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			Parpadearon y, al momento, se fusionaron, convirtiéndose en el 
			símbolo del infinito. Y aquel signo (-), sin perder su vivísima y amarillenta luminosidad, comenzó a elevarse, 
			siguiendo la curvatura de la esfera mental.
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 Una vez sobre la vertical de Sinuhé, la enigmática hélice giró sobre 
			sí misma, transformándose en un radiante
 disco. Y de ella partieron miles de finísimos rayos, igualmente 
			ambarinos, que, al contacto con la esfera de los
 sueños, se derramaron por su superficie en forma de oro líquido.
 
			 Lo que aconteció después resulta poco menos que imposible de 
			describir: en medio de un baño de luz dorada,
 la burbuja se desintegró en silencio y, lentamente, ingrávidas y 
			majestuosas, cada una de sus partículas convertidas
 ahora en miles, quizá millones, de diminutos sueños- fueron 
			posándose sobre el cuerpo de Sinuhé.
 Maravillado, conforme los veía cubrir su piel, cabellos y ropas, fue 
			identificando muchas de las ilusiones que
 había tenido a lo largo de su vida. Allí, como rutilantes y 
			minúsculas estrellas doradas, aparecieron los más
 entrañables y lejanos sueños de su niñez, de su juventud y también 
			los últimos y cada vez más escasos de su
 madurez.
 
			 Inexplicablemente, ni una sola de aquellas ilusiones había perdido 
			la pureza de su primitiva ingenuidad ni el
 dorado brillo de su belleza.
 Levantó entonces sus ojos hacia el símbolo del infinito pero, por 
			más que buscó, la hélice había desaparecido.
 Y allí quedó, enfundado en el más sorprendente traje que jamás 
			hubiera.podido imaginar: casi un buzo de
 astronauta, flexible, ligero como cada una de las ilusiones que lo 
			formaban y rutilante; despidiendo miles de
 rayos que hacían su entorno perfectamente visible...
 Sin poder creerlo, tentó sus nuevas ropas, advirtiendo que las 
			estrellitas que se entretejían sobre el corazón
 eran precisamente sus sueños e ilusiones más queridos: los que se 
			habían fraguado durante su niñez...
 Y con el espíritu henchido por una grandísima alegría, dirigió la 
			mirada hacia la puerta tabicada...
 Alumbrado por el resplandor dorado que emitían los millares de 
			milimétricas estrellas o ilusiones engarzadas
 entre sí y que cubrían su cuerpo de pies a cabeza, dio un paso hacia 
			el muro sobre el que había lanzado el
 Nombre Inefable y Temible. Pero, cuando su propia luz alcanzó a las 
			hieráticas y negras representaciones de
 Mut, se detuvo. ¡El tabique se había volatilizado! En su lugar no 
			había nada. El yeso y los ladrillos de adobe
 que tapiaban la puerta eran ahora una tenue oscuridad, umbral de 
			otro recinto en cuyas profundidades creyó
 distinguir unos confusos y difuminados destellos rojizos.
 
			Ésa tiene que ser la cámara sepulcral, pensó con inquietud.
 ¿Qué nuevos peligros y enigmas le aguardaban al otro lado de la 
			puerta que se abría ante él?
 Antes de dar aquel decisivo paso, otro asunto reclamó su atención. A 
			sus pies se hallaban los restos del primer
 sello real.
 Y, junto al óvalo de arcilla, varias cuerdas de esparto, revueltas y 
			como abandonadas con precipitación.
 Extrañado se agachó y, al tomar en sus manos el sello, observó que 
			las incisiones que había descifrado -el
 perro acostado y los nueve cautivos, símbolo de los grandes enemigos 
			de Egipto-habían sido borradas.
 Acarició la superficie del cartucho real, descubriendo que dichas 
			grabaciones, en contra de lo que había
 supuesto en un primer momento, no parecían limadas o borradas.
 Simplemente, como ocurría con los escombros de la puerta tabicada, 
			se habían esfumado...
 Aquello, y el hallazgo de las cuerdas, dejó al investigador 
			sumamente intrigado. Y al contar los renegridos
 cordeles, el.presentimiento que ya le había rondado cuando se 
			encontraba encerrado en la burbuja mental,
 resucitó como un huracán: ¿es que los prisioneros que aparecían 
			maniatados, con las manos a la espalda,
 habían cobrado vida? ¿Qué otra explicación podían tener si no 
			aquellas nueve -justamente nueve- cuerdas que
 había encontrado Junto al sello real, ahora vacío?
 Si esta fantástica idea se confirma -meditó, clavando su mirada en 
			la penumbra escarlata de la cámara que le
 aguardaba-, es casi seguro que las bestias que destruyeron la 
			primera esfera hayan huido en esa dirección...
 Y un escalofrío volvió a tensar la piel de su espalda. Esta 
			inquietante hipótesis podía significar un nuevo
 enfrentamiento con los cautivos..., suponiendo que hubiesen huido 
			hacía la mencionada sala.
 Durante breves instantes dudó. ¿Qué debía hacer con las cuerdas y el 
			óvalo de barro? ¿Los dejaba allí y se
 adentraba definitivamente en la cámara que tenía enfrente o, por el 
			contrario, los llevaba consigo?
 Una vez más se dejó arrastrar por su intuición y, separando con gran 
			delicadeza las estrellas que ocultaban
 uno de sus bolsillos, guardó el sello real. Al momento, aquellas 
			ilusiones -como si tuvieran vida propia-
 recuperaron su posición inicial, cerrando el hueco dejado por la 
			mano de Sinuhé. En cuanto a las nueve
 cuerdas, optó por anudarlas en torno a su muñeca izquierda.
 
			 Por último, tras inspirar profundamente, cruzó el umbral con paso 
			decidido...
 Al entrar en aquella desahogada estancia, Sinuhé comprendió por que 
			los felinos y luminosos ojos que había
 visto desde el interior de su burbuja mental le habían parecido tan 
			lejanos. En una primera observación, inmóvil
 y emocionado tras cruzar la puerta, calculó que se hallaba en una 
			cámara de unos cinco por siete metros, por
 otros tres de altura, aproximadamente. El silencio, si cabe, 
			resultaba más profundo; casi sagrado. Y entendió
 igualmente el porqué de la penumbra escarlata que había advertido 
			desde el otro lado: los muros situados a
 derecha e izquierda -es decir, los más pequeños- presentaban una 
			serie de curiosas antorchas, empotradas
 oblicuamente y a cosa de metro y medio del suelo. El excitado 
			miembro de la Escuela de.la Sabiduría no
 tardaría en descubrir que aquellas teas, en realidad, no eran 
			tales... Pero no nos adelantemos a los
 acontecimientos.
 Desde el primer instante sólo tuvo ojos para un enorme bulto que se 
			levantaba en el centro geométrico de lo
 que él consideraba una cámara sepulcral. Una tumba que, de acuerdo 
			con las inscripciones del segundo sello
 real, quizá contenía los restos del faraón Tutankhamon, fallecido 
			hacia enero del año 1343 antes de Cristo. Sin
 embargo, su sentido común -a pesar de lo vivido hasta entonces- 
			seguía rebelándose contra una hipótesis tan
 121
 
 absurda. El mundo entero había asistido en noviembre de 1922 al 
			formidable hallazgo en el Valle de los Reyes
 de la entrada a la tumba subterránea del mencionado rey.
 H. Carter, su descubridor, tras una laboriosa excavación, había 
			abierto el sarcófago de Tutankhamon en 1923.
 Y la momia del faraón, examinada y reconocida por un sin fin de 
			expertos...
 ¿Cómo entender entonces que pudiera encontrarse en aquellos críticos 
			momentos en la cámara funeraria del
 hermano y yerno de Amenofis IV?
 Sin duda -meditó mientras se aproximaba al referido y enigmático 
			bulto- estoy en un error. Ésta no puede ser la
 sepultura de Tutankhamon. Además, cuando Howard Carter, lord 
			Carnavon y el resto de los arqueólogos
 penetraron al fin en la verdadera cámara mortuoria del faraón, 
			primeramente, antes de llegar al sarcófago,
 tuvieron que ir desmontando las cuatro capillas sagradas que, 
			encajadas una dentro de la otra, lo cubrían y
 protegían. Y aquí, evidentemente, no veo tales capillas...
 
			 Pero estas racionales deducciones se vieron empañadas por otra no 
			menos evidente realidad: los jeroglíficos
 del sello en los que –si no estaba equivocado- se hacía expresa 
			mención al sueño de Tutankhamon...
 Llevado de su natural prudencia, Sinuhé prefirió rodear aquella 
			masa, medio iluminada por las extrañas
 antorchas. Con paso lento, pendiente del menor ruido o movimiento 
			sospechoso, le dio una vuelta completa,
 sin acercarse. Ayudado por el dorado resplandor que emitía su propio 
			traje, identificó el bulto con una especie
 de bloque -quizá pétreo-, de unos tres metros de largo por metro y 
			medio de alto y ancho. Los costados
 presentaban.unos altorrelieves que Sinuhé -dada su prudencial 
			distancia- no distinguió con claridad.
 Durante unos minutos permaneció frente a él, reflexionando.
 Tentado estuvo de abordarlo. Pero, antes de embarcarse en ello, 
			quiso cerciorarse de la naturaleza y
 características de cuanto le rodeaba. Y empezó por las singulares 
			antorchas. Desde que penetrara en la
 cámara le había llamado la atención otro desconcertante hecho: 
			aunque era innegable que alumbraban con un
 tibio resplandor rojizo, aquellas teas no ardían. Sus extremos, al 
			menos, no se consumían como es lo habitual
 en un hacha. Sinuhé no apreció llamas. Sin embargo, irradiaban una 
			luz escarlata, suficiente para rasgar,
 aunque precariamente, las tinieblas del lugar.
 
			 Con gran curiosidad se dirigió a las que se alineaban en la pared 
			situada a la izquierda de la puerta de entrada
 y, al llegar hasta ellas, no pudo reprimir su admiración. 
			Sólidamente clavados, y oblicuos al muro, se erguían
 cinco remos huecos y transparentes, de metro y medio de largo y -a 
			primera vista-idénticos.
 Aproximadamente hacia su mitad, cada remo presentaba un 
			ensanchamiento en forma de pala. Y justamente
 en el interior de estas últimas fue donde observó algo que te 
			recordó el agua. Pero un agua en ebullición,
 irradiando aquella luminosidad rojiza. El resto del remo, en cambio, 
			parecía vacío.
 Maravillado, fue examinándolos uno tras otro. A continuación caminó 
			hacia el muro situado en el extremo
 opuesto, comprobando que, allí, las antorchas de cristal eran 
			cuatro. En total, por tanto, había nueve remos
 que semiiluminaban la cámara. Y el miembro de la Logia secreta 
			recordó desconcertado cómo en la tumba de
 Tutankhamon también habían sido descubiertos otros tantos remos 
			mágicos, depositados en el suelo de la
 cripta para llevar la barca del rey a través de las aguas del Mundo 
			Inferior, tal y como rezaba el Libro de los
 Muertos del antiguo Egipto. Por supuesto, los hallados por Carter 
			eran bastante más prosaicos que éstos. Se
 trataba de simples palas de madera...
 Un torrente de preguntas asaltó al investigador: ¿quién había 
			fabricado semejantes teas de cristal? ¿Qué
 contenían? ¿Su única misión era alumbrar -a medias-el recinto?.Al 
			inspeccionar aquella pared, descubrió
 también, en el lugar que debería haber ocupado quizá un décimo remo, 
			un incomprensible cuadrado, pintado
 en blanco, y de algo más de un metro de lado. Al tocarlo, las 
			pequeñas estrellas doradas que revestían los
 dedos de Sinuhé quedaron cubiertas de yeso.
 -¡Asombroso!
 La perplejidad del investigador estaba justificada. Aquella capa se 
			hallaba húmeda, como si acabasen de
 enlucirla... El resto de los muros, en cambio, aunque recubierto 
			igualmente de yeso y pintado en amarillo,
 estaba seco. Aquel tono dorado que suavizaba en cierta medida la 
			dureza del lugar, así como las pinturas que
 Sinuhé fue descubriendo en las paredes más largas, confirmaron sus 
			sospechas iniciales: aquélla tenía que ser
 una cámara sepulcral. En todas las tumbas de Tebas, este tipo de 
			pintura amarilla en los muros venía a
 simbolizar la puesta del dios-sol bajo las montañas del Oeste. De 
			ahí, precisamente, se derivaba la
 denominación concedida a esta clase de cámaras: La Casa de Oro, 
			donde Uno descansa.
 Estaban, además, como digo, aquellos temas, desarrollados en las 
			pinturas que adornaban los muros de siete
 metros. Todos tenían un carácter funerario y religioso.
 
			 Dos de los murales, sobre todo, causaron un especial impacto en 
			Sinuhé. Habían sido trazados en la pared
 opuesta a la de la puerta y a base de vivísimos colores rojos, 
			negros, blancos y amarillos. En uno de ellos
 aparecía la escena del traslado del cadáver del supuesto inquilino 
			de la cripta. El rey era conducido sobre
 narrias o cajones, a hombros de sus cortesanos, todos ellos 
			vistiendo los típicos faldellines egipcios y, sobre
 las pelucas y cabezas rapadas, sendos vendajes blancos, en señal de 
			duelo.
 La momia aparecía sobre unas andas con forma de león, instalada en 
			el interior de una capilla, montada -a su
 vez- sobre una barca y ésta, por último, descansando en las 
			referidas narrias.
 La segunda pintura, en opinión del investigador, hacía referencia a 
			otra ceremonia muy particular en el antiguo
 Egipto: la llamada apertura de la boca del difunto. En realidad, los 
			egiptólogos no terminan de ponerse de
 acuerdo sobre el significado de la misma. En ella podía verse a un 
			personaje de gran relevancia, manipulando
 una extraña palanca con la que,.al parecer, debía abrir la boca del 
			muerto. Y entre ambos, colocados sobre
 122
 
 una mesa, una serie de objetos, necesarios en dicho ceremonial: un 
			dedo humano, el cuarto trasero de un
 buey, un abanico de una sola pluma de avestruz y otro objeto 
			desconocido en forma de doble penacho. Por
 encima de ellos se veía una fila de cinco copas de oro y plata.
 Y de pronto, mientras inspeccionaba aquel muro, Sinuhé se vio 
			asaltado por una sensación aguda e
 inequívoca: alguien parecía estar observándole a su espalda...
 No era la primera vez que experimentaba aquella clara sensación. Un 
			frío polar te recorrió la columna vertebral
 y el miedo a lo desconocido, una vez más, le puso en tensión.
 En un intento de sorprender al hipotético observador, giró 
			velozmente en dirección al centro de la cámara. Sus
 ojos escudriñaron la rojiza oscuridad y, sumido en aquel abrumador 
			silencio, buscó al intruso. Allí, sin embargo,
 no había nadie.
 
			 Sólo el negro túmulo central rompía a duras penas la soledad de la 
			cripta.
 ¿Y si se hubiera escondido tras el bloque de piedra? Esta idea vino 
			a desasosegar aún más su quebrado
 ánimo. Con el corazón en un puño empezó a rodear lo que imaginaba ya 
			como un posible sarcófago.
 En guardia, con los puños cerrados -manteniéndose siempre a unos 
			tres metros del enigmático monumento-
 fue caminando a su alrededor. Pero aquella exploración resultaría 
			igualmente estéril. Por el momento, él era el
 único visitante de aquella siniestra cámara... Una vez más, Sinuhé 
			se equivocaba.
 En esos instantes, con el pulso algo más recuperado, al observar los 
			costados del catafalco, quedó prendado
 por los altorrelieves que adornaban sus cuatro esquinas. Se trataba 
			de las diosas Isis, Neftis, Neith y Selkit,
 dispuestas de tal forma que sus alas y brazos extendidos rodeaban la 
			totalidad de las paredes del túmulo en un
 simbólico abrazo protector.
 Ya no había duda: aquel bloque de piedra tenía que esconder los 
			restos -quién sabe si la momia- de un rey.
 Posiblemente, como anunciaba la inscripción del sello real, la del 
			faraón Tutankhamon. Y animado por estos
 excitantes pensamientos, el miembro de la Escuela de la Sabiduría 
			tomó la decisión de.intentar abrir el
 sarcófago. Pero, ¿cómo lograrlo? La enorme losa que lo cubría debía 
			pesar más de una tonelada...
 Tiene que haber un medio..., reflexionó, dándose ánimos y dirigiendo 
			sus pasos hacía el centro del gigantesco
 bloque. Pero, al llegar a un metro del túmulo, algo inesperado le 
			cortó el paso, arrojándole al suelo.
 -¡Oh, Dios...!
 Aturdido, se incorporó casi con idéntica celeridad con que se había 
			visto arrojado sobre el rocoso pavimento.
 Examinó su protección de sueños y, tras verificar que no había 
			sufrido daño alguno, repitió la aproximación, sin
 poder creer lo que acababa de experimentar.
 Sin embargo, cuando su cuerpo estuvo de nuevo a un paso del 
			sarcófago, una especie de viento huracanado silencioso
 e impetuoso-surgió por segunda vez de alguna parte del bloque, 
			haciendo impracticable el avance y
 lanzándole nuevamente a tierra.
 Esta vez, perplejo, no se incorporó tan rápidamente. Era evidente 
			que una muralla invisible protegía la última
 morada de aquel rey. E intentando recapacitar, dio unos pasos 
			alrededor del túmulo.
 Quizá probando por otro costado...
 
			 Pero el tercer intento fue tan catastrófico como los precedentes.
 Y el desconcertado iuranchiano rodó por el suelo. A pesar de ello, 
			no se rindió. E, incorporándose, trató de
 asaltarlo por las dos paredes restantes. En cada ocasión, sin 
			embargo, el viento reapareció puntual e
 implacable, empujándole como un muñeco.
 -¡Dios santo! -se lamentó desmoralizado-. ¡Es infranqueable!
 Su cerebro y, lo que era peor, su voluntad, quedaron en blanco.
 Solo, sin armas, desconcertado y sin saber cómo vencer aquella nueva 
			dificultad, se sintió al filo de la
 rendición. Pero en aquel Sinuhé -el que había surgido del 
			espejo-había, sobre todo, una indestructible
 tenacidad. Pasados los primeros momentos de confusión, un sereno 
			coraje le impulsó por enésima vez hacia el
 enigmático túmulo.
 El dispositivo para anular ese viento huracanado -reflexionó-, 
			suponiendo que exista, debe hallarse en otro
 lugar... Pero ¿dónde?.Gateando, se aproximó a la zona límite del 
			invisible vendaval.
 Procurando no ser catapultado de nuevo, fue rodeando el sarcófago, 
			en un esfuerzo por hallar en sus paredes
 una posible solución que neutralizara la muralla protectora. Sin 
			embargo, a excepción de las cuatro diosas
 aladas, el resto de los costados –finamente trabajados en un macizo 
			bloque de cuarcita amarilla-no
 presentaban inscripción o señal algunos.
 En cuclillas frente al catafalco, dedujo finalmente que su búsqueda 
			debería orientarse en otra dirección. Pero,
 cuando se disponía a explorar la cámara por segunda vez, de 
			improviso, una agitada respiración rompió el
 silencio...
 En una fracción de segundo, los pensamientos de Sinuhé se vinieron 
			abajo. incapaz de moverse, afinó sus
 oídos, con la esperanza de que aquella respiración fuera sólo un 
			error o, quizá, una mala jugada de su
 atormentado subconsciente. Pero no. Rítmica, intensa y clara volvió 
			a sonar a su espalda, estremeciéndole.
 Alguien se hallaba muy cerca. Casi podía sentir su aliento, 
			acompasado con aquel ruido ronco y gutural. Y
 lentamente fue volviéndose, Aquella sensación que había 
			experimentado mientras examinaba las pinturas
 funerarias -una sensación inconfundible que delataba la proximidad 
			de un observador-parecía a punto de
 confirmarse.
 123
 
 Entre la escarlata semioscuridad, levemente iluminados también por 
			el resplandor dorado de su traje,
 aparecieron ante Sinuhé los felinos y ambarinos ojos que ya había 
			tenido ocasión de contemplar cuando se
 hallaba en el interior de la burbuja.
 
			 El susto fue inevitable. Y en un movimiento reflejo se echó atrás, 
			cayendo de lleno en el radio de acción del
 viento huracanado. Éste, automáticamente, lo impulsó de nuevo fuera 
			del entorno del túmulo, yendo a caer
 bajo los ojos del supuesto enemigo.
 Maltrecho, levantó la cabeza, advirtiendo con horror que aquel ser 
			se hallaba a una cuarta de su rostro.
 Tendido cuan largo era y dominado por el miedo, sólo tuvo fuerzas 
			para contemplar unas delgadas patas
 negras, terminadas en sendas pezuñas, todas ellas armadas con cinco 
			amenazadoras y curvadas uñas de
 plata..Su primer y poco tranquilizador pensamiento fue que estaba a 
			los pies de un animal. Quizá un felino...
 Pero ¿con garras de plata?
 Poco a poco fue recorriendo el resto de aquel cuerpo. Al descubrir 
			la cabeza reconoció un largo y afilado
 morro, así como unas orejas enormes, erectas y puntiagudas. Y en el 
			centro del oscuro cráneo, aquellos ojos
 rasgados, de color ámbar y penetrantes como espadas.
 No, no se trata de un felino... -reflexionó atropelladamente-.
 Parece un chacal.
 Los ojos del animal, como si hubieran captado la convulsa deducción, 
			centellearon a la luz de los miles de
 estrellas que cubrían a Sinuhé. Y el investigador cayó en la cuenta 
			de que aquellas pupilas poseían algo
 extraño. Parecían artificiales y con incrustaciones de oro, calcita 
			y obsidiana. También el cuerpo –más parecido
 al de un gallo que al de un chacal-denotaba algo fuera de lo normal. 
			La piel, negra y lustrosa, parecía
 pintada...
 Sin poder evitarlo, confiado ante su aparente docilidad, alargó una 
			temblorosa mano, hasta tocar una de las
 patas delanteras.
 El chacal no se movió. Su respiración se hizo algo más rápida y 
			bronca, y Sinuhé, perplejo, vino a confirmar lo
 que había empezado a sospechar: ¡aquella criatura era de madera!
 
			 El desconcierto fue tal que sólo pudo cerrar los ojos, en espera de 
			que -al abrirlos de nuevo- aquel imposible
 hubiese desaparecido. Pero, al hacerlo, el animal siguió allí, 
			petrificado.
 Sinuhé comprendió que, de haber sido ése su propósito, el chacal ya 
			le hubiera atacado. ¿Qué pretendía
 entonces? ¿Por qué estaba allí? Y antes de que tuviera ocasión de 
			plantearse nuevas interrogantes, el afilado
 morro se abrió, dejando al descubierto dos hileras de dientes huecos 
			y transparentes que irradiaban una luz
 escarlata, idéntica a la de los remos de cristal.
 Y en la cámara sonó una voz que le recordó la de un joven.
 -Soy Anubis -habló el chacal-, primera transformación del gran rey 
			que duerme y descansa en esta tumba.
 El investigador se puso en pie y, boquiabierto, contempló al 
			sorprendente galgo-chacal. No había duda de que
 aquellas palabras procedían de su boca.. Temeroso, rodeó al animal, 
			verificando que, efectivamente; se trataba
 de un hermoso.ejemplar de un metro de alzada y cola larga, recta, 
			colgante y peluda, en forma de palo.
 -¡Sorprendente! -exclamó, recordando la efigie de este mismo chacal 
			sagrado, que había tenido oportunidad de
 ver esculpida en el friso superior de la pared norte de la tumba de 
			Baqt.
 Simultáneamente le vino a la memoria la ancestral costumbre egipcia 
			de venerar a Anubis como una de las
 deidades protectoras de los muertos. En casi todas las sepulturas 
			del antiguo Egipto -incluida la del faraón
 Tutankhamon-aparece montando guardia muy cerca del difunto. Su 
			papel, como abridor de los Caminos y
 señor del cofre y de la momificación, era sumamente destacado. En 
			realidad venía a asumir la primera de las
 mutaciones que debía sufrir el muerto, en su camino hacia Duart: el 
			más allá.
 Y Sinuhé, situándose frente al chacal, se atrevió al fin a 
			preguntar:
 -¿Quién es ese gran rey del que hablas?
 
			Anubis dirigió sus amarillentos ojos hacia el túmulo central, 
			respondiendo al instante:
 -Fue conocido en vida como Tutankhamon, hermano y yerno del último 
			depositario del Gran Tesoro...
 -¡El Gran Tesoro! -murmuró Sinuhé al recordar la inscripción del 
			segundo sello real. Sin poder ocultar su
 curiosidad, interrogó al chacal sobre la naturaleza y el paradero 
			del mismo.
 -El Gran Tesoro del Reino en Medio del Mar -repuso Anubis-se 
			encuentra en poder de los hombres Pi. Yo,
 primera mutación de Tutankhamon, tuve el gran privilegio de 
			contemplarlo y conocerlo..., pero ahora eres tú
 quien debe descubrir su paradero. Yo sólo soy el guardián de la 
			puerta que puede llevarte hasta él.
 -Entonces -comentó Sinuhé-, es cierto que estoy más cerca que 
			nunca...
 El chacal movió la cabeza afirmativamente. Y añadió:
 
			 -Vuestra misión está llegando a su fin. Los archivos secretos de 
			IURANCHA te serán abiertos..., siempre y
 cuando sepas vencer a Horemheb, el traidor.
 El investigador estuvo a punto de preguntarle sobre el citado 
			general. Pero otra cuestión, más punzante, había
 empezado a inquietarle....-Dime, Anubis: ¿ese Gran Tesoro tiene algo 
			que ver con los archivos secretos que
 andamos buscando?
 El chacal no contestó. Sinuhé tampoco insistió. En realidad, el 
			silencio había sido elocuente...
 E indicando el gran sarcófago de piedra, el miembro de la Escuela de 
			la Sabiduría formuló una nueva pregunta:
 -Sé que para cruzar esa puerta (la que debe llevarme a Dalamachia y 
			a los hombres Pi), antes es preciso abrir
 este túmulo funerario. ¿Puedes ayudarme?
 Y Anubis, por toda respuesta, dio media vuelta, perdiéndose en la 
			penumbra de la cámara sepulcral.
 124
 
 Las palabras del chacal sagrado confirmaron las sospechas de Sinuhé, 
			abriendo su corazón a la esperanza. Si
 allí, en el túmulo, reposaban los restos mortales de Tutankhamon, el 
			jeroglífico grabado en el segundo sello
 real empezaba a cobrar sentido. El miembro de la Logia secreta sabía 
			que Howard Carter, al explorar la momia
 del hermano y yerno de Amenofis IV (el gran Akhenaton), había 
			hallado dos refinados puñales entre los
 complejos vendajes de Tutankhamon. Una de aquellas dagas era de oro 
			y la segunda de hierro. Esto, como
 digo, coincidía con la última parte del enigma: ... Su primera daga 
			señala hacia Dalamachia. La segunda, hacia
 el traidor:
 
			 Horemheb.
 Ahora bien, suponiendo que Anubis le ayudara a abrir el catafalco y 
			que, en efecto, allí reposara la momia del
 citado faraón, ¿cómo podría distinguir una daga de otra? ¿Cuál de 
			ellas señalaría al traidor? ¿La de hierro
 quizá?
 Recordó igualmente que en aquel tiempo -hacia el año 1300 antes de 
			Cristo- el hierro era un metal
 prácticamente ignorado en el antiguo Egipto y que, en consecuencia, 
			su valor podía ser muy superior al del oro.
 ¿Tendría esta circunstancia algo que ver con el doble dilema? 
			Lógicamente, sólo la apertura del sarcófago real
 arrojaría luz sobre tan oscuras y problemáticas cuestiones...
 De la misma manera que lo había visto difuminarse en la penumbra, en 
			dirección al muro en el que alumbraban
 los cuatro remos mágicos, así surgió Anubis entre las sombras. Por 
			más que escrutó los rincones de aquel lado
 de la cámara,.Sinuhé no acertó a distinguir la silueta del 
			galgo-chacal y mucho menos el punto o el medio de
 que se había valido para desaparecer tan misteriosamente.
 El caso es que allí estaba de nuevo, con su grácil y lustroso cuerpo 
			bañado por el aura dorada que fluía de los
 miles de sueños e ilusiones que cubrían a Sinuhé. El chacal traía 
			algo entre los dientes y, levantando su
 cabeza hacia el iuranchiano, le dio a entender que debía tomarlo 
			entre sus manos. El investigador accedió al
 punto. Al examinarlo descubrió que se trataba de un equipo de 
			escriba, idéntico a los que se utilizaban en
 aquellos remotos tiempos faraónicos: una paleta o estrecha caja 
			rectangular de unos treinta centímetros de
 longitud, toda ella de marfil. En uno de sus extremos aparecían seis 
			pequeños orificios, conteniendo otros
 tantos panes de colores: blanco, amarillo, rojo, verde, azul y 
			negro. En el centro, la paleta presentaba una
 abertura rectangular por la que había sido introducida una docena de 
			finísimos y marrones juncos marítimos.
 Eran los cálamos o plumas, cuyas puntas -machacadas- hacían las 
			veces de pinceles.
 Sinuhé, maravillado, leyó la delicada inscripción que rodeaba el 
			orificio rectangular por el que asomaban los
 juncos.
 La hija del rey, Meritatón, amada y nacida de la Gran Esposa Real, 
			Neferneferunefertiti.
 Un ligero temblor hizo oscilar sus miles de estrellas doradas. Ya no 
			cabía duda. Aquella paleta, justamente, era
 uno de los múltiples y valiosos objetos hallados por Carter y su 
			equipo en 1922 al desvelar otra de las salas de
 la tumba de Tutankhamon, contigua a la cripta y que -casualmente- 
			fue bautizada como la del Tesoro... Entre el
 ajuar allí depositado, los egiptólogos encontraron una 
			representación en madera del dios Anubis y, entre sus
 patas, aquella misma paleta, perteneciente a la princesa Meritatón, 
			una de las seis hijas de Ajnaton o
 Akhenaton y la bellísima Nefertiti.
 
			 Sinuhé miró al chacal y sospechó que aquel equipo de escriba podía 
			proceder, precisamente, de algún lugar
 próximo –quizá esa enigmática sala del Tesoro, depósito, ¿por qué 
			no?, de los archivos secretos de
 IURANCHA-, del que Anubis, a juzgar por sus propias palabras, 
			parecía fiel guardián. De ser así, todo
 encajaba con precisión. La figura de tamaño natural del dios.chacal, 
			tallada en madera y barnizada en resina
 negra y descubierta por los arqueólogos en 1922 a las puertas de la 
			referida sala del Tesoro, en un anexo de la
 cripta de Tutankhamon, tenía que ser aquella prodigiosa criatura de 
			madera que ahora le contemplaba con sus
 radiantes ojos de ámbar. Pero los últimos y cada vez más débiles 
			jirones de su lógica se encargaron derecordarle que aquello era del 
			todo imposible... Él no podía hallarse en el interior de la tumba de 
			Tutankhamon.
 Aquél no era el Valle de los Reyes...
 -Aquí está la respuesta a tu pregunta.
 La voz del chacal retumbó en la soledad de la cámara funeraria, 
			sacando a Sinuhé de su agria lucha interior.
 -¿Mi pregunta? -tartamudeó sin comprender a qué se refería Anubis.
 -Recuerda que solicitaste ni¡ ayuda para abrir el sarcófago...
 Sinuhé contempló la paleta de marfil. Su memoria, en efecto, había 
			vuelto a funcionar. Sin embargo, no
 alcanzaba a entender los propósitos de su interlocutor.
 Anubis, adelantándose a la inminente pregunta del humano, descubrió 
			sus dientes de cristal y habló en los
 siguientes términos:
 -Sólo hay un medio para franquear ese túmulo...
 Y el galgo-chacal caminó despacio hasta el límite: del gran bloque 
			de cuarcita amarilla. Un paso más y el viento
 huracanado brotaría como un fantasma invisible. Pero el guardián del 
			Tesoro más recóndito se limitó a olfatear
 las proximidades del catafalco. Después, tocando con su hocico la 
			caja que sostenía Sinuhé, añadió en tono
 solemne:
 -Aquel que sea capaz de cerrar los ojos de las cuatro diosas 
			protectoras, no sólo habrá abierto el sarcófago del
 Señor del Oeste sino que, sobre todo, le restituirá a su último 
			estado, en el más allá.
 Sinuhé conocía estas creencias religiosas del antiguo Egipto.
 
			 Había podido deducir que Anubis era la primera transformación del 
			rey Tutankhamon. Pero, ¿cómo proceder
 para consumar esa segunda y postrera mutación? ¿Cómo podía cerrar 
			los ojos de las diosas aladas que
 125
 
 ceñían el túmulo? Antes era menester neutralizar la barrera que lo 
			protegía..-Dime, Anubis -inquirió el
 investigador-, ¿por qué has puesto en mis manos esta paleta?
 -Sólo con los colores sagrados de Meritatón es posible dibujar mi 
			verdadero nombre: el que me fue dado por
 Tiyi en el momento de mi nacimiento... Pero ese nombre solar 
			-concluyó el chacal-, aunque significa mi
 definitiva resurrección, no corresponde a mí invocarlo.
 Anubis había sido lo suficientemente explícito como para desvelarle 
			buena parte del secreto. Entre las
 costumbres egipcias se daba una que revestía una especialísima 
			trascendencia. Todo recién nacido debía
 recibir un nombre –el llamado solar-, en el momento mismo del 
			nacimiento. Y era la invocación de ese nombre,
 una vez muerto el individuo, la que abría al difunto las puertas de 
			Duart: el más allá. De ahí que, para cualquier
 egipcio, la mayor desgracia consistía en el cambio de nombre; un 
			castigo utilizado, sobre todo, con los ladrones
 y criminales.
 Sinuhé recordaba que Tiyi, esposa de Amenofis III y madre de 
			Tutankhamon, le había bautizado -nada más
 traerlo al mundo-con el extraño nombre de Tutanjaton. Y una chispa 
			de esperanza hizo brillar sus ojos con un
 fulgor especial.
 Sin pérdida de tiempo extrajo uno de los junquecillos y situándose 
			en cuclillas frente a la primera de las diosas -
 Isis-, introdujo el pincel en el pequeño depósito circular que 
			contenía el color blanco. La punta se humedeció y
 el investigador, con pulso vacilante, empezó a dibujar en el aire 
			los jeroglíficos correspondientes a la primera
 sílaba de Tutanjaton.
 
			 Prodigiosamente, aquellos signos -de un blanco resplandeciente- se 
			sostuvieron ingrávidos en el aire, al filo
 mismo de la pared del viento.
 Nuestro hombre, perplejo, se volvió hacía el chacal y creyó 
			distinguir en sus pupilas de oro y obsidiana -hecho
 luz- un sentimiento humano.
 En silencio se dirigió a la segunda esquina y, mojando el pincel en 
			el mágico pan amarillo, dibujó la segunda
 sílaba: tan.
 En la tercera -siempre bajo la vigilante mirada de Anubis-, trazó en 
			rojo la tercera sílaba -ja- y frente a la cuarta
 y última diosa alada, en símbolos verdes, la sílaba ton..Satisfecho 
			e intrigado dio un paso atrás, caminando
 alrededor del túmulo. Las cuatro sílabas (Tu-tan-ja-ton), oscilantes 
			y luminosas como piedras preciosas, se
 mantuvieron aún breves segundos en el aire. Pero, de pronto, 
			rasgando la penumbre y el silencio de la cámara,
 de cada uno de los remos de cristal partió un silbante rayo 
			escarlata. Y los nueve finísimos haces luminosos
 hicieron blanco en tres de las cuatro sílabas flotantes...
 Sinuhé, frente al costado en cuyas esquinas flotaban las sílabas ja 
			y ton, permaneció inmóvil, pendiente de
 aquellos rayos rojizos. Observó de reojo al chacal y, al verlo 
			estático, optó por imitarle. El desenlace no se hizo
 esperar. Las tres series de jeroglíficos iluminados, 
			correspondientes a las sílabas tu, tan y ton, terminaron por
 fundirse, convirtiéndose en la letra hebrea T (Teth). Y al instante, 
			el escudo huracanado se hizo visible,
 invadido por una radiación escarlata que manaba de cada una de las 
			tres letras hebraicas, todavía ingrávidas a
 metro y medio del suelo. El viento, teñido así de rojo, apareció 
			ante Sinuhé en toda su magnitud, cubriendo. las
 paredes y losa corno un segundo sarcófago. Y el investigador 
			comprendió que, de no haber sido por Anubis,
 jamás hubiera tenido acceso al túmulo.
 
			 Pero la cadena de fantásticos acontecimientos no había hecho sino 
			empezar...
 Mientras observaba la T situada frente a él, le vino a la memoria 
			una de sus últimas peripecias, vivida cuando
 buscaba el medio para cruzar la puerta tabicada. La suma de los 
			nueve cautivos en el primer sello real recordó-
 le había conducido precisamente a aquella misma letra, la Teth, cuyo 
			valor simbólico era el 9. Y esta
 letra, desde un punto de vista esotérico, representaba, como en 
			aquel caso, «una muralla erigida para guardar
 un tesoro...
 Su reflexión. no llegó al final. Adelantándose a estos pensamientos, 
			cada una de las tres T se transformó en un
 9 y, acto seguido, fulminada, la coraza rojiza se desvaneció. Y con 
			ella, los tres nueves, los rayos escarlata y
 los nueve remos de cristal. La oscuridad, al desintegrarse las 
			misteriosas antorchas empotradas en los muros,
 Se hizo casi total, apenas aliviada en el centro de la cámara por el 
			dorado resplandor del traje de.Sinuhé. Éste,
 sin saber a qué atenerse, buscó con la mirada al chacal. Sin 
			embargo, Anubis continuaba impertérrito, con sus
 amarillentos ojos clavados en la única sílaba superviviente: la ja.
 Aunque era evidente que el viento huracanado había desaparecido, 
			haciendo posible el contacto con el bloque
 de piedra, Sinuhé no se atrevió a moverse. La presencia de la última 
			sílaba, flotando frente al rostro de la diosa
 Selkit, y la estatuaria inmovilidad de su compañero, el 
			galgo-chacal, le dieron a entender que el proceso de
 apertura del sarcófago no había concluido. No se equivocaba. 
			Mientras contemplaba los rojos caracteres de ja,
 la j de dicha sílaba le trajo a la mente su equivalente en el 
			alfabeto hebreo: la Jod. E inconscientemente
 rememoró su secreto y cabalístico significado: la mano del hombre. Y 
			movido por su afán de desvelar aquel
 nuevo enigma y asomarse cuanto antes al interior del túmulo, tuvo un 
			súbito deseo: convertir la Ja de
 Tutanjaton en la Jod o J hebrea y ésta, a su vez, en una mano. Una 
			mano humana, capaz de ir cerrando los
 ojos de las cuatro diosas aladas...
 Su sorpresa no tuvo límite cuando, de improviso, aquel deseo se hizo 
			realidad. Y la ja fue modificando sus
 rasgos hasta transformarse en una mano blanca, humeante y delicada. 
			Y fiel a la petición mental del
 investigador, fue a posarse sobre los ojos de Selkit, bajando sus 
			párpados. Al instante se dirigió a la diosa
 labrada en aquel mismo costado del sarcófago, repitiendo la 
			operación con Isis. Y lo mismo aconteció con
 Neftis y Neith.
 126
 
 Aquel nuevo y súbito prodigio estremeció a Sinuhé. De pronto recordó 
			cómo, minutos antes, había asociado
 igualmente la T de las restantes sílabas del nombre solar de 
			Tutankhamon al 9 y éste -o la letra hebrea Teth- al
 símbolo de la muralla. Y una inmensa duda comenzó a hostigarle: ¿es 
			que sus deseos podían hacerse
 realidad? Cómo entender si no aquellos desconcertantes sucesos... 
			Pero, de ser así, si sus deseos podían
 materializarse, ¿por qué ahora y en aquel lugar? Una respuesta 
			iluminó su cerebro como una inmediata y
 puntual cristalización de aquel último deseo: ¡el traje! Sí, ésa 
			tenía que ser la explicación... Mientras
 permaneciera cubierto por sus propios sueños e ilusiones, sus 
			anhelos podrían verse satisfechos.
 
			 Aquello, por otra parte, explicaba sus aciertos a la hora 
			de.descifrar los sellos reales... Y casi automáticamente,
 recordó un querido y añorado nombre: Nietihw. Sinuhé no podía saber 
			entonces que aquél, justamente aquél,
 era el único deseo que no podía hacer realidad... Muy pronto 
			comprendería por qué.
 Desilusionado por su aparente fracaso, al no hacer realidad la 
			aparición de su compañera, se centró de nuevo
 en el túmulo.
 Anubis parecía definitivamente petrificado. Llegó a tocar su cabeza, 
			comprobando que sus ojos habían
 empezado a apagarse. Rodeó el sarcófago, pero no halló rastro alguno 
			de la mano que había cerrado los ojos
 de las diosas protectoras. Palpó igualmente la gran losa que cerraba 
			el catafalco, verificando lo que ya había
 intuido: aquella tapa de granito rosa debía tener un peso superior a 
			los mil kilos... Se presentaba, por tanto, un
 nuevo y difícil problema. ¿Cómo levantarla?
 A pesar de su reciente decepción, retrocedió hasta situarse a un par 
			de metros del bloque. Si en verdad el traje
 que le cubría tenía la portentosa capacidad de hacer realidad sus 
			deseos, la losa no tardaría en caer... Fue
 inútil. Por más fuerza que puso en aquel sentimiento, la tapa no se 
			movió. Decepcionado, terminó por rendirse.
 Dirigió una suplicante mirada al chacal, pero la vida de Anubis, 
			como sus propias esperanzas, parecía a punto
 de agotarse.
 -¿Es posible que ahora, a un paso del final, todo esté perdido?
 
			 Y dulcemente, casi sin sentir, los felinos y mortecinos ojos de 
			Anubis se oscurecieron. Y en el centro de la
 cámara sepulcral, como una frágil luciérnaga dorada, abatido y 
			temeroso, quedó Sinuhé, devorado por las
 tinieblas y por su propia impotencia...
 Al igual que ocurriera cuando vio desaparecer en el pozo la figura 
			de su querida amiga, aquellos fueron
 también unos minutos amargos. Él intuía -sabía- que muy cerca, quizá 
			al otro lado de aquella tumba, quizá en
 el fondo de aquel sarcófago, se encontraba el Tesoro que tanto 
			habían buscado: la Verdad sobre la rebelión de
 Lucifer..., la Verdad en suma.
 Pero el nuevo Sinuhé no estaba definitivamente acabado...
 Necesitó tiempo pero, al final, comprendió. No bastaba con desearlo. 
			No era suficiente entregarse y entregar el
 alma:
 además de ello, para levantar la lápida, había que actuar. Desde 
			hacía años, desde que había descubierto el
 irreversible sendero.del mundo interior, Sinuhé sabía que todos los 
			deseos, sueños e ilusiones -por muy
 utópicos- podían convertirse en realidad si, además, era capaz de 
			imaginar cómo hacerlo.
 Así que, desanudando ocho de las nueve cuerdas que conservaba 
			arrolladas en su muñeca, fue
 depositándolas –de dos en dos- sobre los cuatro ángulos de la tapa.
 A continuación, sin saber exactamente por qué, dejándose llevar por 
			la intuición, se dirigió a cada una de las
 diosas, procediendo a sumar las plumas que formaban sus ocho alas. 
			Al conocer el resultado -1832 plumas de
 cuarcita-, no pudo por menos que sonreír. Sumando estas cifras (1 + 
			8 + 3 + 2) se obtenía 14. Es decir siguiendo,
 una vez más, el método cabalístico-, 1 + 4 = 5.
 Y por conversión al alfabeto hebreo, ¿qué representaba ese 5?: la 
			letra H o Hal, una vieja conocida de Sinuhé
 y de Nietihw, cuando ésta aún llevaba su corona con el nombre 
			cósmico. Hai, causalmente, era -siempre desde
 el punto de vista esotérico- el símbolo del aire. ¿Y qué mejor 
			fórmula que unas alas para representarlo?
 Maravillado, lanzó una última mirada a las diosas aladas, 
			preguntándose cómo era posible que los artífices que
 las habían labrado sobre el mismo bloque del féretro hubieran podido 
			manejar y esconder aquel secreto
 cabalístico 1343 años antes de Cristo, cuando Moisés -posible 
			inventor de la Kábala-aún no había nacido...
 Todo aquello resultaba tan confuso como fascinante.
 
			 Animado por este hallazgo, se sentó frente al túmulo, cerrando los 
			ojos. E imaginó. Y lo hizo con todo su
 corazón y con toda su mente. E imaginó que las alas se despegaban 
			del sarcófago. Y con ellas, los cuerpos
 estilizados de Isis, Neftis, Neith y Selkit. Y en su imaginación, 
			Sinuhé deseó que aquellas alas de piedra
 batieran suave y majestuosamente, elevando a las diosas protectoras 
			por encima del féretro.
 Y una vez en el aire, las diosas tomaron las ocho cuerdas que, al 
			contacto con sus manos, quedaron
 convertidas en otros tantos bumerangs de negro y pesado ébano. El 
			resto fue sencillo. En su imaginación, el
 miembro de la Escuela de la Sabiduría deseó e hizo que las ocho 
			curvadas armas fueran introducidas por las
 diosas en el borde rebajado del catafalco, sobre el que había sido 
			encajada la losa. Bastó un pequeño esfuerzo
 para que los.bumerangs -actuando como palancas-hicieran saltar la 
			tapa de granito. Sin pérdida de tiempo,
 mientras las diosas la sostenían en el aire, Sinuhé prensó la 
			tonelada y cuarto de piedra, reduciéndola a un
 diminuto y reluciente corazón de oro. Y haciéndose con él, dirigió 
			su imaginación hacia el hierático cuerpo de
 Anubis. Y por expreso deseo de su voluntad, el chacal abrió sus 
			fauces y el palpitante corazón tomó posesión
 de su cuerpo de madera. Y los felinos ojos volvieron a iluminarse...
 Sus deseos -de la mano de la imaginación-habían sido consumados. Y 
			el investigador abrió los ojos. Ante él
 se ofrecía un espectáculo que jamás olvidará: del túmulo, ahora 
			descubierto, brotaba, muy lentamente, una
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 especie de niebla blanca que había empezado a derramarse por los 
			costados, avanzando y propagándose por
 el suelo de la cámara. Y sobre los ángulos del bloque de cuarcita 
			amarilla, agitando sus alas, aparecían las
 cuatro diosas, con los bumerangs entre sus dedos y los ojos 
			cerrados.
 Sinuhé quiso interrogar a Anubis pero, por más que buscó entre la 
			niebla que se esparcía inexorable en torno
 al catafalco, el chacal no dio señales de vida. Y el corazón del 
			iuranchiano volvió a turbarse. ¿A qué se debía
 aquella nueva desaparición?
 Un presentimiento le alertó. Algo grave y desconocido parecía brotar 
			de aquella sepultura. entremezclado con
 la extraña niebla...
 
			 Al no encontrar al galgo-chacal, decidió asomarse al interior del 
			túmulo. Dio un paso hacia el bloque pero,
 como un aviso, un frío punzante ascendió desde sus pies, obligándole 
			a posponer la inspección del sepulcro.
 Observó atónito la niebla lechosa que ocultaba ya el tercio inferior 
			de sus piernas, deduciendo que aquella
 helada sensación tenía que proceder del humo que emergía del 
			catafalco. Y en su afán por comprobarlo, se
 agachó, introduciendo las manos en la niebla.
 -Jesucristo!
 Una sensación idéntica, cortante como mil alfanjes, le obligó a 
			sacarlas del blanco y enigmático humo. Al
 contemplarlas, descubrió angustiado que las diminutas estrellas 
			doradas –sus sueños e ilusiones-, que
 protegían aquellas manos, habían.desaparecido. Y otro tanto sucedía 
			con las que cubrían sus pies y parte
 inferior de las piernas...
 -¡Oh, no!
 En efecto, aquella niebla, en expansión y ascenso, poseía un poder 
			tal que había empezado a disolver o
 aniquilar su traje protector. Consciente del inminente peligro que 
			se cernía sobre se precipitó sobre el filo del
 catafalco, dispuesto a desvelar su secreto...
 Pero, al asomarse, una visión decepcionante se presentó ante sus 
			ojos.
 El halo dorado que emanaba de su buzo de estrellas iluminó un enorme 
			bulto, completamente recubierto de
 finas vendas, de un blanco similar al de la niebla. Sinuhé alargó su 
			mano derecha hasta tocarlo. Su
 imaginación había sufrido un duro revés. En lugar de los restos 
			momificados del faraón Tutankhamon sólo halló
 un gigantesco paquete -de aspecto humano, eso sí-, fajado de pies a 
			cabeza.
 -¡Oh...!
 
			 Al rozar sus dedos sobre lo que suponía tiras de lino, éste dejó 
			asar las yemas. ¿Cómo podía ser? Las vendas,
 en realidad, eran jirones de aquel humo que brotaba por los 
			intersticios. Aquel cuerpo -o lo que fuera- había
 sido vendado... ¡con niebla! Y los dedos, al hundirse en el vendaje, 
			experimentaron de nuevo aquel latigazo de
 hielo.
 No había otra alternativa. La niebla seguía elevándose sobre el 
			nivel del suelo, ocupando ya la totalidad de la
 superficie de la cripta. Urgía desentrañar aquel misterio y, sobre 
			todo, buscar las dagas que mencionaba el
 segundo sello real. Una debía señalarle hacia Dalamachia. La otra, 
			hacia el traidor: Horemheb.
 Apretando los dientes, luchando por sobreponerse a las gélidas 
			punzadas que habían empezado a adormecer
 sus piernas y manos, fue desenrollando las tiras de niebla, 
			rasgándolas y arrojándolas fuera del catafalco.
 Cuando hubo retirado la última, el humo dejó de manar del interior 
			del sepulcro. Y un murmullo de admiración
 escapó de los labios del investigador.
 Frente a él, ocupando todo el interior del sarcófago, había surgido 
			una esfinge de oro. Se trataba, sin duda, de
 la tapa de un resplandeciente féretro, en forma humana. Aquel ataúd, 
			de.unos dos metros de largo,
 descansaba sobre unas andas con figura de león. Las facciones de la 
			cara de la esfinge, soberbiamente
 labradas en una lámina de oro, trajeron de inmediato a su memoria el 
			rostro del joven rey Tutankhamon.
 Entonces, a pesar de todo -pensó con excitación-, estaba en lo 
			cierto...
 Los ojos habían sido confeccionados con aragonito y obsidiana, las 
			cejas y pestañas finamente adornadas a
 base de incrustaciones de lapislázuli.
 Aquella cara sobrecogió a Sinuhé. Mientras el resto del ataúd había 
			sido recubierto de un oro brillante, en
 forma de plumas, el de las manos y rostro era diferente, algo más 
			grisáceo, simulando así el color de los
 muertos. Las manos, cruzadas sobre el pecho, sostenían los emblemas 
			reales: el cayado y el flagelo, con
 incrustaciones de fayenza azul oscuro. Sobre la frente de la figura 
			yacente del rey niño, Sinuhé reconoció al
 momento los dos emblemas y símbolos del Alto y Bajo Egipto: la cobra 
			y el buitre.
 -¡Ya no hay duda! -exclamó sin poder contener su impaciencia-.
 Aquí dentro debe reposar la momia del Señor del Oeste, hermano y 
			yerno del último depositarlo del Gran
 Tesoro del Reino en Medio del Mar...
 
			 Pero su alegría se vio enturbiada por aquella niebla, cada vez más 
			alta. El frío alcanzaba ya sus rodillas...
 Antes de proceder a la apertura del féretro, lanzó una nerviosa 
			ojeada a su alrededor. Anubis seguía sin
 aparecer y la niebla, aunque había dejado de brotar del túmulo, 
			continuaba llenando la cámara. Aquí y allá,
 justo en los lugares donde recordaba que había arrojado las tiras de 
			humo, apuntaban pequeños remolinos.
 Las diosas, por su parte, con los párpados bajos, permanecían 
			estáticas, con los bumerangs entre sus manos
 de piedra y un pausado, silencioso e interminable aleteo. Sinuhé 
			observó también sus amarillentas, casi
 translúcidas figuras, comprobando que, a pesar de hallarse a poco 
			más de un metro por encima del sarcófago,
 aquel batir de alas no provocaba la menor corriente de aire.
 -¿Cuánto tiempo permanecerán así? -se preguntó con inquietud..Pero, 
			como decía, el frío encerrado en la
 niebla mordía ya sus rodillas. No había tiempo que perder. Se 
			inclinó sobre el ataúd de oro y, tras examinar los
 128
 
 costados, descubrió cuatro asas de plata -dos a cada lado-, 
			dispuestas, sin duda, para facilitar el levantamiento
 de la tapa. Temblando de frío y ansiedad se hizo con los dos 
			asideros más cercanos y tiró con fuerza. En
 contra de lo que suponía, la tapa del ataúd resultó sumamente 
			ligera.
 Se trataba en realidad de una cubierta de madera dorada.
 Procurando no dañarla, la retiró del túmulo, recostándola 
			verticalmente sobre uno de los costados del bloque
 de piedra. Y a la luz de su mermado traje se asomó impaciente y 
			tembloroso sobre el contenido del féretro.
 Una segunda decepción cayó sobre él. En el interior sólo había un 
			segundo fardo, envuelto esta vez con una
 gruesa tela de gasa, sumamente oscurecida y estropeada. Sobre el 
			lienzo aparecieron guirnaldas de flores,
 confeccionadas con hojas de olivo y de sauce, pétalos de loto azul y 
			centaurea.
 -¡Increíble!
 Las coronas de flores conservaban una absoluta lozanía. Como si 
			acabaran de ser trenzadas...
 -¿Cómo es posible? -se preguntó al tiempo que acariciaba los pétalos 
			de loto-. ¡Tutankhamon murió hace más
 de 3 300 años!
 
			 Con una mezcla de profundo respeto y veneración, Sinuhé fue 
			extrayendo las guirnaldas, dejándolas caer
 sobre la niebla. Pero, en lugar de hundirse, comenzaron a flotar 
			sobre la superficie del humo, meciéndose
 suavemente. Y el investigador, sin conceder mayor importancia a 
			aquel nuevo y extraño hecho, se afanó en
 despojar al fardo de la gasa. Al rasgarla surgieron algunas 
			incrustaciones de vidrio multicolor, con ricos
 engastes de oro. Y sus manos se detuvieron durante algunos segundos. 
			Sinuhé, de pronto, recordó el histórico
 descubrimiento de H. Carter en el Valle de los Reyes. También en 
			aquella ocasión, los egiptólogos –al abrir el
 sarcófago real- se habían encontrado con un primer ataúd. Y en su 
			interior, con un segundo féretro. E, incluso,
 con un tercero, matemáticamente ajustado y dispuesto en aquel.
 ¿Era esto lo que le aguardaba al iuranchiano? De ser así, ¿dónde se 
			encontraban las dagas?
 Incapaz de controlar su curiosidad e impaciencia, se precipitó sobre 
			aquella deteriorada tela, rompiéndola en
 largas tiras, que.fueron siendo amontonadas en desorden a lo largo 
			de todo el perímetro del ataúd. Porque,
 efectivamente, esto fue lo que apareció ante los atónitos ojos de 
			nuestro hombre: un segundo féretro de dos
 metros de longitud, de forma y diseño similares al primero. Todo él 
			se hallaba suntuosamente recubierto de
 gruesas láminas de oro, con incrustaciones de vidrio opaco, tallado 
			y grabado, imitando jaspe rojo, lapislázuli y
 turquesa, respectivamente.
 Todo él, incluida la máscara funeraria, recordaba a la tapa que 
			acababa de apoyar sobre el túmulo. Todomenos un detalle: las manos. 
			Éstas, cruzadas también sobre el pecho, no sostenían los emblemas 
			reales -el
 cayado y el flagelo- sino... ¡una daga!
 -¡Al fin! -estalló Sinuhé, que sentía ya el hielo de la niebla a la 
			altura de sus muslos.
 Protegida por aquellas manos de oro, en efecto, con la empuñadura 
			dirigida hacia la cabeza, había surgido
 finalmente lo que tanto ansiaba. Al contemplar la vaina, finamente 
			labrada en oro así como la citada
 empuñadura -delicadamente trabajada en oro granulado y adornada a 
			intervalos con bandas de cristal de roca
 coloreado-, Sinuhé se vio asaltado por una tremenda duda: ¿se 
			hallaba ante la primera o la segunda daga? La
 criptografía descifrada en la puerta tabicada sólo hacía alusión a 
			una primera daga, que debía señalar hacia
 Dalamachia, y una segunda, que apuntaba -según la interpretación del 
			investigador-hacia el traidor:
 Horemheb.
 
			 ¿Qué debía hacer? ¿Cómo saber si aquel hermoso puñal era el primero 
			o el segundo?
 Con las piernas doloridas por aquella infernal niebla, Sinuhé 
			permaneció algunos minutos frente al irritante
 dilema.
 Antes de proceder a retirar la daga estudió su colocación.
 Observó la empuñadura, estimando que estaba orientada, justamente, 
			hacia una de las pinturas funerarias que
 tanto habían llamado su atención: la que representaba a un 
			dignatario faraónico con una especie de palanca
 negra entre las manos y a punto de efectuar la llamada apertura de 
			la boca del difunto rey, pintado, a su vez,
 en forma de momia y frente a dicho alto cortesano. La punta del 
			puñal venía a coincidir con la.puerta por la que
 había tenido acceso a la cámara. Y un enjambre de dudas acosó su 
			mente.
 Suponiendo que aquella daga señalase a Dalamachia, ¿hacia dónde 
			debía encaminarse? ¿Hacia la pared
 pintada o en dirección a la puerta que había cruzado? Si, en cambio, 
			se trataba de la segunda daga, ¿cuál de
 los extremos apuntaba al traidor?
 Confuso, abandonó el túmulo y, abriéndose paso entre la blanca y 
			gélida niebla, fue a situarse ante el mural
 funerario. El resplandor dorado que aún emitían su vientre, torso, 
			brazos y cabeza le permitió repasarla con
 cierta comodidad. Llegó, incluso, a tocar la figura del noble 
			egipcio, verificando que, efectivamente, sólo se
 trataba de yeso coloreado. Aquel personaje desconocido se tocaba con 
			una cofia verde, vistiendo faldellín
 blanco y cubriendo sus hombros con una llamativa piel de leopardo.
 Encogiéndose de hombros dio media vuelta, retornando al catafalco. 
			Una vez más en aquella loca aventura
 estaba forzando los acontecimientos. Y ése, obviamente, no era el 
			procedimiento más práctico...
 Sin embargo, mientras arrastraba sus casi insensibles piernas, las 
			palabras de Anubis, en relación a
 Horembeb, le hicieron volver el rostro hacia el mural.
 
			 ... Los archivos secretos de IURANCHA te serán abiertos..., siempre 
			y cuando sepas vencer al traidor.
 -¿El traidor?... ¿Traidor a quién? -meditó-. ¿A Tutankhamon?
 De pronto, en mitad del espeso silencio, sus pensamientos se 
			volvieron contra él, advirtiéndole: ¿Por qué al
 recordar la sentencia del chacal había dirigido su mirada, 
			precisamente, hacia aquel personaje?
 129
 
 Aunque a lo largo de la misión se había visto envuelto en otras 
			circunstancias tan críticas como aquélla, al
 comprobar cómo la niebla disolvía ya las estrellas de su vientre, no 
			pudo reprimir un sentimiento de alarma. Si
 en verdad se hallaba tan próximo a los hombres Pi o a los archivos 
			secretos o a Dalamachia, sus enemigos quizá
 las fuerzas integradas por los medianes rebeldes-no le concederían 
			tregua ni cuartel. Había que estar
 más despierto que nunca y, paradójicamente, Sinuhé notaba.cómo las 
			fuerzas se le escapaban por
 momentos... jamás se había sentido tan mermado.
 Sorteando los pequeños remolinos, cada vez más raudos, que abrían la 
			niebla en las proximidades del bloque
 de cuarcita, se situó frente a la figura yacente del joven rey. Y 
			sin pensarlo, tornó la empuñadura de la daga,
 tirando de ella. La vaina dorada, sólidamente sujeta por las manos 
			de la esfinge, no se movió. Sin embargo, la
 hoja del puñal se deslizó limpia y dócilmente. Con el puño derecho 
			cerrado sobre la guarnición, Sinuhé,
 devorado por aquel hielo invisible y por su propia incertidumbre, 
			fue aproximando la daga hasta llegar a la
 altura de sus ojos. El centelleo de sus estrellas doradas hizo 
			brillar entonces una afilada y puntiaguda hoja...
 ¡de hierro! Todo fue simultáneo: en el cerebro del investigador se 
			disparó una señal de peligro, los ojos de las
 diosas aladas se abrieron y los ocho bumerangs se estremecieron, 
			mientras un fogonazo azul partía del puñal,
 cegando a Sinuhé.
 Sin soltar la daga, se echó atrás, llevándose la mano izquierda al 
			rostro. Cuando, al fin, aquella silenciosa
 explosión luminosa que había brotado de la hoja de hierro fue 
			disipándose en sus doloridas retinas, el
 iuranchiano descubrió asombrado que las cuatro diosas protectoras no 
			flotaban ya sobre el catafalco. Se volvió
 mecánicamente y, tal y como venía sospechando desde un principio, 
			notó horrorizado que la figura del alto
 dignatario había desaparecido de la pintura funeraria. En su lugar, 
			también de perfil, aparecía ahora una de las
 diosas, adornada y provista de ocho alas y otros tantos brazos, sin 
			bumerangs...
 
			 Con el corazón tronando, hizo un primer ademán de aproximarse al 
			muro. Pero un siseo cercano le paralizó.
 Era el primer sonido que escuchaba en la penumbra de la cripta desde 
			que desaparecieran Anubis y su agitada
 respiración. Y llegaba nítido a su espalda.
 En un primer momento creyó reconocer aquel sonido. Pero, 
			estremecido, rechazó una idea tan escalofriante...
 Con sumo cuidado fue volviéndose. Y lentamente, con la daga en alto, 
			se asomó al interior del túmulo.
 El hielo que atravesaba su cuerpo se propagó en sucesivas oleadas 
			hasta desembocar en el corazón. Pero
 aquel frío que atornillaba ahora su pecho no procedía de la niebla, 
			sino del.fulminante pavor que le había
 provocado la visión del segundo ataúd. Sobre el oro y el vidrio 
			multicolor de la figura yacente se retorcían ocho
 silbantes cobras.
 Paralizado, y con el brazo en alto, Sinuhé recordó los bumerangs.
 -¡Dios mío! -se dijo a sí mismo, sintiendo cómo el hielo encharcaba 
			su garganta-. Primero fueron cuerdas.
 Después bumerangs de ébano, y ahora... ahora se han convertido en 
			serpientes.
 Las cobras no tardaron en detectar los efluvios -sin duda cargados 
			de terror- que escapaban de aquel humano,
 incapaz de reaccionar ante la presencia de los venenosos reptiles. Y 
			una tras otra fueron incorporándose sobre
 los vientres, dirigiendo sus negros y penetrantes ojos hacia 
			Sinuhé... La mitad de los ofidios lucían tres
 pequeñas escamas sobre la cabeza. Y el investigador comprendió con 
			espanto que se trataba del áspid o
 víbora de Cleopatra, sumamente peligrosa. En cuanto al resto, 
			excitado por la proximidad del ser humano, se
 había apresurado a aplastar y ensanchar sus cuellos, mostrándose en 
			toda su macabra magnificencia. Estas
 últimas -de cuello negro- tenían además la facultad de lanzar el 
			veneno a los ojos del adversario.
 Sinuhé lo sabía y, medio hipnotizado por el siseo y la lenta 
			oscilación de las cabezas de los reptiles, creyó
 llegado su fin.
 Su último pensamiento fue para Nietihw. ¿Qué habría sido de ella? 
			¿Seguiría viva?
 
			 La niebla oscilaba ya al nivel de su cintura y, preso del magnetismo 
			de las pupilas verticales de los ofidios,
 parecía resignado a morir. Una de las áspides se irguió por encima 
			de sus compañeras y, abriendo las fauces,
 mostró sus colmillos venenosos. El ataque parecía inminente...
 Pero, en el último segundo, unas fauces más grandes que las de las 
			cobras hicieron presa en las ropas del
 investigador. Y tirando de su cintura lo derribaron de espaldas, 
			hundiéndolo en el humo lechoso. Mientras caía
 arrastrado por aquellos dientes desconocidos, tuvo tiempo de ver 
			cómo los reptiles, burlados en el último
 instante, se deslizaban veloces sobre el filo del sepulcro, 
			sumergiéndose, como él, en la espesa niebla,
 empeñados, sin duda, en su persecución..Al tocar el suelo rocoso de 
			la cripta, las fauces le liberaron y Sinuhé,
 braceando y sin aire, se revolvió sobre sí mismo, en busca de tan 
			oportuno salvador. Pero allí, en el seno de la
 niebla, la blancura era tal que resultaba cegadora. Y no pudo 
			distinguir forma o figura algunas. La carencia total
 de oxígeno en el interior del humo, unida a la considerable densidad 
			del medio, que le obligaba a moverse con
 gran fatiga y lentitud, forzaron su salida inmediata. Al emerger, 
			descubrió desolado cómo su traje de sueños e
 ilusiones se había disuelto por completo. Ahora, la única claridad 
			existente en la cámara procedía de la niebla,
 que seguía llenando el lugar lenta pero inexorablemente.
 De momento había evitado el primer ataque de las cobras. No 
			obstante, la imagen de los ofidios
 zambulléndose en la espesa claridad le hizo temer una nueva 
			acometida, probablemente sobre sus piernas o
 vientre. Aterrorizado, se volvió hacia los cuatro puntos cardinales, 
			intentando descubrir los cuerpos de las
 serpientes. Y, súbitamente, entre sus muslos, creyó notar el roce de 
			algo más sólido que el humo. Al borde del
 histerismo pateó entre la niebla, emprendiendo una enloquecida y 
			desesperantemente lenta huida, buscando el
 punto más alejado del túmulo.
 130
 
 Cuando apenas había avanzado un par de metros en dirección al muro 
			que había sostenido los cuatro remos
 de cristal y en cuyo extremo se adivinaba aquel no menos enigmático 
			cuadrado de yeso blanco, su marcha se
 vio truncada. Sobre la superficie de la niebla -en el centro de 
			cuatro de los remolinos que se agitaban frente a
 él- se destacaron sendos cráneos. Sinuhé, entre los jirones 
			luminosos, sólo distinguió, de momento, la parte
 superior de unas oscuras cabezas, con unos ojos vidriosos y de 
			amenazadoras pupilas verticales.
 ¡Las cobras!, dedujo estremecido.
 
			 Pero había algo extraño en aquellas cabezas, apenas apuntadas a ras 
			de la niebla.
 Presintiendo un nuevo ataque, retrocedió. Al instante, a derecha e 
			izquierda, emergiendo por otros tantos
 remolinos, descubrió
 cuatro bultos más, dos a cada lado, idénticos a los que tenía
 delante. En todos relampagueaban las mismas pupilas
 verticales, frías y mortales como la niebla que le consumía..Sin 
			otra alternativa, siguió caminando de espaldas
 hasta que la pared del catafalco le cerró la huida. Sin proponérselo 
			había vuelto al punto de origen. Y al
 momento, los ocho cráneos – como si supieran que su víctima se 
			hallaba acorralada-emergieron sin prisas de
 entre la niebla, mostrándose a Sinuhé en todo su horror.
 Ante nuestro hombre fueron apareciendo ocho cuerpos de más de dos 
			metros de altura cada uno. Aunque sus
 pupilas eran similares a las de las áspides y víboras de Cleopatra, 
			se trataba en realidad de fornidos y peludos
 seres de aspecto humano, cubiertos con taparrabos. Sus manos se 
			hallaban armadas con largas uñas y las
 cabezas, cubiertas por impenetrables y oscuras greñas. Sinuhé los 
			reconoció. ¡Eran ocho de los nueve
 cautivos que habían escapado misteriosamente del primer sello de la 
			Necrópolis Real! Aquellos enemigos de
 Egipto ya habían intentado acabar con su vida cuando se encontraba 
			encerrado en la burbuja mental. Pero,
 inexplicablemente, se habían alejado de la antecámara, dejando 
			abandonadas las cuerdas y el sello de arcilla.
 Este último, ají como la novena cuerda, seguían en poder del 
			investigador...
 E impotente, vio cómo los cautivos levantaban sus garras, dispuestas 
			para un ataque que, en esta ocasión, no
 se vería rechazado por esfera mental alguna...
 
			 Al unísono, como autómatas, las ocho bestias fueron cerrando el 
			cerco hasta que, al fin, el indefenso
 iuranchiano se vio físicamente rodeado y sin resquicio por el que 
			intentar la huida.
 Una fuga que, a la vista de la corpulencia y ferocidad de aquellos 
			monstruos, no hubiera prosperado jamás.
 Triunfantes, los rostros de azabache de los cautivos esbozaron 
			sendas y diabólicas sonrisas, proclamando así
 lo que parecía un fulminante final. Y fue en esos críticos segundos, 
			cuando las curvadas uñas -largas como
 colas de escorpiones-se elevaban por encima de las cabezas de los 
			prisioneros, a punto de clavarse en su
 presa, cuando Sinuhé -con la niebla a la altura de sus costillas- 
			intuyó dónde podía estar su salvación...
 -¡El Nombre Inefable...!
 Al observar de cerca la piel de los cautivos -correosa y áspera como 
			la arcilla de la que habían escapado-,
 recordó las palabras.sagradas. Su pronunciación le había franqueado 
			el paso a la cámara sepulcral aunque,
 muy posiblemente, había traído consigo también el mágico vaciado del 
			sello real...
 Había que arriesgarse. Quizá una nueva invocación del Nombre obrara 
			el milagro y aquellos seres de barro...
 Sinuhé -cosa extraña en él- pensó y actuó simultáneamente.
 Extrajo de su bolsillo el óvalo de arcilla y, levantándolo con su 
			mano, izquierda, gritó:
 -¡SHEM HAMEFORASH!
 El eco golpeó los muros. Las sonrisas se petrificaron y, con ellas, 
			los cuerpos de los ocho cautivos. Y la niebla,
 vertiginosamente, como una blanca enredadera, se elevó por entre las 
			musculosas extremidades de los
 prisioneros, cubriéndoles totalmente. En segundos, las ocho 
			criaturas de arcilla quedaron convertidas en otras
 tantas estatuas de humo.
 Pero aquella nueva mutación duraría poco. La niebla terminaría por 
			caer a la misma velocidad con que se
 había levantado. Los remolinos desaparecieron y también los ocho 
			cautivos. Y Sinuhé, aliviado, se recostó
 exhausto contra el costado del sepulcro.
 Su respiro, sin embargo, fue breve. Al examinar el sello ovalado que 
			conservaba entre los dedos, poco faltó
 para que, presa de un nuevo sobresalto, se le fuera de la mano. La 
			casi totalidad de su superficie -a excepción
 del segmento superior-había recuperado su primitivo aspecto: ocho 
			figurillas aparecían toscamente
 representadas en otros tantos altorrelieves de barro.
 
			 Eran los cautivos, arrodillados y con las manos nuevamente atadas a 
			las espaldas. Pero faltaba uno y, por
 supuesto, la figura superior: la del galgo-chacal...
 Con la niebla por el pecho, se preguntó dónde estaría Anubis y por 
			qué había sido atacado por ocho de los
 nueve cautivos.
 Además, ¿quién le había salvado de las cobras? ¿Se trataba del 
			chacal de madera al que había devuelto la
 vida? Y si era así, ¿por qué no había logrado verlo? ¿Dónde se 
			escondía? ¿Es que aquella niebla no le
 afectaba? Él, en cambio, se sentía cada vez más débil... Cierto que 
			la densa y nevada humareda había
 contribuido -y no poco- a la aniquilación de las bestias que le 
			rodeaban, pero, si no actuaba con rapidez -si no
 hallaba a.Horemheb-, aquella misma bruma que cubría y lastimaba ya 
			su pecho podía convertirse en su tumba.
 ¿Qué hacer para enfrentarse al traidor? Sinuhé dirigió una mirada 
			hacia la diosa alada que había ocupado el
 lugar del enigmático dignatario en la pintura funeraria, 
			planteándose esta y otras incógnitas con una inquietud
 cada vez más angustiosa.
 131
 
 Los hechos, una vez mas, vinieron a precipitarse cuando, de 
			improviso, unas manos largas y húmedas cayeron
 sobre su cuello, en un claro afán por estrangularle. Sobresaltado, 
			intentó separarse del catafalco. Pero aquellos
 dedos -como cepos-seguían ahogándole. El sello de arcilla cayó de su 
			mano, perdiéndose en la niebla, y el
 investigador, en un continuo forcejeo, clavó los dedos -ahora 
			libres-en aquellas garras, más que manos, que
 seguían cerrándose en torno a su cuello. Con los ojos desorbitados 
			por el pánico, el iuranchiano creyó
 identificar al ser que le atenazaba con el último y noveno cautivo.
 Su desconcierto y desesperación alcanzarían, sin embargo, la máxima 
			expresión cuando, al llevar su mano
 izquierda sobre las garras, éstas, formadas por un barro húmedo, 
			quedaron semidestrozadas por los dedos de
 Sinuhé. Entre estertores, observó la palma de su mano, verificando 
			que no estaba equivocado: allí, entre los
 dedos, habían quedado porciones de un adobe fresco y rojizo.
 En una reacción fulminante, descargó la daga de hierro sobre la mano 
			que se cernía en tomo a la zona
 derecha de su cuello, consiguiendo el mismo efecto. El puñal penetró 
			en la garra pero, al ser retirada, en lugar
 de sangre, la brillante hoja sólo arrastró... ¡barro!
 
			 A pesar del evidente deterioro ocasionado en ambas manos, éstas no 
			cedieron un ápice en su objetivo. Y
 Sinuhé, semidesmayado, empezó a experimentar los signos de la 
			asfixia.
 Su visión se enturbió y su corazón, bombeando al límite de sus 
			posibilidades, comenzó a flaquear.
 En un postrer esfuerzo, guiado únicamente por su instinto de 
			conservación, el miembro de la Logia hizo acopio
 de sus escasas fuerzas y tiró de las garras y del ser hacia abajo, 
			buscando la hipotética ayuda de la niebla.
 Evidentemente, la fantástica criatura no había previsto aquella 
			súbita reacción y se vio.arrastrada, en efecto,
 hacia el interior de la bruma. Y las manos y antebrazos, sumergidos 
			así -de improviso-en el humo de hielo,
 corrieron la misma suerte que los ocho cautivos.
 Sencillamente, se disolvieron.
 Sinuhé, libre de la mortal tenaza, buscó la superficie. Pero, al 
			emerger frente al catafalco, aquel inseparable
 compañero de vi aje -el espanto- volvió a soplar sobre su helado 
			corazón...
 Ante él, en pie en el interior del túmulo, se hallaba el alto 
			personaje, tan misteriosamente desaparecido del
 mural funerario. Y Sinuhé, con la niebla rozando ya sus clavículas, 
			comprendió.
 -¡Horemheb!... ¡El traidor!
 Confirmando sus sospechas, el fornido egipcio llevó a cabo una leve 
			inclinación de cabeza, al tiempo que
 extendía sus brazos hacia Sinuhé. Los antebrazos y manos, 
			efectivamente, habían resultado amputados por la
 niebla. En los extremos podían distinguirse unos muñones húmedos y 
			rojizos como el resto de la piel del viejo
 general.
 Pero, al momento, el barro que formaba el cuerpo de Horemheb cobró 
			vida y los muñones se
 autorregeneraron, renaciendo las mutiladas extremidades. El parcial 
			éxito del iuranchiano había resultado
 infructuoso...
 Y Horemheb, clavando la mirada de sus enormes y almendrados ojos 
			negros en su indefensa víctima, habló
 así:
 
			 -¡Escucha, extranjero!... En vida del hereje rey Akhenaton y de su 
			hermano, Tutankhamon, fui enviado por
 Amón, mi señor, para recuperar el Gran Tesoro del Reino en Medio del 
			Mar y destruir el culto a Atón, vano
 intento de los fieles a Micael por restituir su perdida autoridad 
			sobre IURANCHA. Desde entonces soy el
 custodio de ese Tesoro y nada ni nadie podrá entrar en la Sala de 
			Thot...
 Sinuhé sólo comprendió a medias. Él había estudiado que aquel temido 
			general -que conoció, en efecto, al
 faraón hereje y a su hermano-se había hecho con el trono de Egipto 
			tras la muerte de Ay, el llamado Padre
 Divino y sucesor de Tutankhamon. Y sabía igualmente que, siguiendo 
			los consejos de las castas
 sacerdotales, había devuelto el culto y la gloria a uno de sus 
			dioses: Amón, arrasando cualquier vestigio de
 aquella otra divinidad -Atón-, suprema revelación del rey hereje, 
			Akhenaton..Pero ¿qué significaba todo aquello
 sobre el Gran Tesoro y los fieles a Micael? ¿Qué era la Sala de 
			Thot? La confusión del investigador, conforme
 escuchaba las palabras de Horemheb, fue en aumento...
 -Puedes unirte a Amón, mi señor -concluyó el general- o morir...
 ¡Elige!
 Un silencio grave, dramático como aquellas frases, planeó sobre la 
			cripta, como el preludio de un inminente y
 no menos dramático desenlace...
 El cerebro de Sinuhé, acosado por aquel otro peligro –la ondulante 
			niebla-, no respondió. Poco importaba ya la
 búsqueda de los archivos secretos de IURANCHA. El humo, en continuo 
			ascenso, no tardaría en alcanzar y
 sepultar su cabeza.
 ¿Cómo pensar en la misión cuando su vida tenía los minutos contados?
 De puntillas, esquivando los helados jirones de niebla, fue 
			aproximándose al túmulo, totalmente cubierto ya por
 la bruma.
 
			 Era inexplicable que las fornidas piernas de Horemheb no hubieran 
			quedado disueltas. Al menos desde la
 perspectiva del investigador, los pies del general se hallaban en el 
			interior del catafalco y éste, como digo,
 hacía tiempo que había desaparecido bajo el nivel de aquel 
			inagotable horror lechoso.
 Sin embargo, hierático y solemne, el cuerpo de barro del traidor 
			seguía sobresaliendo por encima de la niebla.
 Sinuhé no tardaría en entenderlo. Al topar con el costado de 
			cuarcita observó cómo la totalidad de la oquedad
 del sepulcro rectangular permanecía libre. La niebla ascendía y lo 
			llenaba todo, a excepción de aquel reducto
 132
 
 sagrado. En cuanto a los pies de Horembeb -enfundados en blancas 
			sandalias-, parecían firmemente
 afianzados sobre el tórax de oro de la esfinge yacente. Abrumado, 
			levantó su rostro hacia el del general.
 Iluminada por la blancura que amenazaba con inundar toda la cámara, 
			aquella faz rojiza esbozó una irónica
 sonrisa. Y el monstruo de adobe, llevando su mano izquierda sobre la 
			leonada piel que cubría su hombro
 derecho, repitió el ultimátum.
 -¡Elige, extranjero!....Para Sinuhé, tristemente, la elección sólo 
			podía ser una.
 Cansado, con todo su cuerpo herido por el hielo, sin esperanzas de 
			volver a ver a Nietihw, sin armas ni la
 ayuda de su ya remoto amigo Ra, ¿qué sentido tenía resistir? ¡Qué 
			lejanos aparecían en aquellos momentos
 su entusiasmo y afán por desvelar la Verdad sobre Lucifer...!
 Y con la voz quebrada, sólo acertó a responder:
 -¡Está bien!... ¡No quiero morir!... Pero dime al menos quién es tu 
			señor y cuál es la suerte que me aguarda.
 Horemheb, satisfecho, siguió acariciando la piel de leopardo.
 -Me alegra tu sensatez, extranjero -repuso finalmente-. Vuestra 
			misión estaba abocada al fracaso. Pero, al
 elegir a Amón, tu esfuerzo no ha sido estéril... Él, precisamente, 
			te mostrará la Verdad que tanto ansías...
 -¿Amón? -le interrumpió Sinuhé-, ¿quién es?
 -En tu mundo, en IURANCHA, fruto de vuestra ignorancia, es conocido 
			por Lucifer..., mi señor.
 Trágico y paradójico destino. Si Horemheb no mentía, la fuerza del 
			Maligno -contra la que, sin duda, habían
 batallado hasta ese momento- era la que, ahora, le regalaba la vida 
			y la Verdad..
 
			 Aferrado al sumergido filo del catafalco, no tuvo fuerzas para 
			seguir interrogando al general. Su único deseo
 era salir de aquel horrible lugar y sobrevivir. Y Horemheb, 
			comprendiendo el lamentable estado del iuranchiano,
 le habló de nuevo:
 -Pero antes de conducirte a la Torre de Amón, es preciso que 
			renuncies a la señal que aún te une a
 Dalamachia.
 El investigador le miró sin comprender.
 -Debes entregarme el collar, la cadena de números, símbolo de los 
			estúpidos e ilusos hombres Pi..., a los que
 no llegarás jamás.
 Sinuhé obedeció. Y, dócilmente, la retiró de su cuello, 
			ofreciéndosela a Horemheb.
 Sin abandonar aquella triunfante sonrisa, el general inclinó su 
			torso, al tiempo que le anunciaba en un tono
 ceremonial:
 -Como general victorioso y último rey de la dinastía XVIII, tu 
			sumisión a Amón, y a mí mismo, debe consumarse
 con un acto de total entrega: ciñe mi cuello con tu corona...
 Horemheb dobló su rodilla derecha, clavándola sobre las plumas de 
			oro del segundo ataúd. Y,
 reverencialmente, inclinó su cabeza hasta situarla al alcance de las 
			manos de Sinuhé..Éste, en silencio,
 tiritando e irguiéndose sobre las puntas de sus pies, deslizó la 
			cadena alrededor de la cofia verde,
 depositándola sobre el cuello del traidor.
 Y una infinita tristeza se apoderó de aquel hombre vencido...
 Fue como un relámpago. Como una descarga interior. Como una luz o 
			quizá como un grito lejano. Al soltar la
 corona de números sobre la nuca de Horemheb, el nombre de Nietihw 
			hizo vibrar hasta la última célula de
 Sinuhé y, en un arrebato, sus dedos se crisparon sobre el cuello del 
			general. Y el investigador se dejó caer de
 espaldas sobre el mar de niebla, arrastrando con él al traidor.
 Entre blancas turbulencias, ambos se vieron así sumergidos en el 
			humo. En segundos, el barro rojizo quedó
 consumido. Y Horemheb, aniquilado por la niebla, desapareció.
 
			 Sin poder entender el porqué de su fulminante reacción, el miembro 
			de la Escuela de la Sabiduría buscó la
 superficie con desesperación. El nivel del humo llegaba ya hasta sus 
			ojos y, saltando sobre el suelo rocoso,
 llenó sus pulmones de aire, lanzándose a la búsqueda del túmulo 
			funerario. Si conseguía trepar a él y
 refugiarse en su interior, quizá su final no fuese tan inminente...
 Al aferrarse al filo del bloque de piedra, intentó saltarlo. Pero 
			aquel metro y medio era ya demasiado para sus
 agotadas fuerzas. Y, rendido y semiasfixiado, vio cómo la masa 
			gaseosa le cubría definitivamente.
 Dispuesto a morir fue deslizándose por la pared del catafalco, hasta 
			caer de rodillas al pie del mismo. Allí,
 prisionero de la cegadora blancura -paradójicamente salvadora y 
			mortal-, esperó su hora.
 Pero, cuando apenas si había tocado el fondo de la cripta, aquellas 
			mismas fauces que evitaron el ataque de
 las cobras, se cerraron sobre sus ropas, impulsándole hacia lo alto 
			y depositándole bruscamente en el interior
 del sepulcro.
 Al contacto con la madera chapeada del segundo ataúd, Sinuhé, con la 
			piel azulada por una incipiente
 congelación, entreabrió los párpados. Sus pulmones inhalaron 
			ansiosamente y, poco a poco, comprendiendo
 que había sido rescatado del helado gas, trató de incorporarse. Pero 
			su debilidad era extrema y apenas
 si.consiguió sentarse sobre la figura yacente. El humo, pegado a las 
			cuatro paredes exteriores del túmulo,
 seguía ganando altura, respetando sin embargo el espacio situado por 
			encima del gran bloque rectangular.
 Quedaba así, sobre el reducido habitáculo que ocupaban ahora el 
			féretro y Sinuhé, un misterioso y providencial
 vacío o chimenea, fuertemente iluminado por la radiación de aquellas 
			cimbreantes paredes de niebla.
 En la mente del iuranchiano martilleaba una sola idea: ¡La segunda 
			daga!... ¡La segunda daga...!
 Era preciso encontrarla. Pero ¿cómo abrir la tapa de aquel ataúd? El 
			puñal de hierro, al igual que su cadena de
 números, se habían perdido en el fondo de la bruma...
 133
 
 Tanteó las asas de plata ubicadas en ambos costados y tiró de ellas. 
			Fue inútil. Su propio cuerpo, situado
 sobre el féretro, obstaculizaba la operación. Por otra parte, la 
			esfinge llenaba la totalidad del nicho, no dejando
 espacio suficiente entre la piedra y el citado ataúd.
 Golpeó el pecho dorado del joven rey, maldiciendo de nuevo su mala 
			fortuna. Pero pronto comprendió que
 aquella actitud no le llevaría a ninguna parte. En todo caso, a 
			malgastar las mínimas energías que aún le
 restaban. Había que pensar. Y había que hacerlo rápido. La niebla 
			seguía la conquista de la cámara.
 Quizá faltase un metro -o menos- para que tocara el techo.
 ¿Qué sucedería entonces?
 Frotó su rostro con las ateridas manos, luchando por recuperar parte 
			de la perdida circulación sanguínea. Fue
 entonces cuando se percató de la novena cuerda de los cautivos, 
			todavía anudada a su muñeca.
 Con grandes dificultades, ayudándose con los dientes, consiguió 
			desenrollarla.
 
			 -Sí, todavía es posible... -se dijo a si mismo, buscando 
			ansiosamente una de las asas.
 Anudó la cuerda y, volviéndose hacia el asidero opuesto, repitió la 
			operación. Una vez amarrada a las dos
 asas, sujetó la cuerda entre los dientes y buscó apoyo con las manos 
			en los filos superiores del sepulcro.
 ¡Es preciso lograrlo...! ¡Es preciso...!.Sinuhé luchó por 
			incorporarse. Tenía que situar sus pies sobre el referido
 borde superior del túmulo. Sólo así, tirando de la cuerda con sus 
			dientes, podría izar la tapa..., quizá.
 Pero las piernas, tumefactas, no le respondieron. Y, gimiendo de 
			rabia, se dejó caer de rodillas sobre la
 esfinge.
 Jadeando, golpeó sus piernas, rogando, exigiendo y suplicando que 
			recuperasen las fuerzas. Lo intentó por
 segunda vez. Aferró sus dedos al filo del sepulcro y tiró de sí 
			mismo, apretando la cuerda entre los dientes.
 Pero sus extremidades, convertidas en témpanos de hielo, no ganaron 
			un solo milímetro. Como un fardo, cayó
 de nuevo sobre la resplandeciente tapa. Y esta vez los gemidos 
			desembocaron en un amargo y abundante
 llanto.
 Su último deseo -abrir aquel segundo ataúd y hacerse con la daga de 
			oro- había empezado a esfumarse.
 Sumido en el desconsuelo, Sinuhé -al principio- no cayó en la 
			cuenta. Sus lágrimas, al resbalar por las mejillas,
 arrastraban las últimas estrellas doradas que habían formado su 
			traje de sueños. La niebla no había destruido
 todas las ilusiones. Aún quedaban las que protegían el interior de 
			sus ojos, disueltas ahora por el amargo
 llanto.
 Y como un regalo -o quizá como un milagro-, aquellas decenas de 
			minúsculas estrellas fueron derramándose
 sobre la esfinge, fundiendo a su paso el oro de la tapa.
 Sinuhé apareció así, de pronto, tendido sobre el tercer féretro.
 Con el corazón confuso y agradecido, se situó de rodillas, 
			contemplando atónito aquel último ataúd. Era
 también de forma osiríaca y se hallaba igualmente envuelto en una 
			fina tela rojiza.
 Manoteó nerviosamente sobre el lino, que se rasgó al momento.
 
			 Al retirar la protección, surgió la cara, en oro bruñido, de un rey, 
			casi niño, con unos hermosos y vacíos ojos
 rasgados. Sobre el cuello y pecho había un complicado collar de 
			cuentas y flores, cosido a un armazón de
 papiro.
 Pero todo su interés estaba centrado en las manos. Rompió el lino 
			que cubría el resto del tórax y, al
 desvelarlas, una arrolladora alegría le compensó de tantas 
			desventuras...
 Las manos, cruzadas sobre el pecho, labradas también en oro bruñido 
			y purísimo, sostenían una daga. ¡La
 segunda! ¡La que debía señalar hacia Dalamachia!.Como en el segundo 
			féretro, la empuñadura, ricamente
 decorada con un granulado de brillante oro amarillo, apuntaba hacia 
			la barbilla de la máscara real. Se hallaba
 rodeada de bandas de piedras semipreciosas y vidrios engastados al 
			cloisonné alternativamente, culminando
 en dicha empuñadura con una valiosa cadena volutada, bordeada por 
			una cuerda de alambre de oro.
 En cuanto a la vaina, igualmente de oro, señalaba -como en el puñal 
			de hierro- hacia la puerta de la cripta.
 Sinuhé comprendió que se enfrentaba al dilema anterior. ¿Hacia dónde 
			debía dirigirse? Pero, al momento,
 moviendo la cabeza negativamente y dirigiendo una mirada a las 
			paredes humeantes que casi rozaban el techo
 de la cámara, rechazó todo intento por despejar la nueva incógnita. 
			Era obvio que no podía salir del sepulcro...
 Delicadamente, inclinándose sobre las manos del ataúd que, sin duda, 
			contenía los restos momificados de
 Tutankhamon, fue retirando la daga de la vaina.
 Ante sus ojos, centelleando como mil soles, apareció una hoja de oro 
			de especial dureza y de formas simples y
 bellas. Su superficie era lisa, a excepción de unas profundas 
			ranuras que descendían por el centro,
 convergiendo en un punto. Y en ese punto descubrió una inscripción. 
			Una leyenda que le dejó perplejo:
 Ya eres un hombre Pi.
 No hubo tiempo para una segunda lectura del jeroglífico. La niebla, 
			al tocar el techo de la cripta, irrumpió como
 un tornado en el hueco creado sobre el túmulo, envolviendo al 
			aterrorizado iuranchiano. Y, al unísono, unos
 familiares y felinos ojos de color ámbar rompieron el blanco caos. Y 
			las fauces de Anubis se cerraron sobre la
 mano izquierda de Sinuhé, arrastrándole entre la niebla.
 
			 Su último recuerdo, antes de perder la conciencia, fue una turbadora 
			sucesión de sensaciones: el galgo-chacal
 volando o flotando a su izquierda -tirando de él como una pluma-; 
			aquel frío lacerante y, finalmente, la
 implacable aproximación al cuadrado de yeso blanco que había tenido 
			oportunidad de ver y palpar junto a los
 cuatro remos-antorchas de cristal....Después, al producirse el 
			choque con dicho cuadrado, oscuridad. Sólo
 oscuridad...
 134
 
 Varias figuras te rodeaban cuando, al fin, abrió los ojos. Sinuhé, 
			con la mente en blanco, no supo qué hacer ni
 qué decir. No tenía conciencia de si había muerto o si acababa de 
			despertar de una pesadilla. Aquellos
 hombres, ataviados con largas y blancas túnicas de lino, formaban un 
			círculo tan cerrado en torno suyo que le
 era imposible precisar dónde se hallaba. Uno en especial, 
			ligeramente inclinado hacia él, le impresionó. A
 diferencia de los otros seis individuos, éste sobresalía por su 
			enorme estatura -quizá alcanzase los dos metros
 y medio- y por el color de su piel: ¡era negro!
 Tendido de espaldas sobre un suelo rojizo, impecablemente pulido y 
			brillante, fue tentando sus ropas, ante la
 implacable y silenciosa presencia de sus observadores. Sus 
			pantalones, al igual que la camisa, se hallaban
 secos. Y aquella sensación le trajo a la memoria el hielo de la 
			niebla que había terminado por sepultarle en la
 cámara sepulcral de Tutankhamon. Al instante, encadenada al resto de 
			las vivencias: los ojos ambarinos y las
 fauces de Anubis y el cuadrado de yeso...
 
			 Incomprensiblemente, aquel agotamiento de muerte se había 
			extinguido. Ahora se sentía bien. Los síntomas
 de congelación habían desaparecido y aquellos sus primeros y tímidos 
			movimientos parecían normales. Sin
 embargo, abrumado por el cerco, no hizo intento alguno por 
			incorporarse. No sabía quiénes eran aquellos
 seres ni tampoco sus intenciones. Y, temeroso, fue paseando la 
			mirada sobre sus rostros y atuendos.
 En una fugaz inspección -debido quizá a la luz rojiza que llenaba el 
			lugar-, Sinuhé dedujo equivocadamente
 que aquellos hombres, a excepción del negro y de otro de faz blanca, 
			eran de color rojo. Este contraste aún le
 turbó más. Algunas facciones le recordaron a las de los chinos y 
			esquimales. El negro, en cambio, presentaba
 los rasgos típicos de esta raza: labios gruesos y prominentes, nariz 
			achatada y cabello ensortijado. En cuanto
 al blanco, su cabeza -totalmente rasurada- podría haber sido la de 
			cualquier sacerdote del antiguo Egipto: piel
 ligeramente tostada y reluciente, quizá por el efecto de algún 
			aceite graso, ojos negros y penetrantes, y
 pómulos altos y.afilados. Sus orejas, pequeñas y bien construidas, 
			presentaban unos lóbulos perforados con un
 agujero circular.
 Lo que definitivamente vino a inquietarle, poniéndole en guardia, 
			fue el descubrimiento -en el pecho de cada
 uno de los siete personajes-de un mismo emblema. Una figura que le 
			resultó familiar: se trataba de aquel ser
 de cabeza cuadrada y grandes ojos circulares, situado bajo el signo 
			de la letra griega pi. El mismo que
 aparecía en el altorrelieve de su desaparecida sortija de oro y que 
			había tenido ocasión de contemplar en las
 cuencas de la no menos enigmática calavera negra, en la playa...
 ¿Quiénes eran aquellos hombres? ¿Por qué lucían este escudo?
 ¿Qué representaba?
 Como si hubiera captado sus pensamientos, uno de los atentos 
			observadores -el de cabeza rasurada- se
 arrodilló junto a Sinuhé. Y éste, receloso, se incorporó 
			ligeramente, apoyando sus codos sobre el suelo. Pero el
 lustroso rostro del que acababa de arrodillarse se transformó 
			súbitamente. Una amplia y sincera sonrisa iluminó
 su faz y llevando su dedo índice derecho hacia el emblema circular, 
			le habló en un tono cálido y amistoso:
 -No temas, Sinuhé. Éste es el signo de los hombres Pi...
 
			 Boquiabierto, miró a su interlocutor, desviando después sus ojos 
			hacia cada uno de los presentes. Y todos, a
 un tiempo, apoyaron las palabras de su compañero con un afirmativo 
			movimiento de cabeza.
 -¿Los hombres Pi? -acertó a exclamar-. Pero, entonces...
 El único que había hablado hasta ese momento mantuvo su sonrisa y, 
			tendiéndole sus manos, se incorporó,
 invitando así al investigador a erguirse con él. Sinuhé aceptó con 
			reparos. Pero el hombre, acentuando su
 sonrisa, trató de ganar su confianza.
 Después de tantas amarguras, sorpresas y peligros, el iuranchiano 
			seguía desconfiando. Aquel recelo se hizo
 más acusado cuando, al ponerse en pie, descubrió el verdadero color 
			de los que le rodeaban...
 Asustado, retiró sus manos. Y el hombre de piel blanca que le había 
			ayudado, comprendiendo la confusión de
 Sinuhé, guardó silencio. Y los siete misteriosos personajes, con sus 
			brazos.desmayados a lo largo de las
 túnicas, dejaron que el recién llegado saciara su curiosidad.
 Como un niño, fue situándose frente a cada uno de los hombres que le 
			rodeaban, estudiándolos y verificando
 que no se hallaba ante un sueño. A pesar de la luz rojiza que 
			llenaba el ambiente, uno de aquellos seres era
 verdaderamente de color rojo. El cabello negro y lacio y la nariz 
			aguileña, juntamente con el tinte de la piel, le
 recordó a los indios americanos. El segundo y el tercero, en cambio, 
			eran sumamente extraños. Sus rostros y
 manos -únicas partes visibles de sus cuerpos- eran naranja y verde, 
			respectivamente.
 ¿Hombres de color naranja y verde?, se preguntó sin poder dar 
			crédito a lo que, evidentemente, tenía ante sí.
 Ambos eran de una talla similar a la suya y sus ojos, al igual que 
			los de sus compañeros, seguían los
 movimientos del investigador con una divertida calma. Las facciones 
			de estos últimos resultaron irreconocibles.
 No encajaban en ninguno de los fenotipos raciales que él recordaba. 
			Sólo la profunda y negra mirada del verde
 y el brillo aceitunado de su piel le trajeron a la memoria el 
			recuerdo de los hermosos ojos de los hindúes y un
 cierto parecido a la tez de algunos pueblos de la Polinesia. El 
			color del hombre naranja, en cambio, le resultó
 tan ajeno como fascinante. Su perfil era extremadamente fino y 
			delicado, casi como el de una doncella. Era el
 único, a excepción del calvo, que presentaba un cabello albino.
 
			 Después, con idéntica curiosidad, dio un paso hacia el cuarto humano 
			-aunque esta calificación no aparecía
 excesivamente clara en la confusa mente de Sinuhé-, ratificando su 
			primera impresión: la que había recibido
 cuando se encontraba tendido.
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 Aquel ser, algo más bajo que los anteriores y de piel amarilla, 
			ofrecía las características de las razas asiáticas
 orientales. Lucía un poblado y azabache bigote, ojos rasgados, 
			frente breve y pómulos japónicos. En realidad,
 hubiera podido ser confundido con un mongol o quizá con un chino...
 Sinuhé apenas si se detuvo ante la gigantesca envergadura del negro. 
			Entre asustado y tímido, levantó
 fugazmente sus ojos hacia lo alto de aquellos dos metros y medio 
			pero, aunque la mirada del gigante sehallaba dominada por la piedad, 
			pasó al punto al sexto observador. Éste, de piel azulada, era el más 
			bajo.de
 todos. Quizá no superase el metro y sesenta centímetros.
 Bajo la túnica se adivinaba una constitución tan musculosa como las 
			del amarillo, negro y rojo. La cabeza, de
 forma ligeramente ovalada y muy recogida, sobresalía sobre un cuello 
			ancho y fuerte como el de un toro. Y sus
 rasgos fueron asociados de inmediato con los de los esquimales.
 Concluido el examen, se volvió hacia el único blanco -el que parecía 
			el jefe o portavoz de aquel extraño
 cónclave- y, señalando el lugar con un vago gesto de sus manos, le 
			preguntó:
 -¿Dónde estoy?
 -Esta era la cámara acorazada de IURANCHA...
 Y abriéndose paso entre sus compañeros, le mostró el recinto.
 
			 Al abrir el círculo, Sinuhé descubrió que había ido a parar a un 
			extraño habitáculo en forma de prisma
 hexagonal de altísimos muros. Las seis paredes que formaban el 
			hexágono, así como el suelo y quizá el techo
 -aunque éste se encontraba tan distante que resultaba difícil 
			precisar-, habían sido fabricados con una aleación
 desconocida, parecida al oro, aunque de una tonalidad rojiza. La 
			cámara acorazada -como la había
 denominado el blanco-, a pesar de su brillante desnudez, resultaba 
			acogedora.
 Sinuhé dio un corto paseo, aproximándose a uno de los muros.
 Lo tocó con curiosidad y, al sentir su tersura y dureza, se vio 
			asaltado por una peregrina idea. Pero no tardó en
 arrinconarla.
 Era demasiado fantástica... Si en aquel momento hubiera acertado a 
			mirar al hombre de rostro brillante, habría
 notado en él la confirmación a dicho pensamiento. Pero el miembro de 
			la Escuela de la Sabiduría, cuyo recelo
 inicial iba dejando paso a una lenta pero firme confianza y a una 
			excitante curiosidad, se hallaba fascinado por
 otro descubrimiento. En el centro geométrico del hexágono se 
			levantaba una pequeña columna de mármol
 blanco, de apenas treinta centímetros de diámetro y metro y medio de 
			altura. Aparecía coronada por una
 lámina del mismo metal que cubría el resto de la cámara.
 Volviéndose hacía el grupo de hombres que continuaba próximo a uno 
			de los muros, señaló la columna,
 interrogándolos con la mirada.
 El blanco, seguido muy de cerca por los seis hombres de color, dio 
			entonces unos pasos hacia el investigador.
 Al llegar junto a.él, sus manos fueron a posarse sobre la rojiza y 
			brillante plataforma circular que remataba la
 columna. Y una sombra de tristeza oscureció su mirada. En ese 
			instante, al reparar en sus huesudas y largas
 manos, Sinuhé, hipnotizado, fue incapaz de separar sus ojos de uno 
			de los dedos del enigmático personaje...
 El hombre blanco, comprendiendo la sorpresa de Sinuhé, extendió 
			entonces su mano derecha hacia él,
 invitándole a examinar el sello existente en el dedo anular y que 
			tanto había impresionado al iuranchiano. Sin
 disimular su emoción, tomó la mano entre las suyas, comprobando que, 
			en efecto, se trataba del símbolo o
 emblema de su Orden: una serpiente roja, enroscada entre dos ojos...
 
			
			No fue preciso que formulara pregunta alguna. El portador de aquel 
			marfileño anillo se adelantó a sus
 pensamientos, diciéndole:
 -Querido hermano Sinuhé, sabemos que son muchas las dudas que 
			asaltan tu corazón. Pero, antes de
 explicarte por qué llevo el sello de la Escuela de la Sabiduría 
			(nuestra Orden) y de hablarte de esta columna,
 permíteme que, en beneficio de una mejor comprensión, deje ambos 
			asuntos para el final...
 Las cálidas palabras de su interlocutor y el increíble hallazgo del 
			escudo de la Logia secreta en aquel perdido
 lugar, infundieron en Sinuhé una fuerza y una paz insospechadas. Y 
			abriendo su alma, se dispuso a escuchar
 lo que presentía como una importante información en aquel 
			enloquecedor rompecabezas.
 
			 -Hace ahora mucho tiempo -prosiguió su hermano de Orden, situando de 
			nuevo sus manos sobre la lámina
 rojiza de la columna-, más o menos 200 000 años de IURANCHA, hombres 
			leales a Micael, nuestro Soberano,
 se vieron obligados a huir de Dalamachia, la ciudad fundada por 
			Caligastía, el entonces príncipe planetario de
 nuestro mundo. Como sabes, por aquellas fechas se registró en el 
			sistema de Satania (regido por Lucifer) una
 rebelión que arrastró a 37 planetas, entre ellos el nuestro. Y las 
			fuerzas expedicionarias llegadas a IURANCHA
 300 000 años antes, con Caligastía y su estado mayor, se dividieron. 
			La mayor parte secundó los propósitos de
 Lucifer y Satán, su lugarteniente, y la Tierra fue puesta en 
			cuarentena,.sufriendo una histórica paralización en
 su natural desarrollo.
 
			  
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