por Esteban De Gori
y Bárbara Ester
Desde la tribuna
asistimos al espectáculo cotidiano del desarrollo de las denuncias
de corrupción a modo de un reality diario. Probablemente sea
un hecho inédito en la historia latinoamericana la presencia
simultánea de tantas señales de corrupción, tanto en la información
diaria como en los altos índices de percepción ciudadana.
La novedad radica en la
avidez de la ciudadanía por develar los pormenores del entramado.
Paradójicamente es la pasión más anti-política que tiene la
política, como la más demoledora.
Sin duda es un tema capaz de interpelar a ciudadanos y ciudadanas, de conectar lo individual a lo público, un 'acceso directo' entre prácticas políticas y vidas individuales.
No hay que olvidar que
las relaciones de la ciudadanía para con el Estado y con la política
están sujetos a las maneras en que se 'metabolizan' los flujos de
corrupción que aparecen o son descubiertos, la mayoría de las veces,
a través de los medios de comunicación.
Además de la auditoría, eficiencia y transparencia fueron dos términos relevantes para observar el desarrollo de la inversión pública y monitorear el 'despilfarro' de empresas estatales.
Pero no eran dos palabras 'descolgadas' sino que integraban una mirada sobre la sociedad y sobre la administración pública. Era posible lograr una sociedad y un Estado transparentes, y todo ello afirmándose en una propuesta moralizadora (¿o moralizante?).
La globalización introdujo la
transparencia como un mandamiento de la posmodernidad en el modus
operandi de la administración pública. La moral anti-despilfarro se
vinculó a la moral potente y milenaria del "no robarás", lo cual le
otorga una fortaleza simbólica y performativa.
De la misma manera que se universalizaron los derechos humanos en las agendas de conservadores, liberales y progresistas, también lo hizo esta moral anti-despilfarro, que resituó a la corrupción no sólo en su condición ilícita (cuestión que podía encontrarse desde hace décadas en los códigos civiles y penales), sino en un atentado a las vidas y morales individuales.
Por ello, era necesario
introducir nuevos sistemas de transparencia, para impedir que un
sólo billete del Estado terminara financiando de manera ilegal a
personas, partidos o empresas.
En momentos de crisis o de grandes exigencias de austeridad los hechos de corrupción asumen una valencia simbólica muy relevante, como lo son en momentos de fuerte polarización. Nadie quiere ser robado y el robo constante - o la percepción o sensación del mismo - amplifica las desconfianzas sobre la política y el sistema de partidos.
Por lo tanto, la reiteración de actos de corrupción dinamita el mundo partidario y lo abre a propuestas de regeneración, moralistas, religiosas o punitivas.
La moral anti-corrupción puede promover el acceso al poder de oposiciones, pero cuando todo el sistema político está atravesado por la corrupción se producen contextos donde se refuerzan liderazgos políticos 'transparentistas', 'honestitas', sanadores y algunos con gestos políticos que ponen en duda el Estado de derecho.
También es una manera en que muchas veces los partidos gubernamentales y opositores 'recaudan' dinero - a través del mismo Estado si esos partidos son parte del Gobierno, o de favores que le otorgan a empresas - para financiar campañas, militancias, etc.
Es, principalmente, una
manera de construir un vínculo político-económico entre partidos y
el Estado, así como entre éstos con los empresarios.
Los partidos suelen 'recaudar' a través de coimas que cobran empresas a las que ayudan a ganar licitaciones; a través de una parte de los subsidios que el mismo partido gubernamental otorga a las empresas; o a través de la utilización (particular o partidaria) del dinero público.
Las formas establecidas de acceso a la financiación privada de los partidos políticos son un territorio poco legislado o poco regulado en América Latina.
Está claro que la financiación estatal - en momentos de austeridad económica - para los partidos es menor que aquellas que pueden brindar las empresas para los partidos políticos.
Sólo los partidos
gubernamentales pueden establecer formas recaudatorias aprovechando
las bondades estatales, su capacidad de generar negocios y su
vínculo con empresas proveedoras de servicios o relacionadas con la
obra pública.
Ya no hay Estados con
capacidad de financiar la dinámica política, ni grandes y
apasionadas energías militantes que puedan sostener con su trabajo o
con sus finanzas individuales los emprendimientos partidarios.
El partido 'destraba' sus necesidades financieras o presiona con dinero de ciertas empresas a sus propios legisladores para votar una u otra ley, y las empresas logran licitaciones en la obra pública o subsidios para el desarrollo de determinados servicios.
El ethos cultural hispano y católico oscila entre lazos patrimonialistas y corporativistas que se expresan como conservadurismos y populismos, respectivamente. [1]
[1]
https://www.lanacion.com.ar/2173301-la-epopeya-necesita-capitalismo-latinoamericano
Desde hace algún tiempo algunas derechas han intentado - sin éxito - presentarse en su versión liberal y demócrata desde discursos meritocráticos.
Los discursos han sido
efectivos a la hora de instalarse en la opinión pública, sin
embargo, el tópico se salió de control hasta fagocitarse a sí mismo.
Si la apelación a la corrupción demostró ser capaz de tumbar
gobiernos y ganar elecciones, también demostró su efecto bumerang
capaz de volverse en contra de los propios paladines de la
transparencia, quienes se toparon con un límite tangible: la
economía.
Sin embargo, hasta el
momento, los discursos anticorrupción no lograron traducirse en una
economía más eficiente.
El veredicto es dado por los mismos periodistas que no esperan los tiempos judiciales, sino que actúan con total parcialidad, convirtiéndose en jueces con capacidad de sanción - al menos simbólicamente:
Sin duda su herramienta más novedosa es la judicialización de la política, la cual altera las reglas de juego, aun a costa de debilitar los límites del debido proceso.
Si bien el discurso de la corrupción se apoya en los índices de distintas organizaciones, las modalidades de la justicia latinoamericana violan cualquier protocolo del ONGeísmo internacional.
La discrecionalidad de los poderes judiciales del hemisferio sur los lleva a evitar aplicar condenas a ciertos representantes del poder político o económico, en parte, gracias a recursos legales como la figura del 'arrepentido' o de la 'delación premiada'.
Estos hechos también son
de público conocimiento y teatralizan la impunidad, desvaneciendo
todo rastro de ilusión republicana en la ciudadanía.
Si bien la corrupción podría haber servido de mito refundacional capaz de investir de valores al neoliberalismo latinoamericano, no se trata de una receta infalible dado que, como se ha visto en México, puede favorecer a candidatos que se presentan como una alternativa progresista, o contribuir a la construcción de la imagen heroica del líder que enfrenta el martirio, como en el caso de Brasil.
En momentos electorales o
pre-electorales los hechos de corrupción han dinamitado trayectorias
partidarias o han provocado la caída de algunos puntos de algunos
candidatos.
Se ha transformado en un lenguaje de la construcción de poder, como un lenguaje en las campañas electorales y en los debates, que tiene poder performativo.
Construye sospechas, reorienta las atenciones y reconfigura las expectativas.
En un mundo frágil, sometido a la incertidumbre y con grandes crisis económicas, la noticia de corrupción se incorpora a la vida cotidiana como un fracaso del universo político, como un desengaño y como una ruptura de esa expectativa que los ciudadanos y ciudadanas colocan en sus representantes.
La corrupción se introduce en un vínculo representativo sospechado, asediado y convulsionado por electores volátiles que ponen más atención a sus vidas cotidianas que al espacio público.
La política se presenta a estos individuos como ese 'servicio' que falló.
Cada acto de corrupción
conocido funciona como un "estado fallido" (micro) y va minando
expectativas individuales, que en determinadas coyunturas sus
reclamos son orientados por diversos partidos.
Han interpelado flujos subjetivos que son parte del proceso de individuación posmoderno, por los que cualquier acto de corrupción desde el Estado o desde los partidos reactualiza imaginarios y culturas políticas relevantes en nuestro continente, como las liberales.
La corrupción
gubernamental es percibida en su capacidad de daño al individuo,
de robo o de ruptura de confianza.
Si la corrupción prospera
esos dilemas se expresarán en catástrofes vinculares, por lo que ni
las izquierdas ni las derechas, ninguna, está a salvo de la
posmodernidad...
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