cabellos
se erizasen por el terror. A juzgar por los siniestros arañazos y
crujidos que provenían de la pared de su
burbuja, los dientes, garras, 0 quién sabe qué, de aquellos seres
intentaban rasgar su blindaje mental. Era
obvio, por tanto, que deseaban capturarle... o matarle.
En un último esfuerzo, cerró los ojos y, concentrándose, fabricó en
el interior de la primitiva esfera una segunda
burbuja. Esta vez, además, reforzó la pared del nuevo blindaje con
sus más queridos y bellos sueños: su amor
por el mar, sus hijos, Nietihw, su reciente pasión por Jesús de
Nazaret y, sobre todo, con su más difícil sueño:
la búsqueda de la Verdad...
Un súbito estallido le obligó a abrir los ojos. Aquellos seres
habían logrado perforar la primera burbuja y, al
conseguirlo, la esfera mental había saltado por los aires,
iluminando la cámara con un resplandor azul, tan
intenso como fugaz.
Sinuhé, espantado, tuvo tiempo para distinguir a varios de los
seres. Su primera impresión fue que estaba
rodeado de monos o gorilas. Pero, inmediatamente, cuando las
tinieblas dominaron la cámara, recordó haber
visto unas largas greñas que caían sobre los hombros de sus
atacantes y que, naturalmente, no podían
corresponder a simio alguno. Entonces, ¿quiénes eran?
Y otra idea le vino a la mente. No había dispuesto de tiempo para
contarlos, pero podría jurar que eran más de
media.docena... ¿Serían nueve? En ese caso- pensó-, ¿podía tratarse
de los nueve cautivos que había visto
en el sello real? Y aunque el aspecto de los misteriosos seres
-apenas cubiertos por un taparrabo- era muy
similar al que él había observado en las nueve figurillas grabadas
en la arcilla, rechazó tan absurda posibilidad.
En parte, el hecho de desechar aquella hipótesis fue motivado, no
sólo por lo ridículo del planteamiento, sino,
muy especialmente, porque los seres habían vuelto a la carga,
atacando el nuevo e inesperado blindaje mental
con una furia inenarrable.
Sinuhé, desarmado, asistió entonces a una lluvia de dentelladas y
zarpazos, propinados desde todos los
ángulos y con una violencia tan salvaje que hicieron temblar hasta
el último de sus átomos.
Y convencido de que sus «sueños» no podrían resistir aquel segundo y
bestial embate, cerró los ojos,
dispuesto a asumir lo que parecía su fin...
Aquellos últimos segundos, cansado y derrotado, el miembro de la
Escuela de la Sabiduría vio desfilar por su
mente los principales momentos de tan insólita aventura. Y una
tristeza infinita le hizo bajar la cabeza. Al
menos por su parte, la misión había fracasado. Ya no sería posible
llegar hasta los archivos secretos de
IURANCHA y revelar al mundo la Verdad sobre la rebelión de Lucifer y
sus consecuencias...
En esos críticos instantes, mientras los encolerizados seres
golpeaban -cada vez más violentamente- la pared
de su última protección, Sinuhé hubiera deseado llorar. Pero su
corazón, agostado, no respondió.
De improviso, cuando todo parecía irremisiblemente perdido, los
zarpazos cesaron. Y un silencio total se
instaló de nuevo en la oscura cámara. ¿Qué había sucedido?
Sinuhé levantó el rostro, sintiendo cómo su segunda burbuja seguía
allí, intacta y hermética. Acto seguido,
percibió cómo los seres se alejaban precipitadamente. Sus pisadas
fueron perdiéndose en una lejanía que,
dadas las reducidas dimensiones de la sala, no acertó a comprender.
Y con el corazón a punto de estallar,
creyó distinguir entre las tinieblas.un punto luminoso y distante. A
juzgar por la posición que conservaba el
soror, se hallaba justamente en la dirección que ocupaba -o que
debía ocupar- el muro sellado...
Pero, ¿por qué parecía tan lejano? La respuesta no tardaría en
producirse.
Al principio con lentitud, después con una creciente aceleración,
aquel punto de luz fue aproximándose al
perplejo Sinuhé. Y fue entonces, al desplazarse a mayor velocidad,
cuando advirtió que no se trataba de un
único foco luminoso.
¡Eran dos! y el investigador, sobresaltado de nuevo, descubrió que
eran unos ojos de perfil felino, de los que
manaban sendos haces de luz ámbar.
Como impulsado por un resorte, se puso en pie. Los ojos, al llegar
frente a la burbuja, se detuvieron.
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