Sus crónicas la describen como una ciudad grande, si no más grande que la mayoría de las ciudades europeas de su tiempo, bien diseñada y administrada. Situada en una isla del lago Texcoco, en el valle central de las tierras altas, estaba rodeada de agua y cruzada por canales -una especie de Venecia del Nuevo Mundo.
Las largas y amplias calzadas que conectaban a la ciudad con la tierra firme impresionaron enormemente a los conquistadores, al igual que las numerosas canoas que surcaban sus canales, las calles inundadas de gente, o los mercados repletos de mercaderes y mercancías de todo el reino.
El palacio real tenía numerosas dependencias llenas de riquezas, rodeado de jardines en donde había una inmensa pajarera y un zoo. Una gran plaza, rebosante de actividad, era el escenario de las fiestas y los desfiles militares.
Pero el corazón de la ciudad y del imperio era su enorme centro religioso, un inmenso rectángulo de casi cien mil metros cuadrados rodeado por un muro trabajado para dar el aspecto de serpientes retorcidas.
Había multitud de edificios dentro de este recinto sagrado, los más sobresalientes de los cuales eran el Gran Templo, con sus dos torres, y el templo parcialmente circular de Quetzalcóatl.
En la actualidad, la gran plaza -el Zócalo- de Ciudad
de México y la catedral ocupan parte de aquel antiguo recinto
sagrado, al igual que muchas calles y edificios adyacentes. Tras una
excavación fortuita que tuvo lugar en 1978, ahora es posible ver y
visitar una parte importante del Gran Templo, y en la última década
se ha podido conocer lo suficiente como para hacer una
reconstrucción a escala del recinto, tal como fue en sus tiempos
gloriosos.
En total, siete estructuras se
sobreponían unas a otras. Los arqueólogos pudieron acceder, capa
tras capa, hasta el Templo II, que fue construido en los alrededores
del 1400 d.C; éste, al igual que el último, ya tenía las dos torres
gemelas distintivas en su cúspide.
La torre sur estaba dedicada a la deidad tribal azteca Huitzilopochtli, su dios de la guerra. Se le representaba habitual-mente con un arma mágica llamada la Serpiente de Fuego (Fig. 3b), con la cual había derrotado a cuatrocientos dioses menores.
Figura 3
Dos monumentales escalinatas llevaban hasta la cúspide de la pirámide por su lado occidental, una para cada torre.
Ambas estaban decoradas en su base con dos feroces cabezas de serpiente talladas en piedra, siendo una de ellas la Serpiente de Fuego de Huitzilopochtli, y la otra la Serpiente de Agua que simbolizaba a Tláloc.
En la base de la pirámide se encontró un disco de piedra
grande y grueso en cuya parte superior había tallada una
representación del cuerpo desmembrado de la diosa Coyolxauhqui (Fig.
3c). Según la tradición popular azteca, se trataba de la hermana de
Huitzilopochtli, y tuvo un percance con él durante la rebelión de
los cuatrocientos dioses, en la cual se vio involucrada. Parece que
su destino fue una de las razones de la creencia azteca de que había
que aplacar a Huitzilopochtli con la ofrenda de los corazones de
víctimas humanas.
Las dos últimas flanqueaban el templo de Quetzalcóatl, que tenía la poco habitual forma de una pirámide escalonada regular por delante, pero con una estructura escalonada circular por detrás, desde donde seguía elevándose hasta convertirse en una torre circular con cúpula cónica (Fig. 4). Muchos creen que este templo servía como observatorio solar.
A. F. Aveni (Astronomy in Ancient Mesoamerica) concluyó en 1974 que, en los días de los equinoccios (21 de marzo y 21 de septiembre), cuando el Sol se eleva en el este exactamente sobre el ecuador, la salida del Sol se podía ver desde la torre de Quetzalcóatl justo entre las dos torres de la cúspide del Gran Templo.
Y ello es posible porque los arquitectos del recinto sagrado habían erigido los templos a lo largo de un eje arquitectónico que no estaba alineado exactamente con los puntos cardinales, sino con un eje desviado siete grados y medio hacia el sudeste; así se compensaba exactamente la posición geográfica de Tenochtitlán (al norte del ecuador), permitiendo la visión del Sol en aquellas fechas cruciales elevándose por entre las dos torres gemelas.
Figura 4
Aunque los españoles pudieran no darse cuenta de este sofisticado detalle del recinto sagrado, las crónicas que dejaron hablan de su asombro al encontrarse no sólo con un pueblo cultivado, sino también con una civilización muy similar a la española.
Aquí, al otro lado de lo que había sido un océano prohibido, a todos los efectos aislado del mundo civilizado, había un Estado encabezado por un rey -al igual que en Europa.
Nobles, funcionarios y cortesanos llenaban la corte real. Había emisarios que iban y venían. Se obtenía tributo de las tribus vasallas, los ciudadanos leales pagaban sus impuestos. En los archivos reales se conservaban los registros escritos de la riqueza, las dinastías y las historias tribales. Había un ejército con un mando jerárquico y armas perfeccionadas.
Había artes y oficios, música y danza. Había festividades relacionadas con las estaciones y días sagrados prescritos por la religión -una religión de Estado, al igual que en Europa. Y había un recinto sagrado con sus templos, capillas y residencias, rodeado por un muro -al igual que el Vaticano en Roma-, recorrido por una jerarquía de sacerdotes que, al igual que en la Europa de su tiempo, no eran sólo custodios de la fe e intérpretes de la voluntad divina, sino también guardianes de los secretos del conocimiento científico.
En éste, la
astrología, la astronomía y los misterios del calendario eran
fundamentales.
Pero, para asombro de los españoles, el símbolo de la cruz ya era conocido de los aztecas, que lo tenían por un símbolo de significado celestial, y que figuraba como emblema del escudo de Quetzalcóatl (Fig. 5).
Figura 5
Pero, además, por entre el laberinto de un panteón de numerosas deidades, se podía ver la creencia subyacente en un Dios Supremo, un Creador de Todo. Algunas de las oraciones que le dedicaban resultaban incluso familiares; he aquí unos cuantos versos de una oración azteca, conservada en español a partir de la lengua original náhuatl:
Sin embargo, aún con todas aquellas sorprendentes similitudes, existía una desconcertante diferencia con la civilización azteca. No era sólo la «idolatría», de la que las masas de frailes y padres hacían su casus belli; ni siquiera las bárbaras costumbres de arrancar los corazones de los prisioneros y ofrecérselos palpitando aún a Huitzilopochtli (una práctica que, por cierto, parece que introdujo el predecesor de Moctezuma, ya en 1486).
Se trataba, más
bien, de la escala total de esta civilización, que parecía el
resultado de un progreso al que se había puesto freno en su carrera,
o de la pátina de una cultura importada superior, como una fina
chapa sobre una burda subestructura.
Las telas se confeccionaban en un telar de lo
más rudimentario; el algodón se hilaba sobre husos de arcilla,
similares a los encontrados en el Viejo Mundo, en las ruinas de
Troya (segundo milenio a.C.) y en algunos lugares de Palestina
(tercer milenio a.C). Tanto en sus herramientas como en sus armas,
los aztecas estaban en la edad de piedra, inexplicablemente
desprovistos de herramientas y armas de metal, a pesar de conocer el
oficio de la orfebrería. Para cortar, utilizaban pedacitos de
obsidiana parecidos al cristal (y uno de los objetos predominantes
de la época de los aztecas fue el cuchillo de obsidiana, que
utilizaban para sacar los corazones de los prisioneros...).
En
comparación, en el Próximo Oriente de la antigüedad, que es donde
apareció la escritura hacia el 3800 a.C. (en Sumer) en forma de
picto-gramas, éstos se estilizaron con rapidez hasta convertirse en
la escritura cuneiforme, avanzaron hasta una escritura fonética en
donde los signos representaban sílabas, y, hacia finales del segundo
milenio a.C, apareció un alfabeto completo. La escritura con
imágenes apareció en Egipto cuando se instauró la realeza, hacia el
3100 a.C, y rápidamente evolucionó hasta convertirse en un sistema
de escritura jeroglífica.
A.
Hertz se encontró con otra curiosa analogía entre el México de los
aztecas y el Egipto de las primitivas dinastías: en ambos, a pesar
de que la metalurgia del cobre aún no se había desarrollado, la
orfebrería estaba tan avanzada que los orfebres podían engastar
turquesas (una piedra semipreciosa muy valorada en ambos lugares) en
los objetos de oro.
La sección central
se dedica a los aztecas; es el corazón y el orgullo de la
arqueología nacional mexicana, pues «aztecas» es un nombre que se le
dio a este pueblo con posterioridad. A sí mismos se llamaban mexica,
dando así su nombre preferido no sólo a la capital (construida donde
había estado el Tenochtitlán azteca), sino también a todo el país.
Efigies de piedra y arcilla más pequeñas, utensilios de loza, armas, ornamentos de oro y otros restos aztecas, además del modelo a escala del recinto sagrado, llenan la impresionante sala.
Figura 6
El contraste entre los primitivos objetos de arcilla y madera y las grotescas efigies por una parte, y las poderosas piedras talladas y el monumental recinto sagrado por otra, es asombroso.
Resulta inexplicable para el escaso lapso de cuatro siglos de presencia azteca en México. ¿Cómo se pueden justificar las diferencias entre estas dos capas de civilización? Cuando se busca la respuesta en la historia conocida, los aztecas se nos presentan como un pueblo nómada, una burda tribu inmigrante que se introdujo en un valle poblado por tribus de una cultura más avanzada.
Al principio, se
ganaban la vida sirviendo a las tribus pobladoras, principalmente
como mercenarios a sueldo; pero, con el tiempo, se las ingeniaron
para imponerse a sus vecinos, tomando prestada no sólo su cultura,
sino también a sus artesanos. Aún siendo seguidores de Huitzilopochtli, los aztecas adoptaron el panteón de sus vecinos,
incluido el dios de la lluvia Tláloc y al benévolo Quetzalcóatl,
dios de los oficios, la escritura, las matemáticas, la astronomía y
el cálculo del tiempo.
Las fuentes de esta información no se basan sólo en la tradición oral, sino también en diversos libros llamados códices. Éstos, como el Códice Boturini, dicen que el hogar ancestral de la tribu azteca se llamaba Azt-lan («Lugar Blanco»).
Aquél era el hogar de la primera pareja
Patriarcal, Itzac-mixcóatl («Blanca Serpiente Nube») y su esposa
Illan-cue («Vieja Mujer»); ellos fueron los que engendraron a los
hijos de los que provendrían las tribus de habla náhuatl, entre las
que se encontraban los aztecas. Los toltecas también eran
descendientes de Itzac-mixcóatl, pero su madre era otra mujer,
siendo así hermanastros de los aztecas.
También se le describía en los códices como un
lugar reconocible por sus siete templos: una gran pirámide
escalonada central rodeada por seis santuarios menores.
Sahagún
ofrece varios nombres para las estaciones del camino, llamando al
lugar de desembarco «Panotlán», que significa, simplemente, «lugar
de llegada por el mar», pero que por diversas pistas los expertos
han concluido que se trata de la actual Guatemala.
Los últimos en partir fueron los aztecas. Sus andanzas les
llevaron a diversos lugares, pero no encontraban descanso. Durante
todo el tiempo de su última migración, su líder recibió el nombre de
Mexitli, que significa «El Ungido». En él, según algunos expertos
(cf. Manuel Orozco y Berra, Ojeada sobre cronología mexicana),
estaría el origen del nombre tribal mexica («el pueblo ungido»).
Algunos investigadores dudan que los aztecas llegaran a
crear un verdadero imperio. Lo cierto es que, cuando llegaron los
españoles, eran el poder dominante en el centro de México, liderando
a sus aliados y sometiendo a sus enemigos. Estos últimos les
suministraban los cautivos para los sacrificios, por lo que la
conquista de los españoles se vio facilitada por las múltiples
insurrecciones contra los opresores aztecas.
Pero, mientras el Antiguo Testamento comprimía sus detalladas
fuentes sumerias diseñando una entidad plural (Elohim) a partir de
las diversas deidades activas en los procesos creadores, los relatos
nahuatlacas conservaban los conceptos sumerio y egipcio de varios
seres divinos que actuaban bien en solitario o bien en concierto.
Las fuentes de Sahagún atribuían el origen de estos conocimientos a los toltecas:
Sorprendentemente, esto parece una versión de las creencias religioso-celestiales de Mesopotamia, según las cuales a la cabeza del panteón estaba Anu («Señor del Cielo») que, junto con su consorte, Antu («Dama del Cielo»), vivía en el planeta más lejano, el duodécimo miembro de nuestro Sistema Solar.
Los sumerios lo describían como un radiante planeta cuyo símbolo era la cruz (Fig. 7a). Todos los pueblos del mundo antiguo adoptarían posteriormente este símbolo, y lo desarrollarían hasta convertirlo en el omnipresente emblema del Disco Alado (Fig. 7b, c). El escudo de Quetzalcóatl (Fig. 7d) y otros símbolos que aparecen en los primitivos monumentos de México (Fig. 7e) son extrañamente similares.
Figura 7
Al igual que en las teogonias mesopotámicas y egipcias, había relatos de parejas divinas y de hermanos que se casaban con sus propias hermanas.
De interés prioritario y directo para los aztecas eran los cuatro hermanos divinos, Tlatlauhqui, Tezcatlipoca-Yáotl, Quetzalcóatl y Huitzilopochtli, según su orden de nacimiento. Ellos representaban a los cuatro puntos cardinales y a los cuatro elementos primarios: Tierra, Viento, Fuego, Agua -un concepto de la «raíz de todas las cosas» bien conocido en el Viejo Mundo de uno a otro confín.
Estos cuatro dioses representaban también los colores rojo, negro, blanco y azul, y las cuatro razas de la humanidad, a las que se representaba a menudo (como en la primera página del Códice Ferjervary-Mayer) con los colores correspondientes, junto con sus símbolos, árboles y animales.
Figura 8 El reconocimiento de cuatro ramas separadas de la humanidad resulta interesante, quizás incluso significativo, por sus diferencias con el concepto bíblico-mesopotámico de la triple división asiática, africana y europea surgida del linaje de Noé, de Sem, Cam y Jafet.
Las tribus nahuatlacas -los pueblos de las Américas- habían añadido
un cuarto pueblo, el pueblo de color rojo.
Los relatos hititas e indoeuropeos de las guerras entre Teshub o Indra con sus hermanos llegaron a Grecia a través de Asia Menor. Los semitas cananeos y fenicios escribieron acerca de las guerras de Baal con sus hermanos, en el transcurso de las cuales Baal mató a centenares de «hijos de los dioses» menores cuando se les atrajo con engaños al banquete de la victoria del dios.
Y en las tierras de Cam, África, los textos egipcios hablaban
del desmembramiento de Osiris a manos de su hermano Set, y de la
posterior guerra entre Set y Horus, hijo y vengador de Osiris.
Después de algunos esfuerzos más, se creó una pareja humana a partir de cenizas y metales, y con ellos se pobló el mundo.
Pero todos estos hombres y mujeres fueron destruidos en una
inundación, salvo cierto sacerdote y su mujer que, junto con
semillas y animales, lograron flotar con la ayuda de un tronco
ahuecado. El sacerdote descubrió tierra después de enviar unos
pájaros. Según otro cronista, fray Gregorio García, la inundación
duró un año y un día, durante los cuales toda la Tierra estuvo
cubierta de agua y el mundo se sumió en el caos.
El primer anillo interior representa, con toda claridad, los veinte signos de los veinte días del mes azteca. Los cuatro paneles rectangulares que rodean el rostro central se reconocen como los glifos que representan las cuatro eras anteriores, y la calamidad que terminó con cada una de ellas - agua, viento, terremotos y tormentas, y jaguar.
Los relatos de las cuatro eras son valiosos por la información relativa a la longitud de las eras y a sus principales acontecimientos.
Aunque las versiones varían, lo cual sugiere una
larga tradición oral previa a los registros escritos, todas
coinciden en que la primera era llegó a su fin con un Diluvio, una
gran inundación que arrasó la Tierra. La humanidad sobrevivió
gracias a una pareja, Nene y su mujer, Tata, que se las ingeniaron
para salvarse en un tronco vaciado.
El Segundo Sol se recordó como «Tzoncuztique», la «Era Dorada»; terminó a causa de la Serpiente del Viento. El Tercer Sol estaba presidido por la Serpiente de Fuego, y fue la era de la Gente de Cabello Rojo. Según el cronista Ixtlil-xochitl, éstos fueron los supervivientes de la segunda era, que llegaron en barco desde el este hasta el Nuevo Mundo, asentándose en la región de Botonchán; allí se encontraron con gigantes que también habían sobrevivido a la segunda era, y fueron esclavizados por éstos. El Cuarto Sol fue la era de la Gente de Cabeza Negra.
Fue durante esta era cuando Quetzalcóatl apareció en México - alto de estatura, de luminoso semblante, con barba, y llevando una larga túnica. Su báculo, con forma de serpiente, estaba pintado de negro, blanco y rojo; llevaba piedras preciosas engarzadas y estaba adornado con seis estrellas. (Quizá no sea casualidad que el báculo del obispo Zumá-rraga, el primer obispo de México, se hiciera muy parecido al de Quetzalcóatl.)
Fue durante esta era cuando se construyó Tollan,
la capital tolteca. Quetzalcóatl, señor de la sabiduría y el
conocimiento, introdujo la enseñanza, los oficios, las leyes y el
cálculo del tiempo según el ciclo de 52 años.
El cuarto Sol «comenzó
hace 5.042 años», pero no se especifica el momento de su final. Sea
como sea, tenemos aquí un relato de los acontecimientos que se
remonta 17.141 años a partir del momento en que los relatos se
anotaron.
¿Cómo explicar entonces los relatos de Adán y Eva, un Diluvio global y la supervivencia de una pareja, episodios que, según H. B. Alexander (Latin-American Mythology), son «sorprendentemente evocadores del relato de la creación del Génesis y de la cosmogonía babilónica»?
Algunos expertos sugieren que los textos nahuatlacas
reflejan de algún modo lo que los indígenas ya habían escuchado en
los sermones bíblicos de los españoles. Pero, dado que no todos los
códices son posteriores a la Conquista, las similitudes
bíblico-mesopotámicas sólo se pueden explicar si se admite que las
tribus mexicanas tenían lazos ancestrales con Mesopotamia.
¿Acaso los relatos aztecas sostienen que la era del Cuarto Sol fue la época en la que los sumerios aparecieron en escena?
La
civilización sumeria comenzó hacia el 3800 a.C; y no debería
sorprendernos, al menos no ahora, encontrarnos con que, fechando el
comienzo de la Cuarta Era en 5.026 años antes de su propia época,
los aztecas lo situaban ciertamente en los alrededores del 3500 a.C.
-lo cual coincide sorprendentemente con el inicio de la era de la
«gente de cabeza negra».
Por lo que
habrá que concluir que los pueblos nahuatlacas debían de conocer los
relatos que aparecen en el Génesis a partir de sus propias fuentes
ancestrales. Pero, ¿cómo?
En el segundo libro, Duran, haciendo una exposición de
las muchas similitudes, afirmaba enfáticamente su conclusión de que
los nativos «de las Indias y del continente de este nuevo mundo
[...] son judíos y gente hebrea». Su teoría quedaba confirmada,
según él, «por su naturaleza: estos nativos son parte de las diez
tribus de Israel que Salmanasar, rey de los asirios, capturó y llevó
a Asiria».
Este episodio, que se parece al relato bíblico de la
Torre de Babel, igualaba en importancia a otro relato referente a
una migración similar a la del Éxodo.
Existen evidencias considerables en cuanto
a objetos, lengua y evaluaciones etnológicas y antropológicas que
indican influencias de más allá del Pacífico -hindúes, del sudeste
asiático, chinas, japonesas y polinesias. Los expertos las explican
por la llegada periódica de estas gentes a las Américas, pero
insisten mucho en que esto ocurrió durante la era cristiana, sólo
unos siglos antes de la conquista y nunca antes de Cristo.
De hecho, las leyendas de un
Diluvio global y de la creación del hombre a partir de arcilla o
materiales similares son temas comunes en las mitologías de todo el
mundo, y una posible ruta a las Américas desde Oriente Próximo
(donde se originaron los relatos) podría haber sido a través del
Sudeste Asiático y de las islas del Pacífico.
En el texto sumerio en el cual se basa esta
versión, el dios Ea, en colaboración con la diosa Ninti, «preparó un
baño purificador». «Que se sangre a un dios en él -ordenó-; de su
carne y de su sangre, que Ninti mezcle la arcilla.» A partir de esta
mezcla se crearon hombres y mujeres.
Los dioses reunidos «se apenaron». Pero Quetzalcóatl, un dios de sabiduría y ciencia, tuvo una idea. Fue a Mictlán, la Tierra de los Muertos, y anunció a la pareja divina que estaba al cargo:
Superando las objeciones y los engaños, Quetzalcóatl consiguió hacerse con los «preciados huesos»:
Llevó los huesos secos a Tamoanchán, «lugar de nuestro origen» o «lugar del cual hemos descendido».
Una vez allí, le dio los huesos a la diosa Cihuacóatl («Mujer Serpiente»), una diosa de la magia:
Mientras el resto de dioses observaba, ella mezcló los huesos pulverizados con la sangre del dios; de esa mezcla arcillosa se creó a
los macehuales. ¡La humanidad había sido re-creada!
Su compañera en
la hazaña, Ninti («la que da la vida») era la diosa de la medicina
-un oficio cuyo símbolo desde la antigüedad ha sido el de las
serpientes entrelazadas. Las representaciones sumerias sobre sellos
cilindricos muestran a las dos deidades en algo parecido a un
laboratorio, con matraces y todo (Fig. 9a).
Pero aún más sorprendente es el hecho de que el mito se representara pictóricamente en un códice náhuatl encontrado en la región de la tribu de los mixtéeos.
En él, se muestra a un dios y a una diosa mezclando un elemento que fluye en un enorme matraz o cuba con la sangre de un dios que deja caer gotas dentro del matraz; de esa mezcla, emerge un hombre (Fig. 9b).
Figura 9
Junto con los otros datos relacionados con los sumerios y de terminología, existen indicios de contactos en épocas sumamente tempranas.
Al parecer, las evidencias desafían también a las teorías
actuales acerca de las primeras migraciones del hombre a las
Américas. Con esto, no estamos proponiendo simplemente las
sugerencias (ofrecidas ya a principios de este siglo en los
congresos internacionales de americanistas) de que la migración no
fuera desde Asia a través del Estrecho de Bering, por el norte, sino
desde Australia/Nueva Zelanda a través de la Antártida hasta
Sudamérica -idea recuperada recientemente, tras el descubrimiento en
el norte de Chile, cerca de la frontera con Perú, de momias humanas
enterradas hace 9.000 años.
¿Por qué hombres, mujeres y niños tendrían
que hacer un viajes de miles de kilómetros por una tierra helada
para, al parecer, no alcanzar nada salvo más hielo -a menos que
fueran conscientes de que había una Tierra Prometida más allá del
hielo?
¿Acaso aquellos primitivos emigrantes se habrían lanzado a su
imposible caminata si alguien -su dios- no les hubiera dicho que
fueran y les hubiera descrito lo que les esperaba allí? Y si esa
deidad no fuera una simple entidad teológica, sino un ser
físicamente presente en la Tierra, ¿pudo haber ayudado a los
emigrantes a vencer los obstáculos del viaje, del mismo modo que el
Señor bíblico había hecho con los israelitas?
Y, por otra
parte, ¿sería posible que el cruce no se hiciera a través de un
puente de hielo, sino en barcos a través del Océano Pacífico, tal
como relatan las leyendas náhuatl?
En la balsa que lideraba la
flota, había una piedra verde que podía pronunciar las palabras del
dios del pueblo, que daba indicaciones al jefe de los emigrantes,
Naymlap, para llevarlos hasta la playa elegida. La deidad, hablando
a través del ídolo verde, instruyó posteriormente al pueblo en las
artes de la agricultura, la construcción y la artesanía.
Los pobladores humanos que siguieron
adoraban a un panteón de doce dioses, encabezados por el Sol y la
Luna. Y donde ahora se encuentra la capital de Ecuador, dice
Velasco que los pobladores construyeron dos templos, uno frente a
otro. El templo dedicado al Sol tenía frente a la puerta dos
columnas de piedra, y en el patio otros doce pilares de piedra en
círculo.
En el capítulo 5 del Génesis, leemos
que en la séptima generación del linaje de Adán a través de Set, el
patriarca fue Henoc; cuando llegó a la edad de 365 años «se fue» de
la Tierra, pues el Señor se lo llevó al cielo.
Las crónicas egipcias, como los escritos del sacerdote Manetón, seguían la misma idea. Y lo mismo hace la Biblia, que describe una civilización tanto rural (agricultura, ganadería) como urbana (ciudades, metalurgia) antes del Diluvio.
Todo eso, no obstante -según todas estas antiguas fuentes- fue borrado de la faz de la Tierra por el Diluvio, y hubo que recomenzarlo todo desde el principio.
El Libro del Génesis comienza con los relatos de la creación, que son versiones breves de los mucho más detallados textos sumerios. En éstos, se habla constantemente de «el Adán», literalmente «el Terrestre». Pero, después, da un giro hacia la genealogía de un ancestro concreto llamado Adán: «Éste es el libro de las generaciones de Adán» (Génesis 5:1).
Al principio, Adán tuvo dos hijos: Caín y
Abel.
Después, Caín mató a su hermano y fue desterrado por Yahvé. «Y Adán
conoció a su mujer de nuevo y le dio un hijo, y le puso por nombre
Set». Es este linaje, el linaje de Set, el que sigue la Biblia a
través de una genealogía de patriarcas hasta Noé, el protagonista de
la historia del Diluvio. Después, el relato se concentra en los
pueblos asiáticos, africanos y europeos.
Todo lo que tenemos en la Biblia es una docena de versículos. Yahvé castigó a Caín a convertirse en nómada, «fugitivo y vagabundo sobre la Tierra».
Varias generaciones después, nació Lámek.
Éste tuvo dos esposas. De
una de ellas tuvo a Yabal; «él fue el padre de los que habitan en
tiendas y tienen ganado». De la otra, tuvo dos hijos. Uno, Yubal,
«fue el padre de los que tocan la cítara y la flauta». El otro hijo,
Túbal-Caín, fue «forjador de oro, cobre y hierro».
Los eruditos bíblicos llevan mucho tiempo desconcertados con el nombre de Henoc, que significa «fundamento», «fundación», y que se le aplica tanto a un descendiente de Adán a través de Set como a otro de sus descendientes a través de Caín, así como con otras similitudes en los nombres de los descendientes.
Sea cual sea el motivo, es evidente que las fuentes sobre las cuales se basaron los compiladores de la Biblia atribuyen hazañas extraordinarias a ambos Henoc -que quizá no fuera más que una persona prehistórica.
El Libro de los Jubileos afirma que Henoc,
Según el Libro de Henoc, a este patriarca le enseñaron
las matemáticas y los conocimientos de los planetas, así como el
calendari-o durante su viaje celestial, y se le mostró la ubicación
de las «Siete Montañas de Metal» en la Tierra, «en el oeste».
¿No resultan
demasiado semejantes a los relatos bíblicos? Incluso la importancia
que los náhuatl le dan al número siete se refleja en los relatos
bíblicos, pues el séptimo descendiente del linaje de Caín, Lámek,
proclamó enigmáticamente que «hasta siete veces será vengado Caín, y
Lámek setenta y siete».
Aunque nadie sabe en qué pudo consistir esta «señal» distintiva, generalmente se acepta que fue algún tipo de tatuaje en la frente.
Pero, por lo que se dice
posteriormente en la Biblia, parece que la cuestión de la venganza y
de la protección contra ella tuvo su continuidad hasta la séptima
generación y más allá. Un tatuaje en la frente no habría durado
tanto, ni hubiera podido transmitirse de generación en generación.
Sólo un rasgo genético, transmitido de forma hereditaria, podía
cumplir con las afirmaciones bíblicas.
Si nuestra conjetura es correcta, América Central -Mesoamérica-, como punto focal desde el cual se expandieron los amerindios hacia el norte y hacia el sur en el Nuevo Mundo, sería, de hecho, el Reino Perdido de Caín.
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