09. PROFECÍA : ESCRITOS DEL PASADO
La perdurable creencia del género humano de que alguien en el pasado
podía prever el futuro (que, en palabras de los Sumerios, alguien
había conocido el Destino y podía determinar el Hado) se fundó en la
Palabra Escrita.
Revelada o secreta, abierta o cifrada, había que
registrar la información, ponerla por escrito. Una alianza, un
tratado, una profecía, ¿qué valor podrían tener para aquellos que
estaban presentes entonces, o para aquellos que habitarían el
futuro, si no se ponían las palabras por escrito?
Cuando los arqueólogos excavan un lugar de la antigüedad, nada se
les antoja más emocionante y trascendente que «algo» en lo que haya
cosas escritas; un objeto, un ladrillo, una losa de piedra, unos
fragmentos de cerámica, y ni qué decir de un texto o parte de un
texto inscrito en una tablilla de arcilla o en un pliego de papiro.
¿Qué era este lugar, cuál fue su nombre, a qué cultura perteneció,
quiénes fueron sus gobernantes? Unas cuantas letras garabateadas o
un par de palabras ofrecen respuestas; y mucho más, cómo no, los
textos completos.
Uno de los primeros anticuarios, si no un arqueólogo hecho y
derecho, fue el rey asirio Assurbanipal. Creyendo que su propio hado
y el Destino de su nación venían determinados desde el pasado, hizo
de las anotaciones escritas de antaño su principal premio o botín de
sus conquistas; y la biblioteca de su palacio en Nínive tuvo, en
aquel tiempo (siglo VII a.C), quizá la mayor colección de tablillas
de arcilla de innumerables textos antiguos de «mitos» y epopeyas,
anales reales y lo que entonces eran los «libros» (sobre tablillas
de arcilla) de astronomía, matemáticas, medicina y otros textos
inapreciables.
Las tablillas se disponían cuidadosamente en estantes
de madera, y cada estante comenzaba con un listado en una tablilla
catálogo de lo que había en aquel estante. En resumen, había un
tremendo tesoro de conocimientos, registros y profecías de la
antigüedad reunidos aquí. La gran mayoría de los textos conocidos
hoy provienen de las tablillas encontradas en Nínive, o de sus
fragmentos. Al mismo tiempo, las tablillas catálogo que había al
principio de cada estante nos revelan también cuánto se encuentra
aún perdido o por descubrir.
Ciertamente perdidos, pues ninguno fue duplicado en ninguna otra
parte, están los que el mismo Assurbanipal identificó como «escritos
de antes del Diluvio»; sabemos que existieron porque Assurbanipal
alardeaba de que podía leer esos escritos.
Aquí habría que decir que esta afirmación del rey no ha sido tomada
demasiado en serio por los modernos asiriólogos. Algunos han
corregido la declaración del rey para leer «escritos en
Sumerio», pues no sólo parece increíble afirmar que haya habido
escrito alguno milenios antes de las tablillas mesopotámicas, sino
también que tales escritos (o siquiera una tablilla) pudieran haber
sobrevivido a una catástrofe global.
Sin embargo, otros textos y fuentes, que no guardan relación con
Assurbanipal ni con su tiempo, hacen estas mismas afirmaciones.
Adapa, un iniciado antediluviano, escribió un libro cuyo título,
traducido al Sumerio, era U.SAR Dingir ANUM Dingir ENLILA (Escritos
referentes al tiempo [del] divino Anu y el divino Enlil).
Henoc, otro ancestro antediluviano, volvió del cielo con 360
«libros», un número que no sólo hace alusiones
celestiales/matemáticas, sino que, además, señalémoslo, cuando se
convierte en letras nos da SeQeR (60+100+200), «lo que está oculto».
El nombre del emplazamiento de Saqqarah, en Egipto, el «lugar
oculto» de los primitivos enterramientos y pirámides reales,
proviene de la misma raíz.
El Libro de Henoc (conocido como
1 Henoc) pretende haber sido
escrito por el propio
Henoc como informe en primera persona. Aunque según las opiniones de
los expertos fue
compilado poco antes de la era cristiana, las citas que aparecen de
él en otras obras
primitivas y sus paralelismos con otros escritos extrabíblicos (así
como el hecho de que
fuera canonizado en los primeros tiempos del cristianismo)
atestiguan que estuviera basado
en textos verdaderamente antiguos.
En el mismo libro, tras una breve
introducción en la que
explica quiénes fueron
los Nefilim (de renombre en el Génesis 6),
Henoc afirma que lo que
sigue es «el libro de las palabras de justicia y de la reprensión de
los Nefilim eternos» que oyó en una visión y que ahora pasa a poner
por escrito «en lenguaje humano», un lenguaje «que el Grande ha dado
a los hombres para que conversen con él».
Habiéndole sido dado el conocimiento de los cielos y de la Tierra y
sus misterios, se le dijo a Henoc que escribiera las profecías de
acontecimientos futuros (según El Libro de los Jubileos, a Henoc se
le mostró «lo que fue y lo que será»).
Aunque los expertos suponen
que las «profecías» se habían hecho en realidad con posterioridad a
los acontecimientos, la incorporación en 1 Henoc de textos más
antiguos y su posterior canonización atestiguan que en la época del
Segundo Templo se creía firmemente que el futuro se podía predecir
en el pasado por inspiración divina, o incluso que se lo podían
dictar el mismo Señor o sus ángeles a los humanos, para que fuera
registrado y escrito, y pasara a futuras generaciones.
Pero la versión conocida como
2 Henoc, o por su título completo,
El
Libro de los Secretos de Henoc, es aún más enfática a la hora de
afirmar que Henoc se trajo con él libros que no sólo contenían
conocimientos científicos, sino también profecías del futuro. En
este libro se dice que Dios instruyó a Henoc para que «diera los
manuscritos a sus hijos», para que se los pasaran «de generación en
generación y de nación a nación».
Después, Dios le desveló los
«secretos de la Creación» y los ciclos de los acontecimientos en la
Tierra.
«En el principio de los ocho mil años habrá un tiempo de
No-Contar, [un tiempo] sin años, ni meses, ni semanas, ni días, ni
horas»
(2 Henoc 33,1-2).
Más tarde se hacía una referencia a escritos aún más antiguos que
pertenecieron a los antepasados de Henoc, Adán y Set, «manuscrito
que no debería ser destruido hasta el fin de los tiempos». También
hay referencias a un «mapa» que Dios ha «puesto en la Tierra» y ha
ordenado que se conserve, y que el manuscrito de tus padres sea
preservado, y que no perezca en «el Diluvio que mandaré sobre tu
raza».
La referencia a un futuro Diluvio, incluida en 2 Henoc como
revelación profética de Dios a Henoc, nos habla así de «manuscritos»
tanto de Adán como de su hijo Set, y de un «mapa» divino que fue
depositado en la Tierra y que debía sobrevivir al Diluvio. Si estos
«manuscritos» existieron, habría que contarlos entre los escritos
antediluvianos perdidos. En la época del Segundo Templo, se creía
que entre estos escritos antediluvianos estaban
Los Libros de Adán y
Eva, en los cuales se proporcionaban muchos detalles que enriquecían
el relato bíblico.
Los expertos están de acuerdo en que 1 Henoc incorporó claramente,
palabra por palabra,
secciones de un manuscrito muy anterior llamado El Libro de Noé, una
obra que fue
mencionada en otros escritos además de en El Libro de Henoc. Bien
pudiera haber sido ésta
la fuente de los enigmáticos ocho versículos del Génesis, capítulo
6; estos versículos, que
preceden a la versión bíblica del Diluvio y de su héroe, Noé, hablan
de los Nefilim, los
«hijos de los Elohim» que se casaron con las hijas de El Adán, como
trasfondo para la
decisión de Dios de barrer a la humanidad de la faz de la Tierra.
Aquí, el relato se cuenta
por completo, se identifica a los Nefilim y se explica
la naturaleza de la cólera divina. Rememora con toda
probabilidad tiempos y fuentes Sumerias, e incluye algunos detalles
que sólo se conocían a través del texto mesopotámico del Atra Hasis.
Es más que probable que los dos libros mencionados arriba, Los
Libros de Adán y Eva y El Libro de Noé, existieran de hecho en una
forma u otra, y que fueran conocidos por los compiladores del
Antiguo Testamento. Después de haber descrito la creación de El Adán
y de Eva, y el incidente en el Jardín del Edén, el nacimiento de
Caín y Abel, y luego de Enós, el Génesis vuelve a comenzar (en el
capítulo 5) el registro genealógico diciendo, «Éste es el libro de
las generaciones de Adán», y vuelve a narrar el relato de la
creación. La palabra hebrea traducida como «generaciones» (Toledoth)
connota algo más que «generaciones», habla de «las historias de»; y
el texto que sigue da la impresión de ser un resumen basado en algún
texto anterior más largo.
El mismo término, Toledoth, da inicio a la historia de Noé y el
Diluvio. Traducido de nuevo como «Éstas son las generaciones de
Noé», las palabras comienzan realmente no tanto con la historia de
Noé como del Diluvio, una historia basada, sin ningún género de
dudas, en textos Sumerios (y, más tarde, acadios) anteriores.
Algo de luz, interesante e intrigante, sobre lo que El Libro de Noé
pudiera haber contenido se puede encontrar en El Libro de los
Jubileos, otro de los libros apócrifos (extrabíblicos) de la época
del Segundo Templo (o anterior).
En él se dice que los ángeles,
«le
explicaron a Noé todas las medicinas, todas las enfermedades y el
modo de curarlas con hierbas de la tierra; y Noé lo escribió todo en
un libro, concerniente a cada tipo de medicina».
Y después del
Diluvio, Noé «le dio todo lo que había escrito a su hijo Sem».
El capítulo 10 del Génesis no sólo comienza en la Biblia, sino
también en los asuntos humanos, con la palabra Toledoth.
Comienza
tratando de tiempos antediluvianos, y dice:
«Vienen ahora las “generaciones” de los hijos de Noé: Sem, Cam y
Jafet; y a ellos les nacieron hijos después del Diluvio.»
La lista
general, apodada por los eruditos bíblicos como La Mesa de las
Naciones, vuelve a Sem y a sus descendientes, y presta especial
atención al linaje de su hijo mediano Arpaksad, tanto en este
capítulo como, al volver sobre el tema, en el capítulo 11, con la
obertura «Estas son las “generaciones” de Sem». Lo importante aquí,
pronto lo veremos, es que éste era el linaje ancestral directo de la
familia de Abraham.
La existencia de un libro que arbitrariamente podríamos titular El
Libro de Sem o, más
concretamente, El Libro de Arpaksad, viene sugerida por otra
tradición concerniente a
escritos de antes del Diluvio. La referencia se encuentra en El
Libro de los Jubileos, y nos
informa de que Arpaksad, nieto de Noé, fue instruido por su padre
Sem en la lectura y la
escritura; y buscando un lugar donde establecerse,
«encontró un
escrito que generaciones
precedentes habían tallado en una roca, y leyó lo que allí había, y
lo transcribió».
Entre
otras informaciones,
«se incluían las enseñanzas de los Nefilim
concernientes a la forma de observar los augurios del sol, la luna y
las estrellas, y las señales del cielo».
Esta descripción de los
contenidos de los escritos de los Nefilim, y por tanto de antes del
Diluvio, se asemeja en los términos a El Libro de Henoc acerca de
los conocimientos del Sol, la Luna y las estrellas/planetas que se
le enseñaron de «las tablillas celestes, y todo lo que allí había
escrito».
Henoc le pasó todo esto a su hijo Matusalén, diciéndole:
Todas estas cosas te las estoy contando a ti
y escribiendo para ti; te lo he revelado todo
y te he dado los libros relativos a todo esto. Así pues, conserva, Matusalén, hijo mío,
los libros que recibiste de la mano de tu padre y entrégaselos a las generaciones del mundo.
En los escritos de Beroso podemos encontrar una referencia nada
ambigua a escritos antediluvianos y a lo que les sucedió en lo
relativo a la destrucción en la avalancha de aguas.
Beroso fue un
sacerdote e historiador babilonio que compiló una historia de la
Humanidad para los gobernantes griegos de Oriente Próximo tras la
muerte de Alejandro; y, como sacerdote, tenía acceso evidentemente a
la biblioteca de escritos antiguos en acadio (y, posiblemente,
también en Sumerio: en el primer volumen de sus escritos, que
describe los acontecimientos desde el amerizaje de Ea hasta el
Diluvio, llamaba al héroe de la gran inundación por su nombre
Sumerio, Ziusudra).
En los fragmentos de los escritos de Beroso que
están disponibles a través de los historiadores griegos, se dice que
después de que Ea/Enki le revelara a Sisithros (= Ziusudra) que iba
a haber un Diluvio,
«le ordenó que ocultara en Sippar, la ciudad de
Shamash, todos los escritos que pudiera. Sisithros hizo todo esto,
se fue inmediatamente a Armenia y, acto seguido, ocurrió lo que el
Dios le había anunciado».
Esos escritos trataban de «principios,
mitades y finales».
Beroso seguía narrando que, entre aquellos que embarcaron en el arca
y sobrevivieron al Diluvio, estaba Sambethe, la esposa de uno de los
hijos de Ziusudra/Noé (su nombre es, probablemente, una corrupción
del Sumerio o el acadio Sabitu («La Séptima»).
Según Beroso,
«ella
fue la primera de las Sibilas, y ella había profetizado lo
concerniente a la construcción de la Torre de Babilonia, y todo lo
sucedido a las empresas de sus planificadores; esto fue antes de la
división de las lenguas».
A esta mujer, primera de una línea de profetisas oraculares (la más
famosa de las cuales fue la Sibila de Delfos) se le atribuía el
papel de intermediaria entre los Dioses y los supervivientes del
Diluvio. Ella pronunciaba ante ellos lo que decía «una voz del
aire», que les indicaba cómo sobrevivir después del Diluvio y «cómo
recuperar de Sippar los libros que describían el futuro de la
Humanidad».
Los omnipresentes recuerdos y tradiciones referentes a escritos de
antes del Diluvio insisten claramente en afirmar que, además de todo
tipo de conocimientos científicos, también incluían profecías
concernientes al futuro. Muy a menudo, estas profecías no sólo
tenían que ver con acontecimientos fatídicos que caerían sobre
individuos o naciones, sino también con el destino último de la
humanidad y de la Tierra.
A Henoc se le mostró «lo que fue y lo que
será», y puso por escrito los secretos de la creación y los ciclos
de los acontecimientos en la Tierra para futuras generaciones. Dios
había puesto un «mapa» en la Tierra que determinaba el destino del
planeta y todo lo que hay sobre ella. Los escritos de antes del
Diluvio trataban de «principios, mitades y finales».
Lo cierto es que, cuando uno revisa las creencias que subyacen a
todas estas declaraciones, empieza a comprender por qué los
redactores del Génesis en su versión hebrea omitieron el Alef para
hacer que el principio se iniciara con Principio, con la «B» (Beth).
Pues la idea de un principio incorpora en sí la idea de un final. La
admonición de que los escritos antiguos, que contenían todo lo que
hay que saber (esos antiguos «bancos de datos», por utilizar un
lenguaje informático), se debían conservar hasta «el final de los
tiempos» o «el final de los días» supone que tal final estaba
destinado. Comenzando con el Principio, los redactores de la Biblia
se suscribían a esa creencia.
Estos conceptos impregnan la Biblia, desde el comienzo del Génesis,
pasando por los libros de los Profetas, hasta los libros finales (de
la Biblia hebrea).
«Y Jacob convocó a sus hijos, y dijo: Venid,
reuníos, y os contaré lo que os acontecerá en el final de los días»
(Génesis 49,1).
Temiendo que los israelitas abandonaran los
mandamientos tras su muerte, Moisés los alertó sobre «los males que
os acontecerán en los últimos días» (Deuteronomio 31,29). Junto con
esta admonición había una predicción, una profecía, del Hado y del
futuro de cada una de las tribus de Israel.
Las visiones proféticas
de Isaías se abren con esta declaración: «Y ocurrirá al final de los
días» (2,2); y el profeta Jeremías explica con toda claridad que lo
que sucederá «al final de los días» había sido planeado «en el
corazón de Yahveh» desde el mismo principio (23,20). «Él cuenta el
Final en el Principio», ensalzaba Isaías al Señor Dios (46,10).
Dios era el profeta máximo y la fuente de toda profecía. Esa visión
bíblica encuentra su
expresión incluso en aquellos puntos donde el texto parece que sólo
da cuenta de
acontecimientos. El castigo impuesto a Adán y Eva después de comer
del fruto prohibido en
el Jardín del Edén prevé los caminos futuros de los seres humanos. A
Caín se le dio una
señal de protección, pues de otra manera él y sus hijos habrían
sufrido venganzas durante
setenta y siete generaciones. En la alianza que Dios hizo con Noé y
sus hijos, el Señor
prometió que nunca más volvería a haber un Diluvio.
En la alianza
con Abraham, Dios
predice su futuro como padre de multitudes de naciones; pero
anticipa que llegará un tiempo
en el cual sus descendientes serán esclavizados en una tierra
extranjera, una amarga
experiencia que duraría 400 años (que es lo que duró la estancia de
los israelitas en Egipto). Y respecto a la estéril Sara, Dios
predijo que tendría un hijo y que de su vientre llegarían naciones y
reyes.
En su repaso de la historia de la Humanidad desde Adán y Eva,
pasando por la destrucción del Primer Templo de Jerusalén y su
reconstrucción a manos de los exiliados que regresaron en el siglo
VI a.C, el Antiguo Testamento nos cuenta también, de forma indirecta
y casi imperceptible, el cambio de la profecía, desde una
comunicación directa de Dios con uno, a través de los ángeles
(literalmente: Emisarios) y, por último, a través de los profetas.
Aunque a Moisés se le designaba como Profeta de Dios, la
universalidad del fenómeno queda de manifiesto en el relato bíblico
de Bile’am o Balaam.
Éste era un famoso adivino en la época del
Éxodo, y lo retuvo el rey de los moabitas para que maldijera a los
israelitas que avanzaban contra ellos; pero cada vez que se
preparaba un lugar y se preparaban los rituales para la maldición,
Yahveh se le aparecía y le advertía que no maldijera a Su pueblo
elegido.
Después de varios intentos, el rey moabita lo persuadió
para que lo intentara una vez más; pero entonces, en una visión
divina, Bala’am pudo,
«escuchar las palabras de Dios y discernir el
conocimiento de Aquel que es Altísimo».
«Aunque apenas puedo verla
-anunció Bala’am de la Estrella de Jacob-; aunque no ahora, se ha
adelantado.»
Y eso es lo que el mensaje divino es, dijo: los Hijos
de Israel derrotarán y vencerán a las naciones que se pongan en su
camino. Increíblemente, en la lista de esas naciones de perdición
estuvo Asiria, una nación que no se encontraba en Canaán en la época
del Éxodo, y cuyos reyes asaltaron muchos siglos después los reinos
israelitas que aún no estaban del todo formados.
Un caso de profecía basado en profecías del pasado fue el de la
futura gran batalla de Gog y Magog que se le reveló al profeta
Ezequiel (capítulos 38 y 39), una batalla que en la literatura
apocalíptica de la época asumió el papel de la batalla final en el
último milenio, el Armageddon del Nuevo Testamento.
Aunque en
escritos posteriores Gog y Magog fueron tratados como dos personas o
naciones diferentes, Ezequiel habla de Gog como del soberano del
país de Magog, y predice que el fin de su dominación llegará cuando
ataque la tierra de Jerusalén, «el ombligo de la Tierra».
Tras
predecir que esto tendrá lugar en «el Fin de los Días», y será una
señal de ello, Yahveh declara a través de Ezequiel: Aunque tú sólo
llegarás hasta el fin de los días, Gog, es de ti de quien Yo he
hablado en los días de antaño a través de los Profetas de Israel que
habían profetizado en aquellos días.
Yahveh anunció a través de Ezequiel que, en esos tiempos finales,
habrá un gran temblor de tierra y una gran destrucción, plagas y
derramamientos de sangre, y torrentes de lluvia, y caerá fuego y
azufre de los cielos.
Otro profeta que recordaba a los profetas anteriores, a los
«Primeros Profetas», fue Zacarías (1,4, 7,7, 7,12), que también veía
el futuro en términos de pasado, de los así llamados «Primeros
Días». Esto estaba en línea con todas las profecías bíblicas: al
predecir el futuro, los profetas afirmaban que el Fin estaba anclado
en el Principio.
Al prever a las naciones del mundo reunidas para
averiguar lo que se avecinaba, el profeta Isaías los visualizaba
preguntándose unos a otros,
«¿Quién de entre nosotros puede decir el
futuro dejándonos escuchar las Primeras Cosas?»
E Isaías, burlándose
de esa inquietud entre las naciones que se preguntaban sobre el
pasado y el futuro entre sí, en vez de preguntarle a Dios, declaraba
que sólo Yahveh, el Señor de los Ejércitos, tenía ese conocimiento
(Isaías, capítulo 43).
Todo esto se amplía más adelante, en Isaías 48, donde Yahveh
anuncia:
Soy yo el que ha contado las primeras cosas,
de mi boca se
pronunciaron.
Y las anunciaré de súbito;
y cuando lo haga, sucederá.
La búsqueda del pasado oculto con el fin de adivinar el futuro no
solamente impregna los libros de los profetas, sino también los
libros bíblicos de los Salmos, los Proverbios y Job.
«Escucha,
pueblo mío, mis enseñanzas, tiende tu oído a las palabras de mi
boca; abriré mi boca con parábolas y hablaré de los enigmas de los
tiempos de antaño», dice el salmista (78,2-3), de los recuerdos
pasados de generación en generación.
Poco antes, tras afirmar que
estaba cualificado para hablar de estos enigmas, decía:
«Pues he
tenido en cuenta los días de antaño y los años de los tiempos
antiguos»
(77,6).
Este enfoque, en el sentido de «vamos a averiguar lo que sucedió en
el pasado para así poder saber lo que va a ocurrir», estaba basado
en la experiencia de la Humanidad a lo largo de milenios de memoria,
en su mayor parte «mitos»; para nosotros, recuerdos de
acontecimientos reales. Para cualquiera que conozca los relatos
antiguos (cualquiera no sólo de ahora, sino de tiempos bíblicos),
tenía que ser obvio que, en cada giro y vuelta del camino, la
Humanidad dependiera de los planes y de los caprichos de sus
creadores, los Elohim.
En el Principio, tanto a nosotros hoy como a la gente de hace
milenios (y, ciertamente, a los profetas), se nos ha dicho que
vinimos a la existencia como consecuencia de las discusiones
acaecidas en un consejo de Dioses, en una reunión para resolver un
motín en las minas de oro. Nuestra constitución genética quedó
determinada mientras dos Anunnaki, Enki y Ninmah, actuaban con una
mezcla de seriedad y de frivolidad.
Fue en el Consejo de los Grandes
Dioses donde se voto y se juró darle fin al experimento creativo y
dejar perecer a la Humanidad en el Diluvio. Y fue así, reunidos en
consejo, que los Dioses Anunnaki decidieron, tras el Diluvio, dar a
la Humanidad la «Realeza» en las tres regiones: las civilizaciones
de Mesopotamia, del Valle del Nilo y del Valle del Indo.
Las gentes del último milenio antes de Cristo (la época de los
profetas bíblicos), curiosas por los registros de los Principios,
por la historia de la especie humana desde la Creación, su paso a
través del Diluvio hasta su auge como naciones, también se
preguntaban por los Días de Antaño, por los acontecimientos de un
milenio o dos antes (la época en la que la Biblia pasó a Ur de los
caldeos, en Sumer, y Abraham y la Guerra de los Reyes, y el desastre
de Sodoma y Gomorra).
«Hablanos de los Días de Antaño, para que
sepamos lo que nos espera», pedía el pueblo a aquellos a los cuales
se les había confiado la profecía y el conocimiento.
En la Biblia se mencionan varios de estos registros («libros») que
quizá tuvieran las
respuestas, pero que se han desvanecido por completo.
Uno de ellos
es
El Libro de Jashar
(El Libro de la Rectitud, si lo traducimos literalmente, que
probablemente quería decir el
registro de las Cosas Correctas). Otro de esos libros, y
probablemente mucho más
importante, era El Libro de las Guerras de Yahveh, que por su
enigmático título no podía tratar de otra cosa que de las guerras y
los conflictos entre los Elohim.
Estos conflictos, que estallaban a veces en guerra abiertas,
quedaron registrados en los escritos Sumerios; y estos escritos del
pasado eran en verdad Palabras Divinas, pues los textos bien fueron
escritos por escribas divinos, o bien fueron dictados por los Dioses
a escribas humanos. Originariamente anotados por los mismos Dioses,
narraban los acontecimientos acaecidos en Nibiru, entre los que
estaba cómo se apoderó Anu del trono y la continuación de las luchas
por la sucesión en otro planeta, la Tierra; el relato de Zu; la
contienda entre Horus y Set (que llevó al primer enrolamiento de
humanos para una guerra entre Dioses).
Y a esta categoría de
escritos de los mismos Dioses pertenecía un «texto profético» que ha
llegado hasta nosotros en su versión acadia, y que es nada menos que
una autobiografía de Marduk. En la otra categoría, la de los libros
dictados directamente por una deidad, había un texto conocido como
La Epopeya de Erra, una crónica de acontecimientos relatada por
Nergal. Ambos textos fueron intentos de los Dioses por explicarle a
la Humanidad de qué modo dos milenios de civilización (los Días de
Antaño) habían llegado súbitamente a término.
Era algo más que una ironía que los acontecimientos que había
desencadenado el fin de la gran civilización Sumeria coincidieran
con su época de mayor gloria.
En un «libro de antaño» (un texto
Sumerio), quedó registrado el Consejo de los Grandes Dioses en el
cual se decidió conceder la Realeza (civilización) a la Humanidad:
Los grandes Anunnaki que decretan los Hados
se sentaron para intercambiar sus consejos referentes al país.
Ellos, que crearon las cuatro regiones, que levantaron las poblaciones, que supervisaron el país,
eran demasiado elevados para la Humanidad.
Y así decidieron que se creara la institución de la
Realeza, tanto
como salvaguarda como por establecer un vínculo entre los Elevados y
la masa de la humanidad.
Hasta entonces, a los terrestres se les
había permitido vivir junto a los recintos sagrados en las ciudades
de los Dioses; a partir de ahí, tendrían sus propias ciudades,
gobernados por los LU.GAL, los «Grandes Hombres» (los reyes), que
tendrían que actuar como sustitutos de los señores divinos.
Cuando los Anunnaki volvieron al Edin, la llanura entre el Tigris y
el Eufrates, después de que ésta se secara lo suficiente tras el
Diluvio, se refundaron las Ciudades de los Dioses siguiendo
exactamente los planos antediluvianos.
La primera en ser
reconstruida fue Eridú, la ciudad de Enki; y fue allí, según
creemos, donde se tomó la trascendental decisión de concederle la
civilización a la Humanidad; el momento, según muestran las
evidencias arqueológicas, tuvo lugar hacia el 3800 a.C.
Pero acatando la decisión de los Dioses, la Realeza de los hombres
tenía que originarse en una ciudad de hombres, y ésta fue una nueva
población llamada Kis. La fecha se selló con la concesión de un
calendario para la Humanidad, un calendario diseñado en el «centro
de culto» de Enlil, Nippur. Comenzó a contar el tiempo en el 3760
a.C.
En La lista de los reyes Sumerios se registran los repetidos
traslados de la capitalidad de la nación de una ciudad de los
hombres a otra en Sumer. Estos cambios tenían algo que ver con la
fortuna y con los cambios de autoridad entre los mismos Dioses, o
incluso por las rivalidades entre ellos, tanto en la Primera Región
(Mesopotamia y tierras vecinas), la Segunda Región (el Valle del
Nilo) y la Tercera Región (el Valle del Indo), donde las
civilizaciones se establecieron hacia el 3100 a.C. y el 2900 a.C.
respectivamente.
Latente por debajo de la superficie y con
erupciones violentas esporádicas se hallaba el conflicto entre Marduk y
Ninurta, los herederos de Enki y Enlil respectivamente, que
tomaron como propia la antigua rivalidad entre sus padres. De hecho,
no hubo Paz en la Tierra hasta que Marduk (el causante de la muerte
de Dumuzi) fue sentenciado a ser enterrado vivo dentro de la Gran
Pirámide sellada, sentencia que sería conmutada por la de exilio.
Fue el mismo castigo (destierro a una tierra distante) que Marduk le
había impuesto a su hermanastro Ningishzidda/Thot, que cruzó los
océanos para convertirse en el Dios Serpiente Emplumada
(Quetzalcóatl) de Mesoamérica.
Fue durante ese período de relativa paz, que comenzó con el inicio
del tercer milenio a.C, cuando la civilización Sumeria se extendió
por las tierras vecinas y floreció bajo el reinado de grandes reyes,
como Gilgamesh. Pocos siglos después, la expansión hacia el norte
incorporó a las tribus semitas; y hacia el 2400 a.C, se formó una
nación aún mayor, bajo un rey justo (Sharru-kin), Sargón I, con
capital en la nueva ciudad de Agadé. A partir de entonces, se
conocería a la nación como el reino unificado de Sumer y Acad.
Se han encontrado numerosos textos, la mayoría fragmentados, que dan
cuenta del curso de
los acontecimientos en los siglos siguientes (tanto en los asuntos
de los Dioses como en los
de los hombres). El centro del imperio siguió cambiando.
Finalmente,
en 2113 a.C,
comenzó el capítulo más glorioso de la historia de Sumer y Acad. Los
historiadores se
refieren a esta era como el período de Ur III, pues era la tercera
vez que Ur se convertía en
la capital del imperio. Era el «centro de culto» de Nannar/Sin, que
vivía en su recinto
sagrado con su esposa Ningal. Su señorío era de amplias miras y
benévolo.
El rey al que se
había ungido para dar comienzo a la nueva dinastía, Ur-Nammu («El
Gozo de Ur») era
sabio, justo, y un maestro en el comercio internacional, en el cual
Sumer intercambiaba
cereales y productos lanares por metales y maderas; sus coloridos
mantos eran apreciados,
según la Biblia, hasta en la distante Jericó. Los «mercaderes de Ur»
eran respetados y
conocidos internacionalmente; y gracias a ellos se difundió la
civilización Sumeria, en todos
sus aspectos.
Necesitados de lana, los Sumerios se introdujeron en
los pastizales de las regiones del norte, donde fundaron un
importante centro comercial, a las puertas de Asia Menor, el país de
los hititas. Se le llamó Jarán, «El Caravansar».
Se pretendió que
fuera una pequeña-Ur, una Ur-lejos-de-Ur, y en su trazado y en su
templo emuló a la propia Ur.
Mientras tanto, desde su exilio, Marduk observaba los
acontecimientos con un sentimiento
creciente de frustración y cólera.
En su autobiografía (una copia de
la cual se descubrió en
la biblioteca de Assurbanipal), Marduk recordaba cuando, después de
errar por muchas
tierras, «desde donde el sol se eleva hasta donde se pone», había
llegado a las Tierras de
Hatti (las tierras de los hititas). «Veinticuatro años anidé en
medio de ellas» -escribió. Y
durante todos esos años, no dejó de preguntar al consejo de los
Dioses- «¿Hasta cuándo?»
Ante la ausencia de una respuesta clara o satisfactoria, Marduk miró
a los cielos. Ya hemos dicho que el Hado tiene doce estaciones; la
Estación-Hado (la casa zodiacal) de Marduk era la constelación del
Carnero (Aries); y cuando la Precesión fue llevando el primer día de
la primavera más allá de la constelación del Toro (Tauro), signo
zodiacal de Enlil, empezó a «entrar» en la Estación-Hado del Carnero
de Marduk.
Convencido de que había llegado el momento de que se
realizara su Destino, Marduk se vio volviendo a Babilonia con pompa
y circunstancia, señalando un rey digno, contemplando a las naciones
en paz y a los pueblos prósperos, una visión profética de lo que
sucedería en los Días Postreros, cuando Babilonia daría vida a su
nombre: Bab-ili, «Puerta de los Dioses».
Otros textos de aquella época, que los expertos consideran como
parte de una colección de Profecías acadias, registraban los
informes de los astrónomos que observaban los cielos en busca de
augurios planetarios relacionados con la constelación del Carnero.
Sin embargo, los augurios eran en su mayor parte de guerra, matanza,
saqueo y destrucción; y fueron éstas las profecías, más que las
prometedoras de Marduk, que habían de cumplirse.
El resto de Dioses,
liderados por Ninurta y por el propio hermano de Marduk, Nergal,
utilizando herramientas científicas «de los Días de Antaño»,
«artefactos del Cielo y la Tierra», clamaron que no había tenido
lugar aún el cambio a la Era del Carnero. Impaciente, Marduk envió a
su hijo, Nabu, a que levantara un ejército de humanos de entre sus
seguidores en las Tierras del Oeste, las tierras al oeste del río
Eufrates. En 2024 a.C, Nabu lanzó con éxito la invasión de
Mesopotamia y le abrió las puertas de Babilonia a su padre Marduk.
En La Epopeya de Erra se narran estos trascendentales
acontecimientos desde el punto de vista de Nergal (apodado Erra, El
Aniquilador) y de Ninurta (apodado Ishum, El Abrasador). Aquí se
relatan las frenéticas negociaciones por resolver la disputa de
forma pacífica, las llamadas a Marduk para que fuera paciente, los
interminables debates en el Consejo de los Anunnaki que terminaron
convirtiéndose en una reunión en sesión continua, la alarma ante las
verdaderas intenciones de Nabu y su ejército humano y, por último,
las sospechas de que, mientras Marduk hablaba de Babilonia como de
la Puerta de los Dioses, su hijo, junto con seguidores de las
regiones fronterizas con el espaciopuerto del Sinaí, estaba
intentando realmente capturar el espaciopuerto para así controlar el
contacto con el planeta madre, Nibiru.
No viendo otra salida para detener a Marduk y a Nabu, el Consejo de
los Grandes Dioses autorizó a Nergal y a Ninurta para que abrieran
las «Siete Armas Terribles» que habían estado ocultas y selladas en
el Abzu (el hogar de Enki en el sureste de África). Se desencadenó
un holocausto nuclear; el espaciopuerto se vaporizó, dejando un
gigantesco corte en el rostro de la península y una enorme región
ennegrecida a su alrededor. Las «ciudades pecadoras», que se habían
puesto del lado de Nabu en lo que entonces era un fértil valle al
sur del Mar Muerto, también fueron arrasadas (una aniquilación que
Abraham pudo ver desde su hogar en el sur de Canaán).
Pero el Hado quiso que la «nube de muerte» nuclear, llevada por los
vientos predominantes del Mediterráneo, derivara hacia el este,
hacia Mesopotamia; en su sendero, todo lo que había con vida,
personas, animales, plantas, murió de una muerte horrible. A medida
que la nube mortífera se acercaba a Sumer, los Dioses Anunnaki
comenzaron a abandonar sus ciudades.
Pero Nannar/Sin no quiso
aceptar la perdición de su espléndida ciudad, Ur. Sus llamamientos a
Anu y a Enlil para que encontraran una forma de que Ur fuera
liberada del mal fueron vanos. Enlil, impotente, le diría con toda
franqueza: «A Ur se le concedió la realeza, pero no se le concedió
un reinado imperecedero... Su realeza, su reinado, han sido
cortados.» No era imperecedero su NAM.TAR, un Destino que se podía
cortar y romper, un Hado.
Pero el Hado quiso que los vientos, cuando llegaron a Mesopotamia,
cambiaran su curso hacia el sureste. Y mientras Sumer y sus grandes
ciudades de antaño caían postradas y desoladas, la ciudad de
Babilonia, en el norte, quedó completamente indemne.
Hasta entonces, Marduk había estado observando los cielos para
adivinar su Hado. Pero la milagrosa liberación de Babilonia de la
muerte nuclear y de la desolación le llevó a preguntarse si su
camino hacia la supremacía, ahora sin ningún tipo de obstáculos, no
sería algo más que Hado, si no sería su Destino.
Si Marduk no hubiera sido una deidad ya, no dudaríamos en afirmar
que habría sido deificado. En esas circunstancias, podríamos decir
celestializado. El vehículo de esta «celestialización» fue una
alteración («falsificación» sería igualmente aplicable) del
santificado texto del Enuma elish: llamarle «Marduk» a Nibiru,
haciendo así del supremo Dios planetario y del supremo Dios en la
Tierra una y la misma cosa.
Tras esta sustitución de «Marduk» por
Nibiru en el relato de la Batalla Celestial, las palabras cruciales
se le aplicaron entonces a él: la obtención de una Tablilla de los
Destinos de Kingu, el jefe del ejército de Tiamat, La Tablilla de
los Destinos le arrebató,la selló con un sello,a su [propio] pecho
se la sujetó.
Suyo era ahora ese Destino. Y los Dioses, en su Asamblea, «tuvieron
en cuenta este
pronunciamiento». Se postraron y gritaron: «¡Marduk es el rey!»
Aceptando lo inevitable,
Anu y Enlil (según una inscripción del rey babilonio Hammurabi),
determinaron para
Marduk, el primogénito de Enki, las funciones-Enlil sobre toda la
humanidad, lo hicieron
grande entre los Dioses que observan y ven, llamaron a Babilonia por
su nombre para que
fuera exaltada, para hacerla suprema en el mundo; y establecieron para
Marduk, en su centro, un Señorío imperecedero.
La coronación, por utilizar un término comprensible, de Marduk
como «rey de los Dioses» tuvo lugar en una solemne ceremonia, en una
reunión de los Cincuenta Grandes Dioses y los «Siete Dioses del
Destino», y con centenares de Anunnaki de base presentes.
Simbólicamente, Enlil puso ante Marduk su arma divina, el Arco.
Después, el traspaso de los poderes de Enlil a Marduk se celebró con
el traspaso a Marduk del rango numérico secreto de 50. Esto se llevó
a cabo por medio de una recitación, uno por uno, de los «cincuenta
nombres». Comenzaron con el propio nombre de Marduk, afirmando que
había sido el mismo Anu quien le había denominado Marduk cuando
nació, y, recorriendo el resto de nombres-epítetos, terminaron con
Nibiru, la transformación del Dios de la Tierra en el Dios supremo
planetario.
Los cincuenta nombres estaban compuestos por combinaciones de
sílabas o palabras Sumerias; los epítetos de quienquiera que hubiera
poseído los cincuenta nombres antes de la Epopeya de la Creación se
falsificaron para acomodárselos a Marduk; y aunque los redactores
babilónicos del texto (escrito en lengua acadia) intentaron explicar
a sus contemporáneos las enigmáticas palabras silábicas Sumerias, es
evidente que ni siquiera ellos pudieron captar por completo lo que
transmitía el mensaje secreto de cada nombre.
Estos significados
secretos o codificaciones que subyacen a los cincuenta nombres
fueron reconocidos por el famoso asiriólogo y erudito bíblico E. A. Speiser, quien al traducir al inglés el
Enuma elish para la obra
Ancient Near Eastern Texts Relating to the Oíd Testament, observó
que,
«el texto etimologiza los nombres de un modo que la Biblia hace
familiar; las etimologías, que acompañan prácticamente a todos los
nombres que hay en la larga lista, parecen más cabalísticas y
simbólicas que estrictamente lingüísticas».
En los cincuenta nombres hay más de naturaleza «cabalística» de lo
que concede la observación de arriba. Los nueve primeros nombres
están listados al final de
la sexta tablilla del Enuma elish, y se
acompañan de varios versículos de elogio.
Como ya hiciera notar
Franz M. Th. Bóhl en su Die fünfzig Ñamen des Marduk, el
pronunciamiento de estos nueve primeros nombres se les atribuía a
los antepasados no sólo de Marduk, sino incluso del mismo Anu; tres
de ellos contenían un triple significado cada uno; y en uno de estos
significados-dentro-de-significados, se atribuía a Marduk la
capacidad singular (y por otra parte no notificada) de «revivir a
los Dioses muertos».
Franz Bóhl sugería que eso podía ser una
referencia a la muerte y la resurrección de Osiris (de la tradición
egipcia), porque los tres nombres siguientes (los números 10,11 y
12) eran variantes del nombre-epíteto ASAR (Asaru en acadio) y,
según Bohl, eran tres epítetos que tenían sus correspondientes en
otros tres epítetos del Dios egipcio.
Con esos tres nombres-epítetos, el Enuma elish pasa a la séptima
tablilla, no sin implicaciones para los siete días de la Creación
del Génesis (de los cuales los seis primeros fueron días de
actividad y el séptimo un día de descanso y contemplación divina); y
recordemos que el siete se correspondía con la designación
planetaria de la Tierra y de Enlil como comandante de la Tierra.
Los tres epítetos ASAR, tras los cuales los nombres-epítetos se
hacen variados y diversos, elevan el total de nombres a doce. Se
explican además en cuatro versículos que dan el cuádruple
significado de los tres nombres ASAR, sugiriendo de nuevo un intento
por incorporar el doce en el texto.
La recitación de los cincuenta
nombres incorpora, así pues, el número de rango divino de Enlil y su
número planetario, el número de los miembros del Sistema Solar y el
de las constelaciones.
«La totalidad de mis instrucciones se encarnan en los cincuenta
nombres», anunció Enki al
término de la ceremonia.
En esos nombres, «se han combinado todos
los ritos». Con su
propia mano «lo ha escrito, lo ha preservado para el futuro», y
ordenó que lo escrito fuera
albergado en el templo Esagil que los Dioses construirían para
Marduk en Babilonia. Allí,
un linaje de iniciados sacerdotales salvaguardará los conocimientos
secretos, y lo pasará de
padres a hijos:
«Que se conserven [allí], que el anciano los
explique; que el padre sabio y
entendido se lo imparta al hijo.»
¿Qué significados profundos, que conocimientos secretos albergaban
los cincuenta nombres que, según Enki, combinaban en ellos todo lo
que había que saber?
Quizás algún día, cuando un nuevo descubrimiento nos permita
decodificar los cifrados
numéricos de los reyes asirios y babilonios, nosotros también lo
sepamos.
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