12. LA MUJER A QUIEN Jesús BESABA
De trascendencia obviamente enorme, pero no aclarada, fue la mujer
que se llamó María Magdalena para los antiguos movimientos
«heréticos» clandestinos de Europa. Sus lazos con la veneración de
las Vírgenes negras, con los trovadores medievales y las catedrales
góticas, con los misterios que rodean al abbé Saunière de
Rennes-le-Château y el Priorato de Sión, implican algo en ella que
pareció siempre muy peligroso para la Iglesia.
Como hemos visto, se tejen muchas leyendas alrededor de esa mujer
enigmática y poderosa. Pero ¿quién fue, y cuál es su secreto?
Ya hemos dicho que hay pocas referencias explícitas a «María
Magdalena» en los evangelios del Nuevo Testamento. Por el tenor de
las menciones, sin embargo, queda claro que fue la más importante de
las discípulas de Jesús... todas las cuales han sido ignoradas casi
totalmente por la Iglesia, y siguen siéndolo. Si se habla de ellas
para algo, por lo general interviene el sobreentendido de que la
palabra «discípulo» tiene más peso en cuanto se trata de hombres.
En
efecto, la presencia de las discípulas ha sido menospreciada en
medida injustificable, y ello por comentaristas muy posteriores a la
época de los evangelistas. Pues si los judíos del siglo primero y de
aquella cultura pudieron tener alguna dificultad de tipo sociológico
o religioso para admitir el concepto de que unas mujeres fuesen
importantes, a los críticos más recientes no les vale esa excusa.
Sin embargo, el debate sobre el sacerdocio femenino en la Iglesia
anglicana, por citar sólo un ejemplo, demuestra que no ha cambiado
gran cosa en los 2.000 años transcurridos.
Para los creyentes de
allí y de todas partes, «discípulos» se refiere automática y
exclusivamente a los seguidores masculinos: Pedro, Santiago, Lucas y
los demás, pero no «María Magdalena, Juana, Salomé...», pese al
hecho de que haberlas las hubo, como ni siquiera los autores de los
evangelios dejaron de reconocer.
Durante la inacabable discusión sobre el ministerio femenino (ni
siquiera las
mujeres partidarias se atrevieron a usar el término de sacerdotisas,
por sus
resonancias paganas), circularon las representaciones más
extraordinariamente
erróneas en cuanto al séquito de Jesús, siempre con el fin de
«demostrar» que las
mujeres citadas no eran en realidad miembros de la clerecía. Se dijo
por ejemplo
que el discipulado de Jesús estaba compuesto exclusivamente de
hombres, pese al
hecho de estar citadas por sus nombres las mujeres de su entorno: la
tradición judía
de la época significaba que si los evangelistas hubiesen tenido la
posibilidad de
omitirlas, podían hacerlo y lo habrían hecho.
Pero las nombran, y
eso significa que
no era posible omitir su participación en el ministerio, como
también sucedió sin
duda alguna entre las generaciones cristianas inmediatamente
posteriores. Porque
según ha demostrado concluyentemente, entre otros, Giorgo Otranto,
profesor
italiano de Historia de la Iglesia, durante varios siglos las
mujeres no se limitaron a
ser miembros de la congregación sino que oficiaron en el sacerdocio
e incluso en el episcopado.
Tal como ha escrito una autoridad en el tema de las mujeres del
cristianismo primitivo, Karen Jo Torjesen, en su libro
When Women
Were Priests (1993):
Bajo el arco mayor de una basílica romana dedicada a dos santas,
Prudenciana y Práxedes,
vemos un mosaico que representa a cuatro personajes femeninos: las
dos santas con María y
una cuarta mujer que lleva el cabello cubierto por un velo y un halo
cuadrado alrededor de
la cabeza, recurso expresivo mediante el cual nos indica el artista
que la persona retratada
vivía cuando se realizó el mosaico. Los cuatro rostros nos
contemplan serenamente sobre el
fondo dorado.
Fácilmente se reconoce a María y a las dos santas,
pero la identidad de la
cuarta no es tan obvia, aunque una nítida inscripción nos la
identifique como Theodora
Episcopa, es decir la obispa Teodora. En latín la palabra masculina
obispo es episcopus, y la
forma femenina es episcopa, así que la evidencia visual del mosaico
y también la evidencia
gramatical de la inscripción aseguran sin posible equívoco que la
obispa Teodora fue una
mujer. Pero la a de Theodora está parcialmente borrada por unas
rayas hechas en el vidriado
del mosaico, lo cual nos lleva a la consternante conclusión de que
alguien, tal vez ya en la
Antigüedad, quiso suprimir la desinencia femenina.1
Los clérigos actuales suelen meterse en jardines argumentales no
poco laberínticos cuando intentan negar lo que anuncian esas
imágenes de sacerdotisas. Dirían, por ejemplo, que Teodora era la
madre de un obispo, como efectivamente se ha intentado, pero los
hechos hablan por sí solos. Las mujeres del siglo I no servían sólo
para preparar el café y los bocadillos, como diríamos hoy, sino que
oficiaban la eucaristía y dirigían la oración de sus congregaciones.
En aquellos primitivos tiempos a nadie se le ocurrió sugerir lo que
sí se ha dicho en época reciente:2 que una mujer durante la
menstruación podría contaminar, no se sabe cómo, las Sagradas
Formas.
No fue hasta noviembre de 1992 que la Iglesia de Inglaterra votó
definitivamente la espinosa cuestión y decidió permitir la
ordenación de mujeres
por el estrecho margen de dos votos. Aunque no tenemos el propósito
de terciar en
la polémica sobre el asunto, manifestaremos nuestra simpatía hacia
las numerosas
mujeres que enfrentándose a dificultades enormes procuraron hacer
entender a sus
«superiores» masculinos que no pedían otra cosa sino un retorno a lo
que fue en
los comienzos, no una reinterpretación radical que se le hubiese
ocurrido a alguien
del siglo XX.
Al reinvindicar que se les permitiese recibir el
sacramento del Orden,
no solicitaban otros derechos sino los que tuvieron hace siglos.
(Más curioso aún es
que la verdadera condición de la mujer en la Iglesia primitiva fuese
conocida, por
ejemplo, en el siglo XVII, cuando Agrippa incluye en
su tratado
sobre la
superioridad de las mujeres, al que nos hemos referido en el
capítulo 7, las
palabras «[no olvidemos] a tantas santas abadesas y monjas como
viven entre
nosotros, a quienes antiguamente no se tuvo reparo en llamar
sacerdotisas».)3
Había buenas razones, sin embargo, para que las mujeres tuvieran un
lugar
destacado en los cultos de Jesús, aunque por desgracia eran las
mismas que las
exponían a que determinado tipo de hombres procurasen denigrarlas y
arrebatarles sus funciones. Si bien volveremos sobre esta cuestión
más adelante,
quede sentado por ahora que es indudable que las mujeres
desempeñaron dignidades sacerdotales en la Iglesia paleocristiana,
en pie de igualdad con los hombres como mínimo.
El clero masculino cuando quiere ser condescendiente explica que las
mujeres nombradas en las Epístolas y en los Hechos se limitaban a
proporcionar hospitalidad a los apóstoles, hombres que andaban por
ahí predicando y bautizando a las gentes. Esta hospitalidad se les
agradece a mujeres que se llaman Luculla y Felipa, y es evidente que
muchas de ellas eran ricas y tal vez asombrosamente independientes
para lo que se usaba en su época y circunstancia. Aunque aquí vamos
a poner en tela de juicio que ésa fuese su única función, por la
manera en que se habla de María Magdalena también es obvio que ella
fue una de las primeras protectoras femeninas de ese género.
Ella y otras mujeres «los asistían con sus bienes [a Jesús y a los
hombres que le seguían]», lo cual significa que los sustentaban
económicamente. En otros lugares se menciona a las mujeres «que le
seguían» y las palabras del original implican una participación
plena en las actividades y las prácticas del grupo.
Como hemos visto, María Magdalena es la única mujer de los
Evangelios no caracterizada como hermana, madre, hija o esposa de
algún hombre. Tiene nombre propio, sencillamente, y aunque esto
puede ser ignorancia de los cronistas en cuanto a su identidad,
mucho más verosímilmente debió de ser conocida en su tiempo que no
hiciese falta explicar quién era a ninguno de los primeros
cristianos.
De su relación con los demás cabe debatir, pero lo que sí resalta
claramente
de los textos evangélicos es que fue una mujer independiente. Tal
como recuerda
Susan Haskins, eso evidencia que tenía «medios propios».4
Son pocos los personajes de] Nuevo Testamento que tienen un
señalamiento como el de María (la) Magdalena y entre esos pocos
resaltan Jesús el Nazareno y Juan el Bautista.
¿Qué significa ese nombre? Se viene diciendo tradicionalmente que
«Magdalena» quiere decir «de Magdala» y siempre se nos repite que
apunta a un
pueblo de pescadores de Galilea llamado El Mejdel. Pero nada
demuestra que
fuese así, ni que el pueblo se llamase Magdala en tiempos de Jesús
(de hecho, lo
que hoy se llama El Mejdel aparece citado como Tariquea por
Josefo).
Sí hubo en
cambio un Magdolum al nordeste de Egipto, cerca de la frontera con
Judea,
probablemente el Migdol que menciona Ezequiel.5
En cuanto al significado del nombre, se proponen diversas
interpretaciones
como «lugar de la paloma», «lugar de la torre» y «templo de la
torre».6
Pudiera ser que el nombre de Magdalena hiciese referencia a un lugar
y también a un título, considerando la expresiva profecía del
Antiguo Testamento (Miqueas 4, 8):
Y tú, Torre del Rebaño, Fortaleza de la hija de Sión,
a ti vendrá el antiguo poder, el reino de la hija de Jerusalén.
Pues tal como observó Margaret Starbird en su estudio de 1993 sobre
el culto a la Magdalena,
The Woman with the Alabaster Jar, las
palabras que se han traducido por «torre del rebaño» dicen
Magdal-eder, y agrega:
En hebreo, el epíteto Magdala significa literalmente «torre» o
«exaltado, grande, magnífico».7
¿Era conocida en tiempos de la Magdalena su relación con las torres,
más significativamente, con la restauración de Sión? También es muy
revelador el significado de Magdal-eder como «torre del rebaño», que
viene a ser como atalaya o custodia de unos seres menores... quizás
incluso una «Buena Pastora».
María Magdalena ha causado ya una conmoción contemporánea cuando los
autores de The Holy Blood and the Holy Grail aseguraron que había
sido consorte de Jesús. Aunque en realidad la proposición no era
nueva muchos se enteraron por primera vez y, claro está, hubo el
previsible escándalo.
La presunción pecaminosa asociada a la
sexualidad se halla tan profundamente arraigada en nuestra cultura,
que cualquier sugerencia de que Jesús pudo tener una pareja sexual
parece sacrílega y rechazable, aunque fuese en el contexto de un
matrimonio monógamo amantísimo y con todas las de la ley. La noción
de un Jesús casado sigue juzgándose improbable, en el mejor de los
casos, y en el peor se atribuiría a una obra del Diablo. Pero hay
muchos motivos para creer que Jesús tuvo en efecto una relación
íntima... y muy probablemente con María Magdalena.
A muchos comentaristas les ha extrañado el absoluto silencio del
Nuevo Testamento sobre la situación marital de Jesús. Pero los
cronistas de aquella época y circunstancia describían a la gente en
función de lo que los diferenciaba de los demás. Un hombre de más de
treinta años y que todavía no se hubiese casado desde luego llamaría
la atención. Conviene recordar que sólo disponemos de la imagen de
Jesús que trazaron los evangelistas, y tanto ellos como sus
informantes tenían una mentalidad esencialmente judía.
Para los
judíos el célibe incurría en un desacato a la voluntad de Dios
porque se sustraía al deber de perpetuar el pueblo elegido, lo cual
no dejaría de serle reprochado por los ancianos de la sinagoga.
Según Geza Vermer, algunos rabinos del siglo II llegaron a comparar
la «abstención deliberada de procrear con el homicidio».8 Esas
genealogías que tanto abundan en la Biblia y nos parecen superfluas
a nosotros, revelan que los judíos estaban orgullosos de sus
linajes, y todavía hoy son de los pueblos que más valoran los
vínculos de la familia.
El matrimonio siempre ha sido centro
principalísimo de la vida judía, sobre todo cuando la nación se veía
amenazada como sucedió bajo la ocupación romana. Que un predicador
carismático y famoso no fuese marido y padre de familia, habría
constituido una especie de escándalo y desde luego habría sido un
milagro que el grupo fundado por él hubiese tenido continuidad
después de la desaparición del fundador.
De acuerdo con el Nuevo Testamento, Jesús y sus seguidores tuvieron
numerosos enemigos, pero no ha llegado hasta nosotros ningún
testimonio que los
acusara de constituir una camarilla de homosexuales, como
ciertamente habría
sucedido si hubieran sido un grupo de hombres célibes. En cuyo caso
el suceso
habría llegado a Roma y hoy se sabría. Los escándalos de ese género
no son una exclusiva del moderno periodismo; Pilato y sus adláteres
eran unos romanos que habían visto mundo, y los judíos tampoco
negaron la existencia de la homosexualidad, aunque fuese para
condenarla sin remisión. Si Jesús y sus discípulos varones hubiesen
sido célibes y hubiesen predicado el celibato, desde luego no
habrían tardado en ser investigados por las autoridades.
Los eruditos por lo general prefieren evitar el tema del celibato y
por eso suelen admitir sin discusión la creencia tradicional de que
Jesús no tuvo mujer. Pero cuando sale a colación el tema se pone de
manifiesto la dificultad de demostrar cuál fue su «estado civil».
Por ejemplo Geza Vermes, a quien mencionábamos anteriormente, en su
intento de trazar la figura histórica de Jesús procura encajarlo en
la pauta de los hassidim, los sucesores de los profetas del Antiguo
Testamento.
De este modo trata de explicar los actos y las
enseñanzas de Jesús en función de ese rol, lo cual consigue con
bastante acierto algunas veces, y otras no tanto, por comparación
con lo que hacían y decían otros representantes conocidos del hassidismo de su época. Pero al abordar la cuestión del celibato de
Jesús, que dicho autor admite, empiezan las dificultades. La
primera, verse obligado a admitir que la mayoría de los personajes
históricos por él utilizados como término de comparación eran
casados y padres de familia.
O mejor dicho, sólo puede nombrar un
santón de esa cultura que justificase el celibato, Pinhas ben Yair,
que vivió cien años más tarde que Jesús y ni siquiera perteneció al
movimiento hassídico.9 Asombrosamente,
Vermes considera que ese
ejemplo basta para aducir que Jesús llevó una vida similar, pero no
ha logrado convencer a muchos. Y lo que es más, el celibato de
Pinhas fue tan anómalo que sólo por eso alcanzó la notoriedad. No
hay nada que sugiera que Jesús promoviese el celibato con su ejemplo
o enseñanzas; si así fuese desde luego no se habría pasado por alto.
Es cierto que existieron algunas sectas judías como la de los
esenios, que eran célibes... aunque, una vez más, lo sabemos
precisamente porque eso era tan curioso que suscitó muchos
comentarios. Algunos recurren a esta circunstancia como argumento
para demostrar que Jesús fue un esenio. Sin embargo, en todo el
Nuevo Testamento no se menciona ni una sola vez a dicha secta, lo
cual no dejaría de ser extraño si Jesús hubiese sido su seguidor más
famoso.
Estos argumentos en favor de que Jesús hubiese sido un hombre casado
han sido aducidos por más de un comentarista moderno, pero el
silencio de los evangelios al respecto da pie a otra interpretación.
Pudo tener una compañera sexual que no fuese su esposa, o que sí lo
fuese pero por un rito matrimonial no reconocido entre los judíos.
(Procede recordar que según subraya la tradición herética Jesús y la
Magdalena eran pareja sexual, pero nunca dice que fuesen marido y
mujer; como hemos visto, los evangelios gnósticos, los cátaros y
otros de la trama sumergida o bien hablan expresamente de la
«concubina» o la «consorte» de Jesús, o tienen buen cuidado de
recurrir a términos ambiguos aludiendo a la «unión» que formaban.)
Como prueba positiva de la situación marital de Jesús algunos
postulan que las bodas de Caná, en las que convirtió el agua en
vino, eran en realidad las suyas.10 En efecto, a tenor del relato
diríamos que su comportamiento es el del novio. La madre de Jesús se
preocupa por la falta de vino y, los criados se quedan esperando sus
instrucciones, para ejecutar luego las que él imparte, lo cual
apenas admite otra explicación que la apuntada. Es interesante que
este acontecimiento clave, el primer milagro de la vida pública de
Jesús, figure sólo en el Evangelio de Juan y, no haya merecido la
atención de los otros tres evangelistas. Pero el evento consiente
otra interpretación, sobre la cual volveremos luego.
Frente a estos argumentos se alzan varias preguntas: si Jesús era
hombre casado, ¿por qué los evangelios no mencionan explícitamente a
su mujer, ni a su familia? Si estaba casado, ¿quién fue su mujer?
¿Qué motivos podían tener sus seguidores para borrar toda mención de
ella? Tal vez la evitaban porque consideraban que la relación que
ella tenía con Jesús los ofendía a ellos y perjudicaba la misión. Si
por ejemplo no hubieran estado casados pero tenían una relación
íntima sexual y espiritual, entonces quizá los discípulos varones
prefirieron ignorarla.
Ésa es precisamente la situación que describen con gráficas
expresiones los evangelios gnósticos, donde se desvela quién era la
consorte de Jesús. Fue María Magdalena la pareja sexual de Jesús y
los discípulos envidiaban el ascendiente que ella tenía sobre el
Maestro.
En cuanto a los motivos por los cuales se prefirió ocultar la
relación de Jesús con la Magdalena, lo que hoy nos parece obvio
quizá no lo fuese tanto en el contexto del siglo I. Ahora quizá
pensemos que el disimulo era necesario porque la Iglesia cristiana
siempre colocó a la mujer en un lugar subordinado y juzgó la
procreación como un mal inevitable. Pero todo indica que la
predisposición desfavorable a la vida matrimonial fue consecuencia
de ese disimulo, y no al contrario. La realidad es que la Iglesia
primitiva, antes de convertirse en institución y establecer una
jerarquía, no tenía postergadas a las mujeres, ni prejuicio contra
ellas, como hemos comentado.
Que hay un disimulo deliberado en lo relativo a la Magdalena
y su
relación con Jesús, es evidente, pero no se explica del todo por
mera misoginia. Debió de existir algún otro factor que inspiró esa
campaña anti-Magdalena. Tal vez algo que tuviese que ver con su
carácter o su identidad, en algún sentido, y/o con la naturaleza de
su relación con Jesús. O dicho de otro modo, la dificultad no era
que estuviese casado, sino con quién estaba casado.
Una y otra vez, en el decurso de esta investigación, nos hemos
tropezado con esos indicios que apuntan en el sentido de que la
Magdalena era impresentable, aunque nunca se expliquen las razones.
Nos tocaba averiguar a qué obedecía esa aureola de peligrosidad, qué
otros factores aparte la misoginia podían explicar la antigua
animadversión contra la poderosa amiga de Jesús.
Siempre se ha debatido con acaloramiento la identificación entre
María Magdalena, María de Betania, la hermana de Lázaro, y la
«pecadora anónima» que unge los pies de Jesús en el Evangelio de
Lucas. En tiempos antiguos la Iglesia católica decidió que los tres
personajes eran uno y el mismo; pero no hace mucho, en 1969, se
arrepintió de su decisión. La Iglesia ortodoxa oriental nunca dejó
de considerar que María Magdalena y María de Betania eran personas
diferentes.
Por supuesto hay discrepancias y contradicciones que tienden a
dificultar la cuestión... aunque esa confusión es significativa en
sí misma porque los Evangelios, lo mismo que una persona culpable,
tienden a refugiarse en la evasiva cuando quieren ocultar algo. Y el
hecho es que las evasivas se notan en todas las descripciones de
Betania, de la familia que vivió allí —Lazaro, Marta y María— y de
los acontecimientos que en ella tuvieron lugar. Para nosotros eso
añade interés en vez de restarlo.
Como hemos visto, el descubrimiento de Morton Smith demuestra que el
episodio de la resurrección de Lázaro desapareció del Evangelio de
Marcos en virtud de un acto deliberado de censura. En la única
versión canónica que ha sobrevivido, la del Evangelio de Juan, es
uno de los acontecimientos más cruciales de todo el relato. ¿Qué
tenía para molestar tanto a los primeros cristianos, que se tomaron
la molestia de quitarlo de los demás evangelios, o por lo menos de
uno de ellos? ¿Sería, una vez más, porque María estaba presente en
el suceso? ¿O la tacha, no se sabe cuál, estaba en el lugar, Betania?
El Evangelio de Lucas (10, 38) describe un episodio en que Jesús
visita la casa de unas hermanas llamadas Marta y María, pero no se
hace mención de ningún hermano, ni se nombra el lugar, y esto es
bien curioso. Se limita a decir «cierta aldea», con indiferencia tal
que resulta sospechosa. Al fin y al cabo no es que el nombre de ese
lugar sea completamente desconocido para los demás cronistas. Además
Lucas ignora deliberadamente a Lázaro. ¿Qué pasaba con el lugar y
con la familia que vivía allí? (A lo mejor tendremos que considerar
como pista el hecho de que Juan el Bautista comenzase su ministerio
en cierto lugar llamado Betania.)
También es Lucas el más oscuro a la hora de contar cómo la pecadora
ungió los pies de Jesús (7, 36-50). Es el único de los evangelistas
que sitúa la acción en Cafarnaúm, hacia el comienzo del ministerio
de Jesús, y no dice el nombre de la mujer que por lo visto irrumpió
en la casa para ungir los pies con la costosa esencia de nardos y
enjugárselos con sus propios cabellos.
Sobre el mismo acontecimiento, el Evangelio de Juan dice
expresamente (12, 1-8) que lo de ungir los pies ocurrió en Betania,
en la casa de Lázaro, María y Marta, siendo María quien lo hizo. El
relato de la resurrección de Lázaro (11, 2) anticipa sobre la
narración reiterando que fue María la que derramó el perfume sobre
Jesús.
Ni Marcos (14, 3-9) ni Mateo (26, 6-13) nombran a la mujer en
cuestión pero
coinciden al afirmar que sucedió en Betania dos días antes de la
Última Cena (no
seis como dice Juan). Pero según ellos Jesús fue ungido en casa de
un tal Simón el
Leproso. Se diría que todo lo concerniente a Betania y a esa familia
tiene tan
alarmados a los autores de los Sinópticos, que «confunden» el asunto
pese a que no pueden dejar de mencionarlo. Se ve que les
trastornaban los sucesos de Betania, quizá por las mismas razones
que justifican la importancia de dichos sucesos para la corriente
herética oculta.
Betania tiene también su importancia porque Jesús salió de allí para
emprender su fatal viaje a Jerusalén: a la Última Cena, a su
prendimiento y su crucifixión. Y mientras los discípulos se muestran
completamente inconscientes de la tragedia que se avecina, algunos
indicios sugieren que la familia de Betania no estaba tan
desprevenida, y como hemos mencionado tal vez fueron ellos quienes
tomaron ciertas disposiciones, como suministrar la borriquilla que
montó Jesús para hacer su entrada en la capital.
Queda claro que María de Betania y la mujer anónima que ungió a
Jesús son la misma persona, pero... ¿era también María Magdalena?
Muchos estudiosos actuales creen que María de Betania y María
Magdalena son dos mujeres distintas. Subsiste la pregunta, sin
embargo: ¿qué razones tendrían los evangelistas para querer
«confundir» el asunto?
Desde luego tampoco faltan estudiosos partidarios de la hipótesis de
que la Magdalena era María de Betania. Por ejemplo, a William E. Phipps le parece muy raro que el nombre de
María de Betania, persona
indiscutiblemente muy próxima a Jesús, no figure entre las presentes
en la escena de la crucifixión; en cambio María Magdalena
aparece súbitamente al pie de la cruz sin que nada haya permitido
prever esa circunstancia.11 Señala
Phipps que no es imposible que se aplicaran
dos epítetos a la misma persona, según el contexto: «de Betania» o
«de Magdala». Lo cual sería aún más probable en el caso de que los
cronistas tuvieran el propósito de oscurecer la cuestión.
Sin embargo los estudiosos no suelen considerar, por lo general, la
posibilidad de que hubieran sido censurados los libros de los
evangelistas, ni que éstos hubiesen desfigurado intencionadamente
algún aspecto de los casos que habían elegido narrar. (Aunque
algunos, en especial Hugh Schonfield, sí admiten que hay algo
relacionado con el grupo de Betania que los evangelistas han
procurado ocultarnos, o bien lo ocurrido fue sencillamente que ellos
no lo sabían, o no lo entendieron.) Admitida la «confusión»
intencionada, es bien posible que María de Betania y María Magdalena
fuesen la misma persona.
La presente investigación ha partido del examen de una tradición
clandestina
personificada en Leonardo da Vinci y la cofradía que supuestamente
presidió,
el
Priorato de Sión. Recordemos aquí que la primera noticia acerca del
Priorato para
el público de habla inglesa apareció en The Holy Blood and the Holy
Grail, y ese libro
asegura sin rodeos que María Magdalena es la misma que María de
Betania. Es de
notar que la nueva versión revisada de 1996 ofreció material nuevo,
como el
«documento Montgomery», que en conjunto parece corroborar el
fundamento de
The Holy Blood and the Holy Grail, como ya hemos comentado.
En el
contexto
concreto el documento que dice que Jesús estuvo casado con una
«Miriam de
Bethania» y que ésta pasó a Francia y tuvo una hija. Que esa persona
fuese María
Magdalena es una obvia suposición, si bien el punto que nos
interesaba en este sentido era que los apologistas del Priorato lo
creían así. Y hay que recordar que todos los relatos tradicionales
sobre la presencia de María Magdalena en las Galias, como la Leyenda
Dorada, también suponen que era la misma persona que María de Betania. Pero ¿existe alguna prueba que lo respalde?
Hay un indicio en Lucas, quien después de describir cómo la
«pecadora anónima» ungió a Jesús pasa en seguida a presentar por
primera vez el personaje de la Magdalena (8, 1-3). Todo sucede como
si, inconscientemente al menos, la asociación hubiera sido demasiado
fuerte para Lucas y no pudo seguir ignorándola.
Son de gran significación las palabras de Jesús cuando relaciona no
sólo el acto de la unción sino también la persona de la que unge con
su propia e inminente sepultura, como por ejemplo en Marcos (14, 8):
«Ha hecho lo que ha podido; se ha anticipado a ungir mi cuerpo para
la sepultura».
Ahí tenemos una conexión implícita entre esa mujer de Betania y María Magdalena, pues fue ésta quien acudió a la sepultura
pocos días después con intención de ungir el cadáver de Jesús. Ambos
actos rituales, el de ungir a Jesús vivo y el propósito de hacerlo
con el difunto, son de mucha significación y cuando menos,
establecen una relación entre las dos mujeres. Sea como fuere,
reviste suprema importancia que la persona que unge a Jesús,
marcándole así para su auténtico destino, sea una mujer.
Aunque no es imposible que fuesen una y la misma, preferiremos dejar
abierta la cuestión mientras seguimos profundizando en la
descripción de los personajes y los roles de la Magdalena y María de
Betania según la Biblia.
Fijémonos en que la idea persistente de que María Magdalena había
sido prostituta proviene de la tradicional asociación (o confusión)
de su persona con la de María de Betania, descrita como «una
pecadora». Naturalmente, si María de Betania fue prostituta y además
es la misma persona que María Magdalena, se habría adelantado
bastante en cuanto a dilucidar la suma reticencia de los
evangelistas y el oscurecimiento deliberado de esa identidad.
Tendremos que examinar el personaje de María de Betania para ver qué
luz podemos arrojar sobre la cuestión.
En los Evangelios Sinópticos no se nombra a la mujer que ungió a
Jesús pero se hace hincapié en que era una pecadora; el Evangelio de
Juan la identifica expresamente como María de Betania y no menciona
para nada su condición moral. En sí misma esta discrepancia podría
juzgarse algo sospechosa.
Lucas prolonga la descripción diciendo «había en la ciudad una mujer
pecadora». Aunque la palabra original griega por «pecadora»,
harmatolos, que
significa la persona que ha transgredido y se ha situado a sí misma
fuera de la ley,
en este contexto no implica necesariamente prostitución, hay otro
énfasis que se
asocia con la circunstancia de llevar los cabellos sueltos. Cosa que
no hacían las
señoras respetables y que sí implica algún tipo de pecado sexual,
por lo menos a
ojos de los evangelistas.12
Así pues, en el contexto de la cultura judía de la época pasaba algo
con María de Betania que hacía de ella una impresentable, aunque no
se debe entender necesariamente que fuese una prostituta común de
las que tenían la calle por escenario de su comercio. (La esencia de
nardos se extraía de una planta india muy rara y costosa, y sería de
un coste prohibitivo para una simple callejera. Según William E. Phipps el óleo empleado le debió de costar el equivalente al salario
de un año para un obrero del campo.)13
Y si supusiéramos que María
era la patrona de un próspero burdel, entonces no habría vivido en
la casa de su hermano Lázaro y su hermana Marta, a ninguno de los
cuales se le atribuye mala reputación de ningún género y que eran
evidentemente grandes amigos de Jesús, el cual incluso permaneció
algunas veces en dicha casa. Así pues, ¿cuál era la verdadera
naturaleza del «pecado»?
La palabra harmatolos se tomó prestada a los arqueros, para quienes
significaba fallar el blanco. En el contexto que observamos no
significa otra cosa sino la persona que está fuera de la ley judía o
de sus observancias rituales, sea que incumple, o sea que no es
judío o judía en absoluto.14 Pero si la mujer no era judía en
realidad, eso sería suficiente para explicar la actitud de los
evangelistas hacia ella. Lo que ha dado lugar a la implicación de
que su transgresión había sido de carácter sexual es el detalle de
llevar el cabello suelto, y la actitud de los discípulos hacia ella.
Esta noción de impresentabilidad ha alejado la atención,
intencionadamente o no, de lo que significa en realidad que Jesús
fuese ungido. En ese acto había un punto importantísimo en el que
muy pocos se fijan, pese a ser primordial para el cristianismo. Es
bien sabido que la palabra «Cristo» deriva del griego Christos, que
es a su vez una traducción del hebreo «Mesías».
En contra de la
creencia mayoritariamente aceptada, eso no conlleva ninguna
implicación de divinidad;
Christos significa sencillamente «el Ungido». (Según esta
interpretación, casi
cualquier funcionario ungido es un «Cristo», desde Poncio Pilato
hasta la reina de
Inglaterra.) La idea de un Cristo divino es una interpretación a
posteriori de los
cristianos; el Mesías que esperaban los judíos no era otra cosa sino
un gran caudillo
político y militar, aunque eso sí, elegido por Dios. En la época la
palabra «Mesías»
o «Cristo» aplicada a Jesús no habría significado otra cosa sino «el
ungido».
Es de observar que según los Evangelios, a Jesús sólo se le ungió
una vez. Aunque algunos aducen que esa «unción» fue, en realidad, el
bautismo oficiado por Juan, si se admite el argumento resultaría que
toda la multitud que iba al Jordán quedó formada por otros tantos
«Cristos». Queda el hecho incómodo de que la única persona que
«cristianó» a Jesús fue una mujer.
Paradójicamente, nos cuentan (Marcos 14, 9) que Jesús comentó la
ceremonia diciendo:
Os aseguro que donde se predique el evangelio, en todo el mundo, se
hablará también de lo que ésta ha hecho para recuerdo suyo.
Es curioso. La Iglesia, aun creyendo tradicionalmente que la mujer
que ungió fue santa María Magdalena, prefirió ignorar esa voluntad.
Considerando el trato condescendiente que ha recibido por lo general
la Magdalena desde los púlpitos de todo el mundo, parece que incluso
las palabras de Jesús, como todo lo demás del Nuevo Testamento, han
debido someterse a un inflexible proceso de selectividad. Que en
este ejemplo consiste en no hacer apenas caso de ellas; pero incluso
cuando se comenta el episodio reconociéndole el servicio prestado,
lo cual sucede pocas veces, guardan silencio sobre lo que implica.
Sólo dos personas cita el Nuevo Testamento que oficiaron ritos
principales de la vida pública de Jesús: Juan, quien le bautizó al
principio de su ministerio, y María de Betania, quien le ungió al
final. Pero ambos han sido marginados, como venimos viendo, por los
autores de los evangelios, como si sólo se les hubiese incluido
porque eran demasiado importantes para callar su intervención. Lo
cual obedece a una razón principal: el bautismo y la unción implican
autoridad por parte de quien oficia. Tanto el que bautiza como el
que unge confieren una autoridad — más o menos como el arzobispo de
Canterbury confirió la realeza a Isabel II en 1953—, pero es
menester que ellos estén investidos de autoridad para que el acto
sea válido.
Más adelante abordaremos la cuestión de la autoridad de Juan; pero
ahora consideraremos el hecho de que el episodio de la unción haya
sido mencionado, que no deja de ser curioso. Pues si el ungir a
Jesús hubiese sido un gesto frívolo o desprovisto de sentido, no lo
habrían tenido en cuenta. Sin embargo se nos dice que los discípulos
y particularmente Judas condenaron la acción de María por gastar un
aceite de nardos tan raro y costoso, diciendo que se podía haber
invertido el dinero en socorrer a los pobres.
A lo cual replica
Jesús que siempre habrá pobres, pero que él no estaría siempre allí
(para ser homenajeado de esa manera). Esta respuesta —además de ser
bastante contraria a la noción, mantenida por algunos, de que Jesús
fuese una especie de protomarxista— no sólo justifica la acción de
María sino que implica, en rigor, que sólo él y ella habían
comprendido verdaderamente lo que significaba.
A los discípulos
varones se les escapan, como de costumbre, los matices más sutiles
de ese ritual sumamente significativo, y mantienen su hostilidad
ante la acción de María pese a que Jesús se encarga personalmente de
corroborar que estaba autorizada a ello. El acontecimiento tiene
además otra importancia señalada, porque designa el momento en que
Judas pasa a ser traidor: inmediatamente después acude a los
sacerdotes para vender a Jesús.
María de Betania «cristianó» a Jesús con el aceite de nardos,
ungüento que seguramente guardaba para esa ocasión concreta, y que
estaba asociado a los ritos funerarios, tal como el mismo Jesús
comenta en Marcos 14, 8: «se ha anticipado a ungir mi cuerpo para la
sepultura». Para él al menos, el acto sí tuvo el significado de un
rito.
Es evidente que la ceremonia revistió un profundo significado, pero
¿cuál era
exactamente su intención? Y teniendo en cuenta la sociedad en que
vivían, ¿por
qué la oficiaba una mujer? En efecto, si consideramos el sexo y la
reputación (tal
vez injusta) de la oficiante, no cabe decir que fuese un ritual
típico de las costumbres judaicas. Tal vez el «documento Montgomery»
puede proporcionar la clave de la verdadera naturaleza de aquella
unción.
Como se ha mencionado, ese relato habla del casamiento de Jesús con
una Miriam de Bethania descrita como «sacerdotisa de un culto
femenino», es decir de una tradición pagana de culto a la diosa. De
ser cierto, esto explicaría por qué la unción extrañó tanto a los
discípulos, aunque resta la dificultad aparente de saber por qué la
toleró Jesús. Pero si ella fue verdaderamente una sacerdotisa
pagana, queda aclarado por qué los discípulos la consideraban de
moral y carácter dudosos.
Ahora bien, si María de Betania era en realidad una sacerdotisa
pagana, ¿por qué ungió a Jesús? Y repitámoslo, pues hace más al
caso, ¿por qué lo permitió él? ¿Se puede hallar algún paralelismo
entre este ritual y los que comúnmente se asocian con el paganismo
de la época? En efecto hay un rito antiguo de una semejanza
sorprendente, el que consiste en ungir al rey sagrado. Se fundaba en
la idea de que el verdadero rey o sacerdote no recibía la plenitud
de sus poderes divinos sino por mediación de la autoridad de la suma
sacerdotisa. Tradicionalmente la ceremonia adoptaba la forma de la
hieros gamos o nupcias sagradas: el rey-sacerdote se unía a la
reina-sacerdotisa. Esa unión sexual con ella le era necesaria para
convertirse en rey reconocido. Sin ella, no era nada.
En la vida occidental moderna no hay nada comparable en concepto ni
en
práctica, y hasta la noción de hieros gamos resulta de muy difícil
entendimiento
para las gentes de hoy. No tenemos un concepto de sexualidad
sagrada, a no ser en
ese mundo reservado que es la intimidad de la pareja individual.
En
dicho
concepto no se trata sólo de sexualidad ni de erotismo por más
sublimados que
sean: en las nupcias sagradas el hombre y la mujer devienen
realmente dioses. La
suma sacerdotisa encarna a la misma diosa y ésta concede entonces la
suprema
bendición de la regeneración del hombre —como en la alquimia—, el
cual encarna
al dios. Y se creía que esa unión infundía en ellos mismos y en el
entorno un
bálsamo regenerativo, en tanto que eco real del impulso creador del
que nació el
planeta.15
La hieros gamos era la expresión más alta de la llamada
«prostitución de los templos», que consistía en que el hombre
visitaba a una sacerdotisa para recibir la gnosis, o sea participar
personalmente de lo divino a través del acto del amor. Dicho ritual
se llamaba en realidad de hierodulía, que significa «servicio
sagrado»;
llamarle «prostitución sagrada», con todo lo que implica de juicio
moral, es una
tergiversación de la época victoriana.
Se entendía además que esa
servidora del
templo, a diferencia de la prostituta secular, dominaba la situación
y guiaba la
conducta del visitante. Ambos recibían los beneficios físicos,
espirituales y de
potenciación mágica. El cuerpo de la sacerdotisa devenía, en un
sentido casi
inimaginable para los amantes en el moderno mundo occidental, la
puerta literal y
metafórica por donde se accedía a la divinidad.16
En actitud, en lo relativo al acto sexual y a la mujer, nada más
lejos de la Iglesia por mucho que se modernice. Pues no sólo la
llamada prostitución sagrada confería la iluminación espiritual a
través del proceso llamado horasis: el hombre que nunca hubiese
«conocido» carnalmente a la hieródula no alcanzaba la plenitud
espiritual. Por sí solo apenas podía aspirar al contacto extático
con Dios o con los dioses; en cambio la mujer no tenía necesidad de
una ceremonia similar. Para aquellos paganos estaba naturalmente en
contacto con lo divino.
Es posible que la «unción» practicada sobre Jesús simbolizase el
acto sexual de la penetración. Pero no es necesario concebirlo en
esos términos para entender la solemnidad del ritual; son
inevitables las asociaciones con los ritos ancestrales en que las
sacerdotisas que representaban a la diosa se preparaban físicamente
a fin de «recibir» al hombre elegido para simbolizar al rey sagrado,
o al dios salvador. Todas las escuelas mistéricas de Osiris, Tammuz,
Dioniso, Attis y los demás incluían un rito —oficiado por sus
simbólicas encarnaciones humanas— en que la diosa ungía al dios como
acto previo a la muerte real o simbólica de éste, que debía servir
para fertilizar una vez más las tierras.
Tradicionalmente,
transcurridos tres días y gracias a esa intervención mágica de la
sacerdotisa/diosa, él resucitaría y la nación podía respirar
aliviada hasta el año siguiente.
(En las representaciones mistéricas
la diosa pronunciaba las palabras «se han llevado a mi Señor, y no
sé dónde lo han puesto», prácticamente idénticas a las que se
atribuyen a María Magdalena en el huerto. Volveremos sobre esto con
más detalle.)
Más claves sobre el auténtico significado de la unción de Jesús
pueden hallarse en el veterotestamentario Cantar de los Cantares (1,
12), donde «la amada» dice «mientras el rey se halla en su diván, mi
nardo exhala su perfume». Y recordando que el mismo Jesús relaciona
su unción con la sepultura, el versículo siguiente cobra otro
sentido: «Bolsita de mirra es mi amor para mí, que reposa entre mis
pechos».
Está clara la relación entre la unción de Jesús y el Cantar de los
Cantares.
Muchas autoridades creen que éste fue, en realidad, la liturgia de
un ritual de
nupcias sagradas, y apuntan a las muchas semejanzas con otras
similares de Egipto
y de los países del Oriente Próximo.17
Hay una resonancia que llama la atención especialmente; es la que
apunta Margaret Starbird cuando escribe:
Versos idénticos y paralelos a los del Cantar de los Cantares se
encuentran en el poema
litúrgico del culto a la diosa egipcia Isis, la Hermana-Esposa del
mutilado [...] Osiris.18
Son complejas las razones de esa unión de la diosa/sacerdotisa con
el
dios/sacerdote en las nupcias sagradas. En el plano superficial es
un rito de
fertilidad que debía garantizar la fecundidad personal y la de las
tierras del país, lo
que aseguraba el futuro de las personas y el de la nación. Pero
además, el éxtasis y
la intimidad del rito sexual sirven para que la diosa/sacerdotisa
confiera la
sabiduría a su compañero. En
The Sacred Prostitute (1988), Nancy Qualls-Corbett,
analista de escuela junguiana, pone mucho énfasis en el vínculo
entre la prostituta
sagrada y el principio de lo Femenino que simboliza Sophia,
la
Sabiduría.19
Ya hemos presenciado repetidas apariciones de Sophia en
nuestra investigación —la veneraban especialmente los templarios—, y
tiene fuertes asociaciones tanto con la Magdalena como con Isis.
La unción de Jesús fue un ritual pagano; la mujer que lo oficiaba,
María de Betania, era una sacerdotisa. Con este nuevo planteamiento
en mente, parece más que probable que su función en el círculo
interior de Jesús fuese el de iniciadora sexual. Pero recordemos que
tanto los heréticos como la Iglesia católica han creído durante
mucho tiempo que María de Betania y María Magdalena eran la misma
persona: en esa figura de la iniciadora sexual tenemos por fin el
motivo que nos faltaba para la confusión en cuanto al verdadero
papel y significación de la Magdalena en la vida de Jesús. Porque
Sophia es en efecto la Prostituta, que también es la «Muy Amada» de
las nupcias sagradas, y que es María Magdalena, la Madona negra e
Isis.20
La sexualidad sacra implícita en la Gran Obra de los
alquimistas equivale a la continuación directa de esa antigua
tradición en la que el rito sexual confiere la iluminación
espiritual, e incluso una transformación física. Porque después de
la experiencia suprema con la diosa/sacerdotisa, el dios/sacerdote
queda tan cambiado que tal vez no le reconocerá nadie, y habrá
«resucitado» a una nueva vida.
Es de resaltar, como lo han hecho Nancy Qualls-Corbett y otros
comentaristas recientes,21 que los evangelios gnósticos retratan a
María Magdalena como iluminadora, María Lucifer la que trae la luz,
la que confiere la iluminación por medio de la sexualidad sagrada.
Lo cual unido a nuestras conclusiones sobre María de Betania parece
indicar que ella y Magdalena eran efectivamente la misma mujer.
Este planteamiento también corrobora la idea de que María fue la
esposa de Jesús, si aceptamos una redefinición esencial de esa
palabra. Era su pareja en un matrimonio sagrado, lo cual no es
necesariamente un emparejamiento de amor. En este sentido es
interesante la consideración del Cantar de los Cantares como la
liturgia de un matrimonio sagrado, tan vinculada siempre por la
tradición a María Magdalena.
La sexualidad sacra —anatema para la Iglesia de Roma— encuentra sus
expresiones en el concepto de matrimonio sagrado y «prostitución
sagrada», en los antiguos sistemas orientales del taoísmo y el tantrismo, en la alquimia.
Como dice Marvin H. Pope en su exhaustivo trabajo sobre el Cantar de
los Cantares (1977):
Entre los himnos tántricos a la Diosa hallamos algunos de los
paralelismos más sugerentes
con el Cantar de los Cantares.22
Y como explica Peter Redgrove en
The Black Goddess (1989) al
comentar las artes sexuales del taoísmo:
Es interesante la comparación con las prácticas sexuales de las
religiones del Oriente
Próximo y las imágenes que hemos heredado de ellas. Mari-Ishtar, la
Gran Prostituta, ungió
a su consorte Tammuz (con quien se identificó a Jesús), en virtud de
lo cual hizo de él un
Cristo. Con ello preparaba su descenso a los infiernos, de donde
regresaría cuando ella le
llamase. Ella, o su sacerdotisa, recibía el nombre de Gran
Prostituta porque ése era un rito
sexual de horasis, por cuyo orgasmo integral el consorte sería
transportado al continuum
visionariamente cognoscible.
Y era un rito de paso, del que él
regresaría transformado. Por
eso mismo dijo Jesús que María Magdalena le había ungido para la
sepultura. Sólo las
mujeres podían oficiar estos ritos en nombre de la diosa, y por eso
no veló la tumba ningún
hombre, sino sólo María Magdalena y sus mujeres. Un símbolo
principal de la Magdalena en
el arte cristiano fue la ampolla del crisma: signo externo del
bautismo interno que
experimentaba el taoísta [...].23
En esto de la crismera o recipiente del óleo que usó la Magdalena
para ungir a Jesús hay otro aspecto importante. Como se ha
reiterado, según los evangelios era de nardos, un perfume
excepcionalmente caro. Y la razón de ese precio elevado era que se
importaba de la India, es decir de la cuna de las ancestrales artes
sexuales del tantrismo. Y la tradición tántrica asigna diferentes
perfumes y óleos a las distintas partes del cuerpo: el de nardo era
para el cabello y para los pies...
En la
epopeya de Gilgamesh se les dice a los reyes
sacrificiales:
«La prostituta
que te ungió con aceite fragante llora por ti ahora», y también
usaban una frase
parecida a los misterios de Tammuz, otro dios que muere y cuyo culto
estuvo muy
extendido en Jerusalén hacia la época de Jesús.24 En cuanto a los
«siete diablos» que
supuestamente Jesús expulsó de la Magdalena, quizá cobrarían otro
sentido si los
consideramos como los siete Maskin nacidos de la diosa Mari, que
eran los siete
espíritus sumerio-acadios regidores de las siete esferas sagradas.25
En la tradición del matrimonio sagrado, era la prometida del rey
sacrificial, la Suma Sacerdotisa, quien elegía el momento de su
muerte, la que asistía a su entierro y aquella cuya magia lo sacaría
de los infiernos para llamarlo a una nueva vida. En la mayoría de
los casos, naturalmente, esta «resurrección» sería puramente
simbólica y se manifestaba en la renovación biológica primaveral, o
como en el caso de Osiris, en el desbordamiento anual del Nilo que
renovaba la fertilidad de las tierras.
De manera que podemos considerar la unción efectuada por María
Magdalena como las dos cosas que era: el anuncio de que había
llegado la hora del sacrificio de Jesús, y la selección ritual del
rey sagrado, en virtud de su propia autoridad como sacerdotisa. Que
esa función sea diametralmente opuesta a la que le ha asignado
tradicionalmente la Iglesia, a estas alturas no sorprenderá mucho.
En nuestra opinión
la Iglesia católica nunca quiso que sus fieles
conocieran la
verdadera relación entre Jesús y María, y por eso los evangelios
gnósticos no se
incluyeron en el Nuevo Testamento, y muchos cristianos ni siquiera
saben que
aquéllos existen. Pero cuando rechazó los muchos evangelios
gnósticos y decidió
incluir únicamente los de Mateo, Marcos, Lucas y Juan en el Nuevo
Testamento, el
Concilio de Nicea no tenía ningún mandato divino para esa gran
campaña de
censura. Actuaba obedeciendo a su propio instinto de conservación,
porque para
entonces, siglo IV, el poder de la Magdalena y de sus seguidores se
había extendido demasiado y el patriarcado no tenía una batalla
fácil.
De acuerdo con ese material censurado, descartado deliberadamente
para impedir que se conociera el verdadero panorama, Jesús confirió
a la Magdalena el título de «Apóstol de Apóstoles» y «Mujer que sabe
todo». Anunció que sería exaltada sobre todos los demás discípulos y
que ella regiría el inminente Reino de la Luz. Como hemos visto,
también la llamaba María Lucifer, «la que trae la luz», y se asegura
que resucitó a Lázaro de entre los muertos por amor a ella y nada
más, porque no podía negarle nada.
El
Evangelio de Felipe, de los
gnósticos, describe cómo la aborrecían los demás discípulos y en
particular Pedro quiso disputarle la situación privilegiada cerca de
Jesús... incluso en una ocasión le preguntó con bastante ingenuidad
por qué la prefería a los demás y siempre la besaba en la boca.
En
el
Evangelio de María, de los gnósticos, dice que Pedro la odiaba a
ella y a «todo el género femenino», y el Evangelio de Tomás atribuye
a Pedro la exclamación «dejad que se vaya María y nos deje, que las
mujeres no merecen vivir».
Un anticipo de la dura batalla que estaba
por venir entre la Iglesia de Roma, fundada por Pedro, y la
heterodoxia sumergida, que era toda de María. (Será instructivo
recordar que todo comenzó como el choque personal entre dos
individualidades, una de las cuales era la consorte de Jesús.)
Significativamente, el gnóstico Evangelio de Felipe (que describe
expresamente a la Magdalena como compañera sexual de Jesús) abunda
en
alusiones a uniones entre el hombre y la mujer, entre la Esposa y el
Esposo. La
iluminación última se simboliza por los frutos de la unión entre el
Esposo y la
Esposa, siendo éste Jesús y la consorte Sophia, cuyo embarazo es el
advenimiento
de la gnosis.26 (Es interesante, por cierto, que incluso los
evangelios canónicos citan
con frecuencia a Jesús refiriéndose a sí mismo como «el Esposo».)
También el
Evangelio de Felipe asocia claramente a María Magdalena con Sophia.27
Este evangelio gnóstico relaciona cinco ritos de iniciación o
sacramentos:
bautismo, crisma (unión), eucaristía, redención... y el alto de
todos, «la cámara nupcial».
El crisma es superior al bautismo [...] y Cristo recibe este nombre
a causa del crisma [...]. El
ungido lo posee Todo, posee la resurrección, la luz, la Cruz, el
Espíritu Santos. El Padre se lo
dio todo en la cámara nupcial.28
Si el rito sacramental del crisma era superior al del bautismo, esto
implica por
parte de María una autoridad superior a la de Juan el Bautista. Pero
tal vez sea más
significativo todavía que según el Evangelio de Felipe, al seguir
este sistema no
sólo Jesús sino todos los gnósticos devienen «Cristos» por medio de
la unción. Y el
sacramento más alto era el de la «cámara nupcial», nunca explicado,
y que sigue
siendo un misterio para los historiadores. No obstante, a la luz de
esta
investigación podemos aventurar una conjetura: ciertamente las
palabras del
pasaje encierran una clave acerca de la verdadera naturaleza de la
relación entre
Jesús y María.
Como hemos mencionado, a ésta la llaman en los
evangelios
gnósticos «la mujer que sabe Todo», y aquí se nos dice que «el
ungido lo posee
Todo». En el Evangelio de Felipe apostilla sin rodeos:
«Para que
entendáis el
poder que tiene la unión no profanada.»29
El libro gnóstico
Pistis Sophia, del siglo III, continúa las que
dice ser enseñanzas de Jesús doce años después de su resurrección.
Aquí la Magdalena aparece en el papel arquetípico de catequista y le
interroga para que revele su sabiduría... exactamente como la Shakti
o diosa oriental interroga ritualmente a su divino consorte. Es de
notar que Jesús en el Pistis Sophia le confiere a María el mismo
tratamiento de «Amantísima» que usaban aquellas diosas y dice las
fórmulas que utilizaban los consortes del matrimonio sagrado.
La intimidad entre Jesús y María conlleva otra consecuencia
profunda. Al comparar la relación entre ellos y la de Jesús con sus
discípulos apenas queda duda en cuanto a quien conocía verdaderamente
sus ideas, sus pensamientos y sus secretos. Con frecuencia se nos
describe a los discípulos varones como algo cortos de entendederas.
Una y otra vez se nos dice «pero ellos no lo entendieron»; no mueve
a entusiasmo, que digamos, esa falta de comprensión por parte de los
hombres destinados a fundar la futura Iglesia.
Es verdad que según
los Hechos de los Apóstoles cayó luego sobre ellos el fuego del
Espíritu Santo que les confirió algunos poderes y sabiduría, pero
los evangelios gnósticos dicen bien claro quién era la discípula que
no precisaba de tal intervención celestial.
Según el material
censurado fue la Magdalena quien después de la Crucifixión reunió a
los consternados discípulos, y con el poder de sus elocuentes
palabras les devolvió la fe en la causa cuando ellos parecían más
que dispuestos a abandonarla. Claro es que ella había visto con sus
propios ojos a Jesús resucitado, pero una vez más nos quedamos con
la curiosa sensación de la falta de fe, de valor y de motivación por
parte de ellos, en comparación con ella.
¿Sería posible que los Doce no hubiesen sido en realidad el círculo
interior de los seguidores de Jesús, sino únicamente los más leales
de entre los devotos no iniciados? Considerándolo respectivamente,
asombra la ignorancia en que estaban.
Por ejemplo, y aunque la muerte y la resurrección de Jesús eran la
quintaesencia de
su misión, su razón de ser, ellos nunca previeron tales sucesos,
«pues no habían
entendido aún la Escritura según la cual Jesús tenía que resucitar
de entre los
muertos».30
Fueron María Magdalena y las mujeres que la seguían quienes
acudieron a la tumba. Tal vez sus palabras al jardinero —en
realidad, Jesús resucitado—diciendo que se habían llevado al «Señor»
y que «no sabía dónde lo habían puesto» significaban que, lo mismo
que los hombres, ignoraba lo sucedido. Pero hay poderosas razones
para considerar esas palabras como reveladoras de que estaba en el
secreto de unos misterios interiores, de los cuales tal vez era
sacerdotisa. Con toda probabilidad María Magdalena fue la consorte
de Jesús y la primera entre los Apóstoles, y también parece probable
que su función incluyese otra significación ritual más antigua y
pagana.
Normalmente se interpreta que los hombres no acudieron a la tumba de
Jesús porque en aquellos tiempos los hombres no hacían esas cosas.
Pero a juzgar por el aturdimiento y apatía en que habían caído los
discípulos después de la Crucifixión según el relato de los
gnósticos, su ausencia no se debió sólo a motivos de decoro. En la
tradición de los misterios, cumplía exclusivamente a la sacerdotisa
el proclamar el punto culminante del sacrificio, la resurrección
milagrosa del rey.
No obstante, y aun admitiendo que la unción, la muerte y la
resurrección de Jesús guardan obvias semejanzas con las tradiciones
paganas de la época, queda la pregunta de si era posible que un
predicador judío se aviniese a intervenir en semejante
representación. Pues aunque sí parece que la Magdalena había
participado en cultos del tipo de la prostitución sagrada, ¿qué
razones podía tener Jesús para dar la espalda a muchos siglos de
arraigada tradición judaica? ¿Es verosímil que él, precisamente,
tomase parte en un rito pagano?
La misma pregunta nos plantea una posibilidad hasta aquí
inimaginable. Como hemos visto la realidad en cuanto a Jesús y su
misión tal vez era muy diferente de cuanto ha enseñado la Iglesia.
Aunque nos limitemos a deponer momentáneamente la incredulidad para
considerar qué pasaría si la hipótesis anteriormente apuntada fuese
cierta, no hay más remedio que encarar un panorama totalmente nuevo.
Qué pasa si Jesús fue oficiante de unas nupcias sagradas y, por
tanto, participante voluntario en un rito pagano. Qué pasa si María
Magdalena era la suma sacerdotisa de un culto a la diosa y por lo
menos espiritualmente, igual a Jesús. Y qué pasa si en realidad
Pedro y los demás discípulos varones no formaban parte del círculo
interior de aquel movimiento.
Pero aún nos queda otra pregunta que
formularnos: una vez considerada esta situación tan radicalmente
inédita, aunque sólo sea como hipótesis, ¿qué clase de hombre pudo
ser el que ocupaba el lugar central de ese panorama? ¿Quién era el
auténtico Jesús?
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