por Irene Hernández Velasco
29 Octubre 2016
del Sitio Web
ElMundo
Cuesta encontrarlos pero
existen,
han decidido huir de Facebook y
de Twitter
por higiene mental.
No renuncian a socializar
pero sí a estar presentes
en redes sociales.
Nada más levantarse, lo primero que hacen ocho de cada 10 españoles
es abalanzarse como posesos sobre su móvil. Pero no David Macián.
Este cineasta de 36 años no se arroja
ansioso a comprobar si le ha llegado un mensaje de Whatsapp. No le
va la vida en abrir su cuenta de correo electrónico, no se lanza con
avidez a comprobar lo que ha estado ocurriendo
en Facebook mientras dormía; no
pierde un solo instante en mirar lo que se ha cocido en Twitter.
David Macián pertenece a una nueva tribu
urbana, exótica pero cada vez más numerosa: la de los desconectados.
Personas que, voluntariamente, han decidido poner freno a la
vorágine de Internet y hacerle un corte de mangas a eso de la
hiperconectividad.
Unos marcianos que han resuelto aparcar
la vida virtual para dedicarse a vivir la vida real.
El cineasta David Macián en una cafetería
David Macián toma asiento y desenfunda la que constituye su mejor y
más rotunda declaración de principios:
su teléfono móvil.
Es una auténtica reliquia, una pieza de
anticuario. Un viejo Nokia con ocho años de servicio a las espaldas,
abollado y con las esquinas bastante esquilmadas.
No tiene conexión
a Internet, sirve única y exclusivamente para hacer y recibir
llamadas y SMS.
"La batería me dura una semana",
asegura sacando pecho.
Lo que le ha llevado a Macián a pasar de
la red y, sobre todo, de las redes sociales es que no le gusta el
tipo de relación que imponen.
"Cuando paso por una terraza y veo a
dos personas sentadas la una frente a la otra mirando cada uno
su móvil me pongo mal. Estamos perdiendo las conversaciones,
las relaciones cara a cara, lo auténtico, lo natural.
Nos venden que gracias a las redes
sociales estamos cada vez más conectados pero mi sensación es la
contraria: creo que nos aíslan, nos hacen cada vez más
individualistas".
Macián - que acaba de terminar La
Mano Invisible, su primer largometraje - navega de vez en cuando
por Internet, pero pone medidas para evitar naufragar.
"Me conecto lo justo. Consulto lo
que me interesa y basta, no pierdo el tiempo saltando de una
página Web a otra.
Además, le doy mucha importancia a
la protección de mis datos. Todos sabemos que en Internet hay un
inmenso negocio con los datos de los usuarios".
Habrá quien piense que este murciano
que, en 2005, se trasladó a vivir a Madrid - justo entonces tuvo su
primer teléfono móvil, y porque se empeñó su madre - es un
excéntrico, un tipo raro.
Pero qué va: cada vez son más los que,
como él, optan por mandar al diablo a Internet y a las redes
sociales.
Y no hablamos de místicos o ermitaños
que deciden aislarse del mundo, de personas que se retiran al campo
y se ponen a ordeñar vacas o a cultivar tomates, como hacen muchos
de los llamados neorrurales (la mayoría de los cuales, por cierto,
comercializan sus productos a través de Internet y se pasan la mitad
de su tiempo encerrados en sus casas de campo frente a la pantalla
del ordenador).
Nos referimos a urbanitas, a gente de ciudad, a nativos digitales
que han crecido al amparo de la red, que han decidido pasar de ella
y que están demostrando que sí, que es perfectamente posible vivir
sin Internet sin renunciar por ello a su actividad profesional o a
sus vínculos sociales.
"Mis amigos saben que no tengo redes
sociales ni Whatsapp, así que cuando quieren contactar conmigo
me llaman. No es tan difícil", subraya Macián.
Una encuesta realizada hace cuatro años
en Francia por Havas Media, una de las agencias líderes en
comunicaciones, reveló que casi el 20% de la población del país galo
vive desconectada y que la mayoría de quienes le dan la espalda a
Internet lo hacen de manera voluntaria por dos motivos:
Ese último grupo de personas
representaba ya en 2012 el 3,4% de los franceses y, si habían
decidido decir adiós a Internet, era porque sentían que estaban
perdiéndose la vida de verdad, ésa que tiene lugar fuera de la
pantalla.
Veían como los tentáculos de la Web y de
las redes sociales les estaban arrastrando a la adicción, y
decidieron echar el freno antes de que fuera demasiado tarde.
Hablamos de gente de entre 25 y 49 años,
de la clase alta, universitarios, que se movían como pez en el agua
por la Web y que un buen día decidieron salir de Facebook y de
Twitter y limitar su uso de Internet al mínimo y a aspectos muy
concretos, como presentar la declaración de la renta, echar un
vistazo al correo o comprobar la cuenta del banco.
El escritor
Enrique Puig Punyet.
EL MUNDO
Enric Puig Punyet es otro desconectado.
Doctor en Filosofía por la Universidad
Autónoma de Barcelona y la École Normale Supérieure de París,
profesor en la Universitat Oberta de Catalunya y escritor, artista y
comisario independiente, empezó a sentirse tan desbordado por
Internet, tan peligrosamente enganchado, que decidió levantar muros.
"Sentía saturación tras horas y
horas navegando a la deriva, saltando de una página a otra sin
ton ni son, viajando de un hipervínculo a otro, en apariencia
haciendo de todo pero en el fondo no haciendo absolutamente
nada, porque con mucha frecuencia la información que obtenemos
después de un día pegados a la pantalla es dispar, en ocasiones
contradictoria y no tardamos en olvidarla", sentencia.
"Sentía que Internet me estaba esclavizando, que era una
relación parasitaria que afectaba a mi dinámica familiar".
Así que optó por tomar las riendas e
imponerse un control sobre la red.
Una cuestión
de salud mental
El interés de Puig Punyet por este asunto no sólo le ha llevado a
cortar el cable o a impulsar varias iniciativas internacionales
sobre las repercusiones sociales de Internet, sino que le ha
empujado a escribir La gran adicción - Cómo sobrevivir sin Internet y no
aislarse del mundo (Editorial Arpa), un libro que acaba de ver la
luz y en el que relata los casos de varias personas que, como él,
han decidido desconectarse de la red no por romanticismo, sino por
salud mental y calidad de vida.
Gente que durante los últimos 15 años utilizaba diariamente
Internet, cuyo crecimiento profesional y personal ha ido acompañado
del uso habitual de las herramientas digitales y que un día
decidieron decir "basta" sin que la desconexión haya significado
para ellos una pérdida sustancial ni les haya acarreado problemas de
trabajo o de relación.
"Al revés: la gran paradoja es que
los desconectados sienten que reconectan con el mundo real",
explica Puig Punyet.
Encontrarlos no resulta fácil, porque
para buscar cualquier cosa lo primero que hacemos es echar mano de
Internet y esa es gente que vive al margen de la Web.
"Hace tan sólo 10 años, Internet era
una herramienta de consulta.
Uno se hacía una pregunta y sólo
después buscaba la respuesta en la red. Pero hoy la dinámica ha
cambiado por completo. El tiempo vacío se ha llenado de paja.
Muy a menudo es Internet quien formula las preguntas, robándole
al individuo nuevos marcos de referencia. Internet es
omnipresente porque está activo siempre y en todas partes.
Al ocupar gran parte de nuestra
vida, hace que con frecuencia descuidemos a las personas a
nuestro alrededor", explica.
Aunque no se les vea, los desconectados
existen.
Gente como Philippe, un comercial
francés que ronda los 40 y que, cuando se quedó en el paro hace unos
tres años, se volvió loco tratando de encontrar trabajo por
Internet, llegando a obsesionarse de tal modo con las plataformas de
búsqueda de empleo que su vida consistía sólo en eso.
Hasta que un buen día, harto de que se
le fuera la vida controlando Internet y viendo que se había hecho un
adicto, decidió desconectarse y presentarse en persona en varias
empresas llevando su currículo en mano.
Le salió trabajo...
Y no sólo eso:
cuando se dio cuenta del poder del
trato directo, en la empresa en la que empezó a trabajar pidió
que le dejaran desempeñar su empleo sin echar mano de Internet,
recurriendo a las relaciones personales.
Y le fue tan bien que, como se lee en el
libro de Puig Punyet, acabaron adoptando su método en toda la
compañía.
-
Ó Jon, un niño de 14 años de
Bilbao que ha sido adicto a los videojuegos, que también
forma parte de la galería de personajes de La gran adicción
y lleva un año de feliz desconexión.
-
Ó Cristina, una barcelonesa de
29 años que, después de buscar infructuosamente el amor a
través de Tinder y otras redes similares, decidió dar una
patada a todo ese mundo virtual y recuperar su tiempo .
-
Ó Kaya, una inglesa de 26 años
que trabajó durante un tiempo en el mundo de la moda y que,
harta de asistir a fiestas en las que el objetivo de todos
los invitados era salir estupendos en las fotos y las
selfies que luego se colgaban en los redes sociales,
decidió hacer una fiesta sin móviles.
Los asistentes se
sintieron tan aliviados y relajados que Kaya ha hecho de eso
su negocio:
se gana la vida haciendo fiestas secretas en
distintos lugares de Londres que se dan a conocer por el
boca a boca y en las que está absolutamente prohibido hacer
fotos.
Son fiestas que le encantarían a
Essena O'Neill, una bloguera australiana que contaba con 500.000
seguidores en Instagram, 20.000 en Snapchat y 250.000 en YouTube y
que, el año pasado, decidió acabar con la obsesión de perfección que
marcaba su vida.
Borró de un plumazo 2.000 imágenes de su
Instagram y escribió:
"Soy la chica que lo tuvo todo y
quiero decirte que tenerlo todo en las redes sociales no
significa nada en tu vida real.
He dejado que se me definiera por
los números y lo único realmente me hacía sentir bien era
conseguir más seguidores, más me gustas, más repercusión y
visitas.
Nunca era suficiente".
Una tendencia
al alza
También hay quien se retira de Internet asqueado de las
desigualdades sociales que está creando la economía digital.
"Cuando el usuario medio abre su
teléfono o su navegador, todo responde a la misma lógica
subyacente:
enviar información a no se sabe muy bien quién y
recibir información de no se sabe muy bien quién. Compartir.
Pero cuando compartimos somos
trabajadores sin salario para un jefe anónimo, generamos
contenido para las plataformas y, por tanto, tráfico y visitas.
Esa vorágine engancha", explica Enric Puig Punyet.
"La nueva red ya no es una herramienta al servicio de la
humanidad, sino un sistema que pone a la humanidad a su
servicio".
La necesidad de desconexión está
creciendo tanto que ya hay avispados empresarios de turismo que
ofrecen hoteles sin Wi-Fi, o restaurantes que se publicitan por no
disponer de conexión a Internet, como uno en Barcelona propiedad de
una pareja de jóvenes argentinos defensores del Slow Food, el
movimiento que aboga por recuperar ritmos más pausados.
Por no hablar de las alrededor de 200 escuelas Waldorf que ya se
cuentan en Estados Unidos, que prohíben a sus alumnos el uso de las
nuevas tecnologías y algunas de las cuales se encuentran en Silicon
Valley.
Allí, los niños de los ejecutivos de Google y Apple aprenden
a vivir sin ordenadores, sin tabletas o sin tele.
Escritores como Jhumpa Lahiri, Amélie Nothomb o
Jonathan Franzen ya forman parte del ejército de los
desconectados.
Por no hablar de los 562 escritores e
intelectuales de 82 países - incluidos cinco premios Nobel de
literatura - que, en 2013, firmaron un manifiesto contra la
vigilancia masiva y el espionaje por parte de empresas y Estados a
los ciudadanos a través de la red.
David Macián probablemente aún no lo sabe y probablemente no le
importe pero su viejo teléfono móvil sin conexión a Internet es
tendencia.
El reputado y austero diseñador inglés
Jasper Morrison creó el año pasado
el MP 01, un móvil de formas
aerodinámicas que, en contraposición con los teléfonos inteligentes
cada vez más complicados, no incluye conexión a Internet, sólo sirve
para realizar y recibir llamadas y mensajes de texto.
Punto...
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