15 - EL REINO
EN LA TIERRA
El Diluvio, una experiencia traumática para la Humanidad, no lo fue
menos para los «dioses», los nefilim.
Tal como decían las listas de reyes sumerios, «el Diluvio había
arrasado», y el esfuerzo de 120 shar's había desaparecido de la
noche» a la mañana. Las minas del sur de África, las ciudades en
Mesopotamia, el centro de control de Nippur, el espaciopuerto de
Sippar; todo estaba enterrado bajo el agua y el lodo. Cerniéndose en
sus lanzaderas por encima de la ahora devastada Tierra, los nefilim
esperaban pacientemente a que las aguas se apaciguaran para poder
poner el pie de nuevo en tierra firme.
¿Cómo iban a vivir en la Tierra a partir de ahora, cuando ciudades e
instalaciones habían desaparecido, incluso cuando la mano de obra
-la Humanidad- había sido totalmente destruida?
Cuando los asustados, exhaustos y hambrientos grupos de nefilim
aterrizaron por fin en los picos del «Monte de la Salvación»,
debieron sentir cierto alivio al descubrir que el Hombre, así como
los animales, no habían perecido por completo. Incluso Enlil,
enfurecido al principio al descubrir que sus objetivos se habían
frustrado en parte, no tardó en cambiar de opinión.
La decisión de la deidad era una decisión práctica. Enfrentados con
su propia situación extrema, los nefilim dejaron a un lado sus
inhibiciones con respecto al Hombre, se arremangaron y se pusieron
de inmediato a enseñar al Hombre las artes del cultivo de la tierra
y de la cría del ganado. Dado que la supervivencia, claro está,
dependía de la rapidez con la cual se desarrollaran la agricultura y
la domesticación de animales para sustentar a los nefilim y a una
Humanidad que se iba a multiplicar rápidamente, los nefilim pusieron
su avanzado conocimiento científico en el empeño.
Sin ser conscientes de la información que se podía recoger de los
textos bíblicos y sumerios, muchos científicos que han estudiado los
orígenes de la agricultura han llegado a la conclusión de que ésta
se «descubrió» hace unos 13.000 años gracias al clima neotérmico
(<<nuevamente cálido») que siguió al fin de la última glaciación.
Sin embargo, mucho antes que los expertos modernos, la Biblia ya
había situado los comienzos de la agricultura inmediatamente después del Diluvio.
«Sementera y Siega» se citan en el Génesis como dones divinos
concedidos a Noé y a sus descendientes como parte de la alianza
posterior al Diluvio entre la Deidad y la Humanidad:
Mientras haya días en la Tierra, no cesarán Sementera y Siega, Frío y Calor, Verano e Invierno, Día y Noche.
Después de ser concedido el conocimiento de la agricultura, «Noé se
dedicó a la labranza y plantó una viña»; es decir, se convirtió en
el primer labrador postdiluviano que se involucró en la deliberada y
complicada labor agrícola.
Los textos sumerios también atribuyen a los dioses la concesión de
la agricultura y de la domesticación de animales a la Humanidad.
Siguiendo el rastro de los comienzos de la agricultura, los expertos
modernos han descubierto que ésta apareció en Oriente Próximo, pero
no en los fértiles llanos y valles de fácil cultivo, sino en las
montañas que bordean en semicírculo las llanuras bajas. ¿Por qué
aquellos primitivos agricultores evitaron los llanos y limitaron sus
labores a los difíciles terrenos montañosos?
La única respuesta plausible es que las tierras bajas eran, en el
momento en el que comenzó la agricultura, inhabitables. Hace 13.000
años, después del Diluvio, las zonas bajas aún no estaban
suficientemente secas. Pasaron milenios antes de que llanos y valles
se secaran lo suficiente como para permitir que la gente bajara de
las montañas que rodean Mesopotamia y se establecieran en las
llanuras. Y esto es, ciertamente, lo que nos cuenta el Libro del
Génesis: muchas generaciones después del Diluvio, la gente llegó
«desde oriente» -desde las zonas montañosas al este de Mesopotamia-
«hallaron una vega en el país de Senaar [Sumer] y allí se
establecieron».
Los textos sumerios dicen que Enlil fue el primero en sembrar
cereales «en los terrenos de las colinas» -en las montañas, no en
los llanos- y que hizo posible el cultivo en las montañas
manteniendo a distancia las aguas de la inundación. «Él cerró el
paso a las montañas como con una puerta». El nombre de esta tierra
montañosa al oriente de Sumer, E.LAM, significaba «casa donde
germinó la vegetación». Después, dos de los ayudantes de Enlil, los
dioses Ninazu y Ninmada, extendieron el cultivo de cereales a las
llanuras para que, con el tiempo, «Sumer, el país que no conocía el
grano, conociera el grano».
Los expertos, que han dejado establecido que la agricultura comenzó
con la domesticación de una variedad silvestre de trigo -el Triticum
dicoccum- como origen del trigo y la cebada, no pueden explicar cómo
puede ser que los cereales más antiguos (como aquellos encontrados
en cueva de Shanidar) fueran ya uniformes y estuvieran altamente
especializados. Se necesitan miles de generaciones de selección
genética a través de la naturaleza para conseguir siquiera un
modesto grado de sofisticación. Sin embargo, el período, el tiempo o
el lugar en el cual pudo tener lugar un proceso tan gradual y
prolongado no se encuentra por ninguna parte en la Tierra. No existe
explicación para este milagro botánico-genético, a menos que el
proceso no fuera de selección natural, sino de manipulación
artificial.
En la escanda, una clase de trigo de grano duro, hay un misterio aun
mayor, pues resulta ser el producto de «una mezcla inusual de genes
botánicos», no del desarrollo de una fuente genética ni de la
mutación de una fuente. Es, con toda seguridad, el resultado de la
mezcla de genes de varias plantas. Y, por otra parte, también
resulta cuestionable la idea de que el Hombre, en unos cuantos miles
de años, pudiera transformar a los animales a través de la
domesticación.
Los expertos no tienen respuestas para estos misterios, ni tampoco
para la pregunta general de por qué el semicírculo montañoso de
Oriente Próximo se convirtió en una fuente constante de nuevas
variedades de cereales, plantas, árboles, frutas, verduras y
animales domesticados.
Los sumerios conocían la respuesta. Ellos decían que las semillas
fueron un regalo de Anu a la Tierra desde su Morada Celeste. El
trigo, la cebada y el cáñamo bajaron a la Tierra desde el Duodécimo
planeta. La agricultura y la domesticación de animales fueron
regalos que Enlil y Enki, respectivamente, hicieron a la Humanidad.
No sólo la presencia de los nefilim, sino también las llegadas
•periódicas del Duodécimo Planeta parecen encontrarse detrás de las
tres fases cruciales de la civilización postdiluviana del Hombre: la
agricultura, alrededor del 11000 a.C; la cultura neolítica,
alrededor del 7500 a.C; y la repentina civilización del 3800 a.C,
todas tuvieron lugar con intervalos de 3.600 años.
Parece que los nefilim le pasaron conocimiento al Hombre en dosis
medidas, según intervalos que se corresponden con los periódicos
retornos del Duodécimo Planeta a las inmediaciones de la Tierra. Era
como si una inspección sobre el terreno, una consulta cara a cara,
sólo posible durante el período de «ventana» que permitía los
aterrizajes y los despegues entre la Tierra y el Duodécimo Planeta,
hubiera tenido lugar entre los «dioses» antes de que se diera otro
«empujón».
«La Epopeya de Etana» proporciona una vislumbre de las
deliberaciones que tenían lugar. En los días que siguieron al
Diluvio, dice:
Los grandes Anunnaki que decretaban el destino se sentaron para intercambiar opiniones respecto a la tierra. Ellos, que habían creado las cuatro regiones, que levantaron los asentamientos, que supervisaron la tierra, eran demasiado elevados para la Humanidad.
Ya hemos dicho que los nefilim llegaron a la conclusión de que
necesitaban un intermediario entre ellos y las masas de seres
humanos. Ellos eran, así lo decidieron, los dioses -elu en acadio,
que significa «los nobles», «los elevados». Así pues, como puente
entre ellos, los señores, y la Humanidad, introdujeron la «Realeza»,
el «Reino» en la Tierra, nombrando un soberano humano que asegurara
el servicio de la Humanidad a los dioses y canalizara las enseñanzas
y las leyes desde los dioses hasta el pueblo.
Hay un texto que trata de este tema y que describe la situación
antes siquiera que tiara o corona alguna se hubieran puesto sobre
cabeza humana, o cetro se hubiera transmitido; todos estos símbolos
de la Realeza -más el cayado del pastor, símbolo de la justicia-
«estaban puestos delante de Anu en el Cielo». Sin embargo, cuando
los dioses tomaron la decisión, «el Reino descendió desde el Cielo»
a la Tierra.
Tanto los textos sumerios como los acadios dicen que los nefilim
retuvieron el «señorío» sobre las tierras, e hicieron que la
Humanidad reconstruyera primero las ciudades antediluvianas
exactamente donde habían estado originalmente, y tal como habían
sido planificadas: «Que los ladrillos de todas las ciudades se
pongan en los lugares que les corresponden, que todos [los
ladrillos] descansen en lugares sagrados». Eridú, por tanto, fue la
primera en ser reconstruida.
Después, los nefilim ayudaron a los humanos a planificar y construir
la primera ciudad real, y la bendijeron. «Que la ciudad sea el nido,
el lugar donde la Humanidad repose. Que el Rey sea un Pastor».
La primera ciudad real del Hombre, nos dicen los textos sumerios,
fue Kis. «Cuando el Reino volvió a bajar del Cielo, el Reino estuvo
en Kis». Desgraciadamente, las listas de reyes sumerios están
mutiladas, precisamente, en el lugar donde estaba inscrito el nombre
del primer rey humano. Sin embargo, sabemos que aquel hombre dio
inicio a un largo linaje de dinastías cuya sede real cambió de Kis a
Uruk, Ur, Awan, Hamazi, Aksak, Acad y, más tarde, a Assur, Babilonia
y otras capitales más recientes.
La bíblica «Tabla de las Naciones» listaba del mismo modo a Nemrod
-el patriarca de los reinos en Uruk, Acad, Babilonia y Asiría- como
descendiente de Kis, y documenta la propagación de la Humanidad, de
sus tierras y Reinos, con la expansión de las tres ramas en las que
se dividió el género humano después del Diluvio. Estas tres ramas
las compusieron los descendientes de los tres hijos de Noé: los
pueblos y las tierras de Sem, que habitaron Mesopotamia y las
tierras de Oriente Próximo; los de Cam, que habitaron África y parte
de Arabia; y los de Jafet, los indoeuropeos de Asia Menor, Irán,
India y Europa.
Estas tres grandes agrupaciones fueron, sin lugar a dudas, tres de
las «regiones» sobre cuyo asentamiento discutieron los grandes
anunnaki. A cada una de las tres se le asignó una de las divinidades
principales. Una de éstas fue, cómo no, la misma Sumer, la región de
los pueblos semitas, el lugar donde surgió la primera gran
civilización del Hombre.
Las otras dos también se convirtieron en focos de civilizaciones
florecientes. Alrededor del 3200 a.C. -unos quinientos años después
del surgimiento de la civilización sumeria- estado, Reino y
civilización hicieron su primera aparición en el valle del Nilo, que
llevaría, con el tiempo, a la gran civilización de Egipto.
Hasta hace unos cincuenta años, no se sabía nada de la primera
civilización indoeuropea importante. Pero, en estos momentos, está
plenamente aceptado que, en tiempos muy antiguos, hubo una avanzada
civilización en el valle del Indo, con grandes ciudades, una
agricultura desarrollada y un floreciente comercio. Según creen los
expertos, esta civilización apareció unos mil años después del
comienzo de la civilización sumeria.
(Fig. 161)
Tanto los textos antiguos como las evidencias arqueológicas
atestiguan los estrechos lazos culturales y económicos que había
entre estas dos civilizaciones de valles fluviales por una parte y
la civilización sumeria por otra. Además, existen evidencias, tanto
directas como circunstanciales, que han convencido a muchos expertos
de que las civilizaciones del Nilo y el Indo no sólo estaban
conectadas entre sí, sino que eran, además, descendientes de la
civilización más antigua, la mesopotámica.
Se ha descubierto que los monumentos más impresionantes de Egipto,
las pirámides, son, por debajo de su «piel» de piedra, imitaciones
de los zigurats mesopotámicos, y existen razones para creer que el
ingenioso arquitecto que diseñó los planos de las grandes pirámides
y supervisó su construcción era un sumerio al que se veneraba como
un dios. (Fig. 162)
El antiguo nombre de Egipto en su propio idioma era el de «Tierra
Levantada» y en su memoria prehistórica se afirmaba que «un dios muy
grande apareció en tiempos antiguos» y encontró aquella tierra bajo
el agua y el lodo. Este dios llevó a cabo grandes obras de
restauración, levantando literalmente a Egipto desde debajo de las
aguas. La «leyenda» describe con pulcritud el bajo valle del Nilo
después del Diluvio; este dios de antaño, se puede demostrar, no fue
otro que Enki, el ingeniero jefe de los nefilim.
Aunque se sabe aún relativamente poco de la civilización del valle
del Indo, sabemos que ellos también veneraban el doce como número
divino supremo, que representaban a sus dioses como seres de aspecto
humano que llevaban tocados con cuernos, y que reverenciaban el
símbolo de la cruz -el signo del Duodécimo Planeta.
(Figs. 163,164)
Si estas dos civilizaciones eran de origen sumerio, ¿por qué son
diferentes sus lenguajes escritos? La respuesta de los científicos
es que los lenguajes no son diferentes. Esto se reconoció ya en
1852, cuando el reverendo Charles Foster (The One Primeval Language)
demostró hábilmente que todas las lenguas antiguas descifradas
entonces, incluido el chino primitivo y otras lenguas del lejano
oriente, provenían de una única fuente primitiva -que, después,
resultaría ser el sumerio.
Los pictogramas similares no sólo tenían significados similares, lo
cual podría ser una coincidencia lógica, sino que también compartían
los mismos significados múltiples y los mismos sonidos fonéticos
-cosa que sugiere un origen común. Recientemente, los expertos han
demostrado que las primeras inscripciones egipcias empleaban un
lenguaje que indicaba una elaboración escrita previa; y el único
lugar donde se había desarrollado previamente un lenguaje escrito
era Sumer.
Así pues, tenemos un único lenguaje escrito que, por algún motivo,
se diferenció en tres lenguas: mesopotámica, egipcia/camita e
indoeuropea. Es posible que esta diferenciación acaeciera por sí
misma con él tiempo, la distancia y la separación geográfica, pero
los textos sumerios afirman que ocurrió como consecuencia de una
decisión deliberada de los dioses; una decisión auspiciada, una vez
más, por Enlil. Las historias sumerias sobre el tema se corresponden
con la bien conocida historia bíblica de la Torre de Babel, en la
cual se nos cuenta «que toda la Tierra era de un mismo lenguaje y de
las mismas palabras». Pero, después de que la gente se estableciera
en" Sumer, de que aprendiera el arte de hacer ladrillos, de
construir ciudades y de levantar altas torres (zigurats), planearon
hacerse un shem y una torre para lanzarlo. De ahí que «el Señor
embrollara la lengua de la Tierra».
La deliberada elevación de Egipto desde debajo de las fangosas
aguas, las evidencias lingüísticas y los textos bíblicos y sumerios
apoyan nuestras conclusiones de que las dos civilizaciones satélites
no se desarrollaron por casualidad. Al contrario, fueron
planificadas y puestas en marcha de forma deliberada por los nefilim.
Temiendo, evidentemente, una especie humana unificada en cultura y
objetivos, los nefilim adoptaron una política imperialista: «Divide
y vencerás». Pues, mientras la Humanidad alcanzaba niveles
culturales entre los que se daban, incluso, los esfuerzos
aeronáuticos -tras lo cual «nada de cuanto se propongan les será
imposible»-, los nefilim eran un grupo en declive. Hacia el tercer
milenio a.C, hijos y nietos, por no decir nada de los humanos de
parentesco divino, se aglomeraban entre los grandes dioses de
antaño.
La agria rivalidad entre Enlil y Enki la heredaron sus hijos
principales, y con ello sobrevinieron feroces luchas por la
supremacía. Hasta los hijos de Enlil -como vimos en capítulos
anteriores- luchaban entre sí, al igual que los hijos de Enki. Al
igual que sucediera en la historia humana que conocemos, los señores
intentaban mantener la paz entre sus hijos dividiendo la tierra
entre sus herederos, y, en al menos un caso conocido, un hijo de
Enlil (Ishkur/Adad) fue apartado deliberadamente por su padre de
aquel ambiente enrarecido enviándolo como deidad local al País de la
Montaña.
Con el transcurso del tiempo, los dioses se convirtieron en señores,
guardando celosamente cada uno de ellos el territorio, la industria
o la profesión sobre la cual se les había dado dominio. Los reyes
humanos eran los intermediarios entre los dioses y una humanidad que
seguía creciendo y expandiéndose. Las demandas de los antiguos reyes
para que fueran a la guerra, conquistaran nuevas tierras o
sojuzgaran a pueblos distantes «por orden de mi dios» no se podían
tomar a la ligera. Los dioses conservaban los poderes para dirigir
los asuntos exteriores, pues estos asuntos involucraban a otros
dioses en otros territorios, de modo que tenían la última palabra en
materias de guerra o paz.
Con la proliferación de pueblos, estados, ciudades y villas, se hizo
necesario encontrar fórmulas para recordarle al pueblo quién era su
señor o «elevado» particular. En el Antiguo Testamento resuena el
problema de hacer que la gente se adhiera a su dios y no «se
prostituya con otros dioses». La solución consistió en establecer
muchos lugares de culto, y en poner en cada uno de ellos los
símbolos y la semejanza de los dioses «correctos». La era del
paganismo había comenzado.
Los textos sumerios nos dicen que, después del Diluvio, los nefilim
sostuvieron prolongadas reuniones para sopesar el futuro de los
dioses y del Hombre en la Tierra. Como resultado de estas reuniones,
«crearon cuatro regiones». En tres de ellas -Mesopotamia, el valle
del Nilo y el valle del Indo- se instaló el Hombre.
La cuarta región era «sagrada» -un término cuyo significado literal
original era «dedicado, restringido». Dedicado sólo a los dioses,
era una «tierra pura», una zona a la que sólo se podía acceder con
autorización; entrar en ella sin permiso podía llevar rápidamente a
la muerte, propiciada por fieros guardianes con «armas
terroríficas». A esta tierra o región se le llamó TIL.MUN
(literalmente, «el lugar de los misiles»). Era la zona restringida
donde los nefilim habían vuelto a construir su base espacial después
de que la de Sippar hubiera sido arrasada por el Diluvio.
Una vez más, la zona se puso bajo el mando de Utu/Shamash, el dios
encargado de los cohetes ígneos. Los héroes de la antigüedad, como
Gilgamesh, se esforzaron por encontrar este País de Vida, para ser
llevados en un shem o un Águila hasta la Morada Celeste de los
Dioses. Recordemos la súplica de Gilgamesh a Shamash:
Déjame entrar en el País, deja que me eleve en mi Shem...
Por la vida de mi madre diosa que me dio a luz, del puro y fiel rey, mi padre-¡dirige mis pasos hacia el País!
Los relatos antiguos -incluso la historia escrita- recuerdan los
incesantes esfuerzos de los hombres por «alcanzar la tierra», por
encontrar la «Planta de la Vida», por lograr la dicha eterna entre
los Dioses del Cielo y la Tierra. Es éste un anhelo que se encuentra
en el núcleo de todas las religiones cuyas raíces se encuentran en
Sumer: la esperanza en que el ejercicio de la justicia en la Tierra
vendrá seguido por una «vida después de la vida» en una Divina
Morada Celeste.
Pero, ¿dónde se encontraba esta esquiva tierra del contacto divino?
Se puede responder a esta pregunta. Las pistas están allí. Pero, más
allá, aparecen otras preguntas. ¿Se ha vuelto a encontrar a los
nefilim desde entonces? ¿Qué sucederá cuando se les vuelva a
encontrar?
Y, si los nefilim fueron los «dioses» que «crearon» al Hombre en la
Tierra, ¿fue solamente la evolución en el Duodécimo Planeta la que
creó a
los nefilim?
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