| 
			 
			 
  
			
			 
			QUINTA 
			PARTE 
			SOBRE ALGUNAS 
			SEMICERTIDUMBRES MARAVILLOSAS 
			 
  
			
			  
			
			CAPÍTULO PRIMERO 
			LA UNIÓN LIBRE 
			DEL SABER Y DEL HACER 
			 
			Fin del viaje: a caballo sobre algunas certidumbres. - La ciencia y 
			la tecnología pueden ser dos actividades sin ligamen ni relación; es 
			decir, contradictorias. - Esta comprobación ilumina nuestro tiempo y 
			el pasado. - Abundancia de pruebas. - Una ojeada sobre el mundo 
			animal. - Los cálculos justos y las ideas falsas de los astrónomos 
			babilonios. - Genio e impotencia de los griegos. - El Imperio de los 
			ingenieros. - Sobre el progreso de los mogoles. - Humanizar el 
			futuro, rehumanizando los milenios enterrados. 
			
			 
			Hemos galopado mucho a lomos de lo interrogantes. Algunos de éstos 
			eran vigorosos. Otros aparecían un poco desalentados. Pero en las 
			postas hay que tomar lo que se encuentra. Lo importante, para el 
			embellecimiento de la vida, es viajar. He aquí nuestra última etapa. 
			Ahora hemos encontrado algunas certidumbres, que son monturas de 
			otra clase. Son jóvenes y muy nerviosas. Procuraremos tener la 
			espuela ligera. 
			
			 
			La arqueología oficial hizo grandes progresos en Creta y, 
			recientemente, importantes descubrimientos en Turquía. Cabalguemos 
			en estas certidumbres y, de vez en cuando, espoleemos a la montura 
			con algunas de nuestras absurdas preguntas. Pero, ¿son realmente tan 
			absurdas? Tal vez un día, cuando algunas de las ideas o de las 
			hipótesis que flotan en nuestros toscos libracos engendren 
			vocaciones, alcanzarán aquéllas la dignidad de un método. 
			
			 
			Llevamos, por ejemplo, en nuestras alforjas, una idea que, a nuestro 
			modo de ver, merece alguna consideración. Podría servir muy bien 
			para una comprensión más exacta del pasado y aun del presente. Ya 
			veréis cómo la empleamos en los próximos capítulos, al hablar del 
			mito de Dédalo y de los refinamientos de las recién desenterradas 
			ciudades de Çatal Huyuk.  
			
			  
			
			La idea es ésta:  
			
				
				cada vez que se descubren 
			señales de técnica avanzada el tiempos muy antiguos, se produce un 
			movimiento de estupor. Incluso de contrariedad. Es algo -se piensa- 
			difícil de admitir, dada la presunción de que la ciencia de la época 
			era infantil y falsa. Sólo un conocimiento exacto de las leyes 
			permite la aplicación de la ciencia. Dicho de otro modo: parece que 
			una civilización para ser técnica, tiene que ser científica. 
				 
			 
			
			Nuestra 
			idea rechaza este principio. Rechaza, pues, el estupor y la 
			contrariedad en presencia de vestigios técnicos.  
			
			  
			
			Expulsa de la mente 
			el principio-tabú que le impide seguir aquellas pistas. Pensamos, en 
			efecto, que no siempre y necesariamente existe, en una civilización 
			dada, una relación entre realización técnica y conocimiento general. 
			Aunque esta civilización sea la nuestra. Este modo de ver es, 
			ciertamente, desconcertante. Sin embargo, nos parece de acuerdo con 
			la realidad. 
			
			 
			Es, propiamente hablando, del orden del descubrimiento, y este 
			descubrimiento puede servir para una mejor comprensión de nuestro 
			tiempo y de los tiempos enterrados. 
			 
			Toda nuestra educación escolar, organizada y orientada por 
			filósofos, hombres de mentalidad literaria y pedagogos, tiende a 
			persuadirnos de que la técnica es un producto derivado de la 
			ciencia. El sabio descubre los principios, y el técnico se sirve de 
			ellos para realizaciones prácticas. Según este esquema convencional, 
			el progreso arranca de los hombres que tuvieron grandes 
			conocimientos generales, como Euclides, Descartes, Newton, Fresnel, 
			Maxwell, Plank y Einstein; y el papel de las inteligencias tipo 
			Arquímedes, Roger Bacon, Galileo, Marconi o Edison se reduce a sacar 
			deducciones del conocimiento fundamental de las leyes del Universo. 
			 
			
			  
			
			Hay que empezar por la comprensión, y continuar con la acción. Pero 
			semejante esquema, sobre el que se apoya toda la reflexión 
			contemporánea, y, por ende, toda nuestra manera de estudiar el 
			pasado, no corresponde a la realidad. 
			
			  
			
			Generalmente, la mayoría de 
			las grandes construcciones del genio científico no han dado lugar a 
			ninguna transformación del medio material en que vivimos, ni 
			contribuido a ningún progreso material, ni al dominio del hombre 
			sobre la Naturaleza.  
			
			  
			
			En cambio, la mayoría de las etapas del 
			progreso técnico, que han conducido a nuestro dominio actual de los 
			fenómenos naturales, son resultado de actuaciones sin el menor 
			alcance filosófico, efectuadas la mayoría de las veces por hombres 
			carentes de verdadera cultura científica y que han realizado grandes 
			cosas, no porque fuesen sabios, sino porque no lo eran lo bastante 
			para saber que tales cosas eran imposibles.  
			
			  
			
			El «cientifismo» 
			aristocrático, que prevalece en el esquema convencional, no 
			corresponde en absoluto a la realidad dinámica. 
			
			 
			Con frecuencia, el hombre hace, antes de conocer las leyes que 
			explicar correctamente los resultados que obtiene. Y el hecho de que 
			atribuya estos resultados a los Dioses, no implica que lo que hace 
			sea forzosamente mítico. Los altos hornos funcionaron mucho antes 
			del nacimiento de la química industrial.  
			
			  
			
			Antiguamente, se hundía una 
			espada calentada al rojo en el cuerpo del prisionero sacrificado. Se 
			imaginaban que las virtudes de la víctima templaban el acero. En 
			realidad, el nitrógeno orgánico producía este efecto. El 
			procedimiento era mágico; pero la técnica era correcta.  
			
			  
			
			Cuando 
			Fausto niega la prioridad al Verbo y, después, al Pensamiento, y se 
			decide a escribir: «A1 principio era la Acción», empieza su 
			aventura, se agitan «los espíritus en el pasillo» y entra Mefistóteles disfrazado de estudiante... De la misma manera, unos 
			hombres de civilizaciones desaparecidas, disfrazados de sumos 
			sacerdotes, con una mentalidad irracional y una visión absurda del 
			Universo, pudieron realizar proezas técnicas que desafían nuestra 
			comprensión y desbaratan nuestros cálculos.  
			
			  
			
			La solución no radica en 
			la negativa a considerar el problema, ni en la mística del paraíso 
			perdido, de los Dioses presentes en el principio y de los 
			Atlantes 
			de conocimiento absoluto. Y, aunque lleguemos a suponer (suposición 
			lícita, a nuestro modo de ver) que hubo visitas de «Grandes 
			Galácticos» en la noche de los tiempos, éstos no transmitieron, sin 
			duda, una ciencia intraducible, sino procedimientos, trucos, juegos 
			de manos, que conocieron diversa suerte, a través de unos mares de 
			olvido, de ignorancia, de indiferencia al saber. 
			 
			Echemos un nuevo vistazo a nuestro propio tiempo.  
			
			  
			
			¡Cuán poco espacio 
			ocupa la pasión del saber! ¡Y qué extensión más grande el afán y la 
			necesidad de saber hacer! Nuestro mundo técnico seguiría su marcha 
			ascensional durante años, durante siglos, aunque toda nuestra 
			ciencia se detuviese mañana en el punto alcanzado, y aunque se 
			olvidasen los principios generales. 
			
			 
			La ciencia intervino muy tardíamente en la técnica, y no sin 
			encontrar resistencia, pues la impaciencia del hacer tolera mal los 
			engorros del saber. Desde luego, el conocimiento de las leyes de la 
			Naturaleza permite actuar sobre ésta. La ciencia delegó sus poderes 
			en los prácticos, en ingenieros científicamente instruidos. Pero la 
			acción sobre la Naturaleza demuestra, a veces, que aquel 
			conocimiento es falso, o insuficiente, o más sencillamente, 
			indiferente.  
			
			  
			
			El inventor no pertenece al mundo de las leyes, sino al 
			de los actos. No es una mente ilustrada. Es una mente inflamada por 
			la voluntad de poder inmediato. Su fuego interior le impulsa a 
			triunfar, con independencia de que la Ciencia considere realizable o 
			irrealizable su proyecto.  
			
			  
			
			El profesor Simon Newcomb demuestra 
			matemáticamente, a fines del siglo XIX, que el vuelo de un objeto 
			más pesado que el aire es una quimera. Dos reparadores de 
			bicicletas, los hermanos Wright, construyen un avión. A principios 
			del siglo XX, Hertz está convencido de que sus ondas no pueden 
			servir para transmitir un mensaje a larga distancia. Un italiano 
			ingenioso y sin títulos académicos, Marconi, establece las primeras 
			comunicaciones inalámbricas.  
			
			  
			
			Lo que ocurre es que confundimos con la 
			ciencia las realizaciones de este tipo especial de mentalidad que 
			tan pronto sigue la corriente del conocimiento como navega contra 
			ella. Y, en nuestra época actual, el impulso fáustico, en cuanto ha 
			sido reanimado por la ciencia pura, sumerge a ésta, la envuelve y la 
			asfixia entre sus olas. La imagen del «gran sabio», que resplandeció 
			durante un siglo, está perdiendo consistencia.  
			
			  
			
			El gran sabio 
			pertenece a una especie cada día más rara. Arrastrado por la ola, o, 
			más estúpidamente, por los deberes administrativos, este tipo de 
			hombre, que se entregó a una vocación casi religiosa en favor de la 
			inteligencia pura, justamente orgulloso de su saber, absorto en 
			ideas generales, preocupado por las consecuencias de su trabajo, 
			está quedando anticuado.  
			
			  
			
			Por otra parte, es significativo que, en la 
			actualidad, se sustituya la palabra «sabio» por la de 
			«investigador». Lo cual no es efecto de la modestia. Lo que ocurre 
			es que el «investigador» pertenece ya a otra raza, más estrechamente 
			especializada y orientada por entero hacia el saber hacer. 
			
			 
			Nosotros vemos una homogeneidad del saber y el hacer, de la ciencia 
			y la técnica, siendo así que lo que hay es coexistencia, 
			superposición y, a veces, antinomia. 
			
			 
			Los físicos experimentales afirman de buen grado, en privado, que 
			las vastas síntesis de la física teórica no tienen para ellos la 
			menor utilidad práctica. Los propios técnicos os dirán que las más 
			formidables instalaciones nucleares representan, sobre todo, un 
			triunfo del ingenio artesano; que son fruto de miles y miles de 
			pequeños «trucos» agrupados por la experiencia y sin relación alguna 
			con las teorías fundamentales.  
			
			  
			
			Cierto que tienen que confesar que su 
			campo fue, en un principio, explorado por unos teóricos cuyos 
			trabajos no pueden ignorarse. Y aquí reside, quizás, una gran 
			novedad de nuestro siglo: que, para ser técnico, había que ser 
			también un poco sabio. Esta relación es un hecho nuevo en la 
			Historia, constituye una originalidad. Pero esta originalidad no 
			podría fundar una ley general.  
			
			  
			
			Los partos tecnológicos no requieren, 
			como condición necesaria, el previo apareamiento de las dos 
			actividades de la mente. Incluso en nuestra civilización, es ésta 
			una unión muy libre, con sus rabietas, sus escapatorias y sus 
			engaños. Tal vez se necesitaría una transformación de la mentalidad 
			humana, comparable a la realizada por los griegos hace veinticinco 
			siglos, para que nazca una nueva forma de conquista del Universo que 
			una estrechamente el conocimiento a la acción. 
			
			 
			Sin embargo, aquel esquema está tan profundamente arraigado en 
			nosotros, que decimos de buen grado que nuestra civilización es 
			científica. Y, en realidad, es tecnológica. No está en modo alguno 
			gobernada por las virtudes del espíritu científico. Son los afanes 
			del demonio del saber los que llevan la voz cantante.  
			
			  
			
			Tenemos 
			sociedades de managers y de ingenieros, de burócratas y de policías, 
			en las que el empirismo rige las cosas y los hombres, con 
			justificaciones ideológicas muy vagas, muy dudosas, y con peticiones 
			de principio cuyo carácter relativo nadie ignora. Una sociedad 
			regida por la Ciencia sigue siendo una utopía. No; el hacer no es, 
			en circunstancia alguna, una recompensa del saber. Y nuestra visión 
			de la historia de la mente se ve falseada por esta creencia. 
			
			 
			El Renacimiento, por ejemplo, no es un fruto rápidamente madurado 
			por una súbita luz. Cierto que la imprenta, la brújula, la pólvora, 
			aparecen aproximadamente en el momento en que renace la ciencia 
			fundamental, después de un eclipse de casi quince siglos; pero la 
			contribución de la ciencia a los inventos y a los descubrimientos es 
			absolutamente nula. La brújula no nació de la aplicación de las 
			leyes del electromagnetismo, sino todo lo contrario. Los grandes 
			navegantes españoles y portugueses precedieron en cuatro siglos a Ampère y a Maxwell. Descartes concretó las leyes de la óptica mucho 
			tiempo después de que Galileo fabricase su primera lente y 
			descubriese las montañas de la Luna, los satélites de Júpiter y las 
			fases de Mercurio y de Venus. 
			
			 
			El ejemplo más impresionante del distanciamiento entre la Ciencia y 
			la técnica es la obra de Newton. este es sin duda con Einstein el 
			genio más grande de los tiempos modernos. Sus trabajos inspiraron 
			durante tres siglos, el conocimiento de las leyes del Universo.  
			
			  
			
			Pero 
			sería imposible citar una sola aplicación práctica de sus 
			descubrimientos hasta el lanzamiento del primer Sputnik. Nada habría 
			cambiado desde el siglo XVIII, en la conquista de la Naturaleza por 
			el hombre, si las leyes de la gravitación hubiesen permanecido 
			envueltas en la ignorancia. Ni la máquina de vapor (inventada mucho 
			antes de que Carnot formulase su teoría), ni la electricidad, ni la 
			química, les deben nada. 
			
			 
			Cuando uno piensa en todo esto se siente turbado. Los más fecundos 
			inventores modernos, los que más han contribuido a cambiar el mundo, 
			Denis Papin, Watt, Edison, Marconi, Armstrong, De Forest, Tesla, 
			George Claude, los hermanos Lumière, no eran lo que se ha convenido 
			en llamar sabios. Habríamos podido vivir lo mismo que vivimos hoy, 
			sobre un sondo teórico diferente sobre una visión del Universo y 
			unos conceptos fundamentales no científicos, irracionales o 
			religiosos.  
			
			  
			
			A fin de cuentas, el nazismo era una filosofía mágica 
			absurda, y su técnica estuvo a punto de conquistar el mundo. A fin 
			de cuentas, nuestro racionalismo y nuestro materialismo son también 
			opciones ideológicas, más que productos del espíritu de verdad. A 
			fin de cuentas, el evolucionismo, sobre el que se apoya todo nuestro 
			concepto del progreso, es un cuento de hadas. 
			
			 
			Todo lo que llevamos dentro se rebela contra estas comprobaciones. 
			Quisiéramos que las 
			realizaciones fuesen recompensas de lo que tenemos por nuestro más 
			noble deseo: el deseo de la verdad. Por esto queremos negar a 
			nuestros antepasados la posibilidad de hacer; porque vivían en un 
			profundo alejamiento de las verdades.  
			
			  
			
			Y cuando descubrimos la 
			calefacción central en las ciudades antiguas, nuestra sorpresa tiene 
			un matiz de angustia. Es nuestro mundo mental que se tambalea. Los 
			pequeños tenedores de madera, surgidos de la Prehistoria, pinchan 
			nuestra mente.  
			
			  
			
			El robot de Tales, de las costas de Creta, nos 
			lapida. Los constructores de Stonehenge son nuestros enemigos. 
			Dédalo nos hace dudar de nosotros misinos. El calendario maya 
			perturba nuestras constelaciones mentales. y, sin embargo, cuando 
			pensamos en la Ciencia y en la técnica, un solo vistazo a la 
			Naturaleza debería desengañarnos. No hay un solo descubrimiento 
			útil, transformador de nuestro mundo, que no haya sido realizado 
			anteriormente por el mundo animal. La jibia y ciertos insectos 
			esténidos se propulsan por reacción. La avispa fabrica papel.  
			
			  
			
			El pez 
			torpedo dispone de condensadores fijos, de pilas y de interruptores 
			de corriente eléctrica. Las hormigas practican la ganadería y la 
			agricultura, y tal vez conocen el uso de los antibióticos. El pez Gymnarcus niloticus lleva, cerca de la cabeza y de la cola, 
			generadores de tensión y aparatos capaces de apreciar ínfimos 
			gradientes eléctricos. El demonio del hacer juega todas las cartas y 
			circula misteriosamente a través de toda la Naturaleza y, sin duda 
			alguna, de todos los hombres de todos los tiempos. 
			 
			El prestigio de la ciencia astronómica de los babilonios se mantiene 
			después de tres milenios. En efecto, no cabe duda de que, en cierto 
			sentido, esta ciencia fue muy lejos, más lejos que la de los 
			griegos, e incluso, en ciertos terrenos, que la moderna astronomía 
			hasta el siglo pasado. Hace más de dos docenas de siglos que Kidinnú 
			calculó el valor del movimiento anual del Sol y de la Luna con una 
			precisión que sólo fue superada en 1857, cuando Hensen obtuvo cifras 
			con un error menor a tres segundos de arco. El error de los 
			resultados de Kidinnú no superaba los nueve segundos. 
			
			 
			Más extraordinaria aún es la precisión del cálculo de los eclipses 
			lunares por el propio Kidinnú. Los actuales métodos de cálculo, 
			perfeccionados en 1887 por Oppolzer, suponían un error de siete 
			décimas de segundo de arco por año en la determinación del 
			movimiento del Sol. el cálculo de Kidinnú se aproximaba más a la 
			realidad... ¡en dos décimas de segundo!  
			
			  
			
			Toulmin y Goodfiels, en un 
			curso que dieron en 1957 en la Universidad de Leeds, no ocultaron su 
			admiración por el viejo astrónomo de Mesopotamia. 
			
				
				«Que una tal exactitud -escribieron- pudiese alcanzarse sin 
			telescopio, sin reloj, sin los impresionantes aparatos de nuestros 
			modernos observatorios y sin matemáticas superiores, parecería 
			increíble si no recordásemos que Kidinnú disponía de archivos 
			astronómicos que abarcaban un período mucho más largo que el de sus 
			sucesores de nuestro tiempo.» 
			 
			
			¿Diremos que Kidinnú y sus colegas eran grandes astrónomos? ¡No! Por 
			muy sorprendente que parezca, sus conocimientos astronómicos eran 
			prácticamente nulos. No alcanzaban, ni con mucho, el nivel de los de 
			un niño de nuestras escuelas primarias. Kidinnú y los otros 
			«astrónomos» babilonios creían que los planetas eran divinidades.  
			
			  
			
			No 
			tenían la menor idea de las dimensiones del cielo: y la idea misma 
			de distancia espacial, aplicada a la Luna, al Sol o a Marte, les 
			habría parecido absurda, escandalosa, sacrílega, como les parecería 
			a nuestros teólogos modernos cualquier cálculo trigonométrico del 
			movimiento de los ángeles o de la distancia que separa el Cielo del 
			Purgatorio. 
			 
			Los astrónomos, que durante siglos y más siglos observaron el 
			movimiento de los planetas desde lo alto del Gran Zigurat, eran 
			verdaderos ingenieros en teología. Este Gran Zigurat, cuyas 
			colosales ruinas producen aún, justificadamente, una especie de 
			estupor sagrado en el hombre del siglo XX, no tenía nada de 
			observatorio, y sólo una ceguera psicológica nos inclina a darle 
			este nombre.  
			
			  
			
			Nos acercaríamos más a la verdad si lo imaginásemos 
			como una gigantesca sacristía, dotada de una oficina de estudios. 
			Por lo demás, los textos «astronómicos» babilónicos reflejan 
			perfectamente los conceptos básicos en que se apoyaban los 
			admirables cálculos de Kidinnú. 
			
				
				«Entonces, Marduk (el Dios supremo) creó reinos para los Grandes 
			dioses. Trazó su imagen en las constelaciones. 
				
				 »Fijó el año y definió sus divisiones, atribuyendo tres 
			constelaciones a cada uno de los doce meses. 
				
				 »Cuando hubo definido los días del año por las constelaciones, 
			encargó a 
				Nibiru (el Zodíaco) que las midiese todas (... ) y situó 
			el Zenit en el centro. Hizo a la Luna brillante señora de las 
			tinieblas, y le ordenó que habitase la noche y marcase el tiempo. 
			Mandó que su disco aumentase, un mes tras otro, incesantemente: 
				
				 »Al comenzar el mes... brillarás durante seis días como un arco 
			creciente, y como medio disco al séptimo día. En el plenilunio, a la 
			mitad de cada mes, te hallarás en oposición al Sol. 
				
				 »Cuando te alcance el Sol, en el Este, sobre el horizonte, te 
			encogerás y formarás un creciente invertido... Y el día vigésimo 
			noveno, volverás a estar en línea con el sol»  
				
				(Fragmentos del texto 
			sagrado del 
				
				Enuma Elish.). 
			 
			
			Y así sucesivamente para los planetas, el movimiento del Sol en el 
			Zodíaco, etcétera. El hombre moderno se siente inclinado, por sus 
			invencibles ilusiones realistas, a interpretar estos textos como 
			ficciones literarias, destinadas a vestir de un modo elegante unos 
			hechos cuyo carácter material era perfectamente conocido por los 
			calculadores del Gran Zigurat. 
			
			  
			
			No puede creer que unos cálculos tan 
			perfectos pudiesen ser realizados por hombres para quienes la Luna, 
			Venus, Marte y todos los astros fuesen realmente Dioses. Pero existe 
			un texto antiguo, perfectamente claro, que no deja lugar a dudas 
			sobre la prodigiosa ignorancia de los astrónomos babilonios. 
			
			 
			Allá por el año 270 antes de J. C., Beroso, de quiera hemos hablado 
			ya a propósito de los Akpallus, emigró a la isla de Cos, en el 
			Dodecaneso, y enseñó allí la ciencia de su país. Su enseñanza no 
			cayó en saco roto, y, doscientos años más tarde, el romano Vitrubio 
			hizo un resumen de ella, que ha llegado hasta nosotros.  
			
			  
			
			Según Beroso, 
			heredero de dos mil años de astronomía babilónica, la Tierra era 
			plana, el Sol la sobrevolaba a altura constante y lo propio hacía la 
			Luna, aunque a más baja altura. Ésta tenía una cara luminosa y una 
			cara oscura, y giraba sobre sí misma, de una manera tan ingeniosa 
			que explicaba sus variaciones mensuales, pero tan extraña que, en el 
			momento; del plenilunio, ¡daba su cara oscura al Sol! Desde luego, 
			la Luna y el Sol tenían que ser forzosamente Dioses, porque, después 
			de desaparecer todas las noches por el horizonte occidental, 
			reaparecían al día siguiente por Oriente, gracias a un milagro que 
			sólo el gran Marduk podía explicar.  
			
			  
			
			Pero Beroso no dejó por ello de 
			impresionar a los griegos (que conocían desde hacía tiempo la 
			redondez de la Tierra y, a grandes rasgos, las configuraciones 
			celestes), por la fantástica precisión de sus efemérides y de sus 
			predicciones de eclipses. Los griegos eran sabios. Beroso era un 
			técnico. Los trabajos prácticos de los astrónomos babilonios no 
			requerían ningún conocimiento teórico y no han dejado rastro alguno 
			de una sabiduría de esta clase. 
			 
			El abismo que separa la Ciencia de la técnica se pone aún más de 
			manifiesto si recordamos que, en la época en que Beroso llega a Cos, 
			Aristarco de Samos había descubierto ya la rotación de la Tierra 
			sobre sí misma, su revolución anual alrededor del Sol, y las 
			inmensas dimensiones que, partiendo de este último fenómeno, había 
			que atribuir al espacio sideral.  
			
			  
			
			Pero no había ninguna necesidad 
			técnica (aquí, teológica) que obligase a Aristarco a prever los 
			eclipses con un error de una décima de segundo de arco. Le bastaba 
			con saber cómo ocurrían las cosas y cómo podían explicarse las 
			apariencias, según había dicho Platón. 
			
			 
			Por otra parte, la aventura intelectual de los griegos ilustra en 
			cierto sentido el desarrollo independiente de la Ciencia y de la 
			técnica, pues ellos, que fueron los primeros auténticos hombres de 
			Ciencia, consideraron siempre la técnica como una habilidad propia 
			de bárbaros y de esclavos, al menos hasta Arquímedes, cuyo genio 
			revolucionario es tanto el de un ingeniero como el de un sabio.  
			
			  
			
			Si 
			los griegos fueron los primeros hombres de la Historia que 
			vislumbraron la verdadera naturaleza del universo material y el 
			orden natural que lo organiza -la palabra Cosmos, que ellos nos 
			legaron, es, ante todo, un adjetivo que significa hermoso, elegante, 
			ordenado-, si fueron los primeros en comprender la situación, a la 
			vez predominante y modesta, del hombre en el seno de esta máquina 
			enorme, no les debemos, en cambio, ninguno de los grandes inventos 
			realizados en su época.  
			
			  
			
			Cuando Arquímedes comprendió, al fin, que la 
			auténtica Ciencia debía tener también el aspecto artesano de la 
			experimentación, era ya demasiado tarde: como se sabe, Arquímedes 
			fue asesinado por un soldado del victorioso ejército romano. Con los 
			romanos, la técnica volvió a remplazar a la Ciencia. 
			 
			Hemos citado a Vitrubio, a quien los diccionarios dan el título de 
			arquitecto, porque él mismo se daba este nombre. Pero, en realidad, 
			el arquitecto romano era un auténtico ingeniero, como lo fueron 
			después los arquitectos italianos del Renacimiento. 
			
			 
			El arquitecto romano Sergius Orata, contemporáneo de Julio César, 
			realizó la calefacción central indirecta, en la forma que está 
			actualmente más de moda: por el suelo. Los ingenieros romanos y 
			galorromanos multiplicaron, hasta el final del Imperio, los pequeños 
			inventos que transforman la vida cotidiana (como, por ejemplo, los 
			cristales (de las ventanas), sin apelar al menor conocimiento} 
			científico.  
			
			  
			
			Este progreso técnico se desarrolló sobre un fondo de 
			ignorancia científica total. En los tiempos de Augusto, los 
			escolares seguían aprendiendo los teoremas de la geometría de Euclides pero ya no se les enseñaban las demostraciones... Pues, 
			¿qué utilidad tenía aprender la demostración, «si Euclides la había 
			hecho ya»?  
			
			  
			
			Este pequeño detalle nos muestra, mejor
			que otro cualquiera, hasta qué punto el genio romano, tan fecundo en 
			el arte de transformar la Naturaleza, se había aislado de las 
			fuentes de la inteligencia científica. Cuando recorremos los restos 
			de un gran acueducto romano, por ejemplo el que alimentaba Cartago a 
			través de ochenta kilómetros de llanuras y colinas, nos maravilla la 
			exactitud del cálculo de la pendiente.  
			
			  
			
			Pero los que efectuaron estos 
			cálculos y las mediciones topográficas correspondientes no sabían 
			demostrar el viejo teorema de Pitágoras y además, les importaba un 
			bledo. Como nuestros ingenieros modernos y como los ingenieros 
			babilonios, disponían de tablas y de baremos que resolvían todos los 
			problemas prácticos. Y la teoría de estas tablas les era tan 
			indiferente como útil. 
			 
			Uno de los más curiosos descubrimientos de la arqueología moderna, 
			cuya significación fue el profesor André Varagnac uno de los 
			primeros en recalcar, es que la caída del Imperio romano se debió 
			tanto a razones técnicas como a causas políticas. Al registrar las 
			tumbas de los bárbaros que, a partir del siglo V, se instalaron 
			sobre los despojos , de aquél, se comprobó, con sorpresa, que sus 
			armas eran mejores que las de los romanos, por ser su acero de más 
			alta calidad, así como sus armaduras, los arneses de sus caballos e 
			incluso sus utensilios.  
			
			  
			
			Más aún: los feroces hunos, de los que, al 
			cabo de los siglos, conservaremos aún un recuerdo espantoso, gracias 
			al testimonio de los últimos cronistas latinos, resulta que 
			aportaron inventos de los que ningún pueblo europeo tenía la menor 
			idea, y menos que nadie los griegos, tan hábiles en descifrar los 
			secretos del Universo. 
			
			 
			En efecto, a aquéllos y a los mogoles debemos la herradura, las 
			guarniciones racionales de los caballos, con su collera rellena, el 
			fieltro e incluso, indirectamente, ¡la imprenta! 
			
			 
			En lo que atañe a la imprenta, los hechos, largos y complicados, 
			pueden resumirse de la manera siguiente: a principios de nuestra 
			Era, los chinos inventan el arte del grabado sobre madera; los 
			mogoles invaden China y la India; en este último país, aprenden... 
			el juego de naipes, distracción predilecta del soldado ocioso. Para 
			renovar sus barajas, gastadas en las noches de guardia, utilizan la 
			técnica china del grabado, que transmiten después a Europa.  
			
			  
			
			Los 
			monjes occidentales se apoderan del invento, no para fabricar 
			barajas, sino estampas piadosas. Un holandés concibe la idea de 
			separar, en dos objetos diferentes, el grabado que representa la 
			imagen y el que contiene la leyenda, a fin de combinar diversas 
			imágenes y leyendas, practicando una permuta. Después, también en 
			Holanda y en Alemania del norte, otros inventores separan las letras 
			unas de otras.  
			
			  
			
			Y, por último, Gutenberg inventa los diferentes 
			dispositivos que aún se emplean en la actualidad: la prensa, la 
			tinta de negro animal, la aleación metálica de los caracteres. Sólo 
			teniendo en cuenta estos dos inventos -las guarniciones modernas del 
			caballo y la imprenta (ésta indirectamente)-, nos vemos obligados a 
			confesar que el aporte de los mogoles a Occidente contribuyó más a 
			la transformación de este que toda la admirable ciencia griega, al 
			menos hasta el Renacimiento. Ahora bien, la base científica de la 
			imprenta y de la guarnición con collera es absolutamente nula.  
			
			  
			
			En 
			los tiempo de la grandeza de Roma, las ocas, cuya cría constituía 
			una especialidad de Gran Bretaña, eran transportadas a Italia por 
			recuas que hacían el viaje a pata y eran conducidas por veinte 
			intermediarios a través de la Galia, desde Calais hasta los Alpes, 
			aproximadamente en un mes.  
			
			  
			
			Con la aparición del caballo de tiro, el 
			mismo comercio pudo realizarse en forma de pasta y de encurtidos, 
			transportados, en parte, en embarcaciones fluviales, y en parte, en 
			pesadas carretas que representaban el mismo papel económico que 
			nuestros actuales ferrocarriles.  
			
			  
			
			El caballo de sirga, al generalizar 
			la tracción de pesados cargamentos en los ríos de curso lento de 
			Alemania y de Flandes, abrió hasta tal punto el camino de la 
			civilización a estos países, que su papel igualó muy pronto al de la 
			Europa mediterránea y acabó por eclipsarlo. Fue, pues, en parte, 
			gracias a los mogoles, que la civilización se implantó en el norte 
			de Europa.  
			
			  
			
			Sin embargo, ¿quién lo recuerda, y qué sitio ocupan los 
			mogoles en la historia oficial del progreso? 
			 
			Una vez establecida la idea, surgen innumerables ejemplos. Así, 
			ningún lazo une a los abstractos de la ciencia helenística del siglo 
			II antes de Jesucristo con los ingenieros de Alejandría, que, en la 
			misma época, descubrieron, entre otras cosas, el motor de reacción, 
			la famosa "bola de Herón"—, que, veinte siglos más tarde, 
			proporcionaba a Jean Jacques Rousseau un éxito de curiosidad. 
			
			 
			La historia de los inventos es desmesurada; la historia de la 
			Ciencia es estrecha. La Ciencia es un río; la invención es un 
			océano. La Ciencia es conquista y reto para la mente; la invención 
			es la Naturaleza misma, agitándose en el hombre. La Ciencia es 
			cálculo en relación con lo posible; la invención es victoria ciega 
			sobre lo imposible. En este sentido, la invención es magia.  
			
			  
			
			Pero 
			estamos hasta tal punto alienados por la ideología, que creemos 
			sinceramente que la Naturaleza permanece muda, si no tenemos sobre 
			ella nuestras ideas actuales. Así, nuestra cultura nos separa de la 
			realidad dinámica de los mundos desaparecidos, como nuestras ideas 
			modernas sobre el hombre nos separan de las profundidades y de las 
			amplitudes de la naturaleza del hombre, de las regiones oscuras en 
			que el genio de la creación supera al genio de la reflexión, donde 
			el hacer, indiferente al saber, se adelanta a éste. 
			
			 
			El genio humano: si unimos a esta expresión el poder de ser causa, 
			la asociamos a una facultad de la libertad. En este sentido, es una 
			expresión y un concepto modernos. Los Antiguos veían el genio en los 
			dioses, o en el recuerdo de los grandes antepasados actuando en el 
			hombre.  
			
			  
			
			Y considerando que la mayoría de nuestras realizaciones, si 
			no todas, han sido efectuadas por la Naturaleza, »través de las 
			especies vivas, diremos: el genio de la Naturaleza en el hombre pudo 
			desarrollarse muchas veces y de diversas maneras, a lo largo de 
			decenas de milenios enterrados.  
			
				
				«Tenemos en nosotros el centro de la 
			Naturaleza -dice Paracelso- Todos estamos en creación. Somos tierra 
			arable.»  
			 
			
			El poder creador en bruto, lo que remueve la materia, lo 
			que moldea la vida, pudo germinar de muchas maneras en esta tierra 
			arable. La antigüedad del hombre retrocede sin cesar. Las 
			excavaciones nos revelan continuamente la existencia de 
			civilizaciones de sutileza enigmática, en un pasado que, ayer mismo, 
			considerábamos poblado de hirsutos brutos que cascaban piedras en la 
			húmeda oscuridad de las cavernas.  
			
			  
			
			Si como pensaba Marx, los 
			descubrimientos se realizan en el momento en que la Humanidad los 
			necesita, ¿cuál es la necesidad que corresponde a estas exhumaciones 
			aceleradas? Tal vez la de sentir que no estamos solos, aislados en 
			una aventura de conquista de la Naturaleza y de nuestra propia 
			máquina humana; que esta aventura pudo desarrollarse varias veces, 
			en diversos grados de comprensión fundamental, de éxitos y de 
			riesgos, de extensión en el espacio y en el tiempo.  
			
			  
			
			Tal vez, 
			también, la de llegar a un humanismo útil para el futuro, que sólo 
			podremos alcanzar mediante la rehumanización de los tiempos 
			enterrados, en una concepción general de la
			eternidad del hombre. 
			 
			Volver 
			al Índice 
			
			 
			 
			 
			 
			CAPÍTULO II 
			LAS DOCE CIUDADES DE ÇATAL HUYUK 
			
			 
			La más antigua se remonta a 9.000 años. - Trajes, joyas y espejos. - 
			Los frescos y el símbolo de la mano. - Preguntamos urna vez más: 
			¿dónde está la escritura? - Los santuarios de la Diosa Madre. -- 
			Esos tenedores que vienen de tan lejos a pinchar nuestra mente. - 
			Los técnicos de la obsidiana y el mito de Prometeo. - Huellas 
			evidentes de agricultura. - Cuestiones sobre el Arca. - Los 
			descendientes, ¿de quién? 
			
			 
			Hemos evocado en este libro muchas maravillas conjeturales. Pero si 
			es preferible maravillarse sin conjeturas, he aquí una civilización 
			que hace soñar, pero cuya existencia está actualmente comprobada. 
			Cuatro de sus centros han sido definitivamente identificados. El más 
			célebre de ellos se llama Çatal Huyuk.  
			
			  
			
			Debemos su exhumación a James Mellaart. 
			
			 
			El descubrimiento fortuito de un objeto de obsidiana, al sur de 
			Turquía, intrigó a Mellaart. Pensó que su hallazgo procedía tal vez 
			de un taller insospechado, en las cercanías de uno de los volcanes 
			de Anatolia central. La perspectiva de determinar el origen de 
			tantas armas, útiles y utensilios de la misma materia, exhumados en 
			numerosos países donde no había obsidiana, no podía dejar de seducir 
			a un arqueólogo.  
			
			  
			
			La localización de un centro semejante demostraría 
			que, desde el Neolítico, se efectuaban intercambios entre el Asia 
			anterior, Mesopotamia, la meseta irania, y, probablemente; diversas 
			regiones occidentales. El joven sabio registró, pues, la región de 
			Konya. A cincuenta kilómetros de la ciudad y a ochenta del volcán 
			Hassali Dagh, dos tells o colinas se abrazan en la llanura. Los 
			resultados superaron con mucho las esperanzas de Mellaart. 
			
			 
			Descubrió doce ciudades superpuestas, la más antigua de las cuales 
			se remontaba a 7.000 años antes de J. C., o sea a 9.000 años antes 
			de nuestros días. Salvo la más reciente, era indudable que estas 
			ciudades habían sido destruidas por el fuego y reconstruidas 
			después. Sin apelar siquiera al simbolismo, cabe pensar que esta 
			superposición de ciudades presenta una analogía con nuestra 
			civilización, la cual podría muy bien haber sido edificada sobre un 
			montón de civilizaciones desaparecidas. 
			
			 
			Pero lo que más nos choca, aquí, es el grado de cultura y de 
			refinamiento que presuponen los hallazgos realizados en estas doce 
			ciudades. 
			
			 
			Estas ciudades estaban formadas por casas de ladrillos, desprovistas 
			de puertas. Se penetraba en ellas por el tejado y con ayuda de unas 
			escaleras. El conjunto de viviendas de un barrio estaba dispuesto en 
			forma de colmena y constituía una fortaleza contra los eventuales 
			asaltantes y las crecidas del río Carsamba. Los edificios se habían 
			derrumbado casi totalmente, pero se pudo reconstruir fragmentos de 
			muros.  
			
			  
			
			Se descubrió que éstos estaban cubiertos de frescos en su 
			parte interior. Sin embargo, los restauradores chocaron con un 
			escollo: una vez expuestos a la claridad solar, los colores se 
			alteraron. Sin duda habían sido confeccionados a base de pigmentos 
			minerales, que se deterioran bajo la acción de la luz. Los frescos 
			fueron inmediatamente fotografiados, para conservar Su recuerdo 
			intacto. (Después, se realizaron diversos ensayos de revestimiento 
			para proteger los colores. El acetato de polivinilo dio resultado 
			satisfactorio.) 
			
			 
			Estos frescos representaban escenas variadas: caza, juegos, 
			ceremonias o personajes en diferentes actitudes. La hechura era de 
			un realismo tan acusado que podemos leer los rasgos más dominantes 
			del carácter de los personajes: la actividad desbordante y 
			favorecida por una gran agilidad, la inteligencia sagaz y rayana en 
			la astucia. También se reconstituyó el estilo de la indumentaria. 
			 
			
			  
			
			Los hombres usaban camisas de lana, túnicas y abrigos de invierno, 
			de piel de leopardo, provistos de cinturones con hebilla de hueso. 
			En el dobladillo de los trajes femeninos, unos aros de cobre, 
			semejantes a los de latón que daban rigidez a los miriñaques de 
			nuestras abuelas, impedían que se levantase la falda. Los escotes, 
			bastante pronunciados, no se parecían, empero, al de la cretense que 
			sirvió de modelo para la estatuilla bautizada con el nombre de «La 
			parisiense».  
			
			  
			
			Joyas de plomo, metal rarísimo en aquella época, o de 
			cobre, con incrustaciones de piedras duras talladas o de piedras 
			preciosas, completaban el atavío. Unas cajitas que contenían 
			diferentes tintes permiten pensar que el empleo de afeites no era 
			desconocido, y las elegantes, para comprobar el efecto de su 
			maquillaje, disponían de espejos de obsidiana, con el mango 
			protegido con yeso, para que no se hiriesen los dedos... 
			 
			También figuran animales en estos fresco-; aves (en particular, 
			halcones), leopardos y toros. Los toros son los más numerosos. Los 
			símbolos abundan en estas pinturas murales: curiosas redes de líneas 
			rojas y negras entrecruzadas; rosetas, mandalas, hachas de doble 
			filo (que encontramos, varios milenios más tarde, entre los escitas, 
			en Tracia y también en Creta) y cruces bastante numerosas. 
			
			 
			Pero el símbolo más impresionante y más frecuentemente representado 
			en Catal Huyuk es la mano humana. Imposible dejar de establecer un 
			lazo entre éstas y las que pintaron ya los auriñacienses, varias 
			decenas de milenios antes, en las paredes de sus cavernas; por 
			ejemplo, en Gargas (Altos Pirineos), en Cabrerets (Lot) y en 
			Castilic (cerca de Santander). Sin embargo, éstos empleaban un 
			procedimiento distinto, pues aplicaban la pintura entre los dedos y 
			alrededor de las manos, que, al ser colocadas planas, reproducían su 
			imagen en negativo.  
			
			  
			
			En Catal Huyuk, aparecían también coloreadas. 
			Ciertamente, sólo se puede presumir la importancia que se les 
			otorgaba. ¿Es posible que, recién salido del período carbonífero, el 
			hombre prestase ya un interés particular a esa parte de su cuerpo, 
			en la cual, según los quirománticos de tantas regiones, desde 
			Mesopotamia a China, se dibujaban los rasgos de su carácter y los 
			acontecimientos esenciales de su vida? ¿O hay que ver, en las series 
			de manos que se yuxtaponen en Catal Huyuk, indicaciones numéricas, 
			en las que cada dedo representaba una unidad?  
			
			  
			
			Sólo cuando las manos 
			se posan sobre unos senos, el símbolo se hace más claro, en el 
			sentido de una invocación procreadora... 
			
			 
			Si consideramos, de una parte, todos estos símbolos, y de otra, los 
			sellos de arcilla cocida encontrados en gran número, resulta 
			sorprendente la ausencia de cualquier forma de escritura. Aquellos 
			sellos, del tamaño de los nuestros de Correos, aparecen en todas las 
			casas.  
			
			  
			
			Servían para marcar objetos de cerámica y se diferenciaban 
			los unos de los otros, lo cual induce a pensar en una propiedad 
			privada muy rigurosa y, también, en una estructura social fundada en 
			la familia. Se podría compararlos con los blasones de nuestra Era; 
			pero éstos son exclusivos de los nobles, mientras que aquéllos 
			existían en todos los hogares.  
			
			  
			
			También cabe imaginar que tales 
			sellos servían para firmar mensajes escritos sobre materiales 
			perecederos.  
			
			  
			
			Pero, ¿cómo explicar que no se haya conservado el menor 
			rastro de estos materiales, alterados e incluso en forma de polvo? 
			¿Y cómo explicar, también, que no figure ninguna inscripción en los 
			frescos desenterrados hasta hoy? Sin embargo, los logros conseguidos 
			en tantos campos no permiten presumir que los hombres de Catal Huyuk 
			carecieran de toda forma de grafismo o de conservación de la 
			palabra. ¿O seremos nosotros los que no sabemos identificar esta 
			escritura, este registro sutil? ¿Nos hallaremos en presencia de los 
			herederos de la escritura perdida de los primeros tiempos? ¿Fue, 
			ésta, deliberadamente secreta o prohibida?  
			
			  
			
			También podemos 
			preguntarnos si no utilizarían una tinta criptográfica 
			exclusivamente sensible a un revelador especial, sólo conocido por 
			los maestros iniciados. 
			 
			En cuarenta santuarios desenterrados se han encontrado numerosas 
			esculturas y diversos objetos de culto. Estos elementos permiten 
			reconstituir, en parte, la religión de los primeros ciudadanos del 
			mundo (hasta que se demuestre lo contrario). Estos santuarios 
			parecen haber estado todos ellos consagrados a la Diosa Madre.  
			
			  
			
			La 
			presencia de esta Diosa parece indicar que, en los albores de la 
			Humanidad, existía un lazo entre todos los cultos. ¿Acaso no figura 
			entre las estatuillas del período solutrense, descubiertas en Vilendorf (Austria), en Brassenpouy (Landas) y en la gruta Grimaldi 
			de Menton? ¿No la encontramos en los esquimales tchukchi?  
			
			  
			
			Allí se la 
			denomina, a veces, Madre del Muerto, y otras veces se le da nombres 
			diferentes, pero todos ellos referidos a la calidad esencial de la 
			fecundidad.  
			
				- 
				
				Y, en Siberia, ¿no invoca el chamán a la 
				Señora de la 
			Tierra, que sirve de intermediaria con la Señora del Universo, para 
			obtener la autorización de cazar con lazo los animales de que 
			depende su subsistencia?   
				- 
				
				¿No se han desenterrado en Parmo 
			rudimentarias estatuillas de la Diosa, que tienen casi 9.000 años de 
			antigüedad?   
				- 
				
				¿Y no era adorada en Eshmún, 
				
				Mesopotamia, y en 
				
				Baalbek?   
			 
			
			En Egipto, se identifica con 
			
			Maat. En Caldea, se la representa, ora 
			esbelta como una ninfa, ora grávida. ¿Y no es ella la que aparece 
			simbolizada por madres que amamantan a sus hijos, en las figuritas 
			de tierra cocida de Tell-Obeid? Se ha creído reconocerla en Mohenjo 
			Daro, en el valle del Indo, y, desde la época védica, ocupa un lugar 
			destacado en el Panteón indio.  
			
			  
			
			La Reina del Agua, en México (del 
			agua, fuente de la vida), y la Reina de la Fecundidad de los 
			minoicos, primero grávida y después esbelta, ora desnuda, ora 
			vestida y engalanada, se identifican con ella. En Luristán, 
			encontramos diversas representaciones de ella, de unos 5.500 años de 
			antigüedad.  
			
			  
			
			Y en Anatolia sigue estando presente después de 4.000 
			años de la desaparición de Çatal Huyuk. Faltan eslabones, pero uno 
			se siente tentado a encontrarla de nuevo en el culto de Maya, la 
			madre del Gautama Buda. ¿permanencia de esta Diosa-Madre del 
			Universo? 
			
			 
			En las estatuas encontradas en Catal Huyuk es exclusivamente 
			fecunda. En una de ellas, aparece representada en el momento de 
			parir un toro (¿prefiguración del culto de Mitra?). Ciertas pinturas 
			murales indican que tenía el poder de resucitar a los muertos. Su 
			color, como el de la vida, era el rojo. El de la muerte, el negro. 
			
			 
			En los frescos, encontramos también motivos en color de rosa, 
			blanco, púrpura, raras veces azul e, inexplicablemente, nunca verde. 
			En varios frescos se pueden descubrir escenas referentes a la muerte 
			de alguien y que indican la creencia en un mundo futuro. Los 
			cadáveres eran desnudados y expuestos, sin duda en un lugar elevado, 
			a merced de los buitres. 
			Se puede establecer un parangón con los mazdeístas. En efecto, en 
			los tiempos de Aqueménides, éstos enterraban aún íntegramente los 
			cadáveres; pero; después de la reconquista del Imperio por los 
			partos, se extendió el empleo de las torres del silencio, que 
			prosiguió entre los parsis de la India. 
			
			 
			En Çatal Huyuk, cuando de un cuerpo no quedaba más que el esqueleto, 
			se enterraba éste después de revestirlo con las ropas del muerto. En 
			la sepultura, se colocaban sus armas y útiles, si se trataba de un 
			hombre; joyas y varios utensilios, si el muerto era una mujer, y 
			juguetes, si era un niño. 
			 
			En las tumbas se han descubierto fragmentos de tejidos apenas 
			deteriorados, todos ellos de excelente calidad, sobre todo los de 
			lana, que han permitido identificar tres tipos de tejidos. Había 
			también telas de pelo de cabra y de fieltro. Son hasta hoy, los 
			tejidos más antiguos de nuestro planeta.  
			
			  
			
			Dos circunstancias 
			favorecieron su conservación: el hecho de que no estuviesen en 
			contacto con la carne en descomposición, y las condicione, 
			higrométricas del aire. Pero también podría ser, que el suelo 
			tuviese cualidades particulares, como el de Ispahán. Ningún estudio pedológico lo ha confirmado aún. 
			
			 
			Entre los objetos usuales dejados a disposición; de los difuntos, 
			parece interesante mencionar unos tenedores de madera y de hueso. 
			Este objeto no se encuentra en ningún otro pueblo de la Prehistoria 
			ni de la protohistoria, y su empleo era ignorado en Occidente antes 
			de los últimos siglos.  
			
			  
			
			Y, junto a estos tenedores, se encuentran 
			platos, fuentes, cubiletes, vasos y copas, de cerámica muy fina. 
			 
			El examen de los esqueletos descubiertos hasta hoy no ha permitido 
			determinar la raza dominante. Se encuentran tipos modernos de 
			mediterráneos y también anatolios. Pero las excavaciones prosiguen, 
			y no sabemos las sorpresas que nos tienen reservadas. En cambio, los 
			etnólogos han podido fijar, aproximadamente, el promedio de edad: 
			treinta y dos años para los hombres, y treinta para las mujeres. 
			 
			
			  
			
			Cabe presumir que una maternidad excesiva, como ocurría antaño en la 
			India, provocaba esta ligera diferencia. Aparte de esto, no cabe 
			duda de que la mujer ocupaba la primera fila en aquella sociedad. 
			
			 
			Así lo sugiere un detalle, independientemente de la importancia que 
			se otorgaba a la mujer en materia religiosa. Las tumbas eran 
			excavadas debajo del lugar que habían ocupado los lechos de les 
			difuntos. Los de los hombres eran simples literas. 
			  
			
			El ama de casa tenía derecho a una cama muy grande, casi majestuosa. 
			 
			
			  
			
			Tal vez un día se descubrirá una relación entre las diferentes 
			civilizaciones, esparcidas en el tiempo y en el espacio, que 
			practicaron el matriarcado: predecesores de los indoeuropeos en 
			diversas regiones del Asia Occidental y tribus indonesias o 
			malasias, por citar solamente unos pocos ejemplos. 
			
			 
			Sin demasiado temor a equivocarnos, podemos pensar que, incluso 
			siendo jerárquicamente inferiores a las sacerdotisas, únicas 
			depositarias del ritual, hubo una cofradía de sacerdotes (o magos), 
			sabios y técnicos, que supo sacar espléndido partido de la 
			obsidiana, principal recurso de Catal Huyuk. Había tres yacimientos 
			de obsidiana, cerca del volcán hoy apagado. Y este material servía 
			para la fabricación de casi todos los utensilios: hoces, hachas, 
			raspadores para la limpieza de la lana, punzones, armas diversas y 
			puntas de lanza o de flecha. 
			
			 
			Ahora bien, técnicamente, la obsidiana es un cristal: duro y negro. 
			¿Por qué los sabios de esta .ciudad no habían de intentar el invento 
			de variedades de diferentes colores y no habían de ser los primeros 
			en fabricar el vidrio, cosa que se atribuye a los fenicios y a los 
			egipcios? 
			
			 
			Y las expediciones de estos técnicos a las proximidades de los 
			volcanes de Hassan Dag, Karaqa Dag y Nekke Dag, ¿no pudieron dar 
			origen, mucho antes de la civilización helénica, a la leyenda de 
			Prometeo? Cierto que nada viene a confirmar esta hipótesis. Ni 
			siquiera podemos apoyarnos en una leyenda que, nacida en la región 
			como fruto de un hecho real, fuese transmitida a través de las 
			edades a las primeras generaciones de la era histórica.  
			
			  
			
			Pero las 
			condiciones geográficas de Grecia y de Creta no eran las más 
			adecuadas para el nacimiento de éste mito. Entonces, ¿por qué no 
			buscar su origen alrededor de unos cráteres antaño incandescentes? 
			 
			Pero, en Çatal Huyuk, la misma realidad inclina a soñar. Entre los 
			utensilios, Mellaart observó en seguida los morteros, que servían 
			para moler el grano. Los granos dejaron, a veces, su huella, y 
			otras, se conservaron casi intactos. Y los investigadores tuvieron 
			que rendirse muy pronto a la evidencia (gracias a los estudios 
			genéticos del profesor danés Hans Helbart): los habitantes de la 
			ciudad neolítica no se limitaban a cortar espigas de trigo 
			silvestre, sino que cultivaban tres variedades.  
			
			  
			
			También sembraban 
			cebada y lentejas, y cultivaban plantas oleaginosas y medicinales, 
			almendros y alfóncigos. 
			Sabemos que unos sabios americanos descubrieron, igualmente, en las 
			grutas de Mazanderán, a orillas del Caspio, granos de trigo cuya 
			antigüedad pudieron determinar por el carbono 14: unos 10.000 años. 
			Por otra parte, un poco antes que aquéllos, en 1948, Robert J. 
			Braidwood había descubierto, en el curso de sus excavaciones en 
			Jarmo (Irak), muelas y hornos de cocer galletas.  
			
			  
			
			Y estos objetos se 
			remontaban a 6.750 años antes de J. C. Mellaart opina que los hombres, sin dejar de ser cazadores, pero 
			habiéndose convertido también en pastores y agricultores, debieron 
			comprender la necesidad de abandonar sus moradas dispersas en los 
			flancos de las montañas, para agruparse en los llanos, a fin de 
			facilitar las operaciones agrícolas y, seguramente, la ganadería. 
			
			 
			Después de los trabajos de Maurits van Loot en Mureybat, Siria 
			septentrional, se alargó la escala de las edades en lo que atañe a 
			las comunidades agrícolas: se dijo que éstas existían en el octavo 
			milenio antes de J. C. Pero en el momento actual no podemos 
			arriesgarnos a establecer cronologías con el dogmatismo de los 
			arqueólogos y los etnólogos del pasado. Cada año, en algún lugar del 
			Globo, un nuevo descubrimiento pone en tela de juicio la antigüedad 
			de una civilización. 
			
			 
			Aquel lugar de Siria dejó de parecer la primera aglomeración 
			cultural cuando, recientemente, se descubrieron en Irán vestigios de 
			una aldea que se remonta a 8.500 años antes de nuestra Era. Tal vez 
			muy pronto se descubrirán otras más antiguas. 
			 
			La clasificación de Tunay Akoglu tiene, naturalmente, a Catal Huyuk 
			como punto de partida. Después de una laguna de varios milenios, 
			aparece en segundo lugar Tell Hala, descubierto por Oppenheimer en 
			1911, y que se remonta a 3.800 ó 3.500 años antes de J. C. Pero esta 
			tabla, en la que figuran a continuación Uruk, los hatitas, los 
			hititas y los hurritas, parece muy precaria, a pesar de su rigor 
			científico.  
			
			  
			
			Entre la fecha del último Çatal Huyuk, alrededor del año 
			5600 antes de J. C. y las expediciones de que habla Tashin Ozguk, 
			realizadas por los sumerios para la adquisición de cobre, ¿qué 
			ocurrió en esta región, donde se desarrollaron tantos 
			acontecimientos desde el principio de la era histórica y que, 
			durante largo tiempo, se creyó que estaba desorganizada, incluso en 
			comunidades muy primitivas, del período neolítico?  
			
			  
			
			Los intercambios 
			entre sumerios y anatolios son posteriores en más de veinte siglos a 
			la misteriosa desaparición de la última ciudad desenterrada por 
			Mellaart. ¿Cómo llenar esta laguna? 
			
			 
			En una época más reciente, los asirios instalaron en la misma región 
			un importante centro comercial: Kanesh. Fue aquí donde, en 1963, 
			Tashin Ozguk (actualmente director de la sección arqueológica de la 
			Universidad de Ankara) y sus colaboradores descubrieron 14.000 
			tablillas grabadas. Todavía no se ha empezado a descifrarlas. 
			¿Contendrán indicaciones relatïvas a Çatal Huyuk? 
			
			 
			En 1967, Tashin Ozguk descubriría, en Altin Tepé, los vestigios de 
			una ciudad, con una ciudadela y una necrópolis. El lugar, que se 
			encuentra en la región oriental del actual Estado turco, pertenecía 
			al Urartu que se edificó en los alrededores del Ararat. Incluso 
			antes de que se iniciaran las excavaciones en la zona de este vasto 
			imperio que se derrumbó en el siglo IV antes de J. C., poseíamos ya, 
			gracias a unos textos asirios, mucha información a su respecto. 
			 
			
			  
			
			Habiendo empezado como un pequeño Estado en el segundo milenio, el Urartu había alcanzado su apogeo en el siglo VIII antes (y no 
			después) de nuestra Era. En aquella época los lidios lo consideraban 
			como mucho más poderoso e inquietante que Asiria. Al Norte, se 
			extendía hasta más allá del Cáucaso; al Oeste, rebasaba el Éufrates. 
			Al Este, había convertido en sus vasallos a los indoeuropeos de la 
			región del lago Urmiah.  
			
			  
			
			La residencia más frecuentemente citada de 
			sus soberanos, y cuyo emplazamiento exacto seguimos ignorando, era Toprak Kaleh, a orillas del lago de Van. Desconocemos el origen de 
			los moradores, aunque se sabe que eran asiáticos y no semitas. 
			Ignoramos, pues, el lazo que existía entre ellos y los ciudadanos de 
			Çatal Huyuk. Pero no podemos dejar de sentirnos intrigados por 
			diversas semejanzas. 
			
			 
			El descubrimiento de dos tumbas en la «Colina de Oro» (Altin Tepé), 
			en 1938 y 1956, incitó a la Fundación Histórica y al Departamento de 
			Antigüedades del Gobierno turco a realizar excavacíones. Estas 
			permitieron reconstituir la vida cotidiana, las técnicas, el arte y 
			la religión del pueblo. Los muros del recinto y los de la ciudadela 
			tenían un grosor de más de diez metros, y la técnica empleada para 
			su construcción revela una gran habilidad.  
			
			  
			
			Una parte de los textos 
			ya descifrados nos da indicaciones sobre la manera en que eran 
			manejados los bloques de granito de 40 toneladas, elevados y 
			ajustados por los ingenieros a más de 60 metros de altura. Sin 
			embargo, aunque se explique el procedimiento, nos parece asombroso 
			que pudiese realizarse semejante hazaña en Altin Tepe de la misma 
			manera que nos quedamos estupefactos ante 
			las losas de Baalbek, 
			preguntándonos de dónde vinieron y cómo pudieron ser transportadas y 
			colocadas en su sitio. 
			
			 
			Se ha conseguido también descifrar algunos textos relativos a la 
			contabilidad y a las reservas. Uno de ellos nos dice que se 
			almacenaban 375.000 litros de vino para el consumo del rey y de los 
			nobles. Cuando se llegue a descifrar los demás textos, obtendremos, 
			sin duda, una gran cantidad de nuevos datos.  
			
			  
			
			Pero, ya en la 
			actualidad, algunos objetos nos proporcionan valiosas informaciones: 
			como aquel disco de oro, cuyos motivos, minuciosa y artísticamente 
			grabados, nos permiten establecer singulares comparaciones. Pues, 
			¿no vemos allí a un Dios vestido con larga túnica y montado en un 
			caballo alado, predecesor de los de la mitología griega? 
			
			 
			Las tumbas son copias reducidas de las casas, como ocurrirá más 
			tarde en la necrópolis de Nagheh-e-Rustem. También aquí los 
			cadáveres son suntuosamente ataviados antes de enterrarlos, y, como 
			en Çatal Huyuk, se colocan armas en las tumbas de los hombres, y 
			joyas en las de las mujeres. 
			
			 
			El lujo superaba en mucho al de la ciudad neolítica: los muebles 
			tenían adornos de oro y de plata; las patas de bronce de las mesas y 
			de las camas presentaban la forma de pezuñas de caballo o de macho 
			cabrío. Cabezas de toro decoraban los calderos. Para ejecutar el 
			minucioso dibujo de los frescos, los artistas disponían de reglas y 
			compases. 
			 
			Todos estos elementos fragmentarios no bastan para reconstituir una 
			sólida cadena. Faltan demasiados eslabones, y el esparcimiento de 
			aquéllos en el espacio da lugar a que se multipliquen las hipótesis. 
			Si sabemos, por ejemplo, cómo desapareció Catal Huyuk, destruido 
			(probablemente por los escitas) a mediados del sexto milenio antes 
			de nuestra Era, ignoramos, en cambio, los motivos que llevaron a la 
			primera edificación de esta ciudad. 
			
			 
			Difícilmente podemos admitir que se tratase de un ensayo, ya que se 
			consiguió una obra maestra de urbanismo. Por otra parte, el 
			monopolio de la obsidiana no basta para explicar este logro. Unas 
			técnicas tan complicadas como la consistente en practicar en una 
			bola de dura piedra un orificio más fino que la más fina aguja, no 
			pueden surgir espontáneamente. Si se trata de un invento, éste 
			presupone un ingenio desconcertante.  
			
			  
			
			Pero, ¿no se trataría más bien 
			de algo heredado? Cuesta mucho imaginar que el arte de Catal Huyuk 
			fuese prolongación normal del del paleolítico superior, a fines de 
			la última era glacial. Y esto puede aplicarse igualmente a la 
			civilización de sacerdotes técnicos recientemente descubierta en el 
			Cáucaso, en una región ciertamente en contacto con la ciudad 
			neolítica, que tenía, como ya hemos dicho, una importante red 
			comercial. 
			
			 
			¿Primera civilización urbana completa? Nacida, ¿cómo? ¿Por brusca 
			aparición? En otro caso, ¿cuál fue su filiación? ¿Cuál fue su 
			herencia? ¿Representó un progreso, en relación con un pasado que 
			ignoramos, o fue recuerdo de alguna civilización más alta? 
			
			 
			Tal vez los habitantes de Çatal Huyuk ignoraban o negaban la 
			existencia de sus predecesores, de la misma manera que los de Altin 
			Tepé desconocían la de los suyos. Cuando se descifre su escritura, 
			es posible que leamos:  
			
				
				«Sólo un loco podría pretender que en un 
			pasado remoto hubo hombres tan adelantados como nosotros.» 
			 
			
			
			Volver 
			al Índice 
			
			 
			 
			 
			 
			CAPÍTULO III 
			
			EL IMPERIO DE DÉDALO 
			
			 
			Santorín, los Atlantes y la Creta de Minos. - Las relaciones con 
			Asia. - Los reyes del mar y de los metales. - Historia del oricalco. 
			- Las instalaciones sanitarias y el urbanismo. - Las elegantes de 
			Cnossos. - Lineal A, Lineal B y disco de Festos. - Los fabulosos 
			inventos de Dédalo. - ¿Una corporación de Dédalos? - Mito o realidad 
			de Talos, el robot. - La nafta y la herida de Talos. - La balanza 
			para pesar las almas. - Infundir humanidad a la historia humana. 
			
				
				«Me dirijo a vosotros desde el tiempo del Toro, que acaba de 
			terminar. A través de más de tres mil años, os envío un mensaje; a 
			vosotros, que vivís en la conjunción de Piscis y Acuario. En vuestra 
			época, habéis realizado cosas que yo empecé, y algunas de mis 
			realizaciones técnicas parecen, al lado de las vuestras, triviales y 
			acaso infantiles. Sin embargo, he hecho cosas que nadie había hecho 
			antes que yo, y he realizado maravillas que nadie era capaz de hacer 
			antes de mi advenimiento. Mi hijo y yo cruzamos el cielo, donde 
			nadie había estado antes de nosotros.» 
			 
			
			Así nos habla Dédalo, en un mensaje imaginario con que empieza el 
			magnífico libro de ficción de Michael Ayron, pintor y escultor 
			inglés... 
			
			 
			El imperio de Dédalo tenía por centro a Creta. Es muy probable que 
			se confunda con el que sobrevivió en la leyenda con el nombre de 
			Atlántida. 
			
			 
			No sabemos nada cierto con respecto a la Atlántida, y numerosos 
			autores le atribuyen otro emplazamiento. Platón la situaba al este 
			de las Columnas de Hércules o, dicho de otro modo, del estrecho de 
			Gibraltar. Y se partió de esta teoría para buscar sus huellas en el 
			Atlántico. Pero, según parece, los hundimientos en esta región se 
			produjeron muy lentamente, y se remontan a más de 500.000 años. 
			 
			
			  
			
			Ahora bien, la Antigüedad afirma que la desaparición de la Atlántida 
			fue brusca. Solón oyó hablar de ella durante su estancia en Egipto. 
			Los sacerdotes de Sais decían que la Atlántida era tan vasta como 
			Lidia y Asia juntas. Esto es, sin duda, una exageración; por otra 
			parte, los pueblos civilizados de las orillas del Mediterráneo 
			ignoraron durante largo tiempo las dimensiones de Asia.  
			
			  
			
			Platón 
			habla, en Critias, de una guerra que estalló, nueve mil años antes 
			de su época, entre los soberanos de la Atlántida y los del mar Egeo. 
			Debió tratarse, pues, de un reino mucho más antiguo que el Imperio 
			cretense. Pero, como ninguna hipótesis ha sido, hasta hoy, 
			confirmada o rebatida, podemos formular otras.  
			
			  
			
			Por ejemplo, la 
			siguiente: un pueblo que, en el período neolítico, vivía en una isla 
			del Atlántico, inculcó, antes de desaparecer, a los primeros 
			cretenses las bases de su civilización; y es también permisible 
			imaginar que una sola catástrofe fue causa de la desaparición de la 
			Atlántida (fuese cual fuere su emplazamiento) y la destrucción de 
			las ciudades de la Creta minoica.  
			
			  
			
			Una terrible erupción volcánica 
			pudo hacer desaparecer una o varias islas causando solamente la 
			devastación de otras. En la isla de Thera (o Thira), actualmente 
			Santorín, se ha podido demostrar que una ciudad, de la que el 
			arqueólogo griego Spiridón Marinitos descubrió vestigios en 1961, 
			fue destruida, por la explosión de un volcán submarino, unos 1.500 
			años antes de J. C. Lo cual, según el sabio, no habría sido más que 
			un episodio de la historia telúrica, particularmente agitada en esta 
			parte del mundo.  
			
			  
			
			Al mismo tiempo que Santorín, situada a 120 
			kilómetros de Creta y a 200 de Atenas, al sur del mar Egeo, otras 
			islas más pequeñas del mismo archipiélago pudieron sufrir las 
			consecuencias del cataclismo, que, según el sismólogo griego 
			Ganalopoulos, empezó por unas sacudidas sísmicas, seguidas de un 
			maremoto y de dos erupciones. En todo el contorno del Mediterráneo 
			oriental se han encontrado restos de lava correspondientes a aquel 
			siglo, y ciertos papiros hablan del oscurecimiento del sol que se 
			produjo entonces en Egipto. 
			
			 
			Cuando, en 1902, entró en erupción el volcán de la Montaña Pelada 
			(en Martinica), y las ciudades de Saint-Pierre y el poblado de Morne 
			Rouge fueron destruidos por la lava, cenizas incandescentes, chorros 
			de agua hirviente y gases asfixiantes, los habitantes de la isla 
			vecina de Guadalupe vieron oscurecerse el cielo en pleno día, a 
			causa de la nube de cenizas.  
			
			  
			
			Y, más tarde, se encontraron entre los 
			escombros de Saint-Pierre los cadáveres de familias sentadas a la 
			mesa, de jinetes a caballo, de obreros trabajando, de la misma 
			manera que se exhumaron en Creta los esqueletos de personas 
			sorprendidas en su actividad cotidiana. 
			 
			Sea cual fuere el origen de la destrucción de las ciudades 
			cretenses, Ganalopoulos está absolutamente convencido de su 
			identidad con las ciudades de los Atlantes: 
			
				
				«Los Atlantes y la Creta de Minos se funden, de ahora en adelante, 
			en una sola imagen: un Estado rico, poderoso, que es teóricamente 
			una teocracia antigua, bajo un sacerdote-rey, pero que, en realidad, 
			es una alta burguesía, frívola e inteligente, amante de los 
			espectáculos extraños y de los deportes, que viste con sutil 
			elegancia, utiliza objetos de cerámica sumamente bellos y vive en la 
			igualdad de sexos, cosa muy rara en la Antigüedad; una civilización 
			decadente, fascinante, deliciosa y condenada ...»  
			 
			
			¿Condenada? ¿Cómo, 
			y por qué? 
			
			 
			Veamos lo que sabemos actualmente de esta cultura. En muchos 
			aspectos, podríamos calificarla de prodigiosa. 
			La Creta talasocráfica dominó todas las regiones vecinas. Desde la 
			era neolítica, se producían continuos intercambios entre las islas 
			Cícladas y el Asia. Y es probable que hubiese contactos entre el 
			Asia central y el Asia septentrional, sobre todo en las regiones del 
			Cáucaso y del Turquestán.  
			
			  
			
			Ahora bien, como también se ha demostrado 
			que existían relaciones entre estas regiones y Anatolia, todas 
			ellas, por mediación de ésta, tenían relación con Creta. 
			
			 
			La era de expansión de los cretenses tuvo dos fases. Durante la 
			primera, traficaron con Grecia, Melos, Syra, Chipre, Delos y Siria, 
			y mantuvieron relaciones permanentes con Egipto. Sus técnicos, 
			ingenieros y arquitectos colaboraron en la edificación de las 
			pirámides de Senusert II y de Arnenemhet III.  
			
			  
			
			En esta época, su 
			flota era ya importante. Ella les conferiría el título de «reyes del 
			mar». Disponían igualmente de una marina de guerra, primera fuerza 
			naval del Mediterráneo del Norte, y llegaron sin duda a Sicilia y a 
			España. Es posible que no esclavizasen completamente a los pueblos, 
			sino que se contentasen con prodigarles sus técnicas, mientras se 
			perfeccionaban ellos mismos con el contacto.  
			
			  
			
			Su poderío les permitió 
			mejorar su arte y aumentar su bienestar, procurándose las materias 
			primas de que carecían. Desde el IV milenio antes de J. C., en Tell 
			Obeld se utilizaba el cobre, y Herzfeld nos habla, en dos obras 
			sobre Persia, de hachas de este metal encontradas en Susa. 
			
			 
			El oro estaba muy extendido y gozó incluso de prioridad. Se 
			encontraba en Asia y en África, pero también en Europa: su empleo 
			estaba, sobre todo, muy difundido en Irlanda. 
			
			 
			Aparte de los tres metales mencionados, alrededor del año 2400 antes 
			de J. C. hizo su aparición el estaño. Procedía de Sajonia y de 
			Bohemia, a través del Adriático; Sicilia lo obtenía de Etruria, y el 
			de Cornualles viajaba a través de la Galia y de Iberia. 
			
			 
			En cambio, el empleo del hierro fue muy tardío en todas partes. Al 
			menos, del hierro terrestre. En Egipto, sólo empiezan a explotarlo 
			hacia el año 1400 antes de J, C. Se ha encontrado un bloque, 
			intacto, en una pirámide del año 1600 antes de Jesucristo. En 
			Palestina, no es trabajado hasta el 1200, aproximadamente.  
			
			  
			
			Esto se 
			debió a que muchos meteoritos que cayeron sin duda durante el 
			neolítico en diversas regiones del Globo, y que son mencionados por 
			todas las tradiciones (lluvias de fuego), contenían hierro en estado 
			puro, lo cual hacía innecesaria su extracción de los minerales.  
			
			  
			
			En 
			fecha tan tardía como el siglo XII de nuestra Era, Averroes refiere 
			que se fabricaron espadas y sables excelentes con el hierro de un 
			bloque caído del cielo cerca de Córdoba. Y, según la leyenda, Atila, 
			y mucho más tarde Timur Lenk (Tamerlán), debieron sus victorias a 
			que sus armas habían sido
			forjadas con un metal enviado por Dios. 
			
			 
			Su flota permitió a los cretenses trasladarse muy lejos en busca de 
			estaño. Y poseyeron talleres de bronce. Por otra parte, el bronce no 
			era la única aleación utilizada en los tiempos protohistóricos. 
			Empíricamente, se combinaba el cobre con otros metaloides: con el 
			arsénico, en Egipto; con el níquel, en Germania; con el cinc, en 
			Sajonia, para fabricar latón. También se ha encontrado latón en 
			Kameiros, ciudad de Rodas. Pero los que lo fabricaron debieron sin 
			duda este invento a la casualidad, pues, en esta época, no figura en 
			ninguna parte en las mismas proporciones óptimas. 
			
			 
			Añadiendo al bronce un poco más de cinc o de plomo, se obtenía una 
			pátina muy buscada en artesanía artística y en estatuaria. Además, 
			se ha descubierto en Ur una aleación de oro y plata: el electro, que 
			sirvió más tarde para la fabricación de monedas. Ahora bien, podemos 
			preguntarnos si los antiguos no confundieron a veces el electro, de 
			un brillo y matiz desacostumbrados, con el oricalco. 
			
			 
			Los autores antiguos se refirieron a menudo a esta sustancia. 
			Algunos creían que se trataba de un metal puro, muy raro. Otros le 
			atribuían un origen mágico o divino. Platón alababa el brillo de 
			fuego que daba a los objetos y a las paredes que revestía.  
			
			  
			
			Un 
			contemporáneo de Aristóteles habla de un cobre blanco y brillante, 
			llamado cobre de la montaña. Los mosinoeci (que habitaban sin duda 
			el Asia Menor) lo obtenían, dice aquél, añadiendo estaño al cobre, y 
			también una tierra especial, recogida en las orillas del mar Negro: 
			la calmia (de donde viene la palabra calamina). Plinio cita también 
			esta piedra, como empleada para la fabricación del aurichalcum. 
			 
			Los cretenses debieron a su notable técnica no sólo la construcción 
			de sus admirables palacios, sino también que éstos ofreciesen 
			comodidades de las que carecieron los pueblos occidentales hasta el 
			siglo XIX de nuestra Era. Departamentos dispuestos alrededor de un 
			patio central. Muros con dobles paredes isotérmicas, revestidos 
			interiormente de mosaicos representando escenas que nos ilustran 
			sobre la vida cotidiana.  
			
			  
			
			Suelos embaldosados, que a veces 
			representan acuarios de un agua tan rumorosa, por el movimiento de 
			las plantas acuáticas, las burbujas de aire y los ágiles peces, que 
			uno no se atreve a apoyar el pie, por miedo a caer o a despertar de 
			su sueño al príncipe flordelisado cuya estatua impera sobre esta 
			eternidad encantada. Pero nuestra maravilla se convierte en estupor 
			cuando examinamos las instalaciones sanitarias.  
			
			  
			
			Un sistema perfecto 
			de desagüe. Acondicionamiento de aire mediante un sistema de 
			calefacción central que se convierte, en verano, en fuente continua 
			de aire fresco. Canalizaciones para la traída de aguas. Aparatos 
			hidráulicos elevadores, que funcionaban por inercia. Sutil 
			iluminación de las habitaciones y de las cámaras subterráneas. 
			
			 
			Los sistemas de vías públicas y caminos no son menos perfectos. Los 
			edificios están separados unos de otros por callejones. Además de 
			los barrios de viviendas, hay talleres, almacenes y santuarios. Los 
			caminos están embaldosados o tienen el piso de hormigón. Su anchura 
			es apenas de un metro cuarenta, pero su infraestructura de grava 
			aglomerada, de un metro de espesor, está sostenida, en ambos lados, 
			por aceras elevadas, destinadas a los peatones y a los acompañantes 
			de los convoyes.  
			
			  
			
			Algunas calzadas tienen dos carriles paralelos que, 
			en caso de tormenta, debían servir de canales de evacuación. En 
			otros caminos, estos carriles servían también, quizá, para el 
			transporte en seco de embarcaciones de un puerto a otro. 
			
			 
			Desde principios del II milenio antes de nuestra Era, los cretenses 
			fundaron ciudades, como Akrotiri, en todas las islas de Santorín y 
			quizás, incluso, en la Grecia peninsular. En su propio país, 
			edificaron, según Homero, un centenar. Durante la primera fase, la 
			zona urbana se encontraba en la costa oriental de la isla. Después, 
			Cnossos y Festos fueron erigidas casi en el centro; la primera, al 
			Norte, y la segunda, al Sur. 
			
			 
			Alrededor de 1750, se produce un cambio cuya naturaleza ignoramos. 
			Una revolución, una invasión o, quizás, un fenómeno natural: seísmo 
			o maremoto. Un poco más tarde, se construyen nuevos palacios, no 
			solamente en Cnossos y Festos, sino también en Hagia, Tríada y 
			Tilisos. Parece que imperó cierta rivalidad entre estas ciudades. 
			Todas sucumbieron a mediados del siglo XV, salvo Cnossos, que durará 
			aún cincuenta años antes del derrumbamiento final. 
			
			 
			Las elegantes de Cnossos lanzaban las modas en las que se inspiraban 
			las mujeres ricas de las islas vecinas o de las ciudades de Asia 
			Menor, y las egipcias. Primero, llevaron faldas muy largas y con 
			volantes; después, anchas y lisas. Sus corpiños se adornaban con 
			cuellos estilo Médicis, y eran muy escotados por delante, dejando 
			los senos al descubierto.  
			
			  
			
			Los hombres llevaban desnudo el busto y, a 
			veces, se tapaban con un simple suspensorio adornado o con un 
			faldellín que recuerda el de los evzones. Su coquetería se centraba 
			en el tocado: turbantes planos o tiaras. En cuanto a los sombreros 
			femeninos, habrían podido rivalizar, en variedad y extravagancia, 
			con los de las parisienses de la Belle Époque.  
			
			  
			
			Por lo demás, parece 
			que la mujer gozó de gran libertad. Aquí no podomos extendernos 
			sobre todos los aspectos de la vida social. Además, sólo podemos 
			adivinarlos través de las muestras pictóricas, pues, hasta hoy, sólo 
			una pequeña parte de la escritura cretense ha podido ser descifrada. 
			
			 
			El lenguaje comprende varias formas escritas, una de las cuales, la 
			Lineal B, parece haber sido descifrada, aunque los trabajos de 
			Ventris siguen siendo discutidos. La Lineal B indica que la 
			destrucción de Cnossos se produjo aproximadamente 1.500 años antes 
			de J. C. Cosa que choca a los arqueólogos, pero que parece 
			confirmada por las pruebas geovolcánicas. Antes de la escritura 
			Lineal B, existió la Lineal A. Antes de la Lineal A, nadie sabe lo 
			que hubo. ¿Acaso la escritura perdida...? Nadie ha descifrado aún el 
			famoso disco de Festos, objeto que data, probablemente, del 
			principio mismo de la era de Minos. 
			
			 
			Este disco fue encontrado en el palacio de Festos, en Creta, con 
			objetos correspondientes a la época media de Minos y con una 
			tablilla con inscripciones indescifrables de escritura Lineal A. En 
			cuanto al propio disco, es de arcilla y contiene ideogramas y 
			representaciones de objetos. Si es contemporáneo de los objetos, 
			tendría que datar del siglo XVII antes de J. C. Pero es posible que 
			sea más antiguo. 
			
			 
			Tal vez las excavaciones de Thera nos proporcionarán un material de 
			estudio. También es posible que el disco de Festos no sea un 
			mensaje, sino un conjunto de caracteres destinados a ser recortados 
			y utilizados separadamente. 
			  
			
			Si se ha podido reconstituir un gran número de elementos de la vida 
			y de la historia de los cretenses, hay puntos esenciales que 
			permanecen en 1a sombra. Lo malo, cuando consideramos los mitos y 
			leyendas, es que no poseemos datos sobre el nacimiento de éstos, es 
			decir, sobre los acontecimientos que los provocaron.  
			
			  
			
			Pues no 
			solamente es muy probable que todos los mitos que implican hechos 
			técnicos o históricos estén basados en la realidad, sino que nos han 
			proporcionado ya numerosas informaciones, que inspiraron las 
			investigaciones de exploradores como Schlieman, que redescubrió el 
			emplazamiento de Troya, o de sabios como Victor Bérard, que 
			reconstituyó la Odisea. 
			
			 
			Entre los temas que permanecen oscuros y llenos de enigmas, 
			prestándose a numerosas interpretaciones, la historia de Dédalo es 
			uno de los más desconcertantes. Haldane, al hacer el retrato de 
			Dédalo, le atribuye una sorprendente gama de inventos: los 
			adhesivos, los preservativos, la inseminación artificial. También 
			creó, según él, una máquina para horadar túneles, un horno de 
			reverbero, una máquina voladora e incluso un robot. 
			
			 
			Estas creaciones, si las aceptamos como tales, serían, según el 
			mito, las de un semidiós. Un semidiós inverosímil, prodigioso 
			ingeniero, más inverosímil aún que el propio Hércules, cuyos doce 
			trabajos y cuyas aventuras revelan más fuerza y astucia que 
			imaginación técnica. 
			
			 
			¿Qué sabemos de Dédalo? Hijo del Dios Ares, vio la luz en Atenas. 
			Practicó, simultáneamente, la mecánica, la arquitectura y la 
			cultura, innovando constantemente en cada uno de estos campos. Tenía 
			un sobrino y discípulo, llamado Talos. Envidioso de su habilidad, lo 
			arrojó desde lo alto de la Acrópolis; después, se desterró él mismo 
			a Creta. La leyenda, o él mismo, dieron más tarde aquel nombre a un 
			robot gigantesco de su invención. 
			
			 
			Los Dioses se habían repartido la Tierra. La Atlántida (luego Creta, 
			según nosotros) correspondió a Poseidón (Neptuno). En esta fase, nos 
			chocan los múltiples papeles que representan los toros en el mito. 
			Un Dios (Zeus, según algunos historiadores) toma la forma de este 
			animal para raptar a la joven Europa, a la que lleva a nado hasta 
			Creta y de la que tiene tres hijos: Minos, Sarpedon y Radamante. 
			Minos, convertido en rey de la isla, se casa con Pasifae.  
			
			  
			
			Y ésta se 
			enamora de un toro, como su suegra Europa. En este momento, Dédalo 
			trabaja ya en la Corte de Minos. Como es escultor, esculpe una 
			ternera de madera. Después vacía la estatua. Pasifae se introduce en 
			ella y, de este modo, puede satisfacer su pasión. Desenlace: el hijo 
			que nace de este amor tiene cuerpo de hombre y cabeza de toro. Es el 
			Minotauro. Para ocultar a las miradas del pueblo ese hijo bastardo 
			que le avergüenza, Minos pide a Dédalo que construya el Laberinto. 
			
			 
			El toro seguirá representando un papel preponderante en los mitos 
			cretenses y, después, en los griegos. Minos muere por no haber 
			sacrificado el toro que Poseidón hizo surgir del mar. El séptimo 
			trabajo de Hércules, que se realiza en Creta, consiste en domar un 
			toro salvaje. Prometeo será encadenado por haberle gastado una broma 
			a Júpiter, dándole a comer la grasa y los huesos del toro de un 
			sacrificio.  
			
			  
			
			También volveremos a encontrar el toro en Egipto y en la 
			India. Pero, ¿qué hace Dédalo, escultor, mecánico, ingeniero, 
			investigador? Se puede interpretar el mito en función de la 
			psicología profunda. También podemos imaginarnos a Dédalo 
			practicando experimentos de genética; buscando la manera de producir 
			seres híbridos con el animal-dios; realizando ensayos de 
			inseminación.  
			
			  
			
			La musa popular bordará en seguida un relato fabuloso 
			a base de esos hechos. Pero, mirándolo de otro modo, ¿quién es 
			Dédalo? Así como hubo, no un soberano llamado Minos, sino todo un 
			linaje de reyes que llevaron este nombre, ¿por qué no se puede 
			imaginar una corporación de Dédalos, varias generaciones de Dédalos, 
			pertenecientes a alguna hermandad de investigadores y técnicos, 
			cuyos trabajos revisten, para los no iniciados, un aspecto mágico? 
			
			 
			Los Argonautas, después de haber auxiliado eficazmente a Jasón en la 
			conquista del Vellocino de Oro, quieren hacer escala en Creta, 
			durante el trayecto de regreso. Se lo impide la intervención de un 
			robot gigantesco, Talos, que cuida por sí solo de la protección de 
			la isla. La recorre tres veces cada día: Descubre las embarcaciones 
			y les lanza rocas.  
			
			  
			
			Pero tiene un punto débil: el tobillo.. Si sufre 
			una herida en el tobillo, se escapa por ella la savia vital. ¿Será 
			ésta el líquido del depósito? ¿Funcionaría con nafta la máquina 
			inventada poor los Dédalos? Los antiguos conocían la nafta. Leemos 
			en Teofrasto que algunos pueblos quemaban piedras que desprendían 
			vapor.  
			
			  
			
			Este vapor, conducido por gasoductos, imprimía movimientos a 
			ciertas máquinas. El fuego que encendían los «rinagos» 
			zoroastrianos, y sin duda, antes que ellos, los sacerdotes de otras 
			religiones pirólatras, en la meseta irania y en las cercanías de 
			Mosul, procedía de la inflamación de gases naturales brotados de la 
			tierra. En las orillas del Golfo Pérsico se recogía, desde la más 
			remota antigüedad, el «mumyja», especie de betún solidificado, 
			dotado de virtuides terapéuticas y dinámicas. El término «nafta»> no 
			figura en los textos que describen el robot Talos.  
			
			  
			
			Podemos imaginar 
			otras fuentes de energía,. Podemos también soñar en una máquina que 
			detecta la proximidad de los barcos y los bombardea sin fallar jamás 
			la puntería. Medea, protectora de los Argonautas, hiere a Talos en 
			el tobillo. La máquina queda averiada. Medea es el espía saboteador 
			de las instalaciones de defensa. 
			
			 
			En cuanto al mito de Icaro, es, si seguimos la misma línea, un 
			cuento fundado en una tentativa técnica. Naturalmente, podemos 
			imaginar que los cretenses y sus Dédalos recibieron rudimentos de 
			ciencia y de tecnología de visitantes procedentes del exterior, tipo 
			Akpallus.  
			
			  
			
			También podemos, sin arriesgarnos tanto, considerar a los cretenses como depositarios de anteriores y desarrolladas 
			civilizaciones y que el depósito se confió a la sociedad de los 
			Dédalos. En los frescos de Cnossos encontramos representaciones de 
			una «balanza para pesar las almas», y, en los palacios y talleres, 
			restos de aparatos enigmáticos. ¿Acaso los Dédalos o sus vecinos, 
			jugando a aprendices de brujos, trataron de captar la energía 
			volcánica e hicieron saltar, por ambición, su mundo tan extrañamente 
			conseguido? 
			
			 
			Estas preguntas no son absurdas. Tal vez sería más absurdo, y 
			perezoso, no formularlas, por miedo de que se crea en la permanencia 
			de una inteligencia ingeniosa en la Historia plagada de abismos aún 
			inexplorados. 
			
			 
			Cuando se hayan descifrado las escrituras perdidas; cuando hayamos 
			interrogado los mitos, con un espíritu no paternalista ni orgulloso, 
			sino abierto a las posibilidades de anteriores éxitos de la 
			inteligencia creadora, con un espíritu permeable a la idea de 
			circulación de los tiempos (paso de nuestro presente en el pasado, 
			como hay presencia del pasado en el presente), habremos infundido, 
			al fin, verdadera humanidad a la historia humana. 
			  
			
			FIN 
			
			  
			
			
			Volver 
			al Índice 
			
			   |