18 Marzo
2020
del
Sitio Web
DemocraciaAbierta
Version en ingles
Imagen del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas
(NIAID)
Rocky
Mountain Laboratories, National Institutes of Health (NIH),
a
través de Flickr..
En los últimos
meses,
hemos visto cómo
la pandemia del coronavirus
está paralizando
la economía y la vida cotidiana
de cientos de
millones de personas en todo el mundo.
¿Puede ser esta
nuestra última oportunidad
para re-evaluar
nuestros valores?
Está empujando a los gobiernos a tomar medidas nunca vistas, que
llegan a decretar el confinamiento total de la población y la
congelación de toda actividad que no sea imprescindible para
enfrentar la batalla ante una crisis sanitaria sin precedentes
inmediatos.
Efectivamente, vivimos un tiempo inédito y desconcertante, que está
cambiando - como solo lo hicieron las guerras mundiales del siglo XX
- nuestro relato sobre el mundo en que vivimos.
Y puede hacerlo para
bien, o para mal...
Si queremos sobrevivir con esperanza, esta puede ser nuestra última
oportunidad para repensar seriamente el sistema insostenible en el
que nos hemos instalado.
¿De dónde
venimos?
A la llamada 'gran aceleración' que se ha producido a partir del
final de la 2ª guerra mundial, le ha sucedido un frenazo brusco y no
una gran desaceleración como se auguraba en la crisis del 2008. Y es
el final de esa guerra infernal el que marcó el inicio de lo que se
ha venido a llamar la era del
antropoceno, en la que llevamos
viviendo ya 75 años.
Cuando la revolución tecnológica de la información y la comunicación
se apoderó definitivamente de las claves del "progreso" de la
humanidad en los años 2000, algunos empezaron a mostrarse críticos
de la globalización sin freno.
Surgieron entonces
propuestas para una des-globalización:
un decrecimiento o por lo
menos una economía lenta ante las consecuencias del crecimiento como
objetivo único, de la explotación sin límite de recursos naturales y
del incremento acelerado y disruptivo de la desigualdad, todas
devastadoras para el planeta y sus habitantes.
Desde entonces, las voces críticas han sido muchas.
El aumento de la
conciencia de que un mundo en aceleración continua nos estaba
llevando a un gran crunch ha alimentado importantes
movimientos sociales, que aspiran a un cambio de modelo económico y
social que tenga en el centro el cuidado de las personas y del
planeta.
Pero los gobiernos de cualquier color se han atenido al modelo
existente y han sido incapaces de reformar a fondo el sistema para
hacerlo mucho más justo y mucho menos depredador y destructivo de un
ecosistema terrestre que ya se encuentra en una crisis profunda e
irreversible, por más que en grandes conferencias internacionales
hayan propuesto lo contrario.
Aún tras
la crisis financiera de 2008,
cuando se
celebraron grandes reuniones del G-7 y del G20
abogando
teatralmente por un cambio de modelo
que evitase la
repetición de un descalabro económico
de esas
dimensiones,
se regresó
rápidamente al "business as usual"...
Se encerraron las llamadas a una gran "refundación"
del capitalismo
en un cajón oscuro.
Se creyó solucionar el problema con algunas
reformas que hiciesen más robusto el sistema bancario y financiero,
y se pusieron límites al endeudamiento.
Aún tras la
crisis financiera de 2008, cuando se celebraron grandes
reuniones del G-7 y del G20 abogando teatralmente por un cambio de
modelo que evitase la repetición de un descalabro económico de esas
dimensiones, se regresó rápidamente al "business as usual".
Pero nadie se atrevió a tocar el esquema basado en un crecimiento
sin límite y en el beneficio inmediato, alimentado por la economía
financiera y la especulación de los mercados a corto plazo.
Hemos visto estos días en
las bolsas mundiales con las posiciones bajistas y las ventas en
corto, hasta qué punto las hunden sin escrúpulos con la excusa de la
pandemia y sin otro propósito que "rebotar", para seguir ganando
dinero aprovechando los dientes de sierra, sin importar nada más.
Hasta hace cuatro días,
Donald Trump se vanagloriaba de
cómo los mercados de Wall Street estaban más fuertes que nunca,
y cómo la economía americana era la mejor de todos los tiempos.
Todo gracias a su
política de
confrontación comercial con China y a su renovado
proteccionismo, retirada del multilateralismo, y bajada de impuestos
generalizada, sobre todo a las empresas y a las grandes fortunas,
cuyos lobistas en Washington desayunan con champán desde noviembre
2016...
Todos se fregaban las
manos ante una gloriosa reelección.
En su desconcierto ante el factor inesperado de la pandemia, Trump
hasta llegó a
afirmar el 28 de Febrero que la
alerta por
el coronavirus no era más que otro montaje de los
Demócratas (their new hoax), otra farsa para
desacreditarlo...
Hasta que el virus impuso
su terca realidad y le ha obligado, como a casi todos los gobiernos
afectados, a ir adoptando duras medidas de contención, previas a las
de confinamiento total.
Disrupción y
esperanza
No sabemos hasta qué punto va a sufrir el sistema y si esta crisis
será suficientemente profunda como para provocar cambios
sustanciales.
Por el momento, la preocupación sobre las consecuencias de la
paralización de la actividad económica está provocando un cambio de
enfoque, y parece que la inyección de liquidez es la primera
medicina de urgencia.
Esto implica una
relajación de los límites del endeudamiento público que se
endurecieron con la crisis del 2008 y justificaron las políticas de
austeridad, incluidos importantes recortes en salud pública de
consecuencias devastadoras para los sectores más vulnerables de la
población.
Los
niveles de desigualdad preexistentes van a ser un factor clave
para medir las consecuencias sociales de unas caídas del PIB que se
prevén fortísimas.
Además, en regiones donde
la economía informal predomina, como
en América Latina, demasiada
gente se va a encontrar sin ningún tipo de ingreso si las calles se
vacían, como parece que va a suceder.
En cualquier caso, 'disrupción' es el nombre del juego ahora. Y da
mucho que pensar...
La reorganización
económica y social que provoca esta nueva situación debería
significar una importante oportunidad para repensar varios aspectos
de nuestra vida cotidiana y de los valores que impulsan nuestras
aspiraciones individuales y colectivas.
El confinamiento que están viviendo ya decenas de millones de
ciudadanos en Europa, puede ser aprovechado para reflexionar y
replantear nuestros esquemas, hoy adaptados a una lectura rápida y
superficial de una realidad que cambia a toda velocidad en función
del trabajo, las noticias, los eventos sociales, culturales y
deportivos, y en función de nuestras programaciones de ocio basado
en el consumo de bienes y servicios, y en el boom del turismo.
Viajar, viajar, viajar,
ese es el sueño que alimenta nuestro espíritu.
Viajar para
fotografiarnos felices, y para auto-contemplarnos.
Quizás sea un buen momento para recuperar viejas ideas que surgieron
en la segunda mitad del siglo pasado, cuando todo lo que ahora está
ocurriendo era solo una distopia improbable.
Tomemos la
hipótesis de Gaia, que desarrolló el químico británico
James Lovelock junto a la microbióloga Lynn Margulis en
los años 70, según la cual el planeta se autorregula a través de la
interacción entre los seres vivos y el entorno inorgánico de la
tierra.
El objetivo de Gaia es
mantener un equilibrio en el ecosistema que le permita seguir viva.
Pero más allá de su discutible credibilidad científica, Gaia es una
muy útil metáfora filosófica.
Lo que la hipótesis de
Gaia nos podría estar diciendo es que la pandemia actual no es sino
un mecanismo de defensa de la vida en la tierra, una especie de
anticuerpo ante un factor especialmente agresivo y tóxico para el
ecosistema:
la especie humana en
permanente explosión demográfica.
El virus sería, en esta
atrevida hipótesis (puesto que hubieron otras epidemias cuando
nuestra presencia sobre el planeta era muchísimo menor), un modo de
frenar bruscamente la enorme presión que nuestra especie ejerce
sobre el clima y provoca los desastres naturales que estamos viendo,
cada vez más frecuentes.
El virus,
frena en seco las emisiones de los combustibles fósiles
una caída brusca del tráfico a todos los niveles (terrestre,
marítimo, aéreo) mejora inmediatamente la calidad del aire que
respiramos en las ciudades, algo que no ha conseguido ningún tratado
internacional
la caída del consumo,
sumada al confinamiento, hacen también bajar la demanda de muchos
productos superfluos y de muchos desplazamientos innecesarios
El virus, además, tiene la virtud de igualarnos, aunque sea
momentáneamente, a todos:
ricos y pobres, poderosos y humildes;
todos podemos estar igualmente infectados.
El populismo y el
nacionalismo, que han estado subiendo como nunca desde los años 30
del siglo pasado, ponen en evidencia sus claros límites:
no hay
fronteras para el virus, que no distingue de razas ni religiones, y
exige solidaridad entre todos, y políticas públicas de corte social,
empezando por una sanidad de acceso universal.
También el Estado, que ha sido el blanco de los ataques sistemáticos
del neoliberalismo, que siempre quiere reducirlo a su mínima
expresión, vuelve a tener todo el sentido, porque es el único que
nos puede garantizar protección ante las consecuencias de la
pandemia, presentes, y sobre todo futuras.
El 'parón'
absoluto
nos obliga a
reflexionar sobre el tiempo,
al que le hemos
perdido la medida
en nuestra loca
carrera diaria
por conseguir
recursos económicos,
que nos aseguren
que podremos
seguir corriendo
al día siguiente...
De repente, gracias al
virus, convivimos diariamente muchas horas con nuestras parejas e
hijos, y nos damos cuenta de que en este mundo hiperconectado en
realidad tenemos muy poca comunicación con nuestro entorno más
inmediato.
El coronavirus nos descubre que es posible trabajar desde casa y
cuán inútiles y costosos son los desplazamientos diarios, que suman
más de dos horas perdidas de promedio en la mayoría de nuestras
metrópolis.
Y descubrimos también que
hay un mundo analógico olvidado, el de los libros que se acumulan en
las estanterías, esperando, ahora sí, a tener una oportunidad para
ser leídos, y también recuperamos el arte de la conversación
pausada.
Finalmente, al obligarnos a mantener una "distancia social", el
virus nos hace valorar el sentido de la proximidad con nuestros
conciudadanos, y la importancia de los abrazos y los besos que ahora
nos están prohibidos.
El 'parón' absoluto nos obliga a reflexionar sobre el tiempo, al que
le hemos perdido la medida en nuestra loca carrera diaria por
conseguir recursos económicos, que nos aseguren que podremos seguir
corriendo al día siguiente.
Hoy, cuando solo podemos mostrar de fondo la pared de nuestro cuarto
o el sofá del comedor, todo nuestro narcisismo, aumentado al
infinito por las redes sociales, donde las selfies mandan, ha
puesto en evidencia su futilidad.
El coronavirus trae consigo el momento de pensar humildemente en
nuestra fragilidad y a la vez en la importancia clave de la
solidaridad y de la corresponsabilidad.
¿Estábamos acabando
con el planeta y ahora el planeta quiere acabar con nosotros...?
Esta es una manera
demasiado simple y acientífica de pensar en lo que nos está
ocurriendo, pero una cosa es cierta:
para salir ganando
alguna cosa de esta pandemia, tenemos que repensar profundamente
el sistema que nos ha traído hasta aquí.
Nuestra especie debe
aprovechar este virus para repensarse a sí misma y resintonizarse
con el ecosistema de nuestra madre Gaia.
Pero si nos empeñamos en
regresar al "business as usual" cuando pase la gripe, puede que
no tengamos otra oportunidad...
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