8 - LOS CAMINOS DEL CIELO
Los cielos manifiestan la gloria del Señor y la bóveda del cielo revela la obra de sus manos. Un día anuncia a otro, una noche imparte conocimientos a otra sin palabras, sin hablar, sin que sus voces se escuchen. Por toda la Tierra ha ido su línea, hasta en los confines del mundo está su mensaje; en ellos Él ha hecho que el Sol ponga su tienda.
Así describió el salmista bíblico las maravillas de los cielos y el
milagro de los días y las noches que se siguen, mientras la Tierra
rota sobre su eje (la bíblica «línea» que va a través de la Tierra)
y órbita al Sol, que se asienta en el centro de todo (como un
potentado en su tienda).
«El día es tuyo y la noche también; tú has
establecido la luminaria y el Sol... Verano e invierno por ti fueron
creados.»
Durante milenios, desde que el hombre alcanzó la civilización,
sacerdotes-astrónomos observaron los cielos en busca de guía para el
hombre en la Tierra -desde los zigurats de Sumer y Babilonia, los
templos de Egipto, el círculo de piedras de Stonehenge o el Caracol
de Chichén Itzá.
Se observaron, se calcularon y se registraron los
complejos movimientos celestes de estrellas y planetas; y, para
poder hacer esto, zigurats, templos y observatorios se alinearon con
exactas orientaciones celestes y se dotaron de aberturas y de otros
detalles de construcción que permitieran entrar la luz del Sol o de
otra estrella en los momentos de los equinoccios o de los
solsticios.
¿Para qué llegó el hombre hasta estos extremos? ¿Para ver qué, Para
determinar qué?
Entre los expertos, es habitual atribuir los esfuerzos astronómicos
del hombre antiguo a la necesidad de un calendario para una sociedad
agrícola que precisaba saber cuándo sembrar y cuándo cosechar. Esta
explicación se ha dado por supuesta durante mucho tiempo. Sin
embargo, un agricultor que labre la tierra año tras año puede
estimar el cambio de las estaciones y la llegada de las lluvias
mucho mejor que cualquier astrónomo, y aún podría contarle un par de
cosas más.
Lo cierto es que, dondequiera que se han encontrado
sociedades primitivas (que subsisten de la agricultura) en los
lugares más remotos del mundo, sus miembros han vivido y se han
alimentado durante generaciones sin necesidad de astrónomos ni de un
calendario preciso. Y también es un hecho fundado que el calendario
fue diseñado en la antigüedad dentro de una sociedad urbana, y no
agrícola.
Un simple reloj de sol, un gnomon, puede proporcionar suficiente
información diaria y estacional como para no poder sobrevivir sin
él. Sin embargo, el hombre antiguo estudiaba los cielos y alineaba
sus templos con las estrellas y los planetas, y no relacionaba su
calendario y sus festividades con el suelo sobre el que se erguía,
sino sobre los caminos del cielo ¿Por qué? Porque el calendario no
se diseñó con fines agrícolas, sino con fines religiosos. No para
beneficio de la humanidad, sino para venerar a los dioses. Y los
dioses, según la primera de todas las religiones y según el pueblo
que nos dio el calendario, vinieron de los cielos.
Habría que leer y releer los versos del salmista para darse cuenta
de que la observación de las maravillas de los fenómenos celestes no
tiene nada que ver con labrar la tierra o pastorear el ganado; tiene
que ver con la veneración al Señor de Todo. Y no hay mejor forma de
comprenderlo que volviendo a Sumer, pues fue allí, hace unos 6.000
años, donde la astronomía, el calendario y la religión enlazaron a
la Tierra con los Cielos.
Aquéllos eran los conocimientos que, según
los súmenos, les habían dado
los anunnaki («aquéllos que del Cielo a
la Tierra vinieron»), los que habían venido a la Tierra desde su
planeta,
Nibiru. Según ellos, Nibiru era el duodécimo miembro del
Sistema Solar, y ésa es la razón por la que la franja celeste se
dividió en doce casas y el año en doce meses. La Tierra era el
séptimo planeta (contando desde el exterior hacia el interior), y de
ahí que, dado que el doce era el número sagrado celeste, el siete
fuera el número sagrado terrestre.
Los sumerios dejaron constancia en numerosas tablillas de arcilla de
que los anunnaki habían llegado a la Tierra mucho antes del Diluvio.
En
El 12° planeta determinamos que debió de suceder unos 432.000
años antes del Diluvio -período equivalente a 120 órbitas de Nibiru,
órbitas que, aunque para los anunnaki no representan más que un año
de los suyos, equivalen a 3.600 años terrestres. Éstos iban y venían
entre Nibiru y la Tierra cada vez que su planeta se acercaba al Sol
(y a la Tierra), mientras pasaba entre Júpiter y Marte; y no cabe
duda de que, fuera lo que fuera lo que los sumerios se pusieron a
observar en los cielos, no pretendían saber cuándo tenían que
sembrar, sino ver y celebrar el regreso del Señor celeste.
Creemos que éste es el motivo por el cual el hombre se hizo
astrónomo; que ésta es la razón por la cual, a medida que el tiempo
pasaba y Nibiru dejaba de verse, el hombre buscó signos y augurios
en los fenómenos que se podían contemplar, y la astronomía dio
origen a la astrología. Y si las orientaciones astronómicas y los
alineamientos y divisiones celestes que tuvieron su origen en Sumer
se pudieran encontrar también en los Andes, se demostraría que entre
estas dos culturas tuvo que haber una conexión irrefutable.
En algún momento de principios del cuarto milenio a.C, según los
textos sumerios, el soberano de Nibiru, Anu, y su esposa, Antu,
visitaron la Tierra. En su honor, se construyó un flamante recinto
sagrado con una torre-templo, en un lugar que, posteriormente, se
conocería como Uruk (la bíblica Erek). Se ha conservado un texto
sobre tablillas de arcilla en donde se cuenta la noche que pasaron
allí. Al anochecer, se dio inicio a una comida ceremonial con un
lavatorio de manos ritual sobre una señal celeste -la aparición de
Júpiter, Venus, Mercurio, Saturno, Marte y la Luna. Después, se
sirvió la primera parte de la comida, seguida por un pausa.
Mientras
un grupo de sacerdotes se ponía a cantar el himno Kakkab Anu Etellu
Shamame («El planeta de Anu se eleva en los cielos»), un
sacerdote-astrónomo, «en el piso más alto de la torre del templo»
esperaba la aparición del planeta de Anu, Nibiru. Cuando se avistó
el planeta, los sacerdotes rompieron a cantar «A aquél que crece en
brillo, el planeta celestial del Señor Anu», y el salmo «Ha
aparecido la imagen del Creador».
Se encendió una hoguera para
señalar el momento y para transmitir la noticia a las poblaciones
vecinas y, antes de que acabara la noche, todo el país resplandecía
con el fuego de las hogueras; finalmente, por la mañana, se
recitaron oraciones de agradecimiento.
El esmero y los grandes conocimientos astronómicos que se requerían
para la construcción de templos en Sumer se hacen evidentes a partir
de las inscripciones del rey sumerio Gudea (hacia el 2200 a.C). El
primero que se le presentó fue «un hombre que brillaba como el
cielo», que estaba de pie, junto a un «pájaro divino». Este ser,
«que por la corona sobre su cabeza era, obviamente, un dios», afirma
Gudea, resultó ser el dios Ningirsu. Le acompañaba una diosa que
«sostenía la tablilla de su estrella favorable de los cielos».
En la
otra mano, tenía «un estilo sagrado», con el cual le indicaba al rey
«el planeta favorable». Un tercer dios de aspecto humano tenía en
las manos una tablilla de piedra preciosa, sobre la cual estaba
dibujando el plano del templo. En una de las estatuas de Gudea se le
puede ver sentado con esta tablilla sobre las rodillas. El dibujo
divino se puede ver con toda claridad; ofrece la planta del templo,
y una escala para erigir los siete pisos, cada vez más pequeños a
medida que se asciende. Y no era, lo indica el texto, un Templo
Solar, sino un Templo Estrella + Planeta.
Los sofisticados conocimientos astronómicos de los que hicieron gala
los sumerios no se limitaban a la construcción de templos. Tal como
explicamos en nuestros libros anteriores, y tal como se reconoce
actualmente en general, fue en Sumer donde se establecieron todos
los conceptos y principios de la moderna astronomía esférica. La
lista puede comenzar con la división del círculo en 360°, la
concepción de cénit, el horizonte y otras nociones y términos
astronómicos, y puede acabar con la agrupación de estrellas en
constelaciones, el diseño, nominación y representación gráfica del
Zodiaco y sus doce casas, y el reconocimiento del fenómeno de la
Precesión -el retraso en el movimiento de la Tierra alrededor del
Sol en alrededor de un grado cada 72 años.
Mientras que el planeta de los dioses, Nibiru, aparecía y
desaparecía en el curso de sus 3.600 años terrestres de órbita, la humanidad en la Tierra tan solo podía contar el paso del tiempo en
términos de su propia órbita alrededor del Sol. Tras el fenómeno del
día y la noche, el más fácil de reconocer era el de las estaciones.
Como atestiguan los círculos de piedras, tan sencillos como
abundantes, era fácil establecer hitos que marcaran los cuatro
puntos de la relación Tierra/Sol: la elevación aparente del Sol en
los cielos y su lento aumento de duración con el paso del invierno a
la primavera; un punto cuando el día y la noche parecen iguales;
después, el gradual distanciamiento del Sol a medida que los días se
hacen más cortos y la temperatura comienza a bajar.
Mientras el frío
y la oscuridad aumentan y parece que el Sol se vaya a desvanecer por
completo, vacila, se detiene y comienza su regreso; y todo el ciclo
se repite -ha comenzado un nuevo año. Así se establecieron los
cuatro acontecimientos del ciclo Tierra/Sol: los solsticios de
verano e invierno («las detenciones solares»), cuando el Sol alcanza
sus posiciones más lejanas al norte y al sur, y los equinoccios de
primavera y otoño, cuando el día y la noche son iguales.
Para relacionar este movimiento aparente del Sol con respecto a la
Tierra, cuando en realidad es la Tierra la que órbita alrededor del
Sol -hecho que los sumerios conocían y representaban-, era necesario
proporcionar un punto de referencia celeste al observador en la
Tierra. Esto se lograba dividiendo los cielos, el gran círculo
formado por la Tierra alrededor del Sol, en doce partes -las doce
casas del Zodiaco, cada una con su propio grupo discernible de
estrellas (las constelaciones).
Se eligió un punto -el equinoccio de
primavera-, y la casa del Zodiaco en la que el Sol se veía en ese
momento se declaró como primer día del primer mes del nuevo año. Y
esto, todas las investigaciones sobre los registros antiguos lo
demuestran, ocurrió en la casa zodiacal o Era de Tauro.
Pero entonces llegó la precesión para arruinar el arreglo. Porque el
eje de la Tierra está inclinado en relación con el plano orbital
alrededor del Sol (23'5o en la actualidad), y esto hace que cabecee
como una peonza. El eje apunta a un lugar celeste cambiante,
formando un gran círculo imaginario en los cielos que precisa de
25.920 años para recorrerlo. Eso significa que el «punto fijo»
elegido cambia un grado cada 72 años, y cambia completamente de una
casa zodiacal a otra cada 2.160 años.
Alrededor de dos milenios
después de que se estableciera el calendario en Sumer, se hizo
necesario reformarlo y seleccionar como punto fijo la Casa de Aries.
Los astrólogos aún levantan sus horóscopos basándose en el primer
punto de Aries, aunque los astrónomos saben que llevamos casi dos
mil años en la Era de Piscis, y estamos a punto de entrar en la Era
de Acuario.
La división del gran círculo celeste en doce partes, en honor a los
doce miembros del Sistema Solar y al panteón de doce dioses
olímpicos, llevó también al año solar a una estrecha correlación con
la periodicidad de la Luna. Pero, dado que el mes lunar se queda
corto para recorrer el año solar doce veces, se diseñaron unos
complejos métodos de intercalación mediante los cuales añadir días
cada cierto tiempo para alinear los doce meses lunares con el año
solar.
En tiempos babilónicos, en el segundo milenio a.C, había que alinear
los templos en función de tres cosas: el nuevo Zodiaco (Aries), los
cuatro punto solares (el más importante de los cuales, en Babilonia,
era el equinoccio de primavera) y el período lunar. El templo más
importante de Babilonia, que honraba a su dios nacional, Marduk, y
cuyas ruinas se han encontrado en un relativo buen estado de
conservación, ejemplifica todos estos principios astronómicos.
También se han encontrado textos que describen en términos
arquitectónicos sus doce puertas y sus siete niveles, permitiendo a
los expertos reconstruir su funcionalidad como un sofisticado
observatorio solar, lunar, planetario y estelar (Fig. 81).
Sólo en los últimos años se ha llegado a reconocer que la
astronomía, combinada con la arqueología, puede ayudar a fechar
monumentos, a explicar acontecimientos históricos y a definir los
orígenes celestes de las creencias religiosas. Y llevó casi un siglo
que esta idea alcanzara el nivel de una disciplina llamada arqueoastronomía, pues fue en 1894 cuando
Sir Norman Lockyer (The
Dawn of Astronomy) demostró de forma convincente que, en todos los
tiempos y casi en todas partes, los templos -desde los más antiguos
santuarios hasta las mayores catedrales- se habían orientado
astronómicamente.
Vale la pena mencionar que la idea se le ocurrió
debido a «algo remarcable: en Babilonia, desde el principio de los
tiempos, el signo de Dios era una estrella»; del mismo modo, en
Egipto, «en los textos jeroglíficos, tres estrellas representaban el
plural 'dioses'» También observó que, en el panteón hindú, los
dioses más venerados del templo eran Indra («el día traído por el
Sol») y Ushas («amanecer»), dioses relacionados con la salida del
Sol.
Figura 81
Centrándose en Egipto, en donde todavía hay en pie antiguos templos
y se puede estudiar en detalle su arquitectura y su orientación, Lockyer reconoció que
los templos de la antigüedad eran o bien templos solares, o bien
templos estelares. Los primeros eran los
templos cuyo eje y ritual o funciones calendáricas se alineaban bien
con los solsticios, o bien con los equinoccios; los últimos eran
templos que no estaban conectados con ninguno de los cuatro puntos
solares, sino que estaban diseñados para observar y venerar la
aparición de determinada estrella, en determinado día, en
determinado punto del horizonte. A Lockyer le resultó asombroso que,
cuanto más antiguos eran los templos, más sofisticada era su
astronomía.
Así, en los inicios de su civilización, los egipcios
eran capaces de combinar un aspecto estelar (la estrella más
brillante entonces, Sirio) con un acontecimiento solar (el solsticio
de verano) y con el desbordamiento anual del Nilo. Lockyer calculó
que esta triple coincidencia sólo podía suceder una vez cada 1.460
años, y que el Punto Cero egipcio, momento en el que comenzó su
cuenta calendárica, fue hacia el 3200 a.C.
Pero la principal contribución de Lockyer a lo que (¡después de casi
un siglo!) se ha convertido en la arqueoastronomía fue la
constatación de que la orientación de los templos antiguos podía ser
una pista para determinar el momento exacto de su construcción. Su
ejemplo más importante fue el complejo de templos de Tebas, en el
Alto Egipto (Karnak).
Allí, la orientación, más antigua y
sofisticada, de las ciudades sagradas más antiguas (a los
equinoccios) dio paso a la más sencilla orientación a los
solsticios. En Karnak, el Gran Templo de Amón-Ra constaba de dos
construcciones rectangulares construidas espalda contra espalda
sobre un eje este-oeste, con una pequeña desviación hacia el sur
(Fig. 82).
Figura 82
La orientación era tal que, en el momento del solsticio,
un rayo de luz solar cruzaba un corredor en toda su longitud
(alrededor de 152 metros de largo), pasando de una parte del templo
a la otra por entre dos obeliscos. Y, durante un par de minutos, el
rayo de sol alcanzaba el Santo de los Santos, en el extremo del
corredor, con un destello de luz, señalando así el momento de
comienzo del año nuevo, con el primer día del primer mes.
Pero aquel preciso momento no era constante; seguía cambiando, dando
como consecuencia que los posteriores templos se construyeran con
pequeñas modificaciones en la orientación. Cuando la orientación se
basó en los equinoccios, lo que variaba era el cambiante fondo
estelar contra el cual se veía el Sol -el cambio de «eras»
zodiacales se debe a la precesión.
Pero parecía haber otro cambio
más profundo que afectaba a los solsticios: ¡el ángulo entre los
extremos de la zona por la que se movía el Sol seguía disminuyendo!
Con el tiempo, los movimientos del Sol parecían estar sujetos a
otro fenómeno más en su relación con la Tierra.
Y los astrónomos
descubrieron que la oblicuidad de la Tierra, la desviación de su eje
contra su sendero orbital alrededor del Sol, no siempre había sido
la de entonces (algo por debajo de los 23,5°). El cabeceo de la
Tierra cambia esta desviación en alrededor de 1o cada 7.000 años más
o menos, decreciendo hasta quizás 21° antes de volver a aumentar
hasta más de 24°. Rolf Müller, que aplicó este hecho a la
arqueología andina (Der Himmel über dem Menschen der Steinzeit y
otros estudios), calculó que, si los restos arqueológicos estaban
orientados con una desviación de 24°, significaba que se habían
construido hace, al menos, 4.000 años.
La aplicación de este sofisticado e independiente método de datación
es tan importante como la innovación de la datación por radiocarbono
-quizás incluso más, puesto que las pruebas de radio-carbono sólo se
pueden aplicar a materiales orgánicos (como la madera o el carbón)
que se puedan encontrar en los edificios o cerca de ellos, lo cual
no excluye que la construcción pueda ser de una época más antigua;
pero la arqueoastronomía puede datar al edificio en sí mismo, e
incluso las épocas en las que se construyeron sus diferentes partes.
El profesor Müller, cuyo trabajo examinaremos con más detenimiento,
llegó a la conclusión de que las perfectas construcciones de
sillares de Machu Picchu y Cuzco (tan remotas como las megalíticas
poligonales) tenían más de 4.000 años, confirmando así la cronología
de Montesinos. Como veremos, la aplicación de la arqueoastronomía a
las ruinas andinas ha dado al traste con muchas ideas referentes a
la antigüedad de la civilización en las Américas.
Los astrónomos modernos tardaron en llegar a Machu Picchu, pero al
final lo hicieron. Fue en la década de 1930 cuando Rolf Müller,
profesor de astronomía de la Universidad de Potsdam, publicó sus
primeros estudios sobre los aspectos astronómicos de las ruinas de
Tiahuanacu, Cuzco y Machu Picchu. Sus conclusiones, en las que
establecía la gran antigüedad de estas ruinas, y en especial de
los
monumentos de Tiahuanacu, a punto estuvieron de arruinar su carrera.
En
Machu Picchu, Müller centró su atención en el
Intihuatana, en la
cumbre de la colina que se eleva al noroeste de la ciudad, y en la
estructura que hay encima de la roca sagrada, pues en ambos lugares
vio los detalles precisos que le pudieran permitir averiguar sus
fines y usos (Die Intiwatana [Sonnenwarten] im Alten Perú y otros
escritos).
Müller se dio cuenta de que el Intihuatana estaba en la cima del
punto más alto de la ciudad. Desde allí, se podía ver el horizonte
en todas direcciones; pero las paredes de sillares megalíticos
impedían la visión en determinadas direcciones, las que estaban en
la mente de los constructores.
Tanto el Intihuatana como su base se
tallaron a partir de una única roca natural, elevando el pilar o el
cabo del artefacto hasta la altura deseada. Y tanto el pilar como la
base se tallaron y orientaron de un modo preciso (véase Fig. 76).
Müller concluyó que las distintas superficies inclinadas y los lados
angulados se diseñaron para determinar la puesta del Sol en el
solsticio de verano y el amanecer en el solsticio de invierno y en
los equinoccios de primavera y otoño.
Antes de sus investigaciones en Machu Picchu, Müller había
investigado a fondo los aspectos arqueoastronómicos de Tiahuanacu y
de Cuzco. Un antiguo grabado en madera español (Fig. 83a) le sugirió
que el gran Templo del Sol de Cuzco se construyó así para permitir
que los rayos del Sol brillaran directamente en el Santo de los
Santos en el amanecer del día del solsticio de invierno.
Aplicando
las teorías de Lockyer al Coricancha, Müller fue capaz de calcular y
demostrar que los muros precolombinos, junto con aquel circular
Santo de los Santos, podían haber servido a los mismos fines que los
templos en Egipto (Fig. 83b).
Figura 83
El primer aspecto de la estructura de encima de la roca sagrada de
Machu Picchu que resulta obvio es su forma semicircular y los
perfectos sillares con los que está construida. Su parecido con el
semicircular Santo de los Santos de Cuzco es obvio (ya hemos
expresado nuestra opinión de que el de Machu Picchu fue anterior al
de Cuzco); y también lo fue para Müller, que sugirió inmediatamente
una función similar -la de determinar el solsticio de invierno.
Después de comprobar que los arquitectos habían orientado las
paredes rectas de esta estructura en función de la ubicación
geográfica y la elevación por encima del nivel del mar de Machu
Picchu, Müller determinó que las dos ventanas trapezoidales de la
porción circular (Fig. 84) habrían permitido a un observador
contemplar a través de ellas el amanecer de los solsticios de verano
e invierno ¡de hace 4.000 años!
Figura 84
En la década de 1980, dos astrónomos del Observatorio Steward de la
Universidad de Arizona, D. S. Dearborn y R. E. White
(Archeo-astronomy at Machu Picchu) examinaron el mismo emplazamiento
con instrumentos más modernos. Dearborn y White confirmaron las
orientaciones astronómicas del Intihuatana y de las dos ventanas del
Torreón (en donde el visionado se debe hacer desde la sobresaliente
roca sagrada, a lo largo de sus ranuras y bordes).
Sin embargo, no
se unieron a Müller en la discusión sobre la edad de la
construcción. Y ni ellos ni Müller intentaron trazar, milenios
atrás, las líneas de observación a través de la más antigua de las
construcciones megalíticas, la legendaria de las Tres Ventanas.
Creemos que, allí, los resultados habrían sido aún más
sorprendentes.
Sin embargo, Müller sí estudió la orientación de las murallas
megalíticas de Cuzco. Sus conclusiones, de las que se han ignorado
las implicaciones de largo alcance, fueron que «estaban situadas
para la época que va del 4000 a.C. al 2000 a.C.» (Sonne, Mond und
Sterne über dem Reich der Inka).
Esto sitúa la datación de las
construcciones megalíticas (al menos, en Cuzco, Sacsahuamán y Machu
Picchu) en el período de 2.000 años que precede al 2000 a.C. del
Torreón y el Intihuatana de Machu Picchu. En otras palabras, Müller
concluyó que las estructuras del período preincaico abarcaban dos
eras zodiacales:
-
las megalíticas, pertenecientes a la
Era de Tauro,
y
-
las del Imperio Antiguo y la pausa de Tampu-Tocco, pertenecientes
a la Era de Aries.
En el Oriente Próximo de la antigüedad, el cambio provocado por la
precesión requería de periódicas reformas en el calendario original
sumerio. El cambio más importante, que estuvo acompañado por
importantes revueltas religiosas, tuvo lugar hacia el 2000 a.C, con
la transición del Zodiaco del Toro al del Carnero. Para sorpresa de
algunos (no para nosotros), estos cambios y reformas se evidencian
también en los Andes.
La idea de que los antiguos pueblos andinos tenían un calendario
debería de ser una conclusión evidente por los escritos de
Montesinos y otros cronistas que se refirieron a las reiteradas
reformas del calendario que llevaron a cabo varios monarcas. Sin
embargo, hicieron falta varios estudios, a comienzos de la década
de 1930, para confirmar que los pueblos andinos no sólo tenían un
calendario, sino que también tomaban nota de él (a pesar de que se
suponía que no tenían escritura).
Un pionero en este campo, Fritz
Buck (Inscripciones calendarías del Perú preincaico y otros
escritos) obtuvo suficientes evidencias arqueológicas como para
apoyar tales conclusiones, como la de un laberinto, que era un
instrumento para el recuento del tiempo, y un jarrón, encontrado en
las ruinas del templo de Pachacamac, en donde se marcaban cuatro
períodos de doce con la ayuda de líneas y puntos semejantes a los de
los mayas y los olmecas.
Según el padre Molina, los incas,
«comenzaban a contar el año a
mediados de mayo, pocos días más o menos, en el primero de la luna.
Iban al Coricancha por la mañana, a mediodía y por la noche,
llevando la oveja que tenía que ser sacrificada ese día».
Durante
los sacrificios, los sacerdotes entonaban himnos, diciendo,
«Oh
Creador, Oh Sol, Oh Trueno, sé joven para siempre y no envejezcas;
que todo esté en paz; que la gente se multiplique, que sus alimentos
y todas sus cosas continúen siendo abundantes».
Debido a que el calendario gregoriano se introdujo en Cuzco después
de la época de Molina, el día de Año Nuevo del que hablaba se
correspondería con el 25 de mayo más o menos. Los astrónomos de las
universidades de Texas e Illinois han descubierto en los últimos
años unas torres de observación de las que ya hablaba Garcilaso; y
descubrieron que las líneas de visión eran las adecuadas para el 25
de mayo. Según los cronistas, los incas consideraban que su año
comenzaba con el solsticio de invierno (equivalente al solsticio de
verano en el hemisferio norte). Pero este acontecimiento no tiene
lugar en Mayo, sino el 21 de Junio... ¡todo un mes de diferencia!
La única explicación posible para esto puede provenir del
reconocimiento de que el calendario y el sistema de observación en
el cual se basaba les fue legado a los incas en una época más
antigua: el retardo de un mes viene como consecuencia de un cambio precesional que dura 2.160 años por casa zodiacal.
Como ya hemos dicho, el Intihuatana de Machu Picchu no sólo servía
para determinar los solsticios, sino también los equinoccios (cuando
el día y la noche son iguales, cuando el Sol está sobre el ecuador,
en marzo y en septiembre). Tanto los cronistas como los
investigadores modernos (como L. E. Valcárcel, The Andean Calendar)
dicen que los incas hacían lo imposible por determinar los días
precisos de los equinoccios, y que los veneraban. Esta costumbre
debía de provenir de épocas más antiguas, pues leemos que los
monarcas del Imperio Antiguo estaban preocupados por la necesidad de
determinar los equinoccios.
Montesinos nos dice que el cuadragésimo monarca del Imperio Antiguo
fundó una academia para el estudio de la astronomía y la astrología,
y determinó los equinoccios. El hecho de que se le diera el título
de Pachacutec indica que el calendario estaba, en aquella época,
poco sincronizado con los fenómenos celestes, por lo que su reforma
se hizo imperativa. Es ésta una información de lo más interesante;
y, sin embargo, se ha pasado por alto. Según Montesinos, en el
quinto año del reinado de este monarca se llegó a los 2.500 años
desde el Punto Cero -y a los 2.000 años desde el comienzo del
Imperio Antiguo.
¿Qué estaba sucediendo hacia el 400 a.C, que motivó una reforma en
el calendario?
Este lapso de tiempo, 2.000 años, es paralelo al
lapso de tiempo de los cambios zodiacales debidos a la precesión. En
el Oriente Próximo de la antigüedad, cuando se inició el calendario
en Nippur, hacia el 4000 a.C, el equinoccio de primavera tuvo lugar
en la Casa de la Era de Tauro. Se retrasó a la de Aries hacia el
2000 a.C. y a la de Piscis para cuando nació Cristo.
La reforma andina de los alrededores del 400 a.C. confirma que el
Imperio Antiguo y su calendario debieron de comenzar hacia el 2500
a.C. También sugiere que aquellos monarcas estaban familiarizados
con el Zodiaco; pero el Zodiaco no era más que una división
artificial y arbitraria de doce partes en la franja celeste
alrededor del Sol; una invención sumeria que había sido adoptada por
todos los pueblos del Viejo Mundo que les sucedieron (hasta el día
de hoy). ¿Acaso era posible esto? La respuesta es sí.
Uno de los pioneros en este campo, S. Hagar, en una conferencia
pronunciada ante el decimocuarto Congreso de Americanistas en 1904,
titulada The Peruvian Asterisms and their Relation to the Ritual,
demostró que los incas no sólo estaban familiarizados con las casas
zodiacales (y sus meses paralelos), sino que también les daban
distintos nombres. Los nombres, para sorpresa de los expertos pero
no para nosotros, tienen un extraño parecido con aquellos con los
que estamos familiarizados y que tuvieron su origen en Sumer.
-
Así,
enero, el mes de Acuario, se le consagró a Mama Cocha y Capac Cocha,
Madre Agua y Señor Agua.
-
A marzo, el mes de Aries cuando la primera
luna significaba en la antigüedad la víspera del Año Nuevo, se le
llamaba Katu Quilla, Luna Mercado.
-
Abril, Tauro, se llamaba Tupa
Taruca, Ciervo Pastador (no había toros en Sud-américa).
-
Virgo era
Sara Mama (Madre Maíz) y su símbolo era una mujer; etc.
En realidad, la propia Cuzco era un testimonio en piedra tanto de
esa familiaridad con el Zodiaco de doce casas como de la antigüedad
de esos conocimientos. Ya hemos mencionado la división de Cuzco en
doce distritos y su relación con las casas del Zodiaco. Y resulta
significativo que el primer distrito, en las laderas de
Sacsahuamán, estuviera relacionado con Aries, pues, como ya hemos
demostrado, para buscar la relación de Aries con el equinoccio de
primavera nos tendríamos que remontar más de 4.000 años.
Habría que preguntarse si los conocimientos requeridos para toda
esta información astronómica y estas reformas de calendario se
pudieron retener y transmitir a lo largo de tantos milenios sin
algún tipo de sistema para conservar los datos, sin plasmarlo por
escrito de algún modo. Como ya vimos, en los códices mayas había
datos astronómicos que se habían copiado de fuentes más antiguas.
Los arqueólogos han llegado a la conclusión de que las barras
rectangulares que llevaban los reyes mayas (tal como se les
representa en las estelas) eran en realidad «barras celestes» en
donde estaban representados los jeroglíficos de determinadas
constelaciones del Zodiaco (como la serie de jeroglíficos que
enmarcan la imagen de Pacal en la losa de su sarcófago, en
Palenque).
¿No se habrían copiado estas artísticas representaciones
del período clásico de calendarios más antiguos y, quizá, menos
refinados artísticamente?
Esto es lo que sugiere una piedra redonda
encontrada en Tikal (Fig. 85a) sobre la cual se ve la imagen del
Dios Sol (con barba y con la lengua fuera) rodeado de jeroglíficos
celestes.
Estos «primitivos» Zodiaco-calendarios en piedras circulares
debieron de preceder a los perfeccionados calendarios de piedra de
los aztecas, de los cuales se han encontrado varios; o como el de
oro, el más sagrado de todos, que Moctezuma le regaló a Cortés
cuando éste creyó que lo único que hacía era devolver lo que era
suyo al Dios de la Serpiente Emplumada.
Figura 85
¿Existieron registros de éstos -en oro- en el antiguo Perú? A pesar
del trato que los españoles le dieron a todo lo que tuviera que ver
con «ídolos», y especialmente si el objeto estaba hecho de oro (que
rápidamente se fundía, como sucedió con la Imagen del Sol del Coricancha), al menos ha quedado una de estas reliquias.
Es un disco de oro, de alrededor de 14 centímetros de diámetro (Fig.
85b), que fue descubierto en Cuzco y se encuentra ahora en el Museo
de los Indígenas Americanos de Nueva York, y que fue descrito hace
más de un siglo por Sir Clemens Markham (Cuzco and Lima; The Incas
of Perú). Éste llegó a la conclusión de que el disco representaba al
Sol, en el centro, y tenía veinte símbolos diferentes a su
alrededor, que tomó por símbolos de los meses, como en el calendario
maya, también de veinte meses.
W. Bollaert, en una conferencia que
impartió ante la Sociedad Real de Anticuarios en 1860 y en
posteriores escritos, consideró que aquel disco era «un calendario
lunar o un Zodiaco». M. H. Saville (A Golden Breastplate from Cuzco,
en la publicación de 1921 del Museo) señaló que seis de los signos
circundantes se repetían dos veces, y dos de ellos se repetían
cuatro veces (los marcó de la A a la H), de ahí que dudara de la
validez de la teoría de los veinte meses de Markham.
El simple detalle de que dos por seis sean doce nos lleva a
concordar con Bollaert y a sugerir que el objeto sea una tablilla
zodiacal más que un calendario mensual. Todos los expertos coinciden
en que este objeto es de tiempos preincaicos. Sin embargo, nadie ha
hecho notar lo mucho que se parece al calendario de piedra
descubierto en Tikal -quizá porque sería poner otro clavo al ataúd
en donde habría que dejar descansar la idea de que no hubo contacto,
no hubo «difusión» entre América Central y América del Sur. Fue a
principios de 1533 cuando un pequeño grupo de soldados de la partida
de desembarco de Pizarro entró en Cuzco, la capital inca. El
principal cuerpo del ejército de Pizarro estaba todavía en
Cajamarca, en donde tenían prisionero al pretendiente, Atahualpa; y
la misión del grupo enviado a Cuzco era recoger la contribución de
la capital al rescate de oro que los españoles exigían a cambio de
la libertad de Atahualpa.
En Cuzco, un general de Atahualpa, Quizquiz, les permitió entrar y
examinar varios edificios importantes, incluido el Templo del Sol;
los incas le llamaban el Coricancha, el Recinto Dorado, pues sus
paredes estaban cubiertas con placas de oro, y entre sus muros había
maravillosos objetos de oro, plata y piedras preciosas. Los pocos
españoles que entraron en Cuzco sacaron setecientas placas de oro y,
después de servirse otros tesoros, volvieron a Cajamarca.
El grueso de las fuerzas españolas entró en Cuzco a finales de año;
y ya hemos relatado el destino de la ciudad, de sus edificios y sus
santuarios, incluidos la profanación del Santo de los Santos y el
saqueo y la fundición del Emblema Dorado del Sol que colgaba sobre
el Altar Mayor.
Pero aquella destrucción física no pudo erradicar lo que los incas
conservaban en sus recuerdos. Los incas recordaban que el Coricancha
lo había construido el primer monarca; comenzó siendo una cabaña con
techo de paja. Los monarcas que vinieron después lo agrandaron y lo
mejoraron, hasta tomar las dimensiones y la forma que tenía cuando
llegaron los españoles. Los incas decían que, en el Santo de los
Santos, las paredes estaban cubiertas, desde el suelo hasta el
techo, con placas de oro.
«Sobre lo que llamaban el Altar Mayor
-escribió Garcilaso-, estaba la imagen del Sol sobre una placa de
oro dos veces más gruesa que las que cubrían las paredes. La imagen
lo mostraba con un rostro redondo, y rayos y llamas de fuego, todo
en una pieza.»
Aquél fue, ciertamente, el objeto de oro que los españoles vieron y
se llevaron. Pero no era la imagen original que había dominado el
muro, dando la cara al rayo de Sol del amanecer del día indicado.
La descripción más detallada de la pieza central y de las imágenes
que la acompañaban la proporcionó Don Juan de Santa Cruz
Pacha-cuti-Yumqui Salcamayhua, hijo de una princesa real inca y un
noble español (que es la razón por la cual a veces se le llama Santa
Cruz y a veces Salcamayhua). El relato se incluyó en su Relación, en
la cual comenzó glorificando a la familia real inca ante los ojos de
los españoles. Salcamayhua decía que fue el primer rey de la
dinastía inca el que «ordenó a los herreros que hicieran una placa
de oro que significara que había un creador del Cielo y la Tierra».
Salcamayhua ilustró su texto con un dibujo: era la poco usual y
extraña forma de un óvalo.
Esta primera imagen fue reemplazada por una placa redonda cuando un
monarca posterior declaró el Sol supremo. Otro Inca posterior volvió
a poner la imagen oval; «era un gran enemigo de los ídolos; y ordenó
a su pueblo que no rindiera tributo al Sol y a la Luna», sino al
cuerpo celeste representado por la forma oval; fue él quien «hizo
que se pusieran imágenes alrededor de la placa». Refiriéndose a la
forma oval como «el Creador», Salcamayhua dejó claro que no se
trataba del Sol, pues las imágenes del Sol y la Luna flanqueaban el
óvalo. Para ilustrar lo que quería decir, Salcamayhua dibujó un
largo óvalo flanqueado por dos círculos más pequeños.
La pieza central quedó así, con el óvalo como imagen superior, hasta
la época del Inca Huáscar, uno de los dos hermanastros involucrados
en la lucha por el trono cuando llegaron los españoles. Éste quitó
la imagen oval y la sustituyó «por una placa redonda, como el Sol
con rayos».
«El Inca Huáscar había puesto una imagen del Sol en el
lugar en donde el Creador había estado.»
De este modo, la
alternancia de principios religiosos volvió a un panteón en el cual
el Sol, y no Viracocha, era el supremo. Para dar a entender que él
era el verdadero sucesor al trono, Huáscar añadió a su nombre el
epíteto Inti («Sol»), dando a entender que era él, y no su
hermanastro, el verdadero descendiente de los Hijos del Sol.
Tras explicar que el hastial, con el óvalo como imagen principal,
representaba «lo que los paganos creían» respecto a los cielos y la
Tierra, Salcamayhua hizo un esbozo grande en donde mostraba el
aspecto del muro antes de que Huáscar sustituyera el óvalo por la
imagen del Sol.
Este esbozo se conservó porque Francisco de Ávila,
que le preguntó a Salcamayhua y a otros sobre el significado de las
representaciones, lo guardó entre sus papeles. También garabateó
sobre el esbozo y alrededor de éste anotaciones en donde explicaba
las imágenes, utilizando los términos quechuas y aymarás que les
daban los nativos y sus propios términos en castellano.
Si se quitan
todas estas anotaciones (Fig. 86), se consigue una imagen clara de
lo que se representaba encima del altar (el largo objeto
cuadriculado de abajo): símbolos terrestres (gente, un animal, un
río, montañas, un lago, etc.) en la parte inferior; imágenes
celestes (el Sol, la Luna, las estrellas, el enigmático óvalo, etc.)
en la parte superior.
Figura 86
Los expertos coinciden y discrepan en cuanto a la interpretación de
los símbolos individuales, pero no en cuanto al significado general
del muro sagrado. Markham veía en la parte superior «un mapa estelar
que es una verdadera clave para la astronomía y la cosmogonía
simbólica del antiguo Perú», y estaba seguro de que la punta
triangular del hastial era un jeroglífico del «Cielo».
S. K. Lothrop (Inca Treasure) decía que las imágenes de arriba del Altar Mayor
«formaban un relato cosmogónico de la creación del cielo y la
tierra, el Sol y la Luna, el primer hombre y la primera mujer».
Todos están de acuerdo en que, tal como dijo Salcamayhua,
representaba «lo que los paganos creían» -la suma total de sus
creencias religiosas y relatos legendarios; una saga del Cielo y la
Tierra y de los lazos que los unen.
En la asamblea celeste de imágenes se ve claramente al Sol y a la
Luna flanqueando a la placa de oro ovalada, y grupos de cuerpos
celestes por encima y por debajo del óvalo. Que los dos objetos que
están a los lados del óvalo sean el Sol y la Luna queda claro por
los rostros convencionales que se les dibujaron, además de por las
anotaciones en lengua nativa, Inti (Sol) y Quilla (Luna).
Si el Sol estaba representado así, ¿qué representaba la imagen
central, el gran óvalo? Las crónicas dicen que este símbolo se
alternaba con el del Sol para recibir culto y veneración en tiempos
de los incas. Y su identidad queda explicada en una anotación que
dice:
«Illa Ticci Uuiracocha, Pachac Acachi. Quiere decir
imagen del
Hacedor del cielo y de la tierra».
Pero, ¿por qué se representaba a Viracocha como un óvalo? Uno de los
principales investigadores del tema, R. Lehmann-Nitsche (Coricancha
- El Templo del Sol en el Cuzco y las imágenes de su altar mayor),
propuso la tesis de que el óvalo representaba el «Huevo Cósmico»,
una idea teogónica que se repite en las leyendas griegas, en las
religiones hindúes, «incluso en el Génesis».
Es «la teogonia más
antigua, cuyos detalles no han sido comprendidos por los autores
blancos». Se le representó en los santuarios de la deidad
indoeuropea Mitra como un huevo circundado por las constelaciones
del Zodiaco.
«Quizás, algún día, los estudiosos de las culturas
indígenas verán las similitudes en los detalles y el culto de
Viracocha, Brahma con los siete ojos y el israelita Yahveh...».
En la
antigüedad clásica y en el culto órfico existían imágenes sagradas
del Huevo Místico; ¿por qué no podría haber sucedido lo mismo en el
gran santuario de Cuzco?
Lehmann-Nitsche creía que el Huevo Cósmico era la única explicación
de aquel extraño óvalo, pues, aparte de su similitud con el contorno
de un huevo, la forma elíptica (que es difícil de dibujar o trazar
con precisión) no se encuentra de forma natural en la Tierra. Pero,
tanto él como los demás, parecían ignorar el hecho de que la forma
elíptica tiene superimpuesto (abajo) el símbolo de una estrella.
Si,
tal como parece, la elipse u óvalo tiene que ver con otro cuerpo
celeste (además de los cinco de arriba y los cuatro de abajo), nos
estaría hablando de un «óvalo» que se encuentra en la naturaleza -no
en la Tierra, sino en los cielos: la curva natural de la órbita de
un planeta alrededor del Sol. De ahí que sugiramos que se trata del
curso orbital de un planeta en nuestro Sistema Solar.
Así pues, debemos concluir que, lo que se representaba en el muro
sagrado, no eran unas distantes y misteriosas constelaciones, sino
nuestro propio Sistema Solar, con el Sol, la Luna y diez planetas,
que sumarían un total de doce. Los planetas del Sistema Solar los
vemos divididos en dos grupos.
A nuestro parecer, arriba estarían
los cinco planetas exteriores -Plutón, Neptuno, Urano, Saturno y
Júpiter (contando de fuera adentro).
Abajo, estarían los cuatro
planetas interiores -Marte, Tierra, Venus y Mercurio. Y ambos grupos
estarían divididos por la enorme órbita elíptica del duodécimo
miembro del Sistema Solar. Para los incas, representaba al celestial
Viracocha. ¿Debería sorprendernos encontrarnos con que ésta es
exactamente la visión sumeria de nuestro Sistema Solar?
A medida que las imágenes descienden de los cielos a la Tierra, se
nos muestra un cielo estrellado en la parte derecha del muro y nubes
en la izquierda. Los expertos coinciden con las anotaciones
originales, «verano» (un brillante cielo estrellado) y «nubes
invernales». Al considerar las estaciones como parte del acto
creador, la representación inca vuelve a seguir el modelo de Oriente
Próximo. En Sumer, la inclinación de la Tierra (la causa de las
estaciones) se atribuía a Nibiru; y en Babilonia, a Marduk. La idea
se repite cuando el salmista dice del Señor bíblico: «Tú has hecho
el verano y el invierno.»
Por debajo de «verano», se ve una estrella; un animal fiero se ve
por debajo de «invierno». En general, se acepta que estas imágenes
representan a las constelaciones relacionadas con estas estaciones
(en el hemisferio sur), representando la del invierno a Leo (el
León).
Pero esto resulta sorprendente en más de un aspecto. En primer
lugar, porque no hay leones en América del Sur. En segundo lugar,
porque, cuando el calendario se inició en Sumer en el cuarto milenio
a.C, el solsticio de verano tenía lugar cuando el Sol se veía sobre
la constelación zodiacal de Leo (UR.GULA en sumerio). Pero, en el
hemisferio sur, esta época del año tendría que haber sido invierno.
¡Por lo que la representación inca no sólo estaría copiando la idea
de las doce constelaciones zodiacales, sino también el orden
estacional de Mesopotamia!
Llegamos ahora a los símbolos que -como en
el Enuma Elish y en el
Libro del Génesis- transfieren los relatos de la creación desde los
cielos a la Tierra: el primer hombre y la primera mujer, Edén, un
gran río, una serpiente, montañas, un lago sagrado. El «panorama del
mundo» de los incas, según Lehmann-Nitsche. Sería más correcto
decir: la Biblia Pictórica de los Andes.
La analogía es real, no sólo figurativa. Los elementos de esta parte
de la composición pictórica bien podrían servir para ilustrar los
relatos bíblico-mesopotámicos de Adán y Eva en el Jardín del Edén,
hasta con la serpiente (a la derecha del muro) y el Árbol de la Vida
(a la izquierda). El sumerio E.DIN (del cual proviene Edén) era el
valle del gran río Eufrates, que nacía en las altas montañas del
norte. Este marco geográfico se representa claramente en la parte
derecha del muro, en donde un globo, que representa a la Tierra,
lleva la anotación «Pacha Mama» -Madre Tierra. Incluso el Arco Iris,
que en Oriente Próximo aparece en los relatos del Diluvio, se nos
muestra aquí.
(Mientras todo el mundo acepta que el globo o círculo marcado con
Pacha Mama representa a la Tierra, nadie se ha parado a pensar cómo
sabían los incas que la Tierra era redonda. Los sumerios, sin
embargo, eran conscientes del hecho y representaban a la Tierra y al
resto de planetas correctamente.)
El grupo de siete puntos por debajo de la Tierra ha dado multitud de
problemas a los expertos. Adhiriéndose a la idea errónea de que los
antiguos creían que las Pléyades tenían siete estrellas, algunos han
sugerido que este símbolo representa a esa porción de la
constelación de Tauro. Pero, si fuera así, el símbolo pertenecería a
la parte superior o celeste del panel, no a la inferior. Lehmann-Nitsche y otros interpretaron este símbolo séptuple como
«los siete ojos del dios supremo». Pero ya hemos demostrado que los
siete puntos, el número siete, era la designación de la mismísima
Tierra en la enumeración sumeria de los planetas. Así pues, el
símbolo «siete» estaría exactamente donde debe estar, como leyenda
del globo de la Tierra.
La última imagen del muro sagrado es la de un gran lago conectado a
través de un curso de agua con una masa de agua más pequeña. La
anotación dice: «Mama Cocha», Madre Agua. Todos están de acuerdo en
que representa al lago sagrado de los Andes, el lago Titicaca. Al
representarlo, los incas llevaban la historia de la Creación desde
los cielos hasta la Tierra, y desde el Jardín de Edén hasta los
Andes.
Lehmann-Nitsche resumió el significado y el mensaje del conjunto de
imágenes del muro que se elevaba tras el Altar Mayor diciendo:
«Lleva al hombre desde el suelo hasta las estrellas.»
Y resulta
doblemente sorprendente que lleve también a los incas desde América
hasta el otro extremo de la Tierra.
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