Parpadearon y, al momento, se fusionaron, convirtiéndose en el símbolo del infinito. Y aquel signo (-), sin
perder su vivísima y amarillenta luminosidad, comenzó a elevarse, siguiendo la curvatura de la esfera mental.
120

Una vez sobre la vertical de Sinuhé, la enigmática hélice giró sobre sí misma, transformándose en un radiante
disco. Y de ella partieron miles de finísimos rayos, igualmente ambarinos, que, al contacto con la esfera de los
sueños, se derramaron por su superficie en forma de oro líquido. 


Lo que aconteció después resulta poco menos que imposible de describir: en medio de un baño de luz dorada,
la burbuja se desintegró en silencio y, lentamente, ingrávidas y majestuosas, cada una de sus partículas convertidas
ahora en miles, quizá millones, de diminutos sueños- fueron posándose sobre el cuerpo de Sinuhé.
Maravillado, conforme los veía cubrir su piel, cabellos y ropas, fue identificando muchas de las ilusiones que
había tenido a lo largo de su vida. Allí, como rutilantes y minúsculas estrellas doradas, aparecieron los más
entrañables y lejanos sueños de su niñez, de su juventud y también los últimos y cada vez más escasos de su
madurez.


Inexplicablemente, ni una sola de aquellas ilusiones había perdido la pureza de su primitiva ingenuidad ni el
dorado brillo de su belleza.
Levantó entonces sus ojos hacia el símbolo del infinito pero, por más que buscó, la hélice había desaparecido.
Y allí quedó, enfundado en el más sorprendente traje que jamás hubiera.podido imaginar: casi un buzo de
astronauta, flexible, ligero como cada una de las ilusiones que lo formaban y rutilante; despidiendo miles de
rayos que hacían su entorno perfectamente visible...
Sin poder creerlo, tentó sus nuevas ropas, advirtiendo que las estrellitas que se entretejían sobre el corazón
eran precisamente sus sueños e ilusiones más queridos: los que se habían fraguado durante su niñez...
Y con el espíritu henchido por una grandísima alegría, dirigió la mirada hacia la puerta tabicada...
Alumbrado por el resplandor dorado que emitían los millares de milimétricas estrellas o ilusiones engarzadas
entre sí y que cubrían su cuerpo de pies a cabeza, dio un paso hacia el muro sobre el que había lanzado el
Nombre Inefable y Temible. Pero, cuando su propia luz alcanzó a las hieráticas y negras representaciones de
Mut, se detuvo. ¡El tabique se había volatilizado! En su lugar no había nada. El yeso y los ladrillos de adobe
que tapiaban la puerta eran ahora una tenue oscuridad, umbral de otro recinto en cuyas profundidades creyó
distinguir unos confusos y difuminados destellos rojizos.


Ésa tiene que ser la cámara sepulcral, pensó con inquietud.
¿Qué nuevos peligros y enigmas le aguardaban al otro lado de la puerta que se abría ante él?
Antes de dar aquel decisivo paso, otro asunto reclamó su atención. A sus pies se hallaban los restos del primer
sello real.
Y, junto al óvalo de arcilla, varias cuerdas de esparto, revueltas y como abandonadas con precipitación.
Extrañado se agachó y, al tomar en sus manos el sello, observó que las incisiones que había descifrado -el
perro acostado y los nueve cautivos, símbolo de los grandes enemigos de Egipto-habían sido borradas.
Acarició la superficie del cartucho real, descubriendo que dichas grabaciones, en contra de lo que había
supuesto en un primer momento, no parecían limadas o borradas.
Simplemente, como ocurría con los escombros de la puerta tabicada, se habían esfumado...
Aquello, y el hallazgo de las cuerdas, dejó al investigador sumamente intrigado. Y al contar los renegridos
cordeles, el.presentimiento que ya le había rondado cuando se encontraba encerrado en la burbuja mental,
resucitó como un huracán: ¿es que los prisioneros que aparecían maniatados, con las manos a la espalda,
habían cobrado vida? ¿Qué otra explicación podían tener si no aquellas nueve -justamente nueve- cuerdas que
había encontrado Junto al sello real, ahora vacío?
Si esta fantástica idea se confirma -meditó, clavando su mirada en la penumbra escarlata de la cámara que le
aguardaba-, es casi seguro que las bestias que destruyeron la primera esfera hayan huido en esa dirección...
Y un escalofrío volvió a tensar la piel de su espalda. Esta inquietante hipótesis podía significar un nuevo
enfrentamiento con los cautivos..., suponiendo que hubiesen huido hacía la mencionada sala.
Durante breves instantes dudó. ¿Qué debía hacer con las cuerdas y el óvalo de barro? ¿Los dejaba allí y se
adentraba definitivamente en la cámara que tenía enfrente o, por el contrario, los llevaba consigo?
Una vez más se dejó arrastrar por su intuición y, separando con gran delicadeza las estrellas que ocultaban
uno de sus bolsillos, guardó el sello real. Al momento, aquellas ilusiones -como si tuvieran vida propia-
recuperaron su posición inicial, cerrando el hueco dejado por la mano de Sinuhé. En cuanto a las nueve
cuerdas, optó por anudarlas en torno a su muñeca izquierda.


Por último, tras inspirar profundamente, cruzó el umbral con paso decidido...
Al entrar en aquella desahogada estancia, Sinuhé comprendió por que los felinos y luminosos ojos que había
visto desde el interior de su burbuja mental le habían parecido tan lejanos. En una primera observación, inmóvil
y emocionado tras cruzar la puerta, calculó que se hallaba en una cámara de unos cinco por siete metros, por
otros tres de altura, aproximadamente. El silencio, si cabe, resultaba más profundo; casi sagrado. Y entendió
igualmente el porqué de la penumbra escarlata que había advertido desde el otro lado: los muros situados a
derecha e izquierda -es decir, los más pequeños- presentaban una serie de curiosas antorchas, empotradas
oblicuamente y a cosa de metro y medio del suelo. El excitado miembro de la Escuela de.la Sabiduría no
tardaría en descubrir que aquellas teas, en realidad, no eran tales... Pero no nos adelantemos a los
acontecimientos.
Desde el primer instante sólo tuvo ojos para un enorme bulto que se levantaba en el centro geométrico de lo
que él consideraba una cámara sepulcral. Una tumba que, de acuerdo con las inscripciones del segundo sello
real, quizá contenía los restos del faraón Tutankhamon, fallecido hacia enero del año 1343 antes de Cristo. Sin
embargo, su sentido común -a pesar de lo vivido hasta entonces- seguía rebelándose contra una hipótesis tan
121

absurda. El mundo entero había asistido en noviembre de 1922 al formidable hallazgo en el Valle de los Reyes
de la entrada a la tumba subterránea del mencionado rey.
H. Carter, su descubridor, tras una laboriosa excavación, había abierto el sarcófago de Tutankhamon en 1923.
Y la momia del faraón, examinada y reconocida por un sin fin de expertos...
¿Cómo entender entonces que pudiera encontrarse en aquellos críticos momentos en la cámara funeraria del
hermano y yerno de Amenofis IV?
Sin duda -meditó mientras se aproximaba al referido y enigmático bulto- estoy en un error. Ésta no puede ser la
sepultura de Tutankhamon. Además, cuando Howard Carter, lord Carnavon y el resto de los arqueólogos
penetraron al fin en la verdadera cámara mortuoria del faraón, primeramente, antes de llegar al sarcófago,
tuvieron que ir desmontando las cuatro capillas sagradas que, encajadas una dentro de la otra, lo cubrían y
protegían. Y aquí, evidentemente, no veo tales capillas...


Pero estas racionales deducciones se vieron empañadas por otra no menos evidente realidad: los jeroglíficos
del sello en los que –si no estaba equivocado- se hacía expresa mención al sueño de Tutankhamon...
Llevado de su natural prudencia, Sinuhé prefirió rodear aquella masa, medio iluminada por las extrañas
antorchas. Con paso lento, pendiente del menor ruido o movimiento sospechoso, le dio una vuelta completa,
sin acercarse. Ayudado por el dorado resplandor que emitía su propio traje, identificó el bulto con una especie
de bloque -quizá pétreo-, de unos tres metros de largo por metro y medio de alto y ancho. Los costados
presentaban.unos altorrelieves que Sinuhé -dada su prudencial distancia- no distinguió con claridad.
Durante unos minutos permaneció frente a él, reflexionando.
Tentado estuvo de abordarlo. Pero, antes de embarcarse en ello, quiso cerciorarse de la naturaleza y
características de cuanto le rodeaba. Y empezó por las singulares antorchas. Desde que penetrara en la
cámara le había llamado la atención otro desconcertante hecho: aunque era innegable que alumbraban con un
tibio resplandor rojizo, aquellas teas no ardían. Sus extremos, al menos, no se consumían como es lo habitual
en un hacha. Sinuhé no apreció llamas. Sin embargo, irradiaban una luz escarlata, suficiente para rasgar,
aunque precariamente, las tinieblas del lugar.


Con gran curiosidad se dirigió a las que se alineaban en la pared situada a la izquierda de la puerta de entrada
y, al llegar hasta ellas, no pudo reprimir su admiración. Sólidamente clavados, y oblicuos al muro, se erguían
cinco remos huecos y transparentes, de metro y medio de largo y -a primera vista-idénticos.
Aproximadamente hacia su mitad, cada remo presentaba un ensanchamiento en forma de pala. Y justamente
en el interior de estas últimas fue donde observó algo que te recordó el agua. Pero un agua en ebullición,
irradiando aquella luminosidad rojiza. El resto del remo, en cambio, parecía vacío.
Maravillado, fue examinándolos uno tras otro. A continuación caminó hacia el muro situado en el extremo
opuesto, comprobando que, allí, las antorchas de cristal eran cuatro. En total, por tanto, había nueve remos
que semiiluminaban la cámara. Y el miembro de la Logia secreta recordó desconcertado cómo en la tumba de
Tutankhamon también habían sido descubiertos otros tantos remos mágicos, depositados en el suelo de la
cripta para llevar la barca del rey a través de las aguas del Mundo Inferior, tal y como rezaba el Libro de los
Muertos del antiguo Egipto. Por supuesto, los hallados por Carter eran bastante más prosaicos que éstos. Se
trataba de simples palas de madera...
Un torrente de preguntas asaltó al investigador: ¿quién había fabricado semejantes teas de cristal? ¿Qué
contenían? ¿Su única misión era alumbrar -a medias-el recinto?.Al inspeccionar aquella pared, descubrió
también, en el lugar que debería haber ocupado quizá un décimo remo, un incomprensible cuadrado, pintado
en blanco, y de algo más de un metro de lado. Al tocarlo, las pequeñas estrellas doradas que revestían los
dedos de Sinuhé quedaron cubiertas de yeso.
-¡Asombroso!
La perplejidad del investigador estaba justificada. Aquella capa se hallaba húmeda, como si acabasen de
enlucirla... El resto de los muros, en cambio, aunque recubierto igualmente de yeso y pintado en amarillo,
estaba seco. Aquel tono dorado que suavizaba en cierta medida la dureza del lugar, así como las pinturas que
Sinuhé fue descubriendo en las paredes más largas, confirmaron sus sospechas iniciales: aquélla tenía que ser
una cámara sepulcral. En todas las tumbas de Tebas, este tipo de pintura amarilla en los muros venía a
simbolizar la puesta del dios-sol bajo las montañas del Oeste. De ahí, precisamente, se derivaba la
denominación concedida a esta clase de cámaras: La Casa de Oro, donde Uno descansa.
Estaban, además, como digo, aquellos temas, desarrollados en las pinturas que adornaban los muros de siete
metros. Todos tenían un carácter funerario y religioso.


Dos de los murales, sobre todo, causaron un especial impacto en Sinuhé. Habían sido trazados en la pared
opuesta a la de la puerta y a base de vivísimos colores rojos, negros, blancos y amarillos. En uno de ellos
aparecía la escena del traslado del cadáver del supuesto inquilino de la cripta. El rey era conducido sobre
narrias o cajones, a hombros de sus cortesanos, todos ellos vistiendo los típicos faldellines egipcios y, sobre
las pelucas y cabezas rapadas, sendos vendajes blancos, en señal de duelo.
La momia aparecía sobre unas andas con forma de león, instalada en el interior de una capilla, montada -a su
vez- sobre una barca y ésta, por último, descansando en las referidas narrias.
La segunda pintura, en opinión del investigador, hacía referencia a otra ceremonia muy particular en el antiguo
Egipto: la llamada apertura de la boca del difunto. En realidad, los egiptólogos no terminan de ponerse de
acuerdo sobre el significado de la misma. En ella podía verse a un personaje de gran relevancia, manipulando
una extraña palanca con la que,.al parecer, debía abrir la boca del muerto. Y entre ambos, colocados sobre
122

una mesa, una serie de objetos, necesarios en dicho ceremonial: un dedo humano, el cuarto trasero de un
buey, un abanico de una sola pluma de avestruz y otro objeto desconocido en forma de doble penacho. Por
encima de ellos se veía una fila de cinco copas de oro y plata.
Y de pronto, mientras inspeccionaba aquel muro, Sinuhé se vio asaltado por una sensación aguda e
inequívoca: alguien parecía estar observándole a su espalda...
No era la primera vez que experimentaba aquella clara sensación. Un frío polar te recorrió la columna vertebral
y el miedo a lo desconocido, una vez más, le puso en tensión.
En un intento de sorprender al hipotético observador, giró velozmente en dirección al centro de la cámara. Sus
ojos escudriñaron la rojiza oscuridad y, sumido en aquel abrumador silencio, buscó al intruso. Allí, sin embargo,
no había nadie.


Sólo el negro túmulo central rompía a duras penas la soledad de la cripta.
¿Y si se hubiera escondido tras el bloque de piedra? Esta idea vino a desasosegar aún más su quebrado
ánimo. Con el corazón en un puño empezó a rodear lo que imaginaba ya como un posible sarcófago.
En guardia, con los puños cerrados -manteniéndose siempre a unos tres metros del enigmático monumento-
fue caminando a su alrededor. Pero aquella exploración resultaría igualmente estéril. Por el momento, él era el
único visitante de aquella siniestra cámara... Una vez más, Sinuhé se equivocaba.
En esos instantes, con el pulso algo más recuperado, al observar los costados del catafalco, quedó prendado
por los altorrelieves que adornaban sus cuatro esquinas. Se trataba de las diosas Isis, Neftis, Neith y Selkit,
dispuestas de tal forma que sus alas y brazos extendidos rodeaban la totalidad de las paredes del túmulo en un
simbólico abrazo protector.
Ya no había duda: aquel bloque de piedra tenía que esconder los restos -quién sabe si la momia- de un rey.
Posiblemente, como anunciaba la inscripción del sello real, la del faraón Tutankhamon. Y animado por estos
excitantes pensamientos, el miembro de la Escuela de la Sabiduría tomó la decisión de.intentar abrir el
sarcófago. Pero, ¿cómo lograrlo? La enorme losa que lo cubría debía pesar más de una tonelada...
Tiene que haber un medio..., reflexionó, dándose ánimos y dirigiendo sus pasos hacía el centro del gigantesco
bloque. Pero, al llegar a un metro del túmulo, algo inesperado le cortó el paso, arrojándole al suelo.
-¡Oh, Dios...!
Aturdido, se incorporó casi con idéntica celeridad con que se había visto arrojado sobre el rocoso pavimento.
Examinó su protección de sueños y, tras verificar que no había sufrido daño alguno, repitió la aproximación, sin
poder creer lo que acababa de experimentar.
Sin embargo, cuando su cuerpo estuvo de nuevo a un paso del sarcófago, una especie de viento huracanado silencioso
e impetuoso-surgió por segunda vez de alguna parte del bloque, haciendo impracticable el avance y
lanzándole nuevamente a tierra.
Esta vez, perplejo, no se incorporó tan rápidamente. Era evidente que una muralla invisible protegía la última
morada de aquel rey. E intentando recapacitar, dio unos pasos alrededor del túmulo.
Quizá probando por otro costado...


Pero el tercer intento fue tan catastrófico como los precedentes.
Y el desconcertado iuranchiano rodó por el suelo. A pesar de ello, no se rindió. E, incorporándose, trató de
asaltarlo por las dos paredes restantes. En cada ocasión, sin embargo, el viento reapareció puntual e
implacable, empujándole como un muñeco.
-¡Dios santo! -se lamentó desmoralizado-. ¡Es infranqueable!
Su cerebro y, lo que era peor, su voluntad, quedaron en blanco.
Solo, sin armas, desconcertado y sin saber cómo vencer aquella nueva dificultad, se sintió al filo de la
rendición. Pero en aquel Sinuhé -el que había surgido del espejo-había, sobre todo, una indestructible
tenacidad. Pasados los primeros momentos de confusión, un sereno coraje le impulsó por enésima vez hacia el
enigmático túmulo.
El dispositivo para anular ese viento huracanado -reflexionó-, suponiendo que exista, debe hallarse en otro
lugar... Pero ¿dónde?.Gateando, se aproximó a la zona límite del invisible vendaval.
Procurando no ser catapultado de nuevo, fue rodeando el sarcófago, en un esfuerzo por hallar en sus paredes
una posible solución que neutralizara la muralla protectora. Sin embargo, a excepción de las cuatro diosas
aladas, el resto de los costados –finamente trabajados en un macizo bloque de cuarcita amarilla-no
presentaban inscripción o señal algunos.
En cuclillas frente al catafalco, dedujo finalmente que su búsqueda debería orientarse en otra dirección. Pero,
cuando se disponía a explorar la cámara por segunda vez, de improviso, una agitada respiración rompió el
silencio...
En una fracción de segundo, los pensamientos de Sinuhé se vinieron abajo. incapaz de moverse, afinó sus
oídos, con la esperanza de que aquella respiración fuera sólo un error o, quizá, una mala jugada de su
atormentado subconsciente. Pero no. Rítmica, intensa y clara volvió a sonar a su espalda, estremeciéndole.
Alguien se hallaba muy cerca. Casi podía sentir su aliento, acompasado con aquel ruido ronco y gutural. Y
lentamente fue volviéndose, Aquella sensación que había experimentado mientras examinaba las pinturas
funerarias -una sensación inconfundible que delataba la proximidad de un observador-parecía a punto de
confirmarse.
123

Entre la escarlata semioscuridad, levemente iluminados también por el resplandor dorado de su traje,
aparecieron ante Sinuhé los felinos y ambarinos ojos que ya había tenido ocasión de contemplar cuando se
hallaba en el interior de la burbuja.


El susto fue inevitable. Y en un movimiento reflejo se echó atrás, cayendo de lleno en el radio de acción del
viento huracanado. Éste, automáticamente, lo impulsó de nuevo fuera del entorno del túmulo, yendo a caer
bajo los ojos del supuesto enemigo.
Maltrecho, levantó la cabeza, advirtiendo con horror que aquel ser se hallaba a una cuarta de su rostro.
Tendido cuan largo era y dominado por el miedo, sólo tuvo fuerzas para contemplar unas delgadas patas
negras, terminadas en sendas pezuñas, todas ellas armadas con cinco amenazadoras y curvadas uñas de
plata..Su primer y poco tranquilizador pensamiento fue que estaba a los pies de un animal. Quizá un felino...
Pero ¿con garras de plata?
Poco a poco fue recorriendo el resto de aquel cuerpo. Al descubrir la cabeza reconoció un largo y afilado
morro, así como unas orejas enormes, erectas y puntiagudas. Y en el centro del oscuro cráneo, aquellos ojos
rasgados, de color ámbar y penetrantes como espadas.
No, no se trata de un felino... -reflexionó atropelladamente-.
Parece un chacal.
Los ojos del animal, como si hubieran captado la convulsa deducción, centellearon a la luz de los miles de
estrellas que cubrían a Sinuhé. Y el investigador cayó en la cuenta de que aquellas pupilas poseían algo
extraño. Parecían artificiales y con incrustaciones de oro, calcita y obsidiana. También el cuerpo –más parecido
al de un gallo que al de un chacal-denotaba algo fuera de lo normal. La piel, negra y lustrosa, parecía
pintada...
Sin poder evitarlo, confiado ante su aparente docilidad, alargó una temblorosa mano, hasta tocar una de las
patas delanteras.
El chacal no se movió. Su respiración se hizo algo más rápida y bronca, y Sinuhé, perplejo, vino a confirmar lo
que había empezado a sospechar: ¡aquella criatura era de madera!


El desconcierto fue tal que sólo pudo cerrar los ojos, en espera de que -al abrirlos de nuevo- aquel imposible
hubiese desaparecido. Pero, al hacerlo, el animal siguió allí, petrificado.
Sinuhé comprendió que, de haber sido ése su propósito, el chacal ya le hubiera atacado. ¿Qué pretendía
entonces? ¿Por qué estaba allí? Y antes de que tuviera ocasión de plantearse nuevas interrogantes, el afilado
morro se abrió, dejando al descubierto dos hileras de dientes huecos y transparentes que irradiaban una luz
escarlata, idéntica a la de los remos de cristal.
Y en la cámara sonó una voz que le recordó la de un joven.
-Soy Anubis -habló el chacal-, primera transformación del gran rey que duerme y descansa en esta tumba.
El investigador se puso en pie y, boquiabierto, contempló al sorprendente galgo-chacal. No había duda de que
aquellas palabras procedían de su boca.. Temeroso, rodeó al animal, verificando que, efectivamente; se trataba
de un hermoso.ejemplar de un metro de alzada y cola larga, recta, colgante y peluda, en forma de palo.
-¡Sorprendente! -exclamó, recordando la efigie de este mismo chacal sagrado, que había tenido oportunidad de
ver esculpida en el friso superior de la pared norte de la tumba de Baqt.
Simultáneamente le vino a la memoria la ancestral costumbre egipcia de venerar a Anubis como una de las
deidades protectoras de los muertos. En casi todas las sepulturas del antiguo Egipto -incluida la del faraón
Tutankhamon-aparece montando guardia muy cerca del difunto. Su papel, como abridor de los Caminos y
señor del cofre y de la momificación, era sumamente destacado. En realidad venía a asumir la primera de las
mutaciones que debía sufrir el muerto, en su camino hacia Duart: el más allá.
Y Sinuhé, situándose frente al chacal, se atrevió al fin a preguntar:
-¿Quién es ese gran rey del que hablas?


Anubis dirigió sus amarillentos ojos hacia el túmulo central, respondiendo al instante:
-Fue conocido en vida como Tutankhamon, hermano y yerno del último depositario del Gran Tesoro...
-¡El Gran Tesoro! -murmuró Sinuhé al recordar la inscripción del segundo sello real. Sin poder ocultar su
curiosidad, interrogó al chacal sobre la naturaleza y el paradero del mismo.
-El Gran Tesoro del Reino en Medio del Mar -repuso Anubis-se encuentra en poder de los hombres Pi. Yo,
primera mutación de Tutankhamon, tuve el gran privilegio de contemplarlo y conocerlo..., pero ahora eres tú
quien debe descubrir su paradero. Yo sólo soy el guardián de la puerta que puede llevarte hasta él.
-Entonces -comentó Sinuhé-, es cierto que estoy más cerca que nunca...
El chacal movió la cabeza afirmativamente. Y añadió:


-Vuestra misión está llegando a su fin. Los archivos secretos de IURANCHA te serán abiertos..., siempre y
cuando sepas vencer a Horemheb, el traidor.
El investigador estuvo a punto de preguntarle sobre el citado general. Pero otra cuestión, más punzante, había
empezado a inquietarle....-Dime, Anubis: ¿ese Gran Tesoro tiene algo que ver con los archivos secretos que
andamos buscando?
El chacal no contestó. Sinuhé tampoco insistió. En realidad, el silencio había sido elocuente...
E indicando el gran sarcófago de piedra, el miembro de la Escuela de la Sabiduría formuló una nueva pregunta:
-Sé que para cruzar esa puerta (la que debe llevarme a Dalamachia y a los hombres Pi), antes es preciso abrir
este túmulo funerario. ¿Puedes ayudarme?
Y Anubis, por toda respuesta, dio media vuelta, perdiéndose en la penumbra de la cámara sepulcral.
124

Las palabras del chacal sagrado confirmaron las sospechas de Sinuhé, abriendo su corazón a la esperanza. Si
allí, en el túmulo, reposaban los restos mortales de Tutankhamon, el jeroglífico grabado en el segundo sello
real empezaba a cobrar sentido. El miembro de la Logia secreta sabía que Howard Carter, al explorar la momia
del hermano y yerno de Amenofis IV (el gran Akhenaton), había hallado dos refinados puñales entre los
complejos vendajes de Tutankhamon. Una de aquellas dagas era de oro y la segunda de hierro. Esto, como
digo, coincidía con la última parte del enigma: ... Su primera daga señala hacia Dalamachia. La segunda, hacia
el traidor:


Horemheb.
Ahora bien, suponiendo que Anubis le ayudara a abrir el catafalco y que, en efecto, allí reposara la momia del
citado faraón, ¿cómo podría distinguir una daga de otra? ¿Cuál de ellas señalaría al traidor? ¿La de hierro
quizá?
Recordó igualmente que en aquel tiempo -hacia el año 1300 antes de Cristo- el hierro era un metal
prácticamente ignorado en el antiguo Egipto y que, en consecuencia, su valor podía ser muy superior al del oro.
¿Tendría esta circunstancia algo que ver con el doble dilema? Lógicamente, sólo la apertura del sarcófago real
arrojaría luz sobre tan oscuras y problemáticas cuestiones...
De la misma manera que lo había visto difuminarse en la penumbra, en dirección al muro en el que alumbraban
los cuatro remos mágicos, así surgió Anubis entre las sombras. Por más que escrutó los rincones de aquel lado
de la cámara,.Sinuhé no acertó a distinguir la silueta del galgo-chacal y mucho menos el punto o el medio de
que se había valido para desaparecer tan misteriosamente.
El caso es que allí estaba de nuevo, con su grácil y lustroso cuerpo bañado por el aura dorada que fluía de los
miles de sueños e ilusiones que cubrían a Sinuhé. El chacal traía algo entre los dientes y, levantando su
cabeza hacia el iuranchiano, le dio a entender que debía tomarlo entre sus manos. El investigador accedió al
punto. Al examinarlo descubrió que se trataba de un equipo de escriba, idéntico a los que se utilizaban en
aquellos remotos tiempos faraónicos: una paleta o estrecha caja rectangular de unos treinta centímetros de
longitud, toda ella de marfil. En uno de sus extremos aparecían seis pequeños orificios, conteniendo otros
tantos panes de colores: blanco, amarillo, rojo, verde, azul y negro. En el centro, la paleta presentaba una
abertura rectangular por la que había sido introducida una docena de finísimos y marrones juncos marítimos.
Eran los cálamos o plumas, cuyas puntas -machacadas- hacían las veces de pinceles.
Sinuhé, maravillado, leyó la delicada inscripción que rodeaba el orificio rectangular por el que asomaban los
juncos.
La hija del rey, Meritatón, amada y nacida de la Gran Esposa Real, Neferneferunefertiti.
Un ligero temblor hizo oscilar sus miles de estrellas doradas. Ya no cabía duda. Aquella paleta, justamente, era
uno de los múltiples y valiosos objetos hallados por Carter y su equipo en 1922 al desvelar otra de las salas de
la tumba de Tutankhamon, contigua a la cripta y que -casualmente- fue bautizada como la del Tesoro... Entre el
ajuar allí depositado, los egiptólogos encontraron una representación en madera del dios Anubis y, entre sus
patas, aquella misma paleta, perteneciente a la princesa Meritatón, una de las seis hijas de Ajnaton o
Akhenaton y la bellísima Nefertiti.


Sinuhé miró al chacal y sospechó que aquel equipo de escriba podía proceder, precisamente, de algún lugar
próximo –quizá esa enigmática sala del Tesoro, depósito, ¿por qué no?, de los archivos secretos de
IURANCHA-, del que Anubis, a juzgar por sus propias palabras, parecía fiel guardián. De ser así, todo
encajaba con precisión. La figura de tamaño natural del dios.chacal, tallada en madera y barnizada en resina
negra y descubierta por los arqueólogos en 1922 a las puertas de la referida sala del Tesoro, en un anexo de la
cripta de Tutankhamon, tenía que ser aquella prodigiosa criatura de madera que ahora le contemplaba con sus
radiantes ojos de ámbar. Pero los últimos y cada vez más débiles jirones de su lógica se encargaron derecordarle que aquello era del todo imposible... Él no podía hallarse en el interior de la tumba de Tutankhamon.
Aquél no era el Valle de los Reyes...
-Aquí está la respuesta a tu pregunta.
La voz del chacal retumbó en la soledad de la cámara funeraria, sacando a Sinuhé de su agria lucha interior.
-¿Mi pregunta? -tartamudeó sin comprender a qué se refería Anubis.
-Recuerda que solicitaste ni¡ ayuda para abrir el sarcófago...
Sinuhé contempló la paleta de marfil. Su memoria, en efecto, había vuelto a funcionar. Sin embargo, no
alcanzaba a entender los propósitos de su interlocutor.
Anubis, adelantándose a la inminente pregunta del humano, descubrió sus dientes de cristal y habló en los
siguientes términos:
-Sólo hay un medio para franquear ese túmulo...
Y el galgo-chacal caminó despacio hasta el límite: del gran bloque de cuarcita amarilla. Un paso más y el viento
huracanado brotaría como un fantasma invisible. Pero el guardián del Tesoro más recóndito se limitó a olfatear
las proximidades del catafalco. Después, tocando con su hocico la caja que sostenía Sinuhé, añadió en tono
solemne:
-Aquel que sea capaz de cerrar los ojos de las cuatro diosas protectoras, no sólo habrá abierto el sarcófago del
Señor del Oeste sino que, sobre todo, le restituirá a su último estado, en el más allá.
Sinuhé conocía estas creencias religiosas del antiguo Egipto.


Había podido deducir que Anubis era la primera transformación del rey Tutankhamon. Pero, ¿cómo proceder
para consumar esa segunda y postrera mutación? ¿Cómo podía cerrar los ojos de las diosas aladas que
125

ceñían el túmulo? Antes era menester neutralizar la barrera que lo protegía..-Dime, Anubis -inquirió el
investigador-, ¿por qué has puesto en mis manos esta paleta?
-Sólo con los colores sagrados de Meritatón es posible dibujar mi verdadero nombre: el que me fue dado por
Tiyi en el momento de mi nacimiento... Pero ese nombre solar -concluyó el chacal-, aunque significa mi
definitiva resurrección, no corresponde a mí invocarlo.
Anubis había sido lo suficientemente explícito como para desvelarle buena parte del secreto. Entre las
costumbres egipcias se daba una que revestía una especialísima trascendencia. Todo recién nacido debía
recibir un nombre –el llamado solar-, en el momento mismo del nacimiento. Y era la invocación de ese nombre,
una vez muerto el individuo, la que abría al difunto las puertas de Duart: el más allá. De ahí que, para cualquier
egipcio, la mayor desgracia consistía en el cambio de nombre; un castigo utilizado, sobre todo, con los ladrones
y criminales.
Sinuhé recordaba que Tiyi, esposa de Amenofis III y madre de Tutankhamon, le había bautizado -nada más
traerlo al mundo-con el extraño nombre de Tutanjaton. Y una chispa de esperanza hizo brillar sus ojos con un
fulgor especial.
Sin pérdida de tiempo extrajo uno de los junquecillos y situándose en cuclillas frente a la primera de las diosas -
Isis-, introdujo el pincel en el pequeño depósito circular que contenía el color blanco. La punta se humedeció y
el investigador, con pulso vacilante, empezó a dibujar en el aire los jeroglíficos correspondientes a la primera
sílaba de Tutanjaton.


Prodigiosamente, aquellos signos -de un blanco resplandeciente- se sostuvieron ingrávidos en el aire, al filo
mismo de la pared del viento.
Nuestro hombre, perplejo, se volvió hacía el chacal y creyó distinguir en sus pupilas de oro y obsidiana -hecho
luz- un sentimiento humano.
En silencio se dirigió a la segunda esquina y, mojando el pincel en el mágico pan amarillo, dibujó la segunda
sílaba: tan.
En la tercera -siempre bajo la vigilante mirada de Anubis-, trazó en rojo la tercera sílaba -ja- y frente a la cuarta
y última diosa alada, en símbolos verdes, la sílaba ton..Satisfecho e intrigado dio un paso atrás, caminando
alrededor del túmulo. Las cuatro sílabas (Tu-tan-ja-ton), oscilantes y luminosas como piedras preciosas, se
mantuvieron aún breves segundos en el aire. Pero, de pronto, rasgando la penumbre y el silencio de la cámara,
de cada uno de los remos de cristal partió un silbante rayo escarlata. Y los nueve finísimos haces luminosos
hicieron blanco en tres de las cuatro sílabas flotantes...
Sinuhé, frente al costado en cuyas esquinas flotaban las sílabas ja y ton, permaneció inmóvil, pendiente de
aquellos rayos rojizos. Observó de reojo al chacal y, al verlo estático, optó por imitarle. El desenlace no se hizo
esperar. Las tres series de jeroglíficos iluminados, correspondientes a las sílabas tu, tan y ton, terminaron por
fundirse, convirtiéndose en la letra hebrea T (Teth). Y al instante, el escudo huracanado se hizo visible,
invadido por una radiación escarlata que manaba de cada una de las tres letras hebraicas, todavía ingrávidas a
metro y medio del suelo. El viento, teñido así de rojo, apareció ante Sinuhé en toda su magnitud, cubriendo. las
paredes y losa corno un segundo sarcófago. Y el investigador comprendió que, de no haber sido por Anubis,
jamás hubiera tenido acceso al túmulo.


Pero la cadena de fantásticos acontecimientos no había hecho sino empezar...
Mientras observaba la T situada frente a él, le vino a la memoria una de sus últimas peripecias, vivida cuando
buscaba el medio para cruzar la puerta tabicada. La suma de los nueve cautivos en el primer sello real recordó-
le había conducido precisamente a aquella misma letra, la Teth, cuyo valor simbólico era el 9. Y esta
letra, desde un punto de vista esotérico, representaba, como en aquel caso, «una muralla erigida para guardar
un tesoro...
Su reflexión. no llegó al final. Adelantándose a estos pensamientos, cada una de las tres T se transformó en un
9 y, acto seguido, fulminada, la coraza rojiza se desvaneció. Y con ella, los tres nueves, los rayos escarlata y
los nueve remos de cristal. La oscuridad, al desintegrarse las misteriosas antorchas empotradas en los muros,
Se hizo casi total, apenas aliviada en el centro de la cámara por el dorado resplandor del traje de.Sinuhé. Éste,
sin saber a qué atenerse, buscó con la mirada al chacal. Sin embargo, Anubis continuaba impertérrito, con sus
amarillentos ojos clavados en la única sílaba superviviente: la ja.
Aunque era evidente que el viento huracanado había desaparecido, haciendo posible el contacto con el bloque
de piedra, Sinuhé no se atrevió a moverse. La presencia de la última sílaba, flotando frente al rostro de la diosa
Selkit, y la estatuaria inmovilidad de su compañero, el galgo-chacal, le dieron a entender que el proceso de
apertura del sarcófago no había concluido. No se equivocaba. Mientras contemplaba los rojos caracteres de ja,
la j de dicha sílaba le trajo a la mente su equivalente en el alfabeto hebreo: la Jod. E inconscientemente
rememoró su secreto y cabalístico significado: la mano del hombre. Y movido por su afán de desvelar aquel
nuevo enigma y asomarse cuanto antes al interior del túmulo, tuvo un súbito deseo: convertir la Ja de
Tutanjaton en la Jod o J hebrea y ésta, a su vez, en una mano. Una mano humana, capaz de ir cerrando los
ojos de las cuatro diosas aladas...
Su sorpresa no tuvo límite cuando, de improviso, aquel deseo se hizo realidad. Y la ja fue modificando sus
rasgos hasta transformarse en una mano blanca, humeante y delicada. Y fiel a la petición mental del
investigador, fue a posarse sobre los ojos de Selkit, bajando sus párpados. Al instante se dirigió a la diosa
labrada en aquel mismo costado del sarcófago, repitiendo la operación con Isis. Y lo mismo aconteció con
Neftis y Neith.
126

Aquel nuevo y súbito prodigio estremeció a Sinuhé. De pronto recordó cómo, minutos antes, había asociado
igualmente la T de las restantes sílabas del nombre solar de Tutankhamon al 9 y éste -o la letra hebrea Teth- al
símbolo de la muralla. Y una inmensa duda comenzó a hostigarle: ¿es que sus deseos podían hacerse
realidad? Cómo entender si no aquellos desconcertantes sucesos... Pero, de ser así, si sus deseos podían
materializarse, ¿por qué ahora y en aquel lugar? Una respuesta iluminó su cerebro como una inmediata y
puntual cristalización de aquel último deseo: ¡el traje! Sí, ésa tenía que ser la explicación... Mientras
permaneciera cubierto por sus propios sueños e ilusiones, sus anhelos podrían verse satisfechos.


Aquello, por otra parte, explicaba sus aciertos a la hora de.descifrar los sellos reales... Y casi automáticamente,
recordó un querido y añorado nombre: Nietihw. Sinuhé no podía saber entonces que aquél, justamente aquél,
era el único deseo que no podía hacer realidad... Muy pronto comprendería por qué.
Desilusionado por su aparente fracaso, al no hacer realidad la aparición de su compañera, se centró de nuevo
en el túmulo.
Anubis parecía definitivamente petrificado. Llegó a tocar su cabeza, comprobando que sus ojos habían
empezado a apagarse. Rodeó el sarcófago, pero no halló rastro alguno de la mano que había cerrado los ojos
de las diosas protectoras. Palpó igualmente la gran losa que cerraba el catafalco, verificando lo que ya había
intuido: aquella tapa de granito rosa debía tener un peso superior a los mil kilos... Se presentaba, por tanto, un
nuevo y difícil problema. ¿Cómo levantarla?
A pesar de su reciente decepción, retrocedió hasta situarse a un par de metros del bloque. Si en verdad el traje
que le cubría tenía la portentosa capacidad de hacer realidad sus deseos, la losa no tardaría en caer... Fue
inútil. Por más fuerza que puso en aquel sentimiento, la tapa no se movió. Decepcionado, terminó por rendirse.
Dirigió una suplicante mirada al chacal, pero la vida de Anubis, como sus propias esperanzas, parecía a punto
de agotarse.
-¿Es posible que ahora, a un paso del final, todo esté perdido?


Y dulcemente, casi sin sentir, los felinos y mortecinos ojos de Anubis se oscurecieron. Y en el centro de la
cámara sepulcral, como una frágil luciérnaga dorada, abatido y temeroso, quedó Sinuhé, devorado por las
tinieblas y por su propia impotencia...
Al igual que ocurriera cuando vio desaparecer en el pozo la figura de su querida amiga, aquellos fueron
también unos minutos amargos. Él intuía -sabía- que muy cerca, quizá al otro lado de aquella tumba, quizá en
el fondo de aquel sarcófago, se encontraba el Tesoro que tanto habían buscado: la Verdad sobre la rebelión de
Lucifer..., la Verdad en suma.
Pero el nuevo Sinuhé no estaba definitivamente acabado...
Necesitó tiempo pero, al final, comprendió. No bastaba con desearlo. No era suficiente entregarse y entregar el
alma:
además de ello, para levantar la lápida, había que actuar. Desde hacía años, desde que había descubierto el
irreversible sendero.del mundo interior, Sinuhé sabía que todos los deseos, sueños e ilusiones -por muy
utópicos- podían convertirse en realidad si, además, era capaz de imaginar cómo hacerlo.
Así que, desanudando ocho de las nueve cuerdas que conservaba arrolladas en su muñeca, fue
depositándolas –de dos en dos- sobre los cuatro ángulos de la tapa.
A continuación, sin saber exactamente por qué, dejándose llevar por la intuición, se dirigió a cada una de las
diosas, procediendo a sumar las plumas que formaban sus ocho alas. Al conocer el resultado -1832 plumas de
cuarcita-, no pudo por menos que sonreír. Sumando estas cifras (1 + 8 + 3 + 2) se obtenía 14. Es decir siguiendo,
una vez más, el método cabalístico-, 1 + 4 = 5.
Y por conversión al alfabeto hebreo, ¿qué representaba ese 5?: la letra H o Hal, una vieja conocida de Sinuhé
y de Nietihw, cuando ésta aún llevaba su corona con el nombre cósmico. Hai, causalmente, era -siempre desde
el punto de vista esotérico- el símbolo del aire. ¿Y qué mejor fórmula que unas alas para representarlo?
Maravillado, lanzó una última mirada a las diosas aladas, preguntándose cómo era posible que los artífices que
las habían labrado sobre el mismo bloque del féretro hubieran podido manejar y esconder aquel secreto
cabalístico 1343 años antes de Cristo, cuando Moisés -posible inventor de la Kábala-aún no había nacido...
Todo aquello resultaba tan confuso como fascinante.


Animado por este hallazgo, se sentó frente al túmulo, cerrando los ojos. E imaginó. Y lo hizo con todo su
corazón y con toda su mente. E imaginó que las alas se despegaban del sarcófago. Y con ellas, los cuerpos
estilizados de Isis, Neftis, Neith y Selkit. Y en su imaginación, Sinuhé deseó que aquellas alas de piedra
batieran suave y majestuosamente, elevando a las diosas protectoras por encima del féretro.
Y una vez en el aire, las diosas tomaron las ocho cuerdas que, al contacto con sus manos, quedaron
convertidas en otros tantos bumerangs de negro y pesado ébano. El resto fue sencillo. En su imaginación, el
miembro de la Escuela de la Sabiduría deseó e hizo que las ocho curvadas armas fueran introducidas por las
diosas en el borde rebajado del catafalco, sobre el que había sido encajada la losa. Bastó un pequeño esfuerzo
para que los.bumerangs -actuando como palancas-hicieran saltar la tapa de granito. Sin pérdida de tiempo,
mientras las diosas la sostenían en el aire, Sinuhé prensó la tonelada y cuarto de piedra, reduciéndola a un
diminuto y reluciente corazón de oro. Y haciéndose con él, dirigió su imaginación hacia el hierático cuerpo de
Anubis. Y por expreso deseo de su voluntad, el chacal abrió sus fauces y el palpitante corazón tomó posesión
de su cuerpo de madera. Y los felinos ojos volvieron a iluminarse...
Sus deseos -de la mano de la imaginación-habían sido consumados. Y el investigador abrió los ojos. Ante él
se ofrecía un espectáculo que jamás olvidará: del túmulo, ahora descubierto, brotaba, muy lentamente, una
127

especie de niebla blanca que había empezado a derramarse por los costados, avanzando y propagándose por
el suelo de la cámara. Y sobre los ángulos del bloque de cuarcita amarilla, agitando sus alas, aparecían las
cuatro diosas, con los bumerangs entre sus dedos y los ojos cerrados.
Sinuhé quiso interrogar a Anubis pero, por más que buscó entre la niebla que se esparcía inexorable en torno
al catafalco, el chacal no dio señales de vida. Y el corazón del iuranchiano volvió a turbarse. ¿A qué se debía
aquella nueva desaparición?
Un presentimiento le alertó. Algo grave y desconocido parecía brotar de aquella sepultura. entremezclado con
la extraña niebla...


Al no encontrar al galgo-chacal, decidió asomarse al interior del túmulo. Dio un paso hacia el bloque pero,
como un aviso, un frío punzante ascendió desde sus pies, obligándole a posponer la inspección del sepulcro.
Observó atónito la niebla lechosa que ocultaba ya el tercio inferior de sus piernas, deduciendo que aquella
helada sensación tenía que proceder del humo que emergía del catafalco. Y en su afán por comprobarlo, se
agachó, introduciendo las manos en la niebla.
-Jesucristo!
Una sensación idéntica, cortante como mil alfanjes, le obligó a sacarlas del blanco y enigmático humo. Al
contemplarlas, descubrió angustiado que las diminutas estrellas doradas –sus sueños e ilusiones-, que
protegían aquellas manos, habían.desaparecido. Y otro tanto sucedía con las que cubrían sus pies y parte
inferior de las piernas...
-¡Oh, no!
En efecto, aquella niebla, en expansión y ascenso, poseía un poder tal que había empezado a disolver o
aniquilar su traje protector. Consciente del inminente peligro que se cernía sobre se precipitó sobre el filo del
catafalco, dispuesto a desvelar su secreto...
Pero, al asomarse, una visión decepcionante se presentó ante sus ojos.
El halo dorado que emanaba de su buzo de estrellas iluminó un enorme bulto, completamente recubierto de
finas vendas, de un blanco similar al de la niebla. Sinuhé alargó su mano derecha hasta tocarlo. Su
imaginación había sufrido un duro revés. En lugar de los restos momificados del faraón Tutankhamon sólo halló
un gigantesco paquete -de aspecto humano, eso sí-, fajado de pies a cabeza.
-¡Oh...!


Al rozar sus dedos sobre lo que suponía tiras de lino, éste dejó asar las yemas. ¿Cómo podía ser? Las vendas,
en realidad, eran jirones de aquel humo que brotaba por los intersticios. Aquel cuerpo -o lo que fuera- había
sido vendado... ¡con niebla! Y los dedos, al hundirse en el vendaje, experimentaron de nuevo aquel latigazo de
hielo.
No había otra alternativa. La niebla seguía elevándose sobre el nivel del suelo, ocupando ya la totalidad de la
superficie de la cripta. Urgía desentrañar aquel misterio y, sobre todo, buscar las dagas que mencionaba el
segundo sello real. Una debía señalarle hacia Dalamachia. La otra, hacia el traidor: Horemheb.
Apretando los dientes, luchando por sobreponerse a las gélidas punzadas que habían empezado a adormecer
sus piernas y manos, fue desenrollando las tiras de niebla, rasgándolas y arrojándolas fuera del catafalco.
Cuando hubo retirado la última, el humo dejó de manar del interior del sepulcro. Y un murmullo de admiración
escapó de los labios del investigador.
Frente a él, ocupando todo el interior del sarcófago, había surgido una esfinge de oro. Se trataba, sin duda, de
la tapa de un resplandeciente féretro, en forma humana. Aquel ataúd, de.unos dos metros de largo,
descansaba sobre unas andas con figura de león. Las facciones de la cara de la esfinge, soberbiamente
labradas en una lámina de oro, trajeron de inmediato a su memoria el rostro del joven rey Tutankhamon.
Entonces, a pesar de todo -pensó con excitación-, estaba en lo cierto...
Los ojos habían sido confeccionados con aragonito y obsidiana, las cejas y pestañas finamente adornadas a
base de incrustaciones de lapislázuli.
Aquella cara sobrecogió a Sinuhé. Mientras el resto del ataúd había sido recubierto de un oro brillante, en
forma de plumas, el de las manos y rostro era diferente, algo más grisáceo, simulando así el color de los
muertos. Las manos, cruzadas sobre el pecho, sostenían los emblemas reales: el cayado y el flagelo, con
incrustaciones de fayenza azul oscuro. Sobre la frente de la figura yacente del rey niño, Sinuhé reconoció al
momento los dos emblemas y símbolos del Alto y Bajo Egipto: la cobra y el buitre.
-¡Ya no hay duda! -exclamó sin poder contener su impaciencia-.
Aquí dentro debe reposar la momia del Señor del Oeste, hermano y yerno del último depositarlo del Gran
Tesoro del Reino en Medio del Mar...


Pero su alegría se vio enturbiada por aquella niebla, cada vez más alta. El frío alcanzaba ya sus rodillas...
Antes de proceder a la apertura del féretro, lanzó una nerviosa ojeada a su alrededor. Anubis seguía sin
aparecer y la niebla, aunque había dejado de brotar del túmulo, continuaba llenando la cámara. Aquí y allá,
justo en los lugares donde recordaba que había arrojado las tiras de humo, apuntaban pequeños remolinos.
Las diosas, por su parte, con los párpados bajos, permanecían estáticas, con los bumerangs entre sus manos
de piedra y un pausado, silencioso e interminable aleteo. Sinuhé observó también sus amarillentas, casi
translúcidas figuras, comprobando que, a pesar de hallarse a poco más de un metro por encima del sarcófago,
aquel batir de alas no provocaba la menor corriente de aire.
-¿Cuánto tiempo permanecerán así? -se preguntó con inquietud..Pero, como decía, el frío encerrado en la
niebla mordía ya sus rodillas. No había tiempo que perder. Se inclinó sobre el ataúd de oro y, tras examinar los
128

costados, descubrió cuatro asas de plata -dos a cada lado-, dispuestas, sin duda, para facilitar el levantamiento
de la tapa. Temblando de frío y ansiedad se hizo con los dos asideros más cercanos y tiró con fuerza. En
contra de lo que suponía, la tapa del ataúd resultó sumamente ligera.
Se trataba en realidad de una cubierta de madera dorada.
Procurando no dañarla, la retiró del túmulo, recostándola verticalmente sobre uno de los costados del bloque
de piedra. Y a la luz de su mermado traje se asomó impaciente y tembloroso sobre el contenido del féretro.
Una segunda decepción cayó sobre él. En el interior sólo había un segundo fardo, envuelto esta vez con una
gruesa tela de gasa, sumamente oscurecida y estropeada. Sobre el lienzo aparecieron guirnaldas de flores,
confeccionadas con hojas de olivo y de sauce, pétalos de loto azul y centaurea.
-¡Increíble!
Las coronas de flores conservaban una absoluta lozanía. Como si acabaran de ser trenzadas...
-¿Cómo es posible? -se preguntó al tiempo que acariciaba los pétalos de loto-. ¡Tutankhamon murió hace más
de 3 300 años!


Con una mezcla de profundo respeto y veneración, Sinuhé fue extrayendo las guirnaldas, dejándolas caer
sobre la niebla. Pero, en lugar de hundirse, comenzaron a flotar sobre la superficie del humo, meciéndose
suavemente. Y el investigador, sin conceder mayor importancia a aquel nuevo y extraño hecho, se afanó en
despojar al fardo de la gasa. Al rasgarla surgieron algunas incrustaciones de vidrio multicolor, con ricos
engastes de oro. Y sus manos se detuvieron durante algunos segundos. Sinuhé, de pronto, recordó el histórico
descubrimiento de H. Carter en el Valle de los Reyes. También en aquella ocasión, los egiptólogos –al abrir el
sarcófago real- se habían encontrado con un primer ataúd. Y en su interior, con un segundo féretro. E, incluso,
con un tercero, matemáticamente ajustado y dispuesto en aquel.
¿Era esto lo que le aguardaba al iuranchiano? De ser así, ¿dónde se encontraban las dagas?
Incapaz de controlar su curiosidad e impaciencia, se precipitó sobre aquella deteriorada tela, rompiéndola en
largas tiras, que.fueron siendo amontonadas en desorden a lo largo de todo el perímetro del ataúd. Porque,
efectivamente, esto fue lo que apareció ante los atónitos ojos de nuestro hombre: un segundo féretro de dos
metros de longitud, de forma y diseño similares al primero. Todo él se hallaba suntuosamente recubierto de
gruesas láminas de oro, con incrustaciones de vidrio opaco, tallado y grabado, imitando jaspe rojo, lapislázuli y
turquesa, respectivamente.
Todo él, incluida la máscara funeraria, recordaba a la tapa que acababa de apoyar sobre el túmulo. Todomenos un detalle: las manos. Éstas, cruzadas también sobre el pecho, no sostenían los emblemas reales -el
cayado y el flagelo- sino... ¡una daga!
-¡Al fin! -estalló Sinuhé, que sentía ya el hielo de la niebla a la altura de sus muslos.
Protegida por aquellas manos de oro, en efecto, con la empuñadura dirigida hacia la cabeza, había surgido
finalmente lo que tanto ansiaba. Al contemplar la vaina, finamente labrada en oro así como la citada
empuñadura -delicadamente trabajada en oro granulado y adornada a intervalos con bandas de cristal de roca
coloreado-, Sinuhé se vio asaltado por una tremenda duda: ¿se hallaba ante la primera o la segunda daga? La
criptografía descifrada en la puerta tabicada sólo hacía alusión a una primera daga, que debía señalar hacia
Dalamachia, y una segunda, que apuntaba -según la interpretación del investigador-hacia el traidor:
Horemheb.


¿Qué debía hacer? ¿Cómo saber si aquel hermoso puñal era el primero o el segundo?
Con las piernas doloridas por aquella infernal niebla, Sinuhé permaneció algunos minutos frente al irritante
dilema.
Antes de proceder a retirar la daga estudió su colocación.
Observó la empuñadura, estimando que estaba orientada, justamente, hacia una de las pinturas funerarias que
tanto habían llamado su atención: la que representaba a un dignatario faraónico con una especie de palanca
negra entre las manos y a punto de efectuar la llamada apertura de la boca del difunto rey, pintado, a su vez,
en forma de momia y frente a dicho alto cortesano. La punta del puñal venía a coincidir con la.puerta por la que
había tenido acceso a la cámara. Y un enjambre de dudas acosó su mente.
Suponiendo que aquella daga señalase a Dalamachia, ¿hacia dónde debía encaminarse? ¿Hacia la pared
pintada o en dirección a la puerta que había cruzado? Si, en cambio, se trataba de la segunda daga, ¿cuál de
los extremos apuntaba al traidor?
Confuso, abandonó el túmulo y, abriéndose paso entre la blanca y gélida niebla, fue a situarse ante el mural
funerario. El resplandor dorado que aún emitían su vientre, torso, brazos y cabeza le permitió repasarla con
cierta comodidad. Llegó, incluso, a tocar la figura del noble egipcio, verificando que, efectivamente, sólo se
trataba de yeso coloreado. Aquel personaje desconocido se tocaba con una cofia verde, vistiendo faldellín
blanco y cubriendo sus hombros con una llamativa piel de leopardo.
Encogiéndose de hombros dio media vuelta, retornando al catafalco. Una vez más en aquella loca aventura
estaba forzando los acontecimientos. Y ése, obviamente, no era el procedimiento más práctico...
Sin embargo, mientras arrastraba sus casi insensibles piernas, las palabras de Anubis, en relación a
Horembeb, le hicieron volver el rostro hacia el mural.


... Los archivos secretos de IURANCHA te serán abiertos..., siempre y cuando sepas vencer al traidor.
-¿El traidor?... ¿Traidor a quién? -meditó-. ¿A Tutankhamon?
De pronto, en mitad del espeso silencio, sus pensamientos se volvieron contra él, advirtiéndole: ¿Por qué al
recordar la sentencia del chacal había dirigido su mirada, precisamente, hacia aquel personaje?
129

Aunque a lo largo de la misión se había visto envuelto en otras circunstancias tan críticas como aquélla, al
comprobar cómo la niebla disolvía ya las estrellas de su vientre, no pudo reprimir un sentimiento de alarma. Si
en verdad se hallaba tan próximo a los hombres Pi o a los archivos secretos o a Dalamachia, sus enemigos quizá
las fuerzas integradas por los medianes rebeldes-no le concederían tregua ni cuartel. Había que estar
más despierto que nunca y, paradójicamente, Sinuhé notaba.cómo las fuerzas se le escapaban por
momentos... jamás se había sentido tan mermado.
Sorteando los pequeños remolinos, cada vez más raudos, que abrían la niebla en las proximidades del bloque
de cuarcita, se situó frente a la figura yacente del joven rey. Y sin pensarlo, tornó la empuñadura de la daga,
tirando de ella. La vaina dorada, sólidamente sujeta por las manos de la esfinge, no se movió. Sin embargo, la
hoja del puñal se deslizó limpia y dócilmente. Con el puño derecho cerrado sobre la guarnición, Sinuhé,
devorado por aquel hielo invisible y por su propia incertidumbre, fue aproximando la daga hasta llegar a la
altura de sus ojos. El centelleo de sus estrellas doradas hizo brillar entonces una afilada y puntiaguda hoja...
¡de hierro! Todo fue simultáneo: en el cerebro del investigador se disparó una señal de peligro, los ojos de las
diosas aladas se abrieron y los ocho bumerangs se estremecieron, mientras un fogonazo azul partía del puñal,
cegando a Sinuhé.
Sin soltar la daga, se echó atrás, llevándose la mano izquierda al rostro. Cuando, al fin, aquella silenciosa
explosión luminosa que había brotado de la hoja de hierro fue disipándose en sus doloridas retinas, el
iuranchiano descubrió asombrado que las cuatro diosas protectoras no flotaban ya sobre el catafalco. Se volvió
mecánicamente y, tal y como venía sospechando desde un principio, notó horrorizado que la figura del alto
dignatario había desaparecido de la pintura funeraria. En su lugar, también de perfil, aparecía ahora una de las
diosas, adornada y provista de ocho alas y otros tantos brazos, sin bumerangs...


Con el corazón tronando, hizo un primer ademán de aproximarse al muro. Pero un siseo cercano le paralizó.
Era el primer sonido que escuchaba en la penumbra de la cripta desde que desaparecieran Anubis y su agitada
respiración. Y llegaba nítido a su espalda.
En un primer momento creyó reconocer aquel sonido. Pero, estremecido, rechazó una idea tan escalofriante...
Con sumo cuidado fue volviéndose. Y lentamente, con la daga en alto, se asomó al interior del túmulo.
El hielo que atravesaba su cuerpo se propagó en sucesivas oleadas hasta desembocar en el corazón. Pero
aquel frío que atornillaba ahora su pecho no procedía de la niebla, sino del.fulminante pavor que le había
provocado la visión del segundo ataúd. Sobre el oro y el vidrio multicolor de la figura yacente se retorcían ocho
silbantes cobras.
Paralizado, y con el brazo en alto, Sinuhé recordó los bumerangs.
-¡Dios mío! -se dijo a sí mismo, sintiendo cómo el hielo encharcaba su garganta-. Primero fueron cuerdas.
Después bumerangs de ébano, y ahora... ahora se han convertido en serpientes.
Las cobras no tardaron en detectar los efluvios -sin duda cargados de terror- que escapaban de aquel humano,
incapaz de reaccionar ante la presencia de los venenosos reptiles. Y una tras otra fueron incorporándose sobre
los vientres, dirigiendo sus negros y penetrantes ojos hacia Sinuhé... La mitad de los ofidios lucían tres
pequeñas escamas sobre la cabeza. Y el investigador comprendió con espanto que se trataba del áspid o
víbora de Cleopatra, sumamente peligrosa. En cuanto al resto, excitado por la proximidad del ser humano, se
había apresurado a aplastar y ensanchar sus cuellos, mostrándose en toda su macabra magnificencia. Estas
últimas -de cuello negro- tenían además la facultad de lanzar el veneno a los ojos del adversario.
Sinuhé lo sabía y, medio hipnotizado por el siseo y la lenta oscilación de las cabezas de los reptiles, creyó
llegado su fin.
Su último pensamiento fue para Nietihw. ¿Qué habría sido de ella? ¿Seguiría viva?


La niebla oscilaba ya al nivel de su cintura y, preso del magnetismo de las pupilas verticales de los ofidios,
parecía resignado a morir. Una de las áspides se irguió por encima de sus compañeras y, abriendo las fauces,
mostró sus colmillos venenosos. El ataque parecía inminente...
Pero, en el último segundo, unas fauces más grandes que las de las cobras hicieron presa en las ropas del
investigador. Y tirando de su cintura lo derribaron de espaldas, hundiéndolo en el humo lechoso. Mientras caía
arrastrado por aquellos dientes desconocidos, tuvo tiempo de ver cómo los reptiles, burlados en el último
instante, se deslizaban veloces sobre el filo del sepulcro, sumergiéndose, como él, en la espesa niebla,
empeñados, sin duda, en su persecución..Al tocar el suelo rocoso de la cripta, las fauces le liberaron y Sinuhé,
braceando y sin aire, se revolvió sobre sí mismo, en busca de tan oportuno salvador. Pero allí, en el seno de la
niebla, la blancura era tal que resultaba cegadora. Y no pudo distinguir forma o figura algunas. La carencia total
de oxígeno en el interior del humo, unida a la considerable densidad del medio, que le obligaba a moverse con
gran fatiga y lentitud, forzaron su salida inmediata. Al emerger, descubrió desolado cómo su traje de sueños e
ilusiones se había disuelto por completo. Ahora, la única claridad existente en la cámara procedía de la niebla,
que seguía llenando el lugar lenta pero inexorablemente.
De momento había evitado el primer ataque de las cobras. No obstante, la imagen de los ofidios
zambulléndose en la espesa claridad le hizo temer una nueva acometida, probablemente sobre sus piernas o
vientre. Aterrorizado, se volvió hacia los cuatro puntos cardinales, intentando descubrir los cuerpos de las
serpientes. Y, súbitamente, entre sus muslos, creyó notar el roce de algo más sólido que el humo. Al borde del
histerismo pateó entre la niebla, emprendiendo una enloquecida y desesperantemente lenta huida, buscando el
punto más alejado del túmulo.
130

Cuando apenas había avanzado un par de metros en dirección al muro que había sostenido los cuatro remos
de cristal y en cuyo extremo se adivinaba aquel no menos enigmático cuadrado de yeso blanco, su marcha se
vio truncada. Sobre la superficie de la niebla -en el centro de cuatro de los remolinos que se agitaban frente a
él- se destacaron sendos cráneos. Sinuhé, entre los jirones luminosos, sólo distinguió, de momento, la parte
superior de unas oscuras cabezas, con unos ojos vidriosos y de amenazadoras pupilas verticales.
¡Las cobras!, dedujo estremecido.


Pero había algo extraño en aquellas cabezas, apenas apuntadas a ras de la niebla.
Presintiendo un nuevo ataque, retrocedió. Al instante, a derecha e izquierda, emergiendo por otros tantos
remolinos, descubrió
cuatro bultos más, dos a cada lado, idénticos a los que tenía
delante. En todos relampagueaban las mismas pupilas
verticales, frías y mortales como la niebla que le consumía..Sin otra alternativa, siguió caminando de espaldas
hasta que la pared del catafalco le cerró la huida. Sin proponérselo había vuelto al punto de origen. Y al
momento, los ocho cráneos – como si supieran que su víctima se hallaba acorralada-emergieron sin prisas de
entre la niebla, mostrándose a Sinuhé en todo su horror.
Ante nuestro hombre fueron apareciendo ocho cuerpos de más de dos metros de altura cada uno. Aunque sus
pupilas eran similares a las de las áspides y víboras de Cleopatra, se trataba en realidad de fornidos y peludos
seres de aspecto humano, cubiertos con taparrabos. Sus manos se hallaban armadas con largas uñas y las
cabezas, cubiertas por impenetrables y oscuras greñas. Sinuhé los reconoció. ¡Eran ocho de los nueve
cautivos que habían escapado misteriosamente del primer sello de la Necrópolis Real! Aquellos enemigos de
Egipto ya habían intentado acabar con su vida cuando se encontraba encerrado en la burbuja mental. Pero,
inexplicablemente, se habían alejado de la antecámara, dejando abandonadas las cuerdas y el sello de arcilla.
Este último, ají como la novena cuerda, seguían en poder del investigador...
E impotente, vio cómo los cautivos levantaban sus garras, dispuestas para un ataque que, en esta ocasión, no
se vería rechazado por esfera mental alguna...


Al unísono, como autómatas, las ocho bestias fueron cerrando el cerco hasta que, al fin, el indefenso
iuranchiano se vio físicamente rodeado y sin resquicio por el que intentar la huida.
Una fuga que, a la vista de la corpulencia y ferocidad de aquellos monstruos, no hubiera prosperado jamás.
Triunfantes, los rostros de azabache de los cautivos esbozaron sendas y diabólicas sonrisas, proclamando así
lo que parecía un fulminante final. Y fue en esos críticos segundos, cuando las curvadas uñas -largas como
colas de escorpiones-se elevaban por encima de las cabezas de los prisioneros, a punto de clavarse en su
presa, cuando Sinuhé -con la niebla a la altura de sus costillas- intuyó dónde podía estar su salvación...
-¡El Nombre Inefable...!
Al observar de cerca la piel de los cautivos -correosa y áspera como la arcilla de la que habían escapado-,
recordó las palabras.sagradas. Su pronunciación le había franqueado el paso a la cámara sepulcral aunque,
muy posiblemente, había traído consigo también el mágico vaciado del sello real...
Había que arriesgarse. Quizá una nueva invocación del Nombre obrara el milagro y aquellos seres de barro...
Sinuhé -cosa extraña en él- pensó y actuó simultáneamente.
Extrajo de su bolsillo el óvalo de arcilla y, levantándolo con su mano, izquierda, gritó:
-¡SHEM HAMEFORASH!
El eco golpeó los muros. Las sonrisas se petrificaron y, con ellas, los cuerpos de los ocho cautivos. Y la niebla,
vertiginosamente, como una blanca enredadera, se elevó por entre las musculosas extremidades de los
prisioneros, cubriéndoles totalmente. En segundos, las ocho criaturas de arcilla quedaron convertidas en otras
tantas estatuas de humo.
Pero aquella nueva mutación duraría poco. La niebla terminaría por caer a la misma velocidad con que se
había levantado. Los remolinos desaparecieron y también los ocho cautivos. Y Sinuhé, aliviado, se recostó
exhausto contra el costado del sepulcro.
Su respiro, sin embargo, fue breve. Al examinar el sello ovalado que conservaba entre los dedos, poco faltó
para que, presa de un nuevo sobresalto, se le fuera de la mano. La casi totalidad de su superficie -a excepción
del segmento superior-había recuperado su primitivo aspecto: ocho figurillas aparecían toscamente
representadas en otros tantos altorrelieves de barro.


Eran los cautivos, arrodillados y con las manos nuevamente atadas a las espaldas. Pero faltaba uno y, por
supuesto, la figura superior: la del galgo-chacal...
Con la niebla por el pecho, se preguntó dónde estaría Anubis y por qué había sido atacado por ocho de los
nueve cautivos.
Además, ¿quién le había salvado de las cobras? ¿Se trataba del chacal de madera al que había devuelto la
vida? Y si era así, ¿por qué no había logrado verlo? ¿Dónde se escondía? ¿Es que aquella niebla no le
afectaba? Él, en cambio, se sentía cada vez más débil... Cierto que la densa y nevada humareda había
contribuido -y no poco- a la aniquilación de las bestias que le rodeaban, pero, si no actuaba con rapidez -si no
hallaba a.Horemheb-, aquella misma bruma que cubría y lastimaba ya su pecho podía convertirse en su tumba.
¿Qué hacer para enfrentarse al traidor? Sinuhé dirigió una mirada hacia la diosa alada que había ocupado el
lugar del enigmático dignatario en la pintura funeraria, planteándose esta y otras incógnitas con una inquietud
cada vez más angustiosa.
131

Los hechos, una vez mas, vinieron a precipitarse cuando, de improviso, unas manos largas y húmedas cayeron
sobre su cuello, en un claro afán por estrangularle. Sobresaltado, intentó separarse del catafalco. Pero aquellos
dedos -como cepos-seguían ahogándole. El sello de arcilla cayó de su mano, perdiéndose en la niebla, y el
investigador, en un continuo forcejeo, clavó los dedos -ahora libres-en aquellas garras, más que manos, que
seguían cerrándose en torno a su cuello. Con los ojos desorbitados por el pánico, el iuranchiano creyó
identificar al ser que le atenazaba con el último y noveno cautivo.
Su desconcierto y desesperación alcanzarían, sin embargo, la máxima expresión cuando, al llevar su mano
izquierda sobre las garras, éstas, formadas por un barro húmedo, quedaron semidestrozadas por los dedos de
Sinuhé. Entre estertores, observó la palma de su mano, verificando que no estaba equivocado: allí, entre los
dedos, habían quedado porciones de un adobe fresco y rojizo.
En una reacción fulminante, descargó la daga de hierro sobre la mano que se cernía en tomo a la zona
derecha de su cuello, consiguiendo el mismo efecto. El puñal penetró en la garra pero, al ser retirada, en lugar
de sangre, la brillante hoja sólo arrastró... ¡barro!


A pesar del evidente deterioro ocasionado en ambas manos, éstas no cedieron un ápice en su objetivo. Y
Sinuhé, semidesmayado, empezó a experimentar los signos de la asfixia.
Su visión se enturbió y su corazón, bombeando al límite de sus posibilidades, comenzó a flaquear.
En un postrer esfuerzo, guiado únicamente por su instinto de conservación, el miembro de la Logia hizo acopio
de sus escasas fuerzas y tiró de las garras y del ser hacia abajo, buscando la hipotética ayuda de la niebla.
Evidentemente, la fantástica criatura no había previsto aquella súbita reacción y se vio.arrastrada, en efecto,
hacia el interior de la bruma. Y las manos y antebrazos, sumergidos así -de improviso-en el humo de hielo,
corrieron la misma suerte que los ocho cautivos.
Sencillamente, se disolvieron.
Sinuhé, libre de la mortal tenaza, buscó la superficie. Pero, al emerger frente al catafalco, aquel inseparable
compañero de vi aje -el espanto- volvió a soplar sobre su helado corazón...
Ante él, en pie en el interior del túmulo, se hallaba el alto personaje, tan misteriosamente desaparecido del
mural funerario. Y Sinuhé, con la niebla rozando ya sus clavículas, comprendió.
-¡Horemheb!... ¡El traidor!
Confirmando sus sospechas, el fornido egipcio llevó a cabo una leve inclinación de cabeza, al tiempo que
extendía sus brazos hacia Sinuhé. Los antebrazos y manos, efectivamente, habían resultado amputados por la
niebla. En los extremos podían distinguirse unos muñones húmedos y rojizos como el resto de la piel del viejo
general.
Pero, al momento, el barro que formaba el cuerpo de Horemheb cobró vida y los muñones se
autorregeneraron, renaciendo las mutiladas extremidades. El parcial éxito del iuranchiano había resultado
infructuoso...
Y Horemheb, clavando la mirada de sus enormes y almendrados ojos negros en su indefensa víctima, habló
así:


-¡Escucha, extranjero!... En vida del hereje rey Akhenaton y de su hermano, Tutankhamon, fui enviado por
Amón, mi señor, para recuperar el Gran Tesoro del Reino en Medio del Mar y destruir el culto a Atón, vano
intento de los fieles a Micael por restituir su perdida autoridad sobre IURANCHA. Desde entonces soy el
custodio de ese Tesoro y nada ni nadie podrá entrar en la Sala de Thot...
Sinuhé sólo comprendió a medias. Él había estudiado que aquel temido general -que conoció, en efecto, al
faraón hereje y a su hermano-se había hecho con el trono de Egipto tras la muerte de Ay, el llamado Padre
Divino y sucesor de Tutankhamon. Y sabía igualmente que, siguiendo los consejos de las castas
sacerdotales, había devuelto el culto y la gloria a uno de sus dioses: Amón, arrasando cualquier vestigio de
aquella otra divinidad -Atón-, suprema revelación del rey hereje, Akhenaton..Pero ¿qué significaba todo aquello
sobre el Gran Tesoro y los fieles a Micael? ¿Qué era la Sala de Thot? La confusión del investigador, conforme
escuchaba las palabras de Horemheb, fue en aumento...
-Puedes unirte a Amón, mi señor -concluyó el general- o morir...
¡Elige!
Un silencio grave, dramático como aquellas frases, planeó sobre la cripta, como el preludio de un inminente y
no menos dramático desenlace...
El cerebro de Sinuhé, acosado por aquel otro peligro –la ondulante niebla-, no respondió. Poco importaba ya la
búsqueda de los archivos secretos de IURANCHA. El humo, en continuo ascenso, no tardaría en alcanzar y
sepultar su cabeza.
¿Cómo pensar en la misión cuando su vida tenía los minutos contados?
De puntillas, esquivando los helados jirones de niebla, fue aproximándose al túmulo, totalmente cubierto ya por
la bruma.


Era inexplicable que las fornidas piernas de Horemheb no hubieran quedado disueltas. Al menos desde la
perspectiva del investigador, los pies del general se hallaban en el interior del catafalco y éste, como digo,
hacía tiempo que había desaparecido bajo el nivel de aquel inagotable horror lechoso.
Sin embargo, hierático y solemne, el cuerpo de barro del traidor seguía sobresaliendo por encima de la niebla.
Sinuhé no tardaría en entenderlo. Al topar con el costado de cuarcita observó cómo la totalidad de la oquedad
del sepulcro rectangular permanecía libre. La niebla ascendía y lo llenaba todo, a excepción de aquel reducto
132

sagrado. En cuanto a los pies de Horembeb -enfundados en blancas sandalias-, parecían firmemente
afianzados sobre el tórax de oro de la esfinge yacente. Abrumado, levantó su rostro hacia el del general.
Iluminada por la blancura que amenazaba con inundar toda la cámara, aquella faz rojiza esbozó una irónica
sonrisa. Y el monstruo de adobe, llevando su mano izquierda sobre la leonada piel que cubría su hombro
derecho, repitió el ultimátum.
-¡Elige, extranjero!....Para Sinuhé, tristemente, la elección sólo podía ser una.
Cansado, con todo su cuerpo herido por el hielo, sin esperanzas de volver a ver a Nietihw, sin armas ni la
ayuda de su ya remoto amigo Ra, ¿qué sentido tenía resistir? ¡Qué lejanos aparecían en aquellos momentos
su entusiasmo y afán por desvelar la Verdad sobre Lucifer...!
Y con la voz quebrada, sólo acertó a responder:
-¡Está bien!... ¡No quiero morir!... Pero dime al menos quién es tu señor y cuál es la suerte que me aguarda.
Horemheb, satisfecho, siguió acariciando la piel de leopardo.
-Me alegra tu sensatez, extranjero -repuso finalmente-. Vuestra misión estaba abocada al fracaso. Pero, al
elegir a Amón, tu esfuerzo no ha sido estéril... Él, precisamente, te mostrará la Verdad que tanto ansías...
-¿Amón? -le interrumpió Sinuhé-, ¿quién es?
-En tu mundo, en IURANCHA, fruto de vuestra ignorancia, es conocido por Lucifer..., mi señor.
Trágico y paradójico destino. Si Horemheb no mentía, la fuerza del Maligno -contra la que, sin duda, habían
batallado hasta ese momento- era la que, ahora, le regalaba la vida y la Verdad..


Aferrado al sumergido filo del catafalco, no tuvo fuerzas para seguir interrogando al general. Su único deseo
era salir de aquel horrible lugar y sobrevivir. Y Horemheb, comprendiendo el lamentable estado del iuranchiano,
le habló de nuevo:
-Pero antes de conducirte a la Torre de Amón, es preciso que renuncies a la señal que aún te une a
Dalamachia.
El investigador le miró sin comprender.
-Debes entregarme el collar, la cadena de números, símbolo de los estúpidos e ilusos hombres Pi..., a los que
no llegarás jamás.
Sinuhé obedeció. Y, dócilmente, la retiró de su cuello, ofreciéndosela a Horemheb.
Sin abandonar aquella triunfante sonrisa, el general inclinó su torso, al tiempo que le anunciaba en un tono
ceremonial:
-Como general victorioso y último rey de la dinastía XVIII, tu sumisión a Amón, y a mí mismo, debe consumarse
con un acto de total entrega: ciñe mi cuello con tu corona...
Horemheb dobló su rodilla derecha, clavándola sobre las plumas de oro del segundo ataúd. Y,
reverencialmente, inclinó su cabeza hasta situarla al alcance de las manos de Sinuhé..Éste, en silencio,
tiritando e irguiéndose sobre las puntas de sus pies, deslizó la cadena alrededor de la cofia verde,
depositándola sobre el cuello del traidor.
Y una infinita tristeza se apoderó de aquel hombre vencido...
Fue como un relámpago. Como una descarga interior. Como una luz o quizá como un grito lejano. Al soltar la
corona de números sobre la nuca de Horemheb, el nombre de Nietihw hizo vibrar hasta la última célula de
Sinuhé y, en un arrebato, sus dedos se crisparon sobre el cuello del general. Y el investigador se dejó caer de
espaldas sobre el mar de niebla, arrastrando con él al traidor.
Entre blancas turbulencias, ambos se vieron así sumergidos en el humo. En segundos, el barro rojizo quedó
consumido. Y Horemheb, aniquilado por la niebla, desapareció.


Sin poder entender el porqué de su fulminante reacción, el miembro de la Escuela de la Sabiduría buscó la
superficie con desesperación. El nivel del humo llegaba ya hasta sus ojos y, saltando sobre el suelo rocoso,
llenó sus pulmones de aire, lanzándose a la búsqueda del túmulo funerario. Si conseguía trepar a él y
refugiarse en su interior, quizá su final no fuese tan inminente...
Al aferrarse al filo del bloque de piedra, intentó saltarlo. Pero aquel metro y medio era ya demasiado para sus
agotadas fuerzas. Y, rendido y semiasfixiado, vio cómo la masa gaseosa le cubría definitivamente.
Dispuesto a morir fue deslizándose por la pared del catafalco, hasta caer de rodillas al pie del mismo. Allí,
prisionero de la cegadora blancura -paradójicamente salvadora y mortal-, esperó su hora.
Pero, cuando apenas si había tocado el fondo de la cripta, aquellas mismas fauces que evitaron el ataque de
las cobras, se cerraron sobre sus ropas, impulsándole hacia lo alto y depositándole bruscamente en el interior
del sepulcro.
Al contacto con la madera chapeada del segundo ataúd, Sinuhé, con la piel azulada por una incipiente
congelación, entreabrió los párpados. Sus pulmones inhalaron ansiosamente y, poco a poco, comprendiendo
que había sido rescatado del helado gas, trató de incorporarse. Pero su debilidad era extrema y apenas
si.consiguió sentarse sobre la figura yacente. El humo, pegado a las cuatro paredes exteriores del túmulo,
seguía ganando altura, respetando sin embargo el espacio situado por encima del gran bloque rectangular.
Quedaba así, sobre el reducido habitáculo que ocupaban ahora el féretro y Sinuhé, un misterioso y providencial
vacío o chimenea, fuertemente iluminado por la radiación de aquellas cimbreantes paredes de niebla.
En la mente del iuranchiano martilleaba una sola idea: ¡La segunda daga!... ¡La segunda daga...!
Era preciso encontrarla. Pero ¿cómo abrir la tapa de aquel ataúd? El puñal de hierro, al igual que su cadena de
números, se habían perdido en el fondo de la bruma...
133

Tanteó las asas de plata ubicadas en ambos costados y tiró de ellas. Fue inútil. Su propio cuerpo, situado
sobre el féretro, obstaculizaba la operación. Por otra parte, la esfinge llenaba la totalidad del nicho, no dejando
espacio suficiente entre la piedra y el citado ataúd.
Golpeó el pecho dorado del joven rey, maldiciendo de nuevo su mala fortuna. Pero pronto comprendió que
aquella actitud no le llevaría a ninguna parte. En todo caso, a malgastar las mínimas energías que aún le
restaban. Había que pensar. Y había que hacerlo rápido. La niebla seguía la conquista de la cámara.
Quizá faltase un metro -o menos- para que tocara el techo.
¿Qué sucedería entonces?
Frotó su rostro con las ateridas manos, luchando por recuperar parte de la perdida circulación sanguínea. Fue
entonces cuando se percató de la novena cuerda de los cautivos, todavía anudada a su muñeca.
Con grandes dificultades, ayudándose con los dientes, consiguió desenrollarla.


-Sí, todavía es posible... -se dijo a si mismo, buscando ansiosamente una de las asas.
Anudó la cuerda y, volviéndose hacia el asidero opuesto, repitió la operación. Una vez amarrada a las dos
asas, sujetó la cuerda entre los dientes y buscó apoyo con las manos en los filos superiores del sepulcro.
¡Es preciso lograrlo...! ¡Es preciso...!.Sinuhé luchó por incorporarse. Tenía que situar sus pies sobre el referido
borde superior del túmulo. Sólo así, tirando de la cuerda con sus dientes, podría izar la tapa..., quizá.
Pero las piernas, tumefactas, no le respondieron. Y, gimiendo de rabia, se dejó caer de rodillas sobre la
esfinge.
Jadeando, golpeó sus piernas, rogando, exigiendo y suplicando que recuperasen las fuerzas. Lo intentó por
segunda vez. Aferró sus dedos al filo del sepulcro y tiró de sí mismo, apretando la cuerda entre los dientes.
Pero sus extremidades, convertidas en témpanos de hielo, no ganaron un solo milímetro. Como un fardo, cayó
de nuevo sobre la resplandeciente tapa. Y esta vez los gemidos desembocaron en un amargo y abundante
llanto.
Su último deseo -abrir aquel segundo ataúd y hacerse con la daga de oro- había empezado a esfumarse.
Sumido en el desconsuelo, Sinuhé -al principio- no cayó en la cuenta. Sus lágrimas, al resbalar por las mejillas,
arrastraban las últimas estrellas doradas que habían formado su traje de sueños. La niebla no había destruido
todas las ilusiones. Aún quedaban las que protegían el interior de sus ojos, disueltas ahora por el amargo
llanto.
Y como un regalo -o quizá como un milagro-, aquellas decenas de minúsculas estrellas fueron derramándose
sobre la esfinge, fundiendo a su paso el oro de la tapa.
Sinuhé apareció así, de pronto, tendido sobre el tercer féretro.
Con el corazón confuso y agradecido, se situó de rodillas, contemplando atónito aquel último ataúd. Era
también de forma osiríaca y se hallaba igualmente envuelto en una fina tela rojiza.
Manoteó nerviosamente sobre el lino, que se rasgó al momento.


Al retirar la protección, surgió la cara, en oro bruñido, de un rey, casi niño, con unos hermosos y vacíos ojos
rasgados. Sobre el cuello y pecho había un complicado collar de cuentas y flores, cosido a un armazón de
papiro.
Pero todo su interés estaba centrado en las manos. Rompió el lino que cubría el resto del tórax y, al
desvelarlas, una arrolladora alegría le compensó de tantas desventuras...
Las manos, cruzadas sobre el pecho, labradas también en oro bruñido y purísimo, sostenían una daga. ¡La
segunda! ¡La que debía señalar hacia Dalamachia!.Como en el segundo féretro, la empuñadura, ricamente
decorada con un granulado de brillante oro amarillo, apuntaba hacia la barbilla de la máscara real. Se hallaba
rodeada de bandas de piedras semipreciosas y vidrios engastados al cloisonné alternativamente, culminando
en dicha empuñadura con una valiosa cadena volutada, bordeada por una cuerda de alambre de oro.
En cuanto a la vaina, igualmente de oro, señalaba -como en el puñal de hierro- hacia la puerta de la cripta.
Sinuhé comprendió que se enfrentaba al dilema anterior. ¿Hacia dónde debía dirigirse? Pero, al momento,
moviendo la cabeza negativamente y dirigiendo una mirada a las paredes humeantes que casi rozaban el techo
de la cámara, rechazó todo intento por despejar la nueva incógnita. Era obvio que no podía salir del sepulcro...
Delicadamente, inclinándose sobre las manos del ataúd que, sin duda, contenía los restos momificados de
Tutankhamon, fue retirando la daga de la vaina.
Ante sus ojos, centelleando como mil soles, apareció una hoja de oro de especial dureza y de formas simples y
bellas. Su superficie era lisa, a excepción de unas profundas ranuras que descendían por el centro,
convergiendo en un punto. Y en ese punto descubrió una inscripción. Una leyenda que le dejó perplejo:
Ya eres un hombre Pi.
No hubo tiempo para una segunda lectura del jeroglífico. La niebla, al tocar el techo de la cripta, irrumpió como
un tornado en el hueco creado sobre el túmulo, envolviendo al aterrorizado iuranchiano. Y, al unísono, unos
familiares y felinos ojos de color ámbar rompieron el blanco caos. Y las fauces de Anubis se cerraron sobre la
mano izquierda de Sinuhé, arrastrándole entre la niebla.


Su último recuerdo, antes de perder la conciencia, fue una turbadora sucesión de sensaciones: el galgo-chacal
volando o flotando a su izquierda -tirando de él como una pluma-; aquel frío lacerante y, finalmente, la
implacable aproximación al cuadrado de yeso blanco que había tenido oportunidad de ver y palpar junto a los
cuatro remos-antorchas de cristal....Después, al producirse el choque con dicho cuadrado, oscuridad. Sólo
oscuridad...
134

Varias figuras te rodeaban cuando, al fin, abrió los ojos. Sinuhé, con la mente en blanco, no supo qué hacer ni
qué decir. No tenía conciencia de si había muerto o si acababa de despertar de una pesadilla. Aquellos
hombres, ataviados con largas y blancas túnicas de lino, formaban un círculo tan cerrado en torno suyo que le
era imposible precisar dónde se hallaba. Uno en especial, ligeramente inclinado hacia él, le impresionó. A
diferencia de los otros seis individuos, éste sobresalía por su enorme estatura -quizá alcanzase los dos metros
y medio- y por el color de su piel: ¡era negro!
Tendido de espaldas sobre un suelo rojizo, impecablemente pulido y brillante, fue tentando sus ropas, ante la
implacable y silenciosa presencia de sus observadores. Sus pantalones, al igual que la camisa, se hallaban
secos. Y aquella sensación le trajo a la memoria el hielo de la niebla que había terminado por sepultarle en la
cámara sepulcral de Tutankhamon. Al instante, encadenada al resto de las vivencias: los ojos ambarinos y las
fauces de Anubis y el cuadrado de yeso...


Incomprensiblemente, aquel agotamiento de muerte se había extinguido. Ahora se sentía bien. Los síntomas
de congelación habían desaparecido y aquellos sus primeros y tímidos movimientos parecían normales. Sin
embargo, abrumado por el cerco, no hizo intento alguno por incorporarse. No sabía quiénes eran aquellos
seres ni tampoco sus intenciones. Y, temeroso, fue paseando la mirada sobre sus rostros y atuendos.
En una fugaz inspección -debido quizá a la luz rojiza que llenaba el lugar-, Sinuhé dedujo equivocadamente
que aquellos hombres, a excepción del negro y de otro de faz blanca, eran de color rojo. Este contraste aún le
turbó más. Algunas facciones le recordaron a las de los chinos y esquimales. El negro, en cambio, presentaba
los rasgos típicos de esta raza: labios gruesos y prominentes, nariz achatada y cabello ensortijado. En cuanto
al blanco, su cabeza -totalmente rasurada- podría haber sido la de cualquier sacerdote del antiguo Egipto: piel
ligeramente tostada y reluciente, quizá por el efecto de algún aceite graso, ojos negros y penetrantes, y
pómulos altos y.afilados. Sus orejas, pequeñas y bien construidas, presentaban unos lóbulos perforados con un
agujero circular.
Lo que definitivamente vino a inquietarle, poniéndole en guardia, fue el descubrimiento -en el pecho de cada
uno de los siete personajes-de un mismo emblema. Una figura que le resultó familiar: se trataba de aquel ser
de cabeza cuadrada y grandes ojos circulares, situado bajo el signo de la letra griega pi. El mismo que
aparecía en el altorrelieve de su desaparecida sortija de oro y que había tenido ocasión de contemplar en las
cuencas de la no menos enigmática calavera negra, en la playa...
¿Quiénes eran aquellos hombres? ¿Por qué lucían este escudo?
¿Qué representaba?
Como si hubiera captado sus pensamientos, uno de los atentos observadores -el de cabeza rasurada- se
arrodilló junto a Sinuhé. Y éste, receloso, se incorporó ligeramente, apoyando sus codos sobre el suelo. Pero el
lustroso rostro del que acababa de arrodillarse se transformó súbitamente. Una amplia y sincera sonrisa iluminó
su faz y llevando su dedo índice derecho hacia el emblema circular, le habló en un tono cálido y amistoso:
-No temas, Sinuhé. Éste es el signo de los hombres Pi...


Boquiabierto, miró a su interlocutor, desviando después sus ojos hacia cada uno de los presentes. Y todos, a
un tiempo, apoyaron las palabras de su compañero con un afirmativo movimiento de cabeza.
-¿Los hombres Pi? -acertó a exclamar-. Pero, entonces...
El único que había hablado hasta ese momento mantuvo su sonrisa y, tendiéndole sus manos, se incorporó,
invitando así al investigador a erguirse con él. Sinuhé aceptó con reparos. Pero el hombre, acentuando su
sonrisa, trató de ganar su confianza.
Después de tantas amarguras, sorpresas y peligros, el iuranchiano seguía desconfiando. Aquel recelo se hizo
más acusado cuando, al ponerse en pie, descubrió el verdadero color de los que le rodeaban...
Asustado, retiró sus manos. Y el hombre de piel blanca que le había ayudado, comprendiendo la confusión de
Sinuhé, guardó silencio. Y los siete misteriosos personajes, con sus brazos.desmayados a lo largo de las
túnicas, dejaron que el recién llegado saciara su curiosidad.
Como un niño, fue situándose frente a cada uno de los hombres que le rodeaban, estudiándolos y verificando
que no se hallaba ante un sueño. A pesar de la luz rojiza que llenaba el ambiente, uno de aquellos seres era
verdaderamente de color rojo. El cabello negro y lacio y la nariz aguileña, juntamente con el tinte de la piel, le
recordó a los indios americanos. El segundo y el tercero, en cambio, eran sumamente extraños. Sus rostros y
manos -únicas partes visibles de sus cuerpos- eran naranja y verde, respectivamente.
¿Hombres de color naranja y verde?, se preguntó sin poder dar crédito a lo que, evidentemente, tenía ante sí.
Ambos eran de una talla similar a la suya y sus ojos, al igual que los de sus compañeros, seguían los
movimientos del investigador con una divertida calma. Las facciones de estos últimos resultaron irreconocibles.
No encajaban en ninguno de los fenotipos raciales que él recordaba. Sólo la profunda y negra mirada del verde
y el brillo aceitunado de su piel le trajeron a la memoria el recuerdo de los hermosos ojos de los hindúes y un
cierto parecido a la tez de algunos pueblos de la Polinesia. El color del hombre naranja, en cambio, le resultó
tan ajeno como fascinante. Su perfil era extremadamente fino y delicado, casi como el de una doncella. Era el
único, a excepción del calvo, que presentaba un cabello albino.


Después, con idéntica curiosidad, dio un paso hacia el cuarto humano -aunque esta calificación no aparecía
excesivamente clara en la confusa mente de Sinuhé-, ratificando su primera impresión: la que había recibido
cuando se encontraba tendido.
135

Aquel ser, algo más bajo que los anteriores y de piel amarilla, ofrecía las características de las razas asiáticas
orientales. Lucía un poblado y azabache bigote, ojos rasgados, frente breve y pómulos japónicos. En realidad,
hubiera podido ser confundido con un mongol o quizá con un chino...
Sinuhé apenas si se detuvo ante la gigantesca envergadura del negro. Entre asustado y tímido, levantó
fugazmente sus ojos hacia lo alto de aquellos dos metros y medio pero, aunque la mirada del gigante sehallaba dominada por la piedad, pasó al punto al sexto observador. Éste, de piel azulada, era el más bajo.de
todos. Quizá no superase el metro y sesenta centímetros.
Bajo la túnica se adivinaba una constitución tan musculosa como las del amarillo, negro y rojo. La cabeza, de
forma ligeramente ovalada y muy recogida, sobresalía sobre un cuello ancho y fuerte como el de un toro. Y sus
rasgos fueron asociados de inmediato con los de los esquimales.
Concluido el examen, se volvió hacia el único blanco -el que parecía el jefe o portavoz de aquel extraño
cónclave- y, señalando el lugar con un vago gesto de sus manos, le preguntó:
-¿Dónde estoy?
-Esta era la cámara acorazada de IURANCHA...
Y abriéndose paso entre sus compañeros, le mostró el recinto.


Al abrir el círculo, Sinuhé descubrió que había ido a parar a un extraño habitáculo en forma de prisma
hexagonal de altísimos muros. Las seis paredes que formaban el hexágono, así como el suelo y quizá el techo
-aunque éste se encontraba tan distante que resultaba difícil precisar-, habían sido fabricados con una aleación
desconocida, parecida al oro, aunque de una tonalidad rojiza. La cámara acorazada -como la había
denominado el blanco-, a pesar de su brillante desnudez, resultaba acogedora.
Sinuhé dio un corto paseo, aproximándose a uno de los muros.
Lo tocó con curiosidad y, al sentir su tersura y dureza, se vio asaltado por una peregrina idea. Pero no tardó en
arrinconarla.
Era demasiado fantástica... Si en aquel momento hubiera acertado a mirar al hombre de rostro brillante, habría
notado en él la confirmación a dicho pensamiento. Pero el miembro de la Escuela de la Sabiduría, cuyo recelo
inicial iba dejando paso a una lenta pero firme confianza y a una excitante curiosidad, se hallaba fascinado por
otro descubrimiento. En el centro geométrico del hexágono se levantaba una pequeña columna de mármol
blanco, de apenas treinta centímetros de diámetro y metro y medio de altura. Aparecía coronada por una
lámina del mismo metal que cubría el resto de la cámara.
Volviéndose hacía el grupo de hombres que continuaba próximo a uno de los muros, señaló la columna,
interrogándolos con la mirada.
El blanco, seguido muy de cerca por los seis hombres de color, dio entonces unos pasos hacia el investigador.
Al llegar junto a.él, sus manos fueron a posarse sobre la rojiza y brillante plataforma circular que remataba la
columna. Y una sombra de tristeza oscureció su mirada. En ese instante, al reparar en sus huesudas y largas
manos, Sinuhé, hipnotizado, fue incapaz de separar sus ojos de uno de los dedos del enigmático personaje...
El hombre blanco, comprendiendo la sorpresa de Sinuhé, extendió entonces su mano derecha hacia él,
invitándole a examinar el sello existente en el dedo anular y que tanto había impresionado al iuranchiano. Sin
disimular su emoción, tomó la mano entre las suyas, comprobando que, en efecto, se trataba del símbolo o
emblema de su Orden: una serpiente roja, enroscada entre dos ojos...


No fue preciso que formulara pregunta alguna. El portador de aquel marfileño anillo se adelantó a sus
pensamientos, diciéndole:
-Querido hermano Sinuhé, sabemos que son muchas las dudas que asaltan tu corazón. Pero, antes de
explicarte por qué llevo el sello de la Escuela de la Sabiduría (nuestra Orden) y de hablarte de esta columna,
permíteme que, en beneficio de una mejor comprensión, deje ambos asuntos para el final...
Las cálidas palabras de su interlocutor y el increíble hallazgo del escudo de la Logia secreta en aquel perdido
lugar, infundieron en Sinuhé una fuerza y una paz insospechadas. Y abriendo su alma, se dispuso a escuchar
lo que presentía como una importante información en aquel enloquecedor rompecabezas.


-Hace ahora mucho tiempo -prosiguió su hermano de Orden, situando de nuevo sus manos sobre la lámina
rojiza de la columna-, más o menos 200 000 años de IURANCHA, hombres leales a Micael, nuestro Soberano,
se vieron obligados a huir de Dalamachia, la ciudad fundada por Caligastía, el entonces príncipe planetario de
nuestro mundo. Como sabes, por aquellas fechas se registró en el sistema de Satania (regido por Lucifer) una
rebelión que arrastró a 37 planetas, entre ellos el nuestro. Y las fuerzas expedicionarias llegadas a IURANCHA
300 000 años antes, con Caligastía y su estado mayor, se dividieron. La mayor parte secundó los propósitos de
Lucifer y Satán, su lugarteniente, y la Tierra fue puesta en cuarentena,.sufriendo una histórica paralización en
su natural desarrollo.

 

        Regresar    -    Continuar...