por Christian Bronstein Noviembre 2013 - Abril 2014 del Sitio Web PijamaSurf
ha recorrido nuestro inconsciente simbólico bajo diversas formas, pero con una constante en su significado: la fertilidad creadora, que viene acompañada de una divinidad masculina que da origen a la naturaleza cíclica
del mundo y el pensamiento.
27 Noviembre 2013
Las culturas llamadas "matriarcales" no se caracterizaban, como en principio se pensó, por ser sociedades en las que las mujeres detentaban por sí solas todo el poder político y social, imponiendo su voluntad a los hombres.
Por ello muchos autores critican el término matriarcado ("el gobierno de la madre") como un prejuicio surgido de las dicotomías simplistas e irónicamente patriarcales del pensamiento moderno, y prefirieren caracterizar a estas sociedades como "matrilineales" o "matrifocales", culturas en las que la descendencia seguía a través de la línea materna.
Si bien en estas sociedades las mujeres eran respetadas y, en muchos casos, tenían importantes roles sociales, el predominio de lo femenino y lo materno no parece haberse expresado tanto en la esfera social como sí en la psicológica.
¿Cuáles eran, entonces, los rasgos
característicos de estas culturas?
(c. 2000 a.C.)
Una de las explicaciones más evidentes de esto radica en que la actividad más importante de la vida social en estas culturas era la agricultura.
La Gran Madre, cuya manifestación visible era todo el reino natural, era concebida como la fuente y el sostén de todo lo existente: de su simbólico vientre todas las cosas surgían y hacía éste retornaban.
En términos de la psicología analítica de Carl Gustav Jung, toda la cultura se sostenía sobre la predominancia simbólica del arquetipo de la Madre.
A medida que la revolución de la agricultura iba transformando el modo de vida de las anteriores sociedades de cazadores y recolectores, la Diosa fue ocupando cada vez más el papel central en el orden divino del mundo, dentro de un rico panteón de espíritus y divinidades menores.
Una Madre Cósmica,
La Gran Madre de nuestros ancestros tuvo muchos nombres.
Era llamada,
Sus dos símbolos arquetípicos más antiguos y predominantes fueron la luna y la serpiente.
En sus cíclicas fases, la luna representaba los tres aspectos de la Diosa:
La serpiente-falo, por su parte,
presente en todas las culturas matriarcales, fue el símbolo central
de las fuerzas telúricas y sexuales, así como de la regeneración
cíclica de la vida.
No era posible, en esta conciencia, concebir una separación tajante entre lo que llamamos "mundo interior" (o "yo") y lo que llamamos "mundo exterior".
La consecuencia evidente era que el hombre no era capaz de concebirse como separado de la naturaleza.
La naturaleza, en otras palabras, era
vivida y experimentada como viva y sagrada, en toda su
irracionalidad, horror y belleza.
El conocimiento humano de estas primeras
culturas agrarias era aún rudimentario comparado al nuestro y estaba
atravesado por tabúes y supersticiones de carácter simbólico e
inconsciente que condicionaban profundamente la vida social.
el aspecto oscuro de la Diosa en la India
Y si bien la vida y la muerte parecen haber sido concebidas como un continuo interminable dentro de la Gran Madre, el temor a la extinción física podía ser también una realidad inmediata y aterradora.
Para apaciguar este aspecto de la Diosa, las culturas matriarcales habrían recurrido al sacrificio substitutorio (un modo de "soborno divino", podría decirse): la ofrenda ritual de animales y, de ser necesario, humanos.
Así mismo, Jung señalará que, dado que el desarrollo de la individualidad era mínimo, en este tiempo conceptos como la "subjetividad" prácticamente no tenían lugar, ya que el ego ("yo") emergente estaba todavía casi completamente sumergido o identificado con la colectividad de su grupo social.
Sin embargo, está carencia de
subjetividad y de distancia crítica frente a las tradiciones
establecidas parece haber sido complementada o suplida justamente
con un gran apego a los valores y propósitos colectivos, lo que dio
lugar a culturas extraordinariamente pacíficas y estables, que
convivían en una relativa armonía, sin signos de guerras, opresión o
esclavitud, y sin diferencias marcadas de poder entre los sexos.
En su lugar, predominaba un universo simbólico que orbitaba en torno a los valores maternales, la fertilidad, la belleza y la cooperación colectiva.
Por ello,
Intentando evitar las idealizaciones míticas, que descansan siempre bajo la arquetípica fascinación del Paraíso Perdido, y aunque nos resulte difícil de asimilar, la evidencia arqueológica parece hablarnos con bastante elocuencia de un extenso período en la historia del ser humano que fue próspero, relativamente igualitario y pacífico durante más de 2.000 años.
Pero en los últimos siglos de la Era de
bronce, la historia humana sufrió una increíble y brutal
transformación.
El destino ineludible de esta edípica divinidad, simbolizado en el mito y el rito, era nacer como hijo cada verano para unirse como amante a su madre durante cada primavera en el hierosgamos ("matrimonio sagrado") que fecundaba y revitalizaba la tierra, y morir cada invierno, para ser resucitado nuevamente por el poder divino de su madre con el comienzo de un nuevo verano.
"Teseo Libertador",
Affreschi Romani
Ercolano
En uno de los clásicos más perdurables e influyentes del pensamiento junguiano,
Los orígenes e historia de la conciencia, Neumann rastrea la progresiva transformación de este hijo subordinado o dependiente en el arquetipo del Héroe, que impregnará los mitos de todas las culturas humanas, hasta nuestros días.
Para Neumann, el arquetipo del héroe no
es sino el arquetipo de la propia conciencia humana en su lucha por
la emancipación simbólica de las condiciones inconscientes que
constituyen su seno materno.
Como ejemplifica el mitólogo Joseph Campbell,
Pero,
Benvenuto Cellini
Perseo y la Medusa
Es la Era de los héroes solares. El amanecer de esta nueva conciencia heroica generaría la inversión total del sistema valores y símbolos de los antiguos matriarcados.
La serpiente, representación ancestral de la Diosa, asumiría la forma del monstruo-dragón de los poderes telúricos, instintivos e inconscientes, que todo héroe divino debía derrotar para abrirse camino hacia la constitución de su propia libertad y poder, mostrándole el camino a los hombres.
El triunfo del héroe divino, dirá Neumann, representa el triunfo de la capacidad diferenciadora de la conciencia humana frente a la naturaleza.
La Diosa panteísta de los cielos, la tierra y el inframundo, es reemplazada por un Dios celestial que al separar con su voluntad los cielos de la tierra, ordena el mundo (trae "Cosmos" al "Caos"):
separando a las diosas Nut (cielo) y a Geb (tierra),
c. 1000 a.C.
El mundo de los hombres y las bestias ya
no es sagrado, en tanto ha dejado de ser un aspecto o manifestación
de la propia Diosa: es una creación del Dios, por fuera de Él mismo.
La concepción monoteísta de un Dios trascendente que crea y ordena
el mundo desde el "más allá" reemplaza al mundo viviente de la
Diosa, que actúa desde el interior siguiendo su propia naturaleza.
En estas nuevas mitologías, los opuestos son irreconciliables, ya que es de su propia oposición que la nueva conciencia emerge.
Zeus (dios griego),
"el padre de los
dioses y los hombres".
Así, en el mismo acto heroico, el héroe masculino, devenido en soberano y patriarca conquistador, se convertirá, dentro de cada cultura, en el Dios supremo de un nuevo orden social. Y de esta manera, la Era del Héroe da paso a la Era del Padre, cuyo aspecto benigno es el del sustentador, ordenador y protector, y cuyo aspecto negativo es el del tirano.
Y será éste, finalmente, el arquetipo del Padre (portador del orden, señor de la autoridad, la tradición y la ley, y soberano divino sobre todas las cosas) el que prevalecerá y se impondrá como estructura simbólica central en las culturas históricas, durante los próximos tres milenios.
El alzamiento de reinos guerreros estructurados en jerarquías de dominación y esclavitud, así como el sometimiento sistemático de las mujeres en todas las esferas de la cultura, sería el aspecto social de esta transformación.
¿Pero qué razones históricas, y que consecuencias psicológicas y sociales se encuentran detrás de la extraordinaria transformación cultural que daría lugar, tanto en Oriente como en Occidente, a este pasaje del mundo matriarcal al de los incipientes patriarcados originarios?
¿Y qué podrán decirnos éstas de nuestro
presente y de la decadencia de nuestra propia cultura?
¿Será posible que la filogenética
travesía histórica de nuestra infancia numinosa en la Madre, de
nuestra heroica pero trágica emancipación de su seno inconmensurable
y de nuestra caída eventual bajo la tiranía del Padre, cuenten una
sola y gran historia, la historia del desarrollo de nuestra
conciencia, cuyo devenir se aproxima inexorablemente a un nuevo
clímax?
01 Enero 2014
Morían para dar paso a una nueva era: la
era del hombre.
Hay aún considerables controversias sobre las causas que precipitaron un cambio histórico tan profundo y cismático en la historia del devenir humano.
Según la popular teoría de la antropóloga Marija Gimbutas, el surgimiento de coléricas divinidades del cielo (cuyos símbolos eran el rayo, el aire, el fuego y la tormenta), que se expandían como conquistadores brutales sobre las antiguas teogonías matriarcales, coincide con las invasiones de los pueblos guerreros, arios y semíticos que cayeron en oleadas sobre los pueblos agrarios de la vieja Europa, el Creciente Fértil y la India pre-védica, desde fines de la Edad del Bronce.
Las invasiones crecientes de estos pueblos nómadas no sólo alterarían y desgarrarían el pacífico mundo de las culturas agrarias de la diosa, sino que eventualmente llevarían a un sincretismo cultural que constituiría la base de un nuevo orden social.
Gradualmente, el arquetipo del Padre comenzaba a imponerse sobre la antigua supremacía de la Madre: ...encarnaron los atributos de un dios celestial, masculino, omnipotente y omnipresente, que reinaba soberano sobre todas las cosas.
Pero, como hemos visto, este nuevo orden
social no estaría fundamentado únicamente en una azarosa violencia
histórica, sino en una radical transformación en la conciencia
humana.
Sin embargo, el surgimiento de los
conceptos de "propiedad" y las leyes que la protegen puede ser visto
justamente como una consecuencia material y social del incipiente
sentido del "yo" de la mentalidad post-matriarcal, más orientada al
poder y engrandecimiento del individuo, que al bien comunal.
El descubrimiento de la astronomía, como un orden celestial del mundo que se convertiría en reflejo de las jerarquías de los reinos terrenales, también ha sido considerado como un factor clave en este proceso.
Pero quizás la innovación cultural más
trascendente que conduciría a esta ineludible mutación histórica, no
sería otra que la escritura. El nuevo medio de comunicación escrito,
basado en el ordenamiento y la abstracción, favorecería el
desarrollo del pensamiento abstracto, reflexivo y racional, sobre la
percepción concreta, emocional e intuitiva de la realidad
(hemisferio izquierdo sobre hemisferio derecho del cerebro).
Funciones que culturalmente se han tendido a calificar como "masculinas" y "femeninas", respectivamente: el hemisferio izquierdo se especializa en el lenguaje, la lógica y el pensamiento abstracto, mientras que en el derecho es donde tienen lugar fundamentalmente los procesos inconscientes, las emociones, la imaginación, el instinto, la intuición y la apreciación estética.
El desarrollo creciente de la capacidad analítica de la mente introduciría por primera vez el conflicto entre Myhtos y Logos, entre el modo de ser-en-el-mundo basado en la fascinación autoevidente del mito y el rito tradicionales y el de una naciente y heroica consciencia lógico-reflexiva (filosófica).
En Grecia, cuna de la cultura occidental, la escritura, más que cualquier otro descubrimiento en la historia de la cultura humana, daría lugar a la lógica, la filosofía, las matemáticas y la ciencia empírica, y poco a poco iría desplazando a los antiguos mitos ancestrales como sistema absoluto de significación colectiva.
Estas nuevas facultades de abstracción y diferenciación corresponden, como hemos visto, a una mayor autonomía del yo (ego) frente a los instintos naturales y frente a los valores tradicionales del grupo colectivo.
El precio de la capacidad auto-reflexiva
del ser humano y del aumento de su conciencia frente a la
impulsividad instintiva y la fascinación mítica, sin embargo, parece
haber sido la pérdida de una considerable armonía social, de su
percepción natural de la sacralidad de la vida y de su inherente
identidad con el mundo.
Por esta razón, el despertar de la "conciencia razonable" no haría desaparecer del todo el poder colectivo de las narrativas míticas, sino que ésta se adecuaría dentro de una nueva mitología que reflejaba el nuevo ser-en-el-mundo y los sistemas de valores que lo acompañaban, una mitología del ego, en la que el hombre soberano, conquistador, heroico y racional, ocupaba el lugar central, desde el que señoreaba sobre todas las cosas.
El trágico y heroico sacrificio de
Sócrates en nombre de la verdad sería el ejemplo paradigmático de
cómo el naciente Logos quedaría subordinado también, durante miles
de años, a los nuevos esquemas autoritarios de un pensamiento mítico
sustentado en valores patriarcales.
El sentimiento de culpa, nos dice el psicólogo Wolfgang Giegerich, no tenía existencia en el modo de conciencia pre-filosófico de las culturas prehistóricas.
La idea de culpa se manifestó en la cultura griega en los conceptos de hamartía e hybris, que con tanto énfasis y dramatismo han sido expresados en la tragedia.
Mientras que
las religiones abrahámicas
(judaísmo, cristianismo e islam), hicieron de la culpa el bastión
central sobre el que se sostendría toda su cultura. En este punto,
podemos ver como la tríada universal de ley-culpa-castigo (el "padre
introyectado") se manifestaría en el inconsciente humano como el "Superyo"
descrito por Freud.
El bien pasaba a estar definido por la adecuación a la "ley del Padre", mientras que el mal constituía su transgresión. Y la ley del Padre, su ley divina, estaba grabada ahora en palabras sagradas.
En el código legal mesopotámico más antiguo que se conoce, atribuido al rey Urokagina de Lagash, la nueva cultura patriarcal dejaba claro cuál sería el lugar de la mujer en el nuevo orden social:
El Antiguo Testamento convertiría a la mujer (y a su símbolo tradicional más antiguo, la serpiente) en el origen del mal en la tierra.
Al mismo tiempo que el alzamiento del Dios Padre desterraría a la Diosa Madre, lo sagrado sería desterrado del mundo material, temporal y fenoménico, para pasar a habitar exclusivamente en un más allá atemporal, espiritual y abstracto.
La consolidación de las religiones monoteístas significó el establecimiento de una espiritualidad trascendente y antifenoménica.
El cuerpo se volvió, mitológicamente, equivalente a la tierra, y la mente a los cielos, y el rechazo de toda dimensión sagrada en el mundo material y en la vida se efectivizó a través de una negación y rechazo cultural hacia todos los aspectos impulsivos y sexuales del ser humano, los cuales serían demonizados y reprimidos de manera general.
En todas estas sociedades, al mismo tiempo, el lugar de la mujer fue socavado y denostado culturalmente de manera sistemática, e incluso brutal, como si su existencia fuera el símbolo exterior de una realidad interna que había que extirpar.
Desde las leyes patriarcales de Lagash y
Grecia, hasta los velos islámicos de La Sharia, desde la misógina
moral del sistema de castas brahmánico, hasta las
cacerías de brujas
de la Inquisición, los derechos de la mujer no sólo serían
rechazados por las culturas patriarcales, sino perseguidos durante
milenios, a fuego y sangre.
La revolución ilustrada, basada en el creciente dominio y la comprensión del hombre sobre el mundo físico, divinizó a la razón humana por sobre todas sus otras facultades, conduciendo al colapso relativo de la visión del mundo medieval, fundamentalmente mítica, y orientada a un más allá trascendente.
Y a pesar de la persistencia de las creencias religiosas en la modernidad, el nuevo paradigma de la ciencia, el materialismo, se convertiría en el nuevo fundamento filosófico del mundo. El materialismo recuperaría el valor del mundo material sobre los mundos celestiales de la religión judeo-cristiana, pero negándole toda profundidad.
El nuevo universo humano se convertiría
en una maquina sin alma, inteligencia, belleza, significado o
propósito más que el que pudiera proyectar o imponer sobre él la
voluntad y la inteligencia del hombre tecnológico-conquistador.
La respuesta, quizás, podamos
encontrarla en las particulares diferencias biológicas y
psicológicas que caracterizan a uno y otro sexo.
Este revolucionario y necesario
cuestionamiento se radicalizó a fines del siglo XX, apoyado en el
paradigma del construccionismo social, el cual, si por una parte
tornó evidente cómo todos los hábitos y costumbres de las sociedades
son "construcciones culturales" de cada época y contexto
determinado, llegó a convertirse en un rechazo sistemático a
cualquier intento de síntesis transcultural que permita comparar y
comprender el porqué de estas transformaciones culturales y atisbar
detrás de ellas cualquier desarrollo o evolución histórica general.
No obstante, hoy en día son claras las evidencias que muestran que existen ciertas diferencias en la psicología de hombres y mujeres, diferencias que se expresan como tendencias innatas o condicionamientos cerebrales y hormonales.
Recientemente, las diferencias en la
estructura cerebral de hombres y mujeres fueron reconfirmadas por un
grupo de neurocientíficos de la Universidad de Pensilvania, en una
investigación en la que utilizaron una nueva técnica de resonancia
magnética.
Las condiciones de vida de estas culturas humanas primigenias definirían universalmente las características básicas de cada sexo, y los primitivos roles de género no serían asignados en función de sexismos arbitrarios, sino como una estrategia necesaria e inteligente para la supervivencia de la especie.
Por esta razón, actitudes basadas en valores heroicos tales como la valentía y la fuerza, pasarían a constituir para estas culturas ancestrales las características definitorias de lo masculino.
En función de estas necesidades, el hombre desarrolló un vínculo más fuerte entre la parte delantera y la trasera del cerebro, lo que le otorgo mayores capacidades motoras, percepción focalizada, acción coordinada y facultades de orientación.
La testosterona, hormona vinculada tanto a la agresividad como al impulso sexual, se encuentra presente en una cantidad entre 10 y 20 veces mayor en hombres que en mujeres.
La caza, entre otras cosas, exige sangre fría, por lo que percepciones emocionales no compatibles con ésta, como la sensibilidad y la empatía, se infravaloraron, lo que también tendría su impacto en la configuración del sistema nervioso.
En su lugar, la amígdala, considerada
como "el centro del control emocional", vital para responder a
situaciones de peligro, tuvo un mayor desarrollo.
Esto la llevaría a desarrollar un mayor grado de conexión neuronal entre los hemisferios cerebrales (las mujeres tienen entre 10% y 33% más de fibras neuronales en el cuerpo calloso que los hombres), lo que implica una mayor intensidad en las respuestas emocionales y una mayor percepción de éstas, así como una mayor facilidad para realizar diversas tareas al mismo tiempo.
Allí también podría encontrarse el origen de la famosa "intuición" emocional femenina.
Y si la testosterona es la hormona masculina más predominante, la oxitocina, conocida coloquialmente como "la hormona de las relaciones", que se incrementa en las mujeres durante el orgasmo, el parto y la lactancia, podría ser considerada en cierto modo como su contra-cara.
El cariño y cuidado del otro, la
excitación sexual y el amor romántico, así como la confianza, el
respeto y la tolerancia en las relaciones sociales son los atributos
más característicos de esta hormona.
E incluso podemos ver cómo los propios condicionamientos culturales (las concepciones estereotipadas de lo que un hombre y una mujer son y deben ser) están enraizados en estos primitivos condicionamientos biológicos, en una interdependencia que tiende a cristalizarse y a perpetuarse mutuamente, a pesar de que nuestras potencialidades humanas van mucho más allá de ellos.
Con esta concepción es también compatible el reciente descubrimiento de la neurociencia sobre las facultades de "plasticidad neuronal" del ser humano:
A la luz de la psicología profunda, la filosofía simbólica de la alquimia fue interpretada por Carl Gustav Jung como la búsqueda de la psique por unificar sus aspectos "femeninos" y "masculinos", trascendiéndolos en una unidad mayor.
El proceso de individuación en la psicología junguiana, análogo a la búsqueda alquímica, consiste en valorar por igual nuestras funciones psíquicas que consideramos opuestas, integrándolas en un todo que es más que la suma de las partes.
Descubrimos entonces que los valores y características que hemos categorizado como "femeninos" y "masculinos" en nuestra cultura patriarcal son funciones complementarias que están disponibles para todos los seres humanos, independientemente de su sexo y de su sexualidad.
Plantear la necesidad de una unificación, de un trabajo conjunto de estos dos principios, constituía para Jung lo más esencial y necesariamente vital para nosotros como especie.
La destacada escritora feminista Virginia Wolf lo expresó de manera poética, recuperando la tradición filosófica del romanticismo:
De esta integración en nuestro propio
contexto histórico, y de su posible expresión en la emergencia de
una nueva cultura, síntesis dialéctica de nuestra dramática historia
humana, nos ocuparemos en la última parte.
01 Abril 2014
En cierto modo, los movimientos feministas del siglo XX han logrado grandes triunfos históricos, al hacer equivalentes muchos de los derechos sociales de hombres y mujeres en la mayoría de los países de Occidente.
El voto femenino, el derecho al divorcio y el empleo igualitario, pueden ser considerados, quizás en igual medida, tanto triunfos de la expansión del feminismo como del desarrollo general de una conciencia humana más democrática y liberal.
Otros derechos sociales, como la interrupción voluntaria del embarazo (el derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo), están ya contemplados por la ley en numerosos países del mundo, y en muchos otros están actualmente en discusión.
Sin embargo, como hemos visto a lo largo de los artículos precedentes, no podemos entender al patriarcado únicamente como un modo de relaciones sociales de poder, sino como una lógica simbólica fundamental que ha configurado nuestra historia humana y sobre la que se han sostenido o construido todos los aspectos de nuestra cultura.
¿Qué es, entonces, el patriarcado hoy en
día?
En la cultura patriarcal, irónicamente, el hombre ha sido forzado a ajustarse a una imagen extremadamente estrecha y mutilada de sí mismo:
En la mística de la masculinidad patriarcal, todos estos rasgos son considerados implícitamente femeninos y, por lo tanto, degradantes.
El hombre patriarcal, además, para consolidarse como tal, debe ser un conquistador, debe competir y triunfar en la guerra individualista por conquistar espacios de poder (donde poder equivale a acumulación de dinero y status social).
En términos económicos, esa guerra se ha
traducido en
capitalismo global.
Fuera de estos estereotipos, la mujer sería definida como un ser obediente, pasivo, carente de pensamiento crítico o capacidades intelectuales que le permitan ser tenido seriamente en cuenta en las cuestiones importantes de la sociedad.
Pero si bien hoy se reconoce cada vez más colectivamente en la sociedad occidental que las mujeres tienen las mismas capacidades intelectuales que los hombres y gozan cada vez más de sus mismos derechos, su inclusión social ha sido en términos de "lo masculino".
En este sentido, en el siglo XX muchas mujeres abandonaron la identificación inconsciente con los estereotipos femeninos tradicionales del patriarcado para abrazar el estilo heroico "masculino" de la modernidad competitiva sedienta de logros capitalistas en la arena del mercado.
En su rol de objeto-sexual, la mujer ha pasado de ser el atractivo trofeo del varón conquistador a un objeto más de consumo en la sociedad capitalista, reproducido e impuesto por los medios hegemónicos de comunicación, especialmente a través de la publicidad, cuyo objetivo no es sólo vender un producto, sino una imagen ideal y un estilo de vida acordes con los valores de la sociedad de mercado.
Los estereotipos de la normalmente
inalcanzable "feminidad ideal" impuestos por el mercado ejercen una
enorme presión social en la mujer actual, la cual suele traducirse
en frustración y en variadas patologías psicológicas.
Su transformación puede ser considerada
como un aspecto inevitable de la necesidad colectiva de evolucionar
hacia una nueva cultura.
Gilligan, que se convertiría en la primera profesora de estudios de género en la Universidad de Harvard, concluyó que existe una tendencia natural en los hombres hacia el individualismo, mientras que en las mujeres hay una tendencia a poner el acento en las relaciones entre las personas.
En el ámbito ético, los hombres tienden
a pensar en reglas formales y abstractas, insistiendo en la
importancia de la autonomía del individuo y de la adecuación al
derecho, mientras que las mujeres tienden a considerar las cosas en
términos contextuales, relacionales, a pensar en términos de
comunidad y a otorgar más importancia al respeto y las
responsabilidad con los otros.
No es difícil percibir, entonces, cómo nuestra actual cultura se ha erigido sobre un desequilibrio básico de prioridades, en el cual,
Este desequilibrio ha dado lugar a una civilización que, a pesar de su desarrollo técnico e intelectual, sigue sosteniéndose, aún hoy, sobre una lógica despiadada, en la cual las relaciones de dominación, explotación (del hombre y del medio ambiente) y desigualdad extremas se han naturalizado al punto de volverse imperceptibles para la mayoría de las personas.
Como reflejó la implacable pregunta del presidente uruguayo José Mujica en la Cumbre de las Naciones Unidas sobre Desarrollo Sustentable del año 2012:
Individualidad y comunión, sin embargo, podrían ser valores fundamentales para construir una cultura equilibrada.
Mientras que los totalitarismos de Estado pueden ser contemplados como expresiones sociales desequilibradas (y, en última instancia, falsas) del principio de Comunión, en donde la individualidad queda subsumida y aplastada por su adecuación a una fuerza impuesta desde un poder estatal concentrado, autoritario y jerárquico.
El neoliberalismo capitalista, por su parte, puede ser visto como una expresión desequilibrada del principio de Individualidad, en donde la libertad colectiva se ha identificado con la libertad de los mercados (desregulación económica) y la libertad y el desarrollo personal se han identificado con la noción de una ilusoria libertad de consumo o, en su defecto, una promesa de libertad individual ganada "con el sudor de la frente" a través de una justificada y glorificada competencia social:
La imagen del desarrollo individual dentro del capitalismo depende entonces exclusivamente de una ilusoria meritocracia mercantilista que, aunque fuera real, representaría la antítesis de una verdadera cooperación colectiva, no resumiéndose en otra cosa que una lucha egocéntrica por el poder.
En este sentido, el desarrollo del capitalismo neoliberal posmoderno puede ser contemplado como la expresión socioeconómica de la estructura egocéntrica de conciencia que predomina actualmente en nuestra cultura, de una individualidad que ha devenido en individualismo narcisista y alienante y que necesita desesperadamente reconocer su lugar en la unidad mayor en la que existe.
En términos junguianos, las perspectivas comunistas, que defienden la existencia de un Estado centralizado que lo abarca y administra todo, descansan sobre el arquetipo de la Madre, en donde la institución estatal es la familia que contiene y provee a todos sus hijos por igual.
Mientras que las perspectivas capitalistas se sostienen casi exclusivamente sobre el arquetipo del Héroe, en donde la voluntad y el esfuerzo individual se conciben e idealizan como únicos rasgos morales válidos para construir una sociedad "justa", pero que en la práctica constituyen una falsa justificación ética de las desigualdades, al mismo tiempo que defienden la noción idealizada del esforzado y triunfal ascenso social.
En otras palabras, de una jerarquía de poder, lo que nos conduce nuevamente a los aspectos negativos del arquetipo del Padre.
Otro modo de ver estas dos perspectivas en el aspecto positivo de cada una es en la forma de derechos y responsabilidades.
El gran desafío de nuestra cultura, cada vez más global, sea probablemente hallar un equilibrio dinámico entre estas dos esferas de valores, construir una cultura en donde el auténtico desarrollo individual y el desarrollo colectivo no estén en contradicción, sino que sean dos aspectos valorados y fomentados por igual de una nueva y cooperativa organización social.
El filósofo anarquista Mijaíl Bakunin sintetizó de forma unificadoramente clara esto al afirmar:
Una cultura en donde las responsabilidades impliquen un auténtica participación e implicación de cada individuo en la construcción y el desarrollo de la sociedad demanda repensar nuestro sistema democrático y nuestra concepción del Estado.
Nuestros actuales sistemas democráticos, que en teoría debieran representar la voluntad de sus pueblos, tienden sin embargo a reflejar en realidad la voluntad de los intereses privados; esto es, del mercado.
Sumado a ello, la influencia decisiva
que los poderes económicos concentrados ejercen a través de los
medios de comunicación dominantes para configurar la opinión social
y "construir realidades", hace de nuestra democracia un mecanismo
profundamente manipulable por el poder.
Nuestra democracia representativa, verticalista y burocrática, heredera de los liderazgos monárquicos, necesita evolucionar en formas cada vez más participativas y directas de expresión colectiva.
Iniciativas como la Ley Orgánica de Comunas en Venezuela, o proyectos de democracia digital como el Open Ministry de Finlandia, el Partido WikiLeaks de Julian Assange en Australia, o el Partido de la Red en Argentina parecen avanzar fuertemente en esa dirección.
La expresión de una voluntad colectiva más consciente y cooperativa ha de ir la mano necesariamente de una democracia más participativa.
La democracia participativa implica
una expresión de la voluntad individual, al tiempo que demanda una
responsabilidad e implicación mayor en la co-creación de lo
colectivo. Incluso alternativas tan revolucionarias como la
Economía
Basada en Recursos no pueden pensarse seriamente en la práctica como
alternativas superadoras al capitalismo sin algún sistema de
democracia participativa.
Su suelo resulta cada vez más débil, más ridículo, más inverosímil, sus ídolos se resquebrajan y se caen, y sus columnas se doblan y se agrietan para romperse.
La actual crisis económica, política y ecológica de nuestro tiempo nos demanda una nueva cultura si es que hemos de sobrevivir en este mundo, ha de empujarnos hacia la construcción de esta nueva cultura, a una inclusión y superación de nuestras revoluciones y fracasos, de nuestros triunfos brillantes y nuestras contradicciones vergonzosas, a una síntesis alquímica de nuestra historia.
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